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El contacto sano con los microbios puede favorecer la respuesta contra la COVID-19

El ABC de la inmunología, del que casi todo el mundo tiene una vaga idea, dice que una infección o vacunación nos arma contra un futuro contacto con el mismo patógeno. En junio un estudio en The Lancet Infectious Diseases, que modelizaba matemáticamente la pandemia de COVID-19 simulando un mundo con y sin vacunas, estimaba que estas han salvado casi 20 millones de vidas.

Esto se logra gracias a una de las dos grandes fuerzas del sistema inmune, el llamado adquirido o adaptativo (el otro es el innato). Este a su vez tiene dos divisiones celulares, los linfocitos B y T. Los primeros se arman en su cubierta celular con los anticuerpos, moléculas en forma de Y cuyos dos rabitos superiores están recortados a la medida de los antígenos del patógeno en cuestión para que encajen con ellos como una llave en una cerradura. Un antígeno es, en general, cualquier molécula capaz de estimular esta respuesta. Y un patógeno, como un virus, suele tener varios antígenos diferentes; por ejemplo, la proteína Spike o S del coronavirus SARS-CoV-2 contra la cual nos hemos vacunado es uno de sus antígenos, pero tiene otros.

Además, las células B pueden soltar esos anticuerpos a la sangre y por los tejidos para que actúen como vigilantes; si alguno de ellos encuentra el antígeno y se une a él, otras células inmunitarias lo detectan y se activan. Por su parte, las células T se recubren de otro tipo de moléculas —llamadas receptores de células T, o TCR— que también reconocen los antígenos, aunque mediante otro mecanismo algo más complicado. Cuando las células T reconocen los antígenos contra los cuales están programados, hacen varias cosas diversas que pueden resumirse en un mismo objetivo: guerra al invasor.

También el ABC de la inmunología dice que tanto los anticuerpos como los TCR reconocen específicamente un, y solo un, antígeno. O más concretamente, solo una parte de él llamada epítopo; un antígeno puede tener varios epítopos, como distintas caras que pueden ser reconocidas por anticuerpos o TCR diferentes.

Niños jugando en un parque de agua. Imagen de needpix.com.

Pero cuando pasamos del ABC a una explicación algo más detallada y realista, ocurre que esto último no es exactamente así: resulta que los anticuerpos y los TCR pueden reconocer también, por error, otros antígenos diferentes a aquel contra el cual fueron programados. Sería como colocar una pieza de un puzle en otro puzle distinto al que esa pieza no pertenece, pero donde por casualidad encaja. Esto se llama reactividad cruzada.

Hemos dicho que esto se produce por error, pero lo he puesto en cursiva por una razón: lo consideramos un error del sistema, pero no sabemos hasta qué punto puede ser un inconveniente o una ventaja. De hecho, puede ser una cosa u otra, según el caso: la reactividad cruzada puede ser el origen de algunas alergias; por ejemplo, se ha descrito que este es el caso de algunas personas que son alérgicas al mismo tiempo al látex y al plátano. En ocasiones este fenómeno puede reducir o perjudicar la respuesta contra un antígeno. Pero en otras ocurre lo contrario: la reactividad cruzada posibilita que el organismo inmunizado contra una cepa de gripe responda contra otra cepa distinta.

Podría pensarse que esta reactividad cruzada sucede solo entre, por ejemplo, dos virus muy parecidos, como dos cepas de gripe. Pero este tampoco es siempre el caso: ocurre, por ejemplo, entre el virus de la gripe y el de la hepatitis C, muy distintos entre sí.

Hecha esta introducción, pasemos a lo que vengo a contar. Un equipo de investigadores de la Universidad de Pensilvania ha analizado muestras de sangre de 12 personas sanas recogidas antes de 2020, para asegurarse de que los donantes no hubieran estado expuestos al coronavirus SARS-CoV-2. En estas muestras han encontrado un total de 117 poblaciones de células T que reconocen el virus, en personas que no habían tenido contacto con él. Y pese a ello, estas poblaciones incluyen células T de memoria; es decir, células resultantes de un encuentro previo con el antígeno, a pesar de que es imposible que estas personas se hubiesen infectado con el coronavirus.

Este resultado no es sorprendente; se trata de reactividad cruzada. De hecho, varios estudios anteriores ya habían encontrado estas células T contra el virus en personas no expuestas a él. Pero ¿cuál es la reactividad original de estas células T? ¿Contra qué antígenos estaban programadas, y cuáles han sido los que las han activado previamente? Hasta ahora se ha asumido que estas células eran reactivas contra los coronavirus del resfriado, cuatro virus de la misma familia que el SARS-CoV-2, más o menos parecidos a este, que llevan mucho tiempo circulando entre nosotros y que nos provocan catarros, sobre todo en invierno.

Según lo dicho arriba sobre los efectos variables de la reactividad cruzada, los estudios no son unánimes respecto a si una inmunidad previa contra los coronavirus del resfriado ayuda al organismo a luchar contra la cóvid. Algunos estudios han encontrado que ayuda, otros que perjudica, y otros que ni una cosa ni la otra.

En su estudio, publicado en Science Immunology, los investigadores de Pensilvania han comprobado que sí, existe una cierta reactividad cruzada de estas células T anti-SARS-CoV-2 con los coronavirus del resfriado. Pero lo novedoso es que esta fuente de reactividad cruzada no parece ser la única, ni siquiera la más potente. En su lugar, los científicos han descubierto que estas células T responden contra ciertas bacterias que forman parte de la microbiota natural de nuestra piel, como Staphylococcus epidermidis, o del intestino, como Prevotella copri y Bacteroides ovatus.

Es decir, que en nuestro organismo existen células T programadas y activadas por las bacterias que forman parte de nuestra flora normal, pero casualmente esas células T tienen reactividad cruzada contra el coronavirus SARS-CoV-2, y por lo tanto nos ayudan a luchar contra esta infección incluso si nunca antes la hemos padecido. O dicho de otro modo, algo de lo que ya hay evidencias previas sobradas, que una flora bacteriana sana mantiene al sistema inmune preparado para responder mejor contra las amenazas peligrosas.

Cabe decir que, en realidad, los experimentos del estudio no pueden determinar cómo esta reactividad cruzada concreta afecta a la respuesta contra la cóvid. Pero los autores apuntan que, según estudios anteriores, «la frecuencia de células T preexistentes específicas contra el SARS-CoV-2 se asocia con efectos beneficiosos, como una enfermedad más suave y una infección fallida».

En resumen, los datos sugieren que un sistema inmune más entrenado y en funcionamiento normal puede ayudarnos también a luchar contra la cóvid. De forma más general, esto es precisamente lo que propone la mal llamada hipótesis de la higiene, más correctamente hipótesis de la microbiota: el sistema inmune necesita un contacto sano con los antígenos normales del entorno para funcionar de forma óptima. Intentar evitar este contacto, por ejemplo con desinfecciones innecesarias u otras medidas, puede perjudicarnos.

Se ha barajado la posibilidad de que los casos de hepatitis aguda grave en niños que se han detectado meses atrás estén relacionados con un entrenamiento deficiente del sistema inmune por un exceso de aislamiento. Ahora dos estudios en Reino Unido, aún sin publicar, han detectado en casi todos los niños afectados unos niveles anormalmente altos de Virus Adenoasociado 2 (AAV2), un pequeño parvovirus peculiar que no puede replicarse por sí mismo; necesita la coinfección con otro virus, que puede ser un adenovirus o un herpesvirus. El AAV2 es muy común y suele contraerse durante la infancia. Hasta ahora no se había asociado a ninguna enfermedad. Y si en efecto este virus es el responsable de los casos de hepatitis, en combinación con un adenovirus o quizá con el herpesvirus HHV6, aún no se sabe cuál puede ser el mecanismo implicado. Pero ambos grupos de investigadores han mencionado la posibilidad de que el descenso en la inmunidad de los niños por el aislamiento durante la pandemia haya provocado un posterior pico de infecciones por adenovirus que podrían estar relacionadas con las hepatitis.

En resumen, no solo el SARS-CoV-2 tiene un impacto sobre nuestra salud, sino también las medidas que tomamos contra él y que rompen la convivencia normal del sistema inmune con el mundo de antígenos que nos rodea. Salvando las precauciones debidas en las situaciones en las que exista un riesgo real de contagio, el sistema inmune también necesita volver a la normalidad para seguir protegiéndonos.

La increíble historia de los médicos del gueto de Varsovia que respondieron al nazismo con ciencia

Durante la 2ª Guerra Mundial, los campos de concentración nazis y japoneses fueron escenarios de brutales y aberrantes torturas disfrazadas de experimentos médicos. También en los gulags soviéticos se practicó esta falsa ciencia monstruosa. Pero según escribía en 2016 en la revista Bulletin of the History of Medicine la especialista en estudios rusos de la Universidad del Sur de Florida Golfo Alexopoulos, basándose en los primeros documentos desclasificados de estas prácticas en los campos soviéticos, «aunque la ciencia de los gulags aparentemente no poseyó el carácter letal de la medicina nazi, tampoco este trabajo fue enteramente benigno». Tal vez el diagnóstico de Alexopoulos sea demasiado indulgente, conociéndose, por ejemplo, los experimentos con venenos en los gulags.

Y para que no quede nada sin citar, cabría mencionar otros casos como el infame estudio sobre sífilis de Tuskegee que EEUU llevó a cabo desde 1932, en el que se reclutó a cientos de hombres negros afectados por la enfermedad sin informarles de su diagnóstico y proporcionándoles tratamientos falsos, para estudiar su evolución. Aquello no tuvo ninguna relación con la guerra; de hecho, se prolongó durante 40 años. Pero es una muestra de que fueron muchos los países en los que se diría que se aprovechó una especie de periodo propicio para las atrocidades en nombre de la ciencia: esta ya tenía una estructura y un desarrollo, pero aún no se habían impuesto los estándares éticos que hoy imperan. Y en este contexto, la guerra aportaba los ingredientes de caos, excepción e impunidad que faltaban para que se cometieran tales barbaridades.

Pero sin duda, y con la información disponible hoy, fueron los campos y centros de investigación nazis y japoneses (en Japón no fue solo la infame Unidad 731) los que superaron todos los límites imaginables de vileza y repugnancia. No voy a abundar aquí en enumerar algunos de estos espantosos crímenes; quien esté interesado podrá encontrar información sobrada en internet, y que prepare el estómago para encajar un puñetazo de horror real. Pero un caso especial que merece comentario es el de los experimentos de hipotermia en los campos nazis.

A diferencia de los delirios sádicos de los médicos Josef Mengele en Auschwitz o Aribert Heim en Mauthausen, en los que no existía realmente el menor método ni ánimo científico, se sabe de unos 30 proyectos de investigación desarrollados con lo que era un pretendido enfoque científico, en versión nazi. Y entre ellos, el más conocido es el de los experimentos de hipotermia en el campo de Dachau. Para estudiar cómo proteger de las aguas gélidas del mar a los tripulantes de la Luftwaffe que caían abatidos, y a los soldados del frente ruso, los médicos nazis sumergían a los prisioneros en bañeras de hielo desnudos o con trajes especiales y registraban el tiempo que tardaban en morir, así como la respuesta a distintos métodos de reanimación.

