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¿Está la NASA esquivando la posible vida marciana?

Con todos los peros y salvedades que ya repasé en mi anterior artículo sobre el anuncio hecho público esta semana por la NASA, supongamos que, de acuerdo, aceptamos sales hidratadas por espectrometría píxel a píxel como animal de compañía: hay agua líquida fluyendo sobre Marte, ocasionalmente y en ciertas condiciones y emplazamientos concretos. Esto nos abre un paréntesis hasta la próxima vez que se nos anuncie que hay agua en Marte; y uno aún más largo, quizá infinitamente largo, hasta que se demuestre fehacientemente la verdadera presencia de agua líquida en Marte ante nuestros propios ojos, o más bien los de un robot destacado en destino. Lo de que esta agua proceda de un acuífero subterráneo, y no de la absorción de vapor atmosférico, ya es casi un deseo navideño.

Fotograma de la película 'The Martian' (2015). Imagen de Twentieth Century Fox.

Fotograma de la película ‘The Martian’ (2015). Imagen de Twentieth Century Fox.

Pero aún queda una burbuja de este plástico que el otro día dejé por explotar, y a la que ahora me dispongo a hincar las uñas. Durante la rueda de prensa retransmitida en directo por NASA TV, el periodista del New York Times Ken Chang planteó una pregunta similar a otras que hemos escuchado en anteriores convocatorias de la agencia relacionadas con Marte, hasta el punto de haberse convertido casi en un clásico.

Aunque con otras palabras, Chang vino a decir lo siguiente: si siempre hablamos de las pruebas que nos acercan hacia la posibilidad de descubrir vida en Marte, ¿por qué ninguna de las misiones actuales o planificadas de la NASA está específicamente diseñada para buscar esa vida en Marte? El periodista mencionó un comentario anterior de los oradores a propósito de la posibilidad de que el robot Curiosity, actualmente en Marte, inspeccionara unas marcas negras en su entorno que podrían ser Líneas Recurrentes en Pendiente, el tipo de estructuras en las que se ha detectado la presencia de agua líquida. A este respecto, Chang preguntó bajo qué condiciones podría llevarse a cabo esta investigación de Curiosity.

Quien respondió a la pregunta fue John Grunsfeld, físico, astronauta retirado y jefe del Directorio de Ciencia de la NASA. O mejor dicho, quien no respondió fue Grunsfeld, ya que se desmarcó hablando de protección planetaria, un asunto que también he tratado anteriormente en este blog en un par de ocasiones (una y dos).

En pocas palabras, la protección planetaria consiste en lo siguiente: a pesar de que las sondas sufren un estricto proceso de esterilización antes de empaquetarlas con destino al espacio, se sabe con certeza que un cierto número de microbios sobrevive a la descontaminación, especialmente aquellos que resisten las condiciones más extremas y que por tanto podrían medrar en ambientes como el marciano. Esto implica que los organismos terrestres podrían contaminar la posible vida nativa en lugares como Marte (e incluso que ya podrían haberlo hecho).

Pues bien, Grunsfeld decidió refrasear la pregunta de Chang de la siguiente manera: «¿Cómo podemos llevar una sonda como Curiosity, que puede no haber sido limpiada tan a fondo como, por ejemplo, las Vikings, a un área donde podría haber vida actual?». Personalmente, y a riesgo de equivocarme, creo que este no era en absoluto el sentido de la pregunta del periodista. Pero lo relevante es que Grunsfeld no solo dribló hábilmente lo que parecía una crítica directa al programa de exploración marciana de la NASA, sino que además dijo literalmente lo que traduzco a continuación:

Así que hacemos todo lo posible [para esterilizar las sondas], y después enviamos nuestras sondas a áreas que pensamos son las menos sensibles a la posibilidad de contaminar vida presente en Marte.

¿Cómo?

¿La NASA ha estado deliberadamente esquivando los lugares de Marte donde piensa que hay más probabilidad de que exista vida?

Lo cierto es que, curiosamente, durante el proceso de selección del emplazamiento de aterrizaje de Curiosity la NASA publicó lo siguiente:

El sitio de aterrizaje ideal tendrá claras pruebas de un entorno habitable pasado o presente […] El sitio de aterrizaje ideal también contendrá los elementos esenciales para la vida tal como la conocemos.

