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Este es el límite de calor que puede aguantar el cuerpo humano

Es curioso cómo tenemos percepciones de distintos factores de riesgo para la salud que no se corresponden con su peligrosidad real. Fumar está prohibido en todas partes, y hay un gran revuelo social con el amianto cada vez que se revela su presencia en cualquier lugar. Pero, en cambio, tomar el sol continúa siendo deporte nacional, pese a que la radiación solar pertenece al mismo grupo de máximo riesgo de cáncer que el tabaco y el amianto. También pertenece a este grupo el alcohol, que bebemos generosamente, mientras al mismo tiempo se monta un gran aparato mediático y publicitario contra compuestos presentes en productos de consumo a los que ni siquiera se les ha demostrado claramente alguna toxicidad.

No seré yo quien vaya a abogar por prohibir el alcohol o tapar el sol a lo Montgomery Burns. Me limito a subrayar estas absurdas inconsistencias, instaladas y favorecidas por la publicidad, los medios y el entorno social. Otra más: parece que ahora acaba de descubrirse que el calor mata, cuando ya mataba a cientos de personas al año. Ha sido necesario que mueran trabajadores en el cumplimiento de sus funciones para que alguien empiece a darse cuenta de que realmente el calor es una amenaza para la vida, más allá del tratamiento ligero y festivo que tradicionalmente se le ha dado en los medios.

Unos jóvenes se refrescan en el río Iregua a su paso por Logroño. Imagen de EFE / Raquel Manzanares / 20Minutos.es.

Sí, hay un límite de calor incompatible con la vida humana. Un estudio publicado en 2010 en PNAS, que a menudo sirve como referencia sobre esos límites, decía: «a menudo se asume que los humanos podrían adaptarse a cualquier calentamiento posible. Aquí argumentamos que el estrés térmico impone un robusto límite superior a tal adaptación».

Los humanos somos eso que en la antigua EGB solía llamarse «animales de sangre caliente» (espero que hoy ya no, porque es nomenclatura anticuada y errónea); homeotermos, es decir, que somos capaces de mantener una temperatura corporal constante —37 °C, grado más, grado menos— con independencia de la ambiental, gracias a nuestro metabolismo y a una serie de maravillosos mecanismos evolutivos.

Contra el frío excesivo contamos además con otro sencillo mecanismo no metabólico ni evolutivo: el jersey. Pero contra el calor, si no podemos apartarnos de él, solo dependemos de nosotros mismos. Cuando el cuerpo se sobrecalienta, los sensores de temperatura de la piel y del interior del organismo envían una señal de alarma al hipotálamo, la central cerebral de regulación de la temperatura. El hipotálamo transmite entonces una orden de vuelta a la piel: sudar. El sudor es uno de esos maravillosos mecanismos, ya que la evaporación en la piel sirve para enfriarnos.

Al mismo tiempo, el hipotálamo ordena a los capilares sanguíneos de la piel que se dilaten para acoger más sangre, de modo que esta pueda enfriarse en la superficie del cuerpo. Entonces la presión sanguínea disminuye, y el corazón se ve obligado a bombear más fuertemente para mantener la circulación. Los músculos se ralentizan, lo que provoca una sensación de fatiga y somnolencia.

Si el calor es extremo y nada de esto consigue rebajar la temperatura corporal a valores normales, el sistema comienza a colapsar. El corazón se ralentiza, se detiene el enfriamiento de la sangre en la piel y se corta la sudoración. Entonces el cuerpo comienza a calentarse sin freno y empiezan a fallar el cerebro y el resto de órganos. En torno a 41 °C de temperatura interna se desata la catástrofe molecular: las proteínas empiezan a desnaturalizarse, a perder su forma. La vida depende de millones de interacciones entre las proteínas cada millonésima de segundo; si esto se para, todo el organismo falla. El ejemplo más típico de desnaturalización de las proteínas por el calor es la coagulación de la clara del huevo al hervirlo o freírlo.

Una vez que se ha llegado a estos extremos, ya no hay vuelta atrás. Ni hielo, ni sueros, ni nada. Se trata solo de qué órgano vital fallará primero. El inocente nombre de «golpe de calor» oculta algo que en realidad es un fracaso general del organismo sometido a estrés térmico extremo. Por eso parece inconcebible que esto no se haya tenido en cuenta como riesgo laboral, a juzgar por lo ocurrido en Madrid.

Pero ¿cuánto calor mata? Para evaluarlo, los científicos utilizan un parámetro estandarizado, que es la llamada temperatura de bulbo húmedo (wet-bulb temperature), o Tw. Esta es la temperatura que marca un termómetro envuelto en un paño empapado en agua, que es menor que la medida en el ambiente, debido al enfriamiento causado por la evaporación del agua del paño. La temperatura de bulbo húmedo Tw sería igual a la ambiental si la humedad relativa del aire fuera del 100% (recordemos que un 100% de humedad relativa no significa estar nadando en el agua, sino que es la máxima cantidad de vapor de agua que el aire puede contener).

El motivo de utilizar este valor de Tw es poder definir valores de temperatura máxima soportable por el ser humano sin que el mecanismo de sudoración pueda hacer nada para contrarrestarlo; con un 100% de humedad relativa el sudor no puede enfriar el cuerpo. A humedades relativas decrecientes, la diferencia entre Tw y la temperatura ambiental se va agrandando, de modo que es posible calcular a qué Tw equivale una temperatura ambiental concreta con un grado de humedad determinado.

El estudio citado de 2010 calculaba que en la Tierra la máxima Tw no suele superar los 31 °C, y que el límite posible para la vida estaría en una Tw de 35 °C. Para hacernos una idea, convirtiendo con otros niveles de humedad: con una humedad del 50%, como podría ser la de Madrid, esta Tw letal de 35 °C equivaldría a una temperatura ambiental de 44,8 °C; pero con una humedad del 90%, como podría ser un verano en Alicante, la temperatura ambiental equivalente a esa Tw de 35 °C sería de solo 36,5 °C.

Por cierto, consultando la web de la Agencia Estatal de Meteorología, la previsión hoy en Alicante es de una temperatura máxima de 34 °C y una humedad relativa máxima del 100%. Y aunque estos dos valores máximos no necesariamente tienen que coincidir en el mismo momento del día, si esto ocurriese los alicantinos estarían solo un grado por debajo del límite considerado compatible con la vida humana según el estudio de 2010. Con esto quizá se entienda mejor una de las razones por las que el acuerdo de París de 2015 contra el cambio climático advertía de lo catastrófico que resultará un aumento de 2 °C.

Pero ocurre que ese valor calculado en el estudio de 2010 era más bien teórico. Ahora, un equipo de investigadores de la Penn State University dirigido por el climatólogo Daniel Vecellio y el fisiólogo Larry Kenney ha puesto a prueba los límites reales en experimentos con voluntarios. Y la mala noticia es que ese límite real está por debajo de lo que decía el estudio de 2010.

Los investigadores reclutaron a un grupo de mujeres y hombres jóvenes y sanos, a quienes se les dio a tragar un pequeño termómetro telemétrico en forma de cápsula para poder monitorizar la temperatura interna de su cuerpo. Luego los voluntarios se encerraban en una cámara donde se les sometía a distintas condiciones de temperatura y humedad mientras hacían tareas ligeras como cocinar o comer.

Lo que descubrieron los científicos es que el límite del peligro, a partir del cual la temperatura interna de los voluntarios comenzaba a subir sin que la sudoración pudiese compensarlo, estaba en torno a una Tw de 31 °C. Esto equivaldría a 40,2 °C con una humedad del 50% (Madrid), o a solo 32,5 °C con una humedad del 90% (Alicante).

Es decir, con olas de calor como las que estamos sufriendo, ya estamos más allá del límite. Una exposición prolongada a estas condiciones puede matar, como se está demostrando en la práctica. El experimento de este estudio se hizo con personas jóvenes y sanas; las personas mayores son aún más sensibles al estrés térmico.

Este gráfico de los investigadores muestra el límite crítico de temperaturas y humedades, que sería la frontera entre la zona amarilla y la roja:

Límite crítico (entre la zona amarilla y la roja) de temperaturas y humedades para el cuerpo humano. Imagen de W. Larry Kenney, CC BY-ND.

Tocaría acabar este artículo con una mención sobre lo que se nos viene encima con el cambio climático, y con la previsión que comenté ayer de que estas olas de calor van a ser más frecuentes, duras y persistentes en los próximos años, porque nos ha tocado vivir en la región del hemisferio norte templado más propensa a estos azotes. Pero creo que ya está todo dicho.

Esto es lo que dura activo el virus de la COVID-19 en el aire

Hace unos meses, en la cafetería del Parador de Gijón observé sobre una encimera un cacharro que parecía una lamparita; una de esas que realmente no dan luz y que pretenden aparentar decoración de vanguardia hasta que pasan de moda y entonces quedan como decoración de retaguardia. Pero el camarero explicó que no era eso, sino un monitor de CO2: verde, bien; amarillo, abrir las ventanas; rojo, desalojar hasta que vuelva el amarillo.

No soy cliente habitual de bares ni restaurantes, así que no puedo juzgar ni siquiera por impresión personal si aquello era una excepción insólita o si ya existen muchos locales con medidores de este tipo. Ojalá sea lo segundo. Porque desde luego, si no es lo segundo, entonces es que la torpeza del ser humano no se cura ni con seis millones de muertos.

Pero con independencia de que muchos o pocos hosteleros hayan adoptado esta simplicísima medida, que no lo sé, lo que sí es constatable es que los gobiernos que nos gobiernan y los legisladores que nos legislan, estatales, autonómicos o de comunidad de vecinos, continúan silbando, mirando para otro lado y rascándose el ombligo en todo lo relativo a las medidas de calidad del aire. Que son LA MEJOR arma contra la pandemia de COVID-19. En su lugar, se sigue hablando de mascarilla sí, mascarilla no, mascarilla tralará.

Sí, las mascarillas funcionan (hasta cierto punto). Pero como ya he repetido aquí una y otra vez, las mascarillas han sido un parche, una chapuza de emergencia, incómoda e indeseable, cuando no teníamos otro modo de enfrentarnos al virus. Después de más de dos años, se diría que ya ha habido tiempo más que suficiente para cambiar el parche por medidas serias y definitivas de calidad del aire de cumplimiento obligatorio en todos los espacios públicos cerrados, que los expertos han pedido hasta la ronquera.