Dada la pulcritud con la que se recogieron aquellos datos, ocurrió que los experimentos nazis fueron citados en estudios posteriores sobre la hipotermia; hasta 1984, más de 45 los habían incluido en sus referencias. La ciencia siempre se basa en el conocimiento previo y este tiene que quedar bien detallado en las referencias, un apartado esencial de todo artículo en el que también se invierte esfuerzo y tiempo.

Pero durante décadas ha coleado un debate ético: incluso si sus datos fuesen válidos, ¿deberían citarse estos estudios, dadas las circunstancias en que se llevaron a cabo? La controversia ha continuado hasta hoy, a pesar de que ya hace décadas algunos expertos reanalizaron los estudios nazis y juzgaron que «ni la ciencia ni los científicos de Dachau eran fiables, y los datos no tenían ningún valor», según citaba un estudio de 1994.

Frente a estos casos tan vergonzantes para la historia de la ciencia, los profesores de nutrición de la Universidad Tufts de Massachusetts Merry Fitzpatrick e Irwin Rosenberg contaban esta semana en The Conversation un ejemplo contrario que, si bien no era del todo desconocido, debe difundirse más: cómo un grupo de médicos judíos del gueto de Varsovia, ellos mismos sufriendo la misma hambruna que todas las personas confinadas allí por los nazis, recogieron observaciones científicas de los efectos de la inanición hasta la muerte, con la esperanza de que sus estudios pudiesen servir de algo a la ciencia y perdurasen además como testimonio de aquellos horrores.

Tras la invasión nazi de Polonia, en la capital se amuralló un área de poco menos de 4 kilómetros cuadrados (unas 3 veces el Retiro de Madrid) donde se confinó a más de 450.000 personas. Fitzpatrick y Rosenberg apuntan que los alemanes de Varsovia recibían raciones de 2.600 calorías al día, lo que hoy se considera correcto para una dieta normal, pero los judíos sobrevivían con menos de la tercera parte, unas 800 calorías a las que llegaban complementando sus raciones con el contrabando. Según los investigadores, un estudio sobre inanición a finales de la 2ª Guerra Mundial en EEUU se hizo con voluntarios a los que se les daba el doble de calorías que esto.

El gueto albergaba dos hospitales, para adultos y niños, en los que se permitía el tratamiento de los pacientes con los recursos que pudieran conseguir, pero se prohibió la investigación. Y pese a ello, desde febrero de 1942 un grupo de médicos judíos puso en marcha un estudio en secreto sobre la inanición en sus pacientes, dirigido por Israel Milejkowski.

Una de las fotografías del hambre en el gueto de Varsovia incluidas en el libro ‘Maladie de famine’. Imagen de American Joint Distribution Committee.

Así, los médicos registraron datos de sus pacientes hasta una muerte por hambre que ellos no podían evitar de ningún modo, recogiendo observaciones valiosas; por ejemplo, que incluso al borde de la muerte la mayoría de las personas no mostraban síntomas de enfermedades típicas de la carencia de vitaminas, como el escorbuto (C), la ceguera nocturna (A) o el raquitismo (D). Y en cambio, sufrían más la falta de minerales: solían desarrollar osteomalacia, un ablandamiento de los huesos por desmineralización, cuando el organismo tiraba de esas reservas de minerales para luchar contra la inanición. Los médicos observaron también que la energía proporcionada por el azúcar, y no la carencia de otros nutrientes, era el factor limitante para la vida.

El 22 de julio de 1942 el Tercer Reich comenzó a aplicar su infame «solución final» al gueto de Varsovia. Aquel día las fuerzas nazis arrasaron el gueto, destruyendo los hospitales y comenzando la masacre o deportación de sus habitantes hacia los campos de exterminio. Para entonces el equipo dirigido por Milejkowski había recogido infinidad de datos valiosos, y durante varias noches los médicos participantes en el programa se dedicaron a intentar salvar sus cuadernos de la destrucción y a encontrarse en secreto en los pabellones del cementerio para poner por escrito una serie de estudios documentando su investigación. Según los cálculos de aquellos médicos, unas 100.000 personas habían muerto en el gueto de hambre y enfermedad. En octubre, cuando terminaban de reunir en un libro los seis estudios que habían podido salvar, otros 300.000 habitantes del gueto habían sido asesinados en los campos de exterminio.

Aquel manuscrito, titulado en francés Maladie de Famine, en inglés The Disease of Starvation: Clinical Research on Starvation in the Warsaw Ghetto in 1942, fue entregado a alguien que lo enterró en el cementerio del hospital para salvarlo de la destrucción. Según Fitzpatrick y Rosenberg, menos de un año después la mayoría de sus 23 autores habían muerto. Después de la guerra el manuscrito se recuperó y se entregó a uno de los autores que aún vivían, Emil Apfelbaum, y a una organización destinada a ayudar a los supervivientes judíos, el American Joint Distribution Committee. Ellos se encargaron de editar y publicar el libro entre 1948 y 1949, casi coincidiendo con la muerte de Apfelbaum.

En EEUU se distribuyeron 1.000 copias de la versión francesa. Fue rebuscando en los depósitos del sótano de la biblioteca de su universidad cuando Fitzpatrick y Rosenberg, que se dedican a estudiar los efectos biológicos de la inanición, descubrieron un ejemplar, y decidieron que debían contarlo. El libro de Milejkowski y sus colaboradores no había desaparecido ni era del todo ignorado; de hecho, el catálogo mundial de bibliotecas muestra que hay más de un centenar de ejemplares repartidos por el mundo, dos de ellos en España: uno en la Residencia de Estudiantes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y otro en la biblioteca de la IE University, ambas en Madrid. Pero sin duda es una historia muy poco conocida que merece mayor difusión, tanto por el heroísmo de los autores, combatiendo la barbarie con ciencia, como por el escalofriante prólogo de Milejkowski, en el que escribía:

«Qué puedo deciros, mis amados colegas y compañeros de miseria. Sois una parte de todos nosotros. Esclavitud, hambre, deportación, esas cifras de muertes en nuestro gueto son también vuestro legado. Y vosotros, mediante vuestro trabajo, podréis dar a los esbirros la respuesta Non omnis moriar, [no moriré del todo]».

Milejkowski escribió estas palabras al final de las deportaciones, en un gueto ya casi desierto, sabiendo que vivía las que serían sus últimas horas:

«Este trabajo se originó y emprendió bajo condiciones inconcebibles. Sostengo mi pluma en la mano y la muerte me observa en mi habitación. Mira a través de las ventanas negras de casas tristes y vacías, en calles desiertas donde se acumulan las posesiones vandalizadas y saqueadas… En este silencio dominante residen la fuerza y la profundidad de nuestro dolor, y los gemidos que un día sacudirán la conciencia del mundo».

Tener un hijo de otra persona sin sus gametos: la biología lo está haciendo posible

Decíamos ayer que en los círculos jurídicos de bioética y privacidad se habla últimamente de los nuevos conflictos legales que pueden surgir si el ADN de una persona se usa sin su consentimiento. Y aunque pudiera parecer de sentido común que absolutamente ningún uso esté permitido sin esa autorización expresa y consciente, ¿hemos autorizado que nos frían a spam telefónico, por email o por apps de mensajería? Quizá resulte que, sin saberlo, lo hemos hecho. Lo peor de todo es que ni siquiera lo sabemos. Pero esto es solo un ejemplo de cómo realmente no tenemos control sobre nuestra privacidad online, incluso con leyes supuestamente cada vez más estrictas. Porque poco nos ayudan estas leyes si pulsamos «acepto» solo por no leernos los rollos del mar Muerto en versión «términos y condiciones», un error en el que todos caemos.

Es por esto que los expertos, alarmados por las posibilidades que ofrece y va a ofrecer aún más en el futuro la piratería genética, están clamando por la necesidad de leyes específicas. Un artículo escrito hace ya 12 años por la profesora de leyes de la Universidad de California Elizabeth Joh decía que generalmente, con los marcos legales actuales, «el robo de ADN no es un delito. Al contrario, la recolección no consensuada y el análisis del ADN de otra persona no tienen prácticamente ninguna restricción legal».

Planteemos un caso hipotético extremo. Ayer recordábamos el caso del extenista Boris Becker cuando culpó a una camarera de haber guardado su esperma en la boca para inseminarse, historia que el juicio desmontó en contra de Becker. Pero imaginemos ahora que una mujer, fan de tal celebrity, decide que quiere tener un hijo de esta. Recoge un vaso que el personaje en cuestión ha utilizado, y que contiene células de su piel. Lo envía a un laboratorio donde esas células de la piel se transforman en espermatozoides. Se insemina con ellos. Y tiene un hijo de su celebrity favorita.

Ahora, ricemos aún más el rizo: ni siquiera es necesario que la celebrity sea un hombre y su fan una mujer. Una fan de Madonna también podría pedir que las células de piel de la cantante se conviertan en espermatozoides. Y si el fan es un hombre, podría utilizar sus propios espermatozoides para fecundar un óvulo creado a partir de las células de la piel de su celebrity favorita, sea hombre o mujer, o bien, si le da el capricho, incluso pedir que las células de esta se transformen en espermatozoides y las suyas propias en óvulos. Aunque, claro, en cualquier caso necesitaría una gestación subrogada.

¿Suena suficientemente extremo? Pues todo esto ya es posible… en ratones. Y recientemente se ha conseguido también en ratas. Es lo que se conoce como gametogénesis in vitro (IVG, siglas en inglés), y se basa en la tecnología de células madre.

Fertilización in vitro. Imagen de DrKontogianniIVF / pixabay.com.

Un breve recordatorio. En 2006 el grupo dirigido por Shinya Yamanaka en la Universidad de Kioto consiguió, primero en ratones y después en humanos, obtener células madre a partir de células somáticas; es decir, tomar células de la piel y devolverlas a su estado desprogramado desde el cual puede obtenerse cualquier tipo de célula del organismo. Algo así como reconstruir el huevo a partir de la tortilla, o destallar una escultura para volver a obtener el bloque de piedra en bruto.

Estas iPSC (siglas en inglés de células madre pluripotentes inducidas) tienen una potencia similar a las embrionarias, mayor que la de otros tipos de células madre como las de cordón umbilical. Dado que las embrionarias se obtienen de los procedimientos de fertilización in vitro, de cigotos descartados y congelados que los padres donan voluntariamente, las iPSC son aceptables para los sectores de la sociedad opuestos a estos usos, y también compatibles con la regulación de los estados que no los permiten.

A partir de las iPSC se ha logrado obtener células y tejidos diferenciados que sirven como repuesto y tratamiento de numerosas enfermedades mediante trasplantes. Estas terapias ya se están aplicando con éxito, aunque dada su especialización y por lo tanto su coste, no se han generalizado, y es una incógnita si llegarán a hacerlo algún día.

Entre las células del organismo que pueden generarse a partir de las células madre están también los gametos o células germinales, es decir, óvulos y espermatozoides. Estas células son diferentes a todas las demás del organismo en un aspecto, y es que durante su maduración la cantidad de cromosomas se reduce a la mitad, para que la unión entre ambas restaure la dotación cromosómica completa. Además, los óvulos son células muy peculiares, complejas, las más grandes del organismo; son tan especiales que cada mujer nace con todo su repertorio completo de óvulos sin posibilidad de producir más.

