Diría que cualquier amante del cine que empezara a desarrollar su cinefilia, y amor por las bandas sonoras, durante la década de los 80 comprobará hasta qué punto su educación e intereses cinematográficos van íntimamente vinculados con las músicas de James Horner. Uno podía alcanzar el éxtasis con las composiciones de Bernard Herrmann, Miklós Rózsa, Max Steiner, Nino Rota, Elmer Bernstein, George Deleure, Ennio Morricone… pero, allí estaban sobre todo los dos «grandes» en pleno apogeo y actividad, los maestros John Williams y Jerry Goldsmith. Y a ellos dos, no tardaría en sumarse Horner.
Por aquellos años, intentaba grabar con un vieja cinta de cassette algunos de sus temas más representativos de quien, decían, era el mejor «imitador» de John Williams. Eran piezas de bandas sonoras como las de Los 7 magníficos del espacio, Krull, Proyecto Brainstorm, Gorky Park o Tiempos de gloria captadas desde algún programa de radio, con sonido a menudo bastante lamentable, lleno de ruidos. Pero allí las tenía. No tardaría en comprarme, en original y también en cassette, bandas sonoras como las de Willow y Campo de sueños, o en vinilo Fievel y el nuevo mundo, y dos obras maestras tan atmosféricas, angustiosas, como Aliens y El nombre de la rosa, ambas tan alejadas de ese sonido épico e intimista con melodías absolutamente retentivas que me fascinaban desde la primera escucha. James Horner había entrado en mi pequeña y selecta lista en la que cada novedad suya me resultaba un acontecimiento, y a ella no tardarían en sumarse otros compositores «imprescindibles» del momento como Basil Poledouris, Hans Zimmer o Bruce Broughton (de quien estuve buscando durante años, desesperadamente, su maravillosa banda sonora de El secreto de la pirámide. En cambio, Silverado, otra joya, era facilísima de encontrar).
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