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Este es el mejor monólogo sobre ciencia jamás escrito

Les aseguro que no les traería aquí un vídeo de 20 minutos y 46 segundos, en inglés y sin subtítulos en castellano, si no fuera porque es el comentario sobre el funcionamiento de la ciencia –y su comunicación– más atinado e informado, además de divertido, que jamás he visto en un medio televisivo (medio al que, todo hay que decirlo, no soy muy adepto). Si dominan el idioma, les recomiendo muy vivamente que lo sigan de cabo a rabo (el final es apoteósico). Y si no es así, a continuación les resumiré los fragmentos más sabrosos. El vídeo, al pie del artículo.

John Oliver. Imagen de YouTube.

John Oliver. Imagen de YouTube.

Su protagonista es John Oliver, humorista británico que presenta el programa Last Week Tonight with John Oliver en la HBO estadounidense. Oliver despliega un humor repleto de inteligencia e ironía, de ese que no suele abundar por aquí. Hace algo más de un año traje aquí una deliciosa entrevista de Oliver con el físico Stephen Hawking.

En esta ocasión, Oliver se ocupa de la ciencia, bajo una clara pregunta: ¿Es la ciencia una gilipollez? Naturalmente, el presentador no trata de ridiculizar la ciencia, sino todo lo contrario, criticar a quienes dan de ella una imagen ridícula a través de la mala ciencia y el mal periodismo.

Para ilustrar cuál es el quid, comienza mostrando algunos fragmentos de informativos de televisión en los que se anuncian noticias presuntamente científicas como estas: el azúcar podría acelerar el crecimiento del cáncer, picar algo a altas horas de la noche daña el cerebro, la pizza es la comida más adictiva, abrazar a los perros es malo para ellos, o beber una copa de vino equivale a una hora de gimnasio.

Sí, ya lo han adivinado: la cosa va de correlación versus causalidad, un asunto tratado infinidad de veces en este blog; la última de ellas, si no me falla la memoria, esta. Les recuerdo que se trata de todos aquellos estudios epidemiológicos del tipo «hacer/comer x causa/previene y». Estudios que se hacen en dos tardes cruzando datos en un ordenador hasta que se obtiene lo que se conoce como una «correlación estadísticamente significativa», aunque no tenga sentido alguno, aunque no exista ningún vínculo plausible, no digamos ya una demostración de causalidad. Pero que en cambio, dan un buen titular.

Naturalmente, a menudo esos titulares engañosos se contradicen unos a otros. Oliver saca a la palestra varias aseveraciones sobre lo bueno y lo malo que es el café al mismo tiempo, para concluir: «El café hoy es como Dios en el Antiguo Testamento: podía salvarte o matarte, dependiendo de cuánto creyeras en sus poderes mágicos». Y añade: «La ciencia no es una gilipollez, pero hay un montón de gilipolleces disfrazadas de ciencia».

Pero el humor de Oliver esconde un análisis básico, aunque claro y certero, sobre las causas de todo esto. Primero, no toda la ciencia es de la misma calidad, y esto es algo que los periodistas deberían tener el suficiente criterio para juzgar, en lugar de dar el ridículo marchamo de «lo dice la Ciencia» (con C mayúscula) a todo lo que sale por el tubo, sea lo que sea. Segundo, la carrera científica hoy está minada por el virus del «publish or perish«, la necesidad de publicar a toda costa para conseguir proyectos, becas y contratos. No son solo los científicos quienes sienten la presión de conseguir un buen titular; los periodistas también se dejan seducir por este cebo. Para unos y otros, la presión es una razón de la mala praxis, pero nunca una disculpa.

El vídeo demuestra que Oliver está bien informado y asesorado, porque explica perfectamente cómo se producen estos estudios fraudulentos: manipulando los datos de forma más o menos sutil o descarada para obtener un valor p (ya hablé de este parámetro aquí y aquí) menor del estándar normalmente requerido para que el resultado pueda considerarse «estadísticamente significativo»; «aunque no tenga ningún sentido», añade el humorista. Como ejemplos, cita algunas de estas correlaciones deliberadamente absurdas, pero auténticas, publicadas en la web FiveThirtyEight: comer repollo con tener el ombligo hacia dentro. Aquí he citado anteriormente alguna del mismo tipo, e incluso las he fabricado yo mismo.

Otro problema, subraya Oliver, es que no se hacen estudios para comprobar los resultados de otros. Los estudios de replicación no interesan, no se financian. «No hay premio Nobel de comprobación de datos», bromea el presentador. Y de hecho, la reproducibilidad de los experimentos es una de las grandes preocupaciones hoy en el mundo de la publicación científica.

Oliver arremete también contra otro vicio del proceso, ya en el lado periodístico de la frontera. ¿Cuántas veces habremos leído una nota de prensa por el atractivo de su titular, para después descubrir que el contenido del estudio no justificaba ni mucho menos lo anunciado? Oliver cita un ejemplo de este mismo año: un estudio no encontraba ninguna diferencia entre el consumo de chocolate alto y bajo en flavonol en el riesgo de preeclampsia o hipertensión en las mujeres embarazadas. Pero la sociedad científica que auspiciaba el estudio tituló su nota de prensa: «Los beneficios del chocolate durante el embarazo». Y un canal de televisión picó, contando que comer chocolate durante el embarazo es beneficioso para el bebé, sobre todo en las mujeres con riesgo de preeclampsia o hipertensión. «¡Excepto que eso no es lo que dice el estudio!», exclama el humorista.

Otro titular descacharrante apareció nada menos que en la revista Time: «Los científicos dicen que oler pedos podría prevenir el cáncer». Oliver aclara cuál era la conclusión real del estudio en cuestión, que por supuesto jamás mencionaba los pedos ni el cáncer, sino que apuntaba a ciertos compuestos de sulfuro como herramientas farmacológicas para estudiar las disfunciones mitocondriales. Según el humorista, en este caso la historia fue después corregida, pero los investigadores aún reciben periódicamente llamadas de algunos medios para preguntarles sobre los pedos.

Claro que no hace falta marcharnos tan lejos para encontrar este tipo de titulares descaradamente mentirosos. Hace un par de meses conté aquí una aberración titulada «La inteligencia se hereda de la madre», cuando el título correcto habría sido «Las discapacidades mentales están más frecuentemente ligadas al cromosoma X». No me he molestado en comprobar si la historia original se ha corregido; como es obvio, el medio en cuestión no era la revista Time.

Y por cierto, esta semana he sabido de otro caso gracias a mi vecina de blog Madre Reciente: «Las mujeres que van a misa tienen mejor salud», decía un titular en La Razón. Para no desviarme de lo que he venido a contar hoy, no voy a entrar en detalle en el estudio en cuestión. Solo un par de apuntes: para empezar, las mujeres del estudio eran casi exclusivamente enfermeras blancas cristianas estadounidenses, así que la primera enmienda al titular sería esta: «Las enfermeras blancas cristianas estadounidenses que van a misa tienen mejor salud». Y a ver cómo se vende este titular.

Pero curiosamente, la población del estudio no presenta grandes diferencias en sus factores de salud registrados, excepto en dos: alcohol y tabaco. Cuanto más van a misa, menos fuman y beben. Por ejemplo, fuma un 20% de las que no van nunca, 14% de las que acuden menos de una vez a la semana, 10% de las enfermeras de misa semanal, y solo el 5% de las que repiten durante la semana. Así que, ¿qué tal «Las enfermeras blancas cristianas estadounidenses que menos fuman y beben tienen mejor salud»?. Para esta correlación sí habría un vínculo causal creíble.

Claro que tampoco vayan a pensar que hablamos de conseguir la inmortalidad: según el estudio, las que fuman y beben menos/van a misa más de una vez por semana viven 0,43 años más; es decir, unos cinco meses. Así que el resultado final es: «El tabaco y el alcohol podrían robar unos cinco meses de vida a las enfermeras blancas cristianas estadounidenses». Impresionante documento, ¿no?

