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¿Más allá de una duda razonable? No para el glifosato

La ciencia y el derecho son disciplinas de galaxias tan lejanas que un encuentro entre ambas podría parecer improbable. Y sin embargo, esto ocurre a diario incontables veces en los tribunales, siempre que un juez solicita un peritaje de contenido científico. Es más, estos testimonios a menudo son determinantes en el desenlace del proceso.

Lo cual es problemático: como ya expliqué aquí, un informe del Consejo de Asesores en Ciencia y Tecnología del presidente de EEUU denunciaba a propósito de la ciencia forense que “los testigos expertos a menudo sobreestiman el valor probatorio de sus pruebas, yendo mucho más allá de lo que la ciencia relevante puede justificar”.

O sea, que muchas sentencias se basan en una presunta certeza científica que en realidad no existe. Y como también conté aquí, no todos los expertos están de acuerdo, por ejemplo, en que un trastorno mental deba actuar como atenuante o eximente. Más aún cuando no todo en psicología tiene el carácter científico que se le supone.

El resultado de todo esto es que puede incurrirse en una contradicción de consecuencias fatales para un acusado: un ignorante en derecho como es un servidor está acostumbrado a oír aquello de que solo debe emitirse una sentencia condenatoria cuando se prueba la culpabilidad más allá de una duda razonable. Si esto es cierto, y no solo un cliché de las películas de abogados, hay multitud de casos con intervención de peritajes científicos en los que esto no se cumple.

Tenemos ahora de actualidad otro flagrante ejemplo de ello. Esta semana hemos conocido que la empresa Monsanto, propiedad de Bayer, ha sido condenada a resarcir con más de 2.000 millones de dólares a una pareja de ancianos de California, quienes alegaron que los linfomas no Hodgkin que ambos padecen fueron causados por el uso del herbicida glifosato, que Monsanto comercializa bajo la marca Roundup y que, vencida ya la patente, es el más utilizado en todo el mundo. El caso no ha sido el primero. De hecho, Monsanto y Bayer se enfrentan a más de 9.000 demandas en EEUU. Y muchas más que llegarán, si una demanda a Monsanto es la gallina de los huevos de oro.

Roundup de Monsanto. Imagen de Mike Mozart / Flickr / CC.

Roundup de Monsanto. Imagen de Mike Mozart / Flickr / CC.

Por supuesto que a la sentencia se le ha hecho la ola. Si sumamos el típico aplauso popular a quienes atracan el furgón del dinero, al odio que ciertos sectores profesan hacia la industria farmacéutica en general, y al especial aborrecimiento que concita Monsanto, esta condena es como la tormenta perfecta del populismo justiciero, el movimiento anti-Ilustración y el ecologismo acientífico.

Pero más allá de esto, y de la simpatía que toda persona de bien siente hacia una pareja de ancianos enfermos de cáncer, si se supone que nuestro sistema occidental se basa en un estado de derecho, se supone también que es inevitable preguntarse si se ha hecho justicia.

Y la respuesta es no.

Porque ni se ha demostrado ni es posible demostrar si el glifosato causó el cáncer de los ancianos, o si (mucho más probable, estadísticamente hablando) el causante fue algún otro factor de su exposición ambiental, simples mutaciones espontáneas y/o factores genéticos.

A todo lo más que puede llegar la ciencia es a valorar el potencial cancerígeno del glifosato en general. No voy a entrar en detalles sobre lo que ya habrán leído o han podido leer en otros medios si el asunto les interesa: que tanto la Agencia de Protección Medioambiental de EEUU como la Agencia de Seguridad Alimentaria de la Unión Europea consideran hasta ahora que el glifosato no es carcinógeno en su uso recomendado, y que en cambio en 2015 la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer (IARC) dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo incluyó en el grupo 2A, “probablemente carcinógeno para humanos”, a pesar de que los propios autores del estudio reconocieron que si bien había datos en modelos animales, en humanos eran escasos.

Debido a ello, el dictamen fue criticado por muchos científicos bajo la acusación de haber maximizado algunos datos y haber minimizado otros, como un gran estudio que ha seguido a más de 90.000 granjeros en EEUU desde 1993 y que no ha encontrado relación alguna entre el glifosato y el linfoma.

Pero es esencial explicar qué significa esta clasificación de la IARC para situar las cosas en su contexto. Existen cuatro grupos, desde el 1, los que son seguros carcinógenos, como el tabaco, el sol, las bebidas alcohólicas, las cabinas de bronceado, la contaminación ambiental, la píldora anticonceptiva, la carne procesada, ciertos compuestos utilizados en la Medicina Tradicional China, el hollín, el serrín, la exposición profesional de zapateros, soldadores, carpinteros y así hasta un total de 120 agentes.

A continuación le siguen el 2A, el del glifosato, con 82 agentes, y el 2B, los «posiblemente carcinógenos», con 311 agentes. Por último se encuentra el grupo 3, que reúne a todos los demás, aquellos sobre los que aún no se sabe lo suficiente (500 agentes). Solía haber un grupo 4, los no cancerígenos, que solo incluía una única sustancia, la caprolactama. Pero recientemente este compuesto se movió a la categoría 3 y la 4 se eliminó, con buen criterio, dado que es imposible demostrar que una sustancia no causa cáncer.

Con esta primera aproximación, y viendo los agentes del grupo 1, ya se puede tener una idea de cuál es el argumento, sin más comentarios, salvo quizá aquella sabia cita de Paracelso: “todo es veneno, nada es veneno; depende de la dosis”. El grupo 2A, en el que se incluyó el glifosato en 2015, reúne agentes como los esteroides anabolizantes, el humo de las hogueras o de las freidoras, la carne roja, las bebidas calientes, los insecticidas, el asfalto, el trabajo nocturno en general o la exposición ocupacional de peluqueros, fabricantes de vidrio o peones camineros.

En el caso de los ancianos de California, y aunque sea imposible demostrar que su cáncer tenga relación alguna con el glifosato o que no la tenga, al parecer el jurado dictaminó a favor de los demandantes porque los envases de glifosato no contenían ninguna advertencia sobre su posible carcinogenicidad, como sustancia clasificada en el grupo 2A de la IARC.

Ahora la pregunta es: ¿tendrán derecho a demandar los consumidores de bebidas alcohólicas, de carnes rojas y procesadas, de anticonceptivos orales, bebidas calientes, insecticidas o Medicina Tradicional China, quienes tienen chimenea en su casa, los clientes de las cabinas de bronceado, los trabajadores de freidurías y churreros, carpinteros, peones, trabajadores nocturnos, peluqueros, soldadores, vidrieros o zapateros, porque en todos los productos correspondientes o en sus contratos de trabajo no se advertía de este riesgo claramente catalogado por la IARC? (Y esto por no llevarlo al extremo del esperpento con las personas expuestas a la contaminación ambiental y al sol, porque en estos dos últimos casos sería difícil encontrar a alguien a quien demandar).

En resumen, la carcinogenicidad de una sustancia o de un agente no es un sí o no, blanco o negro; al final debe existir una decisión humana que requiere apoyarse en mucha ciencia sólida, y no simplemente en la “voz del experto”. Especialmente porque la de un jurado popular ni siquiera lo es. Y por mucha simpatía que despierten los ancianos, arriesgar los empleos de cientos o miles de trabajadores de una empresa, y el sustento de cientos o miles de familias, debería requerir al menos algo de ciencia sólida.

Lo más lamentable de todo esto es que los dos ancianos probablemente ni siquiera van a poder disfrutar demasiado de lo que han conseguido. Sería de esperar, si es que queda algo de justicia, que al menos los abogados los hayan pagado sus herederos.

Nota al pie: como ya lo veo venir, rescato aquí la norma que viene siendo habitual desde hace años en las revistas científicas, por la cual es obligatorio declarar la existencia o no de conflictos de intereses, y que no estaría mal que se aplicara también como norma al periodismo. El que suscribe nunca ha trabajado para, ni ha recibido jamás remuneración o prebenda alguna de, la industria farmacéutica. Miento: creo recordar que en una ocasión me regalaron una pelota de Nivea en una farmacia. Y también trabajé un par de años en una startup biotecnológica española, una experiencia de la que salí escaldado. Pero esa es otra historia.

Madres nevera, videojuegos violentos… La psicología no siempre es ciencia

Ayer les hablaba del psicoanálisis de Freud como ejemplo de lo que parece ciencia, pero no lo es. Y les decía que en el campo de la psicología abundan especialmente los casos en que pasa por ciencia algo que no lo es. Déjenme que prosiga con otros ejemplos.

Desde aquel 1896 en que Freud comenzó a hablar del psicoanálisis, saltemos ahora a 1943. Aquel fue el año en que el psiquiatra austro-estadounidense Leo Kanner describió por primera vez el síndrome del autismo infantil. Estudiando diversos casos, Kanner definió las que desde entonces han perdurado como las principales líneas generales en las que hoy se basan los diagnósticos del autismo.