Pero en ratones ya se han superado muchos de los grandes obstáculos. Se han obtenido espermatozoides y óvulos a partir de células de la piel, y crías sanas a partir de estos gametos generados in vitro. En estos animales se ha conseguido saltar la barrera del sexo, es decir, obtener óvulos de las células masculinas y espermatozoides de las femeninas. Estos casos son especialmente complicados: en el primero, el cromosoma masculino Y tiene genes que inhiben la generación del óvulo, mientras que en el segundo ocurre lo contrario, falta ese cromosoma que dirige la producción del esperma. En ratones se han vencido estas trabas mediante procedimientos muy complejos que difícilmente serían aplicables en humanos.

Ratones nacidos de óvulos creados in vitro a partir de células madre iPSC. Imagen de Katsuhiko Hayashi / Hayashi et al, Science 2012.

En infinidad de técnicas biológicas, el salto desde los roedores hasta los humanos requiere años de investigación adicional y nuevos desarrollos, y este es uno de esos casos. Ya se ha logrado convertir las iPSC en precursores de células germinales, pero aún falta superar el último paso para obtener espermatozoides y óvulos funcionales. Por el momento no se sabe con certeza si será posible producir in vitro gametos humanos del sexo contrario.

Pero ya hay compañías startup creadas para investigar y aplicar estas futuras tecnologías, y los expertos llevan años discutiendo cuáles serán las implicaciones éticas y dónde deberían establecerse las líneas rojas sobre sus usos aceptables: entre estos, la IVG revolucionará la medicina reproductiva al permitir concebir a parejas estériles sin aportación de otros donantes, o a las mujeres después de la menopausia. La técnica facilitaría además la obtención de embriones libres de enfermedades genéticas presentes en los padres.

Aunque la aceptación de otros usos variará con las ideologías y las creencias religiosas, otra aplicación obvia que generalmente se contempla es la concepción por parte de parejas del mismo sexo. Solo se necesitaría aplicar la IVG a una de las personas de la pareja para obtener espermatozoides, en el caso de dos mujeres, u óvulos si son dos hombres, pero estos además necesitarían una gestación subrogada, que en muchos países aún no es legal.

En cambio, otros casos suscitan mayores objeciones, como un hijo concebido por una sola persona que aporte las células para producir espermatozoides y óvulos (esto no sería una clonación), o la creación de bebés de diseño. Hay dudas respecto al caso de la participación de tres personas; hay un precedente de esto que hoy ya se aplica sustituyendo las mitocondrias enfermas del óvulo de una mujer por las de otra persona.

Y luego están los casos delictivos, la obtención de un hijo de alguien sin su consentimiento; lo planteado más arriba, y que algunos expertos llaman el «escenario celebrity«.

Todo esto no va a ocurrir de hoy para mañana; salvo avances inesperados, superar los obstáculos técnicos tardará años, pero es dudoso incluso cómo podría emprenderse el proceso necesario para certificar la seguridad del procedimiento sin sobrepasar los límites de lo aceptable. Y conseguir células de alguien, idóneas, viables y en número suficiente para aplicar estas técnicas tampoco es algo que pueda resolverse con unos restos dejados en un vaso o una servilleta. Aún.

Pero dado que la ciencia avanza en esa dirección, las reflexiones éticas y las leyes deberían anticiparse para que esos futuros logros no lleguen por sorpresa sin una regulación a la que acogerse. Parecería claro que crear un hijo de una persona sin su permiso siempre debería ser ilegal. Salvo que, recordando el caso de Boris Becker o muchos otros, esta no es una discusión nueva. ¿Qué ocurriría en un caso de fertilización por IVG? Si, como debaten los expertos en leyes, no es descartable que el ADN de un personaje famoso sea considerado dominio público (dado que no se puede condenar a alguien por recoger restos biológicos y procesarlos), ¿dónde comenzaría el delito? Y aunque llegar a la creación de ese hijo quebrante la barrera de lo legal, una condena no sería suficiente para arreglar el embrollo: ¿estaría obligado el padre o la madre a asumir la paternidad o maternidad legal, habiendo una persona afectada (el hijo) que no tiene culpa de nada?

Esto es lo que dura activo el virus de la COVID-19 en el aire

Hace unos meses, en la cafetería del Parador de Gijón observé sobre una encimera un cacharro que parecía una lamparita; una de esas que realmente no dan luz y que pretenden aparentar decoración de vanguardia hasta que pasan de moda y entonces quedan como decoración de retaguardia. Pero el camarero explicó que no era eso, sino un monitor de CO2: verde, bien; amarillo, abrir las ventanas; rojo, desalojar hasta que vuelva el amarillo.

No soy cliente habitual de bares ni restaurantes, así que no puedo juzgar ni siquiera por impresión personal si aquello era una excepción insólita o si ya existen muchos locales con medidores de este tipo. Ojalá sea lo segundo. Porque desde luego, si no es lo segundo, entonces es que la torpeza del ser humano no se cura ni con seis millones de muertos.

Pero con independencia de que muchos o pocos hosteleros hayan adoptado esta simplicísima medida, que no lo sé, lo que sí es constatable es que los gobiernos que nos gobiernan y los legisladores que nos legislan, estatales, autonómicos o de comunidad de vecinos, continúan silbando, mirando para otro lado y rascándose el ombligo en todo lo relativo a las medidas de calidad del aire. Que son LA MEJOR arma contra la pandemia de COVID-19. En su lugar, se sigue hablando de mascarilla sí, mascarilla no, mascarilla tralará.

Sí, las mascarillas funcionan (hasta cierto punto). Pero como ya he repetido aquí una y otra vez, las mascarillas han sido un parche, una chapuza de emergencia, incómoda e indeseable, cuando no teníamos otro modo de enfrentarnos al virus. Después de más de dos años, se diría que ya ha habido tiempo más que suficiente para cambiar el parche por medidas serias y definitivas de calidad del aire de cumplimiento obligatorio en todos los espacios públicos cerrados, que los expertos han pedido hasta la ronquera.

Pero es evidente que esto no ha ocurrido. El riesgo de contagio se sigue dejando a la mascarilla. No es asunto de los hosteleros ni de los dueños de los locales. No es su aire. Como si se sirvieran agua o comida sin el menor control sanitario, y allá cada cual si enferma, no haber bebido o comido, qué culpa tendrá el dueño. En resumen: que aún sigamos hablando de mascarillas, dos años y pico después, revela el fracaso de la respuesta contra la pandemia.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

En la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) la microbióloga de la Universidad Napier de Edimburgo Stephanie Dancer escribía hace unos días: «Es hora de una revolución en el aire de interiores». En fin, lo mismo que otros cientos de expertos en todo el mundo han repetido hasta la saciedad. «Se espera que las autoridades de salud pública desarrollen directivas prácticas e inclinen a la gente y a los locales hacia una mayor seguridad». Se espera. Y seguimos esperando, mientras nadie hace nada.

El artículo de Dancer venía a propósito de una nueva revisión de estudios sobre la transmisión del SARS-CoV-2 por aerosoles publicada el mismo día en BMJ. Habrá a quienes les sorprenda que a estas alturas se sigan publicando estudios y revisiones sobre la transmisión por aerosoles. Pero no debería; eso es precisamente lo que distingue a la ciencia de todo lo demás, que continúa indagando, obteniendo nuevos datos, validando sus afirmaciones, revisándolas y refutándolas si es necesario. Frente a quienes dicen que ellos ya sabían desde el principio que eran los aerosoles, la ciencia no sabe nada desde el principio, sino solo al final. Y el hecho de que esta conclusión final pueda coincidir a veces con lo que a algunos les daba en la nariz no convierte a esos de la nariz en científicos; científico es quien investiga para saber, no quien ya sabía.

Y sí, la nueva revisión valida una vez más la transmisión por aerosoles: «La transmisión del SARS-CoV-2 por el aire a larga distancia podría ocurrir en lugares de interior como restaurantes, centros de trabajo y locales de coros, y un insuficiente recambio del aire probablemente contribuya a la transmisión», escriben los autores, de la UK Health Security Agency. «Estos resultados refuerzan la necesidad de medidas de mitigación en interiores, sobre todo una adecuada ventilación».

Además, con las últimas subvariantes de Ómicron las reglas del juego han cambiado radicalmente. El virus ancestral de Wuhan (el original) tenía una infectividad tan baja que por entonces el riesgo de contagio en exteriores se consideraba mínimo o prácticamente inexistente, a juzgar por los estudios de aquellos primeros tiempos. Con un número de reproducción básico (R0, recordemos que este es el número medio de personas a las que contagia cada infectado en una población sin inmunidad y mezclada al azar) de en torno a 3,3, era necesario un contacto muy estrecho y prolongado para contagiarse al aire libre, a pesar de que a posteriori algunos sectores políticamente interesados, pero científicamente desinformados, hicieran tanto ruido con aquello del 8-M de 2020 (que de todos modos y por principio de precaución no debería haberse celebrado, ya que por entonces aún no se conocía la infectividad del virus; pero una cosa es que debiera haberse suspendido, y otra que en la práctica tuviera un impacto real en la expansión de los contagios, que no fue así).

Pero con las nuevas variantes, todo ha cambiado. En la mayoría de ellas se ha cumplido que las que reemplazan a las anteriores tienen mayor infectividad. Y para las Ómicron BA.4 y BA.5, alguna estimación ha calculado que su R0 se ha disparado a un brutal 18,6. Implica que estos virus serían los más contagiosos jamás conocidos, tanto como el sarampión, del cual se contagian 9 de cada 10 personas no vacunadas que están cerca de un infectado. Lo cual aumenta enormemente el riesgo de contagio también en aglomeraciones al aire libre, como los festivales que se celebran en esta época. Y aún queda por estimar la infectividad de la nueva subvariante de segunda generación Ómicron BA.2.75 detectada primero en India (a la que algunos en redes sociales han apodado «Centaurus»), pero que podría ser incluso más infecciosa que las anteriores.

Un nuevo estudio publicado en PNAS ha analizado la dinámica del riesgo de contagio por aerosoles en interiores, aportando datos sobre cuánto dura el virus infeccioso en el ambiente. Los autores, de la Universidad de Bristol, han medido cuál es la infectividad del virus en al aire a lo largo del tiempo y a distintas temperaturas y humedades, en condiciones controladas de laboratorio.

Los resultados indican que, en condiciones de baja humedad relativa (menor del 50%), solo 10 segundos después de exhalarse el aerosol la infectividad ya ha descendido a la mitad, debido a que las gotitas del aerosol se secan y cristalizan. En condiciones de alta humedad, como ocurriría en las zonas de costa, el virus en el aire se mantiene activo durante más tiempo: comienza a perder infectividad a los 2 minutos, a los 5 minutos ha perdido el 50%, y a los 10 minutos el 90%. En cambio, la temperatura no afecta demasiado. Estos efectos de las condiciones ambientales coinciden a grandes rasgos con lo descrito previamente en otros estudios, pero en cambio estos nuevos datos rebajan drásticamente la vida media infectiva del virus en el aire, que hasta ahora se estimaba en 1 o 2 horas.