Pero regresando a Oliver, el presentador continúa citando más ejemplos de estudios y titulares tan llamativos como sesgados: muestras pequeñas, resultados en ratones que se cuentan como si directamente pudieran extrapolarse a humanos, trabajos financiados por compañías interesadas en promocionar sus productos… El habitual campo minado de la comunicación de la ciencia, sobre el cual hay que pisar de puntillas.

Oliver concluye ilustrando la enorme confusión que crea todo este ruido en la opinión pública: el resultado son las frases que se escuchan en la calle, como «vale, si ya sabemos que todo da cáncer», o «pues antes decían lo contrario». El humorista enseña un fragmento de un magazine televisivo en el que un tertuliano osa manifestar: «Creo que la manera de vivir tu vida es: encuentras el estudio que te suena mejor, y te ciñes a eso». Oliver replica exaltado: «¡No, no, no, no, no! En ciencia no te limitas a escoger a dedo las partes que justifican lo que de todos modos vas a hacer. ¡Eso es la religión!». El monólogo da paso a un genial sketch parodiando las charlas TED. Les dejo con John Oliver. Y de verdad, no se lo pierdan.

¿Saben aquel de la señora que es ciega, pero que ve si cambia de personalidad?

La pasada semana, Mariano Rajoy y Pablo Iglesias se reunieron en secreto para concretar el pacto de gobierno que Podemos y el PP firmarán después de las elecciones con vistas a sumar entre ambos una mayoría absoluta parlamentaria.

Tranquilos, no me he vuelto loco. Estoy seguro de que ninguno de ustedes ha creído una palabra de lo anterior. Ningún lector concedería la menor veracidad a una historia semejante y ningún medio se haría eco de ella. Incluso si yo osara insistir en que es cierta y presentara documentos para avalarlo, estos serían cuestionados y analizados antes de llegar a otorgarles la más mínima credibilidad; y si algún medio se atreviera a mencionar el asunto, lo haría con todas las reservas y salvaguardas. Todo ello, porque sencillamente va en contra de la lógica política, de las reglas del juego e incluso de nuestra experiencia del mundo real.

Entonces, ¿por qué no hacemos lo mismo en cuestiones de ciencia? Hoy recojo aquí un tema que me sopló por teléfono una informante muy próxima, y que de buena mañana me hizo reventar las legañas en las comisuras de los ojos: cuentan por ahí la historia de una señora que es ciega, pero que tiene (podríamos decir, la enorme ventaja de disponer de) personalidades múltiples, y con algunos de esos avatares goza de una visión que ni el mismísimo Afflelou.

Imagen de Garretttaggs55 / WIkipedia.

Imagen de Garretttaggs55 / WIkipedia.

Una vez que he dominado las legañas, me entrego a internet y compruebo que, en efecto, bastantes medios están dando cuenta de la historia. Resumiendo: una mujer de 37 años identificada por las siglas B. T. sufrió un accidente hace años tras el cual fue perdiendo la vista hasta quedar completamente ciega. Resulta que la señora alberga dentro de su ser hasta diez personalidades distintas. Mientras estaba sometida a tratamiento, sus doctores descubrieron que, cuando toma el mando alguna de esas personalidades, recupera la visión. Los médicos midieron la actividad eléctrica en el córtex visual y comprobaron que existe o no, según que en ese momento la piel de la señora la ocupe una personalidad u otra, por lo que los doctores concluyen que existe un gating, una especie de control que deja pasar la señal desde el nervio óptico hasta el centro visual del cerebro alternativamente en función de cuál de los personajes esté pilotando. Todo ello se ha publicado en una revista llamada PsyCh Journal.

El problema que pretendo resaltar aquí es que, en cualquier medio que se pretenda serio, una información como esta no puede ofrecerse de manera totalmente acrítica, como ha estado ocurriendo. Si no estoy equivocado, la información apareció primero en la versión española de la BBC. El medio británico goza de un bien ganado prestigio en periodismo de ciencia. Pero curiosamente, la noticia solo aparece en la versión española.

Lo cierto es que la mayoría de los principales medios no han publicado la noticia, muy probablemente guiados por el criterio de que, cuando una historia es muy dudosa y no se tienen argumentos al respecto, lo mejor es mirar para otro lado. Tampoco es la postura más loable; al fin y al cabo se trata de un estudio publicado en una revista científica que describe un caso inédito en la historia de la ciencia, y si lo que dice fuera cierto, sus implicaciones serían revolucionarias.

Si fuera cierto. Pero claro, hay varios indicios sospechosos. Primero, el estudio se publica en una revista china de psicología. La única revista china de psicología de difusión internacional. ¿Por qué un hallazgo como este, jamás descrito antes en la literatura científica y radicalmente novedoso, no se publica en una de las primeras revistas médicas del mundo? ¿Será tal vez que ninguna de ellas se dignaría (¿se ha dignado?) siquiera a solicitar más experimentos a sus autores?

Segundo, y más extraño todavía, en el estudio aparece una nota aclarando que el trabajo es la traducción de otro anterior, lo cual es algo decididamente inusual y estrambótico. Quizá es solo una curiosa coincidencia, pero últimamente se diría que algunas revistas chinas de nueva creación o de reciente internacionalización están publicando estudios sospechosamente llamativos, como he comentado aquí anteriormente. Una revista científica no deja de ser un negocio, y muy rentable. Un estudio discutible y discutido genera visibilidad, difusión y dinero; ningún medio estaría refiriéndose a una revista china llamada PsyCh Journal si no fuera por este trabajo.

Tercero, el estudio asegura que la ceguera de la mujer es psicogénica, no fisiológica; es decir, que no existe ningún daño en sus ojos ni en su cerebro, que los médicos que diagnosticaron anteriormente su caso habían dado por hecho que debía de tener una lesión en el córtex visual al no haber encontrado otra posible causa, y que se habían equivocado. ¿En serio los médicos mandaron a su casa a una mujer que ha perdido la vista sin comprobar si, efectivamente, tenía una herida en el cerebro, simplemente suponiéndolo?

Cuarto, un viejo adagio en ciencia afirma que resultados extraordinarios requieren pruebas extraordinarias. En un caso como este los autores, Hans Strasburger y Bruno Waldvogel, deberían haber sometido a la mujer a infinidad de pruebas adicionales más allá de un simple test de salón de la actividad eléctrica en el córtex visual. Aún más, deberían haber reclutado la colaboración de otros expertos para que examinaran el caso desde distintos ángulos y replicaran independientemente sus propias mediciones. La pobre señora B. T. ya tiene bastante sufrimiento con su situación. Pero o se investiga hasta el final, o nada de esto resulta significativo de cara a su mejora.

Desde un punto de vista más general, si esto es tan difícil de creer como lo de Iglesias y Rajoy es por varias razones relativas a lo que la ciencia conoce hasta ahora, o no conoce. En primer lugar, dar por hecho que la señora tiene personalidades múltiples ya es pasarse de frenada. El anteriormente conocido como desorden de personalidad múltiple, hoy llamado Trastorno de Identidad Disociativo, ha dado grandes momentos al cine, desde Norman Bates y su madre hasta John Cusack encerrado en un motel con todos sus avatares. Pero muchos psiquiatras dudan de que realmente exista. Es, como mínimo, un trastorno controvertido. El hecho de que figure en la biblia de la psiquiatría, el Manual Estadístico y Diagnóstico de Desórdenes Mentales (DSM), no es suficiente aval para muchos profesionales; el director del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos, Thomas R. Insel, reprochó al manual su «falta de validación científica».

Las razones que esgrimen muchos especialistas para mantenerse escépticos es que el susodicho TID se ha probado falso en muchos pacientes. El trastorno se puso de moda en Estados Unidos en los años 80 a través de una oleada de casos que inspiraron la última película de Alejandro Amenábar, Regresión, y que se conocieron como Abuso Ritual Satánico (ARS) (recientemente escribí un reportaje sobre el tema). En los casos más mediáticos y llamativos se demostró que nunca existieron tales abusos y que el trastorno fue iatrogénico, es decir, provocado por la propia terapia. Dicho de otro modo, eran recuerdos implantados por los terapeutas. Y los más críticos suelen arrojar la sospecha de que quienes fundaron este trastorno y se especializaron en su tratamiento amasaron enormes cantidades de dinero gracias a él.