Durante sus investigaciones, Kanner observó que a menudo los padres de los niños con autismo, y especialmente las madres, mostraban una llamativa frialdad en el trato hacia sus hijos. Dado que en muchos casos los niños con autismo muestran carencias en su capacidad de relación y comunicación, el psiquiatra especuló con la posibilidad de que fuera la falta de afecto y calidez la que sumía a los niños en aquella especie de mundo interior cerrado.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Así fue como llegó a acuñarse el término «madres nevera», y la hipótesis de Kanner fue aceptada por muchos, sin más, porque sonaba bien y explicaba algo hasta entonces inexplicable. Y qué mejor que explicarlo culpando a las propias madres. Y por cierto, entre quienes se lanzaron entusiasmados de cabeza a la hipótesis de Kanner estaban muchos psicoanalistas: ¡trauma de la infancia, allá vamos!

Sería injusto cargar las tintas culpabilizando a Kanner de aquella especulación, que se cayó por el peso de infinidad de datos en contra. Sí se le puede culpar de no haber pensado lo suficiente al revés: ¿no sería que el trastorno de los niños creaba una barrera que muchas madres no sabían cómo superar?

Pero además de que Kanner fue pionero en el estudio del autismo y hoy se le considera el padre de la psiquiatría infantil, en años posteriores se mató a decir que nunca fue su intención atribuir el autismo a esta causa. «Desde la primera publicación hasta la última, hablé de esta condición en términos inequívocos como innata. Pero por haber descrito algunos rasgos de los padres como personas, a menudo se me ha citado mal como si yo hubiera dicho que era culpa de los padres», dijo en 1969.

Lo cual tal vez era demasiado indulgente consigo mismo; la visión más comúnmente transmitida hoy es que Kanner no comenzó desde el principio culpando a las madres, pero que después se sumó a la idea cuando vio que tanto los profesionales como el público la aplaudían. Y lo cierto es que sus escritos parecen reflejar más una cierta ambigüedad, siempre en la cuerda floja, que una evolución consistente de sus ideas en una dirección determinada.

En realidad, Kanner nunca propuso una teoría de las «madres nevera». Pero sus seguidores, que han perdurado hasta hoy, tampoco han propuesto una teoría de las «madres nevera» (me remito a lo que expliqué ayer sobre qué es una teoría científica). Lo de las «madres nevera» fue solo una ocurrencia, no una teoría. Repito, hoy refutada por infinidad de datos y ampliamente desacreditada.

Pero no acabamos aquí. Ahora, saltemos de nuevo hasta el presente. Hace unos días, un telediario hablaba sobre la violencia relacionada con los videojuegos. Allí intervenía un famoso psicólogo español, famoso de salir en la tele, pero de gran prestigio profesional y que ha desempeñado algún importante cargo público. Me ahorro el nombre porque no importa, ya que esto no pretende ser un ataque ad hominem. Lo que importa es la declaración de este psicólogo a propósito del tema en cuestión. Cito de memoria, pero era más o menos así: «Los jóvenes juegan a videojuegos violentos, y luego, claro, trasladan esa violencia a la vida real».

Punto. Firmado, sellado y rubricado. En Madrid, a tantos de mayo de 2019.

Pero ¿es verdad?

No, no lo es. O al menos, no es ciencia.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

La influencia de la violencia en los videojuegos o en otros medios audiovisuales sobre la violencia en la vida real es una cuestión enormemente debatida por psicólogos, psiquiatras y neurólogos, y sobre la que se han hecho infinidad de estudios. Por pura inclinación personal, aquí he contado varios de los que se han publicado sobre el (hasta ahora nunca demostrado) presunto vínculo entre la música violenta y la violencia real.

Pero centrándonos en los videojuegos, ¿quieren saber cuál es el balance final de todos estos estudios? Se lo resumo en dos titulares publicados en sendos medios científicos populares, los dos en distintos momentos de 2018:

«Sí, los videojuegos violentos disparan la agresividad» (Scientific American)

«No hay pruebas que apoyen un vínculo entre los videojuegos violentos y la conducta» (ScienceDaily)

Entonces, ¿cuál es la verdad? En el fondo, el único titular cien por cien fiel al estado actual del conocimiento científico es este:

«¿Los videojuegos violentos hacen más violentos a los niños?» (Psychology Today)

Sí, eso es: un titular en forma de pregunta, ese gran satán del periodismo. Porque la realidad es que la respuesta, si es que existe una respuesta, aún no se conoce. Por cada estudio que encuentra una relación entre videojuegos y violencia, hay otro que no la encuentra (o que sí la encuentra, pero que es justamente la contraria a la esperada), diga lo que diga el famoso psicólogo, que en ese momento no está contando lo que se sabe, sino lo que él cree.

Como vengo explicando estos días, es la ciencia versus la voz del experto. Por suerte, la ciencia no es una sabiduría arcana para la cual debamos fiarnos ciegamente de las visiones del hombre-medicina. Cualquiera con el suficiente conocimiento sobre qué es la ciencia y cómo funciona puede buscar las fuentes y acceder a ese conocimiento por sí mismo.

Por supuesto, todo lo anterior no menoscaba las inmensas aportaciones de la psicología científica, sobre todo la experimental. Pero en estos tiempos en que no hay magacín, ya sea digital, en papel, en radio o en televisión, que no incluya entre sus colaboradores habituales a un psicólogo y un nutricionista, hace falta más que nunca rescatar una vieja fórmula, hoy tan injustamente olvidada e infrautilizada: «yo creo que…».

Por qué el psicoanálisis no es ciencia (ni es una teoría)

Hace unos días, mi vecina de blog Madre Reciente tuiteaba un comentario aparecido al pie de un post en el que reflexionaba sobre su manera de encarar la imposibilidad de conocer las causas del autismo de su hijo. El comentario en cuestión, que parecía sospechosamente motivado por una ideología (que su autor es perfectamente libre de sostener, faltaría más), hacía referencia a una presunta frialdad de las madres hacia sus hijos como supuesta causa del autismo; el llamado síndrome de las «madres nevera».

Pero no, esto de hoy no va sobre el autismo ni sus causas. Si, como contaré mañana, no solo no existe tal síndrome, sino que ni siquiera ha existido jamás una teoría sobre la existencia de tal síndrome, es para ilustrar un propósito diferente.

Ayer expliqué que la ciencia ha derrocado la «voz del experto», pero que esta continúa muy presente en los medios públicos, suplantando en buena medida el papel que en tiempos precientíficos desempeñaban las personas mágicas, como los augures o los chamanes. El experto habla, sienta cátedra y sus palabras se toman como verdades absolutas, con independencia de que correspondan a datos científicos reales o a su opinión personal; experimentada, pero personal.

Es decir, y por dejarlo aún más claro: siempre que escuchen a un experto en radio o televisión pontificando rotundamente sobre su campo de especialización, no acepten sus palabras como dogma sin más. Pregúntense: ¿está contando lo que se sabe, o está contando lo que él cree? Y si se toman la molestia de llegar al fondo de ello, más de una vez se sorprenderán.

Quizá haya campos científicos en los que esto ocurra más que en otros. O al menos, en ciertos campos este fenómeno es hoy especialmente visible. Uno de ellos es la nutrición. A diario estamos invadidos por infinidad de proclamas sobre nutrición saludable, muchas de las cuales en realidad no se apoyan en datos científicos suficientemente contrastados. Por este motivo encontramos tan a menudo expertos en nutrición divididos en equipos: grasas sí, grasas no, y así sucesivamente. Ningún biólogo cuestiona la evolución de las especies, y ningún físico pone en duda la existencia del electrón; es la ciencia versus la «voz del experto».

Y otro de estos campos, del que sí vengo a hablar hoy, es la psicología. Para conducir esta explicación, creo que conviene remontarnos hacia atrás algo más de un siglo, a 1896. Aquel año, Sigmund Freud empleaba por primera vez en un artículo el término «psicoanálisis». Con él designaba un método de psicoterapia que llevaba una década desarrollando.

Sigmund Freud. Imagen de Tullio Saba / Flickr / Dominio público.

Sigmund Freud. Imagen de Tullio Saba / Flickr / Dominio público.

Mediante un diálogo libre con sus pacientes en el que estos relataban sus recuerdos y sueños, Freud creía poder acceder a las memorias reprimidas que explicaban la psicopatología del sujeto, normalmente de su infancia y de carácter sexual. Freud creía también que existían ciertos modelos comunes a muchos de sus pacientes, como el complejo de Edipo o la envidia del pene.

Freud creía todo esto. Pero nunca lo demostró. Porque, de hecho, no podía demostrarse.

Unas décadas más tarde, el filósofo de la ciencia Karl Popper investigó cuáles eran las teorías científicas más prometedoras y revolucionarias de su época, y entre ellas incluyó el psicoanálisis, que en un primer momento se le presentó como la llave maestra hacia el misterioso reino de la mente humana.