Debo aclarar que estos datos no deben utilizarse como guía práctica para valorar el riesgo en interiores en situaciones reales. Es un solo estudio (aunque muy bueno), y en condiciones controladas de laboratorio. También conviene mencionar que los experimentos se refieren a variantes antiguas, como Alfa y Beta, y no a las nuevas. Según los autores, «no hay razón para creer que las medidas en este estudio no sean representativas de variantes posteriores del virus». Pero también hay algún estudio de hace unos meses según el cual Ómicron es más estable en superficies que variantes anteriores, y no puede darse por hecho que la estabilidad en aerosoles sea la misma.

Pero en cambio, hay dos conclusiones interesantes con las que conviene quedarse. Primera, en una época en que los humidificadores de aire se han convertido en una especie de electrodoméstico de moda que muchas veces se usa sin necesidad, ni sin que quien lo usa sepa realmente por qué lo usa, algo que subrayan este y otros estudios es que el aire seco es mejor para evitar la transmisión del virus: «El aire seco puede ayudar a limitar la exposición general», escriben los autores.

Segunda, el estudio confirma la validez de los monitores de CO2 para medir el riesgo de exposición al virus. Aunque esto es algo bastante aceptado, algunos expertos todavía no están del todo convencidos. Pero además de que un exceso de CO2 en una habitación es siempre señal de aire viciado y mala ventilación, el nuevo estudio revela que la evaporación del CO2 de las gotitas de los aerosoles parece ser en parte responsable de esa pérdida de infectividad del virus por un aumento del pH de las gotitas (baja su acidez, sube su alcalinidad; el CO2 disuelto forma ácido carbónico, el de las bebidas con gas). Por lo tanto, en una habitación con mucho CO2, este gas mantendrá más bajo el pH de las gotitas y por tanto favorecerá la infectividad del virus.

Claro que de poco servirán todos estos estudios mientras las autoridades sigan mirando para otro lado. Como conté aquí, la situación la resumía en pocas palabras el especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan: tomar medidas para asegurar la calidad del aire cuesta dinero a los gobiernos y a los negocios. Así que prefieren que sigamos con el mascarillas sí, mascarillas no.

¿Existe realmente un brote de hepatitis aguda grave infantil?

Uno de los aspectos en los que la COVID-19 ha cambiado el mundo es en que ahora los medios y el público prestan mucha más atención a las enfermedades infecciosas y a los presuntos brotes epidémicos extraños. Por ejemplo, las 6.300 muertes por gripe en España en la temporada 2018-2019, la última completa anterior a la pandemia, no parecían importar a casi nadie. Por ejemplo, los brotes de otros coronavirus previos al SARS-CoV-2, que también han causado sus cuotas de muertes, sobre todo cuando se han producido brotes en residencias de ancianos, eran tan desconocidos para la gente que incluso se encuentran por ahí graciosas conspiranoias de quienes ignoraban por completo la existencia de estos virus.

Por ejemplo, en este blog he seguido durante años los nuevos descubrimientos en torno al virus de Lloviu, ese pariente del ébola descubierto en una cueva asturiana, que durante años ha pasado inadvertido para el público. Hace algo más de un mes me escribía Félix González, codescubridor de los murciélagos en los que se halló el virus, alarmado porque de repente en un mismo día le habían llovido las llamadas de varios medios para preguntarle por ello. Y realmente no había ninguna noticia, nada nuevo; al parecer, alguien en un medio de gran difusión de repente descubrió que existía este virus (existe oficialmente para la ciencia desde 2011) y pensó que en estos momentos de histeria infecciosa era un buen reclamo para conseguir clicks.

Es por ello que algunos de quienes hemos estado profesionalmente involucrados en este campo reaccionamos con bastante escepticismo ante la oleada inicial de alarma desbocada sobre el SARS-CoV-2, a comienzos de 2020. Y sí, en este caso nos equivocamos. Pero en el extremo contrario, también es cierto que ahora cualquier pequeña posible alarma sanitaria es un imán de clicks, y los medios no van a resistirse a este caramelo. Por ello, probablemente en estos tiempos sería conveniente que el público leyera los titulares grandilocuentes sobre nuevas epidemias, brotes o infecciones con una ceja levantada. Sobre todo cuando incluso las propias fuentes sanitarias pueden propiciar alarmas sin una confirmación sólida.

Imagen de Pixabay.

Un posible caso de esto, aunque todavía confuso, es el supuesto brote de una hepatitis aguda grave en niños que se detectó en varios países europeos, incluyendo España, y en EEUU. El pasado abril, cuando estas alarmas saltaron, traté aquí este tema con las hipótesis que se estaban barajando, por separado o combinadas: una rara complicación o secuela de la COVID-19, un adenovirus, o incluso una reacción inmunitaria errónea o autoinmunitaria alimentada por un descenso de estimulación antigénica durante la pandemia. Un posible efecto secundario de las vacunas de la cóvid se descartó desde el primer momento, ya que los niños afectados no estaban vacunados.

Ahora, he aquí el plot twist: nuevos estudios en Europa y EEUU dicen que quizá no exista tal brote; los datos presentados indican que la incidencia de hepatitis aguda grave en niños se mantiene en los mismos niveles de antes.

El estudio europeo se ha publicado en Eurosurveillance, revista del Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC). Los autores han recabado datos de 34 centros de 22 países europeos e Israel (en España, de Madrid y Barcelona) que forman parte de la red de referencia europea de enfermedades hepáticas y que tratan a niños con hepatitis, entre el 1 de enero y el 26 de abril de 2022.

De los 34 centros, 22 dijeron que no han observado un aumento de niños con hepatitis grave. Los 12 restantes informaron de una sospecha de aumento de casos, pero lo cierto es que sus cifras no lo reflejaban. El número de trasplantes pediátricos de hígado en los centros consultados ha sido menor en los meses analizados de 2022 que en años anteriores: una media de 2,5 en 2022 frente a 4,9 en 2021, 3,7 en 2020 y 4,9 en 2019, con la salvedad de que en 2022 solo se incluyen los casos de 4 meses y no del año completo.

La conclusión de los investigadores: «En comparación con la media de casos en cada año completo previo de 2019-21, no hay un incremento absoluto de casos con los criterios considerados en el periodo de estudio, basado en los datos de los centros participantes. Sin embargo, los datos de 2022 comprenden solo los primeros 3,8 meses del año y deberían considerarse preliminares». Otro dato aportado por los autores es que en la mayoría de los niños no se detectó adenovirus, una de las posibles causas que se habían apuntado, ni ningún otro virus en particular.

Sin embargo y como subrayan los investigadores, los datos deben tomarse con precaución, ya que son incompletos: en el estudio solo se incluyeron centros especializados, no hospitales generalistas. En Nature la hepatóloga pediátrica de la Universidad de Birmingham (Reino Unido) Deidre Kelly, coautora de este estudio, afirma que el número de casos que ella ha visto este año ha sido anormalmente alto; este estudio europeo no incluye datos de Reino Unido. Y lo cierto es que en aquel país sí se ha observado un aumento de casos respecto a años anteriores.

Conclusiones parecidas, aunque distinto método, tiene el estudio estadounidense, publicado en Morbidity and Mortality Weekly Report, la revista del CDC de EEUU. En este caso los investigadores han reunido los datos sobre hepatitis aguda, inflamación hepática o trasplantes de hígado en niños en las consultas de Urgencias y hospitalizaciones, comparando el periodo de octubre de 2021 a marzo de 2022 con un intervalo desde 2017 anterior a la pandemia, para evitar posibles sesgos durante los peores tiempos de la COVID-19. Además, también han recolectado los datos sobre positividad a adenovirus.

La conclusión: «Los datos actuales no sugieren un incremento en hepatitis pediátricas o adenovirus de tipos 40/41 por encima de los niveles de base pre-pandemia de COVID-19». Pero como en el estudio europeo, los autores advierten de que son datos preliminares e incompletos, y que por lo tanto aún no puede llegarse a una conclusión definitiva.

En resumen, todavía no hay respuestas firmes. Pero lo que sin duda ahora sí hay es una duda que antes no existía, cuando se daba por hecho que estábamos ante una nueva y misteriosa pequeña epidemia.

Por mi parte, ya lancé aquí mi apuesta: durante la pandemia muchas personas, ante un miedo perfectamente comprensible, han tratando de encerrarse en una burbuja inmunitaria minimizando todo tipo de contacto con el entorno; muchos padres han actuado así con sus hijos, con el propósito de protegerlos al máximo (aunque en muchos casos cayendo en el error de tratar de sustituir así a la vacunación, que es la mejor protección, según toda la ciencia disponible). Pero un sistema inmune sano necesita un contacto sano con los antígenos del entorno. Y una carencia de este contacto puede dar lugar a reacciones inmunitarias erróneas o descontroladas, especialmente en los niños, cuyo sistema inmune está en proceso de maduración y necesita esos estímulos para madurar.

Curiosamente, el estudio europeo de Eurosurveillance aporta una pista en esta dirección: recuerda que en 1923, después de la gran pandemia de gripe de 1918, se registraron numerosos casos de hepatitis grave con síntomas abdominales que sugerían un virus gastrointestinal. «Se consideró entonces que estaba relacionado con la susceptibilidad a virus a los que la gente no había estado expuesta durante la contención social», escriben los autores, añadiendo que en este caso podríamos estar ante «una interacción entre el sistema inmune inmaduro o inexperto y el hígado», en el contexto de alguna posible infección viral.

Por último, en Nature la hepatóloga Deidre Kelly apunta la posibilidad de que, con independencia de cuáles sean las causas primarias, quizá estos casos de hepatitis infantil estén delatando la existencia de ciertos factores de riesgo en algunos niños que antes no se conocían. Y que tal vez este brote, si lo es, pueda ayudar a identificarlos, lo que serviría para prevenir futuros casos. Por el momento, todas las hipótesis siguen abiertas.

MPXV, la viruela del mono que no es del mono, y contra la que habríamos podido estar ya protegidos

Siempre he pensado que llegará el día en que apreciemos esa leve areola en el hombro que tenemos los nacidos antes de 1980. Y ese día no es hoy; me refiero a un posible día futuro, en el que pudiera haber una amenaza mucho mayor que la actual. Y contra la cual pudiera protegernos aquella vacuna contra la viruela que recibimos.

Vivimos tiempos extraños. No porque el rechazo y el odio al conocimiento sean algo nuevo; son tan viejos como la humanidad. Pero resultan más insólitos hoy, cuando el conocimiento está fácilmente al alcance de cualquiera que desee acercarse a él, algo que nunca ha ocurrido en tiempos en que había que comprarlo con dinero y posición. Y sin embargo, expertos en lo que se ha dado en llamar el movimiento anti-Ilustración han observado que, cuanto más fuertes son la ciencia y el conocimiento, más lo son también la anti-ciencia y la apología de la ignorancia. Hace unos días surgió en Twitter una imagen de una pintada contra los libros en una biblioteca de Cataluña. Con independencia de que fuese legítima o impostada, que no me importa, lo innegable es que sí hubo algún perfil de Twitter, bot o no, pero declaradamente de extrema derecha, que escribió «basta ya de ciencia».