Y a continuación, en el mismo documento:

En el interés de la protección planetaria, la NASA puede elegir excluir sitios para exploración en los que se crea que haya probabilidad de la existencia presente de vida microbiana.

¿Sí, pero no? ¿Cómo se compadecen una cosa y otra? ¿Queremos un lugar habitable, pero no demasiado, solo la puntita, no vaya a ser que realmente haya vida?

Si me fuera dado elegir, con gusto destinaría una cuota de mis impuestos a la NASA –la única agencia espacial que ha puesto gente en la Luna y ha aterrizado con éxito en Marte, la única que tiene la voluntad, en el único país que tiene el dinero, para enviar humanos a otro planeta–, detrayéndolos de otros fines que sostengo fiscalmente contra mi voluntad y sin que se me ofrezca la opción de desmarcar una casilla en mi declaración de la renta. Pero si efectivamente estuviera sosteniendo aquella agencia con mis impuestos, como hace todo estadounidense, estas palabras pronunciadas por el jefe supremo de toda la ciencia que se hace en la NASA me causarían una profunda decepción con retrogusto a camelo.

Por supuesto que la planificación de cada misión debería incluir el máximo esfuerzo mesurado de cara a la protección planetaria. Pero anteponer la protección planetaria a la investigación astrobiológica es como prohibir la ciencia en las reservas naturales por miedo a que los resultados no compensen el daño que pueda causarse al entorno.

El argumento de que la introducción inadvertida de vida terrestre podría impedir la detección de vida nativa es muy cuestionable. En cambio, el argumento de que la introducción inadvertida de vida terrestre podría aniquilar la vida nativa es bastante razonable. Pero incluso en este caso, es una cuestión de prioridades, y la NASA haría bien definiendo claramente las suyas. Toda elección implica un riesgo y una renuncia. Pero sin asumir ese riesgo y esa renuncia hoy no tendríamos luz eléctrica ni tratamientos contra el cáncer. Y en cuestión de prioridades, el objetivo más trascendental de la exploración espacial, el único que puede justificarse por sí solo, es la búsqueda de vida alienígena.

Agua en Marte: ¿gran hallazgo o campaña publicitaria?

No pretendo restar importancia a la presencia de agua líquida en Marte. La demostración fehaciente de que en nuestro vecino planetario existe agua líquida de forma estable y constante, y en cantidad suficiente para sostener (y haber sostenido durante largo tiempo) la vida será una noticia de inmenso calado científico. Cuando llegue. Si llega. Porque aún no lo ha hecho.

Marcas negras que representarían presuntas corrientes de salmuera líquida en Marte. La imagen es un modelo digital con falso color, creado a partir de las fotografías de la sonda MRO. Imagen de NASA/JPL/University of Arizona.

Marcas negras que representarían presuntas corrientes de salmuera líquida en Marte. La imagen es un modelo digital con falso color, creado a partir de las fotografías de la sonda MRO. Imagen de NASA/JPL/University of Arizona.

El anuncio hecho público ayer por la NASA, presentado al mismo tiempo por un equipo de investigadores en el Congreso Europeo de Ciencias Planetarias y publicado simultáneamente en la revista Nature Geoscience, ha encontrado hueco preeminente en los medios generalistas de todo el mundo. Lo cual es en sí mismo una buena noticia para la ciencia. O lo sería, si la misma tónica se mantuviera para otras informaciones que, como esta, no son esencialmente –y perdónenme el anglicismo– lo que por allí suelen llamar game-changing breakthroughs.

Permitan que me explique. El nuevo hallazgo, tal como ha sido comentado, se resume así:

  • Hay agua en Marte.
  • Esta agua forma corrientes líquidas estacionales.
  • Es la primera confirmación de agua líquida en la superficie del planeta.
  • Estas condiciones hacen a Marte más habitable.