Pero cuando Popper comenzó a estudiar el psicoanálisis, pronto llegó a una conclusión: aquello no era ciencia. Los psicoanalistas, decía Popper, siempre encontraban explicaciones a posteriori, como los videntes que dicen «yo ya lo sabía» o quienes interpretan las supuestas profecías de Nostradamus a toro pasado. Pero como estos y aquellos, el psicoanálisis era incapaz de elaborar una predicción consistente y general a priori, una que fuera empíricamente testable y demostrable o refutable.

Así, Popper relegó el psicoanálisis al cajón de las pseudociencias junto con la astrología. Pero evidentemente, el psicoanálisis no murió. Hoy sigue muy extendido y vigente, lo cual no lo convierte en ciencia; nunca podrá serlo, a menos que reconozcamos como tal también la astrología.

Entonces, ¿de dónde sacó Freud su teoría? Observaciones, experiencia, intuición… En resumen, la voz del experto.

Pero es necesario hacer una aclaración esencial. Y es que si he escrito la palabra «teoría» en cursiva, es porque el psicoanálisis no lo es. En ciencia, este término significa algo muy diferente que en el lenguaje común. A pie de calle, hablamos de cualquier especulación sin fundamento como «teoría», por absurda que sea: tengo la teoría de que nos envenenan fumigando desde aviones. Pero en ciencia, una teoría es algo muy distinto. Así de bien (al contrario que nuestro diccionario de la RAE) lo explica la Academia Nacional de Ciencias de EEUU (NAS):

La definición científica formal de «teoría» es muy diferente del significado cotidiano de la palabra. Se refiere a una explicación completa de algún aspecto de la naturaleza que está apoyado por un vasto cuerpo de evidencias. Muchas teorías científicas están tan bien establecidas que probablemente ninguna nueva prueba podrá alterarlas sustancialmente. Por ejemplo, ninguna nueva prueba demostrará que la Tierra no gira en torno al Sol (teoría heliocéntrica) […] Una de las propiedades más útiles de las teorías científicas es que pueden utilizarse para hacer predicciones sobre eventos naturales o fenómenos que aún no se han observado.

En resumen, teorías son la relatividad, la evolución o el cambio climático. No son «solo teorías»; como también dice la NAS, «en ciencia, las teorías no se convierten en hechos a través de la acumulación de pruebas. Más bien, las teorías son el punto final de la ciencia. Son conocimientos que se derivan de extensa observación, experimentación y reflexión creativa».

Incluso en ciencia, a veces se olvida esta definición. Por ejemplo, no debería hablarse de la teoría de cuerdas, o de la de los universos paralelos, porque no lo son. Y tampoco lo es el psicoanálisis. Es una especulación, una ocurrencia, incluso un conjunto de hipótesis; pero no de hipótesis científicas, dado que no pueden testarse.

Pero el psicoanálisis no es ni mucho menos la única propuesta en el campo de la psicología que pasa por científica sin serlo. Mañana seguimos, y volveremos a aquello de las «madres nevera».

Y por cierto, si les interesa algo más de información sobre la polémica que rodea al psicoanálisis, precisamente hace unos días he publicado un reportaje que lo cuenta con más detalle. Y que les invito a leer, si les apetece.

La campaña #coNprueba: buena intención, mal enfoque

Las pseudoterapias matan.

En España y según un informe reciente, a entre 1.200 y 1.400 personas al año, una cifra similar a la de las víctimas mortales de accidentes de tráfico. Citando un artículo de hace unos años escrito por el ingeniero químico argentino Eduardo Nicolás Schulz, «la pseudociencia no es un crimen contra la ciencia sin víctimas». No es una cuestión de ideologías o creencias. Es una cuestión de salud pública.

Conviene repetirlo todas las veces que sea necesario, porque esta es además una epidemia silenciosa. En parte, porque tradicionalmente ha sido ignorada. En parte, porque para los responsables públicos es una piedra en el zapato. Y en parte, porque a quienes manejan los hilos de la opinión pública les suele pillar revisando los apuntes. En estos días, la eutanasia y el suicidio asistido han vuelto a saltar a titulares a raíz del caso de actualidad. Sobre esto no hay comentarista que no tenga opinión, en muchos casos marcada por apriorísticos ideológicos. Pero cuando se trata de pseudoterapias… Porque la homeopatía es una ciencia milenaria, ¿no? Y los alemanes y los franceses la utilizan mucho…

La puesta en marcha del plan del gobierno contra las pseudoterapias es una magnífica noticia, con independencia de cuál sea el partido político que lo impulse. Escribiría esto mismo si lo hubiera impulsado el bando contrario, solo que esto no ha ocurrido; por desgracia, el bando contrario ha fulminado sistemáticamente los ministerios de Ciencia y ha puesto al frente de los de Sanidad a filólogos y abogadas inmobiliarias.

Pero sí, este plan será una incómoda china en el zapato para el próximo gobierno, sea del color que sea, y aún deberemos verlo para creer que pueda llevarse a buen puerto. Y no solo por las enormes y poderosas resistencias que genera; esto era esperable, dado que amenaza a un gran negocio. Pero es que, además, las dificultades inherentes a la propia definición del plan y a su implantación serán un enorme escollo a superar. Entre otras muchas razones, quizá la menos importante, incluso quienes estamos a favor tampoco vamos a callarnos nuestras opiniones si pensamos que algo no se está haciendo como debería.

Esto es precisamente lo que quiero traer hoy, y se refiere a la campaña #coNprueba, el vehículo de comunicación puesto en marcha para divulgar y publicitar el plan contra las pseudoterapias y pseudociencias. Si uno bucea en la información disponible en la web publicada al efecto, encuentra contenidos interesantes. Pero parece probable que solo van a bucear en esta información los ya convencidos, a quienes no les hace falta. Aquellos a quienes se supone que debería ir dirigida la campaña, los pacientes de pseudoterapias o los ciudadanos indecisos, no van a bucear, sino que van a estar expuestos únicamente a lo más superficial, los carteles publicitarios y los anuncios en radio y televisión. Y respecto a estos, tengo dos críticas.

Primera crítica:

Pero ¿de verdad alguien ha pensado que mostrar a un tipo tratando de arreglar un móvil por (algo que claramente es una parodia del) reiki va a servir para algo?

El uso del humor no es de por sí algo reprobable. Vivimos en la sociedad del humor. Se puede ser influencer en YouTube o Twitter sin tener nada realmente valioso que aportar, pero solo si se es gracioso. El humor abre la mente para que entren los mensajes, incluso cuando no los hay.

En especial, es un recurso muy útil el uso de la ironía, como la parodia que realmente pretende el sentido contrario al expresado literalmente. Como ejemplo y preaviso de lo que hoy quiero decir, ayer publiqué aquí un texto que pretendía ser una sátira de las pseudoterapias. Pero, y esto es lo esencial, estaba cien por cien basado en la realidad; no había nada en él que no tenga un parangón real. Si alguien piensa que la ficticia suriaterapia es un disparate imposible, que lo piense dos veces. Ejemplos:

La pseudoterapia de las flores de Bach, de la que hablé aquí hace unas semanas, se basa en recoger el espíritu de las plantas que el sol de la mañana transmite al rocío. La homeopatía es solo agua; en el caso de las píldoras, agua seca, ya que se rocían con ella las pastillas de azúcar que luego se dejan secar.

Hay homeópatas que creen en la posibilidad de transmitir por correo electrónico las presuntas vibraciones curativas de sus aguas (nota al margen: uno de los defensores de esta idea es el excientífico Luc Montagnier, y aunque a los homeópatas les encanta esgrimir esta figura como fuente de autoridad, curiosamente no suelen promover esta práctica; ¿será porque este do-it-yourself arruinaría el negocio de vender viales y píldoras?). Hay quienes creen sinceramente que el agua recoge las buenas o malas vibraciones de la palabra que se escribe en la etiqueta del envase que la contiene, y que estas vibraciones del agua pueden curar.

Para delatar lo ridículo de las pseudociencias solo hay que mostrarlas tal cual; son en sí mismas ridículas, sin necesidad de añadir un extra de ridiculización mostrando a un tipo haciéndole reiki a un móvil. Este sarcasmo, que va más allá de la ironía, puede servir para provocar unas risas a los ya convencidos, a los defensores del pensamiento crítico y la medicina basada en ciencia. Nadie podrá negar que el efecto de autocomplacencia está bien conseguido.

Pero obviamente, este no es el objetivo. Y el único efecto que puede provocar en los pacientes de las pseudoterapias es llevarles a pensar que los están llamando imbéciles. E incluso, posiblemente el efecto que provoque en el ciudadano indeciso sea llevarle a empatizar con aquellos a quienes se está ridiculizando. En definitiva, el anuncio en cuestión va de cabeza a los ejemplos de libro del efecto bumerán, los casos en que un mensaje corre el riesgo de lograr justo el efecto contrario al que pretende.

