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¿Y si nunca conocimos a los neandertales?

Resulta difícil imaginar cómo sería hoy este planeta si los neandertales no hubieran desaparecido, si dos especies humanas estuviéramos conviviendo en esta roca mojada. Quizá la mezcla entre ambos linajes habría llegado a difuminar las diferencias hasta hacernos indistinguibles. O quizá, entendiendo cómo viene funcionando el mundo, los neandertales, diferentes en varios aspectos de los humanos modernos, habrían sido estigmatizados, recluidos y sometidos a uno de esos genocidios sistemáticos que tanto nos gustan a los sapiens. Quién sabe. Lo cierto es que los neandertales ya no existen y, aunque parte de su legado genético pervive en nosotros, aún estamos aprendiendo a comprender quiénes eran aquellos tipos bajitos y corpulentos que poblaron Europa y Asia central.

Recreación de una pareja de neandertales en el Museo Neandertal (Alemania). Foto de UNiesert / Frank Vincentz / Wikipedia.

Recreación de una pareja de neandertales en el Museo Neandertal (Alemania). Foto de UNiesert / Frank Vincentz / Wikipedia.

Sabemos que los neandertales fabricaban herramientas y dominaban el fuego, pero tradicionalmente los hemos imaginado como una raza de brutos trogloditas sin el menor atisbo de intelecto, hasta tal punto que su apelativo se utiliza a menudo como insulto. Sin embargo, la revista científica PNAS publicó hace dos semanas el hallazgo de una posible muestra de arte neandertal en la cueva gibraltareña de Gorham, en la forma de un grabado en la roca tallado hace 40.000 años que los medios de comunicación compararon humorísticamente con un hashtag de Twitter. Bromas aparte, lo cierto es que un grabado es mucho más que un grabado: es una prueba de cultura, de abstracción y pensamiento simbólico, lo que podría rehabilitar definitivamente la imagen de los neandertales entre los sapiens. Hoy se extiende la idea de que, como titulaba el director del Proyecto Genoma Neandertal, Svante Paabo, en un artículo publicado el pasado abril en el diario The New York Times, «los neandertales también son gente».

Pero esa gente desapareció, y aún ni siquiera estamos seguros del porqué. Algunos científicos vuelven el dedo acusador hacia nosotros, los sapiens, que por entonces ni siquiera habíamos adquirido esa costumbre del genocidio en masa. Otro de los sospechosos es un cambio climático que trajo el frío, al que los neandertales estaban bien adaptados, pero no así sus fuentes de alimento. Sea como fuere, sabemos que el linaje neandertal en retirada encontró sus últimos refugios en la Península Ibérica, y que dejó de existir hace unos 40.000 años. De esto último estamos seguros. ¿O no?

Excavación en la cueva de El Salt, en Alcoy (Alicante). Foto de Garralda et al., Journal of Human Evolution.

Excavación en la cueva de El Salt, en Alcoy (Alicante). Foto de Garralda et al., Journal of Human Evolution.

Para añadir más intriga a la historia de los neandertales, está comenzando a propagarse la noción de que su extinción fue en realidad más temprana de lo que creíamos. Esta teoría es materia de estudio de un equipo de científicos españoles que excava los yacimientos paleolíticos de El Salt y el Abric del Pastor, ambos en Alcoy (Alicante). En la cueva de El Salt, los investigadores, de la Universidad tinerfeña de La Laguna, de la Complutense de Madrid y otras instituciones, han encontrado restos dentales pertenecientes a un joven neandertal que habitó la cueva al final del Paleolítico Medio, hace unos 45.000 años. Conservados en el mismo estrato han aparecido fragmentos de piedra trabajada y huesos de animales. Y sin embargo, en el libro de la vida que forman las capas rocosas, a este bullicioso período le sigue un estrato superior en el que no hay absolutamente nada. Los científicos concluyen así que el individuo hallado representa el punto y final a la ocupación humana de la cueva de El Salt.