Aunque estas corrientes siempre son minoritarias, el mayor problema no es que esa minoría sea cuantiosa, sino que logra contagiar sus proclamas a una parte más importante del resto de la sociedad. Tengo un amigo, profesor de colegio de matemáticas pero sin formación en ciencia, que rechaza los cultivos transgénicos. No de forma militante, sino simplemente como quien se deja llevar por la ola. Nunca se ha interesado ni molestado en buscar información veraz sobre este tema. Simplemente se guía por lo que se dice por ahí. Y la voz de la anti-ciencia es más potente que la de la ciencia, porque para entender la primera realmente no hay que entender nada.

Los transgénicos son un ejemplo de algo motivado por estas corrientes que sí ocurre ahora por primera vez en la historia, y es que la humanidad o buena parte de ella está renunciando a grandes avances de la ciencia y la tecnología que ya están disponibles, cuando los odiadores del conocimiento han conseguido sembrar dudas y recelos entre la población general. Un segundo ejemplo son, obviamente, las vacunas, como hemos visto durante la pandemia de COVID-19.

No pretendo sugerir que el cese de la administración de la vacuna contra la viruela estuviese motivado por el sentimiento antivacunas. Simplemente, se consideró que la enfermedad estaba erradicada y que ya no era necesaria. Pero esto último es discutible. De hecho, aún existe virus de la viruela en dos laboratorios —en EEUU y… Rusia—, y el último brote conocido se originó en un laboratorio.

Pero más allá de estos casos esporádicos, pensar que una vacuna ya no es necesaria es bastante atrevido, como ahora la realidad ha demostrado. Si el conocimiento humano ha logrado crear una protección eficaz contra varias posibles enfermedades, algunas de las cuales tal vez aún ni siquiera existan, ¿por qué renunciar a ella? En 2013 un estudio reveló que 146 de entre 363 procedimientos médicos analizados siguen aplicándose a pesar de haberse demostrado que son inútiles o incluso perjudiciales (la mayoría de los médicos no son científicos, como ya hemos explicado aquí). El mismo autor, Vinay Prasad, del Instituto Nacional del Cáncer de EEUU, publicó un nuevo estudio en 2019 ampliando su búsqueda para elevar a 396 el total de procedimientos médicos inservibles o dañinos, pero utilizados habitualmente. Y, en cambio, ¿por qué se suspendió la vacunación contra la viruela, que sí funciona, que tantas vidas salvó y podría seguir salvándolas en un futuro potencial?

Imagen del Monkeypox Virus, MPXV. Dominio público.

Debo aclarar que voy a referirme al virus de la mal llamada viruela del mono como MPXV, MonkeyPoX Virus, que es su nombre oficial. Los propios virólogos reconocen que muchas veces los nombres que se da al objeto de su trabajo no son muy afortunados, porque ellos saben de qué están hablando, pero no la población no viróloga. El virus de Marburgo no es de Marburgo, el virus de Lloviu no es de Lloviu. En inglés la varicela (que en realidad es un herpesvirus) se llama Chickenpox, pero nadie imagina que sea la viruela del pollo. La mal llamada «viruela del mono» se llama Monkeypox, pero esto no significa «viruela del mono»; «viruela del mono» sería, en todo caso, Monkey Smallpox. De hecho, en algunas publicaciones científicas lo llaman Human Monkeypox para aclarar que no es un virus del mono. Se le añade el «Human» para especificar que es un virus patógeno para los humanos. Pero su reservorio está sobre todo en los roedores, y son estos animales los que lo transmiten a los humanos. Su descubrimiento en monos fue una mera carambola.

Esto no tendría mayor importancia para el público en general si no fuese porque muchos, en la misma línea ideológica en la que coincide el grueso de los movimientos anti-ciencia, han aprovechado la referencia al mono para hinchar la vena xenófoba y racista, suya y de sus correligionarios. Por otra parte, los chistes con El planeta de los simios no deberían tener mayor importancia, aunque es curioso cómo se ha repetido la forma de pensar del siglo XVIII, cuando la vacuna de Jenner contra la viruela motivó caricaturas en los periódicos en las que aparecían personas medio transformadas en vacas. Sí, será cierto que quienes ahora han publicado esos chistes sobre los simios probablemente lo han hecho como simple broma. Exactamente igual que lo hicieron los caricaturistas de Jenner con las vacas.

Más concretamente, conviene aclarar, respecto al MPXV, que no es un virus nuevo; existe desde hace miles de años, y hace 600 años surgió el subtipo de África occidental que ahora nos ocupa. Se descubrió en monos en 1958, por primera vez en humanos en 1970, y ha causado pequeños brotes recurrentes ocasionales. El mayor de ellos antes de ahora, en 2003 en EEUU, con más de 70 casos. Como otros virus de su misma familia (ortopoxvirus), incluida la viruela, el MPXV suele figurar en las listas de posibles armas biológicas.

Y sí, hay vacunas: las de la viruela. Aunque no hayan sido desarrolladas contra el MPXV, se estima que ofrecen una protección cruzada del 85%, más que suficiente. Aunque sería genial disponer de vacunas específicas contra el MPXV, démonos con un canto en los dientes por el hecho de que en 2022 aún existan vacunas contra la viruela. Y recordemos que también contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 nos hemos protegido con una vacuna que se desarrolló contra otra bastante diferente. Una de las vacunas contra la viruela llamada Jynneos (Imvamune o Imvanex), que es la versión de una vacuna clásica fabricada por la biotecnológica danesa Bavarian Nordic A/S, está aprobada contra la viruela por la Agencia Europea del Medicamento desde 2013. En EEUU está aprobada también contra el MPXV desde 2019; o sea, es oficialmente una vacuna contra el Monkeypox.

Esta nueva irrupción (como he dicho, ha habido otras) del MPXV puede haber sorprendido a la gente, pero no a los científicos. Como siempre, llevan tiempo advirtiendo de ello, pero nadie les ha escuchado. Por citar solo algunos ejemplos muy recientes:

El pasado febrero, una colaboración internacional de investigadores describía un aumento de los casos de MPXV en las últimas décadas, y apuntaba: «Esta observación puede estar relacionada con el cese de la vacuna contra la viruela, que ofrecía protección cruzada contra el MPXV, lo que ha llevado a un aumento de la transmisión entre humanos. La aparición de brotes fuera de África subraya la relevancia global de esta enfermedad».

El pasado enero las médicas estadounidenses Marlyn Moore y Farah Zahra escribían: «La vacunación de la viruela la conseguido inmunidad coincidente con el MPXV; sin embargo, la erradicación de la viruela y la posterior ausencia de esfuerzos de vacunación han abierto el camino para que el MPXV gane relevancia clínica. Aún más, debido a que la mayoría de los casos de MPXV ocurren en la África rural, la falta de registro puede traducirse en una infravaloración de la amenaza potencial de este patógeno».

En agosto de 2021, a propósito de otro brote el año pasado en EEUU, otro grupo de investigadores de EEUU y Paquistán escribía: «El cese de la vacunación contra la viruela en tiempos recientes podría ser la causa de estos brotes y deberían tomarse diferentes medidas para prevenir la expansión de esta enfermedad […] Se ha hecho muy poco esfuerzo para desarrollar una vacuna específica para la eliminación de esta enfermedad. Aunque la vacuna contra la viruela es efectiva en un 85%, debería desarrollarse una vacuna similar contra el MPXV […] Como ciudadanos globales, no estamos exentos de brotes que surjan en cualquier rincón del mundo. Se recomienda que los dirigentes sanitarios, en coordinación con virólogos de salud pública, formulen un plan para erradicar esta enfermedad».

Realmente no sabemos hasta qué punto los vacunados contra la viruela estamos protegidos contra el MPXV, porque sencillamente no se conoce la duración de esta inmunidad (seguro que ya hay laboratorios diseñando experimentos de seropositividad y neutralización contra el MPXV entre los que nacimos antes del 80). Pero el MPXV, siendo actualidad ahora, no es el único que nos amenaza: también hay camelpox, cowpox, buffalopoxLos científicos han dejado claro que el cese de la vacunación contra la viruela ha significado renunciar a una protección; quizá a nivel individual, seguro a nivel grupal. Por suerte, es muy improbable que el MPXV pueda causar algo ni remotamente similar a lo que ya hemos vivido; un estudio reciente de modelización epidemiológica del MPXV indica que, a diferencia de la COVID-19, los brotes deberían contenerse fácilmente con el aislamiento de casos.

Así que, avisado estaba. Pero, como siempre, nadie hizo caso. El ser humano continuará tropezando en la misma piedra aunque se la pinten de amarillo fosforescente y pongan una señal diciendo «¡cuidado, no tropezar en esta piedra!».

Médicos antivacunas, más influidos por la ideología que por la ciencia

En 2004 el médico Richard Smith, entonces director del BMJ (antiguo British Medical Journal, una de las revistas médicas más importantes del mundo), publicó un artículo titulado «Los doctores no son científicos». Entre otras cosas, decía:

Algunos doctores son científicos —del mismo modo que algunos políticos son científicos—, pero la mayoría no lo son. Como estudiantes de medicina se les llenó de información sobre bioquímica, anatomía, fisiología y otras ciencias, pero la información no hace a un científico —de otro modo, podrías convertirte en científico viendo el Discovery Channel. Un científico es alguien que constantemente cuestiona, genera hipótesis falsables y recoge datos mediante experimentos bien diseñados —el tipo de gente que se cepilla los dientes solo en un lado de la boca para ver si cepillarse los dientes tiene algún beneficio. La mayoría de los doctores siguen patrones y reglas familiares, a menudo improvisando en torno a esas reglas. En sus métodos de trabajo se parecen más a los músicos de jazz que a los científicos.

Cuestionar si los doctores son científicos puede parecer ofensivo, pero la mayoría de los doctores saben que no son científicos. Una vez pregunté a una audiencia de quizá 150 docentes de medicina cuántos se veían como científicos. Unos cinco levantaron la mano.

La consecuencia inevitable es que la mayoría de los lectores de las revistas médicas no leen los artículos originales. Pueden mirar el abstract [resumen inicial], pero es raro el que lee un artículo de principio a fin, evaluándolo críticamente mientras lo hace. De hecho, la mayoría de los doctores son incapaces de evaluar críticamente un artículo. Nunca se les ha formado para hacer esto. En su lugar, deben aceptar el juicio del equipo editorial y de los revisores por pares, hasta que uno de esos raros escribe y apunta que un artículo es científicamente ridículo.