Como corolario, me gustaría añadir algo más. Sí, el humor ayuda a que entre el mensaje, como el agua ayuda a tragar la pastilla. Pero el humor puede considerarse algo improcedente cuando se trata de ciertos mensajes o de ciertas causas. Jamás se utilizaría una campaña humorística contra la violencia de género o contra el abuso infantil. Hace ya décadas se decidió que la publicidad contra la siniestralidad en las carreteras debía mostrar las consecuencias de los accidentes con toda su crudeza, porque nadie cree que en este asunto quepa la menor frivolidad. ¿Y he dicho ya que las pseudoterapias matan?

Segunda crítica:

Pero ¿de verdad alguien ha pensado que mostrar una foto de astronomía y otra de una vidente bajo el mensaje «solo hay una forma de entender los astros» va a servir para algo?

De nuevo estamos ante el efecto bumerán, tal como lo expliqué recientemente a propósito de un estudio que había analizado la influencia de las series de televisión en las creencias conspiranoicas. Repito las palabras de los investigadores que ya cité entonces: «Las personas pueden percibir el mensaje persuasivo como un intento de restringir su libertad de pensamiento o expresión y por tanto reafirmarse en esta libertad rechazando la actitud defendida por el mensaje». Solo hay una forma de entender los astros. ¿Quién lo dice? ¿El gobierno? ¿El PSOE? ¿Pedro Duque? ¿La ciencia?

Toda persona tiene el libre derecho a creer que la posición de Júpiter en la semana del 8 de abril va a determinar el éxito de su entrevista de trabajo, el resultado de la cita con esa persona o el diagnóstico de su enfermedad. Por delirante que sea creer esto. Porque al reconocimiento de este carácter delirante no se llega por real decreto ni porque lo diga un cartel, sino por el conocimiento profundo de cómo funciona la realidad y cómo la ciencia, a diferencia de la magia, es capaz de explicar cómo funcionan las reglas de la realidad.

Una de las corrientes de investigación más interesantes de la ciencia actual es el estudio de cómo y por qué la mente humana cree en lo irracional, lo improbable o lo refutado, como las supersticiones, las pseudociencias o las conspiranoias. El estudio que acabo de mencionar es un ejemplo.

Un dato ya suficientemente contrastado y difundido, aunque a algunos no termine de entrarles en la cabeza, es que las personas que creen en la magia y lo esotérico no son en general menos inteligentes que el resto, ni han sido peor educadas. De hecho, muchos académicos coinciden en señalar que la actual prevalencia de estas supersticiones es heredera del revival del movimiento esotérico que cobró fuerza en Alemania y Austria entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, y que prendió en los ambientes cultos y bohemios de los cafés, entre las clases medias-altas. Esta tendencia pervivió abrazada e impulsada por el nazismo, que imprimió a lo esotérico, las filosofías orientales, la moda de lo natural, la pseudociencia y la anticiencia ese estatus de modernidad del que todavía hoy disfrutan en la percepción de muchos ciudadanos del siglo XXI (para quien quiera saber más, sugiero un par de reportajes que escribí sobre esto, aquí y aquí; y por cierto, los títulos no son míos: nunca utilizo la palabra magufos).

Entre la comunidad investigadora que se dedica a estas cosas, hay una conclusión en la que confluyen distintos enfoques, y es una que también he traído ya aquí en varias ocasiones: contra las pseudociencias es esencial explicar cómo se hace la ciencia, no solo sus resultados.

Para llegar a comprender por qué la ciencia ofrece respuestas donde otros presuntos sistemas de conocimiento no alcanzan, es indispensable comprender el porqué. Y a diferencia de esos otros sistemas, la ciencia no es una caja negra, sino una totalmente transparente. La percepción de esta transparencia y la comprensión de lo que esa transparencia permite observar son requisitos necesarios –aunque no suficientes– para fomentar el pensamiento crítico: no se trata de que el gobierno o la ciencia traten de imponer ninguna clase de pensamiento único. Es que, cuando se mira la realidad, lo que se ve es esto. Pero uno tiene que verlo por sí mismo. De nada sirve contar lo que se ve si no se logra convencer de que antes hay que abrir los ojos.

Bienvenidos a la suriaterapia, lo último en terapias naturales

Estoy pensando en fundar mi propia rama de la medicina. No veo por qué no, si me ampara el mismo motivo que a Samuel Hahnemann en 1796 (homeopatía), Andrew Taylor Still en 1874 (osteopatía), Edward Bach en 1930 (flores de Bach), William Fitzgerald y Edwin Bowers en 1913 (reflexología), Mikao Usui en 1922 (reiki) o Paul Nogier en 1957 (acupuntura auricular), entre otros muchos pioneros. A saber, que la medicina alopática convencional al servicio de los corruptos intereses farmacéuticos no cura, sino que nos enferma deliberadamente para que consumamos más medicamentos; seguro que yo puedo hacerlo mucho mejor.

Y de hecho, me ampara otra razón más que a ellos: hoy cualquier doctorado en ciencias de la vida –casi diría que cualquier estudiante– sabe infinitamente más que todos ellos sobre el funcionamiento del organismo, por el progreso acelerado del conocimiento en el último medio siglo. Así que, terapias naturales, ¡allá voy!

Estoy pensando en alquilar un local y comenzar a administrar mis tratamientos contra… ¿contra qué enfermedades? Digamos que, en principio, todas. Para qué menos. Ahora la cuestión es decidir cuál será mi especialidad. Veamos. Desde luego, debe ser una terapia natural, que es lo que se lleva ahora. ¿Y… qué hay más natural que el sol? Ya lo decía mi guía espiritual, Gwyneth Paltrow: «Somos seres humanos y el sol es el sol. ¿Cómo puede ser malo para ti?».

El sol emergiendo del Himalaya en India. Imagen de Abhijit Kar Gupta / Wikipedia.

El sol emergiendo del Himalaya en India. Imagen de Abhijit Kar Gupta / Wikipedia.

Bueno, sí, está esa absurda mentira de que el sol provoca cáncer de piel, uno de esos bulos difundidos por la corrupta Organización Mundial de la Salud comprada por la Big Pharma. Pero por si acaso y para evitar líos, mejor voy a recoger el influjo benéfico del sol en… frasquitos de vidrio, eso es. Nadie podrá decir que los rayos del sol cargados en un cristal y después redistribuidos generosamente por el organismo pueden causar cáncer. Si acaso, podrán curarlo. Esas vibraciones tienen que ser buenas a la fuerza, y al fin y al cabo la culpa del cáncer es de las malas vibraciones de la gente, que se atiborra de toxinas.

Lo llamaré helioterapia. Ah, no, que según Google eso ya existe. Pues entonces, suriaterapia. Este nombre no está cogido. Y según la Wikipedia, Suria es «sol» en sánscrito, y el nombre del dios del sol en el hinduismo. Todo lo oriental es tan cool. Y es sabiduría milenaria, ya se sabe. Solo me falta decorar mi local con piedras, hierbas y motivos orientales, todo muy natural y chill. Y vestirme de blanco. Y colgar de la pared tres o cuatro diplomas con mis titulaciones de especialista en suriaterapia. Al fin y al cabo, si la he inventado yo, ¡automáticamente me concedo el grado de doctor y máster, faltaría más!

Todo esto es perfectamente legal en España y casi en cualquier otro país. Eso sí, siempre que cumpla dos condiciones: primera, que mis tratamientos sean del todo inocuos. Concedido; abrir un frasquito y aspirar la energía del sol no puede hacer ningún daño, se pongan como se pongan. Segunda, que me abstenga de publicitar de ningún modo mi actividad como sanitaria, o mis productos como curativos. Lo cual no impide que pueda venderlos en las farmacias, siempre que me asegure de repartir generosas comisiones y de anunciar mis frasquitos solo como productos de bienestar. A ver quién va a negármelo, si no hay pruebas en contra.

Respecto a esto y para asegurarme de que me mantengo en el lado bueno de la ley, deberé contratar a unos buenos abogados que me informen de hasta dónde puedo llegar. Bueno, sí, ahora está el plan ese del gobierno contra lo que llaman «pseudoterapias» y «pseudociencias». Que por cierto y como bien dice la Fundación Terapias Naturales, «dichos términos no vienen incluidos en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, ni existe consenso jurídico, técnico, médico ni científico sobre el sentido y contenido de dichos neologismos. No obstante, se están empleando para denostar, denigrar y difamar a distintos profesionales de una manera arbitraria e injusta».

Para eso untaremos bien a nuestros abogados; para que denuncien al gobierno por malversación de fondos públicos y para que hagan declaraciones altisonantes a los medios sobre el acoso y los ataques que sufrimos los practicantes de terapias naturales. Si hasta se está incitando a la violencia contra nosotros, como dice la Fundación. No explican cómo se está incitando, pero eso da igual. ¡Si tuviéramos que justificarlo todo no estaríamos haciendo esto, sino ensayos clínicos!

Suria, dios hindú del sol. Imagen de Bazaar Arts / Wikipedia.

Suria, dios hindú del sol. Imagen de Bazaar Arts / Wikipedia.