En apariencia, el hallazgo podría pasar por uno más entre la veintena de yacimientos neandertales descubiertos en la Península Ibérica. Pero los resultados, publicados en la revista Journal of Human Evolution, cobran una inmensa trascendencia al poner la lupa sobre las fechas y situarlas en contexto. En un segundo estudio que acompaña al anterior, los investigadores de la Laguna Bertila Galván, Cristo M. Hernández, Carolina Mallol y sus colaboradores detallan la cronología del enclave de El Salt y concluyen que la cueva fue vivienda humana entre 60.000 y 45.000 años atrás, hasta que el frío extremo puso fin a la última población neandertal del lugar. «Comenzamos a observar un declive progresivo en la población neandertal hace unos 49.000 años, que coincide con un empeoramiento climático hacia un clima más frío», explica Cristo M. Hernández a Ciencias Mixtas. «Por fin, en el 43.000 desaparece todo rastro de presencia humana. Los compañeros que trabajan con el registro faunístico han descrito la desaparición de otras especies a partir de estas mismas fechas, como la tortuga mediterránea, lo que indica que el impacto climático no solo afectó a las poblaciones humanas».

¿Qué significa esto? Hace dos años, en la revista Quaternary International, los mismos científicos analizaban los datos de todos los yacimientos neandertales ibéricos, llegando a la conclusión de que entre los últimos restos de esta especie y los primeros sapiens había una brecha, un espacio en blanco, y que este patrón sugería una desaparición de los neandertales en una época de clima riguroso, miles de años antes de que los sapiens se extendieran por la península. «Ocurre lo mismo que describimos en El Salt: por encima de las últimas ocupaciones neandertales hay un depósito estéril», señala Hernández. «No hay ningún caso donde tengamos ocupaciones de los primeros humanos modernos directamente encima de las últimas neandertales». No existen, destaca el investigador, restos humanos neandertales datados en la Península Ibérica que sean posteriores a hace 43.000 años.

Una de las piezas dentales halladas en El Salt, Alcoy (Alicante). Foto de Garralda et al., Journal of Human Evolution.

Una de las piezas dentales halladas en El Salt, Alcoy (Alicante). Foto de Garralda et al., Journal of Human Evolution.

Para Hernández y sus colaboradores, los nuevos hallazgos de El Salt no hacen sino confirmar la hipótesis de que nuestros primos humanos se marcharon antes de lo que creíamos. Pero ¿qué ocurre entonces con casos de fechas más recientes, como el de la cueva de Gorham? «Solo hay algunos yacimientos, como el caso de Gibraltar, que nos dan fechas recientes, pero obtenidas en estratos donde no hay restos humanos y donde la industria es muy poco diagnóstica», valora Hernández. «Lo que tienen datado es el estrato que cubre los grabados, pero ese estrato no tiene restos humanos y no sabemos con exactitud quién es el autor de esas industrias, que tampoco son muy abundantes». Una posibilidad es que los autores del hashtag de Gorham no fueran en realidad neandertales, sino sapiens como nosotros.

La clave de este cambio de interpretación está en la datación de los restos. «Muchos yacimientos que estaban datados con fechas recientes, como Jarama VI [Guadalajara] o Zafarraya [Granada], se han vuelto a datar con las últimas técnicas, que evitan la contaminación de las muestras, y se han atrasado las fechas», apunta el investigador. Y esto no solo ha ocurrido en la Península Ibérica: «Se acaba de publicar un trabajo en Nature que cubre todos los yacimientos europeos y que demuestra una desaparición más antigua de los neandertales». «No somos nosotros únicamente los que planteamos esto, hay otros equipos defendiendo lo mismo. Cada vez hay más grupos que están barajando esta posibilidad», afirma Hernández.

Así, los nuevos datos dibujan una cronología que separa los reinados de neandertales y sapiens en la Península Ibérica: los primeros desaparecieron hace unos 45.000 años, mientras que los segundos no llegaron hasta hace unos 40.000. «Hay un vacío de población hasta que llegan los primeros humanos modernos», resume Hernández. Si, como demuestran las pruebas genéticas, algo de sangre neandertal corre por nuestras venas, estas comunidades mixtas nunca vivieron en la península. Sencillamente, jamás llegamos a conocernos. Pero, si tal es el caso, al menos no fuimos culpables de este genocidio.

