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Adiós, Ziggy, marciano, heterocrómico y anisocórico

David Bowie ha sido uno de los músicos más importantes en mi vida. Para quienes nos criamos musicalmente en los 80, en aquel electrizante cocido madrileño luego bautizado con un nombre que algunos denostamos, Bowie era una especie de gurú, una referencia constante, una influencia ineludible en toda la música que escuchábamos e incluso hacíamos. Por entonces hasta tuve una novia cuyo perro se llamaba Zowie, el alias del hijo de Bowie, creador de esa maravilla de película titulada Moon. Esta mañana se me ha caído el cigarro de la boca al escuchar una noticia que literalmente me ha disparado un calambre bajo el vello de los brazos.

ZiggyStardust

En este blog he mencionado a Bowie varias veces, viniera a cuento o no. Anteayer mismo recordaba su cumpleaños, coincidente con el mío. Su Starman me sirvió para poner música de fondo a recientes especulaciones sobre la posible vida alienígena. El delirio espacial estuvo presente en algunos de sus más famosos temas. Ziggy Stardust, uno de mis diez discos favoritos de todos los tiempos, fue una de las dos mejores óperas rock espaciales jamás escritas.

Vaya, no podía resistir hoy la tentación de dejar aquí mi lamento por la pérdida. Pero por traer algo que guarde relación con la temática de este blog, vale la pena recordar uno de los rasgos físicos más famosos y controvertidos de Bowie: sus ojos. Tradicionalmente hemos escuchado que ambos eran de distinto color, uno azul y otro tirando a marrón.

El color de los ojos es un fenómeno inesperadamente complejo. Según una revisión reciente, el color resultante depende de la interacción de varios factores: los gránulos de pigmento y su concentración en distintas capas del iris, la naturaleza del pigmento y las propiedades ópticas de la matriz que rodea a las células pigmentadas. Es decir, que una parte del color se debe al pigmento y otra es estructural, debida a la interacción de las ondas de luz con la forma de una superficie, como ocurre, por ejemplo, con las plumas de los pavos reales. En cuanto al pigmento, es casi todo melanina, pero en formas distintas que dan colores oscuros, rojizos o amarillentos. En otras palabras: las personas con ojos azules no tienen un pigmento azul, sino que su coloración aparente proviene de una interacción óptica compleja, y este es también el motivo de que el tono pueda variar con la iluminación.

Existe una condición llamada heterocromía que puede teñir ambos ojos de distintos colores debido a una distribución irregular de la melanina. Esta extravagancia ocular se conoce desde tiempos de Aristóteles, que la describió en su pupilo Alejandro Magno; tanto él como su caballo Bucéfalo eran «heteroglaucos», según el filósofo. Hoy tenemos otros casos populares como el Blues Brother Dan Aykroyd o el superduro Jack Bauer, Kiefer Sutherland. La heterocromía a menudo aparece como consecuencia de una enfermedad, aunque puede tener un origen genético que los expertos aún no han llegado a definir con claridad.

Los ojos de Bowie en una foto de 2009. Recorte de una imagen de Wikipedia.

Los ojos de Bowie en una foto de 2009. Recorte de una imagen de Wikipedia.

Por otra parte, algunas reseñas biográficas de Bowie apuntan que el suyo no era un caso de heterocromía, sino de anisocoria, una diferencia entre los tamaños de ambas pupilas. Cuentan que a sus 15 años se enzarzó en una pelea con un amigo que le golpeó en la cara, clavándole la uña en el ojo, y que a resultas de esta lesión la pupila izquierda quedó permanentemente dilatada. La diferencia en el tamaño de las pupilas de Bowie es evidente, pero en muchas fotografías parece también que ambos iris son de distinto tono (ver, por ejemplo, aquí o aquí, o en la foto que incluyo). Es más, repasando algunas imágenes se diría que la diferencia de color se ha acentuado con los años. Así que el caso de Bowie podría reunir ambas condiciones, anisocoria y heterocromía.