Pero es evidente que esto no ha ocurrido. El riesgo de contagio se sigue dejando a la mascarilla. No es asunto de los hosteleros ni de los dueños de los locales. No es su aire. Como si se sirvieran agua o comida sin el menor control sanitario, y allá cada cual si enferma, no haber bebido o comido, qué culpa tendrá el dueño. En resumen: que aún sigamos hablando de mascarillas, dos años y pico después, revela el fracaso de la respuesta contra la pandemia.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

En la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) la microbióloga de la Universidad Napier de Edimburgo Stephanie Dancer escribía hace unos días: «Es hora de una revolución en el aire de interiores». En fin, lo mismo que otros cientos de expertos en todo el mundo han repetido hasta la saciedad. «Se espera que las autoridades de salud pública desarrollen directivas prácticas e inclinen a la gente y a los locales hacia una mayor seguridad». Se espera. Y seguimos esperando, mientras nadie hace nada.

El artículo de Dancer venía a propósito de una nueva revisión de estudios sobre la transmisión del SARS-CoV-2 por aerosoles publicada el mismo día en BMJ. Habrá a quienes les sorprenda que a estas alturas se sigan publicando estudios y revisiones sobre la transmisión por aerosoles. Pero no debería; eso es precisamente lo que distingue a la ciencia de todo lo demás, que continúa indagando, obteniendo nuevos datos, validando sus afirmaciones, revisándolas y refutándolas si es necesario. Frente a quienes dicen que ellos ya sabían desde el principio que eran los aerosoles, la ciencia no sabe nada desde el principio, sino solo al final. Y el hecho de que esta conclusión final pueda coincidir a veces con lo que a algunos les daba en la nariz no convierte a esos de la nariz en científicos; científico es quien investiga para saber, no quien ya sabía.

Y sí, la nueva revisión valida una vez más la transmisión por aerosoles: «La transmisión del SARS-CoV-2 por el aire a larga distancia podría ocurrir en lugares de interior como restaurantes, centros de trabajo y locales de coros, y un insuficiente recambio del aire probablemente contribuya a la transmisión», escriben los autores, de la UK Health Security Agency. «Estos resultados refuerzan la necesidad de medidas de mitigación en interiores, sobre todo una adecuada ventilación».

Además, con las últimas subvariantes de Ómicron las reglas del juego han cambiado radicalmente. El virus ancestral de Wuhan (el original) tenía una infectividad tan baja que por entonces el riesgo de contagio en exteriores se consideraba mínimo o prácticamente inexistente, a juzgar por los estudios de aquellos primeros tiempos. Con un número de reproducción básico (R0, recordemos que este es el número medio de personas a las que contagia cada infectado en una población sin inmunidad y mezclada al azar) de en torno a 3,3, era necesario un contacto muy estrecho y prolongado para contagiarse al aire libre, a pesar de que a posteriori algunos sectores políticamente interesados, pero científicamente desinformados, hicieran tanto ruido con aquello del 8-M de 2020 (que de todos modos y por principio de precaución no debería haberse celebrado, ya que por entonces aún no se conocía la infectividad del virus; pero una cosa es que debiera haberse suspendido, y otra que en la práctica tuviera un impacto real en la expansión de los contagios, que no fue así).

Pero con las nuevas variantes, todo ha cambiado. En la mayoría de ellas se ha cumplido que las que reemplazan a las anteriores tienen mayor infectividad. Y para las Ómicron BA.4 y BA.5, alguna estimación ha calculado que su R0 se ha disparado a un brutal 18,6. Implica que estos virus serían los más contagiosos jamás conocidos, tanto como el sarampión, del cual se contagian 9 de cada 10 personas no vacunadas que están cerca de un infectado. Lo cual aumenta enormemente el riesgo de contagio también en aglomeraciones al aire libre, como los festivales que se celebran en esta época. Y aún queda por estimar la infectividad de la nueva subvariante de segunda generación Ómicron BA.2.75 detectada primero en India (a la que algunos en redes sociales han apodado «Centaurus»), pero que podría ser incluso más infecciosa que las anteriores.

Un nuevo estudio publicado en PNAS ha analizado la dinámica del riesgo de contagio por aerosoles en interiores, aportando datos sobre cuánto dura el virus infeccioso en el ambiente. Los autores, de la Universidad de Bristol, han medido cuál es la infectividad del virus en al aire a lo largo del tiempo y a distintas temperaturas y humedades, en condiciones controladas de laboratorio.

Los resultados indican que, en condiciones de baja humedad relativa (menor del 50%), solo 10 segundos después de exhalarse el aerosol la infectividad ya ha descendido a la mitad, debido a que las gotitas del aerosol se secan y cristalizan. En condiciones de alta humedad, como ocurriría en las zonas de costa, el virus en el aire se mantiene activo durante más tiempo: comienza a perder infectividad a los 2 minutos, a los 5 minutos ha perdido el 50%, y a los 10 minutos el 90%. En cambio, la temperatura no afecta demasiado. Estos efectos de las condiciones ambientales coinciden a grandes rasgos con lo descrito previamente en otros estudios, pero en cambio estos nuevos datos rebajan drásticamente la vida media infectiva del virus en el aire, que hasta ahora se estimaba en 1 o 2 horas.

Debo aclarar que estos datos no deben utilizarse como guía práctica para valorar el riesgo en interiores en situaciones reales. Es un solo estudio (aunque muy bueno), y en condiciones controladas de laboratorio. También conviene mencionar que los experimentos se refieren a variantes antiguas, como Alfa y Beta, y no a las nuevas. Según los autores, «no hay razón para creer que las medidas en este estudio no sean representativas de variantes posteriores del virus». Pero también hay algún estudio de hace unos meses según el cual Ómicron es más estable en superficies que variantes anteriores, y no puede darse por hecho que la estabilidad en aerosoles sea la misma.

Pero en cambio, hay dos conclusiones interesantes con las que conviene quedarse. Primera, en una época en que los humidificadores de aire se han convertido en una especie de electrodoméstico de moda que muchas veces se usa sin necesidad, ni sin que quien lo usa sepa realmente por qué lo usa, algo que subrayan este y otros estudios es que el aire seco es mejor para evitar la transmisión del virus: «El aire seco puede ayudar a limitar la exposición general», escriben los autores.

Segunda, el estudio confirma la validez de los monitores de CO2 para medir el riesgo de exposición al virus. Aunque esto es algo bastante aceptado, algunos expertos todavía no están del todo convencidos. Pero además de que un exceso de CO2 en una habitación es siempre señal de aire viciado y mala ventilación, el nuevo estudio revela que la evaporación del CO2 de las gotitas de los aerosoles parece ser en parte responsable de esa pérdida de infectividad del virus por un aumento del pH de las gotitas (baja su acidez, sube su alcalinidad; el CO2 disuelto forma ácido carbónico, el de las bebidas con gas). Por lo tanto, en una habitación con mucho CO2, este gas mantendrá más bajo el pH de las gotitas y por tanto favorecerá la infectividad del virus.

Claro que de poco servirán todos estos estudios mientras las autoridades sigan mirando para otro lado. Como conté aquí, la situación la resumía en pocas palabras el especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan: tomar medidas para asegurar la calidad del aire cuesta dinero a los gobiernos y a los negocios. Así que prefieren que sigamos con el mascarillas sí, mascarillas no.

¿Existe realmente un brote de hepatitis aguda grave infantil?

Uno de los aspectos en los que la COVID-19 ha cambiado el mundo es en que ahora los medios y el público prestan mucha más atención a las enfermedades infecciosas y a los presuntos brotes epidémicos extraños. Por ejemplo, las 6.300 muertes por gripe en España en la temporada 2018-2019, la última completa anterior a la pandemia, no parecían importar a casi nadie. Por ejemplo, los brotes de otros coronavirus previos al SARS-CoV-2, que también han causado sus cuotas de muertes, sobre todo cuando se han producido brotes en residencias de ancianos, eran tan desconocidos para la gente que incluso se encuentran por ahí graciosas conspiranoias de quienes ignoraban por completo la existencia de estos virus.

Por ejemplo, en este blog he seguido durante años los nuevos descubrimientos en torno al virus de Lloviu, ese pariente del ébola descubierto en una cueva asturiana, que durante años ha pasado inadvertido para el público. Hace algo más de un mes me escribía Félix González, codescubridor de los murciélagos en los que se halló el virus, alarmado porque de repente en un mismo día le habían llovido las llamadas de varios medios para preguntarle por ello. Y realmente no había ninguna noticia, nada nuevo; al parecer, alguien en un medio de gran difusión de repente descubrió que existía este virus (existe oficialmente para la ciencia desde 2011) y pensó que en estos momentos de histeria infecciosa era un buen reclamo para conseguir clicks.

Es por ello que algunos de quienes hemos estado profesionalmente involucrados en este campo reaccionamos con bastante escepticismo ante la oleada inicial de alarma desbocada sobre el SARS-CoV-2, a comienzos de 2020. Y sí, en este caso nos equivocamos. Pero en el extremo contrario, también es cierto que ahora cualquier pequeña posible alarma sanitaria es un imán de clicks, y los medios no van a resistirse a este caramelo. Por ello, probablemente en estos tiempos sería conveniente que el público leyera los titulares grandilocuentes sobre nuevas epidemias, brotes o infecciones con una ceja levantada. Sobre todo cuando incluso las propias fuentes sanitarias pueden propiciar alarmas sin una confirmación sólida.

Imagen de Pixabay.

Un posible caso de esto, aunque todavía confuso, es el supuesto brote de una hepatitis aguda grave en niños que se detectó en varios países europeos, incluyendo España, y en EEUU. El pasado abril, cuando estas alarmas saltaron, traté aquí este tema con las hipótesis que se estaban barajando, por separado o combinadas: una rara complicación o secuela de la COVID-19, un adenovirus, o incluso una reacción inmunitaria errónea o autoinmunitaria alimentada por un descenso de estimulación antigénica durante la pandemia. Un posible efecto secundario de las vacunas de la cóvid se descartó desde el primer momento, ya que los niños afectados no estaban vacunados.

Ahora, he aquí el plot twist: nuevos estudios en Europa y EEUU dicen que quizá no exista tal brote; los datos presentados indican que la incidencia de hepatitis aguda grave en niños se mantiene en los mismos niveles de antes.

El estudio europeo se ha publicado en Eurosurveillance, revista del Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC). Los autores han recabado datos de 34 centros de 22 países europeos e Israel (en España, de Madrid y Barcelona) que forman parte de la red de referencia europea de enfermedades hepáticas y que tratan a niños con hepatitis, entre el 1 de enero y el 26 de abril de 2022.

De los 34 centros, 22 dijeron que no han observado un aumento de niños con hepatitis grave. Los 12 restantes informaron de una sospecha de aumento de casos, pero lo cierto es que sus cifras no lo reflejaban. El número de trasplantes pediátricos de hígado en los centros consultados ha sido menor en los meses analizados de 2022 que en años anteriores: una media de 2,5 en 2022 frente a 4,9 en 2021, 3,7 en 2020 y 4,9 en 2019, con la salvedad de que en 2022 solo se incluyen los casos de 4 meses y no del año completo.