Al fin y al cabo, y por mucho que se esfuercen, no les va a servir de nada. Nos prohibirán introducir nuestros tratamientos en los centros sanitarios. ¿Quién los necesita? En cuanto empiece a correrse la voz de que «a mí me funciona», el boca a oreja me bastará para tener cola en la puerta. Y nos vetarán en los estudios universitarios oficiales. ¿Quién los necesita? Yo mismo me basto y me sobro para organizar la formación necesaria. Que, entre nosotros y para qué vamos a decir lo contrario, también es un pedazo de negocio: una pequeña inversión en un cursillo, y a vivir de la suriaterapia. ¿Quién va a decir que no?

En resumen y por más que se empeñen los cientifistas y la secta escéptica con sus patéticas campañitas de sabelotodos arrogantes, no van a conseguir borrarnos del mapa. Nos ampara la libertad de elección del paciente. Mientras no digamos que curamos, sino que acompañamos, aconsejamos y guiamos, y mientras no cobremos por vender productos sanitarios, sino que aceptemos generosas donaciones de nuestros clientes, somos legales. Y tengan por seguro que siempre, siempre lo vamos a ser.

Facebook, YouTube, Pinterest y Amazon reaccionan contra la propaganda antivacunas

La semana pasada, un joven de 18 años de Ohio testificaba ante un comité del Senado de EEUU por un motivo insólito: se había vacunado en contra de la decisión de sus padres, que jamás le habían sometido una sola inoculación; ni a él ni a sus cuatro hermanos menores.

En febrero, el diario The Washington Post difundió el caso de Ethan Lindenberger, que en noviembre había acudido a la red social Reddit en busca de consejo: “Mis padres son como estúpidos y no creen en las vacunas. Ahora que tengo 18, ¿a dónde voy para vacunarme? ¿Puedo vacunarme a mi edad?”.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Ethan explicaba que, tan pronto como tuvo la madurez suficiente para entenderlo, supo que todos sus amigos estaban vacunados contra diversas enfermedades, pero él no. “Dios sabe cómo estoy vivo todavía”, escribía. Durante años ha discutido con su madre, para quien las vacunas son un complot del gobierno y las farmacéuticas. Ella solía publicar propaganda antivacunas en las redes sociales. Pero cuando Ethan investigó por su parte, leyó estudios científicos y webs como la del Centro para el Control de Enfermedades, y llegó a la conclusión de que “estaba claro que había muchas más pruebas a favor de las vacunas”.

No logró convencer a su madre, así que decidió actuar por su cuenta. Su llamada de auxilio en Reddit recibió más de mil comentarios, entre ellos el de una enfermera que le aconsejaba sobre la manera de proceder. En diciembre, Ethan se vacunó. Su madre dijo que se sentía como si su hijo la hubiera escupido, como si no confiara en ella. Y de hecho, en este aspecto concreto no confía, aunque se ha arrepentido de haber insultado a sus padres en su post original.

Desde entonces, Ethan defiende que se rebaje la edad a la cual los adolescentes puedan vacunarse sin el consentimiento de sus padres. De ahí su declaración en el Senado, por invitación de un comité creado a raíz de un brote de sarampión que ya ha afectado a más de 70 personas en el noroeste de EEUU, donde el movimiento antivacunas tiene uno de sus principales baluartes.

 

Ethan no está solo: a raíz de su caso, otros como él denunciaron situaciones similares en Reddit. Uno de estos adolescentes decía que la vacunación “es un asunto de salud pública y una responsabilidad personal para el beneficio de la población, no un derecho que puedas revocar a tus hijos”. Realmente sorprende encontrar tal diferencia de sensatez entre estos adolescentes y sus propios padres. La madre de Ethan, tras la declaración de su hijo en el Senado, dijo que “le han convertido en el niño modelo de la industria farmacéutica”; “le han”, al más puro estilo conspiranoico.

Para Ethan, si hay un claro cooperador necesario y esencial en la conspiranoia de su madre, tiene un nombre concreto: Facebook. Esta red social no solo ha amparado la difusión de informaciones falsas sobre vacunas, sino que la ha fomentado a través de sus recomendaciones, resultados de búsquedas y publicidad dirigida, según han denunciado diversas plataformas y organizaciones.

Pero por fin parece que algo está cambiando: Facebook ha anunciado a través de una nota de prensa que tomará “una serie de medidas para hacer frente a la información errónea sobre las vacunas, con el objetivo de reducir su distribución y proporcionar a las personas información que esté acreditada”. En concreto, la red social eliminará los contenidos antivacunas de sus anuncios, recomendaciones y opciones de segmentación, y reducirá su ranking en el news feed y en las búsquedas; incluso deshabilitará las cuentas de anuncios que reiteradamente incluyan estas falsas informaciones. Por último, “Facebook está explorando formas de compartir información educativa sobre vacunas cuando las personas encuentren información errónea sobre este tema”, dice el comunicado.

El nuevo movimiento de Facebook se suma a los de otras plataformas online. Recientemente, YouTube ha manifestado que no permitirá la publicidad en los vídeos con mensajes antivacunas, por lo que estos canales no podrán lucrarse con esta propaganda engañosa. Pinterest ha bloqueado las búsquedas de este tipo de contenidos, y Amazon ha retirado un pseudodocumental antivacunas de su servicio de streaming de vídeo.

Respecto a esto último, aún falta mucho por hacer. Los pseudodocumentales se han convertido en carnaza televisiva habitual, tanto en las plataformas digitales como en los canales en abierto. Pero al menos aquellos destinados a demostrar que Tutankamón era un alienígena, sobre los expertos testimonios de diversos propietarios de webs sobre fenómenos paranormales, difícilmente pueden causar de forma directa algo más que la risa. En cambio, otros falsos documentales pueden provocar un enorme daño. En concreto, Netflix pasa por ser hoy el paraíso de la pseudociencia televisiva; en otoño comenzará a emitir una serie donde la actriz Gwyneth Paltrow divulgará las inútiles o peligrosas pseudoterapias que promociona y vende a través de su web Goop.

La Organización Mundial de la Salud ha incluido el rechazo a las vacunas dentro de las 10 principales amenazas a la salud global para este año 2019, al mismo nivel que el ébola, la resistencia a los antibióticos o la contaminación atmosférica. Las fake news sobre política solo molestan y crean confusión, pero las fake news sobre vacunas matan. Y normalmente matan a los más débiles e indefensos; aquellos a quienes, como le ocurrió a Ethan durante años, la ley no les permite protegerse de las decisiones motivadas por la ignorancia de sus padres.

¿Influyen las series de televisión en las creencias conspiranoicas?

Decíamos ayer que, según los estudios de los psicólogos, los niños aprenden a diferenciar la realidad de la ficción entre los tres y los cinco años. Lo cual no quiere decir que abandonen la fantasía; por ejemplo, el suelo es lava, pero ellos saben que realmente no lo es. El psicólogo de Harvard Paul Harris contaba cómo, desde la tierna edad de dos años, los niños que celebran una fiesta de té con peluches dicen que uno de ellos se ha mojado cuando se le vuelca una taza sobre la cabeza, a pesar de que ellos lo notan seco cuando lo tocan; en realidad, saben que ese «mojado» es diferente del «mojado» cuando se hunde el peluche en la bañera.

Este aprendizaje es el que les lleva a comprender que los superhéroes no son reales, o que el Mickey Mouse del parque Disney no es realmente el único e insustituible Mickey Mouse en persona, ya que este último es solo un dibujo animado. Es curioso cómo para nosotros, los adultos, comprender este desarrollo de la mente infantil es complicado a pesar de que todos hemos pasado por ello.

Un ejemplo interesante es el de la magia navideña. La psicóloga Thalia Goldstein identificaba cinco fases en el desarrollo mental del niño, desde la creencia a pies juntillas en Santa Claus, pasando por la idea de que el Santa Claus del centro comercial no es el verdadero sino una especie de emisario mágico, a la de que es solo un representante autorizado, para comprender después que es un simple imitador del auténtico, hasta finalmente descubrir todo el pastel completo.

Pero de hecho, los propios psicólogos advierten de que todo esto no es tan nítido ni tan programado como podría parecer; por ejemplo, se ha propuesto que la incapacidad de diferenciar la realidad de la fantasía es una causa primaria de los miedos nocturnos de los niños, y esto puede persistir cuando ya saben conscientemente, al menos en apariencia, que los superhéroes o los monstruos no existen en carne y hueso.

Y aún más, es evidente que no solo los niños padecen miedos nocturnos, y que muchos adultos creen en fantasmas a pesar de no haberse podido verificar ni una sola prueba sólida de su existencia. Y que no pocos sufren pesadillas o tienen miedo de sufrirlas si ven una película de terror.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Así pues, parece que la ficción nos influye también a los mayores: lloramos cuando muere un personaje, aunque ese personaje jamás haya existido. Precisamente en estos días he recibido dos mensajes de lectores de mis novelas contando cómo les habían hecho llorar. Poder provocar emociones sinceras a través de historias y personajes que son cien por cien ficticios es, en mi opinión, el mayor privilegio de un escritor.

