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Ojo con la distracción: la contaminación plástica es un problema, no «el» problema

Dado que la COP25 ha elevado la cuestión medioambiental al primer plano de la actualidad, no resulta raro que en los medios se esté tratando el problema de la contaminación plástica. Pero cuando casi parece que se está hablando más sobre plástico que sobre emisiones, es importante subrayar lo obvio: la COP (siglas en inglés de Conferencia de las Partes) es una reunión sobre cambio climático, no un congreso sobre medio ambiente en general. Y aunque el plástico sea un problema, no es el problema.

Algunos expertos llegan a alertar de que, en general, cargar demasiado las tintas sobre el plástico está distrayendo de lo principal y permitiendo a los grandes emisores de gases de efecto invernadero (GEI) hacerse un lavado de cara ante el público mientras siguen sin recortar sus emisiones. Que sí es el problema.

Campaña de Greenpeace contra los plásticos en 2017. Imagen de Greenpeace.

Campaña de Greenpeace contra los plásticos en 2017. Imagen de Greenpeace.

Para ser justos, debe aclararse que el plástico no es inocente respecto al cambio climático. Al fin y al cabo, y dado que el 99% de los plásticos se obtienen del petróleo, esta industria mantiene la altísima demanda de combustibles fósiles. Además de esto, un informe reciente del Center for International Environmental Law (informe, no estudio científico) estimaba que el ciclo de vida completo del plástico produce 0,86 gigatoneladas de CO2 al año. Para hacernos una idea, el transporte emite 6,9 (un 14% del total) y la ganadería 2,3 (un 5% del total); si bien es esencial subrayar que estos dos últimos datos se refieren solo a las emisiones directas, mientras que el del plástico abarca todo el ciclo de vida, por lo que las cifras no son comparables.

Pero algo sí puede concluirse de ello, y es que centrar la atención en algo que durante todo su ciclo de vida produce ocho veces menos GEI que el humo que sale por los tubos de escape, pues sí, como dicen los investigadores Rick Stafford y Peter J. S. Jones, puede sonar un poco a distracción.

«Distracción» no significa que no haya que ocuparse del problema de los plásticos. Stafford y Jones son expertos en biología y conservación marina, respectivamente (y sin intereses en la industria del plástico, según su declaración), y es evidente que conocen de primera mano los daños que las redes o las bolsas provocan a la fauna de los océanos. «Las noticias medioambientales han estado dominadas por la cuestión de la contaminación plástica», escribían hace unos meses. «Así que no es sorprendente que muchas personas piensen que los plásticos del océano son la amenaza medioambiental más grave del planeta. Pero este no es el caso».

Por muy virales que resulten las fotos y vídeos de la contaminación plástica, arguyen los investigadores, «no hay estudios concluyentes al nivel de poblaciones de los efectos de la contaminación plástica. Los estudios sobre los efectos tóxicos, sobre todo para los humanos, a menudo se exageran. La investigación muestra, por ejemplo, que el plástico no es una amenaza tan grave para los océanos como el cambio climático o la sobrepesca».

Por lo tanto y según Stafford y Jones, el plástico es «una amenaza relativamente menor» que desvía la atención hacia una «verdad conveniente», ya que «las corporaciones y los gobiernos se centran en el plástico para presentarse como verdes».

Al mismo tiempo, sirve para tranquilizar conciencias: para estos investigadores, las medidas de reducción del uso de plásticos en el hogar y en la vida cotidiana son «la clásica respuesta neoliberal»; es decir, una manera de no reducir el sobreconsumo –raíz del problema–, sino simplemente reencauzarlo hacia lo que otros expertos han llamado un «materialismo verde».

Esto es lo que ha matado a dos millones de murciélagos en España

Esta semana se ha celebrado una reunión entre responsables del Ministerio para la Transición Ecológica (MITECO) y representantes de la Asociación Española para la Conservación y el Estudio de los Murciélagos (SECEMU), la entidad que agrupa a los científicos y otras personas dedicadas a la investigación y conservación del grupo de mamíferos con mayor número de especies en los ecosistemas terrestres españoles: por aquí contamos nada menos que con 35 especies, y en todo el mundo superan las 1.300, siendo la quinta parte de todos los mamíferos que existen y el segundo grupo más numeroso después de los roedores.

Nos acordamos poco de los murciélagos, quizá porque sus costumbres los suelen mantener a escondidas de nosotros, y tal vez porque han sido objeto de supersticiones y leyendas; curiosamente, la existencia de murciélagos hematófagos (bebedores de sangre) en América se conocía al menos desde 1526, aunque estos animales no aparecieron en la literatura científica hasta 1810. Entonces se tiró del viejo mito euroasiático de los vampiros para llamar así a estos murciélagos tropicales de América. Enterado de ello o quizá no, que al parecer no está claro, en 1897 Bram Stoker decidió que su famoso conde Drácula podía transformarse en murciélago o en lobo, y de aquella novela inmortal –o deberíamos decir no-muerta– nació la idea de asociar a los murciélagos con los vampiros de ficción.

Pero aunque la obra de Stoker nos legara uno de los iconos imprescindibles de la cultura popular, si los murciélagos pudieran opinar sin duda renegarían de una novela que ha hecho tanto daño a su imagen. Por supuesto, sobra decir que no hay murciélagos hematófagos en Europa, y que los americanos no suelen morder a los humanos. Pero la aparición casual de un murciélago en una vivienda provoca en muchos casos más miedo que fascinación.

Por supuesto que manipular un murciélago sin unos gruesos guantes protectores no es una buena idea, pero lo mismo puede decirse de cualquier animal salvaje que podamos encontrarnos. Y quienes tenemos la suerte de poder contemplar sus revoloteos al atardecer, mientras cumplen la importante misión de mantener las poblaciones de insectos a raya, lo que sentimos es pura fascinación.

Un murciélago de cueva Miniopterus schreibersii, la especie en la que se encontró el virus de Lloviu. Imagen de Steve Bourne / Wikipedia.

Un murciélago de cueva Miniopterus schreibersii. Imagen de Steve Bourne / Wikipedia.

Hasta que ese vuelo queda bruscamente interrumpido por las aspas giratorias de un aerogenerador o molino eólico. Lo cual no es un fenómeno raro, sino inusitadamente común; tanto que en los últimos 20 años han muerto en España dos millones de murciélagos a causa de los parques eólicos. Y este ha sido precisamente el motivo de la reunión del Comité de energía eólica de la SECEMU con los responsables del MITECO.

Obviamente, la SECEMU reconoce «la necesidad de promover, desarrollar y optimizar sistemas de aprovechamiento energético sin emisiones asociadas», dicen en una nota de prensa. Sin embargo, añaden que una energía considerada limpia debe respetar el medio ambiente en el que se produce, y parece claro que este no es el caso de los parques eólicos.

Durante años se ha hablado del daño que estas instalaciones causan a las poblaciones de aves, pero el caso de los murciélagos ha pasado hasta ahora bajo el radar de los medios y del público: actualmente, dice la SECEMU, «los parques eólicos convencionales se han convertido ya en la primera causa de mortalidad de los murciélagos a nivel mundial», y «el número de ejemplares muertos es además notablemente superior al de las aves».

En contra de lo que a veces se cree, los murciélagos no son ciegos. De hecho, algunos de ellos ven mejor que nosotros, sobre todo en condiciones de poca luz. Según las especies, las hay que ven colores e incluso el ultravioleta, pero muchas de ellas tienen además un sexto sentido: la ecolocalización, el sonar que les permite escuchar el entorno y sus obstáculos por el eco de los sonidos que ellos mismos producen.

