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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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El humo salva a un pueblo

Ahí estábamos todos. Más de 500 personas expectantes mirando desde la carretera hacia el pequeño caserío de Peroblasco (La Rioja), apenas 40 casas enriscadas en un promontorio de la margen derecha del río Cidacos.

En 1970 se fue el último vecino y en 1981 llegó el primero, Rufus (Jesús) Ateca. Ahora estamos en 2008, esperando nerviosos el milagro. Es la Fiesta del Humo, y hasta esta cuneta nos han llevado las gaitas y tamboriles de un grupo folclórico de Anguiano. Nos han sacado fuera pues sus habitantes necesitan silencio e intimidad. Sólo así, alejados de miradas extrañas que pongan el peligro el secreto de su magia, acceden a mostrarla.

Las nueve de la noche y explota un cohete en el aire. De repente, dando bocanadas de humo, el pueblo comienza a respirar en colores al ritmo del famoso Canon en re mayor de Pachelbel y de la voz cristalina de un mirlo celoso.

Azul, amarillo, morado, rosa, anaranjado, verde,… Un haz de estelas multicolores asoma desde cada chimenea, entremezclándose sobre los tejados en un calidoscópico arco iris.

A mi lado, en medio del silencio reverencial de todos, una señora no puede contener las lágrimas. Llora por el pueblo resucitado, pero también por todos esos cientos de pueblos brutalmente abandonados donde hace medio siglo que ya no sale humo de sus chimeneas.

En Peroblasco el mérito es de muchas personas, pero sobre todo de Rufus, un excepcional diseñador gráfico. Llegó al Cidacos huyendo del estrés de Barcelona, un neorrural más en busca de paz. Como él, otros muchos en esos años lo intentaron y fracasaron. Pero no aquí, donde su entusiasmo acabó siendo contagioso. Gracias al apoyo de muchos, y a pesar de otros muchos, el pueblo ha logrado renacer de sus cenizas.

«Nosotros vinimos aquí para construir una historia«, certifica Rufus.

¿Y lo del humo?, le pregunto.

«Nació de la desesperación».

Estaban hartos de ser ninguneados, de luchar por tener servicios tan básicos como agua corriente, luz eléctrica, una carretera, teléfono o Internet. No se los daban porque decían que no existían, que en ese pueblo no vivía nadie. O que sólo había hippies, esos que viven como salvajes, que no necesitan nada, que no se merecen nada.

Había que levantar la voz, recuerda Rufus. «Es un grito al mundo para decirle que existimos, pues donde hay humo hay vida».

¿Vida? Pocos pueblos conozco más vivos que éste. Con tan sólo 12 vecinos residiendo permanentemente, sus fiestas son las más hermosas de cuantas he disfrutado nunca. Jóvenes, viejos y niños bailando juntos en la era, como una gran familia, hermanados por el mismo sentimiento de amor a una tierra, a un proyecto vital. Exhibido incluso por el cura, un hombretón campero que, a falta de iglesia (se cayó en 2005), no tuvo remilgos en usar como altar una mesa de comedor y una sombrilla de propaganda, logrando hacerse escuchar hasta por los ateos más irredentos.

Al declinar la tarde y la fiesta, el broche fue espectacular. El saxo de Andreas Prittwitz, actualizando la música renacentista a ritmo de jazz.

¿Se imaginan escuchar las Lachrimae Antiquae de John Dowland interpretadas por un clarinete moderno y una viola de gamba, sentados en las eras, con la sierra de La Demanda como telón de fondo y los buitres sobrevolando curiosos el escenario?

Algo así sólo puede pasar en Peroblasco. Donde gracias a la magia de su misterioso humo de colores los milagros existen.

En estas dos fotografías podéis ver un momento del concierto de Andreas Prittwitz en Peroblasco y otra de la no menos sorprendente misa.