La influencia de la ficción se manifiesta en otros aspectos: el tabaco casi ha desaparecido de las películas –excepto en aquellas ambientadas en una época en la que se fumaba mucho más que ahora– porque se piensa que su representación puede incitar a su consumo, y un viejo debate siempre presente plantea cómo la violencia en el cine o en los videojuegos puede engendrar violencia real. Y aunque estas suposiciones sean como mínimo muy cuestionables, el principio general en el que pretenden basarse no es descartable: no somos inmunes a la ficción.

Pero ¿qué hay de las pseudociencias y las teorías de la conspiración? Se diría que hoy están más presentes que nunca entre nosotros. Y si bien es cierto que tal vez solo se trate de que internet y las redes sociales las han hecho más visibles, también lo es que esta mayor visibilidad tiene el potencial de atraer más adeptos. Hace unos días, mi colega Javier Salas contaba en El País cómo incluso una idea tan descabellada como el terraplanismo puede convencer a muchas personas simplemente con unos cuantos vídeos en YouTube, y cómo incluso los moderadores de estos contenidos conspiranoicos en Facebook acaban en muchos casos atrapados por estos engaños.

De todo esto surge una pregunta: ¿puede también la ficción convencer a sus espectadores de que las teorías de la conspiración son reales? Ayer mencionaba el ejemplo de Stranger Things, una estupenda serie de trama conspiranoica y paranormal, muy recomendable… siempre que se comprenda que es un mero entretenimiento y que nada de lo retratado es real. Pero ¿se comprende?

Esta es precisamente la pregunta que se hicieron tres psicólogos de las universidades de Bruselas y Cambridge. Los investigadores hacían notar que la influencia de la ficción en las personas ha sido ampliamente estudiada, como también lo han sido los mecanismos mentales que sostienen la creencia en conspiranoias. «Sin embargo, hasta la fecha estos dos campos han evolucionado por separado, y en nuestro conocimiento ningún estudio ha examinado empíricamente el impacto de las narrativas de conspiración en las creencias conspirativas en el mundo real», escribían los autores en su estudio, publicado el pasado año en la revista Frontiers in Psychology.

Los investigadores reunieron a cerca de 250 voluntarios, y a una parte de ellos los sentaron a ver un capítulo de otra mítica serie de televisión sobre conspiraciones, tal vez la serie de televisión sobre conspiraciones, que desde 1993 y casi hasta hoy –con algunas interrupciones– nos ha mantenido pegados a la tensión entre el conspiranoico Fox Mulder y la racional y escéptica Dana Scully; y que no es otra que Expediente X. Tanto los sujetos del experimento como el grupo de control fueron sometidos a un test para valorar sus creencias y opiniones y la posible influencia del episodio sobre ellas.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Y el resultado fue… negativo. «No observamos un efecto de persuasión narrativa», escribían los investigadores, concluyendo que su estudio «apoya fuertemente la ausencia de un efecto positivo de la exposición a material narrativo en la creencia en teorías de conspiración».

Para quienes procedemos de ciencias empíricas más puras, la psicología experimental tiene el enorme valor de aportar una solidez científica que cuesta encontrar en otras ramas de la psicología; por ejemplo, la clásica acusación de pseudociencia contra el psicoanálisis freudiano se basa en que se desarrolló como sistema basado en la observación, no en la evidencia. Esto incluye el hecho de que Freud fundó su método sobre premisas que eran simples intuiciones. Y esto a su vez está muy presente en mucha de la psicología de divulgación que se escucha por ahí, justificada más por el argumento de autoridad –la «voz del experto»– que por la prueba científica (incluso aunque esta exista).

En este caso concreto, sería fácil escuchar a cualquiera de esos psicólogos radiotelevisivos disertar sobre cómo las conspiraciones de ficción moldean la mente de la gente. Y todos nos lo creeríamos, porque resulta razonable, plausible. Tanto que los autores del estudio esperaban que su experimento lo confirmara. Pero a la hora de llevar la teoría al laboratorio, se han encontrado con una conclusión que les ha sorprendido: «Nuestras hipótesis primarias han sido refutadas», escriben. Y esto es lo grandioso de la ciencia: reconocer que uno se ha equivocado cuando las pruebas así lo manifiestan.

Ahora bien, podríamos pensar que no es lo mismo ver un solo episodio de una serie conspiranoica como Expediente X que someterse a un tratamiento intensivo de varias temporadas en régimen de binge-watching, sobre todo en el caso de espectadores con ciertos perfiles psicológicos concretos. Esto es lo que distingue a la ciencia de lo que no lo es; uno no puede llevar sus conclusiones más allá de lo que dicen los datos derivados de las condiciones experimentales concretas. Los autores escriben: «Serían bienvenidos los estudios longitudinales examinando el impacto de la exposición a series conspiracionistas durante periodos de tiempo mucho más largos».

Pero hay un mensaje clave con el que deberíamos quedarnos. Y es que, si existe algún ligero efecto sugerido por el estudio, aunque estadísticamente dudoso, es el contrario al esperado: «De hecho, la exposición a un episodio de Expediente X parece disminuir, en lugar de aumentar, las creencias conspirativas», escriben los autores. Es lo que se conoce como efecto bumerán: «Las personas pueden percibir el mensaje persuasivo como un intento de restringir su libertad de pensamiento o expresión y por tanto reafirmarse en esta libertad rechazando la actitud defendida por el mensaje».

Lo cual tiene una implicación esencial que he comentado y defendido aquí a menudo: pensar que las pseudociencias se combaten simplemente con más formación-información-divulgación científica es un gran error. Es insultar a los conspiranoicos atribuyéndoles una simpleza mental que dista mucho de la realidad; también en el caso del mensaje científico, el efecto bumerán actúa poderosamente en las personas que apoyan las pseudociencias. Como decían en Expediente X, la verdad está ahí fuera. Pero la gran pregunta es cómo convencer a los conspiranoicos de que no es la que ellos creen.

El Mundo del Revés de las pseudociencias

Vivimos días calentitos en lo que se refiere al Mundo del Revés de las pseudociencias. Por una parte, el gobierno ha lanzado hace unos días la primera entrega de su plan contra las pseudoterapias enumerando 73 de ellas sobre las que no existe ningún ensayo clínico serio; a lo cual homeópatas y acupuntores han reaccionado proclamando que, ergo, el gobierno reconoce que lo suyo son terapias, sin que aún quede claro qué parte de en-la-siguiente-fase-se-analizarán-aquellas-sobre-las-que-sí-hay-estudios-para-ver-qué-dicen es la que no han entendido.

Los otros sucedidos relacionados con el mismo asunto han sido más folclóricos, aunque uno de ellos tiene implicaciones preocupantes. Cuando el domingo el cantante Miguel Bosé aparecía encabezando las tendencias de Twitter, uno habría pensado que se trataría de algo puramente relacionado con las posturas políticas de uno de esos personajes que piensan que sus posturas políticas importan a todo el mundo, y cuyas posturas políticas de hecho parecen importar a todo el mundo. Pero en este caso se trataba de algo más, una salida del armario pseudocientífica: Bosé acusaba al gobierno de haberse vendido al lobby farmacéutico.

Que una persona defensora de las pseudoterapias y pseudociencias acuse a quienes luchan (luchamos) contra esta lacra de vivir y trabajar a sueldo de las farmacéuticas o de otros intereses ya no debería incitar sino al bostezo. Que una celebrity abrace las pseudoterapias y pseudociencias y las promocione públicamente ya no debería incitar sino al bostezo. Y sin embargo, como ya expliqué aquí, muchas personas están dispuestas a respirar a través del hueco entre los gajos de una clementina solo porque una celebrity les dice que eso es mano de santo. Así que debemos superar el bostezo, por mucho que cueste.

El segundo caso es más preocupante. Nada menos que una presentadora de informativos de RTVE, una persona a la que se le ha confiado la responsabilidad de servir como imagen de referencia del rigor periodístico, cree sinceramente que los Illuminati reptilianos, o quienes sean, fletan aviones para dispersar sobre la población estronciuro de conspiracionium o el virus T, o lo que sea, con el fin de exterminar selectivamente a quienes descubran sus malvados planes, o lo que sea.

A la espera de que alguien con autoridad en RTVE comprenda que una persona con semejantes planteamientos tiene todo el derecho del mundo a ganarse la vida incluso como periodista, incluso en RTVE, y que de hecho existen programas en los que semejantes planteamientos son un activo curricular, pero que a los informativos de RTVE no se les supone, estas salidas del armario no pueden ser a largo plazo sino beneficiosas. Las caretas, mejor quitadas que puestas.