No solo el trastorno que Strasburger y Waldvogel dan por hecho es dudoso para muchos especialistas. La relación entre cognición y percepción, como la que parece justificar la dualidad de B. T. entre ciega y vidente, también ha alimentado mucho debate científico. Algunos estudios afirman, por ejemplo, que el hecho de llevar una mochila pesada a la espalda influye en nuestra percepción de las distancias a recorrer o de la inclinación de las pendientes (una revisión reciente aquí), o que la tristeza altera cómo vemos los colores. Pero estos resultados han sido duramente descalificados por otros expertos. Y aunque se han descrito anteriormente otros casos de ceguera sin ningún defecto fisiológico aparente, el concepto de enfermedad psicogénica tampoco goza de aceptación unánime.

En un caso como el de esta señora, la postura natural para un científico debería ser la de partir de la hipótesis nula, y abandonarla solo cuando una avalancha de pruebas se empeñara en gritarle al oído que no es válida. Por ilustrarlo con un ejemplo extremo, existe un trastorno llamado Síndrome de Cotard, cuyos afectados creen estar muertos. Si una persona entra en la consulta de un psiquiatra y la toma de contacto lleva al médico a sospechar que el paciente cree haber fallecido, nunca se le ocurriría practicarle un electroencefalograma para refutarlo. Pero si lo hiciera, ni siquiera un EEG plano llevaría al psiquiatra a considerar que está tratando a un zombi, antes de haber descartado absolutamente todas las hipótesis alternativas.

¿Y cuáles son? En primer lugar, la más obvia: que la señora esté fingiendo. Repasando la bibliografía científica, parece que algunas investigaciones demuestran la posibilidad de engañar a la máquina en los ensayos de potencial evocado como el que los investigadores han empleado con la paciente (por ejemplo aquí, aquí y aquí). Incluso en los casos en que se asegura que este análisis es en general fiable, los expertos sugieren que los resultados deben evaluarse en el contexto de un examen clínico más amplio. O en otras palabras, que no bastan para decidir fehacientemente si alguien ve o no ve.

Los expertos apuntan como uno de los defectos de estos ensayos que a veces la señal del potencial –es decir, la reacción de la corteza visual del cerebro– puede aparecer desfasada respecto al estímulo –el momento en que el ojo ve–; bien por una interferencia inducida por el método de medición, o bien por una deformación voluntaria de la señal provocada por el propio sujeto del experimento. Si este último fuera el caso de B. T., el resultado podría estar enmascarando una señal positiva en las situaciones en las que supuestamente es incapaz de ver.

Una de las posibles maneras de engañar a la máquina aparece de hecho mencionada en el estudio. Los autores apuntan la hipótesis de que algunas personas sean capaces de desenfocar voluntariamente la visión hasta el punto de anular la respuesta cerebral. Strasburger y Waldvogel no han refutado esta posibilidad. Como mínimo, habría sido lógico que extendieran su estudio para comprobar con otros sujetos si este efecto puede lograrse de forma voluntaria en las mismas condiciones experimentales.

En resumen, el caso es insólito e interesante, pero de acuerdo a la literatura publicada aún parecen quedar por delante muchas preguntas antes de afirmar a la ligera que una paciente con personalidades múltiples es ciega o vidente, según. Y en cualquier caso los medios no deberían tener miedo a informar de historias como esta, siempre que se haga desde un planteamiento crítico y escéptico.

La OMS, los medios y el público montan la feria de la carne

Parafraseando a Eslava Galán, esta es una historia de la carne que no va a gustar a nadie. El insólito circo de las salchichas, el beicon y el chuletón, que tal vez se convierta en un modelo para analizar en los cursos de periodismo de ciencia, es el resultado de una desafortunada concatenación de circunstancias en la que cada parte ha cumplido su obligada función, pero con graves defectos. Son estos defectos los que han inflado la carpa del circo de un modo que no sucedió por ejemplo en 1992, cuando el mismo organismo de la OMS incluyó la luz del Sol en el mismo Grupo I de carcinógenos al que ahora pertenece la carne procesada, ni en 2012, cuando se ratificó este dictamen. La función de este periodista de ciencia, seguro que también con sus defectos, es explicarlo. Y a ello voy.

Imagen de Steven Depolo / Wikipedia.

Imagen de Steven Depolo / Wikipedia.

La Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) es la rama de la Organización Mundial de la Salud dedicada a promover la colaboración internacional en el progreso científico del conocimiento del cáncer. Una de sus funciones es mantener reuniones periódicas en las cuales se revisa y se estudia la bibliografía científica respecto a los factores de riesgo. En función de los resultados derivados de estas investigaciones, la IARC encaja dichos factores en una de cinco categorías, desde el Grupo 1, carcinógenos para humanos, hasta el Grupo 4 (el 2 tiene A y B), probablemente no carcinógeno para humanos.

Para empezar a situar las cosas en su contexto adecuado, comencemos con una aclaración. ¿Imaginan cuántas sustancias comprende el Grupo 4, el supuestamente inofensivo?

Una.

La caprolactama, un intermediario en la fabricación del náilon, es la única sustancia analizada sobre la cual la IARC ha valorado que probablemente no es cancerígena para los humanos.

Es importante también precisar que hoy no existe ninguna prueba científica adicional sobre la posible carcinogenicidad del consumo de carne que no existiera ayer. Simplemente la IARC ha hecho su trabajo, reunirse (en este caso en Lyon, Francia), presentar, discutir y votar. El material considerado comprendía más de 800 trabajos en los que se ha investigado la correlación entre el consumo de carnes y la aparición del cáncer, y que se han ido publicando a lo largo de décadas. Hoy no toca insistir en ese mantra repetido con frecuencia en este blog: correlación no implica causalidad. Siempre con este principio ineludible en mente, la revisión de 800 estudios es casi lo más que uno puede acercarse a encontrar un apoyo científico para una hipótesis epidemiológica.

Cuando la IARC resuelve que existen suficientes indicios científicos consistentes para clasificar una sustancia o factor como carcinogénico, por mínimo que sea el aumento de los cánceres asociado a ese elemento, tiene la obligación lógica de clasificarlo dentro del Grupo 1. En el caso de la carne procesada, y según el resumen publicado en la revista The Lancet Oncology, se detectó una asociación positiva entre el consumo y la aparición de cáncer colorrectal en 12 de 18 estudios, mientras que para la carne roja solo se encontró esta correlación en aproximadamente la mitad de los ensayos revisados. En la votación, una mayoría de los 22 miembros del Grupo de Trabajo decidió incluir la carne procesada en el Grupo 1, mientras que las pruebas relativas a la carne roja se consideraron insuficientemente concluyentes, por lo que se asignó al Grupo 2A.

Hasta aquí, nada que objetar. Pero a continuación vienen los problemas.

En primer lugar, la IARC emite una nota de prensa sin haber publicado aún la monografía en la que detallará todos los resultados. El resumen aparecido en The Lancet Oncology es claramente insuficiente, ya que solo incluye un comentario general sin presentar los datos, la metodología empleada y sus resultados. Por lo tanto, ninguno de los expertos consultados estos días por los medios puede juzgar por sí mismo los resultados epidemiológicos bajo la imprescindible premisa científica del rigor.

En segundo lugar, la nota de prensa, difundida tanto en la web de la OMS como en la de la IARC, y distribuida convenientemente en varios idiomas, es una completa aberración. Bajo un titular que no comunica absolutamente nada (El Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer evalúa el consumo de la carne roja y de la carne procesada / Monografías de la IARC evalúan el consumo de la carne roja y de la carne procesada), la sensación inevitable es que alguien buscaba un ascenso al incluir entre los primeros párrafos la siguiente frase:

Los expertos concluyeron que cada porción de 50 gramos de carne procesada consumida diariamente aumenta el riesgo de cáncer colorrectal en un 18%.

Inevitablemente y de forma inmediata, los medios y la gente han echado cuentas: 50 gramos de carne al día, un 18% de riesgo de cáncer colorrectal. Por lo tanto, 100 gramos, un 36%. Y en consecuencia, si consumimos diariamente algo más de un cuarto de kilo de salchichas, tenemos una certeza absoluta del 100% de irnos al otro barrio a causa del cáncer.

