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¿Y si no hay nadie más en el universo?

Hace unos días escuché a un tertuliano de radio decir que tal asunto a tal político le interesaba tanto como el ciclo de reproducción del pingüino. Es curioso con qué frecuencia se utilizan ejemplos de la biología, y no por ejemplo de la pintura flamenca o del baloncesto, para denotar las cosas que, al parecer, no deben interesar a ninguna persona interesada en las cosas que deben interesar a todo el mundo; el ciclo de reproducción del pingüino, la cría del mejillón, el ritual de apareamiento del cangrejo australiano…

Y es curioso, porque ni la pintura flamenca ni el baloncesto pueden responder a preguntas verdaderamente trascendentales para la humanidad; mientras que, la biología, sí.

Por ejemplo: ¿estamos solos en el universo? Es una pregunta puramente biológica, a pesar de que los primeros en interesarse científicamente por esta cuestión fueron físicos y matemáticos. Quienes, por cierto, dieron por hecho que la respuesta era “no”, creyendo que la astrofísica y las conjeturas matemáticas bastaban para responder a la pregunta.

¿Un universo vacío? Imagen del telescopio espacial Hubble / Wikipedia.

¿Un universo vacío? Imagen del telescopio espacial Hubble / Wikipedia.

Tratando de ser lo más ecuánime posible, no se me ocurre ninguna otra pregunta más trascendental que esta, exceptuando una: ¿existe (lo que suele llamarse) Dios, o algo más allá de la muerte? Pero dado que esto, en el fondo, pasa por la posibilidad de que pueda existir algún tipo o forma de vida no biológica, llámese como se llame, resulta que volvemos a rozar la biología sin pasar ni de lejos por la pintura flamenca ni por el baloncesto.

Y sí, aunque pueda no parecerlo, esto incluye también el conocimiento del ritual de apareamiento del cangrejo australiano, dado que puede desvelar pistas sobre cómo funciona la evolución, y por tanto la biología terrestre, y por tanto la biología en general, incluyendo la de otros lugares del universo, que debe regirse por las mismas reglas que aquí.

Es difícil aventurar si el descubrimiento de que existe vida en otros lugares cambiaría mucho o poco nuestro mundo. Obviamente, el impacto social sería mucho mayor si se hallara otra civilización inteligente que si solo se encontraran formas de vida simple. Pero incluso teniendo en cuenta que muchos estarán en su perfecto derecho de declarar que les importa tres pimientos la existencia de vida alienígena, con los problemas que ya tenemos en la Tierra y blablablá, el hecho de que parezcan ser mayoría quienes creen en la vida alienígena es un buen motivo para intentar, al menos, presentar la ciencia que revele si esa creencia tiene algún fundamento real.

Y la respuesta es que no; al menos con lo que sabemos hasta ahora, no hay ningún motivo de peso, más allá de la conjetura puramente teórica, para pensar que pueda existir vida en algún otro lugar del universo. Al menos, vida compleja, autoconsciente, tecnológica… Vida como nosotros, casi como nosotros, o muy superior a nosotros. No tenemos ninguna evidencia de ello, y el conocimiento solo puede agarrarse a las evidencias.

Pese a todo, resulta chocante que esta sea la única creencia en el universo de las pseudociencias que un científico puede abrazar y defender sin poner en riesgo su reputación. De hecho, en algunos casos ha servido para construirla o reforzarla: Carl Sagan, Frank Drake, Paul Davis, Seth Shostak, Freeman Dyson…

Sin embargo, en estos años del siglo XXI, algo nuevo está ocurriendo: cada vez es más visible entre los científicos, y puede que más abundante, la idea de que en realidad podríamos estar solos en el universo actual.

(Nota: entiéndase “actual” en sentido einsteniano; es decir, que no existe nadie cuyas señales podamos recibir, o que pueda recibir las nuestras, en el breve periodo de la historia del universo en el que el ser humano existe y existirá. Lo cual no quiere decir que no pueda existir dentro de mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana.)

¿Por qué este cambio? A riesgo de equivocarme, me atrevería a aventurar dos razones: por una parte, la paradoja de Fermi (tanta gente por ahí y nosotros aquí solos) ya empieza a cansar, y hay quienes creen que, atendiendo a la navaja de Ockham, o al sentido común, quizá no haya tal paradoja, sino que sencillamente no haya tales millones de civilizaciones por ahí desperdigadas.

En segundo lugar, los biólogos han irrumpido en el debate. Por supuesto que no hay razón para pensar que el biólogo medio descarte la existencia de vida alienígena, ni muchísimo menos. Es más, la fusión entre biología y vida alienígena ha creado una nueva ciencia, la astrobiología. Pero aunque esta disciplina aporta valiosísimas investigaciones sobre el origen de la vida terrestre y sus límites, probablemente no pocos astrobiólogos lamentan en silencio la posibilidad, cada vez más cercana, de morir sin llegar a ver descubierto el objetivo último de su trabajo. Y por el contrario, haber biólogos que con la biología en la mano no se creen el cuento de los aliens, haylos. Y lo dicen.

Pero no se trata solo de biólogos. Como ejemplo, hoy les traigo un estudio elaborado el año pasado por tres investigadores de la Universidad de Oxford. Aunque los autores anunciaron que lo habían enviado a la revista Proceedings of the Royal Society, hasta donde sé aún no se ha publicado formalmente, pero al fin y al cabo se trata de una aportación teórica especulativa.

Primero, el perfil de los autores: el sueco Anders Sandberg es un transhumanista, neurocientífico computacional de formación; el estadounidense Eric Drexler es ingeniero nanotecnólogo; y el australiano Toby Ord es filósofo ético, interesado sobre todo en la erradicación de la pobreza en el mundo.

Es decir, que a primera vista no hay motivos para pensar que los autores se agarren a argumentos biológicos terracéntricos y reduccionistas (una acusación frecuente) con el fin predeterminado de negar la existencia de vida alienígena. Por el contrario, el trabajo de los autores consiste en revisitar la famosa ecuación de Frank Drake, esa que durante décadas se ha esgrimido para defender que nuestra galaxia debería albergar miles o millones de civilizaciones.

Así, Sandberg, Drexler y Ord escriben que la ecuación de Drake “implícitamente asume certezas respecto a parámetros altamente inciertos”. Para solventar estas incertidumbres, los autores han construido un modelo que incorpora los recorridos químicos y genéticos en el origen de la vida –es decir, la biología–, teniendo en cuenta que “el conocimiento científico actual corresponde a incertidumbres que abarcan múltiples órdenes de magnitud”.

Y este es el resultado: “Cuando el modelo se recompone para representar las distribuciones de incertidumbre de forma realista, encontramos una probabilidad sustancial de que no haya otra vida inteligente en nuestro universo observable”. En concreto, estas son las cifras a las que llegan los autores: entre un 53 y un 99,6% de que no haya nadie más en la galaxia, y entre un 39 y un 85% de que estemos completamente solos en el universo observable.

“Este resultado disuelve la paradoja de Fermi”, escriben. En una presentación de su trabajo disponible en la web, tachan la palabra “paradoja” y la sustituyen por “pregunta”. “¿Dónde están?”, es la pregunta. Y esta es su respuesta: “Probablemente, extremadamente lejos, y muy posiblemente más allá del horizonte cosmológico y eternamente inalcanzables”.

¿Vida inteligente más allá del horizonte cosmológico? ¿Eternamente inalcanzable y, por tanto, incognoscible para nosotros? ¿A qué recuerda esta descripción? Inevitablemente, llega un punto en el que hablar de vida alienígena inteligente llega a ser algo bastante parecido a hablar de… Dios. O a ver si no qué era el 2001 de Arthur C. Clarke.

Bien, agua en otro exoplaneta. ¿Habitable? Siguiente noticia…

Antes de que nadie se ofenda o se altere, una aclaración. Cuando un equipo de investigadores logra curar el alzhéimer en ratones (simulado por los propios experimentadores, ya que los roedores no padecen este mal), se trata de una noticia de notable calado científico que merece destacarse en los medios especializados. Pero si se presenta al público a bombo y platillo como un gran paso hacia la cura del alzhéimer, es algo parecido a una trampa, ya que hasta ahora ninguna de las curas del alzhéimer en ratones ha funcionado en humanos.

Del mismo modo, saber que se ha detectado agua en la atmósfera de un exoplaneta posiblemente habitable –ahora hablaremos de esto– es una primicia que los científicos interesados en la materia aplauden. Pero presentarlo como se está haciendo es tan engañoso como lo de la cura del alzhéimer.

Este es el resumen de la noticia. Dos estudios independientes, dirigidos respectivamente por la Universidad de Montreal (Canadá) y el University College London (UCL) (el primero aún no se ha publicado formalmente, mala suerte para los canadienses), han rastreado los datos del telescopio espacial Hubble y han descubierto la firma espectroscópica del agua en la luz del exoplaneta K2-18b, descubierto en 2015 por el telescopio espacial Kepler. K2-18b es posiblemente una «supertierra», un planeta posiblemente rocoso de ocho veces la masa terrestre y casi tres veces su radio que orbita en torno a la estrella enana roja K2-18, a unos 111 años luz de nosotros. Según el análisis clásico de la distancia a su estrella, K2-18b caería dentro de la denominada zona habitable, y es la primera vez que se detecta la presencia de agua en la atmósfera de un planeta en zona habitable.

Ilustración artística del exoplaneta K2-18b. Imagen de ESA / Hubble, M. Kornmesser.

Ilustración artística del exoplaneta K2-18b. Imagen de ESA / Hubble, M. Kornmesser.