Lyuba, el bebé mamut que el hielo devolvió

Una de las pegas con las que se han topado siempre los estudios de la historia de la vida en la Tierra es lo disperso e incompleto del registro fósil. Los humanos, curiosos por naturaleza y con la capacidad intelectual para satisfacer esta curiosidad, se han dedicado desde antiguo a recoger especímenes de la naturaleza, una manía a la que debemos la ciencia de la biología y la existencia de colecciones maravillosas como la del Natural History Museum (NHM) de Londres, del que hablé en mi post anterior. Pero los humanos llevamos aquí solo unos instantes en tiempo geológico y, antes de nosotros, solo el propio planeta se encargaba de conservar restos biológicos para la posteridad. Y la Tierra es una pésima naturalista.

No todos los organismos pueden conservarse, ni en todos los lugares, ni en todo tipo de terrenos. Hacen falta unas condiciones concretas para que la huella de un ser vivo quede preservada y, aun en estos casos, hay que saber dónde buscarlas o tener la fortuna de encontrarlas. Por todo esto, no es raro que aún nos quede muchísimo por conocer, grandes espacios en blanco en el registro fósil que históricamente dieron pie a objeciones contra la validez de las primeras teorías evolutivas, desconociendo que era un defecto inherente al propio sistema. Hoy, seguir esgrimiendo los huecos en el registro fósil como argumentos contra la evolución biológica es como defender que la Tierra es plana dado que nuestros ojos desnudos aún no logran verla de otra manera.

Y a pesar de que el archivo histórico de la vida en la Tierra siempre estará inacabado, de vez en cuando la naturaleza nos ofrece casos tan fortuitos y perfectos de conservación que son casi milagros naturales. Un ejemplo son los ejemplares preservados en ámbar o resina fósil, que han traído hasta nosotros insectos de más de 200 millones de años de antigüedad. En el Parque Jurásico de Michael Crichton, llevado al cine por Steven Spielberg, los científicos clonaban dinosaurios a partir del ADN sanguíneo que los mosquitos habían chupado de los grandes reptiles del Mesozoico.

Otro gran conservante es, naturalmente, el hielo. En mi post anterior sobre el NHM londinense no mencioné que otro de los grandes atractivos para visitar el museo este verano ha sido la exposición temporal «Mammoths: Ice Age giants» (Mamuts: los gigantes de la Edad del Hielo), cuya pieza estelar era Lyuba, el mamut mejor preservado jamás descubierto. Lyuba era una cría de apenas un mes cuando hace 42.000 años se ahogó en el barro al cruzar un río con su rebaño. El lugar donde esto ocurrió, el norte de Rusia, a menudo devuelve organismos que aparecen cuando el suelo se descongela debido a los efectos del cambio climático.

Imagen de Lyuba tomada de la Wikipedia. Por desgracia, los responsables de la exposición en el NHM de Londres no permitían tomar fotografías del bebé mamut (y vigilaban constantemente). Foto de Matt Howry.

Imagen de Lyuba tomada de la Wikipedia. Por desgracia, los responsables de la exposición en el NHM de Londres no permitían tomar fotografías del bebé mamut (y vigilaban constantemente). Foto de Matt Howry.

La pobre Lyuba no tuvo mejor suerte tras su hallazgo en 2007 que en su corta vida: a punto estuvo de perderse para la ciencia cuando un familiar de su descubridor, un pastor siberiano, la intercambió por dos motonieves a un comerciante local. Durante el proceso Lyuba sufrió los mordiscos de algún perro, pero por suerte el empeño del pastor permitió que el bebé mamut llegara por fin al Museo Shemanovsky en la remota ciudad rusa de Salekhard, hoy su hogar permanente y un lugar tan improbable de visitar que la oportunidad de contemplarla en el NHM era casi una de esas ocasiones únicas en la vida.