Lo gritaría si esto fuera un videoblog, pero por desgracia ni siquiera puedo aumentar el tamaño de la tipografía.

¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡NOOOOOO!!!!!!!!!!!!!!!!

Un aumento del 18% sobre el riesgo de base, si este es ínfimo, es tan solo algo un poco mayor que ínfimo, ligeramente por encima del «multiplícate por cero» de Bart Simpson.

Pero para rematar el despropósito, la nota de la OMS añade las siguientes declaraciones:

“Para un individuo, el riesgo de desarrollar cáncer colorrectal por su consumo de carne procesada sigue siendo pequeño, pero este riesgo aumenta con la cantidad de carne consumida”, dijo el doctor Kurt Straif, Jefe del Programa de Monografías del CIIC.

“Estos hallazgos apoyan aún más las actuales recomendaciones de salud pública acerca de limitar el consumo de carne”, dijo el doctor Christopher Wild, director del CIIC. «Al mismo tiempo, la carne roja tiene un valor nutricional».

Las declaraciones literales eran en este caso perfectamente prescindibles, ya que no aportan nada de luz sobre el asunto; al contrario, tanto las palabras de Straif como las de Wild son un no, pero sí, sí, pero no.

Esta mañana, una representante española de la OMS prácticamente ha acusado a los medios de «quedarse solo con el titular». ¿Cuál titular? ¿El de la nota de prensa? Obviamente, no. Pero ante el desastroso comunicado, confuso, contradictorio y alarmista, ningún medio se ha sustraído a hacer lo mismo que estaban haciendo todos los demás: abrir sus páginas, pantallas o minutos con titulares a cuál más bestia: La OMS alerta de que las salchichas son cancerígenas, Las salchichas son tan cancerígenas como el tabaco… Los medios cargan con su cuota de responsabilidad, porque titulares como estos son sencillamente engañosos.

Lo dicen los propios expertos del IARC: el riesgo es muy bajo. El Grupo 1 es como la lista de artículos prohibidos en el equipaje de mano de los aviones. Esta lista prohíbe llevar encima tijeras y bombas nucleares (de hecho, la lista no menciona estas últimas, que yo sepa), pero equiparar el poder mortífero de ambas sería sencillamente una inconmensurable torpeza, cuando no una manipulación interesada.

Para ilustrar un poco más cuán diferentes son las salchichas y el tabaco en el potencial cancerígeno según la definición de la IARC, fijémonos en otros factores de riesgo también incluidos en el mismo Grupo 1 y de los que ningún medio ha dicho ni pío:

La radiación solar (mencionada más arriba).

La polución atmosférica (aclaración: esto significa respirar el aire de las ciudades, no poner la boca en un tubo de escape, que mataría más rápidamente).

Los anticonceptivos orales (la píldora).

Los pescados en salazón, como el bacalao.

El serrín.

La terapia de estrógenos en la menopausia.

Las camas de bronceado.

El tamoxifeno, un fármaco que, curiosamente, se emplea en los tratamientos contra el cáncer de mama y que figura en la lista de medicamentos esenciales de la propia OMS.

O la exposición ocupacional de los pintores, alquitranadores, zapateros y muchos otros profesionales de varias industrias.

Por último, en esta función circense no puede soslayarse la reacción del público. Si contáramos con una mayor cultura científica, tendríamos algo más de juicio mesurado y fundamentado en lugar de, como se ha hecho en Twitter y en los comentarios en los medios, sacar los tridentes y las antorchas contra la OMS, que primero nos trajo el ébola y ahora quiere quitarnos el beicon. La OMS se ha convertido en el blanco de un pimpampum injustificado: se criticó tanto su excesiva reacción ante la gripe A o el SARS como su falta de reacción en la crisis del ébola. El verdadero problema de la OMS es que su credibilidad se ve dañada no tanto por defectos de función, sino sobre todo de comunicación.

Añado un apunte para quienes ahora aprovechan el río revuelto con vistas a ensalzar las (algunas indudables) virtudes de la dieta mediterránea frente a la malignidad de la carne. Uno de los componentes responsables del riesgo cancerígeno de la carne es el nitrito, que reacciona con las aminas formando nitrosaminas, potentes carcinógenos. Pues bien, ¿adivinan cuál es la principal fuente de nitritos de nuestra dieta? No es la carne, sino los vegetales y la fruta, que aportan hasta el 80%. Y la formación de nitrosaminas a partir de los nitritos de la dieta ni siquiera tiene que deberse a la cocción, ya que la reacción se produce espontáneamente en el medio ácido del estómago. Y ¿qué hay del pescado?, se preguntarán. El proceso de cocinado del pescado produce, como el de la carne, aminas heterocíclicas (AHC), también carcinógenas. Aún más: el pescado contiene más AHC que el cerdo o las salchichas. Y cómo no, el pescado ahumado contiene hidrocarburos policíclicos, también cancerígenos.

¿Es que no se puede comer nada que no dé cáncer?, se preguntará alguien. En 2013 John Ioannidis, profesor de la Universidad de Stanford que hace unos años convulsionó el mundo de la ciencia al demostrar la falsedad de muchos estudios basados en correlaciones estadísticas, decidió elegir al azar 50 ingredientes comunes de un libro de cocina y revisar la literatura científica buscando su posible relación con el cáncer. Los resultados mostraron que 40 de los 50 ingredientes se habían relacionado de alguna manera con el cáncer, para bien o para mal; Ioannidis y sus colaboradores denunciaban la debilidad de los datos en la mayor parte de los casos, y una conclusión evidente era la obsesión de ciertos investigadores por encontrar vínculos cancerígenos que aseguran una publicación e incluso tal vez un titular en algún medio. Un editorial que acompañaba al estudio decía: «Parece, entonces, que según la literatura publicada casi todo lo que comemos está de hecho asociado al cáncer».

Y para terminar de poner todo esto en perspectiva, no puedo evitar citar un dato relativo a la referencia que pone el listón más alto del riesgo cancerígeno, el gran satán del cáncer: el tabaco. No cabe duda de que fumar es enormemente perjudicial y un importante factor de mortalidad. Pero incluso la incidencia del cáncer de pulmón entre los fumadores se sitúa, dependiendo de las diferentes estadísticas, como mucho en un 20%. En otras palabras, la realidad es esta:

La gran mayoría de los fumadores NO desarrollarán cáncer de pulmón.

Pues prepárense, y ya les aviso: en mayo del año que viene, el IARC se reunirá de nuevo, en esta ocasión para valorar el riesgo cancerígeno del café, el mate y otras bebidas calientes. Así que vayan bebiendo, ahora que aún pueden.

Agua en Marte: ¿gran hallazgo o campaña publicitaria?

No pretendo restar importancia a la presencia de agua líquida en Marte. La demostración fehaciente de que en nuestro vecino planetario existe agua líquida de forma estable y constante, y en cantidad suficiente para sostener (y haber sostenido durante largo tiempo) la vida será una noticia de inmenso calado científico. Cuando llegue. Si llega. Porque aún no lo ha hecho.

Marcas negras que representarían presuntas corrientes de salmuera líquida en Marte. La imagen es un modelo digital con falso color, creado a partir de las fotografías de la sonda MRO. Imagen de NASA/JPL/University of Arizona.

Marcas negras que representarían presuntas corrientes de salmuera líquida en Marte. La imagen es un modelo digital con falso color, creado a partir de las fotografías de la sonda MRO. Imagen de NASA/JPL/University of Arizona.

El anuncio hecho público ayer por la NASA, presentado al mismo tiempo por un equipo de investigadores en el Congreso Europeo de Ciencias Planetarias y publicado simultáneamente en la revista Nature Geoscience, ha encontrado hueco preeminente en los medios generalistas de todo el mundo. Lo cual es en sí mismo una buena noticia para la ciencia. O lo sería, si la misma tónica se mantuviera para otras informaciones que, como esta, no son esencialmente –y perdónenme el anglicismo– lo que por allí suelen llamar game-changing breakthroughs.