La conclusión de los investigadores: «En comparación con la media de casos en cada año completo previo de 2019-21, no hay un incremento absoluto de casos con los criterios considerados en el periodo de estudio, basado en los datos de los centros participantes. Sin embargo, los datos de 2022 comprenden solo los primeros 3,8 meses del año y deberían considerarse preliminares». Otro dato aportado por los autores es que en la mayoría de los niños no se detectó adenovirus, una de las posibles causas que se habían apuntado, ni ningún otro virus en particular.

Sin embargo y como subrayan los investigadores, los datos deben tomarse con precaución, ya que son incompletos: en el estudio solo se incluyeron centros especializados, no hospitales generalistas. En Nature la hepatóloga pediátrica de la Universidad de Birmingham (Reino Unido) Deidre Kelly, coautora de este estudio, afirma que el número de casos que ella ha visto este año ha sido anormalmente alto; este estudio europeo no incluye datos de Reino Unido. Y lo cierto es que en aquel país sí se ha observado un aumento de casos respecto a años anteriores.

Conclusiones parecidas, aunque distinto método, tiene el estudio estadounidense, publicado en Morbidity and Mortality Weekly Report, la revista del CDC de EEUU. En este caso los investigadores han reunido los datos sobre hepatitis aguda, inflamación hepática o trasplantes de hígado en niños en las consultas de Urgencias y hospitalizaciones, comparando el periodo de octubre de 2021 a marzo de 2022 con un intervalo desde 2017 anterior a la pandemia, para evitar posibles sesgos durante los peores tiempos de la COVID-19. Además, también han recolectado los datos sobre positividad a adenovirus.

La conclusión: «Los datos actuales no sugieren un incremento en hepatitis pediátricas o adenovirus de tipos 40/41 por encima de los niveles de base pre-pandemia de COVID-19». Pero como en el estudio europeo, los autores advierten de que son datos preliminares e incompletos, y que por lo tanto aún no puede llegarse a una conclusión definitiva.

En resumen, todavía no hay respuestas firmes. Pero lo que sin duda ahora sí hay es una duda que antes no existía, cuando se daba por hecho que estábamos ante una nueva y misteriosa pequeña epidemia.

Por mi parte, ya lancé aquí mi apuesta: durante la pandemia muchas personas, ante un miedo perfectamente comprensible, han tratando de encerrarse en una burbuja inmunitaria minimizando todo tipo de contacto con el entorno; muchos padres han actuado así con sus hijos, con el propósito de protegerlos al máximo (aunque en muchos casos cayendo en el error de tratar de sustituir así a la vacunación, que es la mejor protección, según toda la ciencia disponible). Pero un sistema inmune sano necesita un contacto sano con los antígenos del entorno. Y una carencia de este contacto puede dar lugar a reacciones inmunitarias erróneas o descontroladas, especialmente en los niños, cuyo sistema inmune está en proceso de maduración y necesita esos estímulos para madurar.

Curiosamente, el estudio europeo de Eurosurveillance aporta una pista en esta dirección: recuerda que en 1923, después de la gran pandemia de gripe de 1918, se registraron numerosos casos de hepatitis grave con síntomas abdominales que sugerían un virus gastrointestinal. «Se consideró entonces que estaba relacionado con la susceptibilidad a virus a los que la gente no había estado expuesta durante la contención social», escriben los autores, añadiendo que en este caso podríamos estar ante «una interacción entre el sistema inmune inmaduro o inexperto y el hígado», en el contexto de alguna posible infección viral.

Por último, en Nature la hepatóloga Deidre Kelly apunta la posibilidad de que, con independencia de cuáles sean las causas primarias, quizá estos casos de hepatitis infantil estén delatando la existencia de ciertos factores de riesgo en algunos niños que antes no se conocían. Y que tal vez este brote, si lo es, pueda ayudar a identificarlos, lo que serviría para prevenir futuros casos. Por el momento, todas las hipótesis siguen abiertas.

Timos sobre dos grandes plagas del verano, el mosquito y la mosca negra

Si hace unos días hablábamos aquí de los mitos más populares sobre los mosquitos y las moscas negras, las dos plagas más molestas de nuestros veranos, hoy toca intercambiar las consonantes para hablar de los timos. En las tiendas físicas y online hay una nutrida oferta de productos destinados a repeler los insectos y protegernos de las picaduras. Y podríamos pensar que el hecho de que todos estos productos se comercialicen dentro de la legalidad es garantía de que funcionan; si se venden en Mercadona, ¿cómo van a ser un timo?

Pero sean cuales sean los requisitos que se exige a los fabricantes de los productos cuya función no se observa a simple vista —es decir, no es un martillo— para su aprobación, entre ellos no está el aportar pruebas de que hacen lo que dicen que hacen. No habría espacio aquí para otra cosa si tuviéramos que enumerar todos los casos en que esto no es así. Por mencionar solo uno, basta acordarnos de la Power Balance, aquella pulserita con la que muchos se hicieron de oro, y que incluso lució en su muñeca toda una ministra de Sanidad, hasta que por fin se creyó y entendió lo que decían los científicos: que aquel trozo de goma ayudaba tanto a mejorar el rendimiento físico como las pulseritas de la amistad. O incluso menos, ya que las pulseritas de la amistad pueden llegar a ser muy motivadoras según quién nos las regale.

En el caso de la Power Balance, como se recordará también, hubo muchas personas que dieron fe de que a ellas les funcionaba. Tampoco es este el momento para extendernos en explicaciones sobre el efecto placebo, el sesgo de confirmación o el cherry-picking de datos. Simplemente, y por si a alguien le interesa, van aquí algunas notas sobre qué productos o métodos hacen o no lo que se dice que hacen de una forma avalada por la ciencia.

Una aclaración antes de empezar: lo que sigue se refiere exclusivamente a los mosquitos. Por desgracia, el de la mosca negra es todavía casi un mundo por descubrir al que se le ha prestado poca atención.

Citronela: funciona como repelente en loción, pero no en velas ni en pulseras

Las velas de citronela son uno de los grandes best sellers contra los mosquitos en verano. Qué mejor: las velas hacen bonito, huelen bien… Todo perfecto, salvo que no sirven para repeler los mosquitos. No más que cualquier otra vela normal.

Vela de citronela. Imagen de Roger Ward / Flickr / CC.

La citronela de por sí tiene también todas las papeletas para atraer la atención de muchas personas, porque responde a ese equivocado mantra de los tiempos: ¡es natural! El aceite de citronela se extrae de plantas tropicales del género Cymbopogon, y se ha utilizado tradicionalmente en perfumería y para otros usos. Y, en efecto, es un repelente de insectos, aunque de menor duración que el DEET, el más eficaz conocido (y sintético).

En una comparación directa entre ambos, el aceite de citronela protege en un 98% en el momento de su aplicación, pero a las 2 horas ha descendido al 58%, mientras que el DEET mantiene más de un 90% de protección durante al menos 6 horas. El tiempo de protección completa, definido como lo que tarda el primer mosquito en atacar un brazo tratado con el repelente, fue de 10,5 minutos para la citronela y de al menos 6 horas para el DEET. Lo de «al menos 6 horas» significa que los investigadores detuvieron el experimento a las 6 horas, por lo que no llegaron a comprobar durante cuánto tiempo más el DEET podía seguir protegiendo por completo.

El motivo de que la protección por citronela dure tan poco tiempo es que es muy volátil, y se evapora de la piel. Según una revisión de los repelentes de insectos de extractos vegetales, las nuevas formulaciones buscan prolongar la protección. «Sin embargo, por el momento no se debería recomendar el uso de repelentes basados en citronela a los viajeros a zonas endémicas de enfermedades [transmitidas por insectos]», escribían los autores.

Todo lo anterior se refiere al uso de la citronela en repelentes líquidos para aplicar sobre la piel. La misma revisión repasaba los estudios previos sobre las velas de citronela: «Los estudios de campo contra poblaciones mezcladas de mosquitos muestran reducciones en las picaduras de en torno al 50%, sin ofrecer una protección significativa contra las picaduras de mosquito». En concreto, la reducción en las picaduras con velas de citronela fue similar a la de las velas normales, lo que los científicos atribuyen a que el humo tiene un cierto efecto ahuyentador. Es decir, que cualquier efecto que pueda observarse con las velas de citronela no se debe a que son de citronela, sino a que son velas. «Las velas de citronela no tienen ningún efecto», concluía otro estudio de 2017 que comparó diversos métodos.

En cuanto a las pulseras, un estudio encontró cierto efecto protector para las impregnadas con DEET, una reducción de las picaduras en torno al 30%, pero solo en el propio brazo que llevaba la pulsera, no en todo el cuerpo. «Los sujetos en este estudio fueron picados con frecuencia en las zonas expuestas de la cabeza y el cuello, lo que sugiere que el efecto repelente se limita a las áreas próximas a la pulsera tratada, del mismo modo que la aplicación tópica de DEET en un área expuesta de la piel generalmente no protege las áreas sin tratar», escribían los investigadores. Puede imaginarse que las pulseras con citronela seguramente protejan la parte de la muñeca que está tapada por la pulsera, y quizá algo el resto del brazo. Pero para el resto del cuerpo, nada de nada.

Repelentes ultrasónicos: naaah…

No, los repelentes ultrasónicos no sirven para nada. Y sí, probablemente existan en Amazon reseñas de usuarios que afirmen lo contrario. Un ejemplo del porqué de esto podemos encontrarlo en Wayne Schmidt, un ingeniero y físico estadounidense retirado que, entre otras mil cosas, en su web habla de su lucha contra la plaga de hormigas en su casa. Colocó un repelente ultrasónico primero en el baño, luego en la cocina, y en favor de Wayne hay que decir que se tomó el experimento muy a pecho: contando hormigas durante varios días antes de colocar el aparato, luego lo mismo con el cacharro, y de nuevo otra vez después de quitarlo. Según los resultados, Wayne concluía que el repelente ultrasónico no eliminaba la presencia de hormigas, pero sí la reducía considerablemente. Entusiasmado, compró otros tres aparatos más.

Hasta que las hormigas llegaron a su dormitorio, y de nuevo colocó el repelente allí. Y, esta vez, nada de nada: el mismo número de hormigas con el cacharro que sin él. «No tengo explicación para esto», admitía Wayne. Pero su experiencia tiene un nombre clásico: amimefuncionismo. O sesgo de confirmación, variables de confusión, cherry-picking de datos… El caso es que, si Wayne no hubiese probado los repelentes en el dormitorio, habría defendido a capa y espada que funcionaban. Y quizá incluso escribió alguna reseña positiva del producto, aunque esto no lo aclara. Pero un aparato que funciona en la cocina, y no en el dormitorio, es un aparato que no funciona.

