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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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¿Beberse la orina cura el cáncer?

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Nunca olvidaremos a Azarías, el entrañable personaje de Los Santos Inocentes, la novela de Miguel Delibes a quien bordó el querido Paco Rabal en la famosa película de Mario Camus.

“Me orino las manos cada mañana pa’ que no se me agrieten”.

Y su hermana la Régula (Terele Pávez) le miraba con cara de asco y le decía:

“Semejante puerco, ¿no ves que estás criando miseria y se la pegas a la criatura?”.

Sin embargo era verdad. La orina, rica en urea, es un remedio excelente contra las grietas de la piel. El pobre Azarías no hacía otra cosa que repetir lo que siempre hicimos seguramente desde tiempos prehistóricos, mearse las manos. Pero claro, no tenía cremas de urea al 5% que ahora obtenemos por medios químicos mucho más asépticos.

Viene esto a cuento por la tendencia, últimamente renovada con fuerza inusitada entre los amigos de lo natural y lo magufo, de utilizar la propia orina para supuestos fines medicinales. Orinoterapia la llaman. Y aseguran sus defensores que se trata de un líquido casi milagroso, capaz de regular la tensión arterial, mejorar las defensas, tonificar, servir como potente antidepresivo, aumentar la potencia sexual y no sé cuántas cosas más incluido, por supuesto, curar el cáncer. ¿Para qué tirarlo entonces por el retrete cuándo puede mejorar nuestra vida? Pues porque es mentira.

Como tantos otros de esos remedios tan básicos como increíbles que pululan por las redes, rechazo soluciones sencillas para problemas tremendamente complicados y que, a la larga y a la corta, son tan eficaces como peregrinar de rodillas a un apartado santuario: puro placebo.

Placebo viene de complacer, causar placer. Y yo, amante como soy de los placeres mundanos, sigo sin encontrarle el gustillo a beber mi “agüita amarilla, cálida y tibia”. Prefiero la cerveza.

Llega el champú milagro inspirado en los caballos

Al salir ayer del supermercado, poco antes de pagar, la solícita cajera me mostró una botella de champú de caballo.

– «¿No le interesa probarlo?», me espeta. «Es buenísimo para el pelo».

– «Gracias, pero no tengo caballo», le respondo con igual amabilidad.

– «No es para los caballos, es para las personas», me advierte sin perder la sonrisa.

– «¿Está hecho con extracto de caballo?», pregunto horrorizado.

– «No, no creo», me responde dudosa. Y rápidamente llama por el intercomunicador a su jefe para confirmarlo. Segundos después, respira aliviada:

-«No tiene nada que ver con los caballos. Se llama así por llamarlo de alguna manera. Pero tiene biotina, que es algo muy bueno para el pelo. Y sólo cuesta 6 euros».

Rechacé la oferta y me quedé intrigado. ¿Qué tienen en común los champús con los caballos?

Para quienes hayan tenido la misma duda se lo cuento: no tienen nada en común.

Por lo que se ve, algunos cuidadores de caballos se lavan el pelo con el mismo champú con el que les lavan las crines a sus animales, a pesar de que los equinos carezcan de cuero cabelludo. Y también, según parece, el resultado en cuanto a brillo y fortaleza resultaba espectacular. En España se ha corrido la voz gracias al boca a boca, y desde hace poco hay una auténtica fiebre cosmética por este productos cuyo uso en principio no debería de estar indicado para las personas. ¿Pero de verdad funciona?

Dicen que el secreto de este jabón está en un ingrediente casi mágico, la biotina. Una vitamina que, empero y según los especialistas, no se absorbe por nuestro de natural impermeable cuero cabelludo, y que el organismo (de personas y de caballos) produce de forma natural. Así que poco podrá hacer por nuestros tupés y pelucones.

Me temo, queridos amigos y amigas, que nos hallamos ante otro de estos productos milagro tan del gusto de los magufos de la cosmética. Esos que nos ofrecen sin parar babas de caracol, proteínas de seda (pero no de garbanzo), liposomas antiarrugas, iones, química cuántica o veneno de serpiente, entre otras moderneces de discutible efectividad.

Y es que parece mentira que estemos en pleno siglo XXI y sigan contándonos eso de «pero a mí me funciona» al estilo de los charlatanes del salvaje oeste americano. Primero llegaron sus carromatos ambulantes y ahora tenemos incluso a sus caballos. Engrifada se me ha quedado la melena.

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