De hecho, no es descabellado que el diferente color pueda aparecer como consecuencia de un traumatismo que afecte también al mecanismo muscular del iris y, por tanto, a la dilatación de la pupila. Existe una enfermedad denominada síndrome de Horner, causada por un daño en un circuito nervioso llamado tronco simpático, en la que el ojo con la pupila de mayor tamaño suele aparecer con un iris más oscuro. Esta dolencia puede ser congénita, pero también puede aparecer a causa de un trauma o incluso de una intervención médica.

No he podido encontrar ningún estudio científico que haya analizado en detalle la peculiaridad de los ojos de Bowie. Sea cual fuera la verdad completa sobre su mirada magnética, es un pequeño secreto que se ha llevado a la tumba, junto con un talento tan inusual que era casi de otro planeta. Ziggy Stardust ha regresado a las estrellas.

¿Contrajo Bruce Dickinson (Iron Maiden) un cáncer por el sexo oral?

El pasado agosto Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, se vio obligado a forzar el aterrizaje de su precioso triplano Fokker Dr.I (el mismo modelo en el que volaba el Barón Rojo) en una base de la Fuerza Aérea británica cuando se quedó sin combustible. El 4 de este mes, la banda ha lanzado The Book of Souls, su decimosexto álbum de estudio, después de una pausa de cinco años. Próximamente la web oficial del grupo anunciará las fechas de una grandiosa gira que en 2016 recorrerá el mundo a bordo del nuevo Ed Force One, un Boeing Jumbo 747 que Dickinson aún está aprendiendo a pilotar. Y hablando de todo un poco para los medios con ocasión del nuevo disco, Dickinson ha dicho que en 1988 se contuvo para no aporrear a Axl Rose (Guns N’ Roses) por burlarse del público canadiense francoparlante, y que aún se arrepiente de no haberlo hecho (y yo de que no lo hiciera).

Bruce Dickinson en 2003. Imagen de Wikipedia.

Bruce Dickinson en 2003. Imagen de Wikipedia.

Pero el motivo por el que vengo a contar todo esto no es solo un maidenismo confeso que difícilmente tendría cabida de por sí en este blog. Además de todo lo anterior, Dickinson ha revelado que este año ha recibido tratamiento por un cáncer de lengua. Y que la causa de su enfermedad ha sido aquello que Anaïs Nin llamaba «canibalismo sensual», y que Verlaine describía más o menos así: «Deja que mi cabeza vague y se pierda en la aventura en busca de la sombra y el olor, en una misión encantadora hacia los sabores de tu gloria secreta».

O sea: sexo oral.

Pero ¿tiene sentido la sospecha de Dickinson?

La mala noticia es que sí. El potencial culpable es el Virus del Papiloma Humano (VPH). Con sus más de 150 variantes, el VPH se transmite por vía sexual, en ambos sexos y a través de cualquiera de los órganos que participen en la fiesta, en cualquiera de las combinaciones que a uno se le puedan ocurrir (incluyendo la más inocente: boca a boca).

En la mayor parte de los casos, probablemente el VPH no induce ningún síntoma; de hecho, el Centro para el Control de Enfermedades de EE. UU. estima que «la mayoría de hombres y mujeres sexualmente activos contraerán al menos un tipo de VPH en algún momento de sus vidas». De quienes sí desarrollan síntomas, los más leves se limitarán a verrugas genitales. Pero en algunos casos, y sin que se sepa exactamente por qué, el VPH puede provocar cáncer. El más divulgado, y el que ha impulsado las campañas de vacunación, es el de cuello de útero. Pero el VPH también puede causar cánceres en vulva, vagina, pene, ano, garganta, lengua y amígdalas.

Hace un par de años, el actor Michael Douglas declaró que su cáncer de garganta se debía también al sexo oral. Según el CDC, el VPH causa unos 1.700 cánceres de garganta en mujeres y unos 6.700 en hombres cada año, solo en EE. UU. En 2011 un estudio calculó que entre 1988 y 2004 el número de cánceres de garganta positivos para el VPH había aumentado un 225% en aquel país. La Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia estima que el VPH está adelantando al tabaco como causa mayoritaria de cánceres orales en la población menor de 50 años.