Claro que probablemente ni la vista ni la ecolocalización sirven de mucho cuando a un pequeño animalito se le viene encima una inmensa aspa giratoria a toda velocidad. Según la SECEMU, con 20.306 turbinas eólicas funcionando en España, y creciendo, no es de extrañar que la expansión de estos generadores esté ya amenazando la supervivencia de algunas especies de murciélagos. Y el panorama en otros países europeos y en Norteamérica es similar. Se da el agravante, añade la SECEMU, de que estos animales se recuperan muy mal de la zozobra de sus poblaciones, ya que las hembras generalmente solo tienen una cría al año.

Una turbina eólica. Imagen de freestockphotos.biz.

Una turbina eólica. Imagen de freestockphotos.biz.

Ante este problema, la SECEMU pide intervenciones eficaces, antes de que tengamos que comenzar a tachar especies del todavía nutrido inventario de murciélagos de nuestro país. Una solución tan obvia como perentoria, dice la asociación, es un mayor rigor en la evaluación del impacto ambiental de los parques eólicos; que estos estudios no sean «un mero formalismo burocrático más». La SECEMU denuncia que no se tienen en cuenta los criterios adecuados, que se ignora a los murciélagos o que los estudios se realizan en fechas de baja actividad de estos animales, por lo que no reflejan la realidad del problema.

Los expertos están especialmente preocupados por el hecho de que en la próxima década está previsto que se duplique con creces la producción de energía eólica en España. «De mantenerse la situación actual, sin adoptar actuaciones tan básicas como por ejemplo evitar el arranque de las máquinas a bajas velocidades de viento (menos del 1 % de la producción de energía), cuando se registra la mayor mortalidad, el impacto supondrá una mortalidad de otros dos millones de murciélagos, pero en apenas diez años», advierten.

No, la ganadería no emite más gases de efecto invernadero que el transporte

Uno de los grandes logros de la lucha contra el cambio climático, aparte por supuesto de impulsar las acciones destinadas a combatirlo, es conseguir que la realidad científica se imponga a los prismas ideológicos o políticos. El hecho de que uno sea de derechas o de izquierdas, mainstream o alternativo, mediopensionista o de solo desayuno, defensor del roscón de reyes con fruta escarchada o sin ella, no cambia el hecho científico de que el cambio climático antropogénico existe. Y aunque algunos no reconocerían que el ácido fluoroantimónico es extremadamente corrosivo ni aunque vieran cómo disuelve su propio dedo, en estos casos es evidente de qué parte está la realidad y de cuál la fantasía.

No obstante, el trabajo de la ciencia no ha terminado, ni muchísimo menos. Y en esta época en que las fake news suelen ser más virales que las noticias verídicas, la ciencia no debe perder la vigilancia para salir al paso de aquellas proclamas que no son ciertas, pero que muchos aceptan como tales sin espíritu crítico, solo por el hecho de que nadan a favor de su corriente.

Sobre todo cuando es la ciencia la que ha metido la pata en primer lugar. Por supuesto, la ciencia no es infalible. Se equivoca, y por eso se vigila a sí misma para corregir continuamente sus errores, al contrario que los sistemas subjetivos de conocimiento como las ideologías o las religiones. Cada año se retractan cientos de estudios, una media de cuatro de cada 10.000 publicados; trabajos en los que se demuestra que hubo fraude deliberado por parte de los autores (un 60% de los casos), o mala ciencia, o situaciones aún más complicadas, cuando se hace ciencia rigurosa y concienzuda pero se descubre de repente que la metodología era defectuosa.

De esto hemos conocido un caso curioso esta semana, al detectarse que un software estadístico usado en ciertos estudios arroja resultados distintos según el sistema operativo del ordenador en el que se ejecuta, por un fallo en el código. Como ya he explicado aquí, solo cuando numerosos estudios impecables apuntan a las mismas conclusiones es cuando puede darse una conclusión por válida.

Lo que ocurre es que, cuando se trata de conclusiones que entroncan directamente con sesgos ideológicos o políticos, la retracción suele causar el mismo efecto en la opinión de muchos que el ácido disolviendo el dedo: ninguno.

Este es el caso de la historia que traigo hoy. A propósito de mi anterior artículo, en el que describía la visión de numerosos expertos sobre la necesidad de consumir menos, y no de consumir verde, para luchar contra el cambio climático (el artículo no estaba escrito para dar voz a mi propia opinión, a pesar de la impresión que pueda dar el título; me limito a traer la ciencia que publican los científicos, aunque soy consciente de que no incluir el típico y pesado arranque de «investigadores dicen que…» puede dar la impresión errónea de que esto es una tribuna personal, cosa que no es), ha sucedido algo completamente esperable.

Y es que algunos lectores han aprovechado la ocasión para airear la proclama de que sobre todo hay que dejar de consumir carne, ya que, dicen, la ganadería produce más emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) que todo el sector global del transporte. Sobre los móviles y la tecnología que menciono en el artículo, ni pío.

Mercado de ganado en Mali. Imagen de ILRI / Wikipedia.

Mercado de ganado en Mali. Imagen de ILRI / Wikipedia.

El hecho de que alguien piense que es un asesinato matar animales para alimentarnos es una opinión subjetiva defendible; no avalada por las leyes, pero filosóficamente defendible (filosóficamente, porque viene arraigada y avalada en el trabajo de ciertos filósofos). Siempre que uno acepte eso, que es solo una opinión subjetiva. Yo podría pensar que debería ser un delito de tentativa de homicidio imprudente utilizar el móvil mientras se conduce, lo cual sería simplemente una opinión subjetiva, incluso a pesar de que el uso del móvil al volante está prohibido; asignar categorías morales a los hechos o conductas es algo que no viene marcado por las leyes de la naturaleza, sino solo por las nuestras.

El problema viene cuando se defiende una opinión subjetiva aportando datos científicos que son falsos; cuando se trata de justificar un argumento con ciencia fallida que no deja de serlo simplemente por su viralidad, imposible de extinguir aunque se meta el dedo en el ácido.

Esta es la historia. En 2006, la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, la FAO, publicó un informe titulado Livestock’s Long Shadow, o la larga sombra de la ganadería. El documento afirmaba que la ganadería produce un 18% de las emisiones globales de GEI, más que todo el sector global del transporte.

Naturalmente, el informe de la FAO se convirtió de inmediato en el poster child de todos los movimientos animalistas y veganos. Pero en el mundo de la ciencia, las reacciones fueron inmediatas. Numerosos científicos que manejaban sus propios datos alzaron la voz denunciando que aquella conclusión de la FAO era del todo falsa. No olvidemos un detalle: aunque evidentemente la ONU y la FAO no son cualquier mindundi, ya expliqué aquí que un informe de la ONU no es un estudio científico, ya que no ha pasado por el sistema de revisión por pares de las publicaciones científicas.

Finalmente, los responsables del informe tuvieron que admitir que, en efecto, sus datos estaban sesgados. Para el cómputo de las emisiones de la ganadería se había tenido en cuenta todo el ciclo de vida, mientras que para el transporte solo se había considerado la quema de combustibles fósiles; los gases de los tubos de escape. Pierre Gerber, uno de los autores del informe, admitió a la BBC: «Hemos sumado todo para las emisiones de la carne, y no hemos hecho lo mismo para el transporte».

Para entender el fallo, basta pensar en el caso de los móviles y la tecnología que ya he mencionado anteriormente: un móvil no tiene tubo de escape, por lo que sus emisiones son cero. Pero cuando se suma la producción de energía necesaria no solo para recargar su batería, sino para mantener las redes, servidores, centros de datos y demás infraestructuras necesarias para que un móvil sea algo más que un pisapapeles, el resultado es que la tecnología digital produce el 4% de las emisiones de GEI.

