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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Conoce la Fuerteventura más auténtica a través de cuatro paisajes humanos

Pastor majorero con sus cabras cerca de Casillas del Ángel. Foto: C.J. Palacios

La isla de Fuerteventura se puede conocer de muchas maneras, pero la mejor sin duda es a través de esas mujeres y hombres que la hacen diferente.

Son hijos de una tierra dura situada a menos de 100 kilómetros de un desierto del Sahara con el que comparten paisaje, pero al que a lo largo de los siglos han conseguido domar hasta convertirlo en un oasis de biodiversidad y cultura.

Porque detrás de esas playas paradisíacas de aguas color esmeralda, de esas dunas infinitas, de sus volcanes y malpaíses adornados por palmerales que sueñan con la lluvia, hay muchas personas dispuestas a mejorar el mundo desde este pequeño rincón en medio del Atlántico. Y que también nos ayudan a entender el suyo, el de un territorio tan singular como hermoso.

Te invito a conocer Fuerteventura a través de 4 embajadores que promueven la sostenibilidad de una isla declarada Reserva de la Biosfera precisamente por el equilibrio que allí existe entre naturaleza y habitantes.

¿Me acompañas en el paseo?

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Toneladas de pan acaban en la basura

Los españoles no podemos comer sin pan. Es nuestro alimento estrella, el más natural y básico. También el más diverso, pues sólo en España tenemos más de 300 variedades diferentes de todos los tamaños, formas y texturas.

No por casualidad, su consumo ha estado siempre rodeado de un aura de sacralidad. ¿Recuerdas? Nuestras abuelas lo besaban si se caía al suelo, nunca se podía poner boca abajo («Llora la Virgen»), se le hacía una cruz al amasarlo y se guardaba en bolsa blanca. “Está bendito”, nos decían. Si se tiraba al fuego se alimentaba al diablo, y si se le pinchaba con el tenedor se atraían desgracias a la casa.

En los pueblos se cocía a lo sumo un par de veces a la semana y, a decir de nuestros mayores, cuanto más duro se quedaba más rico estaba. Nunca se desperdició un solo mendrugo, por lógica y por que hacerlo daba mala suerte. El sobrante, si es que alguna vez sobraba, se usaba para empanar carnes, hacer torrijas o dar consistencia a las sopas, tanto las de leche de los desayunos como las de ajo de las comidas. Pero todo eso era antes.

Ahora seguimos comiéndolo, aunque ajenos a supersticiones ya no lo reverenciamos. En realidad lo desperdiciamos. Al día siguiente de comprado lo consideramos duro y lo tiramos. Da igual que caiga hacia arriba o hacia abajo. Como resultado, miles de toneladas de pan fresco acaban todos los días en el vertedero. Según las estadísticas más conservadoras, un 30 por ciento de todo lo que se elabora al año en España, 660 millones de kilos de los 2.200 producidos, terminan en el cubo de la basura.

Pienso en el hambre en el mundo, en la tragedia de Haití, y se me cae la cara de vergüenza. Con todo este despilfarro podríamos ayudar a mucha gente, reciclándolo, repartiéndolo, pero no lo hacemos. Preferimos comprar todos los días el pan calentito.

Pero seamos positivos. Aportemos entre todos soluciones.

Una fantástica es la de la ONG francesa Pan contra el Hambre. Sus voluntarios recogen por las panaderías todo ese pan duro, lo preparan como comida para animales, y el dinero de la venta lo destinan a proyectos de ayuda al Tercer Mundo.

Seguro que se pueden hacer otras muchas cosas para acabar con este despilfarro. ¿Qué ideas se te ocurren a ti para no desperdiciar el pan duro? Por ejemplo, nosotros en casa hacemos unas crepes y un puding buenísimos.

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La especulación nos deja sin pan ni cebolla

“Yo contigo pan y cebolla”, le dijo muy seria Juliana a Maximiliano, allá en Hontoria de la Cantera (Burgos) hace 84 años. Eran mis abuelos y sabían lo que se prometían. Su boda fue por amor y a pesar de las amenazas familiares. Por eso se lo dijeron en el vacío salón de la casa, mirándose con determinación a los ojos, buscando en ellos el brillo de la ilusión a la luz de esa vela apoyada en la caja de frutas que fue su primer mueble. Era su noche de bodas, y esa frugal cena, a la que siguieron otras muchas, estuvo marcada por la sencillez de nuestro producto agrícola más humilde, la cebolla.

Mi abuela Juliana ya no vive. Se evita así el sobresalto de ver hasta qué punto han cambiado las cosas. Porque esas cebollas con las que ella hacía las mejores morcillas del mundo tienen ahora un precio disparatado. Y no sólo por lo mucho que pagamos por ellas, sino sobre todo por lo poquísimo que recibe por ellas el agricultor.

Según el Índice de Precios en Origen y Destino (IPOD) del pasado mes de febrero, la persona que tiene una tierra, la prepara, abona, siembra, trabaja, riega, cosecha y lleva a vender al almacén recibió 0,1 euros por kilo, mientras que nosotros pagamos en la tienda por esas mismas cebollas 1,10 euros, un 1.100% más. Mi abuela, que era agricultora y también tenía una pequeña tienda de alimentación, se habría escandalizado ante tan injusta diferencia de precio, y yo también. Por no hablar del pan. Para este producto fundamental en nuestra alimentación su precio se incrementa un 1.400% por encima del pagado al agricultor, ya considerada la equivalencia de su transformación. Y es que los especuladores del ladrillo parecen haberse refugiado en nuestros alimentos, para desesperación de productores y consumidores.

Así las cosas, ya contigo ni pan ni cebolla, que está la vida muy cara.

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Foto: Ojodigital.