El artículo de Smith recibió respuestas, unas a favor de su visión, otras en contra. El alergólogo David Freed escribía: «Hay que tener agallas para que un editor médico desengañe a sus lectores de su más preciada suposición de que los doctores son científicos, pero es cierto que no lo son». Freed explicaba que los médicos tienen que ser convincentes en su apariencia de que siempre lo saben todo: «Resulta tan fácil para nosotros los doctores comenzar a creer que lo sabemos todo, y eso nos hace irracionalmente hostiles a nuevas ideas». En cambio, el científico vive en la incertidumbre. ¿A cuántos médicos oímos decir «no sé»? Sin embargo, esta es, o debería ser, la expresión de cabecera de todo científico.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Probablemente a muchos les sorprenderá todo esto, y habrá quienes no estén de acuerdo. En cambio para otros será algo ya sabido, especialmente en los laboratorios. Durante mi etapa de investigación predoctoral estuve un tiempo trabajando en la sección de Inmunología del Hospital de la Princesa, en Madrid. Incluso en un departamento de investigación de un hospital, los médicos eran minoría; la mayoría éramos biólogos, incluyendo al jefe de la sección, Paco Sánchez-Madrid, que luego fue miembro de mi tribunal de tesis. Al menos por entonces, en la carrera de medicina no se enseñaba ciencia, método científico, enfoque científico. No se enseñaba a investigar, ni se orientaba la carrera hacia esta posibilidad. Ojalá ahora sí, no lo sé. Lo cierto es que, incluso si más médicos quisieran dedicarse a hacer ciencia, tampoco las obligaciones de su trabajo lo facilitan, y ese es un potencial que todos estamos perdiendo. Porque, como escribían en 2019 en el New York Times tres médicos de la Fundación de Apoyo a los Médicos-Científicos de EEUU, «necesitamos más médicos que sean científicos».

Un amigo farmacéutico decía que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los abogados aprenden una tríada delito-ley-pena, los médicos aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento (este es el enfoque de exámenes como los de residencia). El autor de un estudio sobre la anti-ciencia que comenté aquí hace unos años explicaba que estas corrientes se basan precisamente en «pensar como abogados»: elegir solo aquellos argumentos seleccionados que apoyan su postura, como los estudios de casos frente a la más amplia evidencia de los ensayos clínicos aleatorizados.  Por ello y según Freed, «las disputas médicas se vuelven enconadas porque siempre en el fondo está el pensamiento de que el otro tipo está dañando a los pacientes». En cambio, un científico debe reunir toda la información relevante y sopesarla para llegar a una conclusión. Debe desafiar su propia creencia y aceptar lo que digan los datos, ya sea que avalen lo que él pensaba o lo contrario.

Si los médicos deberían o no ser científicos, es otro debate en el que cabría argumentar. Muchos profesionales dedican su trabajo a manejar desarrollos de la ciencia que no tienen por qué conocer en más detalle del que exige su tarea. Un excelente piloto de aviación no tiene por qué ser físico atmosférico ni ingeniero aeronáutico. Pero a ninguno se le ocurriría actuar en contra de las reglas que han establecido quienes sí son físicos atmosféricos o ingenieros aeronáuticos, y sí conocen profundamente toda la ciencia por la que se guían las reglas para elevar un avión y mantenerlo en el aire.

Del mismo modo, no existe ningún científico, médico o no, relevante en el campo, reputado y con credibilidad, que sostenga posturas negacionistas de las vacunas de COVID-19, porque los científicos han podido entender y analizar los datos de cientos de estudios publicados para llegar por sí mismos a la conclusión de que las vacunas son seguras y eficaces. Pero sí hay médicos antivacunas, como los hay que avalan pseudoterapias.

Los médicos antivacunas, siendo minoría, son una cuantiosa minoría: según un estudio en EEUU publicado ahora, dirigido por la Universidad de Texas A&M, un 10% de los médicos de atención primaria encuestados en aquel país no cree que las vacunas sean seguras, casi el mismo porcentaje no cree que sean efectivas, y algo más de un 8% no cree que sean importantes.

Además de revelar la extensión de esta corriente anticientífica, el estudio ha indagado en la tipología del perfil de estos médicos antivacunas, y ha encontrado que «algunos de los factores que influyen en la confianza en las vacunas en el público en general afectan de manera similar a la confianza en las vacunas entre los médicos», escriben los autores. Uno de estos factores principales, señalan, es la ideología política conservadora. Es bien sabido que en EEUU el movimiento antivacunas está alineado con la sintonía política del expresidente Donald Trump.

En aquel país ciertos médicos conocidos por sus apariciones en los medios han extendido desinformación y bulos sobre las vacunas. Algunas de las posturas antivacunas más beligerantes proceden incluso de organizaciones médicas, como la American Association of Physicians and Surgeons (AAPS), una asociación de ideología conservadora —del tipo de entidades gremiales y políticas que, también aquí, a menudo los medios no especializados etiquetan erróneamente como «sociedades científicas»— conocida por su desinformación médica, como el negacionismo del VIH-sida o la difusión de bulos como la relación entre el aborto y el cáncer de mama o entre el autismo y las vacunas. En cuanto a España, también aquí los datos indican que entre las corrientes antivacunas predominan las ideologías de derechas.

«Una proporción preocupante de médicos de atención primaria carece de altos niveles de confianza en las vacunas», concluye el estudio. Los autores comentan que tanto los medios de comunicación como los políticos están confiando en los médicos como la fuente primordial para impulsar la vacunación; y que, sin embargo, «estas observaciones sugieren que no siempre será posible confiar en los médicos para alentar a la vacunación de COVID-19, mucho menos para otras enfermedades evitables mediante vacunas», añadiendo que esto es especialmente acusado en las zonas rurales de lo que llamamos la América profunda, donde más coinciden la renuencia a las vacunas y la ideología conservadora.

En resumen, el estudio constata que la postura de los médicos antivacunas (al menos en EEUU) no nace de criterios científicos, sino ideológicos, y que se defiende no solo a pesar, sino en contra de la ciencia. Si ya se sabía que este es el retrato de los movimientos antivacunas en general, es mucho más grave en el caso de los médicos, ya que se les toma erróneamente como referentes de la ciencia por el mero hecho de ser médicos.

¿Cuántos médicos antivacunas existen en España? Que yo sepa, no tenemos datos. Pero sabemos que existen, los hemos oído. Incluso los hemos visto repartiendo panfletos a la entrada de los colegios, instando a los padres a no vacunar a sus hijos. Su voz es poderosa, porque no importa que sea minoritaria; la presunción de que todo médico es un científico, junto con esa falsa seguridad que transmiten, tienen una inmensa influencia sobre los pacientes. No sabemos cuánta enfermedad y muerte podrían haberse evitado si los pilotos de la salud se hubieran limitado a seguir lo que dice la ciencia que aplican. Porque, a diferencia de los aviones, en este caso es mucho más difícil evaluar las consecuencias trágicas de una decisión errónea; con la COVID-19, acaba muriendo gente que ni siquiera iba en ese avión.

«Las próximas décadas no solo serán más cálidas, sino también más enfermas»

En la primera década de este siglo algunas organizaciones médicas, veterinarias y de conservación medioambiental comenzaron a promover una idea a la que se llamó One Health, y a la que pronto se sumaron organismos internacionales como Naciones Unidas, autoridades sanitarias como los centros para el control de enfermedades de EEUU o Europa, y numerosos investigadores e instituciones científicas. One Health no es una plataforma ni una entidad de ninguna clase, sino un enfoque: la visión de que hoy ya no es posible (si es que alguna vez lo fue) considerar por separado la salud humana, la de los animales y la del medio ambiente, ya que las tres están íntimamente conectadas, y lo que afecta a una se transmite a las demás.

One Health no es una pamplina teórica abstrusa para organizar conferencias y llenar informes de palabrería. Es un problema muy real, y la prueba la estamos sufriendo ahora: el SARS-CoV-2 surgió en el pool de coronavirus que infecta a los murciélagos y se transmitió a los humanos a través de una especie intermedia aún no determinada. El salto quizá se produjo en una granja, en un mercado de animales vivos (esta parece hoy la hipótesis más favorecida) o en un laboratorio (poco probable con las evidencias actuales). La falta de higiene y de controles sanitarios en las explotaciones y mercados de muchos países, junto con el tráfico ilegal de especies, facilitan las zoonosis, o transmisión de patógenos de animales a humanos.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

En cuanto al tercer factor de la ecuación, los ecosistemas son el campo de juego en el que se encuentran animales y humanos. La alteración de la naturaleza crea situaciones nuevas en las que estas interacciones se modifican, creando nuevas oportunidades de transmisión zoonótica que antes no existían o eran muy improbables.

Por ejemplo, la presión de la urbanización desplaza a muchos animales silvestres a los entornos urbanos, donde rebuscan en la basura, entran en contacto con las aguas residuales y reciben alimento de los humanos; se cree que estas situaciones pueden haber causado la gran expansión que ha alcanzado la COVID-19 entre los ciervos en EEUU, un problema preocupante (en Europa aún no se ha detectado esto). Por otro lado, la deforestación también obliga a muchos animales a moverse, ocupando regiones que antes no habitaban y donde pueden encontrarse especies que antes estaban separadas, facilitando nuevos intercambios de virus y posibles recombinaciones entre ellos. Además, la extinción de especies (aunque sea solo en entornos locales) provocada por estas agresiones facilita la proliferación de otras más resistentes y portadoras de patógenos, como las ratas o los murciélagos.

En agosto de 2020, en pleno auge de la pandemia, Nature publicaba un estudio, uno entre muchos otros, que alertaba de cómo la destrucción de los ecosistemas aumenta el riesgo de zoonosis. Los autores analizaban 6.801 ecosistemas y 376 especies de todo el mundo, mostrando cómo los entornos sometidos a la acción humana, como las ciudades y las zonas agrícolas y ganaderas, albergaban entre un 18 y un 72% más especies portadoras de patógenos humanos —sobre todo roedores, murciélagos y aves— y una población de dichas especies entre un 21 y un 144% mayor que los ecosistemas salvajes intactos. En un reportaje que acompañaba al estudio, la codirectora de este, la ecóloga del University College London Kate Jones, decía: «Llevamos décadas avisando de esto. Nadie nos prestó atención».

La atención llegó de la manera que nunca hubiéramos deseado, haciendo realidad los avisos de Jones y otros cientos de científicos con una pandemia que ha matado a millones. Ya no podemos reparar el desastre que ha dejado la COVID-19, pero quizá aún estemos a tiempo de evitar otras futuras pandemias, si el enfoque One Health se toma en serio por parte de quienes tienen que aportar fondos y apoyo a las investigaciones multidisciplinares que se necesitan para que el próximo virus zoonótico no nos pille desprevenidos.

Pero incluso con todo el apoyo posible, hay una amenaza contra la cual nada de esto sería suficiente, porque es mucho más grande que todas las demás, la madre de todas las amenazas: el cambio climático.

¿Puede el cambio climático aumentar el riesgo de zoonosis y llevarnos a futuras pandemias, más frecuentes y habituales de lo que nunca hemos conocido?

Como ocurre con la advertencia de Jones, también los científicos llevan décadas avisando de esto. Y tampoco se les ha prestado atención. Popularmente el cambio climático se asocia a los efectos directos, como el deshielo, la subida del nivel del mar, la ruptura de los patrones climáticos globales, fenómenos meteorológicos extremos, sequías, inundaciones… Pero no están tanto en la mente del público, aunque sí en la de los científicos, las derivadas, los efectos secundarios.

Y uno de ellos es el riesgo de que en los próximos 50 años, como consecuencia del cambio climático, aumenten en unos 15.000 los casos de saltos de virus entre especies de mamíferos. No todos estos virus serán peligrosos para nosotros, e incluso con los que sí lo son, esto no significa que vayamos a tener 15.000 zoonosis, ni mucho menos 15.000 pandemias. Pero el dato parece lo suficientemente alarmante como para tomarlo en serio.