Permitan que me explique. El nuevo hallazgo, tal como ha sido comentado, se resume así:

  • Hay agua en Marte.
  • Esta agua forma corrientes líquidas estacionales.
  • Es la primera confirmación de agua líquida en la superficie del planeta.
  • Estas condiciones hacen a Marte más habitable.

En primer lugar debe subrayarse que la presencia de agua en Marte es un clásico. De hecho, y para el ser humano, podríamos decir que el agua en Marte ha existido para nosotros durante la mayor parte de nuestra historia; durante siglos se asumió que los casquetes polares observables con los telescopios estaban formados por hielo (lo que es parcialmente cierto). Solo tras refutarse la presunta teoría de los canales descrita por el astrónomo Percival Lowell en 1908, y al comprenderse que Marte era un lugar extremadamente gélido y árido, surgió la duda.

Una duda que se resolvió en 1963, hace ya más de medio siglo. Aquel año, tres astrónomos del Jet Propulsion Laboratory y de la Institución Carnegie publicaron en la revista Astrophysical Journal la confirmación de que en Marte existía vapor de agua. Es decir, agua.

Con el paso de los años se fue descubriendo que Marte posee rocas resultantes de la acción del agua y accidentes geográficos debidos a la erosión y sedimentación fluvial. La idea de que en Marte existieron, y aún podrían existir, acuíferos activos, data de los años 70. Por otra parte, la confirmación de la presencia de hielo llegó gradualmente por varias vías, hasta que la sonda Phoenix aportó la demostración definitiva in situ en 2008. Por si faltara algo, Phoenix incluso vio nevar en Marte.

En resumen, el agua en Marte se ha descubierto ya en innumerables ocasiones. Es cierto que la fase en que se halle esta agua no es en absoluto irrelevante para la presencia de vida; pero si hay agua, y a pesar de que las condiciones climáticas y atmosféricas de Marte no son precisamente amables (en aquella débil atmósfera el agua hierve a temperatura muy baja), es razonable pensar que al menos en ciertos lugares, por ejemplo bajo el suelo, y en ciertos emplazamientos y estaciones del año, pueda atravesar en algún momento una fase líquida.

En cuanto al segundo punto, el nuevo anuncio versa sobre un hallazgo que en realidad se produjo en 2011. Aquel año la revista Science publicaba un estudio que descubría, gracias a las imágenes en alta resolución tomadas por la sonda Mars Reconnaisance Orbiter (MRO), la presencia de unas marcas en ciertas pendientes marcianas semejantes a signos de torrenteras, que surgían en las estaciones más templadas y desaparecían en las más frías. Y dentro de la estricta prudencia obligada en los estudios científicos, los investigadores ya sugerían la presencia de salmueras líquidas como causas de estas marcas, prácticamente descartando otras hipótesis.

Naturalmente, hacía falta una demostración. Pero lo que tenemos ahora no lo es; es solo un indicio más. Según escriben los investigadores en su nuevo estudio, sus datos «apoyan fuertemente la hipótesis» de las salmueras líquidas. Analizando los espectros (firmas luminosas de los compuestos químicos de las marcas) en las imágenes tomadas por la MRO, los científicos han descubierto la presencia de sales hidratadas. Es una comprobación indirecta, pero no hay una demostración inequívoca; ya hemos visto el hielo en Marte, pero seguimos sin ver el agua. A diferencia del estudio de 2011, el actual no ha merecido publicarse en revistas de primera fila como Nature o Science, sino en Nature Geoscience; una revista de butaca preferente, pero que no deja de ser de segunda fila.

Por último, está la cuestión relativa a la vida. Los propios investigadores reconocen que el origen del agua asociada a las sales sea posiblemente el vapor atmosférico. Y aunque destacan que este fenómeno de absorción de agua (técnicamente, delicuescencia) presta refugio a ciertos microbios en el desierto chileno de Atacama, reconocen que muy difícilmente este mecanismo sería suficiente para sostener algún tipo de vida en Marte; al fin y al cabo, los microbios de Atacama han llegado hasta allí procedentes de una masa de biodiversidad enormemente extensa, tanto temporal como geográficamente. El de Atacama es uno de los nichos ecológicos más hostiles de la Tierra, y ha sido colonizado por especialización evolutiva a partir de una amplísima fuente de organismos vivos que han ocupado una enorme variedad de hábitats más permisivos. Si las escasas y ocasionales salmueras de Marte son lo más habitable que ha existido allí durante millones de años, y en ausencia de un freático subterráneo extenso y abundante que las alimente, pensar que aquello haya podido sostener comunidades microbianas viables a largo plazo es casi un absurdo biológico. Y plantear otra cosa es sencillamente engatusar.

Dicho todo esto, ¿por qué tanto bombo y platillo? Aunque en cierto telediario de ámbito nacional se ha afirmado hoy que el anuncio de la NASA «ha sorprendido a la comunidad científica», no es así; la información estaba disponible, embargada, en la web de Nature desde casi una semana antes. Muchos periodistas de ciencia la conocíamos con antelación, juzgando que su nivel de impacto era inferior al del estudio de 2011, que en su momento no copó titulares en la prensa. De hecho, hoy los sorprendidos hemos sido nosotros al comprobar cómo se ha sobredimensionado el alcance de la noticia.

La clave está en la rueda de prensa de la NASA. Fue el anuncio de esta convocatoria, junto con el astuto uso de la palabra «misterio», el que engordó el interés por una noticia que finalmente pareció decepcionar a los asistentes que abarrotaban el auditorio James Webb en Washington. Tal vez los periodistas presentes esperaban alguna nueva revelación de mayor impacto no incluida en la información embargada.

La pregunta es: ¿por qué la NASA decide organizar semejante convocatoria en una ocasión como esta, para anunciar un simple indicio de apoyo a un descubrimiento realizado hace cuatro años?

La agencia estadounidense posee una poderosa maquinaria de márketing, y sus directivos conocen la influencia de su poder divulgativo en los medios de todo el mundo. Hoy las malas lenguas comentan la curiosa coincidencia de la rueda de prensa con el estreno de la película de Ridley Scott The Martian, que ha contado con el patrocinio de la NASA. El pasado verano el autor de la novela, Andy Weir, relataba a Wired que la agencia estaba entusiasmada con la historia porque la veía como «una oportunidad para reenganchar al público a los viajes espaciales». Wired añadía que «para una misión a Marte, la agencia necesitaría entre 80.000 y 100.000 millones de dólares en los próximos 20 años, algo que hasta ahora el Congreso se ha negado a aprobar». Que cada cual saque sus propias conclusiones.

Los ‘astroforenses’ desmontan la historia de un beso mítico

Tres físicos han demostrado que la historia publicada sobre una de las fotografías más famosas del siglo XX es falsa. Y lo han hecho al más puro estilo Sherlock Holmes, analizando científicamente las pistas que están delante de los ojos de todos pero que solo algunos llegan a discernir e interpretar de la manera correcta, para finalmente llegar a conclusiones que echan por tierra lo que el resto asumía como cierto.

V-J Day en Times Square, la famosa foto de Alfred Eisenstaedt para la revista 'Life' tomada el 14 de agosto de 1945. Al fondo a la derecha, el letrero "BOND" con el reloj en la "O" y la sombra sobre el edificio Loew. Imagen de Wikipedia.

V-J Day en Times Square, la famosa foto de Alfred Eisenstaedt para la revista ‘Life’ tomada el 14 de agosto de 1945. Al fondo a la derecha, el letrero «BOND» con el reloj en la «O» y la sombra sobre el edificio Loew. Imagen de Wikipedia.

La historia comienza el 14 de agosto de 1945, una fecha que en Estados Unidos se conoce como el día de la victoria sobre Japón, o V-J Day. Aquel día, en la gran potencia aliada se vivía un estado de intensa agitación. Aunque aún no había información oficial, circulaba el rumor de que la rendición de Japón era inminente; después de la derrota del nazismo en Europa, la esperada noticia pondría punto final a la Segunda Guerra Mundial.

