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‘Sin conciencia’ (1951), un Bogart menos conocido pero memorable

Sin conciencia 1951

Lo advertí en el primer post, el de presentación. Aquí en El cielo sobre Tatooine voy a dar amplia cabida al cine denominado “clásico” (luego ya pondré algún desnudo de Scarlett Johansson para compensar el descenso de visitas). Esas pelis viejunas de hace 20 años o más, muchas de ellas realizadas en blanco y negro, incluso mudas, en colores desgastados o versiones restauradas (y es que yo, cuando veo que aparece un blu ray de un clásico que me gusta con las palabritas “edición restaurada” o “remasterizada” no vean como me pongo).

Tengo la (fallida) teoría de que quien ama de verdad, con el corazón, el cine ama a los clásicos. También otra, que no es mía, pero me la apropio, de que el cine clásico debería  empezar a verse desde nuestra más tierna infancia para que perdure en la generaciones venideras, pegado a nuestros recuerdos de pequeñitos, a nuestra particular educación sentimental y vivencias como una antigua serie o canción de antaño. Así que este post esta también dedicado a todos los niños y niñas a partir de 3 o 4 años, aunque no la película que recomiendo en sí, que es de cine negro norteamericano y se les escaparían matices.

Cuando se habla de grandes obras maestras del noir o de las mejores películas de Bogart, nadie (al menos que conozca) acostumbra a citar Sin conciencia (The Enforcer, 1951). El director acreditado es Bretaigne Windust, pero los cronistas aseguran que a los pocos días dejó el rodaje y se hizo cargo el maestro Raoul Walsh.

Hay varios aspectos impactantes en Sin conciencia. Uno de ellos es la idea de que la trama criminal gire alrededor de una banda de crimen organizado que se dedica a cometer asesinatos por encargo, con términos tan profesionales como referirse a “contrato” por el pedido y “objetivo” a la víctima (“contract” y “hit” en el original en inglés). El asesinato perfecto, sin móviles ni conexión entre unas víctimas y otras. Sólo la de sus variopintos clientes que pagan suculentas sumas de dinero por los servicios. Una empresa entregada al negocio de matar e inspirada en hechos reales.

Sin concienciaNaturalmente esto no nos parece nada nuevo, sobre todo hoy en día. Es más, sería ridículo calificarlo de original o sorprendente. Pero en ese Hollywood en blanco y negro de a inicios de la década de los cincuenta del pasado siglo, la propuesta se presentaba como totalmente novedosa, o al menos para el cerebro de esa banda de asesinos, Mendoza (Everett Sloane).

Todo ha cambiado mucho y el espectador ha perdido su ingenuidad por el camino (o la ha cambiado por otro tipo de ingenuidad). Pero el otro aspecto continúa siendo igual de excepcional, antes y ahora: el tratamiento oblicuo, sin mostrar, de esas muertes. Apenas veremos un par de cadáveres en pantalla, nunca un asesinato en primer plano o plano general y, pese a ello, un par de escenas forman parte de lo mejor que ha dado el cine negro en su brillante época dorada.

Una de ellas es la “ejecución” de un inocente taxista en una barbería (y quedaban aún años para que El Padrino irrumpiera con toda su fuerza en las pantallas), cortando la escena en el momento justo. La otra, impresionante, nos muestra un montón de zapatos, viejos, enfangados y esparcidos en una mesa; el único vestigio que queda de la cantidad de víctimas que la organización homicida ha cometido a lo largo de sus años de fechorías. Su “enterrador” hacía desaparecer los cuerpos en un pantano. Toda la vida de esas personas y el dolor de su aparición que debió de significar para los que les conocían resumido, ejemplarmente, en el horror de ese encuadre.

Es además una de las mejores interpretaciones de Humphrey Bogart, un representante de la ley local llamado Martin Ferguson en su lucha desesperada, con las horas contadas de una sola noche, ante la repentina muerte de su principal y único testigo, para hallar la prueba o el testigo que permita llevar a la silla eléctrica al despiadado Mendoza. Y una oportunidad más de ver a ese gran secundario que fue Zero Mostel, aquí como ‘Big Babe” Lazick, aparentemente un respetable ciudadano, y en su otra faceta un empleado dispuesto a ganar dinero fácil aunque sea matando.

Lo sublime también es que en menos de hora y media logre condensar un relato tan trepidante y cargado de información, sin que resulte denso ni difícil de seguir, recurriendo a un breve flashback seguido de un largo flashback (con Ferguson repasando todo los informes que tiene sobre el caso para intentar dar con esa prueba), y un final que sin duda haría las delicias del mismísimo Hitchcock. De hecho el director de fotografía fue el no menos genial Robert Burks, el preferido de Hitch desde Extraños en un tren, también de 1951.

Puntuación:

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