Ahora bien, el hecho de que K2-18b ocupe la zona habitable de su estrella no lo convierte de por sí en un planeta realmente habitable. Para empezar, no hay pruebas de que tenga una superficie rocosa. Por sus características conocidas, los astrónomos aún dudan si situarlo en la categoría de supertierras o en la de subneptunos, ya que podría tratarse de un gigante de hielo similar a Neptuno.

En Twitter, la exoplanetóloga Laura Kreidberg, que no ha participado en los nuevos estudios, apuntaba que la composición atmosférica conocida de K2-18b permite estimar una presión atmosférica en la superficie de unos 10 kilobares, unas 10.000 veces mayor que la terrestre, y una temperatura de unos 3.000 kelvins, más de 2.700 grados centígrados. En resumen, condiciones del todo incompatibles con la vida tal como la conocemos (y no está nada claro que otra sea biológicamente posible, 1, 2 y 3). «La habitabilidad de este planeta se está exagerando en la prensa», dice Kreidberg.

El apunte de Kreidberg refleja una tendencia ahora en alza: numerosos científicos están comenzando a analizar las condiciones de habitabilidad de los exoplanetas desde una perspectiva mucho más amplia que la simple distancia a la estrella y la luminosidad de esta. Y como he explicado aquí anteriormente, al hacerlo están encontrando que un planeta realmente habitable requiere toda una lista de raros requisitos que se cumplen en el caso de la Tierra, pero que será difícil encontrar en otros mundos.

Por último, y para situar también la noticia en su contexto, debería señalarse cuán raro o frecuente es encontrar la presencia de agua en un planeta. Y para ello conviene hacerse una pregunta: ¿cuántos planetas de nuestro Sistema Solar contienen agua?

La respuesta: todos. Y también los planetas enanos, asteroides, cometas…

Sí, es cierto que en Venus hoy el agua es solo residual, aunque fue abundante antes de sufrir el catastrófico efecto invernadero que lo convirtió en la roca asfixiante y ardiente que es hoy. Pero el mensaje a tener en cuenta es que la presencia de agua en un planeta es probablemente lo normal; lo raro es lo contrario.

Anteriormente ya se ha detectado agua en varios exoplanetas gaseosos gigantes, como señalan los propios investigadores del UCL en su nuevo estudio: «En la pasada década, observaciones desde el espacio y desde tierra han descubierto que el H2O es la especie molecular más abundante, después del hidrógeno, en las atmósferas de los planetas extrasolares calientes y gaseosos». Otros estudios ya habían calculado también que el agua será abundante en los exoplanetas de tipo terrestre.

Todo lo anterior no quita ni un ápice de relevancia a los estudios, faltaría más. Pero sí a la manera como se están presentando en los medios, como advierte Kreidberg. La detección de agua en un exoplaneta que no es un gigante gaseoso es una primicia científica, pero ni es la primera vez que se detecta agua en un exoplaneta, ni desde luego K2-18b parece ser de ningún modo «el mejor candidato a exoplaneta habitable».

Sin señales de vida alienígena inteligente en 1.327 estrellas cercanas

Hasta 1960 tenía sentido pensar que el universo podía estar lleno de gente; entendiendo por «gente» otros seres con los cuales pudiéramos llegar a comunicarnos de igual a igual. Aquel año fue cuando por primera vez se apuntó una antena hacia el cielo en busca de señales procedentes de otras estrellas. Era como encender la radio por primera vez. Y bien podría haber ocurrido que, al hacerlo, de repente el aparato se hubiera llenado de emisiones alienígenas cuya existencia hasta entonces nos era desconocida.

Sin embargo, no fue esto lo que sucedió, sino todo lo contrario. Aparte de una o dos señales cuya naturaleza no se ha logrado determinar, pero que no han vuelto a repetirse, en 59 años de búsqueda no se ha detectado absolutamente nada que sugiera un origen artificial. De las grandes expectativas de los primeros tiempos, con sus historias de ovnis y sus ficciones alienígenas, se ha pasado a lo que ahora se llama el Gran Silencio: no se recibe nada. No se capta nada. El universo está callado como una tumba. Como si estuviéramos solos. Entonces, ¿por qué cuesta tanto aceptar que simplemente tal vez lo estemos?

El observatorio Parkes, en Australia. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

El observatorio Parkes, en Australia. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

Posiblemente, el hecho de que una gran parte de la población siga creyendo en un universo lleno de gente se deba en parte a que, en esta cuestión, las malas noticias no suelen divulgarse demasiado. Cada vez que se descubre un exoplaneta «habitable» se le da hueco hasta en los telediarios, incluso si, como he explicado recientemente (aquí, aquí y aquí), a estas alturas ya debería considerarse incorrecto y engañoso llamar «habitable» a un planeta solo porque sus temperaturas previstas toleren la existencia de agua líquida; hasta ahora no se conoce ni un solo planeta que realmente pueda considerarse tan habitable como el nuestro.

Y por el contrario, no suelen contarse las investigaciones cuyos resultados son negativos, aquellas que siguen extinguiendo la esperanza de encontrar a alguien más en el universo. Por ejemplo, cada vez que se anuncia uno de estos nuevos exoplanetas «habitables», los investigadores dedicados a los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, en inglés) suelen orientar sus antenas hacia ellos en busca de alguna posible señal de radio. Y hasta ahora, en todos estos casos los resultados han sido negativos.

Quizá estas noticias negativas deberían divulgarse más para que la visión pseudocientífica no cunda tanto entre la población. La pseudociencia de los aliens y los ovnis no es de las que matan, como sí lo hacen otras; pero puede abrir el camino a las que sí lo hacen. Armar el pensamiento contra las pseudociencias, todas, puede ser una vía para evitar las que sí son potencialmente muy dañinas.

Aquí viene una de esas noticias sobre la vida en el universo que no se contará en los telediarios: el mayor rastreo de la historia en busca de señales con un posible origen inteligente ha inspeccionado hasta ahora 1.327 estrellas cercanas. Y se ha cerrado con las manos vacías: no se ha encontrado absolutamente nada.

La investigación es obra de Breakthrough Listen, una de las ramas de las Iniciativas Breakthrough, el programa fundado por el millonario israelí-ruso Yuri Milner. Desde que hace décadas EEUU suspendió la financiación pública de los proyectos SETI, estos rastreos de señales alienígenas inteligentes se sostienen exclusivamente con fondos privados. Con el fin de dar a estas búsquedas un buen empujón que por fin consiguiera acercarnos a una hipotética civilización extraterrestre, en 2015 Milner –con el apoyo del fallecido Stephen Hawking– destinó 100 millones de dólares a emprender un extenso rastreo.

Esta campaña del Breakthrough Listen, que emplea los radiotelescopios de Green Bank en EEUU y de Parkes en Australia, tiene como objetivo inspeccionar un total de 1.702 estrellas cercanas hasta una distancia máxima de 160 años luz, lo cual debería ser suficiente para detectar alguna señal de origen inteligente, si existiera. Después de tres años de observaciones, el proyecto publica ahora los datos recogidos de una parte sustancial de esta muestra, 1.327 estrellas. Según han contado los responsables, esto supone el mayor conjunto de datos en la historia de los proyectos SETI.

El observatorio Green Bank, en Virginia Occidental (EEUU). Imagen de Jiuguang Wang / Flickr / CC.

El observatorio Green Bank, en Virginia Occidental (EEUU). Imagen de Jiuguang Wang / Flickr / CC.

Pero en ninguna parte de este inmenso volumen de datos, que los responsables del proyecto equiparan a 1.600 años de música en streaming, ha aparecido nada que sugiera un origen inteligente. «Hemos examinado miles de horas de observaciones de estrellas cercanas a través de miles de millones de canales de frecuencias», dice el director del proyecto en el observatorio Parkes, Danny Price. «No hemos encontrado ninguna prueba de señales artificiales externas a la Tierra, pero esto no significa que no haya vida inteligente ahí fuera; puede que aún no hayamos mirado en el lugar correcto, o que no hayamos profundizado lo suficiente para detectar señales débiles».

En cualquier caso, el Breakthrough Listen no solo no se rinde, sino que en los próximos años va a intensificar sus esfuerzos. Con la participación de otros observatorios como el MeerKAT de Sudáfrica, se propone rastrear un millón de estrellas cercanas, todo el plano de nuestra galaxia y otras 100 galaxias próximas, no solo en la banda de radio, sino también en el espectro óptico para buscar posibles señales de láser, además de utilizar sistemas de inteligencia artificial para examinar cualquier tipo de fenómeno astrofísico que no sea fácilmente explicable por causas naturales.

Esperemos que de todo esto surja algo. De no ser así, no solamente habría que recordar aquella cita de Carl Sagan en Contact, «¡cuánto espacio desperdiciado!», por no hablar de los 100 millones de Milner; sino que además pocas dudas cabrían ya de que sería conveniente abrir la puerta grande de las pseudociencias a la creencia en la vida alienígena inteligente.

¿Otra vida (alienígena) es posible? 3: Seres sin agua

Una de las maneras más frecuentes de imaginar otros seres vivos radicalmente diferentes a los terrestres es sustituir el agua por otro líquido que supla sus funciones. Dado que absolutamente toda la vida en la Tierra depende del agua como solvente universal, medio de las reacciones químicas e ingrediente del metabolismo, una criatura que empleara otro líquido alternativo demostraría que puede existir vida “tal como no la conocemos”. Es difícil imaginar de forma científicamente realista nada más alejado de nuestro concepto de vida que un ser capaz de reemplazar el agua por otra sustancia.