Desde entonces, el grupo de la FAO que produjo el informe ha retractado sus conclusiones. Y no solo porque el dato del 18% se rebajara al 14,5%, sino sobre todo por lo que el director del informe, Henning Steinfeld, escribía en 2018 junto a su colaboradora Anne Mottet: «No podemos comparar el 14% del sector del transporte calculado por el IPCC [el panel de la ONU sobre cambio climático] con el 14,5% de la ganadería usando el enfoque del ciclo de vida».

Henning y Mottet rectificaban su informe con nuevos datos: en emisiones directas, un 5% para la ganadería y un 14% para el transporte; en emisiones de ciclo de vida, un 14,5% para la ganadería, y «hasta donde sabemos no existe una estimación disponible de ciclo de vida para el sector del transporte a nivel global», escribían, añadiendo que, según los estudios, «las emisiones del transporte aumentan significativamente cuando se considera todo el ciclo de vida del combustible y los vehículos, incluyendo las emisiones de la extracción de combustibles y del desechado de los vehículos viejos».

Gráfico de la FAO comparando las emisiones directas y del ciclo de vida de la ganadería y el transporte. Imagen de FAO.

Gráfico de la FAO comparando las emisiones directas y del ciclo de vida de la ganadería y el transporte. Imagen de FAO.

Claro que, podría alegarse, existen otras estimaciones además de las del IPCC. Por ejemplo, según la Agencia de Protección Medioambiental de EEUU, en aquel país el 29% de las emisiones de GEI proceden del transporte, el 28% de la producción de electricidad, un 22% de la industria y un 9% del sector primario, del cual algo menos de la mitad corresponde a la ganadería, lo que cuadra a grandes rasgos con el dato de la FAO.

Los propios autores del informe de la FAO que reconocieron su error insistían además en algo que no debería dejar de imprimirse siempre con letras mayúsculas, en negrita y con todos los subrayados posibles:

La carne, la leche y los huevos son cruciales para atajar la malnutrición. De los 767 millones de personas que viven en extrema pobreza, la mitad de ellos dependen del pastoralismo, son pequeños propietarios o trabajadores que extraen de la ganadería su alimentación y sustento. La fallida comparación y la mala prensa sobre la ganadería puede influir en los planes de desarrollo y las inversiones y aumentar aún más la inseguridad alimentaria.

Finalmente, los expertos de la FAO subrayan algo que ya otros muchos científicos se han encargado de mostrar en numerosos estudios, y es que ni toda la ganadería ni todos los sistemas de ganadería son iguales en cuanto a su impacto ambiental. Por ejemplo, un estudio reciente detallaba que en general el cerdo, el pollo, el pescado, los huevos y los vegetales tienen un impacto menor que el vacuno y el ovino. Como escribía el experto en ciencias animales y calidad del aire de la Universidad de California Frank Mitloehner, «evitar la carne y los productos de la carne no es la panacea medioambiental que muchos quieren hacernos creer. Y si se lleva al extremo, podría tener consecuencias nutricionales dañinas».

Por supuesto que eliminar la ganadería reduciría las emisiones de GEI: un 2,6%, según un estudio reciente, y a cambio de condenar a millones de personas a la desnutrición. En su lugar, los científicos expertos aducen que hay un gran potencial de mitigación de las emisiones en mejorar las actividades ganaderas y hacerlas más eficientes. Por ejemplo, Mitloehner cita datos de la FAO según los cuales las emisiones directas de la ganadería en EEUU se han reducido un 11,3% desde 1961, mientras que la producción de carne ha aumentado a más del doble. En resumen, quien quiera rechazar el consumo de carne por motivos ideológicos es muy libre de hacerlo. Pero por favor, no en nombre de los datos, ni del cambio climático, ni mucho menos de la ciencia.

La solución contra el cambio climático no es comprar «verde», sino comprar menos

He aquí una idea provocadora: el consumo verde –elegir productos y servicios supuestamente menos contaminantes– no servirá para combatir el cambio climático. Sencillamente, hay que consumir menos.

Vaya por delante que esto no es la reinvención de la rueda. Es evidente que a lo largo de este siglo no va a haber menos gente en este planeta, sino más. Y que por lo tanto el consumo va a aumentar. Y que a mayor consumo, mayor producción. Y que a mayor producción, mayor agotamiento de recursos, mayor necesidad de generación de energía, mayor cantidad de basura y mayor contaminación.

De hecho, un reciente documento de Naciones Unidas, titulado Governance of Economic Transition y elaborado como documentación de base para uno de los capítulos del Global Sustainable Development Report 2019, hacía hincapié precisamente en algo de esto: la lucha contra el cambio climático y un crecimiento económico permanente –lo que incluye el consumo– son difícilmente compatibles.

El documento de la ONU subrayaba además un aspecto esencial que a menudo se olvida: parece que hoy se confía todo a las energías verdes como si fueran la bala mágica, pero no lo son. «Por primera vez en la historia humana, las economías se están desplazando hacia fuentes de energía que son energéticamente menos eficientes, por lo que la producción de energía utilizable requerirá más, y no menos, esfuerzo de las sociedades para alimentar las actividades humanas, básicas o no», dice el documento.

Contenedores de reciclaje. Imagen de pixabay.

Contenedores de reciclaje. Imagen de pixabay.

Esta llamada de atención sobre la necesidad de reducir el consumo nos llega ahora nuevamente por medio de la experta en consumo de la Universidad de Arizona Sabrina Helm, primera autora de un nuevo estudio que enfrenta la postura de consumir verde con la de consumir menos, y en especial en el contexto de la generación de consumidores más jóvenes, los millennials.

«Hay pruebas de que existen materialistas verdes», dice Helm. «Si puedes comprar productos medioambientalmente responsables, aún puedes vivir con tus valores materialistas. Estás comprando cosas nuevas, y eso encaja en nuestro patrón mayoritario de la cultura de consumo, mientras que reducir el consumo es algo más novedoso y probablemente más importante desde una perspectiva de sostenibilidad».

Y sin embargo, es difícil que la idea de reducir el consumo llegue a calar, dado que se trata de algo impopular y enormemente polémico. Por varias razones.

La primera. Quienes ya tenemos algunos años recordamos la época en que a nuestro alrededor aún muchos no habían oído hablar del cambio climático, y quienes sí lo habían hecho solían pensar que era una ficción inventada por algún lobby anticapitalista. Hoy las tornas han cambiado considerablemente: es difícil encontrar a alguien que no sepa qué es el cambio climático, y la inmensa mayoría de la población ha aceptado esta realidad científica. Según una encuesta reciente, incluso en EEUU, el país occidental con una mayor proporción de negacionistas del cambio climático –y gobernado por un presidente negacionista–, esta postura apenas llega al 13% de la población.

Pero curiosamente, esta popularización del cambio climático ha coincidido –si hay una relación de causa y efecto, es algo que deberán investigar los expertos– con el momento en que la industria se ha sumado a la idea, convirtiéndola en una nueva oportunidad de negocio: es la industria verde contra el cambio climático. Desde la panadería de la esquina hasta las grandes corporaciones, el producto verde se ha convertido en un gancho publicitario. Pero tanto a la panadería de la esquina como a las grandes corporaciones les interesa que sigamos consumiendo más, y cuanto más mejor, por lo que la idea de reducir el consumo no va a ser algo que vayamos a ver enormemente promocionado por la industria.

La segunda razón estriba en que la idea de reducir el consumo atenta directamente contra uno de los pilares del ambientalismo actual: el reciclaje. Evidentemente, puestos a desechar cosas, es mejor desecharlas bien –reciclar– que mal –no hacerlo–. Pero mejor que tirar las cosas, bien o mal, es no tirarlas: reutilizar y reparar. Hoy existe toda una industria del reciclaje que vive de nuestra basura, y a la que evidentemente le interesa que sigamos tirando, lo que implica que sigamos consumiendo, para que luego además compremos los productos reciclados. Así que tampoco parece que la industria del reciclaje vaya a sumarse con entusiasmo a la idea de reducir el consumo.