En primer lugar debe subrayarse que la presencia de agua en Marte es un clásico. De hecho, y para el ser humano, podríamos decir que el agua en Marte ha existido para nosotros durante la mayor parte de nuestra historia; durante siglos se asumió que los casquetes polares observables con los telescopios estaban formados por hielo (lo que es parcialmente cierto). Solo tras refutarse la presunta teoría de los canales descrita por el astrónomo Percival Lowell en 1908, y al comprenderse que Marte era un lugar extremadamente gélido y árido, surgió la duda.

Una duda que se resolvió en 1963, hace ya más de medio siglo. Aquel año, tres astrónomos del Jet Propulsion Laboratory y de la Institución Carnegie publicaron en la revista Astrophysical Journal la confirmación de que en Marte existía vapor de agua. Es decir, agua.

Con el paso de los años se fue descubriendo que Marte posee rocas resultantes de la acción del agua y accidentes geográficos debidos a la erosión y sedimentación fluvial. La idea de que en Marte existieron, y aún podrían existir, acuíferos activos, data de los años 70. Por otra parte, la confirmación de la presencia de hielo llegó gradualmente por varias vías, hasta que la sonda Phoenix aportó la demostración definitiva in situ en 2008. Por si faltara algo, Phoenix incluso vio nevar en Marte.

En resumen, el agua en Marte se ha descubierto ya en innumerables ocasiones. Es cierto que la fase en que se halle esta agua no es en absoluto irrelevante para la presencia de vida; pero si hay agua, y a pesar de que las condiciones climáticas y atmosféricas de Marte no son precisamente amables (en aquella débil atmósfera el agua hierve a temperatura muy baja), es razonable pensar que al menos en ciertos lugares, por ejemplo bajo el suelo, y en ciertos emplazamientos y estaciones del año, pueda atravesar en algún momento una fase líquida.

En cuanto al segundo punto, el nuevo anuncio versa sobre un hallazgo que en realidad se produjo en 2011. Aquel año la revista Science publicaba un estudio que descubría, gracias a las imágenes en alta resolución tomadas por la sonda Mars Reconnaisance Orbiter (MRO), la presencia de unas marcas en ciertas pendientes marcianas semejantes a signos de torrenteras, que surgían en las estaciones más templadas y desaparecían en las más frías. Y dentro de la estricta prudencia obligada en los estudios científicos, los investigadores ya sugerían la presencia de salmueras líquidas como causas de estas marcas, prácticamente descartando otras hipótesis.

Naturalmente, hacía falta una demostración. Pero lo que tenemos ahora no lo es; es solo un indicio más. Según escriben los investigadores en su nuevo estudio, sus datos «apoyan fuertemente la hipótesis» de las salmueras líquidas. Analizando los espectros (firmas luminosas de los compuestos químicos de las marcas) en las imágenes tomadas por la MRO, los científicos han descubierto la presencia de sales hidratadas. Es una comprobación indirecta, pero no hay una demostración inequívoca; ya hemos visto el hielo en Marte, pero seguimos sin ver el agua. A diferencia del estudio de 2011, el actual no ha merecido publicarse en revistas de primera fila como Nature o Science, sino en Nature Geoscience; una revista de butaca preferente, pero que no deja de ser de segunda fila.

Por último, está la cuestión relativa a la vida. Los propios investigadores reconocen que el origen del agua asociada a las sales sea posiblemente el vapor atmosférico. Y aunque destacan que este fenómeno de absorción de agua (técnicamente, delicuescencia) presta refugio a ciertos microbios en el desierto chileno de Atacama, reconocen que muy difícilmente este mecanismo sería suficiente para sostener algún tipo de vida en Marte; al fin y al cabo, los microbios de Atacama han llegado hasta allí procedentes de una masa de biodiversidad enormemente extensa, tanto temporal como geográficamente. El de Atacama es uno de los nichos ecológicos más hostiles de la Tierra, y ha sido colonizado por especialización evolutiva a partir de una amplísima fuente de organismos vivos que han ocupado una enorme variedad de hábitats más permisivos. Si las escasas y ocasionales salmueras de Marte son lo más habitable que ha existido allí durante millones de años, y en ausencia de un freático subterráneo extenso y abundante que las alimente, pensar que aquello haya podido sostener comunidades microbianas viables a largo plazo es casi un absurdo biológico. Y plantear otra cosa es sencillamente engatusar.