Pero ¿es posible? El resumen es este: parece generalmente aceptado que, en las condiciones que solemos entender como habitables, las rarísimas propiedades del agua –que ahora veremos– la convierten en una sustancia insustituible; cualquier otra opción, como decíamos en el caso del silicio frente al carbono, supondría aceptar que la naturaleza es lo suficientemente caprichosa para elegir una opción peor existiendo una mejor, y no es así como funciona. Sin embargo, otros líquidos podrían tal vez servir en condiciones extremas muy distintas de las terrestres. Aunque otra cuestión mucho más dudosa es si podrían sostener formas de vida más compleja que una célula simple.

Ilustración artística de la superficie de Titán. Imagen de Kevin Gill / Wikipedia.

Ilustración artística de la superficie de Titán. Imagen de Kevin Gill / Wikipedia.

Comencemos por el agua: estamos tan acostumbrados a ella que nada de lo que hace nos parece raro. Y sin embargo, si uno cogiera la tabla periódica y tratara de predecir las propiedades del agua a partir de las de sus átomos, se equivocaría por completo. De hecho, el comportamiento del agua es tan extraño que los investigadores aún tratan de comprender por qué actúa de manera tan distinta a lo que se esperaría de su composición química.

Quizá lo más llamativo respecto al agua es que la vida en la Tierra no existiría de no ser por una rarísima propiedad que vemos a diario y a la que no damos ninguna importancia: que el hielo flote. En la naturaleza, todas las sustancias se dilatan al calentarse y se contraen al enfriarse. También el agua; si comenzamos a enfriar agua caliente, observaremos que se contrae. Pero al llegar a los 4 ºC ocurre algo insólito: de repente, empieza a dilatarse, como sabe todo el que alguna vez ha olvidado una botella llena en el congelador. Al congelarse, aumenta de volumen y por tanto se reduce su densidad, motivo por el cual el hielo flota.

Pero ¿qué sucedería si no fuera así? Si, como ocurre con el resto de sustancias, el hielo se hundiera, se formaría más hielo en la superficie que también caería hacia las profundidades. A su vez, el hielo del fondo iría creciendo, hasta que finalmente los océanos quedarían convertidos en un bloque sólido. Ni siquiera el calor de la superficie bastaría para mantener una suficiente provisión de agua líquida en el planeta. No se trata solo de la necesidad de agua para beber: los océanos mantienen el planeta habitable gracias a su inercia térmica, las corrientes que moderan el clima, el efecto invernadero que depende de la propia vida y de los ciclos geológicos sustentados por los mares… Sin todo esto, la Tierra hoy sería un planeta deshabitado, o poblado como mucho por algunos microorganismos simples.

No es la única de las propiedades raras del agua: si el H2O siguiera la pauta normal de compuestos similares con los demás elementos que acompañan al oxígeno en su grupo de la tabla periódica, azufre (H2S), selenio (H2Se) y teluro (H2Te), el agua debería hervir a unos 80 ºC bajo cero y congelarse a -100 ºC. Pero a estas temperaturas serían imposibles, o como mínimo extremadamente lentas, todas las reacciones químicas de las que dependen los procesos metabólicos.

Por suerte para nosotros, no es así. A la presión atmosférica terrestre, el agua se mantiene en estado líquido entre los 0 y los 100 ºC, una franja de temperaturas que no solo es anormalmente ancha, sino que está completamente desplazada respecto a lo que se esperaría de su composición química. Y gracias a ello existe la vida terrestre. Es más, las propiedades anormales del agua solo se manifiestan precisamente en la banda de temperaturas que permiten la única vida que conocemos, lo que no invita precisamente a pensar que este líquido sea solo una de las muchas opciones posibles.

Pero aunque en las condiciones que llamamos habitables no existe otra sustancia líquida que iguale las ventajas del agua, los científicos han especulado con posibles sustitutos en entornos mucho más extremos, en los que la vida basada en el agua sería imposible. El amoniaco (NH3), los hidrocarburos como el metano (CH4), el fluoruro de hidrógeno (HF), el sulfuro de hidrógeno (H2S) o el ácido sulfúrico (H2SO4) son, entre otros, algunos de los compuestos que se han propuesto como posibles alternativas en condiciones muy diferentes a las terrestres.

De entre estas posibilidades, hay una de especial interés. Mientras que en los demás casos se trata de puras especulaciones teóricas que nunca van a poder comprobarse, dado que no se aplican a los mundos a nuestro alcance, para los hidrocarburos simples como el metano y el etano existe un experimento natural relativamente cercano en el que estudiar si puede haber surgido una bioquímica alternativa: Titán.

Ilustración artística de la superficie de Titán. Imagen de NASA / JPL.

Ilustración artística de la superficie de Titán. Imagen de NASA / JPL.

Esta luna de Saturno no solo posee una atmósfera densa y abundancia de materia orgánica, sino que también es el único mundo del Sistema Solar, además de la Tierra, con líquido en su superficie. A las temperaturas gélidas de Titán, el metano y el etano se mantienen en forma líquida, llenando lagos y mares. Bajo la superficie se cree que pueden existir agua y amonio en forma líquida a altas presiones.

Las condiciones de Titán podrían ser propicias para la existencia de bacterias metanógenas independientes del oxígeno y el agua. Así, si la naturaleza pudiera crear vida basada en una bioquímica muy diferente de la terrestre, Titán debería confirmarlo. Por el contrario y si Titán no fuera más que una sopa yerma de nutrientes, o bien sus microbios fueran como los metanógenos terrestres, que emplean oxígeno en forma de CO2 y producen agua, la posibilidad de una bioquímica no acuática no quedaría descartada, pero sí perdería mucha de su credibilidad.

Vale la pena mencionar que una biología basada en los hidrocarburos como solventes es algo mucho más complicado de lo que podría parecer a simple vista. Como con los cubitos de hielo, hay otro fenómeno cotidiano al que no damos importancia, pero que también es esencial para la vida terrestre: la separación del agua y el aceite. Gracias a esta propiedad química pueden existir las células, ya que el agua interior y el agua exterior quedan separadas por una barrera de aceite, la membrana celular.

Pero los hidrocarburos son aceite, así que en este caso debería darse la situación inversa. En un mundo aceitoso en lugar de acuoso, las células deberían poseer una membrana formada por alguna sustancia soluble en agua, pero con la suficiente consistencia como para mantener una barrera estable. Se han aportado modelos teóricos de esto, por ejemplo, basados en un compuesto orgánico polar (soluble en agua) llamado acrilonitrilo que, de hecho, existe en Titán.

Incluso en el caso de Titán, se asume que el carbono sería el bloque fundamental de los seres vivos. Como expliqué ayer, la sustitución de este elemento por otro diferente para construir vida exótica es algo que plantea muy serias objeciones. Algunos científicos como Carl Sagan han concedido la posibilidad de la vida no basada en el agua, pero en cambio han sido mucho más escépticos a la hora de considerar un sustituto para el carbono.

Y dado que las condiciones ambientales ideales para la bioquímica del carbono coinciden con las de la bioquímica del agua, esto nos lleva a una conclusión. En estas condiciones, no hay un reemplazo adecuado para el agua. Y aunque la bioquímica del carbono podría tal vez seguir un camino hipotético con solventes distintos al agua en condiciones extremas, se trata una vez más de un sendero tan tortuoso que difícilmente podría engendrar nada más sofisticado que células simples, sin la organización en estructuras diferenciadas que permite la evolución de vida compleja. Si algo sabemos con seguridad, es que en la superficie de Titán no se aprecia vida macroscópica; no hay vegetación.

No es que la posibilidad de microbios con una bioquímica alternativa carezca de interés; para la biología sería el hallazgo más importante de la historia. Puede merecer la pena buscar vida bacteriana en un lugar de nuestro entorno como Titán; por cierto, el único mundo del Sistema Solar exterior en el que se ha posado una sonda de fabricación humana. Pero en exoplanetas a años luz de distancia que jamás podremos visitar, nunca sabremos con certeza si existen microorganismos exóticos.

Por lo tanto y para el caso de los exoplanetas, restringir la calificación de “habitables” a los muy semejantes a la Tierra no es terracentrismo, sino lo único científicamente sensato. Solo en estos podría encontrarse eso de cuya existencia está convencida una gran parte de la población, los aliens. Que, si realmente existieran, muy probablemente serían bioquímicamente similares a nosotros, al menos en lo básico. Todo lo demás, pensar que puedan existir organismos superiores en unas condiciones ambientales radicalmente distintas a las terrestres, vida inteligente “tal como no la conocemos”, es solo fantasía para la ficción. O pseudociencia para la realidad.

¿Otra vida (alienígena) es posible? 2: La bioquímica alternativa

Según lo que expliqué ayer, cuando se dice que la vida alienígena podría ser muy diferente a la que conocemos aquí en la Tierra, sería conveniente matizar lo que esto no quiere decir: no quiere decir que cualquier cosa sea posible. Si la física es universal, la química es universal, y la biología deriva directamente de la física y la química, ¿bajo qué piedra lleva siglos escondida la presunta prueba de que, en cambio, la biología va por barrios?

Que nadie se adelante a señalar las extremas diferencias entre los organismos que pueblan los distintos barrios terrestres. Porque si algo nos enseñan las únicas pruebas de las que disponemos hasta ahora, las de nuestro propio planeta (que sepamos, el único habitado del universo), es precisamente que la biología tiende a una sorprendente uniformidad, incluso entre entornos tan radicalmente diversos como una selva amazónica y un desierto, o los hielos polares y los infiernos volcánicos.

Una forma de vida basada en el silicio en la serie Star Trek. Imagen de Paramount Television.

Una forma de vida basada en el silicio en la serie Star Trek. Imagen de Paramount Television.

Comencemos por recordar una vez más (que nunca sobra) que en este planeta tan extremadamente habitable, como demuestra el hecho de que está extremadamente habitado, la vida solo ha surgido una única vez –que sepamos– en más de 5.000 millones de años. Así que todos los seres terrícolas somos descendientes de un mismo ancestro, lo que en biología suele conocerse como LUCA (siglas de Last Universal Common Ancestor, o último ancestro universal común), un bicho unicelular que vivió probablemente hace algo menos de 4.500 millones de años.