Frente al amimefuncionismo, tenemos la ciencia. La base de datos de Cochrane es la regla de oro de los metaestudios, o estudios que reúnen todos los estudios previos válidos sobre una cuestión. Allí los investigadores publican revisiones rigurosas que recopilan esos estudios previos, no siempre coincidentes en sus resultados, para extraer conclusiones estadísticamente válidas que se consideran la mejor ciencia disponible sobre la materia. En 2007 un grupo de científicos reunió y analizó los estudios existentes, en este caso 10, sobre la eficacia de los repelentes ultrasónicos contra los mosquitos.

Y esta es la conclusión: «Todos los 10 estudios encontraron que no hubo diferencias en el número de mosquitos capturados de las partes del cuerpo expuestas de los participantes con o sin repelentes electrónicos de mosquitos». «Los repelentes electrónicos de mosquitos no tienen ningún efecto en la prevención de las picaduras de mosquito. Por lo tanto, no hay ninguna justificación para comercializarlos para prevenir infecciones de malaria». Hay incluso un par de estudios que encontraron que el mosquito tigre y el de la fiebre amarilla pican más con los repelentes ultrasónicos.

Y por supuesto, lo dicho para los repelentes ultrasónicos también se aplica a las apps para el móvil que circulan por ahí bajo proclamas de repeler y ahuyentar a los mosquitos; incluso hay emisoras de radio que se han apuntado a este negocio. Nuevos medios, pero los timos son los mismos que en la época de Pajares y Esteso. Según el estudio de 2017 citado arriba, los repelentes ultrasónicos de mosquitos son «el equivalente moderno del aceite de serpiente», una expresión que en inglés se usa para designar los remedios fraudulentos.

Colocar plantas en la ventana: pfffffff…

No, no hay ninguna planta que colocada en una ventana o en cualquier otro lugar vaya a impedir la entrada de insectos voladores chupadores de sangre ni a protegernos de sus picaduras. Como suele decirse, no funciona así. Según lo visto con la citronela, ciertas plantas tienen compuestos químicos repelentes de insectos, y dichos extractos (o en algunos casos incluso hojas machacadas, como en el caso de la albahaca) aplicados sobre la piel pueden otorgar cierta protección. Pero pensar que una planta colocada en un poyete va a protegernos o a ahuyentar a los mosquitos es como creer que un antibiótico nos va a curar solo por llevarlo en el bolsillo. De hecho, el estudio mencionado más arriba sobre las pulseras de DEET también probó el uso de plantas supuestamente repelentes. El resultado: «Los voluntarios rodeados por plantas repelentes de mosquitos de hecho tuvieron más ataques de mosquitos que los controles».

Por último, no quisiera terminar sin advertir de esto: dado que para un consumidor medio no es posible saber si un producto de este tipo en los estantes del súper hace lo que sus fabricantes dicen que hace, lo que nunca debe hacerse es utilizarlos de forma distinta a sus indicaciones, ni tampoco caer en la tentación de fabricar nuestros propios remedios. Por ejemplo, el aceite esencial de albahaca (aceites esenciales son los que se extraen de las plantas por destilación) contiene metil eugenol (para los quimiófobos, 1,2-dimetoxi-4-(prop-2-eno-1-il)benceno), un compuesto clasificado en el grupo 2B de la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer, el organismo encargado de catalogar los factores de riesgo de cáncer. Los pertenecientes al grupo 2B son «posiblemente carcinogénicos».

O sea, que el aceite esencial de albahaca contiene un compuesto, encontrado también en otros aceites esenciales de plantas, sospechoso de provocar cáncer. Según una revisión de 2017 sobre la composición de los aceites esenciales de distintas variedades de albahaca, «todas las variedades estudiadas, excepto la Lettuce Leaf, son ricas en metil eugenol, con una fuerte dependencia de la proporción de eugenol a metil eugenol en los cambios estacionales (sobre todo la radiación solar, pero también la temperatura y la humedad relativa)». Es por esto que la Unión Europea regula los productos que llevan más de 0,01% de metil eugenol.

Lo que esto no quiere decir es que la albahaca sea peligrosa. Lo que sí quiere decir es que el aceite esencial de la albahaca, como cualquier otra sustancia, debe usarse como se dice que debe usarse y para lo que se dice que debe usarse. Sea natural o no; el ácido clorhídrico también es natural, como lo son los más potentes venenos conocidos. Y lo que también quiere decir es que, aunque pueden encontrarse por ahí webs que le animan a uno mismo a hacerse sus propios preparados, de verdad, es mejor dejar los experimentos para quien sabe lo que está haciendo.

Todo esto es lo que dice la ciencia. O sea, lo que concluyen los experimentos de quienes realmente han puesto a prueba estos productos. Como concluía el estudio de 2017 citado arriba, «se hace evidente que no todos los repelentes y/o dispositivos repelentes reducen realmente la atracción por los mosquitos, y que en muchos casos las proclamas de los vendedores de estos productos son exageradas o simplemente falsas». Ahora habría que preguntar a quien corresponda: ¿por qué se permite que estos productos se vendan?

MPXV, la viruela del mono que no es del mono, y contra la que habríamos podido estar ya protegidos

Siempre he pensado que llegará el día en que apreciemos esa leve areola en el hombro que tenemos los nacidos antes de 1980. Y ese día no es hoy; me refiero a un posible día futuro, en el que pudiera haber una amenaza mucho mayor que la actual. Y contra la cual pudiera protegernos aquella vacuna contra la viruela que recibimos.

Vivimos tiempos extraños. No porque el rechazo y el odio al conocimiento sean algo nuevo; son tan viejos como la humanidad. Pero resultan más insólitos hoy, cuando el conocimiento está fácilmente al alcance de cualquiera que desee acercarse a él, algo que nunca ha ocurrido en tiempos en que había que comprarlo con dinero y posición. Y sin embargo, expertos en lo que se ha dado en llamar el movimiento anti-Ilustración han observado que, cuanto más fuertes son la ciencia y el conocimiento, más lo son también la anti-ciencia y la apología de la ignorancia. Hace unos días surgió en Twitter una imagen de una pintada contra los libros en una biblioteca de Cataluña. Con independencia de que fuese legítima o impostada, que no me importa, lo innegable es que sí hubo algún perfil de Twitter, bot o no, pero declaradamente de extrema derecha, que escribió «basta ya de ciencia».

Aunque estas corrientes siempre son minoritarias, el mayor problema no es que esa minoría sea cuantiosa, sino que logra contagiar sus proclamas a una parte más importante del resto de la sociedad. Tengo un amigo, profesor de colegio de matemáticas pero sin formación en ciencia, que rechaza los cultivos transgénicos. No de forma militante, sino simplemente como quien se deja llevar por la ola. Nunca se ha interesado ni molestado en buscar información veraz sobre este tema. Simplemente se guía por lo que se dice por ahí. Y la voz de la anti-ciencia es más potente que la de la ciencia, porque para entender la primera realmente no hay que entender nada.

Los transgénicos son un ejemplo de algo motivado por estas corrientes que sí ocurre ahora por primera vez en la historia, y es que la humanidad o buena parte de ella está renunciando a grandes avances de la ciencia y la tecnología que ya están disponibles, cuando los odiadores del conocimiento han conseguido sembrar dudas y recelos entre la población general. Un segundo ejemplo son, obviamente, las vacunas, como hemos visto durante la pandemia de COVID-19.

No pretendo sugerir que el cese de la administración de la vacuna contra la viruela estuviese motivado por el sentimiento antivacunas. Simplemente, se consideró que la enfermedad estaba erradicada y que ya no era necesaria. Pero esto último es discutible. De hecho, aún existe virus de la viruela en dos laboratorios —en EEUU y… Rusia—, y el último brote conocido se originó en un laboratorio.

Pero más allá de estos casos esporádicos, pensar que una vacuna ya no es necesaria es bastante atrevido, como ahora la realidad ha demostrado. Si el conocimiento humano ha logrado crear una protección eficaz contra varias posibles enfermedades, algunas de las cuales tal vez aún ni siquiera existan, ¿por qué renunciar a ella? En 2013 un estudio reveló que 146 de entre 363 procedimientos médicos analizados siguen aplicándose a pesar de haberse demostrado que son inútiles o incluso perjudiciales (la mayoría de los médicos no son científicos, como ya hemos explicado aquí). El mismo autor, Vinay Prasad, del Instituto Nacional del Cáncer de EEUU, publicó un nuevo estudio en 2019 ampliando su búsqueda para elevar a 396 el total de procedimientos médicos inservibles o dañinos, pero utilizados habitualmente. Y, en cambio, ¿por qué se suspendió la vacunación contra la viruela, que sí funciona, que tantas vidas salvó y podría seguir salvándolas en un futuro potencial?

Imagen del Monkeypox Virus, MPXV. Dominio público.

Debo aclarar que voy a referirme al virus de la mal llamada viruela del mono como MPXV, MonkeyPoX Virus, que es su nombre oficial. Los propios virólogos reconocen que muchas veces los nombres que se da al objeto de su trabajo no son muy afortunados, porque ellos saben de qué están hablando, pero no la población no viróloga. El virus de Marburgo no es de Marburgo, el virus de Lloviu no es de Lloviu. En inglés la varicela (que en realidad es un herpesvirus) se llama Chickenpox, pero nadie imagina que sea la viruela del pollo. La mal llamada «viruela del mono» se llama Monkeypox, pero esto no significa «viruela del mono»; «viruela del mono» sería, en todo caso, Monkey Smallpox. De hecho, en algunas publicaciones científicas lo llaman Human Monkeypox para aclarar que no es un virus del mono. Se le añade el «Human» para especificar que es un virus patógeno para los humanos. Pero su reservorio está sobre todo en los roedores, y son estos animales los que lo transmiten a los humanos. Su descubrimiento en monos fue una mera carambola.

Esto no tendría mayor importancia para el público en general si no fuese porque muchos, en la misma línea ideológica en la que coincide el grueso de los movimientos anti-ciencia, han aprovechado la referencia al mono para hinchar la vena xenófoba y racista, suya y de sus correligionarios. Por otra parte, los chistes con El planeta de los simios no deberían tener mayor importancia, aunque es curioso cómo se ha repetido la forma de pensar del siglo XVIII, cuando la vacuna de Jenner contra la viruela motivó caricaturas en los periódicos en las que aparecían personas medio transformadas en vacas. Sí, será cierto que quienes ahora han publicado esos chistes sobre los simios probablemente lo han hecho como simple broma. Exactamente igual que lo hicieron los caricaturistas de Jenner con las vacas.