Estar frente a Lyuba al otro lado de un simple vidrio, contemplar su cuerpo a tan corta distancia, ha sido una experiencia emocionante. Me costaba creer que aquel animal, tan intacto como si hubiera muerto hace un mes, llevara 374 siglos desaparecido cuando se construyó la Gran Pirámide de Keops. En sus patas aún se puede distinguir algún retazo de pelo, y sobre su piel se aprecian restos azules de depósitos minerales cristalizados y marcas causadas por el crecimiento de hongos después de su rescate. Incluso con esto, el hecho de que sufriera una especie de encurtido natural la ha conservado en un estado tan perfecto que los científicos han podido estudiar sus órganos y descubrir que había ingerido leche materna y materia fecal antes de morir.

La presencia de Lyuba en Londres forma parte de una exposición itinerante organizada por el Field Museum de Chicago (EE. UU.) y que en Europa solo ha tocado puerto en Reino Unido. Por desgracia, la etapa londinense ya concluyó y tanto Lyuba como el resto de las piezas de esta magnífica exposición regresan a EE. UU., donde podrán verse a partir del 28 de noviembre en el Museo de Historia Natural de Cleveland.

¿Somos el resultado de un bombardeo de radiación extraterrestre?

A nadie se le escapa que la radiación hace daño. Su efecto perjudicial se debe a que rompe la doble hélice de ADN, lo que desemboca en la muerte de la célula –de ahí la pérdida de pelo– o bien en reparaciones erróneas que pueden introducir mutaciones y con ello causar peligrosos desastres celulares, como el cáncer. Sin embargo, desde el punto de vista no de un individuo, sino de la población, la radiación y las mutaciones que provoca pueden ofrecer el sustrato sobre el que actúa la selección natural, acelerando la aparición de nuevas especies. Un ejemplo es la obtención de bacterias intestinales inmunes a la radiación que comentábamos aquí hace unas semanas. Aquellas Escherichia coli ultrarresistentes bien podrían considerarse una nueva especie, aunque no suele aplicarse este criterio cuando se trata de una evolución forzada en el laboratorio.

Ilustración del Brote de Rayos Gamma GRB 080319B, detectado en 2008, con dos rayos en direcciones opuestas. NASA.

Ilustración del Brote de Rayos Gamma GRB 080319B, detectado en 2008, con dos rayos en direcciones opuestas. NASA.

No es habitual que todos los organismos terrestres se vean sometidos a una alta dosis de radiación de forma global y repentina. Pero tampoco es impensable. Ciertas estrellas pueden sufrir una gran explosión que dispara chorros de radiación intensa a través del cosmos. Estos fenómenos, conocidos como Brotes de Rayos Gamma (BRG), se han observado con cierta periodicidad en el universo. Y si por casualidad la Tierra se encuentra justo en la trayectoria de un rayo potente, temblad, terrícolas. Se ha propuesto que los BRG pueden haber causado alguna de las cinco extinciones masivas de la historia de nuestro planeta, como la acaecida entre el Ordovícico y el Silúrico hace 440 millones de años, la segunda más devastadora de las cinco.

Sin embargo, y dado que la frontera entre extinción y especiación es delgada, algunos científicos juegan con la idea de que un BRG haya podido actuar como motor de la evolución biológica en alguna época de la historia de la Tierra. Y una candidata golosa es la llamada Explosión Cámbrica, un súbito acelerón en la aparición de nuevas especies que ocurrió hace unos 540 millones de años y que sacó del sombrero biológico la mayor parte de los grandes grupos de organismos llamados filos, como los artrópodos, los moluscos o los cordados, a los que pertenecemos. De hecho, la churrera de especies que representó la Explosión Cámbrica se ha denominado el «dilema de Darwin», ya que el propio padre de la evolución por selección natural escribió en El origen de las especies: «A la cuestión de por qué no encontramos ricos depósitos fosilíferos pertenecientes a estos períodos tempranos previos al sistema Cámbrico, no puedo dar una respuesta satisfactoria».

Los físicos Pisin Chen, de la Universidad Nacional de Taiwán y el Instituto Kavli de Astrofísica de Partículas y Cosmología de la Universidad de Stanford (EE. UU.), y Remo Ruffini, de la Universidad La Sapienza de Roma (Italia), han llevado esta hipótesis a la pizarra y han descubierto que las cuentas cuadran. Los autores han tomado como variable el radio mínimo dentro del cual es probable que la Tierra haya sufrido el impacto de al menos un BRG en sus casi 5.000 millones de años de historia, que resulta ser de unos 1.500 años luz.

