Buscando la luz y la sombra, 50 años del fallecimiento de Dreyer

En blanco y negro

«Creo en los placeres de la carne y en la soledad irremediable del alma». Y en que el cine es arte. La primera frase se corresponde con una de las frases de Gertrud (1964) y la segunda con la visión profundamente artística que tenía el propio Carl Theodor Dreyer de la obra cinematográfica. La conmemoración de su fallecimiento, el 20 de marzo de 1968, a los 79 años, en Copenhague solo debe servir de mera excusa para recordar a uno de los grandes maestros indiscutibles del «séptimo arte».

Era muy consciente de que una película requería del trabajo de mucha gente, pero era un artista el que debía imponer su visión creativa. Periodista aventurero, también crítico de cine y escritor, una de las mejores y más agudas apreciaciones que se han dicho sobre Dreyer es que su aportación fue similar a la de la filosofía o la mística. Está considerado el padre del cine europeo y su obra inspiró a otros grandes cineastas como Ingmar Bergman, Robert Bresson, Andrei Tarkovski e incluso al austríaco Michael Haneke o a su compatriota danés Lars Von Trier. Pese a que figura entre los mejores directores de toda la historia, algunas de sus películas más destacadas no fueron recibidas durante su estreno, ni siquiera en los festivales especializados, con el mismo consenso de elogios que se le dedican desde hace décadas.

Carl Theodor Dreyer

( Carl Theodor Dreyer ©TCM )

Su filmografía no fue abundante (catorce largometrajes además de varios cortos), preparaba sus obras con una meticulosidad y mimo encomiables, y siempre rodó en blanco y negro aunque tomara como fuente de inspiración gráfica y lumínica los cuadros de grandes pintores (Rembrandt o Vilhelm Hammershoi entre ellos). Trabajó con «luces y sombras», las mismas que intentaban desentrañar los enigmas del alma humana. El color fue una posibilidad que nunca quiso probar.

Educado en una familia adoptiva, de acentuada rigidez luterana, su cine tomó la senda de la búsqueda existencial y espiritual, también de la liberación. No ha habido, ni habrá, mejor adaptación en imágenes de las historias sobre la Doncella de Orleans que La pasión de Juana de Arco (1928) ni mejor intérprete que la francesa Maria Falconetti. Puso en escena el proceso inquisitorial (sintetizó los 29 actos del juicio en solo dos) a la que fue sometida en 1431 la heroína de la Guerra de los Cien años contra los ingleses. En ella logró la perfección gracias a la depuración formal, al ascetismo de sus imágenes quitando todo lo accesorio, también recurriendo a largos planos secuencia (reduciendo el montaje a lo mínimo) y a unos encuadres con dramáticos primeros planos de una fuerza expresiva arrolladora y conmovedora.

Vampyr, la bruja vampiro (1932) fue casi un experimento, un desafío plagado de ideas en cuanto a iluminación, fotografía, elegantes movimientos de cámara y encuadres, entre lo onírico y lo real. Precisamente la realidad (y la espiritualidad que pueda haber en esta) es lo que siempre abrazó el director danés, por ello, alejándose de los cauces del fantástico, Dies Irae (1943) escenificó los crueles episodios de la Caza de Brujas en su país durante el siglo XVII. Una denuncia de los fanatismos y una apología de la tolerancia.

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( ‘Ordet. La palabra’ (arriba) y ‘La pasión de Juana de Arco’ ©Criterion )

Ordet (La palabra, de 1955, sigue siendo considerada, con total justicia su mayor obra maestra. Un título situado siempre entre los mejores de las encuestas que periódicamente se realizan entre críticos de cine. Y de la misma manera que el Quijote de Cervantes enloqueció leyendo novelas de Caballería, el personaje central de Ordet, Johannes (Preben Lerdorff Rye), también perderá, supuestamente, la cordura pero a causa de los libros de teología hasta llegar a creerse que es el mismísimo Jesucristo. El resultado fue el milagro aplicado a la realidad, y a la obra cinematográfica.

Su testamento cinematográfico, y como no podía ser menos, fue con otra obra maestra. Gertrud (1964) es el retrato de una mujer (interpretada por Nina Pens Rode) y de los hombres que han marcado su vida, su esposo, su amor del pasado o su amante del presente. Una reflexión sobre la imposibilidad del amor perfecto y la pervivencia de los recuerdos y que con el paso del tiempo se diluyen, cambian o simplemente acabamos seleccionando cuáles preferimos guardar o cómo queremos rememorarlos.

Este sería Dreyer a través de cinco de sus obras maestras. El último proyecto, que ya no pudo hacer, versaría sobre el Juicio a Cristo. De nuevo procurando arrojar luz sobre las sombras, hablando de lo humano y lo divino o, lo que es lo mismo, extraer lo sublime que pueda haber en nosotros.

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