La aparición de la vida una única vez, y la descendencia de todos los organismos terrestres de un tal LUCA, ya sugieren la idea de que la biología tiene ciertos raíles. Pero si observamos lo que la Tierra ha hecho de ella, descubrimos que existen claros patrones comunes conservados durante miles de millones de años. Todo el mundo ha escuchado alguna vez la enorme similitud genética entre, por ejemplo, los humanos y los chimpancés. Pero quizá no todo el mundo sabe que compartimos en torno a un 60% de nuestros genes con organismos tan distintos a nosotros como una mosca de la fruta o una platanera.

Es más, si nos vamos a organismos tan alejados entre sí como los humanos y las bacterias, descubrimos que también somos, en realidad, sorprendentemente parecidos. Un estudio de 2012 analizó las semejanzas de secuencias entre nuestras proteínas y las de 975 especies de bacterias. Comparar los proteomas (el catálogo de proteínas de una especie) en lugar de los genomas facilita la apreciación del grado de similitud entre especies tan distintas, ya que el genoma se organiza de distinta manera en procariotas (bacterias) y eucariotas (nosotros). Dado que las proteínas son el resultado directo del genoma y las moléculas que construyen tanto las estructuras como las funciones de los organismos, comparar las proteínas permite quitarse de encima esas diferencias de organización genómica que no afectan al producto final.

El estudio descubrió que, en general, menos de un 7% de los fragmentos proteicos de las bacterias no están presentes en el proteoma humano. O dicho al revés y más claro, que si se dividen las proteínas en trocitos cortos (de cuyas secuencias dependen sus funciones), más del 93% de este total de bloques proteicos de las bacterias también aparecen en las proteínas humanas.

Curiosamente, una bacteria tan distinta de nosotros como Thermus thermophilus, un bicho unicelular que crece alegremente en aguas termales a 65 ºC, tiene solo un 3,71% de sus fragmentos proteicos que no están presentes en el proteoma humano. Aunque el enfoque de este estudio no era el evolutivo, sino que se centraba en estudiar la relación entre las semejanzas proteómicas y la capacidad de una bacteria para provocar enfermedades y estimular el sistema inmune, los resultados revelan que somos más parecidos de lo que cabría pensar. Y por supuesto, en realidad ya lo sabíamos incluso sin estudios tan detallados: las bacterias y nosotros tenemos los mismos tipos de moléculas y el mismo funcionamiento molecular básico en nuestras células.

Ahora la pregunta es: ¿cómo de diferentes podrían ser estas moléculas y este funcionamiento molecular básico en otros seres que no desciendan de nuestro LUCA, surgidos en otros planetas con condiciones ambientales muy diversas? Es decir, ¿podrían existir otras bioquímicas alternativas a la terrestre?

La única respuesta cierta es que no lo sabemos. Pero se ha especulado mucho sobre ello. Y entre todas estas especulaciones destaca una sobre las demás: la bioquímica del silicio.

Al silicio se llega por el camino del razonamiento. La bioquímica es un Meccano (no el grupo, el juego de construcción hoy ya muy en desuso) basado en un tipo de pieza central capaz de unirse a la vez a otras cuatro, que pueden ser de diferentes clases, para formar polímeros (cadenas ramificadas de muchos). Estos enlaces deben ser fuertes y estables, pero al mismo tiempo lo suficientemente fáciles de romper, de modo que puedan almacenar energía y liberarla al romperse.

Lo anterior es un esquema básico imprescindible para la vida que difícilmente nadie se atrevería a cuestionar. Sea como sea cualquier forma de vida en el universo, por muy radicalmente diferente a nosotros, para ser una forma de vida deberá cumplir este principio universal. Como expliqué ayer, los seres chorreantes de energía pura o las piedras pensantes son fantasías interesantes para la ficción, pero fuera de las páginas de una novela o del marco de una pantalla caerían en el pozo de las pseudociencias.

En la Tierra, esta pieza básica central del Meccano bioquímico es el carbono, un elemento que cumple a la perfección el perfil ideal. Pero en principio podría haber otras opciones. Eso sí, debemos tener en cuenta que son limitadas: la química es universal; la tabla periódica es la lista de ingredientes del universo, y no hay más. No existe otra química. Por lo tanto, para buscar un sustituto hay que encontrarlo en esa tabla.

Lo más parecido que existe al carbono sin ser el carbono es el silicio. Es por ello que ha sido tradicionalmente el favorito de la ciencia ficción, y a su vez es por esto que muchas personas piensan que realmente el silicio podría ser una buena alternativa al carbono para la vida alienígena «tal como no la conocemos», radicalmente distinta a la terrestre. Y dado que en apariencia el silicio podría ser ventajoso en condiciones de calor extremo, en realidad nuestro concepto de lo que es un planeta habitable, con sus temperaturas moderadas, es solo una basura terracentrista…

Condiciones extremas para la vida en la Tierra: fuentes termales en el Parque Nacional de Yellowstone (EEUU). Imagen de Jim Peaco, National Park Service / Wikipedia.

Condiciones extremas para la vida en la Tierra: fuentes termales en el Parque Nacional de Yellowstone (EEUU). Imagen de Jim Peaco, National Park Service / Wikipedia.

Pero ¿es así? Cuando se analizan las propiedades del átomo de silicio y sus posibilidades de combinación, se descubre que tanto los enlaces que forma entre sí como con otros elementos son notablemente menos estables y robustos que los del carbono, lo que se debe a la configuración de los orbitales de electrones externos, responsables de la formación de dichos enlaces. El átomo de carbono está completo y estable compartiendo sus cuatro electrones externos, mientras que el de silicio no. Es más, las cadenas de silicio son inestables en agua. Es más, el silicio no forma fácilmente los enlaces dobles y triples con otro mismo átomo que son fundamentales en la bioquímica terrestre.

Es más, y por último, toda bioquímica se basa en una transferencia en cadena de la energía que da lugar a residuos, subproductos oxidados cuya energía se ha transferido a otras moléculas para construir partes de los organismos o desempeñar sus funciones. Dada la abundancia del oxígeno en el universo, estas reacciones se producen mediante la unión de los residuos a este elemento: los productos finales básicos de la quema de energía en los seres terrestres son dióxido de carbono (CO2) y agua (H2O). Se da la maravillosa circunstancia de que el CO2 es un gas en un rango amplísimo de condiciones ambientales, por lo que lo eliminamos fácilmente del organismo.

¿Qué ocurre con el silicio? Resulta que el SiO2, el equivalente del CO2, tiene para nosotros un nombre: cuarzo. Es sólido. Arena. Una piedra. Resulta muy difícil imaginar cómo un organismo podría manejarse produciendo constantemente residuos de cuarzo de los que tiene que deshacerse.

En resumen, elegir el silicio como alternativa al carbono es como dar el empleo al segundo mejor candidato. Y la naturaleza no entiende de enchufes. Hay un dato que quizá desconozcan muchos de quienes hablan de la vida basada en el silicio sin profundizar en los datos. Y es que si la naturaleza terrestre hubiera encontrado que el silicio era una verdadera alternativa al carbono, lo habría elegido en lugar de este, por una sencilla razón: en la Tierra, el silicio es unas 220 veces más abundante que el carbono. Y a pesar de ello, la vida escogió a este.

Lo cual no implica que el silicio sea irrelevante, ni muchísimo menos. Como uno de los elementos más abundantes en la Tierra y su corteza, es el soporte de gran parte de la geología terrestre, y a través de sus ciclos se regulan factores tan esenciales como el clima y, por tanto, la habitabilidad de este planeta. Sería difícil imaginar la vida sin el silicio, pero el silicio no forma parte de la vida. Y aunque no pueda descartarse al cien por cien que en otros planetas de condiciones extremas pudiera existir algo parecido a vida rudimentaria basada en el silicio (incluso en el laboratorio se ha experimentado con esto), sostener en las propiedades del silicio la organización de la vida compleja, llegando hasta la vida inteligente, es algo que hasta ahora nadie ha podido fundamentar teóricamente.

Y dado que la vida compleja basada en el carbono, el elemento ideal para la bioquímica, requiere una franja concreta de condiciones ambientales que es a grandes rasgos la que existe en la Tierra, la hipótesis más probable, la que no necesita olvidarse de todo lo que conoce la ciencia actual, es que hablar de planetas habitables basándonos en el nuestro como modelo no es terracentrismo: un planeta habitable para la vida tal como la conocemos es probablemente un planeta habitable, punto. Y como ya he contado aquí, en los últimos años se ha descubierto que los planetas realmente habitables parecen ser muy raros.

Hay un último rincón que merece la pena explorar en esto de las «otras vidas» diferentes a la terrestre, y es el del agua como solvente universal y medio de las reacciones bioquímicas, y como ingrediente esencial de los procesos metabólicos. ¿Podrían existir formas de «vida tal como no la conocemos» basadas en otra cosa que sirva como alternativa al agua? Mañana seguimos.

¿Otra vida (alienígena) es posible? 1: Piedras pensantes y fantasmas

Como comencé a explicar ayer, una de las premisas que dan pie a la idea extendida de un universo rebosante de vida es que esta no tiene por qué ser algo ni remotamente parecido a lo que conocemos aquí en la Tierra. Puede ser tan extraña que incluso nos cueste reconocerla como vida, suele decirse. Y por lo tanto, las condiciones en las que podría prosperar pueden ser tan exóticas y ajenas a nuestro concepto de habitabilidad como se quiera: no hay límites.

Pero ¿es así?