La tercera razón atenta contra uno de los tópicos relativos al cambio climático, y entronca con el estudio de Helm y sus colaboradores. Hemos aceptado la idea de que las generaciones más jóvenes, los millennials, son la punta de lanza en la lucha contra el cambio climático, y que su estilo de vida más verde justifica que culpabilicen a la generación de sus padres del desastre que les han dejado. Solo que no parece ser así: como sugieren tanto Helm como otros expertos, los más jóvenes no son menos consumistas que sus padres, sino más. Los millennials «están destinados a ser los mayores gastadores de la nación», decía un reciente artículo en Forbes relativo a EEUU. Es el materialismo verde del que habla Helm, que tranquiliza la conciencia mientras permite mantener el tren de consumo. Pero que no es la solución contra el cambio climático.

En especial, los más jóvenes son fervientes consumistas tecnológicos. Alguien los ha llamado «vampiros energéticos», ya que constantemente necesitan energía para recargar sus dispositivos. Y este excesivo consumismo tecnológico también agrava el cambio climático; incluso aunque uno recargara su móvil solo con sus propios paneles solares, la energía necesaria para mantener todas las infraestructuras, redes, servidores, centros de datos y demás sistemas es hoy tan inmensa que la tecnología digital es responsable del 4% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, el doble que la aviación comercial, y crece más deprisa que esta. Pero no parece que la propuesta de cambiar de móvil con menos frecuencia y de utilizarlo menos vaya a ser muy popular.

En resumen, las ciencias puras ya han hecho su trabajo, mostrar al mundo que el cambio climático es real. Sobre qué y cómo debe hacerse para atajarlo, aún habrá mucho que decir, y este es un territorio en el que los enfoques de ciencias mixtas como el de Helm tienen mucho que aportar, especialmente para derribar dogmas, tópicos e ideas preconcebidas. Pero no parece que ideas revolucionarias como la de reducir el consumo vayan a abrirse camino fácilmente.

Una última cosa: después de todo lo anterior habrá quien se quede con el mensaje de que, en cualquier caso, siempre será mejor para el medio ambiente y contra el cambio climático consumir productos verdes. Pero como ya han señalado diversos estudios, esto tampoco es siempre así (más detalles en este reportaje); se trata de otro más de los falsos dogmas a rebatir en estos difíciles tiempos en los que incluso el cambio climático se ha convertido en un buen negocio.

Huelgas por el clima: ¿sirven para algo?

Hoy se celebra una nueva huelga mundial por el clima, un movimiento que arrancó en 2015 por iniciativa de un grupo de estudiantes, pero que ha cobrado fuerza sobre todo desde 2018 a raíz de las manifestaciones impulsadas por la joven sueca Greta Thunberg. Si una huelga es o no un paso correcto en la dirección adecuada, es algo que podría discutirse. Una gran manifestación consigue el objetivo de la visibilidad, pero si algo requiere la lucha contra el cambio climático, es precisamente mucho trabajo.

Tampoco parece del todo justificado el enfoque de los niños/víctimas protestando contra los adultos/responsables. Todos somos víctimas y responsables al mismo tiempo, ya que las emisiones de gases de efecto invernadero no son solo responsabilidad de los productores, sino también de los consumidores. Sin un consumo responsable, nada cambiará.

Y los niños también son consumidores, hoy más que nunca, y cada vez desde más jóvenes. Un ejemplo: las tecnologías digitales. El inmenso impacto de este consumo sobre las emisiones de gases de efecto invernadero es algo que ya no puede ignorarse: su huella de carbono supera a todo el sector global de la aviación. El uso de un móvil durante una hora al día produce más de una tonelada de CO2 al año. Dos horas, dos toneladas. Tres horas, tres toneladas. Y así. Multiplíquese por los miles de millones de móviles en uso en todo el mundo. ¿Quién está dispuesto a reducir su uso del móvil por el clima?

Greta Thunberg en agosto de 2018. Imagen de Anders Hellberg / Wikipedia.

Greta Thunberg en agosto de 2018. Imagen de Anders Hellberg / Wikipedia.

Pero más que por lo que logran, que es cuando menos dudoso, estas huelgas y manifestaciones son relevantes por lo que muestran. Sirven como termómetro del poder de movilización de la preocupación por el cambio climático: el hecho de que este problema haya logrado permear la sociedad en tal grado, un triunfo logrado después de años de ciencia, divulgación, información y lucha contra la desinformación.

No se trata de que ya no existan resistencias al reconocimiento del efecto de la actividad humana sobre el clima terrestre y sobre la biosfera. Pero hoy estos resistentes difícilmente pueden ya convencer a los demás de que la teoría del cambio climático (una teoría científica es el punto final de la ciencia, “una explicación completa de algún aspecto de la naturaleza que está apoyado por un vasto cuerpo de evidencias”) es una invención ideológicamente propulsada, porque son los demás quienes ya están convencidos de que son esos resistentes los que aún defienden una invención ideológicamente propulsada, la negación del cambio climático.

Pero en fin, nada que objetar a las performances y a los discursos más emocionales que racionales, a veces rozando lo pueril (sí a sus vestiduras anti-Ilustración, pero esta sería otra historia). Todo este folclore forma parte habitual de las protestas por el problema del clima. Pero todo ello no debe distraer de dónde debe estar el verdadero foco de atención: en la ciencia del clima. Y esta semana, este foco está en el Informe especial sobre el océano y la criosfera en un clima cambiante, presentado por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) en la reciente cumbre del clima celebrada en Nueva York.

El informe del IPCC hace hincapié en un aspecto esencial, un paso en el que quizá aún no se ha avanzado lo suficiente. Aunque la materia del documento, elaborado por más de un centenar de expertos y basado en más de 7.000 estudios, es el estado del océano (uno solo, global) y sus regiones heladas, lo explica el presidente de esta organización, Hoesung Lee:

“Puede que, para muchas personas, el mar abierto, el Ártico, la Antártida y las zonas de alta montaña parezcan muy distantes, pero dependemos de esas regiones, que inciden directa e indirectamente en nuestras vidas de formas muy diversas, por ejemplo, en lo concerniente al tiempo y el clima, la alimentación y el agua, la energía, el comercio, el transporte, las actividades de ocio y turísticas, la salud y el bienestar, la cultura y la identidad”.

El mensaje del IPCC es que la crisis climática debe dejar de contemplarse como un riesgo medioambiental a largo plazo; es una emergencia con impactos concretos actuales que nos afectan a todos. Hasta ahora, quizá la mayor frecuencia de los fenómenos meteorológicos extremos, como las recientes lluvias torrenciales en España, es el único impacto que puede palparse de forma directa y sufrirse en propia carne. Por lo demás, cuando los científicos hablan del deshielo del Ártico, la crecida del nivel del mar o la desaparición de islas, puede que todo esto a muchos ciudadanos de los países desarrollados les suene a un cambio ante el cual podemos simplemente adaptarnos y continuar.