Más concretamente, conviene aclarar, respecto al MPXV, que no es un virus nuevo; existe desde hace miles de años, y hace 600 años surgió el subtipo de África occidental que ahora nos ocupa. Se descubrió en monos en 1958, por primera vez en humanos en 1970, y ha causado pequeños brotes recurrentes ocasionales. El mayor de ellos antes de ahora, en 2003 en EEUU, con más de 70 casos. Como otros virus de su misma familia (ortopoxvirus), incluida la viruela, el MPXV suele figurar en las listas de posibles armas biológicas.

Y sí, hay vacunas: las de la viruela. Aunque no hayan sido desarrolladas contra el MPXV, se estima que ofrecen una protección cruzada del 85%, más que suficiente. Aunque sería genial disponer de vacunas específicas contra el MPXV, démonos con un canto en los dientes por el hecho de que en 2022 aún existan vacunas contra la viruela. Y recordemos que también contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 nos hemos protegido con una vacuna que se desarrolló contra otra bastante diferente. Una de las vacunas contra la viruela llamada Jynneos (Imvamune o Imvanex), que es la versión de una vacuna clásica fabricada por la biotecnológica danesa Bavarian Nordic A/S, está aprobada contra la viruela por la Agencia Europea del Medicamento desde 2013. En EEUU está aprobada también contra el MPXV desde 2019; o sea, es oficialmente una vacuna contra el Monkeypox.

Esta nueva irrupción (como he dicho, ha habido otras) del MPXV puede haber sorprendido a la gente, pero no a los científicos. Como siempre, llevan tiempo advirtiendo de ello, pero nadie les ha escuchado. Por citar solo algunos ejemplos muy recientes:

El pasado febrero, una colaboración internacional de investigadores describía un aumento de los casos de MPXV en las últimas décadas, y apuntaba: «Esta observación puede estar relacionada con el cese de la vacuna contra la viruela, que ofrecía protección cruzada contra el MPXV, lo que ha llevado a un aumento de la transmisión entre humanos. La aparición de brotes fuera de África subraya la relevancia global de esta enfermedad».

El pasado enero las médicas estadounidenses Marlyn Moore y Farah Zahra escribían: «La vacunación de la viruela la conseguido inmunidad coincidente con el MPXV; sin embargo, la erradicación de la viruela y la posterior ausencia de esfuerzos de vacunación han abierto el camino para que el MPXV gane relevancia clínica. Aún más, debido a que la mayoría de los casos de MPXV ocurren en la África rural, la falta de registro puede traducirse en una infravaloración de la amenaza potencial de este patógeno».

En agosto de 2021, a propósito de otro brote el año pasado en EEUU, otro grupo de investigadores de EEUU y Paquistán escribía: «El cese de la vacunación contra la viruela en tiempos recientes podría ser la causa de estos brotes y deberían tomarse diferentes medidas para prevenir la expansión de esta enfermedad […] Se ha hecho muy poco esfuerzo para desarrollar una vacuna específica para la eliminación de esta enfermedad. Aunque la vacuna contra la viruela es efectiva en un 85%, debería desarrollarse una vacuna similar contra el MPXV […] Como ciudadanos globales, no estamos exentos de brotes que surjan en cualquier rincón del mundo. Se recomienda que los dirigentes sanitarios, en coordinación con virólogos de salud pública, formulen un plan para erradicar esta enfermedad».

Realmente no sabemos hasta qué punto los vacunados contra la viruela estamos protegidos contra el MPXV, porque sencillamente no se conoce la duración de esta inmunidad (seguro que ya hay laboratorios diseñando experimentos de seropositividad y neutralización contra el MPXV entre los que nacimos antes del 80). Pero el MPXV, siendo actualidad ahora, no es el único que nos amenaza: también hay camelpox, cowpox, buffalopoxLos científicos han dejado claro que el cese de la vacunación contra la viruela ha significado renunciar a una protección; quizá a nivel individual, seguro a nivel grupal. Por suerte, es muy improbable que el MPXV pueda causar algo ni remotamente similar a lo que ya hemos vivido; un estudio reciente de modelización epidemiológica del MPXV indica que, a diferencia de la COVID-19, los brotes deberían contenerse fácilmente con el aislamiento de casos.

Así que, avisado estaba. Pero, como siempre, nadie hizo caso. El ser humano continuará tropezando en la misma piedra aunque se la pinten de amarillo fosforescente y pongan una señal diciendo «¡cuidado, no tropezar en esta piedra!».

Médicos antivacunas, más influidos por la ideología que por la ciencia

En 2004 el médico Richard Smith, entonces director del BMJ (antiguo British Medical Journal, una de las revistas médicas más importantes del mundo), publicó un artículo titulado «Los doctores no son científicos». Entre otras cosas, decía:

Algunos doctores son científicos —del mismo modo que algunos políticos son científicos—, pero la mayoría no lo son. Como estudiantes de medicina se les llenó de información sobre bioquímica, anatomía, fisiología y otras ciencias, pero la información no hace a un científico —de otro modo, podrías convertirte en científico viendo el Discovery Channel. Un científico es alguien que constantemente cuestiona, genera hipótesis falsables y recoge datos mediante experimentos bien diseñados —el tipo de gente que se cepilla los dientes solo en un lado de la boca para ver si cepillarse los dientes tiene algún beneficio. La mayoría de los doctores siguen patrones y reglas familiares, a menudo improvisando en torno a esas reglas. En sus métodos de trabajo se parecen más a los músicos de jazz que a los científicos.

Cuestionar si los doctores son científicos puede parecer ofensivo, pero la mayoría de los doctores saben que no son científicos. Una vez pregunté a una audiencia de quizá 150 docentes de medicina cuántos se veían como científicos. Unos cinco levantaron la mano.

La consecuencia inevitable es que la mayoría de los lectores de las revistas médicas no leen los artículos originales. Pueden mirar el abstract [resumen inicial], pero es raro el que lee un artículo de principio a fin, evaluándolo críticamente mientras lo hace. De hecho, la mayoría de los doctores son incapaces de evaluar críticamente un artículo. Nunca se les ha formado para hacer esto. En su lugar, deben aceptar el juicio del equipo editorial y de los revisores por pares, hasta que uno de esos raros escribe y apunta que un artículo es científicamente ridículo.

El artículo de Smith recibió respuestas, unas a favor de su visión, otras en contra. El alergólogo David Freed escribía: «Hay que tener agallas para que un editor médico desengañe a sus lectores de su más preciada suposición de que los doctores son científicos, pero es cierto que no lo son». Freed explicaba que los médicos tienen que ser convincentes en su apariencia de que siempre lo saben todo: «Resulta tan fácil para nosotros los doctores comenzar a creer que lo sabemos todo, y eso nos hace irracionalmente hostiles a nuevas ideas». En cambio, el científico vive en la incertidumbre. ¿A cuántos médicos oímos decir «no sé»? Sin embargo, esta es, o debería ser, la expresión de cabecera de todo científico.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Probablemente a muchos les sorprenderá todo esto, y habrá quienes no estén de acuerdo. En cambio para otros será algo ya sabido, especialmente en los laboratorios. Durante mi etapa de investigación predoctoral estuve un tiempo trabajando en la sección de Inmunología del Hospital de la Princesa, en Madrid. Incluso en un departamento de investigación de un hospital, los médicos eran minoría; la mayoría éramos biólogos, incluyendo al jefe de la sección, Paco Sánchez-Madrid, que luego fue miembro de mi tribunal de tesis. Al menos por entonces, en la carrera de medicina no se enseñaba ciencia, método científico, enfoque científico. No se enseñaba a investigar, ni se orientaba la carrera hacia esta posibilidad. Ojalá ahora sí, no lo sé. Lo cierto es que, incluso si más médicos quisieran dedicarse a hacer ciencia, tampoco las obligaciones de su trabajo lo facilitan, y ese es un potencial que todos estamos perdiendo. Porque, como escribían en 2019 en el New York Times tres médicos de la Fundación de Apoyo a los Médicos-Científicos de EEUU, «necesitamos más médicos que sean científicos».

Un amigo farmacéutico decía que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los abogados aprenden una tríada delito-ley-pena, los médicos aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento (este es el enfoque de exámenes como los de residencia). El autor de un estudio sobre la anti-ciencia que comenté aquí hace unos años explicaba que estas corrientes se basan precisamente en «pensar como abogados»: elegir solo aquellos argumentos seleccionados que apoyan su postura, como los estudios de casos frente a la más amplia evidencia de los ensayos clínicos aleatorizados.  Por ello y según Freed, «las disputas médicas se vuelven enconadas porque siempre en el fondo está el pensamiento de que el otro tipo está dañando a los pacientes». En cambio, un científico debe reunir toda la información relevante y sopesarla para llegar a una conclusión. Debe desafiar su propia creencia y aceptar lo que digan los datos, ya sea que avalen lo que él pensaba o lo contrario.

Si los médicos deberían o no ser científicos, es otro debate en el que cabría argumentar. Muchos profesionales dedican su trabajo a manejar desarrollos de la ciencia que no tienen por qué conocer en más detalle del que exige su tarea. Un excelente piloto de aviación no tiene por qué ser físico atmosférico ni ingeniero aeronáutico. Pero a ninguno se le ocurriría actuar en contra de las reglas que han establecido quienes sí son físicos atmosféricos o ingenieros aeronáuticos, y sí conocen profundamente toda la ciencia por la que se guían las reglas para elevar un avión y mantenerlo en el aire.

Del mismo modo, no existe ningún científico, médico o no, relevante en el campo, reputado y con credibilidad, que sostenga posturas negacionistas de las vacunas de COVID-19, porque los científicos han podido entender y analizar los datos de cientos de estudios publicados para llegar por sí mismos a la conclusión de que las vacunas son seguras y eficaces. Pero sí hay médicos antivacunas, como los hay que avalan pseudoterapias.

Los médicos antivacunas, siendo minoría, son una cuantiosa minoría: según un estudio en EEUU publicado ahora, dirigido por la Universidad de Texas A&M, un 10% de los médicos de atención primaria encuestados en aquel país no cree que las vacunas sean seguras, casi el mismo porcentaje no cree que sean efectivas, y algo más de un 8% no cree que sean importantes.

Además de revelar la extensión de esta corriente anticientífica, el estudio ha indagado en la tipología del perfil de estos médicos antivacunas, y ha encontrado que «algunos de los factores que influyen en la confianza en las vacunas en el público en general afectan de manera similar a la confianza en las vacunas entre los médicos», escriben los autores. Uno de estos factores principales, señalan, es la ideología política conservadora. Es bien sabido que en EEUU el movimiento antivacunas está alineado con la sintonía política del expresidente Donald Trump.