La ciencia ficción dura, la de mayor contenido científico, ha jugueteado mucho con esta idea. Uno de los ejemplos más extremos podemos encontrarlo en la Saga de los Cheela, escrita en los años 80 por el físico estadounidense Robert L. Forward. En sus dos novelas Huevo del dragón y Estrellamoto, Forward creaba un mundo habitado sobre una estrella de neutrones; no cerca de, sino sobre. Difícilmente puede imaginarse un entorno más hostil para la vida que este, un astro cuya gravedad es 67.000 millones de veces más fuerte que la terrestre, con una atmósfera de vapor de hierro y donde la química se produce por la unión entre núcleos atómicos mediante fuerza nuclear fuerte en lugar de la interacción electromagnética de nuestros átomos.

En el mundo de Forward, comenzaba a surgir algo parecido a moléculas con capacidad autorreplicativa, para después dar origen a seres vivos: los cheela, una especie de diminutos discos de medio milímetro de grosor y cinco milímetros de diámetro que no solo reúnen todos los atributos de la vida, sino que además son inteligentes.

Las novelas de Forward fueron y siguen siendo muy apreciadas entre los aficionados a este subgénero duro. Pero aunque su propuesta de vida alienígena exótica resultara muy interesante como juego mental de astrofísica –Forward se inspiró, de hecho, en ideas del astrónomo Frank Drake, fundador de los proyectos SETI o Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre–, ¿realmente tiene algún sentido desde el punto de vista biológico?

Por el momento, dejemos aparte la cuestión de la inteligencia, obligatoria para que las novelas de Forward pudieran tener una trama, pero que obviamente no es un requisito para aceptar sus ficticias criaturas como seres vivos. Diminutos discos de hierro que se deslizan sobre su planeta, se reproducen y eventualmente desaparecen, ¿pueden calificarse como vida “tal como no la conocemos”?

Así llegamos al principal problema, y es cómo definir la vida. En la EGB, hoy Primaria, aprendíamos que seres vivos son los que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pero aunque se trate de una buena definición para la comprensión de un niño, no es científicamente válida. Como decía hace años un editorial en la revista Astrobiology Magazine de la NASA, hay cosas que nacen, crecen, se reproducen y mueren, y que no consideramos seres vivos. Un cristal nace, crece, puede reproducirse y eventualmente desaparecer, e incluso moverse en respuesta a estímulos. Pero es una piedra, no un ser vivo. ¿Qué hay de un programa de ordenador? ¿Un incendio forestal? Como notaba aquel artículo, la definición de la vida para un biólogo podría diferir mucho de la de un físico teórico.

Hoy seguimos sin tener una definición común y universalmente aceptada para distinguir lo que está vivo de lo que no. Es más: en aquel artículo, la filósofa Carol Cleland comentaba su entonces reciente estudio teórico en el que argumentaba que tratar de definir la vida es un error, ya que las definiciones nos informan solo sobre el significado de las palabras, y no sobre la naturaleza de lo que representan esas palabras en la realidad (el físico Richard Feynman decía algo parecido sobre la definición de “pájaro”). Según Cleland, lo que necesitamos no es una definición de la vida, sino una teoría general de los sistemas vivos.

Actualmente suele considerarse a algo un ser vivo cuando reúne atributos como crecimiento, metabolismo, homeostasis (regulación de su equilibrio interno), organización, reproducción, adaptación en respuesta a su entorno (lo que incluye evolución y selección natural) y respuesta a estímulos. Pero como hemos visto, cosas que claramente catalogamos como no vivas pueden mostrar algunas de estas funciones. Otras caminan en la frontera; por ejemplo, no hay unanimidad sobre si los virus son o no seres vivos.

Pero con todo lo valiosos y sólidos que resultan argumentos como el de Cleland, lo cierto es que tal vez llegue algún día en que necesitemos una definición concreta de la vida para juzgar si algo hallado en otro planeta puede o no considerarse vivo.

Hace algo más de dos décadas surgió una controversia sobre ciertos restos encontrados en un meteorito marciano. Algunos científicos defendían que eran microfósiles de bacterias, mientras que para otros se trataba simplemente de estructuras de origen geológico. El debate nunca terminó de resolverse, aunque generalmente se acepta que las pruebas eran insuficientes para certificar el hallazgo de microfósiles marcianos (y por cierto, este mismo año se ha reavivado la discusión con otro caso similar).

Estructuras propuestas como microfósiles en el meteorito marciano ALH84001. Imagen de NASA.

Estructuras propuestas como microfósiles en el meteorito marciano ALH84001. Imagen de NASA.

Pero como en aquel genial sketch de Monty Python del ex-loro, nadie discutía entonces si aquellos depósitos estaban o no vivos ahora; la discusión estribaba en si en otro tiempo habían representado seres vivos. No había la menor duda de que hoy son piedras. Incluso sin una definición adecuada de la vida, no hay discusión sobre la distinción entre una piedra y un ser vivo. Si algún día llega a descubrirse en otro planeta algo sobre lo cual un estudio profundo y riguroso deje a los científicos con la duda de si es una piedra o un ser vivo, probablemente se trate de lo primero. Podrá ser un fenómeno geológicamente interesante, pero no será biológicamente interesante.

Y si sobre una estrella de neutrones existieran diminutos discos de hierro que nacen, crecen, se reproducen y mueren, probablemente los consideraríamos piedras, no seres vivos, tal como los cristales de nuestras cuevas. Así pues, si en un entorno inimaginablemente hostil llegara a encontrarse algo inimaginablemente raro que llegara a proponerse como vida radicalmente diferente a la que conocemos hasta ser irreconocible como tal, lo mínimo que puede aventurarse es que para muchos científicos simplemente no sería vida, sino alguna clase de interesante fenómeno físico-químico.

Cristales gigantes de yeso en la cueva de Naica, en México. Imagen de Alexander Van Driessche / Wikipedia.

Cristales gigantes de yeso en la cueva de Naica, en México. Imagen de Alexander Van Driessche / Wikipedia.

Pero no olvidemos un detalle, y es que los Cheela de Forward eran inteligentes. En realidad, todo el argumento de las novelas se sustenta en el hecho de que aquellos seres alienígenas pensaban; de este modo nadie dudaría de que están vivos. Pero aquí es donde Forward abandona la ciencia ficción para entrar en el reino de la fantasía: una pastilla de hierro no puede pensar. No existe nada en la biología que pueda sustentar semejante idea; la biología también tiene sus límites, como la física y la química de las que deriva. Y si un físico tuerce el gesto cuando los personajes de Star Wars se sienten grávidos a bordo del Halcón Milenario, porque la física no funciona así, un biólogo lo tuerce ante la idea de piedras que piensan, porque la biología no funciona así.

Pero con las piedras pensantes no se cierra el capítulo de las propuestas fantasiosas sobre vida extrema radicalmente distinta a como la conocemos. Otro caso frecuente en la ciencia ficción ha sido tratado por autores tan serios como Arthur C. Clarke: los seres no materiales, formados por una especie de energía que chorrea y se mueve a voluntad por el universo.

Pero en la Tierra ya tenemos una palabra para eso: fantasmas. Y dado que hasta ahora nadie ha logrado presentar pruebas fehacientes de su existencia –y no será porque muchos no lo hayan intentado–, algunos preferimos ceñirnos a aquella idea de Carl Sagan, quien aseguraba no tener manera posible de demostrar que en su garaje no se escondía un dragón invisible e indetectable.

Aparte de todo lo anterior, existe otra segunda visión sobre la vida alienígena “tal como no la conocemos”, una menos extrema y con los pies más en el suelo: la que propone bioquímicas alternativas a la nuestra, como los seres vivos basados en el silicio en lugar del carbono. ¿Tiene esto algo más de sentido biológico? Mañana seguimos.

Dos ideas infundadas sobre la vida en el universo

Hace unos días, un programa de radio abría una encuesta entre sus oyentes: los acusados en el juicio del proceso catalán, ¿han cometido delito de rebelión o de sedición? Se me ocurrió pensar: ¿cómo osaría yo pronunciarme sobre semejante cosa? Para mí tanto podrían haber cometido rebelión o sedición como allanamiento, estupro, brujería, phishing, bullying, mobbing, coworking, spinning, o nada de lo anterior. Pero sí, los oyentes osaban. Y la encuesta no distinguía entre expertos en leyes, que los habría, o en ebanistería húngara medieval.

Y si esto se aplica a algo completamente artificial y construido por el ser humano como son las leyes, ¿cómo no va a aplicarse a algo como la naturaleza, que no hemos hecho nosotros, sino que nos limitamos a intentar comprenderla, y sobre la cual aún ni siquiera podemos estar seguros de si es más lo que sabemos o lo que nos falta por saber? Sin embargo, también en esto hay cuestiones en las que todo el mundo osa.

Un ejemplo: la existencia de vida alienígena.

En concreto, la opinión más extendida dice que la vida tiene que ser algo muy común en todo el universo. Si ha surgido en la Tierra, ¿por qué no en cualquier otro lugar, dado que el nuestro no tiene por qué ser en ningún sentido un planeta excepcional? La vida es algo inevitable, dicen muchos, allí donde puede darse. Y esto, curiosamente, a pesar de que en realidad el argumento no viene avalado por ninguna prueba que conozcamos hasta ahora.

Es más: en la Tierra la vida ha sido inevitable… solo una vez a lo largo de más de 5.000 millones de años. Pero la biología no es una carrera de caballos, donde las apuestas se cierran una vez que se da la salida. Si es tan inevitable, ¿por qué no se ha producido cientos, miles o millones de veces? (Nota: sabemos por diferentes pruebas que todos los seres terrícolas que conocemos proceden de un único antepasado común; es decir, que la vida en la Tierra solo ha surgido una única vez).