A medida que transcurrían las horas y los rumores crecían, miles de personas se echaban a las calles para participar del ambiente festivo. Entre ellas estaba el fotógrafo de la revista Life Alfred Eisenstaedt, armado con su Leica de 35 mm para documentar cómo se vivía aquel momento histórico. Por fin, a las 19:00, las emisoras de radio difundieron un comunicado oficial de la Casa Blanca. Tres minutos más tarde, el letrero eléctrico de Times Square desplegaba este mensaje: “OFFICIAL *** TRUMAN ANNOUNCES JAPANESE SURRENDER ***.”

El júbilo estalló entre la multitud congregada en la plaza, y entre la algarabía de las celebraciones, Eisenstaedt disparó su cámara cuatro veces hacia un marinero que besaba a una enfermera. Una de aquellas fotos salió publicada en el número de Life del 27 de agosto; no en la portada, como tal vez muchos creen, sino a página completa como parte de un reportaje dedicado a las celebraciones de la victoria. Y a pesar de que hoy una situación como la retratada en la imagen sería valorada de manera muy distinta –la enfermera no conocía de nada a aquel marinero–, lo cierto es que, juicios aparte, la fotografía de Eisenstaedt ha perdurado como una de las imágenes icónicas del siglo XX.

Durante décadas, las identidades del marinero y la enfermera fueron desconocidas, hasta que en agosto de 1980 Life publicó un reportaje contando que Eisenstaedt había recibido una carta de una mujer llamada Edith Shain que decía ser la protagonista de la imagen. Shain relató que, al conocer el anuncio de la rendición, tomó el metro con una amiga desde su clínica a Times Square y allí fue abordada por el marinero, al que no reprendió por su gesto espontáneo.

Pero el reportaje no hizo sino complicar las cosas, porque de repente comenzaron a surgir varios marineros y enfermeras declarando ser ellos y ellas quienes se besaban en la fotografía. Para añadir más confusión, el 13 de agosto de 2010 un blog del diario The New York Times publicó una historia sobre una segunda enfermera que no aparecía en la imagen de Eisenstaedt, pero sí en otra foto de la misma pareja tomada al mismo tiempo por un fotógrafo de la Armada estadounidense llamado Victor Jorgensen.

El encuadre de Jorgensen era menos atractivo que el de Eisenstaedt, porque carecía de la perspectiva de la plaza y cortaba las piernas de las figuras. Pero al fondo, entre el público que contemplaba a la pareja, aparecía el rostro de una mujer que el artículo identificaba como Gloria Bullard (de soltera Delaney). En agosto de 1945 era estudiante de enfermería en prácticas, y con motivo de los rumores sobre la inminente rendición japonesa había recibido permiso para terminar su turno antes de su hora normal, las 15:30. De camino a la estación en compañía de una amiga para tomar el tren de vuelta a su casa, en Connecticut, pasó por Times Square y presenció la escena del beso, quedando retratada como extra en la imagen de Jorgensen.

Foto de la misma escena del beso tomada por Victor Jorgensen. En el círculo, la enfermera Gloria Delaney. A la izquierda, arriba, su rostro ampliado. Abajo, en otra imagen de la época. Imagen de Victor Jorgensen / U. S. Navy.

Foto de la misma escena del beso tomada por Victor Jorgensen. En el círculo, la enfermera Gloria Delaney. A la izquierda, arriba, su rostro ampliado. Abajo, en otra imagen de la época. Imagen de Victor Jorgensen / U. S. Navy.

El problema, subrayaba el bloguero del NYT Andy Newman, es que las horas no cuadraban. Si Delaney salió de su trabajo antes de las 15:30 y llegó a su pueblo en Connecticut cuando las farolas estaban encendiéndose, como ella misma narró, entonces la foto del beso tenía que haberse tomado mucho antes de las 7 de la tarde, y por tanto antes del anuncio oficial del presidente Truman.

La versión aparentemente final llegó dos años más tarde, en 2012. En el libro The kissing sailor, Lawrence Verria y George Galdorisi desentrañaban «el misterio detrás de la foto que puso fin a la Segunda Guerra Mundial», poniendo nombres definitivos a los protagonistas de la imagen. Según los autores, Shain, fallecida en 2010, era demasiado corta de estatura para ser la mujer de la foto. De entre los varios candidatos y candidatas que habían dado un paso al frente como marinero y enfermera, la investigación de Verria y Galdorisi llegó a la conclusión de que se trataba de George Mendonça y Greta Friedman (Zimmer). El primero, por cierto, ya había demandado en 1987 a la revista por emplear su foto sin permiso.

Mendonça decía que se encontraba viendo una película en la sesión de las 13:05 en el Radio City Music Hall cuando las puertas de la sala se abrieron y la proyección se suspendió a causa de las celebraciones. Ya fuera del cine, caminando por la calle y con unas copas de más, divisó a la enfermera y no se le ocurrió otra cosa que lanzarse a besarla, todo ello nada menos que en presencia de su prometida, Rita, que le acompañaba aquel día. En cuanto a Friedman, ayudante de dentista en una consulta, decía encontrarse en la calle sobre las 2 de la tarde en una pausa tardía para el almuerzo, cuando aquel marinero la besó sin previo aviso. Después, según declaró, regresó a la clínica, donde se le concedió la tarde libre.

El horario, además, era compatible con la versión de Delaney. Así que, por fin, asunto zanjado. ¿O no?

Entre quienes leyeron la historia de Delaney publicada en el blog del NYT en 2010 se encontraba Steve Kawaler, astrofísico y profesor de la Universidad Estatal de Iowa. Kawaler fue entonces uno de los lectores que aportaron comentarios a la noticia haciendo notar un hecho que nadie hasta entonces había mencionado: la controversia sobre la hora de la foto tal vez podía solucionarse analizando las sombras en la imagen. Kawaler escribió a su colega y antiguo compañero Donald Olson, profesor de física de la Universidad Estatal de Texas en San Marcos. Olson se había especializado en un campo peculiar, el estudio de pistas astronómicas en pinturas y fotos para resolver misterios del arte. En 2014, el físico reunió sus casos en el libro Celestial Sleuth: Using Astronomy to Solve Mysteries in Art, History and Literature.

En su nota a Olson, Kawaler escribía en referencia a la controversia sobre la hora del beso: “Supongo que, sabiendo la ubicación exacta de los sujetos y del fotógrafo, y el perfil de los edificios alrededor de Times Square en 1945, uno podría determinarlo bastante bien”. Pero durante tres años la idea quedó aparcada, hasta un día en que Kawaler invitó a Olson a participar vía Skype en un seminario sobre ciencia astroforense. Después de la clase, Kawaler y Olson charlaron y les vino a la memoria la historia del beso; casi por curiosidad, comenzaron a trabajar en ello.

Fotografía de Times Square tomada el 14 de agosto de 1945 a las 19:45 por el sargento de la Fuerza Aérea de EE. UU. Reginald Kenny. A la izquierda, arriba, el letrero del Hotel Astor en forma de "L" invertida. A la derecha, al fondo, el edificio Loew. Imagen de Army Air Force.

Fotografía de Times Square tomada el 14 de agosto de 1945 a las 19:45 por el sargento de la Fuerza Aérea de EE. UU. Reginald Kenny. A la izquierda, arriba, el letrero del Hotel Astor en forma de «L» invertida. A la derecha, al fondo, el edificio Loew. Imagen de Army Air Force.

Al dúo se unió el también físico de la Universidad de Texas Russell Doescher, compañero de Olson, y entre los tres reunieron toda la documentación necesaria: datos del sol, antiguos mapas, cientos de fotos y planos de Times Square en 1945; incluso construyeron una maqueta de la plaza sobre la cual reflejaban la luz del sol con un espejo. Les sirvió de ayuda un reloj que aparece al fondo a la derecha en la imagen de Eisenstaedt, en la “O” del letrero de los almacenes Bond’s. El minutero parece situarse sobre el minuto 50, pero es imposible leer la manecilla de las horas. Sin embargo, más allá del reloj, el edificio Loew mostraba una sombra que se convirtió en la clave de la investigación.