Esta es la conclusión de un nuevo estudio de modelización ecológica dirigido por la Universidad de Georgetown (Washington DC) y publicado en Nature. Los autores han creado una simulación matemática de las redes geográficas de 3.139 mamíferos y los virus que albergan, y la han sometido a un escenario probable de cambio climático y transformaciones del uso de las tierras hasta 2070, ejecutando la simulación durante cinco años.

Lo que ocurre entonces, según el modelo, es que los animales emigran ante estas presiones medioambientales, concentrándose en cotas más elevadas (más frías), en focos de biodiversidad y en áreas muy pobladas de África y Asia, como el Sahel, India o Indonesia. El resultado es que las opciones de transmisión de virus entre especies susceptibles aumentan en miles de casos, ya que se reúnen en los mismos hábitats distintas especies que antes estaban separadas.

Los autores recuerdan que conocemos unos 10.000 virus capaces de infectar a los humanos, pero que la inmensa mayoría de ellos circulan de forma silenciosa en los mamíferos salvajes. Los murciélagos —que suman el 20% de todos los mamíferos— son uno de los mayores peligros, porque no solo albergan infinidad de virus, sino que además vencen fácilmente las barreras geográficas. Pero conviene subrayar aquí que no hay que convertir a los murciélagos en los malos de esta película; si hay que buscar algún malo, ya imaginan cuál es la especie candidata. Los murciélagos son enormemente beneficiosos para los ecosistemas, y no suponen ningún riesgo si se les deja vivir en los ecosistemas que ocupan. Si los destruimos, buscarán otros.

Para empeorar las noticias, los datos de los autores indican que este alarmante aumento de la transmisión viral entre especies ya puede estar ocurriendo, y que para prevenir el escenario definido por el modelo no bastará con mantener el calentamiento global por debajo de los 2 °C, según los objetivos del acuerdo de París de 2015.

En un reportaje que acompaña al estudio, Jones valora esta investigación como «un primer paso crítico en la comprensión del futuro riesgo del cambio climático y del cambio en los usos de la tierra de cara a la próxima pandemia». Aunque ya han sido muchos los estudios que han abordado el impacto de la crisis climática en el riesgo a la salud global, este es el primer modelo que relaciona directamente el cambio climático con los saltos de virus entre especies.

Naturalmente, todo estudio de este tipo tiene sus incertidumbres; la verdad absoluta sobre lo que va a ocurrir en el futuro solo la tienen los horóscopos, los videntes y los exégetas del Libro del Apocalipsis, no los pobres científicos con sus modelos matemáticos. En el reportaje de Nature el ecólogo Ignacio Morales-Castilla, de la Universidad de Alcalá de Henares, advierte de que las predicciones modelizadas a veces tienen que establecer condiciones hipotéticas; por ejemplo, cómo se dispersarán las especies o si se adaptarán a las nuevas condiciones ambientales o serán capaces de cruzar barreras geográficas. Pese a todo, Morales elogia el estudio como «técnicamente impecable».

Y, por supuesto, mucho menos predecible es el impacto que estas transmisiones virales entre especies tendrán en el riesgo de zoonosis; cuántos de esos virus saltarines serán peligrosos para los humanos, qué posibilidades habrá de que acaben llegando a nosotros, o mucho menos cómo esos virus podrán recombinar para producir nuevas variantes más nocivas. Pero en todo caso, el mensaje está claro, y es innegable. Según el codirector del estudio Gregory Albery, «este trabajo nos aporta más evidencias incontrovertibles de que las próximas décadas no solo serán más cálidas, sino también más enfermas». Y, por desgracia, su visión es pesimista: «Está ocurriendo y no es prevenible, ni siquiera en los mejores escenarios de cambio climático».

Estas son las peculiaridades de los antivacunas españoles

Ayer me ocupé aquí del que posiblemente sea uno de los mejores estudios publicados hasta ahora sobre el perfil de las personas antivacunas. Mientras que habitualmente este tipo de investigaciones suelen reunir una muestra de población aleatoria (y por lo tanto desconocida), someterla a una pequeña encuesta y acompañarla con la recogida de algunos datos sociodemográficos, el estudio de Dunedin se ha basado en un grupo de 1.000 personas cuyos perfiles se han seguido y trazado minuciosamente durante 50 años, de modo que los investigadores solo tenían que preguntar por sus actitudes frente a las vacunas para determinar a qué rasgos y perfiles ya previamente establecidos se asocian las posturas antivacunas.

Los resultados, como ya avisé y se ha demostrado después, pueden resultar incómodos, difíciles de digerir y hasta inaceptables, incluso para personas que no defienden tales posturas. Pero la ciencia dice lo que hay, no lo que queremos que nos diga. El estudio pone sobre la mesa una realidad que no puede seguir ocultándose bajo la alfombra: es una llamada de atención para quienes —que aún los hay, incluso en programas de TV de gran audiencia— pretenden asignar a la antivacunación el valor de una opinión digna de debate al mismo nivel y con igual validez que la provacunación, como si se tratara de votar a la derecha o a la izquierda o de preferir vino blanco o tinto.

Pese a ello, todo estudio tiene sus limitaciones. Es más, lo normal en todos ellos, y también en el de Dunedin, es que en la discusión del estudio (el último epígrafe) los propios autores citen cuáles son las principales limitaciones del mismo. Y, en este caso, la cuarta y última limitación mencionada por los autores es que «las políticas de salud requieren una base de evidencias de más de un estudio en un país».

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

El estudio de Dunedin se ha hecho solo en una ciudad concreta de Nueva Zelanda, y es evidente que existen factores culturales, políticos y sociales muy variables entre unas y otras regiones del mundo y que también influyen poderosamente en las posturas de la población frente a las vacunas. Como lo demuestra, por ejemplo, que en distintos países haya tasas de vacunación a veces astronómicamente diferentes.

Otro nuevo estudio, dirigido por la Universidad Técnica de Múnich y publicado ahora en Science Advances, aporta pistas valiosas sobre ese aspecto que se escapa a la investigación de Dunedin. En este caso se trata de un estudio de planteamiento más convencional, una encuesta a una muestra de población aleatoria llevada a cabo entre abril y julio de 2021 a un total de 10.122 personas contrarias a las vacunas en ocho países europeos, entre ellos España.

Aunque este estudio no puede detallar una resolución de rasgos y perfiles como el de Dunedin, tiene la ventaja fundamental de que permite comparar datos entre distintos países para encontrar diferencias. Otra fortaleza del estudio es la metodología de análisis: los investigadores, de varias instituciones europeas, han aplicado por primera vez un algoritmo de aprendizaje automático (machine learning, una forma de Inteligencia Artificial) para extraer conclusiones válidas para cada país a través de la heterogeneidad de la población y relacionarlas con barreras a la vacunación previamente descritas en otros estudios.

La primera conclusión interesante no es novedosa, pero sigue siendo muy destacable, y digna de aplauso: de los ocho países incluidos —Alemania, Bulgaria, Francia, Italia, Polonia, Suecia, Reino Unido y España—, el nuestro es el menos antivacunas de todos, y en algunos casos la diferencia con otros es abismal: en Bulgaria los antivacunas alcanzan el 62% de la población, mientras que en España son solo el 6,4%, la cifra más baja de los ocho países. Curiosamente, en casi todos los países hay más mujeres antivacunas que hombres, y solo en España, Suecia y Polonia no ocurre esto.

El estudio intenta desentrañar cuáles son los factores que en unos y otros países se asocian más al rechazo a las vacunas. Y hay datos interesantes respecto a España: es el país donde el miedo a los efectos secundarios de la vacuna pesa menos, solo al 22% de los encuestados, mientras que en Alemania es un 46%. Y a cambio, España es también el país donde pesa más la falta de confianza en las élites públicas, autoridades y compañías farmacéuticas: un 12%, frente a por ejemplo un 3% en Polonia. Es decir, en España pesan relativamente más que en otros países los factores ideológicos frente a los médicos.

Los autores han relacionado estas observaciones con datos poblacionales recogidos en estudios anteriores sobre el nivel de confianza de los ciudadanos en sus gobiernos y sobre el nivel de cultura sobre salud en la población. En estos dos parámetros, España está en el grupo de cola: es de los países donde en la población general, no solo entre los antivacunas, hay menos confianza en el gobierno (junto con Bulgaria y Francia), y también donde el nivel de conocimientos sobre salud es más bajo (junto con Bulgaria, Francia e Italia), todo ello según datos del Eurobarómetro y de otros estudios previos. «Las tasas de vacunación generalmente tienden a ser menores entre las subpoblaciones con nivel educativo más bajo», escriben los autores.

Así, se diría que en España el rechazo a las vacunas está especialmente asociado a política y desconocimiento: desconfianza en el gobierno y baja cultura sobre salud. Y en esta situación, los autores han encontrado otro resultado llamativo. Querían analizar hasta qué punto los mensajes informativos podían hacer cambiar de opinión a los antivacunas, ya sean mensajes sobre los beneficios médicos de la vacunación, sobre la vuelta a la normalidad o sobre las ventajas que aporta estar vacunado en aquellos países donde se han implantado certificados (los autores lo intentaron también con un mensaje de altruismo hacia la comunidad, pero lo retiraron al ver que no tenía el menor efecto).

A este respecto, en Alemania, donde la postura antivacunas nace más del miedo a los efectos secundarios, los mensajes informativos consiguen disminuir el rechazo. En otros países no se observa un efecto notable. Pero en España e Italia ocurre lo contrario: los mensajes informativos solo consiguen aumentar aún más la resistencia a las vacunas. Según los autores, «la efectividad de los tres mensajes se ve bloqueada por los bajos niveles de conocimiento sobre salud en la población». «Los efectos de este tratamiento son pequeños o incluso negativos en escenarios marcados por una alta creencia en teorías conspirativas y baja cultura sobre salud» (en cuanto a creencia en conspiranoias, España está en el grupo medio).

Otro aspecto interesante que los investigadores han estudiado es la diferencia de posturas frente a las distintas vacunas de COVID-19 en cada país. En general, la vacuna mejor aceptada es la de Pfizer/BioNTech, seguida de la de Moderna/NIAID, después la de Janssen (Johnson & Johnson), y por último la de Oxford/AstraZeneca, la menos querida de todas. Esta es la tendencia general que se cumple también en España, pero en otros países se nota la influencia del nacionalismo vacunal: la vacuna de Pfizer, de origen alemán, es más aceptada en Alemania que en otros países, mientras que en Reino Unido la de AstraZeneca, de origen británico, está mucho mejor valorada que en ningún otro país.

Como conclusión general del estudio, escriben los autores, «la heterogeneidad de la renuencia a las vacunas y las respuestas a diferentes mensajes sugieren que las autoridades sanitarias deberían evitar las campañas de vacunación de talla única para todos», aplicando en su lugar «una lente de medicina personalizada» para que las campañas y las estrategias de vacunación se ajusten a las peculiaridades de cada país, considerando «sus preocupaciones específicas y barreras psicológicas, así como el estatus de educación y empleo».

En este sentido, el estudio se alinea con otros como el de Dunedin que insisten en que no se trata simplemente de informar o divulgar, que las raíces de la postura antivacunas son más profundas. Como advertía el estudio de Dunedin, las barreras de educación deben solventarse mediante educación, en los niños con vistas al futuro. Pero respecto a los motivos políticos, hay un lógico y notable vacío de soluciones.