Ilustración artística de la superficie del exoplaneta TRAPPIST-1f. Imagen de NASA / JPL-Caltech.

Ilustración artística de la superficie del exoplaneta TRAPPIST-1f. Imagen de NASA / JPL-Caltech.

Pero un momento: ¿no son los propios científicos quienes han defendido reiteradamente esta omnipresencia de la vida? Así que no se trata solo de la opinión de los expertos en ebanistería húngara medieval.

En efecto, es cierto. Tradicionalmente, el interés en la posible existencia de vida alienígena fue un campo impulsado sobre todo por físicos y matemáticos. Dado que aún no conocemos vida alienígena y no pueden existir expertos en algo que no conocemos (y que la astrobiología se inventó mucho más tarde), parecía razonable preguntar a los expertos en conjeturas, como los físicos y los matemáticos. Y si nos atenemos a las conjeturas, parece mucho más probable que el nuestro sea un planeta normal en el que ha surgido la vida normalmente, según dicta el principio de mediocridad: una cosa elegida al azar de entre muchas tiende a un perfil promedio de esas muchas.

Pero hay algo que ha enturbiado el debate: durante décadas ha existido un cierto pudor intelectual en torno a la posible excepcionalidad de la Tierra y de la vida terrestre. Para algunos, reconocerle a la Tierra un carácter extraordinario sería como hacer una concesión al diseño inteligente, mientras que para otros supondría aceptar el principio antrópico, que el universo existe porque nosotros estamos aquí para observarlo.

Sin embargo, si por algo debe distinguirse la ciencia es por no dejarse condicionar por esquemas ideológicos preconcebidos (o ni siquiera intelectuales): si las observaciones revelan que ciertas constantes del universo, que en principio podrían tomar cualquier valor, parecen extrañamente ajustadas a los valores precisos que permiten la existencia del propio universo, de la materia y de la vida, no puede negarse el hecho simplemente porque pueda dar cierta cancha al creacionismo y al diseño inteligente. Si se oyen ruidos en el sótano y no hay nadie allí, negar los ruidos solo porque uno no cree en fantasmas es tan absurdo como atribuirlos a fantasmas antes de haber descartado absolutamente todas las posibles explicaciones no sobrenaturales. En el caso del ajuste fino del universo, lo más obvio es manejar la hipótesis del multiverso: de todos los universos surgidos, solo aquellos en los que esas constantes han tomado por azar ciertos valores concretos son los que prosperan.

Algo similar ocurre con la aparición de la vida: aunque sin duda aún es pronto para hablar de un cambio de tendencia, lo cierto es que cada vez parecen ser más los científicos que comienzan a abandonar el principio de mediocridad para apoyar la hipótesis contraria, que la Tierra es un planeta más excepcional de lo que sospechábamos. Y que, como quizá ocurra con todos los universos del multiverso, solo en esos raros planetas excepcionales como la Tierra, donde por puro azar se ha producido un afortunado jackpot de numerosas variables independientes entre sí, puede haber surgido la vida.

Recientemente he ido contando algunos de esos estudios que apoyan la excepcionalidad de la Tierra. Hace ya más de una década, quienes nos dedicamos a esto escribíamos que era inminente el momento en el que se encontraría un planeta gemelo del nuestro. Pero el tiempo no ha dado la razón a esta idea, sino que aún seguimos esperando: de los más de 4.000 exoplanetas ya conocidos, ni uno solo parece ser la versión 2.0 de la Tierra.

Es más, ninguno de ellos parece reunir todas las condiciones que hasta ahora se han planteado como las adecuadas para la presencia de vida, al menos vida compleja: el único que podría tener un campo magnético potente como el nuestro, Kepler-186f, necesitaría niveles letales de CO2 para mantener una temperatura habitable, como concluía un estudio que conté hace unos días. Aunque probablemente el gemelo terrestre acabará apareciendo tarde o temprano, no será un planeta mediocre, sino uno tan excepcional como el nuestro, único entre miles.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Como ya he explicado aquí, esas condiciones de habitabilidad que van proponiendo diversos estudios son ya bastante numerosas. Ahora se añade una más: si solo recientemente ha comenzado a apreciarse que no basta con lo que hay en su superficie para hacer a un planeta habitable, sino que también intervienen su estructura y composición interiores y la historia de su evolución, un nuevo estudio viene a añadir que tampoco basta simplemente con las características del propio planeta, sino que es toda la configuración de su Sistema Solar la que debe ser adecuada para que se produzca esa rara conjunción de factores necesarios para la vida.

El estudio, que según ha anunciado el Instituto SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) se publicará próximamente en la revista The Astronomical Journal, detalla los resultados de la mitad de las observaciones que el instrumento Gemini Planet Imager (GPI), perteneciente al telescopio Gemini South en Chile, ha recogido durante cuatro años. Este rastreo ha buscado planetas gigantes como Júpiter o Saturno en 531 estrellas cercanas y jóvenes. Para sorpresa de los investigadores, los datos muestran que estos planetas gigantes en torno a estrellas similares al Sol son más raros de lo que se pensaba.

Y respecto a lo que puede concluirse del estudio, esto es lo que dice su coautor Franck Marchis, del Instituto SETI: “Sospechamos que en nuestro Sistema Solar Júpiter y Saturno esculpieron la arquitectura final que influye en las propiedades de los planetas terrestres como Marte y la Tierra, incluyendo los elementos básicos para la vida como el transporte de agua y las tasas de impactos [de asteroides]”.

Y añade: “Un sistema planetario con solo planetas terrestres y sin planetas gigantes será probablemente muy diferente al nuestro, y esto podría tener consecuencias sobre la posibilidad de la existencia de vida en algún otro lugar de nuestra galaxia”.

En otras palabras: los datos llevan a Marchis a admitir la posibilidad de que tal vez la vida sea un fenómeno muy raro en la galaxia, si lo habitual en otros sistemas estelares es que no exista ese equilibrio entre planetas terrestres (rocosos) interiores y gigantes gaseosos exteriores que en nuestro sistema ha propiciado la arquitectura correcta y los procesos que han dependido de ella, como el transporte de agua a la Tierra. No está de más mencionar que Marchis trabaja en un instituto cuya razón de ser es precisamente la búsqueda de inteligencia extraterrestre, así que no puede decirse que le mueva el interés de demostrar que no existe la vida alienígena. Pero los datos son los datos.

En resumen, la idea de que la Tierra es un lugar mediocre como cualquier otro del universo está comenzando a pasar para muchos científicos de simple conjetura infundada a hipótesis refutada por los datos.

Pero respecto a la vida alienígena siempre se apunta una coletilla, y es la existencia de vida “tal como la conocemos”. Por supuesto, creer que cualquier forma de vida deba ser parecida a las terrestres sería terracentrismo. Hace unos días daban en la 2 de TVE una de las películas más extrañas de ciencia ficción (si así puede llamarse) que he visto, en la que sendos dobles alienígenas de Juan y Junior, cantantes españoles de los años 60 y 70, suplantaban a los originales como primer paso de una invasión y colonización a gran escala. El exoplaneta de la película era tan idéntico a la Tierra que incluso sus habitantes humanos eran dobles exactos de los terrícolas.

Y por supuesto, si por el contrario la vida alienígena es muy diferente de la terrestre, también podrían serlo las condiciones que para ella resultan habitables. ¿No?

Pero lo cierto es que esta es la segunda idea infundada de quienes defienden un universo lleno de vida. Para que la vida pueda llamarse vida, tiene que cumplir una serie de requisitos mínimos que diferencian a algo vivo de algo que no lo está, como una piedra. Y tanto las opciones disponibles como las condiciones que las permiten están limitadas; en biología no todo vale. Como veremos mañana.

Muchos planetas «habitables» tienen niveles de gases tóxicos incompatibles con la vida compleja

Hace unos días contaba aquí que, frente al optimismo de muchos sobre cuándo un planeta puede considerarse habitable, las aportaciones de científicos de diversas disciplinas han reducido bastante esa supuesta franja de habitabilidad. Ya no se trata solo de que un exoplaneta, además de tener un suelo rocoso y una atmósfera, se encuentre a la distancia apropiada de su estrella como para que su superficie no sea ni ardiente ni gélida y pueda existir agua en forma líquida, lo que se conoce como la zona «Ricitos de Oro» (por la niña del cuento que no quería la sopa muy caliente ni muy fría).

A esta condición básica, distintos expertos han añadido como requisitos para la vida la existencia de un campo magnético, un nivel de radiación moderado, una rotación no sincrónica, la presencia de una química precisa, una evolución inicial favorable, una dinámica tectónica activa y un ciclo sostenible de carbonatos-silicatos. Recientemente un análisis de los datos de los exoplanetas rocosos conocidos estimaba que solo uno, Kepler-186f, podría tener un campo magnético potente; lo que, de ser cierto, enfría bastante las esperanzas de que alguno de los planetas ya descubiertos pueda albergar vida, o al menos vida compleja.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de NASA/JPL-Caltech.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de NASA/JPL-Caltech.

Ahora, un nuevo estudio viene a recortar aún más las posibilidades de vida compleja en los exoplanetas. Investigadores de varias instituciones de EEUU, incluyendo la NASA, se han planteado la siguiente cuestión: nuestro propio planeta depende de un potente efecto invernadero creado por el dióxido de carbono (CO2) para mantener temperaturas compatibles con la vida. También en lo que se refiere al CO2 hay una zona Ricitos de Oro: Marte y Venus tienen atmósferas compuestas sobre todo por este gas; pero mientras que la de Marte es muy tenue, dando como resultado un planeta gélido, la de Venus es aplastante, con un efecto invernadero catastrófico que convierte a este planeta en el más caliente del Sistema Solar. Y sin embargo, ambos están situados en la zona de habitabilidad del Sol; para un exoastrónomo que nos observara desde la distancia, Venus y Marte serían tan habitables como la Tierra.