Las indagaciones de los físicos les llevaron a descartar uno a uno los edificios circundantes, hasta llegar a la certeza de que la sombra correspondía a un luminoso en forma de “L” invertida que anunciaba la terraza-jardín del Hotel Astor, en la acera contraria. Con esta conclusión y los datos solares de aquel día, obtuvieron la solución: la foto se tomó exactamente a las 17:51, ni un minuto antes ni después, y sin ningún género de duda. Los tres físicos publican su trabajo en el número de agosto de la revista popular Sky & Telescope.

La consecuencia es inmediata: según sus propios relatos, Mendonça y Friedman no son el marinero y la enfermera de la foto de Eisenstaedt. Si el primero realmente besó a la segunda el V-J Day a las dos de la tarde en Times Square, ese beso nunca apareció en la revista Life. ¿Quiénes eran entonces los protagonistas de la foto? Según Kawaler, “sigue siendo un misterio. La astronomía solo llega hasta donde llega”.

Que, dicho sea de paso, es mucho más lejos de lo que nadie más ha llegado. Y dado que pronto se cumplirán 70 años del V-J Day, y que muchos de quienes vivieron aquel día ya han muerto, tal vez la identidad de los verdaderos protagonistas de aquel beso no llegue a conocerse jamás.

7+1 mitos sobre los científicos que hay que desmontar

Me ha divertido mucho comprobar que los periodistas somos todos muy parecidos, aunque geográficamente seamos antípodas los unos de los otros. En una página de internet, el investigador australiano Colin Cook cuenta cómo un equipo de televisión que grababa en su laboratorio le indicó que quería filmar «soluciones de varios colores en recipientes vistosos de cristal». A lo que su compatriota el genetista Jeffrey Craig responde que, en una ocasión, tanto se hartó de que le solicitaran lo mismo que recurrió a mezclar el contenido de varias latas de refresco para que los chicos de la prensa se quedaran contentos.

Batas y matraces con líquidos de colores, ¡perfecto, eso es un laboratorio! Imagen de pixabay.com (dominio público).

Batas y matraces con líquidos de colores, ¡perfecto, eso es un laboratorio! Imagen de pixabay.com (dominio público).

El motivo por el que me divierte, y que justifica la similitud a la que me refiero, es que yo he vivido exactamente la misma situación, pero no desde el lado del periodista, sino del científico. Cuando trabajaba en mi tesis en el Centro Nacional de Biotecnología, creo recordar que fue con ocasión de la visita de algún personaje –no me atrevería a asegurar si era Esperanza Aguirre en su avatar de ministra de Educación y Ciencia–, un equipo de televisión invadió nuestro laboratorio para grabar unas tomas de recurso. Y lo que pidieron fue exactamente lo mismo: líquidos de colores y que, a ser posible, hicieran humo (¡¿?!). Ah. Y que nos pusiéramos la bata.

Tal vez sean casos como estos los que, aquí como en Australia, contribuyan a que el roce entre científicos y periodistas ande siempre más bien escaso de lubricante. Habiendo estado en los dos extremos del micrófono, he conocido la suspicacia y la displicencia de los científicos hacia los periodistas, y también me ha tocado sufrirlo como periodista. Mi caso particular más extremo fue el de una investigadora del CSIC, cuya identidad obviamente omito, a la que llamé por teléfono para consultarla sobre su trabajo y, antes incluso de saludar, me espetó lo siguiente (aún conservo la grabación):

A ver, yo te cuento. El problema que hay a la hora de difundir ciencia es que de lo que yo os diga a lo que vosotros escribáis hay diferencia, y entonces me preocupa un poco lo que podáis poner o que le deis un toque sensacionalista.

¡Sensacionalista! Acusar a un periodista de tal cosa sin conocerle de nada es como abrir una conversación con un médico tildándolo de matasanos, o con un detective tratándolo de huelebraguetas. Evidentemente, nunca escribí sobre el trabajo de aquella señora.

Sin embargo, y en mi práctica habitual de repartir a dos bandas, es cierto que algunas prácticas periodísticas no ayudan precisamente a rebajar las fricciones de esta relación. Incluso dejando fuera el tratamiento de las noticias que tanto desagradaba a la investigadora (es cierto que hay tratamientos sensacionalistas, pero también que algunos científicos ven sensacionalismo en titulares como «dormir ayuda al cerebro a tirar de la cadena», tan alejado del que ellos preferirían: «el sueño se asocia a un incremento significativo del flujo convectivo entre el fluido intersticial y el líquido cefalorraquídeo para la eliminación de metabolitos potencialmente neurotóxicos»), el periodismo puede llegar a fabricar una versión propia e inexacta de los científicos y de su labor, más inspirada en los clichés que en la realidad. Un ejemplo es el que abre este artículo: el Quimicefa y la bata.

Y precisamente de clichés y mitos vengo hoy a hablar aquí. Los comentarios de Cook y Craig surgen a propósito de un artículo publicado por el segundo y por la investigadora Marguerite Evans-Galea en The Conversation, un medio de origen australiano que precisamente representa lo mejor que periodistas y científicos pueden hacer juntos cuando hay voluntad de entendimiento mutuo. Craig y Evans-Galea dedican su artículo a desmontar siete mitos populares sobre los científicos. Con algunas diferencias entre la situación australiana y la española, llama la atención lo extendidos que están algunos de estos falsos conceptos incluso en un país perteneciente a una cultura, la anglosajona, con mayor tradición científica que la nuestra. Aquí resumo los mitos señalados en el artículo, con un breve comentario sobre su aplicación a nuestro país:

1) El salario de los investigadores lo pagan sus centros de investigacion.

Bien, comenzamos precisamente con un ejemplo de diferencia entre Australia y España. El modelo anglosajón tiene más tradición de mecenazgo, y es muy frecuente que los investigadores reciban su sueldo de financiadores ajenos a su instituto. En España, en cambio, hay una mayor tradición de investigadores funcionarios, tanto en el CSIC como en las universidades, si bien es cierto que el modelo tiende a precarizarse. A menos que un proyecto incluya específicamente financiación para becas o contratos, lo habitual es que la paga de los becarios proceda de fuera de su instituto, aunque a menudo tanto este como los fondos sean públicos.

2) Los investigadores cobran por publicar en una revista científica.

Esto es común a todos los países, y marca una diferencia entre periodistas y científicos: a los primeros se les paga por escribir, mientras que los segundos a menudo deben hacer un desembolso para ver sus resultados publicados. Esto se debe a que muchas revistas científicas no incluyen publicidad; su negocio está en las suscripciones y en la tarifa que cargan a los investigadores. No todas las revistas cobran por publicar, pero las que lo hacen pueden cargar por encima de los 1.000 euros, y aún más si se elige la opción open access. El acceso abierto es a menudo como esa campaña de los hoteles que insta a no echar las toallas a lavar por motivos ecológicos: bajo un fin presuntamente noble se esconde un jugoso negocio que ahorra enormes costes de lavandería. El acceso abierto, concebido como un instrumento para que la ciencia se comparta, a los editores de las revistas les pone los ojos de dólar como en los dibujos animados: si quieres que tu artículo esté accesible públicamente y tenga mayor difusión, perfecto; pero amigo, te va costar caro. Con todo esto, el de las revistas académicas es un gigantesco negocio, con ingresos de cientos o incluso miles de millones de euros y márgenes que superan el 30 y hasta el 40%.

3) A los investigadores se les paga para que trabajen muchas horas.

En la ciencia no se pagan horas extras, pero haberlas, haylas, y muchas. El trabajo sin horarios de los científicos nace del puro espíritu vocacional, pero también, y hablando de mi experiencia directa en la biología, de protocolos experimentales infernales que a veces obligan a trabajar durante 15 o 20 horas seguidas. Las células en cultivo no saben que hoy es domingo. Supongo que otras disciplinas tienen sus propios condicionamientos; por ejemplo, los astrofísicos no pueden pedirle al exoplaneta que se espere al lunes para transitar frente a su estrella. Y a todo ello se añade que hay que escribir y entregar los proyectos antes de que se cierre el plazo.

4) La investigación de calidad siempre encuentra financiación.