En aquel país ciertos médicos conocidos por sus apariciones en los medios han extendido desinformación y bulos sobre las vacunas. Algunas de las posturas antivacunas más beligerantes proceden incluso de organizaciones médicas, como la American Association of Physicians and Surgeons (AAPS), una asociación de ideología conservadora —del tipo de entidades gremiales y políticas que, también aquí, a menudo los medios no especializados etiquetan erróneamente como «sociedades científicas»— conocida por su desinformación médica, como el negacionismo del VIH-sida o la difusión de bulos como la relación entre el aborto y el cáncer de mama o entre el autismo y las vacunas. En cuanto a España, también aquí los datos indican que entre las corrientes antivacunas predominan las ideologías de derechas.

«Una proporción preocupante de médicos de atención primaria carece de altos niveles de confianza en las vacunas», concluye el estudio. Los autores comentan que tanto los medios de comunicación como los políticos están confiando en los médicos como la fuente primordial para impulsar la vacunación; y que, sin embargo, «estas observaciones sugieren que no siempre será posible confiar en los médicos para alentar a la vacunación de COVID-19, mucho menos para otras enfermedades evitables mediante vacunas», añadiendo que esto es especialmente acusado en las zonas rurales de lo que llamamos la América profunda, donde más coinciden la renuencia a las vacunas y la ideología conservadora.

En resumen, el estudio constata que la postura de los médicos antivacunas (al menos en EEUU) no nace de criterios científicos, sino ideológicos, y que se defiende no solo a pesar, sino en contra de la ciencia. Si ya se sabía que este es el retrato de los movimientos antivacunas en general, es mucho más grave en el caso de los médicos, ya que se les toma erróneamente como referentes de la ciencia por el mero hecho de ser médicos.

¿Cuántos médicos antivacunas existen en España? Que yo sepa, no tenemos datos. Pero sabemos que existen, los hemos oído. Incluso los hemos visto repartiendo panfletos a la entrada de los colegios, instando a los padres a no vacunar a sus hijos. Su voz es poderosa, porque no importa que sea minoritaria; la presunción de que todo médico es un científico, junto con esa falsa seguridad que transmiten, tienen una inmensa influencia sobre los pacientes. No sabemos cuánta enfermedad y muerte podrían haberse evitado si los pilotos de la salud se hubieran limitado a seguir lo que dice la ciencia que aplican. Porque, a diferencia de los aviones, en este caso es mucho más difícil evaluar las consecuencias trágicas de una decisión errónea; con la COVID-19, acaba muriendo gente que ni siquiera iba en ese avión.

«Las próximas décadas no solo serán más cálidas, sino también más enfermas»

En la primera década de este siglo algunas organizaciones médicas, veterinarias y de conservación medioambiental comenzaron a promover una idea a la que se llamó One Health, y a la que pronto se sumaron organismos internacionales como Naciones Unidas, autoridades sanitarias como los centros para el control de enfermedades de EEUU o Europa, y numerosos investigadores e instituciones científicas. One Health no es una plataforma ni una entidad de ninguna clase, sino un enfoque: la visión de que hoy ya no es posible (si es que alguna vez lo fue) considerar por separado la salud humana, la de los animales y la del medio ambiente, ya que las tres están íntimamente conectadas, y lo que afecta a una se transmite a las demás.

One Health no es una pamplina teórica abstrusa para organizar conferencias y llenar informes de palabrería. Es un problema muy real, y la prueba la estamos sufriendo ahora: el SARS-CoV-2 surgió en el pool de coronavirus que infecta a los murciélagos y se transmitió a los humanos a través de una especie intermedia aún no determinada. El salto quizá se produjo en una granja, en un mercado de animales vivos (esta parece hoy la hipótesis más favorecida) o en un laboratorio (poco probable con las evidencias actuales). La falta de higiene y de controles sanitarios en las explotaciones y mercados de muchos países, junto con el tráfico ilegal de especies, facilitan las zoonosis, o transmisión de patógenos de animales a humanos.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

En cuanto al tercer factor de la ecuación, los ecosistemas son el campo de juego en el que se encuentran animales y humanos. La alteración de la naturaleza crea situaciones nuevas en las que estas interacciones se modifican, creando nuevas oportunidades de transmisión zoonótica que antes no existían o eran muy improbables.

Por ejemplo, la presión de la urbanización desplaza a muchos animales silvestres a los entornos urbanos, donde rebuscan en la basura, entran en contacto con las aguas residuales y reciben alimento de los humanos; se cree que estas situaciones pueden haber causado la gran expansión que ha alcanzado la COVID-19 entre los ciervos en EEUU, un problema preocupante (en Europa aún no se ha detectado esto). Por otro lado, la deforestación también obliga a muchos animales a moverse, ocupando regiones que antes no habitaban y donde pueden encontrarse especies que antes estaban separadas, facilitando nuevos intercambios de virus y posibles recombinaciones entre ellos. Además, la extinción de especies (aunque sea solo en entornos locales) provocada por estas agresiones facilita la proliferación de otras más resistentes y portadoras de patógenos, como las ratas o los murciélagos.

En agosto de 2020, en pleno auge de la pandemia, Nature publicaba un estudio, uno entre muchos otros, que alertaba de cómo la destrucción de los ecosistemas aumenta el riesgo de zoonosis. Los autores analizaban 6.801 ecosistemas y 376 especies de todo el mundo, mostrando cómo los entornos sometidos a la acción humana, como las ciudades y las zonas agrícolas y ganaderas, albergaban entre un 18 y un 72% más especies portadoras de patógenos humanos —sobre todo roedores, murciélagos y aves— y una población de dichas especies entre un 21 y un 144% mayor que los ecosistemas salvajes intactos. En un reportaje que acompañaba al estudio, la codirectora de este, la ecóloga del University College London Kate Jones, decía: «Llevamos décadas avisando de esto. Nadie nos prestó atención».

La atención llegó de la manera que nunca hubiéramos deseado, haciendo realidad los avisos de Jones y otros cientos de científicos con una pandemia que ha matado a millones. Ya no podemos reparar el desastre que ha dejado la COVID-19, pero quizá aún estemos a tiempo de evitar otras futuras pandemias, si el enfoque One Health se toma en serio por parte de quienes tienen que aportar fondos y apoyo a las investigaciones multidisciplinares que se necesitan para que el próximo virus zoonótico no nos pille desprevenidos.

Pero incluso con todo el apoyo posible, hay una amenaza contra la cual nada de esto sería suficiente, porque es mucho más grande que todas las demás, la madre de todas las amenazas: el cambio climático.

¿Puede el cambio climático aumentar el riesgo de zoonosis y llevarnos a futuras pandemias, más frecuentes y habituales de lo que nunca hemos conocido?

Como ocurre con la advertencia de Jones, también los científicos llevan décadas avisando de esto. Y tampoco se les ha prestado atención. Popularmente el cambio climático se asocia a los efectos directos, como el deshielo, la subida del nivel del mar, la ruptura de los patrones climáticos globales, fenómenos meteorológicos extremos, sequías, inundaciones… Pero no están tanto en la mente del público, aunque sí en la de los científicos, las derivadas, los efectos secundarios.

Y uno de ellos es el riesgo de que en los próximos 50 años, como consecuencia del cambio climático, aumenten en unos 15.000 los casos de saltos de virus entre especies de mamíferos. No todos estos virus serán peligrosos para nosotros, e incluso con los que sí lo son, esto no significa que vayamos a tener 15.000 zoonosis, ni mucho menos 15.000 pandemias. Pero el dato parece lo suficientemente alarmante como para tomarlo en serio.

Esta es la conclusión de un nuevo estudio de modelización ecológica dirigido por la Universidad de Georgetown (Washington DC) y publicado en Nature. Los autores han creado una simulación matemática de las redes geográficas de 3.139 mamíferos y los virus que albergan, y la han sometido a un escenario probable de cambio climático y transformaciones del uso de las tierras hasta 2070, ejecutando la simulación durante cinco años.

Lo que ocurre entonces, según el modelo, es que los animales emigran ante estas presiones medioambientales, concentrándose en cotas más elevadas (más frías), en focos de biodiversidad y en áreas muy pobladas de África y Asia, como el Sahel, India o Indonesia. El resultado es que las opciones de transmisión de virus entre especies susceptibles aumentan en miles de casos, ya que se reúnen en los mismos hábitats distintas especies que antes estaban separadas.

Los autores recuerdan que conocemos unos 10.000 virus capaces de infectar a los humanos, pero que la inmensa mayoría de ellos circulan de forma silenciosa en los mamíferos salvajes. Los murciélagos —que suman el 20% de todos los mamíferos— son uno de los mayores peligros, porque no solo albergan infinidad de virus, sino que además vencen fácilmente las barreras geográficas. Pero conviene subrayar aquí que no hay que convertir a los murciélagos en los malos de esta película; si hay que buscar algún malo, ya imaginan cuál es la especie candidata. Los murciélagos son enormemente beneficiosos para los ecosistemas, y no suponen ningún riesgo si se les deja vivir en los ecosistemas que ocupan. Si los destruimos, buscarán otros.

Para empeorar las noticias, los datos de los autores indican que este alarmante aumento de la transmisión viral entre especies ya puede estar ocurriendo, y que para prevenir el escenario definido por el modelo no bastará con mantener el calentamiento global por debajo de los 2 °C, según los objetivos del acuerdo de París de 2015.

En un reportaje que acompaña al estudio, Jones valora esta investigación como «un primer paso crítico en la comprensión del futuro riesgo del cambio climático y del cambio en los usos de la tierra de cara a la próxima pandemia». Aunque ya han sido muchos los estudios que han abordado el impacto de la crisis climática en el riesgo a la salud global, este es el primer modelo que relaciona directamente el cambio climático con los saltos de virus entre especies.

Naturalmente, todo estudio de este tipo tiene sus incertidumbres; la verdad absoluta sobre lo que va a ocurrir en el futuro solo la tienen los horóscopos, los videntes y los exégetas del Libro del Apocalipsis, no los pobres científicos con sus modelos matemáticos. En el reportaje de Nature el ecólogo Ignacio Morales-Castilla, de la Universidad de Alcalá de Henares, advierte de que las predicciones modelizadas a veces tienen que establecer condiciones hipotéticas; por ejemplo, cómo se dispersarán las especies o si se adaptarán a las nuevas condiciones ambientales o serán capaces de cruzar barreras geográficas. Pese a todo, Morales elogia el estudio como «técnicamente impecable».