El objetivo de los autores del estudio es evitar este error a la hora de valorar la habitabilidad de los exoplanetas. Según cuentan en su trabajo, la definición actual de la zona habitable de un planeta extrasolar contempla la existencia de un efecto invernadero que en buena parte de esa franja requiere concentraciones de CO2 incompatibles con la vida compleja terrestre. Es más, y dado que muchos de los exoplanetas descubiertos orbitan en torno a estrellas enanas rojas –las más abundantes de la galaxia–, los autores añaden que «el tipo y la intensidad de radiación ultravioleta de estas estrellas pequeñas y frías puede conducir a altas concentraciones de monóxido de carbono (CO), otro gas letal».

Basándose en estos datos, los autores concluyen que en dos de las estrellas más próximas a nosotros y en las que residían buenas esperanzas de hallar vida, Proxima Centauri y TRAPPIST-1, la zona habitable simplemente no existe. En otras estrellas, estos condicionantes reducen seriamente la posible franja de habitabilidad, y dejan fuera de ella a ciertos planetas que parecían también prometedores; por ejemplo, Kepler-186f quedaría en una zona de excesiva toxicidad por CO2, como puede verse en el gráfico.

En esta figura, toda la zona coloreada marca la franja de habitabilidad tal como se entiende tradicionalmente, basada solo en la temperatura de la estrella y en su luz. De toda esta franja, solo la parte azul contiene concentraciones de CO y CO2 compatibles con la vida compleja. Las partes en amarillo y rojo claro señalan respectivamente las zonas con exceso de CO2 y CO, mientras que en la zona de rojo oscuro ambos gases están presentes en concentraciones letales.

Según el director del estudio, Timothy Lions, de la Universidad de California en Riverside, sus resultados indican que «los ecosistemas complejos como los nuestros no pueden existir en la mayoría de las regiones de la zona habitable tal como se define tradicionalmente». Por su parte, el primer autor del estudio, Edward Schwieterman, dice: «Pienso que mostrar lo raro y especial que es nuestro planeta refuerza la necesidad de protegerlo». Y añade: «Hasta donde sabemos, la Tierra es el único planeta del universo que puede sostener la vida humana».

Naturalmente, esto no implica que la Tierra sea el único planeta del universo que puede sostener la vida en general. De hecho, ciertos microbios pueden prosperar perfectamente en atmósferas ricas en CO2 e incluso en CO. Los propios autores del nuevo estudio han publicado recientemente otro trabajo en el que muestran cómo la presencia de altos niveles de CO no es necesariamente un signo de un planeta sin vida; pero en estos casos la vida solo podría restringirse a formas simples microbianas sin posibilidad de que existan organismos multicelulares, descartando la existencia de una civilización inteligente.

En un futuro cercano, los nuevos telescopios van a permitir obtener firmas espectrales (por el espectro de luz) de la composición atmosférica de muchos exoplanetas. Sin duda estos estudios ayudarán a valorar con más precisión qué planetas poseen atmósferas realmente habitables y cuáles no. Pero por el momento, quizá no estaría de más que resultados como los de Schwieterman, Lions y sus colaboradores se tengan en cuenta a la hora de presentar los nuevos exoplanetas descubiertos como «habitables». Sobre todo para evitar la falsa impresión de que los lugares habitables en el universo son muy abundantes; una idea que hoy, como mínimo, solo puede calificarse de infundada.

Un planeta habitable no es solo cálido, y la Tierra es un caso muy raro

La Tierra es un raro y excepcional oasis, el único en un volumen de espacio de al menos 33,5 años luz cúbicos, o unos 3.500 hexillones de kilómetros cúbicos (millones de millones de millones de millones de millones de millones), si no me han fallado las cuentas.

Esto, considerando que el Sistema Solar se extiende hasta un radio de unos 2 años luz, que es a donde alcanza la influencia gravitatoria del Sol. Pero naturalmente, el espacio en el que la Tierra es el único reducto de vida es en realidad mucho mayor, extendiéndose hasta al menos la distancia donde alcanza la influencia gravitatoria de las estrellas más próximas. Si es que alguna de ellas acoge algún planeta con vida, que hasta ahora no nos consta.

Cierto que incluso estas gigantescas cifras suponen solo una minúscula y despreciable porción del universo visible. Pero para situar las cosas en su perspectiva adecuada, de vez en cuando conviene tratar de imaginar lo que estos números representan para ser conscientes de que no vivimos en un lugar cualquiera; en contra del principio de mediocridad –que en este caso es más una premisa que un principio–, todo lo que vamos conociendo sobre la Tierra y sobre otros planetas nos lleva a la idea de que el nuestro sí es un planeta excepcional.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

Recientemente hemos sabido del descubrimiento de 18 nuevos exoplanetas de tamaño parecido al de la Tierra, que permanecían ocultos en los datos del telescopio espacial Kepler y se han revelado al aplicar un nuevo algoritmo. El hallazgo de planetas en otros sistemas estelares se ha convertido ya en algo casi rutinario; ya se conocen más de 4.000. De ellos, muchos se han presentado como «habitables»; es decir, que orbitan a una distancia adecuada de su estrella como para que las temperaturas en su superficie sean moderadas y permitan la posible existencia de agua líquida. Uno de los 18 nuevos exoplanetas podría cumplir esta condición.

Pero evidentemente, es fácil imaginar que una temperatura moderada no basta para hacer a un planeta habitable. Hace un par de meses conté aquí un estudio según el cual solo uno de los exoplanetas rocosos conocidos podría tener un campo magnético similar al terrestre, que en nuestro planeta protege la atmósfera y la vida del viento y la radiación estelar y ha ayudado a que la Tierra no pierda su agua.

De hecho, una frecuente objeción a la posible presencia de vida en otros planetas es la radiación a la que pueden estar sometidos. Algunos expertos actualmente favorecen las estrellas enanas rojas, tal vez las más abundantes en nuestra galaxia, como las mejores candidatas para albergar planetas con vida. Pero muchas de estas estrellas son fulgurantes, de temperamento tan violento que pueden duplicar su brillo en unos minutos, y la radiación de esas llamaradas súbitas puede hacer sus presuntos planetas habitables realmente inhabitables.

Además, los planetas en zona «habitable» (entiéndase, cálida) de las enanas rojas suelen estar tan cerca de su estrella que tienen acoplamiento mareal; es decir, siempre dan la misma cara, como la Luna a la Tierra. Lo cual probablemente implique que uno de los lados está permanentemente a temperaturas que congelan hasta los gases.

Con todo lo anterior ya tenemos no una, sino siete condiciones que debería cumplir un planeta para ser teóricamente habitable: una temperatura moderada, un sustrato de roca, una atmósfera, agua, un fuerte campo magnético, una estrella no demasiado violenta y preferiblemente una rotación no sincronizada con la de su estrella. La Tierra cumple todas estas condiciones. Es el único planeta del Sistema Solar que las cumple. Y como ya he dicho, hasta ahora solo se conoce un único exoplaneta que posiblemente cumpliría tres de ellas.

Un exoplaneta considerado "habitable" podría ser esto. Imagen de Max Pixel.

Un exoplaneta considerado «habitable» podría ser esto. Imagen de Max Pixel.

Pero aquí no acaban los requisitos. Recientemente, la revista Science publicaba un artículo en el que un grupo de investigadores de la Institución Carnegie para la Ciencia (EEUU) analizaba precisamente cuáles son las condiciones necesarias para considerar que un planeta podría ser habitable. Y entre ellas, destacaban la importancia de algo que suele olvidarse: el interior.

En resumen, los autores vienen a subrayar que el movimiento de las placas tectónicas en la Tierra es crucial para preservar el clima adecuado del que depende la vida. La tectónica de placas mantiene el ciclo de carbonatos-silicatos, por el que se reciclan los materiales geológicos entre la superficie y el interior de la Tierra. El cambio climático tiene mucho que ver con la alteración de este ciclo por las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero; de hecho, la catástrofe de este ciclo fue lo que convirtió a Venus en un infierno inhabitable. Al mismo tiempo, la tectónica de placas mantiene también la convección en el interior de la Tierra que crea el campo magnético que a su vez nos protege de la radiación.

Habitabilidad de un exoplaneta. Imagen de Shahar et al / Science.

Habitabilidad de un exoplaneta. Imagen de Shahar et al / Science.

Y todo esto, sugieren los autores, a su vez depende de la composición química de la Tierra. Es decir, que elementos fundamentales en la geología de los planetas rocosos como carbono, oxígeno, hidrógeno, hierro, silicio o magnesio, tal vez tengan que hallarse en las proporciones precisas y haber sufrido unos determinados procesos de calentamiento y enfriamiento en la infancia del planeta para que exista esa geodinámica que sustenta la vida. Si esos mismos elementos se encuentran en proporciones diferentes, o la evolución del planeta es distinta, tal vez no sea posible la vida.

Así que ya tenemos: una temperatura moderada, un sustrato de roca, una atmósfera, agua, un fuerte campo magnético, una estrella no demasiado violenta, preferiblemente una rotación no sincronizada con la de su estrella, presencia de ciertos elementos químicos en proporciones precisas, una evolución favorable en la historia inicial del planeta, tectónica de placas y un ciclo estable y adecuado de carbonatos-silicatos. Todo esto es lo que posiblemente se necesite, según distintos expertos, para decir que un planeta podría ser habitable.