El brote de hepatitis en niños, las mascarillas y la mal llamada «hipótesis de la higiene»

Quien siga la actualidad ya estará al tanto de un misterioso brote de hepatitis aguda grave que ha surgido en varios países y que afecta a niños pequeños previamente sanos. Los primeros casos se detectaron en Reino Unido, a los que después se han unido otros en Irlanda, España, Países Bajos, Dinamarca y EEUU. En España, hasta donde sé, se han descrito cinco casos, uno de los cuales ha necesitado un trasplante hepático.

Por el momento, el resumen es que aún no se ha determinado la causa. Se han descartado los virus de la hepatitis, de los cuales se conocen cinco en humanos, de la A a la E. Ciertos vínculos epidemiológicos entre algunos de los niños afectados sugieren un agente infeccioso, pero es pronto para descartar otras posibles causas, entre las cuales se incluyen una intoxicación, una reacción autoinmune o incluso una complicación rara de la COVID-19; algunos de los niños dieron un test positivo de SARS-CoV-2 antes de la hospitalización o en el momento de su ingreso. Ninguno de ellos estaba vacunado, lo que descarta un efecto secundario de las vacunas.

Razonablemente, las autoridades sanitarias han apuntado a un adenovirus como posible causante. Uno de estos virus se ha detectado en todos los casos de EEUU (un total de nueve niños en Alabama) y en la mitad de los registrados en Reino Unido. Los adenovirus, una familia que comprende más de 80 virus conocidos en humanos, circulan habitualmente rebotando entre nosotros y causan resfriados —que en casos graves pueden derivar hacia neumonía—, gastroenteritis, conjuntivitis y otros síntomas leves. Los niños suelen contagiarse con alguno de ellos en sus primeros años de vida. La relación entre adenovirus y hepatitis sí ha sido descrita previamente, pero es rara y limitada a pacientes inmunodeprimidos o que reciben quimioterapia contra el cáncer.

Imagen de Norma Mortenson / Pexels.

Conviene aclarar que hasta ahora ninguno de los casos de esta hepatitis ha sido letal. Todos los niños están evolucionando favorablemente, aunque algunos han requerido trasplante. También es necesario mencionar que se trata de un problema absolutamente excepcional, por lo que no es motivo para alarmarse ni para vigilar o interpretar síntomas en los niños con más preocupación o celo de lo habitual, que hoy en día ya suele ser mucho.

Pero entre las ideas formuladas en torno a este extraño brote, merece la pena destacar una que menciona en un reportaje de Science el virólogo clínico Will Irving, de la Universidad de Nottingham: «Estamos viendo un aumento en infecciones virales típicas de la infancia cuando los niños han salido del confinamiento, junto con un aumento de infecciones de adenovirus», dice Irving, aludiendo a la posibilidad de que el aislamiento de los niños durante la pandemia los haya hecho inmunológicamente más vulnerables al alejarlos de los virus más típicos con los que normalmente están en contacto.

Debe quedar claro que Irving no está afirmando que esta sea la causa del brote de hepatitis. Pero también aquí hemos conocido lo que parece ser un fenómeno general, un aumento de las infecciones en los niños cuando se han ido relajando las restricciones frente a la COVID-19. Y esto nos recuerda una hipótesis largamente propuesta y discutida en inmunología, la mal llamada hipótesis de la higiene. Que paso a explicar, junto con el motivo por el que conviene referirse a ella como «mal llamada».

En 1989 el epidemiólogo David Strachan, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, publicó un breve estudio en la revista British Medical Journal (hoy simplemente BMJ) en el que observaba cómo, de una muestra de más de 17.000 niños británicos, la aparición de dermatitis o fiebre del heno (la típica alergia al polen) se relacionaba claramente con un factor ambiental concreto de entre los 16 considerados en el estudio, y de forma inversamente proporcional: el número de hermanos. Es decir, a mayor número de hermanos, menor probabilidad de dermatitis o fiebre del heno.

Strachan se aventuraba a lanzar una hipótesis: sus resultados, escribía, podían explicarse «si las enfermedades alérgicas se previnieran por infecciones en la infancia temprana, transmitidas por contactos no higiénicos con hermanos mayores, o adquiridos prenatalmente de una madre infectada por el contacto con sus hijos mayores». El epidemiólogo añadía que en el último siglo la disminución del tamaño de las familias, junto con la mayor limpieza personal y del hogar han reducido las infecciones cruzadas en las familias, y que esta podría ser la causa del aumento de las alergias.

Strachan nunca utilizó la expresión «hipótesis de la higiene», pero la idea caló con este nombre en los medios, entre el público más ilustrado en cuestiones de ciencia, e incluso en la propia comunidad científica. La idea básica está clara: el sistema inmune está continuamente en contacto con infinidad de estímulos externos e internos a los que tiene que responder adecuadamente, de modo que tolere los propios y los inofensivos pero reaccione contra los potencialmente peligrosos. Esta educación del sistema inmune se produce en los primeros años de vida, probablemente desde antes del nacimiento. Si se restringen esos estímulos externos, el sistema inmune no recibe el entrenamiento adecuado, y no aprende a responder bien. Así es como pueden aparecer las alergias (reacciones innecesarias contra estímulos inofensivos) o los trastornos autoinmunes (reacciones contra el propio cuerpo).

Lo cierto es que la mal llamada hipótesis de la higiene (ahora iremos a eso), para la que se han propuesto mecanismos inmunitarios concretos y biológicamente factibles, podría explicar lo que es un fenómeno sólidamente contrastado: a lo largo del siglo XX las alergias en los niños, incluyendo las alimentarias, se han disparado en los países occidentales desarrollados y en algunos emergentes, lo mismo que ciertos trastornos autoinmunes como la colitis ulcerosa o la diabetes de tipo 1. Sin embargo, esto no ha ocurrido en los países más pobres, incluso descontando el sesgo de más diagnósticos donde el sistema sanitario es mejor.

Pero ocurrió que la hipótesis caló de una forma equivocada: la alusión a la «higiene» dio pie a la interpretación de que las infecciones clínicas en los niños más pequeños los protegían de posteriores alergias y enfermedades autoinmunes. Lo cual no se corresponde con los datos. Incluso hoy se sigue achacando esta interpretación a Strachan, cuando lo cierto es que él nunca dijo tal cosa; cuando hablaba de «infecciones» no se refería a ninguna en concreto, y por lo tanto no hablaba de patógenos potencialmente peligrosos. Recuerdo que por aquellos tiempos (comienzos de los 90) yo estudiaba inmunología, y no tengo memoria de que los libros de texto dijeran que las enfermedades infecciosas en los niños los protegieran de trastornos inmunitarios.

Sin embargo, parece que de algún modo esta idea ha perdurado con el tiempo. Y por ello, desde comienzos de este siglo algunos inmunólogos han aconsejado cambiar el nombre de «hipótesis de la higiene» por los de hipótesis de la microflora, la microbiota, la depleción del microbioma o los «viejos amigos» (ahora explicaré esta última). Ninguna de estas se ha impuesto ni parece que lo vaya a hacer. Y no está tan mal conservar el nombre original si añadimos la coletilla para indicar que puede llevar a engaño.

En realidad, lo que dice la hipótesis actual es lo siguiente: el ser humano ha coevolucionado con un universo microbiano interno (nuestro microbioma, de ahí lo de los «viejos amigos») y externo que normalmente no nos causa problemas clínicos. Cada vez se reconoce más la importancia del microbioma en la salud y la enfermedad, y es muy posible que su papel incluya esa educación del sistema inmune en los primeros años de vida.

Diversos factores de las sociedades desarrolladas actuales han restringido el contacto de los niños con esos elementos; al intentar sobreprotegerlos contra las infecciones, limitamos ese aprendizaje de su sistema inmune ante los estímulos inofensivos. La obsesión por la limpieza y la esterilidad, junto con la propaganda de productos antisépticos innecesarios que hacen más daño que bien, mantienen a los niños en burbujas inmunitarias que no los benefician.

En un reportaje de 2017 en la revista PNAS Graham Rook, microbiólogo del University College London y uno de los proponentes de la idea de los «viejos amigos», aclaraba que los hábitos de higiene deben mantenerse, y que el lavado de manos es una costumbre beneficiosa; necesaria si, por ejemplo, uno ha estado manipulando un pollo crudo. Pero añadía: «Si tu niño ha estado jugando en el jardín y viene con las manos ligeramente sucias, yo, personalmente, le dejaría comer un bocadillo sin lavarse». Curiosamente, muchas personas harían justo lo contrario, ignorando que un pollo crudo es un cadáver, una posible fuente de bacterias peligrosas —por eso no comemos pollo crudo—, y en cambio un poco de mugre de tierra en las manos no entraña ningún riesgo en condiciones normales.

Comprendido todo lo anterior, se entiende lo que sigue, y cómo se aplica al reciente aumento de infecciones en los niños: durante dos años hemos vivido con mascarilla, impidiendo el intercambio habitual de microorganismos en la respiración. En muchos hogares y escuelas se ha hecho un uso excesivo, innecesario e incluso perjudicial de productos antisépticos. Los niños más pequeños, los nacidos desde el comienzo de la pandemia o poco antes, corren el riesgo de haber sufrido un déficit de entrenamiento de su sistema inmune durante estos dos años pasados.

Si todo esto puede tener algo que ver o no con los extraños casos de hepatitis, no se sabe. Quizá no se sepa. Tal vez se descubra finalmente la causa y sea otra muy diferente. Pero es una buena ocasión para recordar todo lo anterior y subrayar el mensaje que debería quedar de ello: volver a la normalidad es importante también para el sistema inmune.

Cuando algunos especialistas en medicina preventiva o salud pública (a los que ahora además se añaden los servicios de prevención de riesgos laborales*) opinan afirmando que deberían mantenerse ciertas medidas, se está ignorando la inmunología. Se está ignorando la necesidad de un contacto saludable con los antígenos normales e inofensivos de nuestro entorno. Aún es un capítulo en blanco si para los adultos esto podría llegar a ser perjudicial. Pero para quienes aún tienen puesta la «L» en la luneta trasera de su sistema inmune, es bastante probable que lo sea. Al menos en ciertos casos, no llevar mascarilla puede proteger más la salud que llevarla.

*Oído esta mañana en el programa de Carlos Alsina de Onda Cero. Alsina le cuenta a la ministra de Sanidad, Carolina Darias, que el servicio de prevención de riesgos laborales de A3Media ha impuesto a los empleados de esta empresa la obligación de seguir llevando mascarilla hasta «valorar la situación epidemiológica». Darias aclara que lo único que deben hacer estos servicios es evaluar el riesgo concreto en el puesto de trabajo y no valorar la situación epidemiológica, algo para lo cual, insinúa la ministra sin decirlo literalmente, no están cualificados. El colmo puede darse en las pequeñas empresas que no cuenten con un servicio de prevención de riesgos laborales y donde esta decisión se deje en manos de los departamentos de recursos humanos, muy respetables cuando se ocupan de lo que saben y siempre que, en lo que no sepan, se limiten a cumplir la legislación vigente.