En estos días estoy viendo la serie Stranger Things. Sí, ya sé que no voy a la última, qué le vamos a hacer. Y por lo tanto, no voy a descubrir nada nuevo en una tarea, la de crítico de televisión, que por otra parte tampoco es la mía. La serie es magnífica, con su blend de Spielberg y Stephen King y su ambientación ochentera. Para quienes crecimos en aquellos años, con escuchar a Joy Division o The Clash ya nos tienen, por no mencionar la astuta elección de una banda sonora original en la que mandan sintetizadores y secuenciadores, que fueron también sonidos de fondo de nuestras vidas de entonces.

Tanpoco descubro nada si cuento que las teorías de la conspiración y las pseudociencias son el fundamento y el alma de la serie. Originalmente sus creadores se inspiraron en el Proyecto Montauk, una ficción sobre presuntos experimentos secretos del gobierno de EEUU relativos a parapsicología, telequinesis, abducciones alienígenas o viajes en el tiempo.

Pero sí existen referencias perfectamente reales y documentadas que también han servido de material a la serie, como MKUltra y Stargate, proyectos secretos del gobierno de EEUU que experimentaron en el campo de la parapsicología, en ocasiones de forma brutal con civiles inocentes. Estos proyectos han servido también de inspiración para otras películas, como Los hombres que miraban fijamente a las cabras, El mensajero del miedo o la saga de Bourne.

La abundante documentación desclasificada de estos proyectos es, evidentemente, prueba de que existieron. Pero el problema es que MKUltra y Stargate son poco jugosos para los conspiranoicos, porque no encontraron absolutamente ningún indicio de superpoderes. Lo cual, si acaso, solo les servirá para defender que estos proyectos se desclasificaron –y otros no– precisamente porque estos no encontraron absolutamente ningún indicio de superpoderes –y otros sí–. La retórica de la conspiranoia es invulnerable.

Un fotograma de Stranger Things. Imagen de Netflix.

Un fotograma de Stranger Things. Imagen de Netflix.

Pero casos como el de Stranger Things son especialmente comentables en esta era de conspiranoia, fake news y pseudociencias. Dicen los psicólogos que entre los cuatro y los cinco años es cuando los niños aprenden a diferenciar la ficción de la realidad; así que, para cualquier persona mayor de esa edad, debería quedar claro que la ficción es solo ficción.

Esto nos permite disfrutar de cosas como Stranger Things pese a saber que ni el Demogorgon, ni los poderes de Once, ni el Dr. Brenner ni su proyecto son más reales que Chewbacca, Sauron o Voldemort. De hecho, el terror sobrenatural le puede parecer a uno mucho más disfrutable que el real –tipo psicópatas y slashers— sin necesidad de creer en fantasmas, siempre que uno tenga más de cinco años y por tanto sepa diferenciar la realidad de la ficción.

Ahora bien. ¿Es realmente así? Es decir, ¿estamos todos de acuerdo en que una persona adulta racional y razonable no va a ponerse un gorro de papel de plata –aunque algunos lo lleven por dentro, como la presentadora televisiva– por el hecho de que una obra de ficción le cuente historias de conspiraciones y paranormalidades? Es una pregunta interesante. Y precisamente hay un estudio reciente que trata de responderla. Mañana se lo cuento.

Esta es la conclusión de la ciencia sobre las flores de Bach (y sobre el efecto placebo)

Decíamos ayer que las flores de Bach vienen a ser la ocurrencia de alguien que se levantó una buena mañana deseando que el universo se comportara según sus deseos. Como quien se levanta antes del amanecer, sale a la calle y se sienta frente a una farola deseando muy fuerte que se apague.

Lo cierto es que finalmente la farola termina apagándose. Pero no porque uno lo desee muy fuerte (correlación no significa causalidad). Del mismo modo, aparentemente hay quienes prescriben las flores de Bach acogiéndose a ese famoso motivo: «a mí me funciona». Pero no, no funciona; la farola se apaga porque está programada para ello.

Tomemos, por ejemplo, un artículo publicado en 2014 en la Revista de Enfermería, editada en Barcelona. El trabajo describe el tratamiento de un herpes zóster en un hombre de 78 años. Las dos autoras le administraron un tratamiento con flores de Bach, observando que “las lesiones se curan en un período relativamente corto de tiempo y se mejora la ansiedad que presentaba el paciente ante su estado de salud, todo ello con una gran implicación de este y su familia en el proceso de curación”. Alguien podría leer el artículo y defender que las flores de Bach funcionan porque lo dice un «estudio científico».

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Salvo que no es un estudio científico: un solo paciente, sin grupo de estudio, sin aleatorización, sin doble ciego, sin controles, sin placebos, sin análisis estadístico. Quien esgrimiera este caso como «estudio científico» solo estaría demostrando no saber qué es un estudio científico (y esto es habitual en el ámbito de las pseudociencias). En realidad el artículo no demuestra que las flores funcionen, ni que no funcionen; no demuestra absolutamente nada. Es solo una anécdota (técnicamente, un case report); un amimefuncionismo.

Mientras no haya demostración en contra, probablemente el efecto placebo y la regresión a la media –la mejora espontánea después de un pico en los síntomas, que es cuando se suele acudir al médico y suelen administrarse los tratamientos– expliquen perfectamente tanto la sensación subjetiva del paciente como la evolución de la enfermedad, sin necesidad de recurrir a la magia.

Y hay algo que quizá les sorprenda. Las autoras hablaban de la «gran implicación del paciente». O mucho me equivoco, o puede entenderse que se refieren a la voluntad de curarse, de luchar mentalmente contra la enfermedad… Probablemente las autoras del artículo han creído necesario destacarlo porque creen que este es un factor decisivo en el proceso de curación. Es una idea bonita pensar que la voluntad obra milagros. Que uno se cura mejor si lo desea fuertemente. Pero como vamos a ver, la ciencia disponible no avala esta creencia.

Para obtener una valoración científica real de los posibles efectos de las flores de Bach o de cualquier otro tratamiento es necesario recurrir a ensayos clínicos controlados, que a su vez se reúnen en metaestudios, o revisiones sistemáticas de diversas pruebas rigurosas para extraer conclusiones estadísticamente válidas.

Y cuando esto se aplica a las flores de Bach, no hay sorpresas: en 2002, una revisión sistemática de todos los ensayos válidos realizados para diferentes trastornos concluía: “La hipótesis de que los remedios florales se asocian a efectos más allá de una respuesta placebo no está avalada por los datos de los ensayos clínicos rigurosos”. Otra revisión sistemática de 2009 evaluó sus efectos concretos para el dolor o problemas psicológicos como el trastorno de déficit de atención con hiperactividad. También en este caso la conclusión fue que “no hay pruebas de beneficio en comparación con una intervención placebo”.

Pero hay más: una tercera revisión en 2010 llegaba al mismo veredicto: “Todos los ensayos controlados con placebo fallaron en mostrar eficacia. Se concluye que los ensayos clínicos más fiables no muestran ninguna diferencia entre los remedios florales y los placebos”. También el mismo año, otra revisión más sobre los efectos de la homeopatía y de las flores de Bach resolvía que “el efecto placebo opera de forma significativa en ambos casos“.

En resumen, placebo, placebo y placebo. Parece suficientemente avalado como para aconsejar que no se gaste ni un céntimo más en seguir evaluando clínicamente el absurdo. Pero incluso siendo así, de cuando en cuando se escucha a ciertos profesionales de la salud que defienden la medicina con placebos, en esa creencia de que pueden mejorar el curso de la enfermedad siempre que uno desee lo suficiente curarse.

Placebos de prescripción empleados en clínica e investigación. Imagen del gobierno de EEUU / Wikipedia.

Placebos de prescripción empleados en clínica e investigación. Imagen del gobierno de EEUU / Wikipedia.

Sin embargo y por desgracia, nada de esto es cierto. Durante décadas se discutió si los placebos eran capaces de lograr mejoras reales, pero hoy parece sobradamente demostrado que solo ofrecen una sensación subjetiva de bienestar, sin ningún impacto real sobre la evolución de ninguna enfermedad. Lo cual desaconseja su uso en todos los casos: si la dolencia no va a remitir, porque puede distraer de las intervenciones realmente necesarias y eficaces (por ejemplo, muchos pacientes de cáncer sometidos a pseudoterapias abandonan sus tratamientos); y si va a remitir, precisamente por ello.

Pero es necesario añadir también que el placebo no tiene nada que ver con la fuerza de voluntad, y precisamente las flores de Bach han servido para ilustrar este error; estos remedios se han revelado como un buen instrumento para estudiar el efecto placebo, ya que no existe el menor riesgo de interferencia por un efecto terapéutico real. Así, varios estudios (ver aquí, aquí, aquí y aquí) han analizado cómo se manifiesta el efecto placebo en unas personas y en otras en función de distintos factores psicológicos.

Los resultados indican que el efecto placebo de las flores de Bach se asocia en mayor medida con factores como la espiritualidad, que sitúan a ciertas personas en lo que podríamos llamar una onda más cercana a las ideas que inspiran este tipo de remedios; curiosamente, esta conexión importa más que la creencia concreta en esta pseudoterapia o las expectativas de curación.