Si no la encuentra ni en Australia… Craig y Evans-Galea aportan el trágico dato de que en 2014 el gobierno australiano solo financió el 15% de los proyectos presentados. Se agradecerían datos sobre España si alguien los tiene a mano.

5) Los investigadores tienen cubiertos los gastos de suscripción a revistas y sociedades.

Igual que lo dicho para las becas, un investigador puede considerarse afortunado si su financiación le cubre otros gastos necesarios para su trabajo científico, pero ajenos a él.

6) Los investigadores están formados para manejar presupuestos y para escribir.

Este mito es muy bueno. Algunas carreras de ingeniería incluyen asignaturas de economía (al menos en mis tiempos) asumiendo que los ingenieros deberán gestionar presupuestos y gastos. Los científicos deben ocuparse de esto mismo sin haber recibido ninguna formación específica para ello. Y al contrario que los ingenieros, los investigadores no pueden solucionar los errores de estimación haciendo modificados, por lo que deben ser maestros de la optimización. Del mismo modo, gran parte del trabajo de un científico consiste en escribir: proyectos, estudios, revisiones, comunicaciones a congresos… Sin embargo, las facultades de ciencias tampoco ofrecen formación en comunicación, algo que además mejoraría la capacidad divulgadora de los investigadores. Naturalmente, Craig y Evans-Galea no mencionan algo que para ellos no es un problema: los científicos españoles deben escribir una buena parte de su producción en inglés.

7) Los investigadores tienen una carrera para toda la vida.

(Risas). No creo que en España nadie tenga la tentación de creer en este mito. Australia tiene 13 premios Nobel de ciencia. Nosotros, solo uno (más un coeficiente de Severo Ochoa), y él mismo ya dijo en su día que investigar en España es llorar.

Los científicos perfectos, en la serie 'The Big Bang Theory'. Imagen de CBS.

Los científicos perfectos, en la serie ‘The Big Bang Theory’. Imagen de CBS.

7+1) A los siete mitos de Craig y Evans-Galea añado uno más de mi propia cosecha. Aunque como fácilmente puede comprenderse, el mío no solamente incluye algo de frivolidad y sarcasmo, sino que realmente es una condensación de varios mitos. A saber, el investigador es un tipo (o tipa) tirando a feo, friki y mal vestido, a quien no le importa cobrar poco porque no tiene vida fuera del laboratorio ni le importan en absoluto las posesiones materiales, dotado de una inteligencia privilegiada pero con nulas habilidades sociales, cuya aparente misantropía se compensa por su ferviente deseo de salvar a la humanidad. En fin. En otro comentario al artículo de los australianos, John Pickard escribe: «Si algo de mi investigación hará del mundo un lugar mejor, no estoy seguro; pero me sacó de la calle».

¿Qué es un radio de un kilómetro cuadrado?

En un informativo de la televisión regional, la periodista informa sobre la gran abundancia de inmuebles okupados en el distrito madrileño de Tetuán. Según la redactora, se trata de «ocho edificios en un radio de un kilómetro cuadrado». ¿Cómo? ¿Un radio de un kilómetro cuadrado? ¿Qué demonios es eso? Será «en un kilómetro cuadrado» o «en un radio de un kilómetro». Pero no hay radios que se midan en kilómetros cuadrados, como no existen los meses cuadrados ni los litros cuadrados.

El radio es la línea que une el centro del círculo con un punto cualquiera de la circunferencia, por lo que se puede medir en centímetros, kilómetros, millas, leguas o incluso dedos, pero siempre lineales, no cuadrados. Por otra parte, quizá la periodista quería referirse a un área de un kilómetro cuadrado. Pero la superficie de un círculo de radio un kilómetro (no cuadrado) es pi por el radio al cuadrado, o sea, 3,1416 kilómetros cuadrados. Así que no sabemos si el área en la que se concentran los edificios ocupa un kilómetro cuadrado o más del triple de esa superficie. Total, qué más da.

A uno se le parte su corazoncito científico (y también el del rigor periodístico) cada vez que un periodista demuestra que, tratándose de matemáticas, da igual ocho que ochenta. Y por desgracia, esto sucede con bastante frecuencia. Si un profesional de la información publicara que la prima de riesgo es de 127.000 en lugar de 127, o que la economía crece un 3.000 por ciento en lugar de un 3, o que el tipo de interés es del cien por cien en lugar del 0,1%, de inmediato su carótida quedaría sajada por una dentellada de su redactor jefe, y el medio en cuestión se vería obligado a publicar una fe de erratas. Parece que los números solo son sagrados cuando se traducen en dinero; en cualquier otro caso, importan un ardite.

No exagero con estos ejemplos: un error de tres órdenes de magnitud, o un factor de mil veces, fue el error cometido en febrero de 2013 por uno de los más conocidos y reputados presentadores de telediarios de este país. En su informativo, contaba que el asteroide 2012 DA14 pasaría a poco más de 27.000 metros de la Tierra. El periodista añadía, como inquietante comparación, que los aviones comerciales vuelan a 11.000 metros de altura. Por supuesto, la cifra real del acercamiento era de 27.000 kilómetros, no metros. Pero supongo que la sonrisa del presentador al dar la noticia y su aparente tranquilidad fueron lo que detrajo a los televidentes de arrojar de inmediato la cucharada de paella al suelo y correr en busca del búnker nuclear más cercano.

Ninguno estamos a salvo de las erratas, pero otra cosa son los errores de concepto. Imagen de una página del diario Público, 20 de diciembre de 2009.

Ninguno estamos a salvo de las erratas, pero otra cosa son los errores de concepto. Imagen de una página del diario Público, 20 de diciembre de 2009.

No hablo de errores tipográficos o gazapos, una entrañable tradición de la prensa a la que ninguno escapamos, sino de graves errores de concepto que se cuelan a través de la edición, la subida al teleprompter y la lectura del presentador, sin que nadie a lo largo de todo el proceso tenga el conocimiento mínimo para notar que un asteroide no puede saludar a la Tierra desde 27 kilómetros de distancia y seguir su camino por el espacio. A esa altura, el objeto estaría en una trayectoria de colisión por el rozamiento con la estratosfera. Y si fuera tan fácil escapar de la gravedad terrestre a una altura de solo 27 kilómetros, para lanzar una nave al espacio no habría más que subirla a un avión y luego darle una patada. En un reportaje sobre el acercamiento del asteroide en la misma cadena de televisión, una redactora afirmaba: «Dicen los expertos que existen hasta 500.000 objetos de este tipo [se entiende, asteroides cercanos a la Tierra] sobrevolando el universo». ¿Cómo se sobrevuela el universo? ¿Cómo pueden «sobrevolar el universo» los objetos cercanos a la Tierra? ¿Quiénes son los expertos que han dicho tal cosa?

Tampoco hablamos del famoso «giro de 360 grados», sino de redactores que tienen dificultades con los porcentajes, a quienes les cuesta distinguir la diferencia entre que una cifra se reduzca en un veinte por ciento o a un veinte por ciento, o entre que una cifra sea el doscientos por cien respecto a otra o que esta aumente un doscientos por cien, o que desconocen la diferencia entre un billón americano y un billón de los nuestros. Por no hablar de cuando se dice que un terremoto de magnitud 8 es ligeramente más fuerte que otro de magnitud 7, cuando en realidad es diez veces más violento, ya que la escala es logarítmica. Y en cuanto a la escala, otro día hablaremos de cómo a menudo un redactor recibe una información sobre un «seísmo de magnitud 6», y el paso por sus manos lo convierte en un «terremoto con una magnitud de seis grados en la escala de Richter», ignorando que se trata de diferentes medidas, que la escala de Richter no tiene grados, que mezclar magnitud y grados es como sumar peras y manzanas, y que tanto el señor Richter como su escala hace ya tiempo que descansan en paz.

No puedo evitarlo; se me abren las carnes, no solo con estos errores de bulto, sino con el hecho de que no importen. Tal vez mi postura a alguien le parezca arrogante. Pero tengo un motivo para ello. Si esos redactores con una absoluta ignorancia de las nociones elementales de matemáticas y ciencia pueden cometer tales barbaridades, es porque tienen trabajo. Otros ni siquiera tienen la oportunidad de cometerlas.