Reconstrucción de un mar del Cámbrico. Ghedoghedo.

Reconstrucción de un mar del Cámbrico. Ghedoghedo.

Para calcular la dosis de radiación recibida por la Tierra en este supuesto, los investigadores han considerado la densidad atmosférica existente en aquella época. «Las pruebas indican que la atmósfera del Cámbrico contenía sobre todo nitrógeno con una densidad comparable al nivel presente, mientras que la abundancia del oxígeno era solo un pequeño porcentaje del valor actual», escriben los científicos en su estudio, disponible en arXiv.org y aún pendiente de publicación. Con este valor de densidad, Chen y Ruffini calculan que la radiación recibida en la Tierra pudo ser letal para las especies aéreas, pero no para las acuáticas. «Afortunadamente, la mayoría de los organismos en el Cámbrico vivían en aguas someras», escriben. «Los organismos marinos que vivían […] bajo la superficie pudieron sobrevivir al impacto sufriendo mutaciones inducidas en su ADN». Con todo ello, los autores concluyen que «un GRB es la única entre todas las fuentes propuestas, terrestres y extraterrestres, de extinciones masivas que puede proporcionar una explicación a esta génesis en masa».

Chen y Ruffini exploran también las consecuencias de su hipótesis en cuanto a la posibilidad de que en tiempos del Cámbrico pudiera existir vida fuera de la Tierra. «Esto puede tener implicaciones en la extinción de la vida en Marte, cuya atmósfera es mucho más tenue», reflexionan. Por otra parte, sugieren que la idea «impone restricciones» a la teoría de la panspermia, según la cual los microorganismos podrían viajar por el espacio a bordo de asteroides y sembrar la vida en otros planetas. «Los microorganismos primitivos sin protección transportados por rocas interestelares habrían podido quedar esterilizados tras su exposición a un BRG», pero «estas semillas de panspermia podrían haber evitado la destrucción si su velocidad de migración y colonización fuera más rápida que la tasa de BRG».

Con todo, no hay que perder de vista que se trata tan solo de un ejercicio de especulación teórica, aunque las ecuaciones de Chen y Ruffini encajen en la hipótesis como el pie de Cenicienta en el zapato. A su favor, los físicos alegan que «una posible prueba de este origen propuesto para la Explosión Cámbrica sería la abundancia anómala de ciertos isótopos en registros geológicos del período Cámbrico», un indicio que según los autores es coherente con su hipótesis. Pero aún deberá recorrerse un largo camino antes de poder afirmar que los terrícolas somos el resultado fortuito de un bombardeo de radiación extraterrestre.

El último mastodonte ibérico vivió en el ‘Serengeti español’

Al inicio del Pleistoceno, entre 2 y 2,5 millones de años atrás, un hipotético visitante habría podido disfrutar de un auténtico safari en lo que hoy es la comarca granadina de Guadix. Elefantes, jirafas, felinos con dientes de sable, rinocerontes, guepardos, lobos, cebras o hienas, y así hasta 38 tipos de animales, incluyendo 24 grandes mamíferos, poblaban un ecosistema en el que convivían especies autóctonas con inmigrantes africanos y asiáticos, y que no tiene parangón en todo el registro fósil de la época en la Península Ibérica.

Interior del Centro Paleontológico Fonelas P-1. IGME.

Interior del Centro Paleontológico Fonelas P-1. IGME.

Dos millones de años después, científicos del Instituto Geológico y Minero de España (IGME) están rescatando y preservando este colosal tesoro fósil gracias a la Estación Paleontológica Valle del Río Fardes, la primera instalación estatal de su clase en España dedicada a la investigación, la divulgación y la docencia. Su primera fase, el Centro Paleontológico Fonelas P-1, abrirá sus puertas al público la próxima Semana Santa para quien quiera pasar sus vacaciones viajando a un Serengeti prehistórico y rematar el safari con una tapa de jamón de Trévelez, solo o con habas.