Así que, sí, la Tierra es un lugar extremadamente raro. Tanto que hasta ahora no se ha encontrado otro igual. Por supuesto, a todo este asunto de la habitabilidad planetaria se le suele aplicar esa famosa coletilla: vida «tal como la conocemos». Sobre la otra hay mucha ciencia ficción. Pero dado que en el mundo real ningún científico serio y acreditado ha aportado el menor indicio creíble de que pueda haberla de otro tipo, ni siquiera en teoría, dejémoslo en que vida «tal como la conocemos» es sencillamente «vida». Al menos, mientras nadie demuestre lo contrario.

¿Que vivimos en un zoo galáctico gestionado por alienígenas? ¿En serio?

Hubo un tiempo en que hasta los científicos más sesudos reconocían la posibilidad de que algunos casos de ovnis fueran avistamientos reales de naves alienígenas. Por entonces tenía sentido: tal vez aquellos rumores habían existido siempre –ahí estaba la visión bíblica de Ezequiel–, pero solo a mediados del siglo XX empezó a extenderse la tecnología necesaria para documentar correctamente aquellos sucesos y para que las noticias sobre ellos llegaran a todos los rincones del mundo. Desde los foo fighters, misteriosos aparatos que reportaban los pilotos en la Segunda Guerra Mundial, hasta que comenzaron a proliferar los avistamientos civiles, el fenómeno parecía seguir una evolución lógica que culminaría con la confirmación definitiva de que nos estaban visitando.

Pero la confirmación definitiva jamás llegó. Mirando retrospectivamente, quizá se pasaron por alto ciertos indicios de que en realidad todo aquello podía ser simplemente un meme –término que ya existía antes de internet, y que se refiere a un rasgo cultural que se transmite por imitación–: todos los avistamientos de platillos volantes tienen su origen en un primer caso de 1947, pero el protagonista de aquel incidente, Kenneth Arnold, nunca dijo haber visto platillos, sino “nueve objetos con forma de media luna” que se movían “como un platillo saltando sobre el agua”. Fue el periodista Bill Bequette quien entendió mal la explicación e inventó los “platillos volantes”. También un análisis más riguroso habría destapado ya entonces, por ejemplo, que el Triángulo de las Bermudas era solo un mito inventado y explotado comercialmente por un par de escritores sensacionalistas.

Quizá eran tiempos más ingenuos. Hoy las tornas han cambiado. Y aunque el fenómeno ovni continúa congregando una legión de adeptos –se habla incluso de un renacimiento en los últimos años–, raros son los científicos que lo defienden. Los que sí lo hacen acusan a la comunidad científica de haberlo ignorado por considerarse un tema tabú, pero lo cierto es que no han faltado los científicos que se han acercado a este fenómeno con la imprescindible mezcla de escepticismo y honestidad. Con los medios y la tecnología actuales es aún más fácil documentar estos casos, pero la documentación no ha mejorado. Con los medios y la tecnología actuales también es más fácil fabricar estos casos, pero también destapar esas fabricaciones. Expertos como el exingeniero de la NASA e historiador de la carrera espacial Jim Oberg han desmontado la práctica totalidad de los avistamientos de ovnis publicados online.

Lo cual deja un problema pendiente. La creencia extendida de que el universo es un lugar rebosante de vida cuadraba a la perfección con el fenómeno ovni. Pero ¿cómo se compadece esa hipótesis de la vida rebosante con una realidad que hasta ahora nos ha mostrado todo lo contrario?

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

En 1950 el físico Enrico Fermi se preguntó: “¿Dónde está todo el mundo?”, dando lugar a lo que desde entonces se conoce como la paradoja de Fermi: tantísimas civilizaciones desperdigadas por todo el cosmos, y nosotros aquí, sin saber absolutamente nada de nadie más. Por entonces se creía que esa paradoja tenía los días contados. Pero con el pasar de los años se ha convertido en lo que ahora llaman el Gran Silencio: no es solo que nadie haya venido aquí, sino que tampoco las intensas búsquedas de señales alienígenas durante casi 60 años han obtenido otro resultado que ese silencio.

A pesar de todo, el ser humano es obstinado. Todavía hoy, muchos de los científicos más sesudos creen que el universo debe de ser un lugar rebosante de vida, incluso sin prueba alguna. Tal vez algún día las tornas vuelvan a cambiar, y la realidad imponga la idea de que la vida es un fenómeno extremadamente raro. Pero mientras tanto, a los defensores de la vida rebosante les urge encontrar una solución a la paradoja de Fermi y al Gran Silencio.

A lo largo de los años se han propuesto diferentes soluciones a la paradoja, con mayores o menores pretensiones científicas, pero sin ninguna prueba.

Y luego está la del zoo galáctico.

¿Saben aquel que dice que la Tierra es una especie de reserva natural gestionada por una raza de alienígenas superavanzados, y que no sabemos nada de ellos porque nos mantienen en la ignorancia para no trastornarnos, o porque somos demasiado tontos para sus estándares?

No, en serio: hay quienes no solamente creen en esto, sino que además financian un congreso destinado a que científicos de todo el mundo crucen océanos y se reúnan para discutirlo. Ocurrió el mes pasado en París, donde investigadores del METI (algo parecido al SETI, pero que trata de comunicarse activamente con posibles alienígenas) se congregaron para debatir sobre la paradoja de Fermi. Uno de los argumentos estelares de la cita, sobre el que versaron varias de las charlas, fue la llamada hipótesis del zoo.

La copresidenta del congreso y miembro de la dirección del METI, Florence Raulin Cerceau, calificó la hipótesis del zoo de “explicación controvertida”. Por su parte, el también copresidente de la conferencia Jean-Pierre Rospars dijo que “parece probable que los extraterrestres estén imponiendo una cuarentena galáctica porque son conscientes de que sería culturalmente perturbador para nosotros saber de su existencia».

¿Explicación controvertida? ¿Cuarentena galáctica? ¿Parece probable? Si se trata de opiniones, aquí va otra: no es que sea imposible; pero se trata de una hipótesis tan descabellada que necesita más pruebas para cruzar el umbral de la credibilidad que otra mucho más plausible. Como decía Carl Sagan, y otros antes que él, afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias (he rescatado estas palabras de una ocasión en la que escribí sobre el principio de Wang, aquel personaje de la película Un cadáver a los postres que definía una hipótesis de un colega como «teoría más estúpida jamás oída»).

La idea del zoo galáctico no es nueva; fue propuesta formalmente por primera vez en 1973 por el radioastrónomo John Ball, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, aunque ya había aparecido antes en la ciencia ficción. Y desde luego, como argumento de ciencia ficción puede dar pie a historias muy jugosas.

Pero el propio Ball sabía que estaba jugando a la especulación loca; en su artículo reconocía que su hipótesis era «probablemente fallida e incompleta», alegando que los alienígenas se asegurarían de que nunca los encontráramos y que por tanto se trataba de una idea indemostrable. Para la cual no solamente no hay pruebas, sino ni siquiera una manera imaginable de obtenerlas. E incluso cuando algún investigador ha seguido el juego tratando de echar unos cuantos números, ha llegado a la conclusión de que lo del zoo galáctico es difícilmente compatible con el mundo real.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

Y sin embargo, este delirio sigue cautivando. Con motivo de la reunión del METI, el presidente de esta organización, Douglas Vakoch, comparaba nuestra situación y la de esos presuntos alienígenas guardabosques con la de las cebras del zoo y sus cuidadores. “Si fuéramos a un zoo y de repente una cebra se volviera hacia nosotros, nos mirara a los ojos y comenzara a recitar una serie de números primos con su pezuña, eso establecería una relación radicalmente diferente entre nosotros y la cebra, y nos sentiríamos obligados a responder”, decía Vakoch. “Podemos hacer lo mismo con los extraterrestres trasmitiendo señales de radio potentes, intencionadas y ricas en información hacia las estrellas cercanas”.

Claro está, Vakoch olvidaba mencionar que nuestra existencia es totalmente evidente para la cognición cebril. Incluso en las reservas naturales, aunque las cebras no tengan la menor idea de su estatus como animales protegidos ni del nuestro como sus protectores, saben que estamos ahí y reaccionan a nuestra presencia. Por el contrario, los defensores de la hipótesis del zoo arguyen que los alienígenas, además de encontrarse en un nivel cognitivo infinitamente superior al nuestro, disponen de la tecnología necesaria para evitar que tengamos la menor pista de su existencia.

O sea, que si sumamos un ente sobrehumano muy superior a nosotros, invisible, intangible y todopoderoso, que nos observa y mueve los hilos de nuestro mundo, cuyas decisiones no comprendemos ni podemos objetar, con el cual no podemos establecer un contacto directo y cuya existencia no podemos demostrar… ¿No nos da algo muy parecido a lo que tradicionalmente se ha venido llamando… Dios?

Pero antes de caer en la tentación de asignar a la hipótesis del zoo galáctico el estatus de religión New Age, por supuesto que es imprescindible aclarar la diferencia esencial entre los defensores de esta idea y los raelianos o los practicantes de otros cultos, ufológicos o no; y es que los primeros no creen ciegamente sin más.

Lo realmente incomprensible es que ese pensamiento crítico propio de todo científico no les haya llevado a interesarse por aquello de la navaja de Ockham. ¿Qué es más plausible? ¿Que exista un Club Galáctico de especies alienígenas inteligentes a nuestro alrededor, pero que no tengamos constancia de ellos porque nos mantienen en una reserva, ocultándose de nosotros mediante tecnologías avanzadas? ¿O… que sencillamente no haya nadie ahí?

Y es que asumir sin más, como hacía Ball en su artículo, que “donde quiera que haya condiciones para que la vida exista y evolucione, lo hará”, es ir demasiado lejos saltándose demasiados pasos. En el fondo, la solución más sencilla a la paradoja de Fermi es simplemente que no exista tal paradoja.