Y, por supuesto, mucho menos predecible es el impacto que estas transmisiones virales entre especies tendrán en el riesgo de zoonosis; cuántos de esos virus saltarines serán peligrosos para los humanos, qué posibilidades habrá de que acaben llegando a nosotros, o mucho menos cómo esos virus podrán recombinar para producir nuevas variantes más nocivas. Pero en todo caso, el mensaje está claro, y es innegable. Según el codirector del estudio Gregory Albery, «este trabajo nos aporta más evidencias incontrovertibles de que las próximas décadas no solo serán más cálidas, sino también más enfermas». Y, por desgracia, su visión es pesimista: «Está ocurriendo y no es prevenible, ni siquiera en los mejores escenarios de cambio climático».

Estas son las peculiaridades de los antivacunas españoles

Ayer me ocupé aquí del que posiblemente sea uno de los mejores estudios publicados hasta ahora sobre el perfil de las personas antivacunas. Mientras que habitualmente este tipo de investigaciones suelen reunir una muestra de población aleatoria (y por lo tanto desconocida), someterla a una pequeña encuesta y acompañarla con la recogida de algunos datos sociodemográficos, el estudio de Dunedin se ha basado en un grupo de 1.000 personas cuyos perfiles se han seguido y trazado minuciosamente durante 50 años, de modo que los investigadores solo tenían que preguntar por sus actitudes frente a las vacunas para determinar a qué rasgos y perfiles ya previamente establecidos se asocian las posturas antivacunas.

Los resultados, como ya avisé y se ha demostrado después, pueden resultar incómodos, difíciles de digerir y hasta inaceptables, incluso para personas que no defienden tales posturas. Pero la ciencia dice lo que hay, no lo que queremos que nos diga. El estudio pone sobre la mesa una realidad que no puede seguir ocultándose bajo la alfombra: es una llamada de atención para quienes —que aún los hay, incluso en programas de TV de gran audiencia— pretenden asignar a la antivacunación el valor de una opinión digna de debate al mismo nivel y con igual validez que la provacunación, como si se tratara de votar a la derecha o a la izquierda o de preferir vino blanco o tinto.

Pese a ello, todo estudio tiene sus limitaciones. Es más, lo normal en todos ellos, y también en el de Dunedin, es que en la discusión del estudio (el último epígrafe) los propios autores citen cuáles son las principales limitaciones del mismo. Y, en este caso, la cuarta y última limitación mencionada por los autores es que «las políticas de salud requieren una base de evidencias de más de un estudio en un país».

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

El estudio de Dunedin se ha hecho solo en una ciudad concreta de Nueva Zelanda, y es evidente que existen factores culturales, políticos y sociales muy variables entre unas y otras regiones del mundo y que también influyen poderosamente en las posturas de la población frente a las vacunas. Como lo demuestra, por ejemplo, que en distintos países haya tasas de vacunación a veces astronómicamente diferentes.

Otro nuevo estudio, dirigido por la Universidad Técnica de Múnich y publicado ahora en Science Advances, aporta pistas valiosas sobre ese aspecto que se escapa a la investigación de Dunedin. En este caso se trata de un estudio de planteamiento más convencional, una encuesta a una muestra de población aleatoria llevada a cabo entre abril y julio de 2021 a un total de 10.122 personas contrarias a las vacunas en ocho países europeos, entre ellos España.

Aunque este estudio no puede detallar una resolución de rasgos y perfiles como el de Dunedin, tiene la ventaja fundamental de que permite comparar datos entre distintos países para encontrar diferencias. Otra fortaleza del estudio es la metodología de análisis: los investigadores, de varias instituciones europeas, han aplicado por primera vez un algoritmo de aprendizaje automático (machine learning, una forma de Inteligencia Artificial) para extraer conclusiones válidas para cada país a través de la heterogeneidad de la población y relacionarlas con barreras a la vacunación previamente descritas en otros estudios.

La primera conclusión interesante no es novedosa, pero sigue siendo muy destacable, y digna de aplauso: de los ocho países incluidos —Alemania, Bulgaria, Francia, Italia, Polonia, Suecia, Reino Unido y España—, el nuestro es el menos antivacunas de todos, y en algunos casos la diferencia con otros es abismal: en Bulgaria los antivacunas alcanzan el 62% de la población, mientras que en España son solo el 6,4%, la cifra más baja de los ocho países. Curiosamente, en casi todos los países hay más mujeres antivacunas que hombres, y solo en España, Suecia y Polonia no ocurre esto.

El estudio intenta desentrañar cuáles son los factores que en unos y otros países se asocian más al rechazo a las vacunas. Y hay datos interesantes respecto a España: es el país donde el miedo a los efectos secundarios de la vacuna pesa menos, solo al 22% de los encuestados, mientras que en Alemania es un 46%. Y a cambio, España es también el país donde pesa más la falta de confianza en las élites públicas, autoridades y compañías farmacéuticas: un 12%, frente a por ejemplo un 3% en Polonia. Es decir, en España pesan relativamente más que en otros países los factores ideológicos frente a los médicos.

Los autores han relacionado estas observaciones con datos poblacionales recogidos en estudios anteriores sobre el nivel de confianza de los ciudadanos en sus gobiernos y sobre el nivel de cultura sobre salud en la población. En estos dos parámetros, España está en el grupo de cola: es de los países donde en la población general, no solo entre los antivacunas, hay menos confianza en el gobierno (junto con Bulgaria y Francia), y también donde el nivel de conocimientos sobre salud es más bajo (junto con Bulgaria, Francia e Italia), todo ello según datos del Eurobarómetro y de otros estudios previos. «Las tasas de vacunación generalmente tienden a ser menores entre las subpoblaciones con nivel educativo más bajo», escriben los autores.

Así, se diría que en España el rechazo a las vacunas está especialmente asociado a política y desconocimiento: desconfianza en el gobierno y baja cultura sobre salud. Y en esta situación, los autores han encontrado otro resultado llamativo. Querían analizar hasta qué punto los mensajes informativos podían hacer cambiar de opinión a los antivacunas, ya sean mensajes sobre los beneficios médicos de la vacunación, sobre la vuelta a la normalidad o sobre las ventajas que aporta estar vacunado en aquellos países donde se han implantado certificados (los autores lo intentaron también con un mensaje de altruismo hacia la comunidad, pero lo retiraron al ver que no tenía el menor efecto).

A este respecto, en Alemania, donde la postura antivacunas nace más del miedo a los efectos secundarios, los mensajes informativos consiguen disminuir el rechazo. En otros países no se observa un efecto notable. Pero en España e Italia ocurre lo contrario: los mensajes informativos solo consiguen aumentar aún más la resistencia a las vacunas. Según los autores, «la efectividad de los tres mensajes se ve bloqueada por los bajos niveles de conocimiento sobre salud en la población». «Los efectos de este tratamiento son pequeños o incluso negativos en escenarios marcados por una alta creencia en teorías conspirativas y baja cultura sobre salud» (en cuanto a creencia en conspiranoias, España está en el grupo medio).

Otro aspecto interesante que los investigadores han estudiado es la diferencia de posturas frente a las distintas vacunas de COVID-19 en cada país. En general, la vacuna mejor aceptada es la de Pfizer/BioNTech, seguida de la de Moderna/NIAID, después la de Janssen (Johnson & Johnson), y por último la de Oxford/AstraZeneca, la menos querida de todas. Esta es la tendencia general que se cumple también en España, pero en otros países se nota la influencia del nacionalismo vacunal: la vacuna de Pfizer, de origen alemán, es más aceptada en Alemania que en otros países, mientras que en Reino Unido la de AstraZeneca, de origen británico, está mucho mejor valorada que en ningún otro país.

Como conclusión general del estudio, escriben los autores, «la heterogeneidad de la renuencia a las vacunas y las respuestas a diferentes mensajes sugieren que las autoridades sanitarias deberían evitar las campañas de vacunación de talla única para todos», aplicando en su lugar «una lente de medicina personalizada» para que las campañas y las estrategias de vacunación se ajusten a las peculiaridades de cada país, considerando «sus preocupaciones específicas y barreras psicológicas, así como el estatus de educación y empleo».

En este sentido, el estudio se alinea con otros como el de Dunedin que insisten en que no se trata simplemente de informar o divulgar, que las raíces de la postura antivacunas son más profundas. Como advertía el estudio de Dunedin, las barreras de educación deben solventarse mediante educación, en los niños con vistas al futuro. Pero respecto a los motivos políticos, hay un lógico y notable vacío de soluciones.

Traumas y trastornos están asociados a la postura antivacunas, según un estudio

¿Cómo puede haber quienes, ante una pandemia que mata a millones y cuando se obtienen vacunas demostradamente seguras y eficaces, se nieguen a recibirlas? O, por ejemplo, ¿cómo puede haber quienes nieguen las seis misiones tripuladas a la Luna, cuando pocos hechos históricos han sido tan extensamente documentados y más de medio millón de personas que participaron en ello pueden dar fe de que ocurrió? ¿Cómo puede haber quienes nieguen la nieve de Filomena, el volcán de La Palma o la calima sahariana? ¿¿Cómo puede haber quienes crean que la Tierra es plana??

La mentalidad conspiranoica o negacionista es difícil de comprender. Escapa a la razón y al sentido común. Por ello desde mucho antes de la pandemia, y sobre todo desde que internet y las redes sociales se convirtieron en altavoces y puertos de enganche para estas corrientes, psicólogos y otros científicos sociales y naturales se han afanado en intentar entender cómo funciona la mente de estas personas, y si pueden encontrarse patrones identificables, explicaciones, motivaciones. A través de estudios psicológicos, cuestionarios o incluso técnicas de neuroimagen se han aportado infinidad de pistas, pero las conclusiones no siempre parecen coincidentes.

Ahora, un nuevo estudio de investigadores de EEUU, Nueva Zelanda y Reino Unido, dirigido por las universidades de Duke (EEUU) y Otago (NZ), revela datos interesantes sobre el perfil de las personas antivacunas. Estas conclusiones molestarán a quienes sostienen dichas posturas, pero denotan una realidad que a veces se trata de camuflar porque es políticamente incorrecto decir que no todas las ideas son igualmente válidas, respetables, aceptables ni sensatas.

Pintada antivacunas en Dorset, Reino Unido. Imagen de Ethan Doyle White / Wikipedia.

La fuente que han utilizado los investigadores es especialmente valiosa porque existen pocas comparables en el mundo: el llamado estudio de Dunedin (la capital de Otago en Nueva Zelanda, llamada la Edimburgo del sur) cumple ahora 50 años. A lo largo de este medio siglo ha seguido a sus 1.037 participantes nacidos en 1972-73, recogiendo toneladas de información sobre múltiples aspectos de su vida, incluyendo su trayectoria vital, sus experiencias personales, sus enfermedades, estudios, capacidades y motivaciones, valores, estilos de vida… En estos 50 años el estudio ha producido más de 1.300 publicaciones e informes sobre la salud y el desarrollo de las personas, que han servido en la planificación de políticas sanitarias y sociales en Nueva Zelanda y otros países.