Es decir, que las personas espirituales, incluso si desconocen previamente las flores de Bach y no tienen una opinión formada respecto a su posible poder curativo, pueden sentir con mayor probabilidad una mejoría subjetiva si se les explica el presunto tratamiento. Por el contrario, la espiritualidad no se asocia a un mayor efecto placebo en el caso de otras falsas terapias psicológicas diseñadas deliberadamente como simulaciones.

En conclusión, tampoco se justifica el uso de estas pseudoterapias en las personas que creen en ellas por el hecho de que vayan a ayudarlas en su lucha mental contra la enfermedad. El placebo no cura, y la fuerza de voluntad tampoco. Curan los fármacos. Incluso a quienes no creen en ellos.

Pero hay enfermedades contra las cuales los fármacos aún no pueden hacer gran cosa. Las personas que nos han abandonado por una enfermedad mortal no tienen la culpa de habernos abandonado porque no desearan lo suficiente quedarse con nosotros, o porque no tuvieran una «gran implicación en el proceso de curación». A ver si lo entendemos de una vez: la culpa de morirse no es del paciente. Es de la enfermedad.

Las flores de Bach, homeopatía elevada al surrealismo

¿Alguien puede explicar por qué cuando se trata de algo irrelevante, como los teléfonos móviles, todo el mundo parece querer la última tecnología del momento; y, sin embargo, para algo tan trascendental como la salud muchos prefieren tecnología milenaria, de los tiempos en que no se sabía nada de nada?

Esto sí es un fenómeno paranormal, y no lo de Uri Geller. Porque los remedios milenarios no son una muestra de sabiduría ancestral, sino de superstición ancestral; de lo perdido que andaba el ser humano cuando uno de cada tres niños moría antes de la adolescencia y la esperanza de vida al nacer no llegaba a los 40 años… y no había remedio que lo remediara.

La guinda del pastel es que a menudo el presunto milenarismo que popularmente se les atribuye es un mito: la homeopatía se creó en 1796, la osteopatía en 1874, la reflexología en 1913, el reiki en 1922, la acupuntura auricular en 1957… Incluso ciertos autores (leer, por ejemplo, aquí) cuestionan que la acupuntura actual tenga mucho que ver con lo que se practicaba en la antigua China, alegando que allí cayó casi en el olvido –llegó a ser prohibida como simple superstición– y fue posteriormente rehabilitada, pero en Occidente (el término se acuñó en Holanda en el siglo XVII). En todos estos casos, sus inventores habrían tenido la oportunidad de apoyarse en la ciencia de su época. Pero prefirieron ignorarla.

Lo cual nos lleva a otro ejemplo paradigmático, las flores de Bach. Ocuparme de este asunto me ha venido sugerido por mi colega Melisa Tuya, que en su blog En busca de una segunda oportunidad comentaba cómo esta pseudoterapia parece haber calado entre ciertos veterinarios. Algunos lo verán como una trivialización del cuidado sanitario de los animales de compañía: que ellos no puedan pedir ciencia sólida en sus tratamientos no es motivo para no dársela.

Pero ¿qué son las flores de Bach? Si uno introduce este término en el buscador de imágenes de Google, se encontrará de repente envuelto por la fragancia de hermosos bodegones de frasquitos vintage de vidrio oscuro, rodeados de coloridos ramilletes de flores silvestres; todo tan limpio, fresco, natural y aromático que casi le entran a uno ganas de probarlo. Vamos, que entre esto y la imagen de un blíster de paracetamol…

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Paracetamol. Imagen de AMbrose Heron / Flickr / CC.

Paracetamol. Imagen de AMbrose Heron / Flickr / CC.

Porque será medicina herbal, ¿no? Con usos avalados por la sabiduría milenaria, ¿no? Hombre, no va a curar una enfermedad terminal, pero servirá para dolencias leves, ¿no? Y siendo todo natural, será cien por cien inocuo, ideal para niños y animales… ¿No?

Pues… no, no, no y… bueno, siempre que se tenga claro que esos frasquitos pueden llegar a contener la misma graduación alcohólica que esa bebida llamada agüita, más conocida por su nombre en ruso, vodka… Pero comencemos por el principio.

Edward Bach fue un médico inglés nacido en 1886. A la hora de elegir su profesión, dudó entre la medicina o el sacerdocio. El dato no es trivial; como vamos a ver, explica toda su trayectoria. Como médico, se especializó en homeopatía. Todo sea dicho: aunque los principios teóricos de la homeopatía no eran entonces menos absurdos que ahora, lo cierto es que aún no existían las suficientes herramientas científicas para evaluar sus efectos clínicos con todo detalle y en profundidad.

Pero la homeopatía tenía algo en especial que atraía a Bach, y era su enfoque personalizado; le interesaba más la dimensión humana de sus pacientes que la ciencia necesaria para curarlos. Sus reseñas biográficas muestran que era un médico preocupado seriamente por el bienestar de sus pacientes, lo que no es poco; pero aunque esto da fe de su calidad humana, no basta para certificar su calidad profesional. Para esto se requiere además algo que Bach no tenía: una mente científica.

Quizá Bach se equivocó de carrera y debió elegir el plan B. Porque cuando creía que la enfermedad era un mal espiritual que nacía del conflicto entre el alma y la mente, y cuando trataba de socorrer emocionalmente a sus pacientes para infundirles alegría y esperanza, tal vez estaba actuando como un buen pastor. Pero como un mal médico.

Edward Bach. Imagen de Bach Foundation / Wikipedia.

Edward Bach. Imagen de Bach Foundation / Wikipedia.

En 1930, Bach dio su salto definitivo: abandonó su carrera, su trabajo y su hogar para marcharse al campo, con la intención de encontrar lo que él creía que se escondía en la naturaleza: un sistema completo de curación de cualquier dolencia, se supone que puesto ahí por el creador. Cuando renunció a su vida anterior, se desprendió también de lo último que quedaba en él de pensamiento científico. Y así engendró una de las mayores aberraciones pseudocientíficas jamás imaginadas.

Dado que para Bach todas las enfermedades eran espirituales, no necesitaba buscar plantas para tratar, digamos, una úlcera; bastaba con atacar la emoción negativa que provocaba esa úlcera. Y como la naturaleza también era espiritual, ni siquiera era necesario emplear las plantas en sí; bastaba con cosechar su espíritu, embotellarlo y administrarlo a los pacientes.

De este modo, Bach diseñó un método alternativo tan original como increíblemente disparatado. Primero se imbuía a sí mismo de las emociones negativas que buscaba corregir. A continuación pasaba la mano sobre diferentes plantas, hasta que notaba un alivio en su malestar que interpretaba como causado por la fuerza vital o las vibraciones o el espíritu de una de ellas (escójase el término que se prefiera; ninguno de ellos designa nada real).

Una vez localizada la planta adecuada para el tratamiento de ese mal emocional, acudía por la mañana a recoger el rocío depositado en las flores, y al cual los rayos del sol naciente le habían transmitido ese algo de la planta. Para conservarlo, lo diluía a partes iguales en brandy, y así obtenía la tintura madre a partir de la cual se preparaban los remedios aplicando, cómo no, diluciones homeopáticas, preferentemente en alcohol.

Merece la pena insistir: si sus biografías le retratan fielmente, Bach no era un caradura que persiguiera lucrarse vendiendo milagros a costa de la ingenuidad de otros. Es más, se dice que trataba gratis a sus pacientes (pero hoy son otros los que se lucran prescribiendo y vendiendo sus pseudoterapias de marca registrada). Simplemente, fue uno de los pseudocientíficos más equivocados que jamás han existido. Su sistema hace que la homeopatía parezca la teoría de la relatividad.

Al menos la homeopatía tenía un principio; infundado y erróneo, pero un principio: “lo similar cura lo similar”. Las flores de Bach no se basan en nada que tenga que ver con nada, ni con el funcionamiento de la naturaleza, ni con la razón, ni con el sentido común, ni siquiera con ningún tipo de sabiduría milenaria.

Lo único que fundamentaba el sistema de Bach era el principio de correspondencias analógicas (que comenté hace unos días), la idea que desde antiguo ha inspirado supersticiones como la astrología, y que consiste en la creencia (implícita o explícita) de que la naturaleza responde a un diseño inteligente cuyo lenguaje podemos entender si desciframos las pistas que el diseñador nos ha dejado.

 

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Todo lo cual nos lleva a una conclusión. Como conté hace unos días, hay quienes sostienen que la ciencia debería abstenerse de evaluar propuestas pretendidamente terapéuticas que no puedan aportar ni el más mínimo indicio a favor de su validez, ya que supone desperdiciar recursos que podrían encontrar un mejor uso en la investigación contra las enfermedades. Las flores de Bach son claramente un ejemplo perfecto de ello.

Y sin embargo, sí, a pesar de todo, la ciencia las ha evaluado. Si quieren saber cuál es el resultado, vuelvan mañana por aquí.