El problema es «bastante serio», en palabras de Dickinson. Lo cual resulta curiosamente parco para el cantante de un grupo que suele recrearse en una épica grandilocuente, y que además está sufriendo las peores consecuencias de este maldito virus.

¿Qué hacer? El primer frente de combate es la vacunación, pero solo sirve para adolescentes de ambos sexos antes de que inicien su actividad sexual. Para el resto de nosotros ya es demasiado tarde. En este caso se aplica la clásica precaución de utilizar preservativos, pero ¿qué hay del sexo oral? La Facultad de Medicina de Harvard recomienda usar algo llamado dique dental, consistente en una pieza cuadrada de látex que se emplea en cirugía dental, y que en el caso del sexo oral evita el contacto directo de la boca con los genitales.

Eso sí: adiós a los sabores de la gloria secreta de los que hablaba Verlaine.

¿Le gustan el heavy metal o el punk? Dicen que es usted analítico

Nadie tiene que descubrirnos el hecho de que los gustos musicales están relacionados con aspectos de nuestra personalidad. Asociamos músicas a generaciones, tipos sociales, ideologías, niveles económicos… Difícilmente imaginamos a Michael Nyman sonando en una prisión, como tampoco esperaríamos encontrarnos a Lord Everett Wingham Honeycott-Lancaster, si existiera, bailando Los coches de choque de Los Desgraciaus. Decía Woody Allen que escuchando a Wagner le entraban ganas de invadir Polonia. Sin embargo, podríamos llegar a sorprendernos. Si, como dicen, Lady Gaga es fan del heavy metal, ¿por qué entonces hace lo ¡¡&%$&#@!! que hace?

James Hetfield (Metallica). Imagen de Mark Wainwright / Wikipedia.

James Hetfield (Metallica). Imagen de Mark Wainwright / Wikipedia.

Otra cosa es que sepamos en qué consiste y cómo se articula esa relación entre personalidad y música, o por qué algunos estilos nos elevan por la escalera hacia el cielo mientras que otros nos desatan la repulsa desde la fibra más honda de nuestro ser. O por qué hay quienes valoran más el mérito en la composición y/o en la interpretación que la capacidad sensorial, sensual o visceral de la música, o viceversa. O si sentimos más la música en el cerebro o en las caderas. O hasta qué punto nuestras preferencias vienen condicionadas por lo que sonaba en casa, una derivación más del viejísimo debate que en biología se conoce como Nature versus Nurture, o genética contra ambiente.

Los psicólogos hablan de cinco principales factores de personalidad a los que denominan The Big Five: apertura, extroversión, responsabilidad, amabilidad e inestabilidad emocional. Algunos estudios han tratado de vincular estas grandes dimensiones con los gustos musicales, entresacando ciertos patrones. Ahora, el saxofonista de jazz e investigador de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) David Greenberg ha estudiado una relación interesante, la de los estilos musicales con la dicotomía emocional/intelectual.

Para ello, Greenberg ha empleado el modelo desarrollado por Simon Baron-Cohen (sí, a mí también me intrigaba, y al parecer son primos) llamado teoría de empatización-sistematización (E-S). Según Baron-Cohen, los individuos nos situamos en un punto de la escala entre dos extremos, el empatizador, que identifica y responde a las emociones de otros, y el sistematizador, que analiza reglas y patrones. Siguiendo este modelo, los psicólogos emplean cuestionarios para determinar si una persona es empatizadora, sistematizadora o equilibrada entre ambos extremos.

Como muestra de estudio, Greenberg reunió a 4.000 usuarios de la app myPersonality de Facebook, sometiéndolos a diferentes tests para definir su perfil y sus preferencias musicales. Los resultados muestran que los más empáticos prefieren música más blanda, incluyendo estilos como el country, folk, cantautores, rock suave, pop, jazz, Rythm&Blues/Soul, música electrónica contemporánea o ritmos latinos, mientras que los sistemáticos se decantan por los estilos más intensos, como el punk, el hard rock o el heavy metal. De hecho, concluye Greenberg, “el estilo cognitivo [de un individuo] –si es fuerte en empatía o fuerte en sistemas– puede predecir mejor su preferencia musical que su personalidad”.