Por ello, los autores repasan también todos los impactos cercanos derivados de estos cambios: ciclones, inundaciones, olas de calor, incendios forestales, deslizamientos de tierras y avalanchas, reducción de la pesca, empeoramiento de la seguridad alimentaria, aumento de los microbios patógenos en las aguas costeras, escasez de las fuentes de agua, reducción de la energía hidroeléctrica, deterioro de la agricultura, amenaza a las infraestructuras, el transporte, los recursos turísticos y de ocio…

Los mayores de entre nosotros vivieron la psicosis nuclear de los 60, cuando una guerra a golpe de misil parecía inminente. Visto desde ahora en perspectiva (cuando el riesgo no ha desaparecido, pero no es comparable al de entonces), sería fácil acusar de catastrofismo a quienes advertían del peligro inminente. Pero si entonces no hubo una Tercera Guerra Mundial, no fue porque la tensión se resolviera sola, sino gracias a los inmensos esfuerzos de numerosas partes por promover un clima de distensión y congelar la carrera de armamento nuclear.

La crisis climática debería contemplarse hoy del mismo modo, y afrontarse también con el mismo esfuerzo y urgencia. No, dejar las aulas o los centros de trabajo por unas horas no va a solucionar nada. Pero tampoco va a agravarlo. Siempre, claro, que esas horas no se dediquen en su lugar a disparar el consumo de, por ejemplo, tecnologías digitales…

España, entre los países más «feos y malos» de la contaminación lumínica

España es uno de los países con mayor contaminación lumínica del mundo. Cerca de la mitad del territorio español está expuesta a los mayores niveles de esta forma de polución, lo que nos coloca en sexto lugar de los países del G20, por debajo de Italia, Corea del Sur, Alemania, Francia y Reino Unido. Si consideramos la proporción de población que vive en estas zonas excesivamente iluminadas, ocupamos el quinto puesto del G20 con más de un 40%, por detrás de Arabia Saudí, Corea del Sur, Argentina y Canadá. En el total del mundo, bajamos al puesto 18º.

Al mismo tiempo, y dado que el nuestro es un país relativamente despoblado en comparación con otros de nuestro entorno, y con enormes diferencias de densidad de población entre regiones, tenemos también algunos de los cielos más oscuros en ciertas zonas de Castilla-La Mancha y Teruel, algo en lo que solo nos igualan Suecia, Noruega, Escocia y Austria. Es más, un enclave concreto de nuestra geografía, el Roque de los Muchachos, la segunda cumbre más alta de Canarias, en la isla de La Palma, exhibe con orgullo el cielo más oscuro de Europa occidental. Y no por casualidad, es un lugar privilegiado para la observación astronómica.

Todos estos son datos ya conocidos, en concreto desde 2016, cuando el investigador Fabio Falchi, del Instituto de Ciencia y Tecnología de la Contaminación Lumínica de Italia, dirigió a un equipo de investigadores de Italia, Estados Unidos, Alemania e Israel para publicar en la revista Science Advances un completo atlas mundial del brillo del cielo nocturno.

Pero ¿por qué preocupa la contaminación lumínica? Es un error pensar que el problema es puramente estético, más allá del estorbo que ocasiona a los astrónomos. Aquellos muy obsesionados con todo lo que produce cáncer deberían saber que la luz también está entre esos factores. No solo la solar, que por supuesto: el astro que nos da la vida y sus versiones artificiales a pequeña escala, las cabinas de bronceado, ocupan el top del cáncer de la Organización Mundial de la Salud junto con agentes como el tabaco, el alcohol, la contaminación atmosférica, la píldora anticonceptiva, la carne procesada o ciertos compuestos de la Medicina Tradicional China. Pero en el grupo inmediatamente inferior está la luz artificial nocturna, junto a factores como el herbicida glifosato o la carne roja, entre muchos otros.

El motivo de esta acción nociva de la luz nocturna es que rompe los ritmos circadianos, nuestros ciclos metabólicos de día/noche, por lo que las personas que trabajan en turnos de noche soportan el mayor riesgo, pero también todas aquellas expuestas a un exceso de iluminación nocturna. Si añadimos a ello que la contaminación lumínica daña los ecosistemas naturales, y que según algún estudio además obstaculiza la limpieza natural de la contaminación atmosférica que se produce en las ciudades por las noches, queda claro que se trata de algo mucho más serio que el placer de tumbarse a ver las estrellas.

La novedad ahora es que tenemos nuevos datos más precisos, gracias a un nuevo estudio de Falchi y sus colaboradores, publicado en la revista Journal of Environmental Management. En su anterior atlas, los autores dibujaban el panorama general de la contaminación lumínica en el mundo, pero era evidente que las regiones con el problema más agudizado serían las más pobladas, desarrolladas e industrializadas, sobre todo las grandes ciudades. Es decir, que los datos crudos no se ponían en el contexto del nivel de desarrollo de las distintas zonas del mundo y de su cantidad de población, con lo cual no había una medida de la eficiencia en la gestión de la iluminación nocturna.

Esto es precisamente lo que aborda el nuevo estudio. Los investigadores han relacionado ahora los datos de contaminación lumínica para las distintas regiones administrativas –en el caso de España, provincias, islas individuales o ciudades autónomas– con el nivel de bienestar económico y el tamaño de la población, con el fin de saber si esas distintas áreas geográficas son más o menos virtuosas en su gestión de la iluminación.

Y aquí tampoco salimos bien parados. Es más, se revela la desastrosa gestión de la iluminación nocturna en nuestro país y en otros del sur de Europa en comparación con naciones más desarrolladas como Alemania y Reino Unido. Basta echar un vistazo al siguiente mapa, que muestra las unidades de luz por habitante. Los azules y verdes representan un flujo menor de luz per cápita, mientras que amarillo, naranja, rojo y morado señalan las regiones que derrochan más luz por persona.

Mapa de flujo de luz nocturna per cápita en Europa. Imagen de Falchi et al, Journal of Environmental Management 2019.

Mapa de flujo de luz nocturna per cápita en Europa. Imagen de Falchi et al, Journal of Environmental Management 2019.

Al primer vistazo queda claro que el sur de Europa, y especialmente España y Portugal (Escandinavia es un caso aparte a comentar más abajo), es la región que más luz malgasta por habitante en comparación sobre todo con las islas británicas y Europa central y oriental, que hacen un uso mucho más comedido de la iluminación nocturna de acuerdo al tamaño de su población. En concreto, Alemania ocupa el primer puesto global en el uso racional de la iluminación nocturna.

Según me cuenta Falchi, “nosotros, los de los países del sur, usamos más luz que la misma cantidad de gente en Europa central. No creo que la diferencia se deba a las luminarias más o menos apantalladas”; es decir, que el director del estudio no atribuye la diferencia a que aquí usemos farolas menos dirigidas hacia el suelo, sino simplemente a que derrochamos más luz.

Llama la atención el morado extendido por Escandinavia e Islandia, pero según Falchi esto es un artefacto debido simplemente a que la nieve refleja más luz hacia el cielo y a que las auroras son poco luminosas, lo que también revela en mayor grado la iluminación nocturna. Lo mismo ocurre en Alaska, en el caso de EEUU.

Con todos estos datos, los autores han creado una clasificación de “el bueno, el feo y el malo”, como en la película de Sergio Leone. Y en lo que se refiere a la iluminación con relación al nivel de desarrollo y la población, estamos una vez más en la parte fea y mala. En el top 25 de “el bueno” tenemos únicamente un lugar: una vez más, la isla de La Palma, que ocupa el sexto puesto de Europa en esta escala de gestión eficiente. Por lo demás, el top 25 europeo está copado por Alemania (17 regiones), seguida por Suiza (3) y por Dinamarca, Lituania, Austria y Rumanía, que como nosotros aportan cada uno una zona.

En contraste, en la clasificación de “el feo y el malo” aportamos cuatro provincias entre las 50 peores de Europa: Cádiz (5º puesto, de mejor a peor), Murcia (14º), Alicante (25º) y Melilla (32º). Esta ciudad autónoma es, por tanto, la que más luz derrocha en nuestro país con relación a su nivel de desarrollo y el tamaño de su población, mientras que en la España peninsular el premio al malgasto de luz se lo lleva la provincia de Alicante.

