Me gusta la tradición del árbol de Navidad, ese pedazo de naturaleza que por unos días se cuela en nuestras casas. Su color verde, su intenso olor a resina, supone una bocanada de aire puro en unas fechas invernales de cielos grises y vida aletargada. Lejos queda su significación cristiana de eternidad, apenas un lejano reconocimiento a la riqueza obtenida por los bosques simbolizada con esos regalos depositados a sus pies.
Pero no me gustan los árboles cortados, muertos. Los prefiero en maceta, aunque ya se sabe, con las calefacciones y el olvido de regarlos la mayoría suele morir antes de Reyes, qué pena. Sin embargo, son muchos los supervivientes que acaban en la basura transcurridas las fiestas. ¿Por qué no los adoptamos en lugar de tirarlos?
No sería difícil buscar un lugar en el campo donde plantarlos y cuidarlos. Nuestro propio árbol, al que visitar periódicamente para comprobar con orgullo de padres adoptivos su progreso vital. Y que además ayudará a luchar contra el cambio climático, pues es durante su etapa juvenil cuando más rápidamente crece y fija en mayor cantidad el pernicioso CO2 de la atmósfera.
En Estados Unidos son más prosaicos (o emprendedores que se dice ahora) y han ideado un sistema de apadrinamiento temporal. Una original empresa (Living Christmas) te envía estos días un árbol seleccionado al que puedes bautizar con cualquier nombre tipo mascota. Pasadas las fiestas lo recogen y llevan a un vivero, donde lo podrás visitar siempre que quieras, pues está perfectamente identificado con un código de barras. En diciembre volverá a casa y lo engalaremos de nuevo durante dos semanas para luego regresarlo a su guardería.
La idea está teniendo mucho éxito en California, aunque no sé si aquí prosperaría algo parecido. Puestos a apadrinar un árbol, muchos elegirían un frutal tipo naranjo y así aprovechar sus frutos, pues con la crisis que está cayendo no será un recurso baladí.
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