“Los individuos de tipo E [más empáticos] prefirieron música caracterizada por una baja agitación (atributos de suavidad, calidez y sensualidad), valencia negativa (depresión y tristeza) y profundidad emocional (poética, relajante y amable), mientras que los tipo S [más sistemáticos] prefirieron música de alta excitación (fuerte, tensa y excitante) y aspectos de valencia positiva (animación) y profundidad cerebral (complejidad)”, escriben los investigadores en su estudio, publicado en PLOS One.

Para definir con más precisión los rasgos musicales que más atraen a cada uno de los dos tipos, los investigadores también estudiaron las preferencias dentro un mismo género concreto. De este modo pretendían evitar una posible contaminación por factores personales o culturales, además de huir del convencionalismo de las “etiquetas artificiales desarrolladas a lo largo de décadas por la industria discográfica, y que contienen definiciones ilusorias y connotaciones sociales”. Dicho de otra manera: la etiqueta “rock” es aplicable a estilos tan diferentes como los de Billy Joel o Guns N’ Roses. Incluso en la música clásica, la pasión impura de Tchaikovsky o la grandilocuencia de Wagner están muy alejadas, por ejemplo, del mecanicismo aséptico del barroco.

Así, Greenberg y sus colaboradores han comprobado que, por ejemplo en el caso del jazz, los empáticos prefieren el más suave y dulce, en la línea de Louis Armstrong o del swing de los años 30 y 40, mientras que los sistemáticos se decantan por el más complejo y vanguardista al estilo de John Coltrane. Las conclusiones de Greenberg traen a la memoria casos que conocemos en la cultura popular: el personaje de Hannibal Lechter, un tipo S patológico, se deleitaba escuchando las Variaciones Goldberg de Bach.

El estudio tiene dos posibles aplicaciones prácticas. Por un lado, según Greenberg, “se invierte un montón de dinero en algoritmos para elegir qué música puede apetecerte escuchar, por ejemplo en Spotify y Apple Music. Sabiendo el estilo de pensamiento de un individuo, en el futuro estos servicios podrían ser capaces de refinar sus recomendaciones musicales para cada uno”. Pero más allá de la industria musical, Greenberg augura una posible utilidad de sus investigaciones en el campo del autismo. De hecho, esta es la especialización de Baron-Cohen (Simon, no Sacha), que también ha participado en el estudio y que enfoca este conjunto de trastornos dentro del modelo E-S, por las habituales dificultades de las personas con autismo para empatizar.

Les dejo aquí dos vídeos de sendos grandes temas que Greenberg y sus colaboradores sugieren como modelos: para los más empáticos, Crazy little thing called love, de Queen; y para los más sistemáticos, Enter Sandman, de Metallica.


Noticia fresca: el heavy metal y el punk son buenos para nuestra salud emocional

Lo hemos visto y escuchado mil veces: en las películas de acción, el psicópata viaja en una destartalada furgoneta en la que suenan heavy metal o punk, mientras que los buenos escuchan pegadizos éxitos poperos. La música fuerte, el rock duro en todas sus variaciones, potencia nuestras ganas de pisar cabezas y atropellar ancianas, convirtiéndonos en potenciales delincuentes, si es que previamente aún no existía una ficha policial a nuestro nombre.

Paul Simonon destroza su bajo contra el escenario en la portada del álbum de The Clash 'London Calling'. Imagen de Epic Records.

Paul Simonon destroza su bajo contra el escenario en la portada del álbum de The Clash ‘London Calling’. Imagen de Epic Records.

