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El negacionismo del coronavirus explicado por la psicología

Reptilianos, antivacunas, terraplanistas, creencias paranormales…

Ahora, tras las manifestaciones con cientos de asistentes sin mascarillas, ni distancias de seguridad y los movimientos organizados por redes sociales que cuestionan la pandemia, la negación de la existencia de la COVID-19 por parte de un sector de la población ya es un hecho.

Vista de los asistentes a la manifestación en la Plaza de Colón de Madrid convocada en redes sociales en contra del uso de las mascarillas. EFE

Vista de los asistentes a la manifestación en la Plaza de Colón de Madrid convocada en redes sociales en contra del uso de las mascarillas. EFE

Lo primero que tenemos que destacar es que la gente que cae en los movimientos mencionados no son incultos o faltos de inteligencia, según la investigación al respecto, el perfil se asocia con una clase media/alta y estudios superiores.

El negacionismo no es nada nuevo, se trata de una conducta irracional pero real, que algunas personas eligen para rechazar una realidad verificable, generalmente con el objetivo de evadir una verdad incómoda. Normalmente, el negacionismo se genera en situaciones críticas, angustiosas y de alta incertidumbre.

Siendo sinceros, en los tiempos iniciales de esta pandemia, todos en alguna medida hemos sido negacionistas, al principio nadie creíamos en la magnitud de propagación del virus, no podíamos ni imaginar un confinamiento, pensábamos que a nosotros no nos pasaría nada, que en España seríamos resistentes a la mortalidad de la enfermedad.

Y en ese punto temporal sí era lógica esta reacción, porque no hemos tenido precedentes, porque la negación es un mecanismo de defensa inicial ante el miedo, frente a cualquier circunstancia dolorosa que nos resulte increíble y/o insoportable.

Después de este ‘efecto de irrealidad’, la mayoría rectificamos, dejamos de minimizar lo que ocurría y aceptamos esta nueva realidad que nos ha tocado vivir, muchos de nosotros por experiencia propia, hemos perdido familiares cercanos o hemos padecido la enfermedad con más o menos virulencia. Comenzamos a creer en la información de organismos oficiales y a seguir las recomendaciones que los expertos iban dictando.

En este último punto, muchas de las personas negacionistas, lo son precisamente por la falta de confianza en las instituciones. Y cierto es que el caos y la opacidad fueron muy acusados en la comunicación y gestión de la pandemia a nivel mundial: medidas contradictorias, presidentes que negaban el virus, pésima organización, bulos que no favorecían una información veraz, ocultación de datos por parte de los gobiernos, restricciones cambiantes, blanqueamiento de la muerte y del impacto de la crisis…

Todo ello ha contribuido a que muchos dejen de creer y reaccionen con incredulidad y rebeldía a las autoridades. No es justificable, por supuesto, pero el negacionismo es una consecuencia posible.

Existen muchos sesgos (errores/atajos de pensamiento) que también podrían explicar el movimiento negacionista. Por ejemplo, el sesgo de atribución, un fenómeno muy común respecto a la forma en la cual explicamos duramente las acciones de los demás pero siempre tratamos de justificar las nuestras, aunque se trate de un mismo hecho, por ejemplo: si vemos que otro se salta un semáforo, pensaremos automáticamente que es un ‘loco al volante’, pero si nos lo saltamos nosotros, argumentaremos que nos fue imposible frenar.

En el contexto de la pandemia, este error de atribución nos lleva a considerar que los demás actúan de forma exagerada o equivocada respecto al coronavirus, atribuyendo erróneamente que hay una psicosis colectiva, que la gente es muy miedosa o hipocondríaca. Tienen una falsa sensación de seguridad porque no les ha tocado de cerca y creen que podemos combatirlo como una gripe, que nada ha cambiado, que sigue amaneciendo, que continúan en sus empleos y que sus vidas no están alteradas en absoluto.

No quieren abandonar esa ‘zona de confort‘, que se refiere a un estado mental donde la persona mantiene una actitud rutinaria para no asumir ningún riesgo, es decir, se vive con el ‘piloto automático’ y se resiste a los cambios, solo ponen el foco en su micro-mundo, donde se está seguro y estable. Se siente miedo a perder el bienestar conseguido, aunque todo se desmorone a su alrededor.

En definitiva, observamos conductas y emociones tan dispares frente a una misma situación, con normas y usos sociales impuestos por la emergencia sanitaria, porque las reacciones humanas dependen de una compleja dimensión de variables, intervienen desde los rasgos de personalidad de cada uno (si se es más o menos solidario, impulsivo, arriesgado, asocial, cumplidor, temeroso, desafiante) a la edad, el aprendizaje, las experiencias vividas antes y durante la pandemia, la percepción de vulnerabilidad, la gestión emocional, incluso el empleo que desempeña cada persona, todo ello interviene.

Por tanto, se genera una línea continua en la que todos nos vamos situando y en la que también hay sitio para los extremos, desde el que va: alguien que está pasando por esta etapa con ansiedad y un gran miedo que paraliza y limita la vida ordinaria, hasta el negacionista más radical de la realidad.

Las convicciones erróneas no se sostienen con la base de argumentaciones lógicas y evidentes, normalmente se enquistan como parte del sistema de creencias de la persona, se convierten en parte de nuestra identidad, tal y como si de nuestro sistema inmunológico se tratara, nuestro sistema cognitivo se empeña a toda costa en protegerlas.

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