En cuanto a los países europeos con más regiones derrochadoras, la clasificación la encabeza Portugal, con 13 entre las 50 peores, seguido de Italia con 9, Finlandia con 7, Países Bajos con 6, España con 4, 3 en Reino Unido y Bélgica, 2 en Noruega y una en Croacia, Islandia y Francia (si bien en el caso de los países nórdicos se aplica lo dicho antes; por ejemplo, Islandia cuenta como una sola región, pero este dato se considera falseado).

Los autores del estudio llaman la atención sobre la necesidad de aplicar regulaciones más estrictas para el uso de la iluminación nocturna, especialmente en aquellas regiones que más lo necesitan, como es el caso de nuestro país. Sin embargo, advierten también contra una confusión frecuente: mayor eficiencia energética no siempre significa menor contaminación lumínica.

De hecho, las luces LED blancas, que en muchos lugares han sustituido a las bombillas incandescentes y a las tradicionales farolas amarillas de sodio por su mayor eficiencia energética, no aminoran la contaminación lumínica, sino que, al contrario, la agravan, ya que emiten más luz azul, la más contaminante. No ocurre lo mismo con las luces LED de color ámbar, una solución más respetuosa con ese patrimonio natural que a veces apreciamos tan poco, la oscuridad.

Rusia calló en 2017 una fuga radiactiva que afectó a casi toda Europa

Quienes vivimos la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 y el posterior desplome del bloque soviético sabíamos entonces que estábamos viviendo la Historia en directo. Medio mundo cambiaba en solo unos meses, y la geografía se reescribía (imagino que, por lo menos, en aquel entonces pocos se quejarían de las actualizaciones de los libros de texto). Pero ¿han sido tantos los cambios?

Recuerdo que por entonces había serias esperanzas de que el mundo entrara en una nueva época de menor tensión. Y sin embargo, los mayores atentados terroristas de la historia aún estaban por estar llegar. Y las guerras continuaron como siempre han sido. Al menos, los ciudadanos del antiguo bloque tras el Telón de Acero son hoy mucho más libres de lo que lo eran entonces, y los rusos pudieron venir a comprarse media costa española. Pero las alianzas tradicionales y las enemistades tradicionales no han variado.

Como tampoco Rusia se ha convertido en un país más transparente que antes de la descomposición de la URSS. Si mucho de lo que allí ocurre llega a nuestros ojos y oídos, continúa siendo, como antes, por quienes destapan los secretos. Y en ocasiones, como hoy, gracias a la ciencia.

El 2 de octubre de 2017, un lunes, una estación de seguimiento atmosférico en Milán (Italia) detectó en el aire un nivel inusual del isótopo radiactivo rutenio-106. El mismo día, la observación se repitió en estaciones de la República Checa, Austria y Noruega, a las que luego se unieron Polonia, Suiza, Suecia y Grecia. Los niveles detectados no eran peligrosos para la salud humana, pero la observación del mismo fenómeno en laboratorios tan distantes entre sí dejaba claro que se trataba de una contaminación a gran escala propagándose por gran parte de Europa.

Cinco días después, la Agencia Internacional de la Energía Atómica abrió una investigación, solicitando a las 43 naciones europeas que detallaran posibles fuentes de aquella contaminación atmosférica radiactiva. Tuvo que transcurrir un mes y medio para que, el 21 de noviembre, las autoridades rusas reconocieran que a finales de septiembre se había registrado una medición de rutenio-106 en la región del sur de los Urales. Sin embargo, los responsables de una posible fuente en aquella zona, el complejo nuclear Mayak en Ozersk, se apresuraron a negar toda relación con el incidente.

Una señal de advertencia de contaminación radiactiva en la zona de Mayak, en Rusia. Imagen de Ecodefense, Heinrich Boell Stiftung Russia, Alla Slapovskaya, Alisa Nikulina / Wikipedia.

Una señal de advertencia de contaminación radiactiva en la zona de Mayak, en Rusia. Imagen de Ecodefense, Heinrich Boell Stiftung Russia, Alla Slapovskaya, Alisa Nikulina / Wikipedia.

Por su parte, los datos facilitados por los países europeos no ayudaron a clarificar el fenómeno. Mientras, Rusia seguía declinando toda responsabilidad y atribuyendo la contaminación a la posible desintegración en la atmósfera de un satélite con baterías de radioisótopos.

Desde entonces, el episodio ha traído de cabeza a las autoridades de seguridad nuclear; hasta ahora, cuando por fin tenemos la respuesta: un estudio elaborado por cerca de 70 expertos de distintas instituciones de Europa y Canadá –con la participación del CIEMAT de España–, dirigido por la Universidad Leibniz de Hannover (Alemania) y publicado en la revista PNAS, ha reunido todos los datos de seguimiento de la nube radiactiva y los ha introducido en un modelo de los movimientos atmosféricos durante los días previos a la detección.

La reconstrucción del crimen apunta al culpable más probable: el complejo ruso Mayak. Según los investigadores, los patrones de distribución vertical del isótopo descartan la hipótesis del satélite o una posible incineración de material radiactivo de uso médico, y en cambio todas las pistas son consistentes con una fuga en Mayak que pronto se extendió hacia el oeste formando una nube del tamaño de Rumanía.

Es más, los científicos han logrado incluso determinar cómo se produjo el escape. Estudiando las características del contaminante y los procesos que lo generan, han llegado a la conclusión de que probablemente ocurrió durante el reprocesamiento de un combustible nuclear gastado dos años antes para producir cerio-144 destinado a un experimento de detección de neutrinos en el laboratorio italiano de Gran Sasso.

Esta hipótesis ya fue propuesta en febrero de 2018 por científicos del Instituto Francés de Radioprotección y Seguridad Nuclear. Entonces, los investigadores franceses sugirieron que los datos apuntaban a Mayak como el origen de la contaminación. Esta compañía, que cuenta con una planta de reprocesamiento de combustible nuclear, había firmado un contrato con el Gran Sasso para la producción del altamente radiactivo cerio-144 requerido para el experimento. Mayak era la única instalación capaz de producir el material que necesitaban los físicos italianos.

Parte de las instalaciones del complejo nuclear de Mayak, en Rusia. Imagen de Carl Anderson, US Army Corps of Engineers / Wikipedia.

Parte de las instalaciones del complejo nuclear de Mayak, en Rusia. Imagen de Carl Anderson, US Army Corps of Engineers / Wikipedia.

Sin embargo, en diciembre de 2017 Mayak comunicó al Gran Sasso que no podía cumplir con el encargo, pero sin decir ni una palabra de que el proceso había fallado y se había producido una fuga. A la teoría de los físicos franceses, el director del Instituto de Seguridad Nuclear de la Academia Rusa de Ciencias respondió diciendo que era una buena hipótesis, pero incorrecta.

Ya entonces, y aunque había constancia de que los efectos de la nube radiactiva eran inocuos para la población europea –la contaminación no llegó a España–, se sugirió que no podía afirmarse lo mismo respecto a los habitantes de los núcleos próximos a Mayak; una instalación que, por cierto, en 1957 fue la sede del desastre de Kyshtym, el tercer accidente nuclear más grave de la historia después de los de Fukushima y Chernóbil, que afectó a un área con una población de 270.000 personas. Aquello fue en tiempos de la Guerra Fría. Pero parece que algunas cosas nunca cambian en Rusia.

¿Realmente empeora el tiempo los fines de semana? ¿Hay una razón?