Para la nueva investigación, publicada en PNAS Nexus, los científicos del estudio de Dunedin encuestaron a los participantes sobre su postura frente a las vacunas de la COVID-19 entre abril y julio de 2021, justo antes del despliegue de la vacunación en Nueva Zelanda. El 90% de los participantes respondieron, de los cuales hubo un 13% —repartidos por igual entre hombres y mujeres— que se mostraron contrarios a las vacunas. Al cruzar los datos con los ya reunidos a lo largo de los 50 años de seguimiento, la conclusión principal, resumen tres de los autores en The Conversation, es que «las visiones antivacunas nacen de experiencias en la infancia».

«Cuando comparamos la historia vital temprana de quienes eran resistentes a las vacunas con aquellos que no lo eran, encontramos que muchos adultos resistentes a las vacunas tenían historias de experiencias adversas en la infancia, incluyendo abusos, malos tratos, privaciones o desatención, o un progenitor alcohólico», escriben. «Estas experiencias habrían convertido su infancia en impredecible y contribuido a un legado vital de desconfianza en las autoridades».

Pero si esta afirmación resulta dura, es solo el comienzo del retrato demoledor que los datos del estudio revelan sobre el perfil de las personas antivacunas: vulnerables a emociones negativas y extremas de miedo y furia, propensas a colapsar bajo situaciones de estrés, inclinadas a sentirse amenazadas, afectadas por problemas mentales que amparan apatía e incapacidad para tomar decisiones correctas, susceptibles a teorías de la conspiración, con dificultades cognitivas y lectoras, baja comprensión verbal y baja velocidad de procesamiento de información (incluyendo la información sobre salud), poco conocimiento sobre salud, cociente intelectual más bajo, menores estudios y nivel socioeconómico inferior.

En lo que podría llamarse un lado más positivo, estas personas son inconformistas y valoran la libertad personal y su autoconfianza por encima de las normas sociales, lo cual no es necesariamente malo, si no fuera acompañado por todo lo demás.

Dejo aquí algunos de los gráficos extraídos de los datos que los investigadores publican en su estudio y que comparan a las poblaciones de las personas dispuestas a vacunarse (Vaccine Wiling, verde) con las indecisas (Vaccine Hesitant, amarillo) y las antivacunas (Vaccine Resistant, rojo). Todo ello teniendo en cuenta, primero, que correlación nunca significa causalidad, y segundo, que como muestran los datos se trata de comparaciones estadísticas, lo cual no implica que todas las personas antivacunas respondan a estos perfiles; pero también teniendo en cuenta que los datos son estadísticamente significativos, y que esta investigación ha podido explorar los perfiles de los participantes con un nivel de resolución que supera en mucho el de la gran mayoría de los estudios publicados.

Nivel educativo y socioeconómico. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Experiencias adversas en la infancia (ACE). Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Historiales de salud mental. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Cociente intelectual en la infancia y capacidad lectora a los 18 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Comprensión verbal y velocidad de procesamiento de información a los 45 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Conocimientos de salud a los 45 años y sensación de control de agentes externos sobre la propia salud a los 13-15 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Pero a pesar de que este retrato de los antivacunas pueda resultar devastador, los investigadores extraen una conclusión muy productiva (que otros estudios pasan por alto): «Las intenciones respecto a la vacunación no son malentendidos aislados y a corto plazo que puedan solventarse fácilmente proporcionando más información a los adultos durante una crisis de salud pública, sino que son parte del estilo psicológico de una persona a lo largo de toda una vida de malinterpretar información durante situaciones estresantes de incertidumbre». Los autores apuntan que este patrón de creencias y comportamientos se forja en la infancia, antes de la edad de la enseñanza secundaria.

Lo cual les lleva a condensar dos mensajes valiosos. Primero, la conveniencia de adaptar la gestión de estas posturas a las necesidades de cada colectivo o persona: «No desdeñar o despreciar a las personas resistentes a las vacunas, sino intentar comprender con más profundidad ‘de dónde vienen’ y tratar de abordar sus preocupaciones sin juzgarlas».

Segundo, poner el acento en la infancia y en la educación para reducir estas posturas de cara al futuro: «Una estrategia a largo plazo que implique educación sobre pandemias y el valor de la vacunación en proteger a la comunidad. Esto debe comenzar cuando los niños son pequeños, y por supuesto debe enseñarse de una forma adecuada a cada edad». Una ciudadanía más preparada, concluyen los autores, será una herramienta vital contra futuras pandemias.

Por qué nunca debe lavarse el pollo antes de cocinarlo, y sí las manos después de tocarlo

A propósito de mi anterior artículo sobre la mal llamada hipótesis de la higiene, en el que citaba las palabras del microbiólogo Graham Rook sobre la necesidad de lavarse las manos después de tocar pollo crudo, pero no tanto si alguien ha estado manipulando tierra de jardín, he recibido alguna reacción de sorpresa: ¿qué tiene de malo el pollo crudo? Y ¿qué no tiene de tan malo comer con las manos cubiertas de mugre de la tierra?

Con respecto a lo segundo, es evidente que comer con las manos mugrientas no es lo más decoroso ni socialmente presentable, pero Rook no hablaba de decoro ni de citas de Tinder, sino simplemente de riesgo microbiológico. En su contexto, Rook no tenía la menor pretensión de inmiscuirse en las costumbres lavatorias de cada cual —además, aquel reportaje era muy anterior a la pandemia—, sino establecer una comparación sobre el nivel de peligrosidad de una contaminación y otra que, parece, muchas personas ven de forma equivocada. Por supuesto que no es lo mismo un entorno controlado como un jardín privado que un parque público; probablemente muchos conocemos el caso de algún niño que ha contraído lombrices intestinales —el oxiuro o Enterobius vermicularis, un gusanito pequeño que no suele ser peligroso y que es fácilmente tratable, pero también muy molesto— y que probablemente lo ha hecho en el arenero de un parque.

Pero respecto al pollo, sí, conviene aclarar que esta y otras aves comportan un riesgo mayor que otros tipos de carne. El pollo es la primera fuente de intoxicaciones alimentarias en las que se puede determinar la causa. En EEUU, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) estima que cada año un millón de personas enferman por comer pollo contaminado.

Una pechuga de pollo cruda. Imagen de pixabay.

Y ¿por qué el pollo? Las intoxicaciones bacterianas por comer pollo contaminado tienen tres principales culpables: Salmonella, un bicho que puede encontrarse en otros alimentos; cepas tóxicas de Escherichia coli, que también; y, sobre todo, Campylobacter, una bacteria muy típica (aunque no exclusiva; también estos son los riesgos principales para los negacionistas de la pasteurización o la esterilización de la leche) de las intoxicaciones por pollo, debido a que este microbio suele vivir en el tubo digestivo de estos animales sin causarles ningún problema de salud, pero sí a los humanos. También en el pollo puede encontrarse Clostridium perfringens, la bacteria causante de la gangrena.

En Europa, según el informe de 2020 de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), desde 2005 la campylobacteriosis es la zoonosis más común, sumando más del 60% de todos los casos. En 2020 se confirmaron más de 120.000 casos, con más de 8.000 hospitalizaciones y 45 muertes (cifras mucho más bajas que las de años anteriores, debido al Brexit y a los confinamientos y cierres por la pandemia). Sin embargo, esta entidad calcula que el número real de casos está cerca de los nueve millones. España es el país de la UE en el que se producen más casos de viajeros dentro de la Unión, casi la cuarta parte del total. En 2020 se notificaron en España cerca de 7.000 casos, aunque la EFSA señala que el nuestro es uno de los cuatro estados miembros donde el sistema de vigilancia no cubre a toda la población.

En cuanto a la contaminación de la carne de pollo, en 2020 el sistema de vigilancia europeo ha encontrado Campylobacter en el 32% de las muestras totales analizadas en la UE, con un 18% por encima del límite máximo. España está peor que la media: en torno a un 45% de muestras positivas, y entre un 11 y un 29% por encima del límite.

De lo cual podemos concluir: cerca de la mitad del pollo que compramos está contaminado por Campylobacter. Así que, sí, el pollo crudo es una fuente peligrosa de contaminación bacteriana.

Por supuesto y aparte de los sistemas de vigilancia, la clave es cocinar el pollo a conciencia. Las altas temperaturas eliminan por completo estas bacterias y lo convierten en un alimento cien por cien seguro. Pero dado que esto se supone ya de sobra conocido, en cambio no lo es tanto algo en lo que autoridades y científicos llevan tiempo insistiendo, aún sin mucho éxito: nunca debe lavarse el pollo crudo antes de cocinarlo, nunca debe ponerse en contacto con otros alimentos ya cocinados o que vayan a consumirse crudos (como ensaladas), y siempre hay que lavar las manos y las superficies como encimeras o tablas de cortar después de manipularlo (con agua y jabón, NUNCA con productos antibacterias).

La razón para no lavar el pollo es obvia: el agua puede esparcir las bacterias peligrosas por las superficies y utensilios de la cocina. Y sin embargo, muchas personas continúan lavando el pollo antes de cocinarlo: seis de cada diez, según un estudio reciente. Este estudio encontró que el 93% de las personas dejaban de lavar el pollo antes de cocinarlo cuando se les informaba de los riesgos que implica, como lo contado aquí.

Pero el estudio revela algo más, y es que la contaminación puede esparcirse también incluso sin lavar el pollo, simplemente a través de las manos. Los autores inocularon en las piezas una bacteria inofensiva y trazable, una cepa de E. Coli, y luego comprobaron la presencia de este microbio en el fregadero y en una ensalada que los participantes habían preparado junto a él. El resultado fue que apareció contaminación con esta E. coli testigo en más de la cuarta parte de los casos para quienes lavaban el pollo, pero también en un porcentaje solo algo inferior cuando no se lavaba, lo que los autores atribuyen a contaminación con las manos. Como conclusión, insisten en el lavado de manos y superficies para prevenir enfermedades alimentarias.

La razón para no utilizar productos antibacterias no es tan obvia, pero es importante difundirla: el agua y el jabón eliminan todos los microbios de forma eficaz. Los productos antibacterias solo eliminan aquellos microbios que son sensibles a dichos productos, lo cual deja los resistentes, que pueden entonces proliferar más fácilmente en ausencia de otros competidores. Los niveles de microorganismos resistentes a antimicrobianos están aumentando peligrosamente en todo el mundo, y también en los animales de granja cuyos productos comemos. Un estudio de 2021 en EEUU encontró resistencia a antimicrobianos en nueve de cada diez muestras de Campylobacter aisladas de pollos, y el 43% eran resistentes a tres o más antibióticos. El 24% eran resistentes a fluoroquinolonas, antibióticos de último recurso contra Campylobacter cuando todo lo demás falla.