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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Mucho cuidado con los zopencos con motosierra

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Zopenco, mostrenco, bruto, ignorante, mentecato, zote, tonto, memo, tarugo, pedazo bestia (esto último no, que los animales tienen su corazoncito), abrutado, bodoque y no sé cuántos adjetivos descalificativos más de nuestro rico idioma podría usar para señalar al espécimen que responde a las iniciales G.M. y vive a 12 kilómetros de la ciudad de Burgos, en las proximidades de un pueblecito por nombre Hurones. Quiera o no quiera, su historia está ya vergonzantemente ligada a la de un pobre roblón centenario al que está empeñado en matar y, casi por los pelos, también a la mía, la de un periodista curioso que a punto estuvo de contar su última historia cuando se dio de bruces con este salvaje a la sombra del sufrido árbol.

Empezando por el principio debo hablaros del robledal de Las Mijaradas. Se trata de un pequeño bosquete de roble albar (Quercus petraea) de incierto origen al que desde niño profesé una especial devoción. La granja de tan peculiar nombre también tiene una increíble historia, pues según algunos especialistas haría referencia a la presencia allí de un miliario romano, un mojón pétreo que marcaba la distancia recorrida en la calzada romana que pasa justo a su lado, el ramal hispano de la famosa Vía Aquitania. En el siglo X, en pleno proceso de avance cristiano por el Duero, y a pesar de las continuas luchas contra los musulmanes, ya estaba poblado el lugar, entonces conocido como Milieratas. En 1150 el rey Alfonso VII dona Las Mijaradas al convento agustino de San Cristóbal de Ibeas, momento en el que se hace referencia a la existencia de una dehesa próxima, seguramente mi querido robledal, que a mediados del siglo XVI será repoblada de nuevo con bellotas de roble y encina. Luego llegará la Desamortización del siglo XIX, aunque el bosque seguirá (y sigue) en manos de la Iglesia, del arzobispado de Burgos en concreto.

Fueron muchos los pateos juveniles para llegar a tan interesante bosque «de los curas» en busca de aves y plantas poco frecuentes. Constreñido por un derrumbado muro de piedra, entrar en esa espesura se me antojaba adentrarme en una recoleta fraga gallega o una carbayeda astur; imaginación nunca me faltó. Pero también descubrí viejos árboles centenarios que me maravillaban. Y uno de ellos, precisamente, es el que se ha medio cargado la acémila con dos patas de cuyas coces me salvé gracias a que iba acompañado por mis sobrinos. Porque llegó en zapatillas y con ganas de partirme la cara, caliente con un artículo publicado en el Diario de Burgos donde se denunciaba la atrocidad cometida contra el vetusto árbol.

No fui yo quien lo escribió, pero a él le daba igual. Apaciguador, buscando algo de luces en una persona sin ellas y que por cierto no era muy mayor, unos 40 años, le pregunté:

– ¿Por qué lo ha hecho?

– Porque el árbol es mío, está en mi terreno y hago con él lo que me da la pXXa gana. Además siempre se marcaron.

– ¿Con una motosierra y pintados luego con pintura verde?

-Primero lo hice con el hacha. Pero llegó uno, que ya sé quien es y que como lo pille lo mato, y lo borró y pintó de negro. Ahora que intente borrarlo de nuevo, a ver si tiene coXXXes.

Fin del diálogo. Juiciosamente, volvimos otra vez a la protectora espesura del bosque, lejos de su mirada asesina, antes de salir por patas.

Pobre árbol. Como para hablarle a su indigno dueño de Félix Rodríguez de la Fuente, de la Vieja Tronca, de educación ambiental y de mi proyecto LIFE+ para la protección del arbolado singular. Con un propietario así ese pobre roblón tiene los días contados.

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