Sin embargo, los que practicamos este culto casi desde nuestra tierna infancia sabemos que no es así; ni las letras provocadoras e incluso agresivas, ni los guitarrazos contundentes –ya sean rasgando las cuerdas o incluso en el sentido más literal, estrellándola contra la tarima del escenario– sacan de nosotros ningún ánimo socialmente nocivo; como me contaba Milo Aukerman, vocalista de Descendents, con ocasión de un reportaje sobre ciencia y punk, lo que provoca la música visceral es “euforia pura”, una capacidad de “inspirar y excitar”.

Ahora, un nuevo estudio viene a darnos la razón. Dos investigadoras australianas han descrito que tanto el punk como el heavy metal u otros estilos de lo que llaman “música extrema”, como el hardcore, emo, death metal o screamo, “resultan en un aumento de las emociones positivas” y ofrecen “una manera saludable de procesar la furia” para quienes disfrutamos de ellos, según escriben en su estudio, publicado en la revista Frontiers in Human Neuroscience.

Leah Sharman y Genevieve Dingle, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Queensland, en Brisbane, reclutaron a 39 voluntarios aficionados a estilos de “música extrema” de entre 18 y 34 años. En primer lugar, les pidieron que durante 16 minutos rememorasen experiencias personales desagradables que les causaran furia o estrés. Después de este período de estimulación, debían escuchar música elegida por ellos durante diez minutos, o bien permanecer en silencio durante el mismo período. Las investigadoras monitorizaron el ritmo cardíaco de los participantes y al final del experimento los sometieron a un test estandarizado de emociones positivas y negativas.

Las psicólogas comprobaron que la música amansa a la fiera que llevamos dentro. El recuerdo de las experiencias dolorosas elevaba el ritmo cardíaco, que se mantenía alto mientras los participantes escuchaban música que expresaba su estado de ánimo. “La mitad de las canciones elegidas contenían temas de furia o agresión, mientras que el resto contenían temas como, aunque no limitados a, aislamiento y tristeza”, cuenta Sharman en una nota de prensa. Pero el estado final después del proceso era de calma y sentimientos constructivos: “la música regulaba la tristeza y potenciaba las emociones positivas”, dice la psicóloga. “Los participantes manifestaron que utilizan la música para potenciar su felicidad, sumergirse en sentimientos de amor y fomentar su bienestar”. Así, la música ejerce una función “autorreguladora” más beneficiosa que el silencio.

Lo más destacable del estudio es tal vez que las investigadoras encuentren ese factor de inspiración del que hablaba Aukerman. “El cambio más significativo registrado fue el nivel de inspiración que sentían”, señala Sharman. Con todo, las dos psicólogas son conscientes de que su abordaje experimental es limitado y que no examina en detalle los elementos y motivaciones individuales, como tampoco puede generalizarse a un contexto social real.

Pero sus resultados tampoco son triviales: las investigadoras citan una buena lista de estudios anteriores que han tratado de demostrar una traslación directa de estas formas de música en comportamientos hostiles y violentos, delincuencia, abuso de sustancias, conductas suicidas o violencia contra las mujeres. Incluso la Academia de Psiquiatría de la Infancia y Adolescencia de EE. UU. advierte a los padres para que “ayuden a sus adolescentes prestando atención a los patrones de lo que compran, descargan, escuchan o visualizan, para ayudarles a identificar la música que puede ser destructiva”.

Los tópicos pueden ser erróneos, pero hay que demostrarlo, y el estudio de Sharman y Dingle ofrece un buen cambio de rumbo. Por mi parte, solo puedo añadir que a los fans de algunas de esas formas de “música extrema” lo que verdaderamente podría desatarnos comportamientos violentamente hostiles sería que nos obligaran a escuchar a Beyoncé o a Dani Martín.

Aprovechando la circunstancia, les dejo aquí un vídeo grabado por un servidor (la calidad es la correspondiente a un teléfono móvil de lo más básico) la semana pasada durante el concierto de Kiss en el Palacio de los Deportes de Madrid. Que, por cierto, congregó a una amplísima muestra social, incluyendo a muchos niños con sus caras convenientemente pintadas a lo Gene Simmons o Paul Stanley. Disfruten de Love Gun. Paz, hermanos.