Todos los años por estas fechas, en los largos coletazos finales de la primavera caprichosa, somos muchos quienes tenemos esta impresión: de lunes a viernes empezamos a quejarnos del calor que nos pica –a muchos les pilla sin el cambio de armario–, pero al menos sabemos que el fin de semana podremos ir de terrazas, cenar al raso y hacer esas otras cosas que nos gusta hacer sin un techo encima, sobre todo cuando hay de por medio humanos en estado larvario.

Hasta que llega el viernes y todo se va al carajo: viene un frente frío, el termómetro se cae al suelo y fuera nos espera otro techo, de nubarrones negros cargados de lluvia. Así que, vuelta a encerrarnos entre cuatro paredes.

Para muestra, dos ejemplos: ocurrió el pasado fin de semana, y vuelve a ocurrir este en ciertas zonas del país.

¿Realmente es así, o es solo algo esporádico que ocurre de forma casual, pero que notamos especialmente porque nos frustra los planes? Y si algo de esto hay, ¿sucede de forma habitual durante todo el año, y es en primavera cuando más lo advertimos?

Típico plan de fin de semana estropeado por la lluvia. Imagen de Lee Haywood / Flickr / CC.

Típico plan de fin de semana estropeado por la lluvia. Imagen de Lee Haywood / Flickr / CC.

Al menos, parece que los meteorólogos y los climatólogos tampoco son inmunes a estas impresiones, y a algunos les ha dado por curiosear para saber si somos nosotros o realmente es el tiempo. En 2008 el climatólogo Arturo Sánchez-Lorenzo, de la Universidad de Barcelona, reunió datos de 13 estaciones meteorológicas dispersas por zonas urbanas y rurales de España, y que comprendían un periodo de 44 años, de 1961 a 2004.

En honor a la verdad, hay que aclarar que ignoro por completo si Sánchez-Lorenzo estaba motivado por el efecto planes-para-el-fin-de-semana-que-se-joden-en-primavera. Pero dado que hoy la influencia de la contaminación antropogénica en el clima ya está sobradamente demostrada, los climatólogos se han preguntado si los ciclos de actividad que varían a lo largo de la semana, como las emisiones de las fábricas y del tráfico, pueden afectar a los ritmos del tiempo meteorológico.

Y curiosamente, aquel estudio descubrió que sí, que algo de ello hay: Sánchez-Lorenzo y sus colaboradores encontraron que los fines de semana en España tienden a ser más soleados en invierno que el resto de la semana, mientras que en primavera y en verano sucede lo contrario, son más fríos y lluviosos. Para comparar los datos, los autores analizaron también una serie histórica de Islandia, descubriendo que allí los fines de semana del invierno son más lluviosos.

«Sugerimos que los ciclos semanales pueden relacionarse con cambios en la circulación atmosférica sobre Europa Occidental, lo que puede deberse a algún efecto indirecto de los aerosoles antropogénicos», escribían. Los investigadores encontraron también que la presión atmosférica a nivel del mar aumentaba en el sur de Europa durante los fines de semana del invierno; es decir, que en los días centrales de la semana las condiciones eran menos anticiclónicas.

Pero el estudio de Sánchez-Lorenzo no ha sido el único que ha examinado este fenómeno. De hecho, ya en 1998 dos investigadores de la Universidad Estatal de Arizona (EEUU) habían descrito que la lluvia en el Atlántico Norte no se veía afectada por los ciclos semanales, excepto en la superpoblada costa este de EEUU, donde los sábados llovía un 22% más que los lunes. Es más, este efecto ya se había notado antes en algunas grandes ciudades.

Otros investigadores han descubierto que en Alemania cae más lluvia el fin de semana, y que también en este caso los patrones se invierten en invierno y en verano, o que en ciertos lugares de EEUU ocurre justo lo contrario, pero también con una periodicidad semanal, o que algo similar sucede en Melbourne y otras ciudades australianas. Otro estudio encontró que los tornados y las tormentas de granizo típicos de los veranos en ciertas regiones de EEUU tienden a acumularse a mediados de semana.

Pero a pesar de todos estos estudios, los climatólogos advierten de que los datos deben interpretarse con cautela. Algunos expertos descartan la hipótesis de los ciclos semanales, y de hecho también hay algún estudio que no ha encontrado tales efectos. El año pasado, la climatóloga Angeline Pendergrass decía a Business Insider que «el efecto es más psicológico que meteorológico», dado que incluso si existe alguna diferencia en las temperaturas, es de solo fracciones de grado, demasiado pequeña como para que nos demos cuenta.

Claro que tampoco lo olvidemos: estos estudios manejan valores promedio. Lo cual significa que si durante un par de fines de semana seguidos no ocurre nada apreciable, pero al tercero tenemos boda al aire libre con sandalias y es justo cuando al termómetro se le encoge el ombligo del susto, tal vez la media total de temperaturas no lo note mucho, pero nosotros sí. Y los novios, ni te cuento.

«El planeta», la boba (e incorrecta) muletilla medioambiental de moda

Ahora que por fin la conciencia sobre el medio ambiente ha entrado a formar parte de las preocupaciones del ciudadano medio, ocurre sin embargo que «el medio ambiente» ha desaparecido de la faz del planeta, siendo sustituido, precisamente, por «el planeta».

Salvar «el planeta». Preocuparse por «el planeta». Reciclar por «el planeta». Incluso, según he oído, al parecer un diputado prometió su lealtad a la Constitución «por el planeta». Pero ¿tiene esto algún sentido?

Evidentemente, alerto de que todo esto en realidad no tiene la menor importancia. Si desean asuntos de verdadera trascendencia para «el planeta», estoy seguro de que en las pestañas que coronan estas líneas encontrarán esas precisas y preciosas informaciones sobre qué diputado aplaudió o dejó de aplaudir en cada discurso, o de qué color eran las chapitas que llevaba. Pero si todavía queda por ahí alguien a quien le guste hablar con propiedad, le invito a seguir leyendo.

Estructura de la Tierra. Imagen de Kelvinsong / Wikipedia.

Estructura de la Tierra. Imagen de Kelvinsong / Wikipedia.

¿Qué es un planeta? Les advierto: para conocer su definición no se les ocurra acudir al diccionario de la RAE, esa institución que dice no imponer la lengua, sino recoger el uso que los ciudadanos le dan. En este empeño recolector, se diría que la noble academia debe de sufrir una artritis galopante, porque lleva 13 años sin reaccionar a la actualización de la definición de «planeta». La definición de nuestro diccionario oficial es para hundir la cabeza entre las manos (entre paréntesis, mis comentarios):

Cuerpo celeste (hasta ahí, bien) sin luz propia (no exactamente: los planetas pueden emitir luz infrarroja) que gira en una órbita elíptica (no es cierto: se han detectado exoplanetas con órbitas circulares; es raro, pero no imposible, y de hecho la de la Tierra es casi circular) alrededor de una estrella (nada de eso; hay planetas sin estrella), en particular los que giran alrededor del Sol: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón (¿cómooo?).

Eso es; dejando aparte todo lo demás, 13 años después del derrocamiento oficial de Plutón como planeta, la RAE aún no se ha enterado. Profesores de ciencias: si un alumno les pone en un examen a Plutón como planeta y se lo dan por malo, vayan pensando en qué responder a los padres cuando les pongan delante el diccionario de la RAE.

En realidad, hasta 2006 se venía utilizando una definición informal de planeta. Pero ocurrió que para otros objetos del Sistema Solar muy similares a Plutón podía reclamarse este estatus planetario. Así que la Unión Astronómica Internacional (UAI) decidió que debía aprobarse una definición científica precisa; de hecho, en ciencia es imprescindible que los términos sean unívocos y explícitos.