La última joya del enclave ha aparecido en forma de mandíbula de elefante, una pieza que los investigadores del IGME Guiomar Garrido y Alfonso Arribas rescataron a menos de un kilómetro de Fonelas P-1 y que se describe en un estudio publicado en la revista de acceso abierto Palaeontologia Electronica. Y no es un elefante cualquiera: las características del maxilar y de los dos molares que conserva no solo demuestran que se trata de una nueva subespecie nunca antes descrita, sino que además representa el último mastodonte que habitó la Península Ibérica, entre 2,5 y 2,4 millones de años atrás.

Reconstrucción de un 'Anancus arvernensis' en el Parque del Plioceno en Dorkovo (Bulgaria). Спасимир/Wikipedia

Reconstrucción de un ‘Anancus arvernensis’ en el Parque del Plioceno en Dorkovo (Bulgaria). Спасимир/Wikipedia.

«Rápidamente lo asignamos a un mastodonte, pero ya en el laboratorio descubrimos que tenía características que no eran comunes a la típica especie que habitaba la Península Ibérica por entonces, el Anancus arvernensis«, resume Garrido a Ciencias Mixtas. «Tenía caracteres muy primitivos, pero otros más evolucionados, como el menor tamaño, lo que corresponde a animales más modernos. Este es el mastodonte más pequeño registrado, y el más moderno en la Península Ibérica». El animal, también llamado gonfoterio, ha sido bautizado como Anancus arvernensis mencalensis. Era bastante similar a un elefante actual, ligeramente más pequeño que el africano con una altura de entre 2,5 y tres metros, pero con unos colmillos descomunales.

Adiós, mastodontes; hola, mamuts

Uniendo las piezas del puzle prehistórico, los investigadores de Fonelas reconstruyen qué estaba ocurriendo por entonces en la campiña granadina cuando aquel último mastodonte mordió el polvo en la Hoya de Guadix. «Justo en ese período de cambio del Plioceno al Pleistoceno se produce una crisis climática en África y se observan cambios faunísticos en la Península Ibérica», señala Garrido. «Esta población de mastodontes quedó aislada y tuvo que adaptarse a un clima más árido. Luego comenzaron a llegar los primeros mamuts y estos mastodontes se extinguieron».

Fragmento de mandíbula de mastodonte hallado en Fonelas. Garrido y Arribas, IGME.

Fragmento de mandíbula de mastodonte hallado en Fonelas. Garrido y Arribas, IGME.

Pese a todo, el nuevo mastodonte es para Garrido casi «una anécdota» en el contexto de Fonelas, «un punto caliente de biodiversidad hace dos millones de años» y un regalo que debemos agradecer a unos animales no siempre bien apreciados: las hienas. «Fonelas P-1 era un cubil de hienas en el margen de un meandro abandonado, y los huesos de sus presas quedaron atrapados bajo el agua en la siguiente estación de lluvias», explica Garrido, que no disimula el orgullo al repasar el elenco de su prehistórico zoo: «Entre las especies tenemos la cabra más antigua conocida, y una jirafa, que pensábamos que en la Península se habían extinguido en el Plioceno, y que sin embargo es la misma que se ha hallado en Grecia, Rumanía, Turquía y Tayikistán».

Fue por entonces cuando otros peculiares animales irrumpieron en aquel Edén biológico. «Es el ecosistema que vieron los primeros homínidos cuando comenzaron a llegar en aquella época», dice la paleontóloga. El resto ya es historia: nosotros permanecimos, ellos desaparecieron. En otro estudio publicado esta semana en la revista PNAS, investigadores daneses muestran que los grandes mamíferos eran los arquitectos de los paisajes templados europeos antes de su extinción asociada a la presencia del hombre moderno, y lanzan una curiosa propuesta: repoblar nuestros campos con grandes herbívoros para restaurar ecosistemas variados y autosostenibles. El coautor del trabajo Rasmus Ejrnæs, de la Universidad de Aarhus, sugiere así «hacer sitio a los grandes herbívoros en el paisaje europeo y posiblemente reintroducir animales como ganado salvaje, bisontes e incluso elefantes».