Básicamente, había dos posturas enfrentadas: o se adoptaba una definición más amplia, y la lista de planetas del Sistema Solar empezaba a crecer sin medida, quizá incluso cada año, o se elegía una más restrictiva que dejaba fuera a Plutón. Ganaron los partidarios de esta última opción, aunque la polémica nunca ha dejado de colear.

Así, la UAI decidió que un planeta del Sistema Solar es un cuerpo celeste que orbita alrededor del Sol, tiene suficiente masa para estar en equilibrio hidrostático (una forma redondeada) y ha aclarado su órbita de otros objetos.

Es decir, que el tal diputado, sin que probablemente él tenga la menor idea, prometió la Constitución española por el cuerpo celeste que orbita alrededor del Sol, tiene suficiente masa para estar en equilibrio hidrostático (una forma redondeada) y ha aclarado su órbita de otros objetos.

Pero ¿dónde está aquí el medio ambiente?

Sencillamente, en ninguna parte. «Planeta» es un concepto astronómico, sin más; no tiene nada que ver con la vida en él. Hasta ahora, lo que sabemos es que lo normal en un planeta es que no haya vida. Y si hablamos del nuestro, al planeta le da exactamente igual que toda la vida sobre él se extinga.

De hecho, «el planeta» seguirá siendo «el planeta» cuando toda la vida sobre él se haya extinguido, lo que esperemos no ocurra hasta dentro de miles de millones de años; pero si ocurriera mañana mismo, «el planeta» no dejaría de ser «el planeta», ni sería un planeta peor, ni menos planeta. A menos que Thanos y su guante de pedrería fina destruyan el equilibrio hidrostático de la Tierra y le hagan perder su forma redondeada, o llenen su órbita de escombros intergalácticos.

Entonces, ¿de dónde viene esta bobería? Aunque es difícil encontrar una referencia clara y directa de esto, puedo intuir que el término se ha introducido a raíz de la popularización del cambio climático, ya que se habla de calentamiento global del planeta. Pero en realidad no es más que una sinécdoque, el todo por la parte: aumenta la temperatura media global del aire y de los océanos, no la de «el planeta». El 99% del volumen total de la Tierra lo ocupan el manto y el núcleo, donde las temperaturas son de cientos o miles de grados. Así que el impacto de la variación en el aire y el agua sobre la temperatura media del planeta tomada en su conjunto es más que despreciable. «El planeta» ni se entera.

Así pues, ¿cuál es el antídoto contra esta bobada? ¿Qué tal regresar a «el medio ambiente» de toda la vida? O para quien quiera ser algo más técnico, lo correcto sería decir «la biosfera», que se define como la zona de la Tierra donde hay vida o puede haberla; los ecosistemas en su conjunto con todas sus interacciones entre sí y con su medio, ya sea sólido, líquido o gaseoso.

Todo esto trata de la preocupación por la biosfera, que es la que estamos destruyendo a marchas forzadas. Pero para los preocupados por «el planeta», tengo una buena noticia que les dejará dormir tranquilos: el planeta está perfectamente a salvo, y nadie se lo cargará ni queriendo. Ni siquiera Thanos, que solo podía con la biosfera.

Así que, dejemos a los planetas donde deben estar:

Razones para desterrar de una vez por todas los bastoncillos de los oídos

Hay varias buenas razones para dejar de utilizar bastoncillos de los oídos, y no es solo por la imagen que se ve a la derecha.

La estampa fue captada en aguas de Indonesia por el fotógrafo estadounidense Justin Hofman, y en 2017 quedó finalista en el concurso Wildlife Photographer of the Year organizado por el Museo de Historia Natural de Londres. Es uno de esos casos en los que la imagen vale más que mil palabras; ningún discurso sobre la contaminación plástica de los océanos puede ser tan poderoso como la visión de este frágil animalito aferrado a un pedazo de basura.

De hecho, los bastoncillos figuran en la lista de plásticos de un solo uso que quedarán prohibidos en la Unión Europea en 2021. Pero eliminado el plástico, no se acabó el problema; ya existen marcas que utilizan otros materiales degradables como el cartón. Y sin embargo, los perjuicios de los bastoncillos no son solo para el medio ambiente, sino también para el medio en el que se utilizan: el oído.

Bastoncillos para los oídos. Imagen de Pixabay.

Bastoncillos para los oídos. Imagen de Pixabay.

Los otorrinos llevan años y años desaconsejando el uso de los bastoncillos para los oídos. La Sociedad Española de Otorrinolaringología y Cirugía de Cabeza y Cuello insiste en que los bastoncillos no hacen otra cosa que “empujar la cera hacia dentro y compactarla”, por lo que pueden crear tapones y provocar infecciones. Además, en realidad no se necesitan, ya que “el cerumen ayuda a proteger al oído, funciona como hidratante del canal auditivo y lo protege del polvo y las bacterias”. El exceso se expulsa solo, y en caso de taponamiento lo recomendable y sensato es acudir al especialista.

Y a pesar de que algunos otorrinos llegan a pregonar a los cuatro vientos que en el oído no debe meterse nada más fino que un codo, parece que el mensaje no llega a calar. Para los recalcitrantes que continúan sondeándose los oídos con estos adminículos tan contaminantes como peligrosos, la revista BMJ Case Reports publica un espeluznante caso que debería servir para disuadir a los exploradores auriculares.

Al servicio de urgencias de un hospital inglés llegó una ambulancia con un hombre de 31 años presa de graves convulsiones, con náuseas, vómitos y pérdida de memoria. Antes del ingreso debido a su empeoramiento, había sufrido dolores en el oído izquierdo durante 10 días, que no habían remitido con el antibiótico oral prescrito por el médico general.

Tras un escáner TAC y los pertinentes análisis del líquido que supuraba su oído, los médicos le diagnosticaron una otitis externa maligna, una versión enfurecida de la típica otitis de los niños en las piscinas. Esta forma maligna, que suele afectar sobre todo a personas ancianas diabéticas, se extiende invadiendo hacia el interior y puede llegar al cráneo, aunque curiosamente los síntomas aparentes pueden ser menos insidiosos que en la típica otitis aguda. En el caso del paciente inglés, dijo llevar nada menos que cinco años con dolores intermitentes y pérdida de oído.

Escáner TAC del paciente. Las flechas azules marcan los lugares de la infección. Imagen de Charlton et al / BMJ Case Reports.

Escáner TAC del paciente. Las flechas azules marcan los lugares de la infección. Imagen de Charlton et al / BMJ Case Reports.

El análisis reveló que el bicho causante era Pseudomonas aeruginosa, un sospechoso habitual en estos casos. La grave infección en el interior del cráneo, rodeando el cerebro, desconcertó a los médicos, ya que era un cuadro relativamente raro en una persona joven y sana. Hasta que dieron con el culpable: al explorar el oído del paciente bajo anestesia general, descubrieron un pedazo de algodón de un bastoncillo, que probablemente llevaba años atascado allí y que los especialistas identificaron como el foco de la infección.

Por suerte, esos maravillosos sistemas de alarma que tiene el organismo, como la inflamación, el dolor y las consecuencias que provocan, permitieron atajar a tiempo lo que podría haber sido una infección mortal. Tras una cirugía y un tratamiento de choque con antibióticos intravenosos, el paciente llegó a recuperarse por completo, y se supone que se sentirá como un hombre nuevo. Y como escriben los médicos en su informe del caso, “¡lo más importante es que ya no utiliza bastoncillos de algodón para limpiarse los oídos!”. “El presente caso reitera aún más los peligros del uso de bastoncillos de algodón”, añaden.

La conclusión es obvia: por incómodo que pueda resultar que un grumo de cerumen seco le asome a uno a la oreja en el momento menos oportuno, bastante más incómodo es tener que someterse a una neurocirugía.