Dicho todo esto, ¿por qué tanto bombo y platillo? Aunque en cierto telediario de ámbito nacional se ha afirmado hoy que el anuncio de la NASA «ha sorprendido a la comunidad científica», no es así; la información estaba disponible, embargada, en la web de Nature desde casi una semana antes. Muchos periodistas de ciencia la conocíamos con antelación, juzgando que su nivel de impacto era inferior al del estudio de 2011, que en su momento no copó titulares en la prensa. De hecho, hoy los sorprendidos hemos sido nosotros al comprobar cómo se ha sobredimensionado el alcance de la noticia.

La clave está en la rueda de prensa de la NASA. Fue el anuncio de esta convocatoria, junto con el astuto uso de la palabra «misterio», el que engordó el interés por una noticia que finalmente pareció decepcionar a los asistentes que abarrotaban el auditorio James Webb en Washington. Tal vez los periodistas presentes esperaban alguna nueva revelación de mayor impacto no incluida en la información embargada.

La pregunta es: ¿por qué la NASA decide organizar semejante convocatoria en una ocasión como esta, para anunciar un simple indicio de apoyo a un descubrimiento realizado hace cuatro años?

La agencia estadounidense posee una poderosa maquinaria de márketing, y sus directivos conocen la influencia de su poder divulgativo en los medios de todo el mundo. Hoy las malas lenguas comentan la curiosa coincidencia de la rueda de prensa con el estreno de la película de Ridley Scott The Martian, que ha contado con el patrocinio de la NASA. El pasado verano el autor de la novela, Andy Weir, relataba a Wired que la agencia estaba entusiasmada con la historia porque la veía como «una oportunidad para reenganchar al público a los viajes espaciales». Wired añadía que «para una misión a Marte, la agencia necesitaría entre 80.000 y 100.000 millones de dólares en los próximos 20 años, algo que hasta ahora el Congreso se ha negado a aprobar». Que cada cual saque sus propias conclusiones.

¿Qué necesidad hay de una bandera de la Tierra?

Ignoro por completo cuándo se inventó la primera bandera, si es que existió un momento histórico discernible para tal aportación. Pero no hay que ser un experto en vexilología –la disciplina académica que estudia las banderas– para imaginar que las primeras, tal cual hoy las entendemos, derivaron a partir de los estandartes militares, como la famosa águila romana o el dragón de los sármatas, el pueblo que pudo inspirar la leyenda del rey Arturo.

Y de ello se desprende algo innegable: si las banderas sirven para aglutinar a las masas en torno a un símbolo identificativo, siempre es a través de la diferencia o la oposición con otras masas, que antiguamente se congregaban en el extremo opuesto del campo de batalla. Es decir: una bandera no sirve solo para expresar lo que soy, sino también lo que no soy, y por eso llevan implícita la confrontación. No hay que ser un genio para encontrar la aplicación de esto en el país que pisamos. Y esta, ya lo dejo caer, es la razón por la cual este que suscribe no es aficionado a las banderas. A ninguna. Porque tampoco lo soy a sus significados. A ninguno. Y por si alguien discrepa de las connotaciones belicosas de las banderas, que piense en cuál ha sido tradicionalmente la bandera del «vamos a no hacernos daño»: la blanca. O sea, la no-bandera. La bandera de renuncia a la bandera.

Varias propuestas de banderas de la Tierra. Imágenes de Wikipedia.

Varias propuestas de banderas de la Tierra. Imágenes de Wikipedia.

Dado que las banderas siempre tienen este componente de «oye, mira lo que soy y que me diferencia de ti», encuentro de lo más absurdo que se plantee la idea de crear una enseña del planeta Tierra. Lo que nos faltaba: preparar el símbolo diferenciador cuando aún no hay nadie de quien diferenciarnos; pero por si acaso algún día llegara a haberlo, ya tendríamos unos colores con los cuales dejarles claro que somos diferentes, ellos y nosotros, no vayan a pensar otra cosa. Así, incluso si vinieran en son de paz, desde el primer momento dispondríamos de un adecuado emblema que interponer entre ellos y nosotros.

Todo lo cual viene al caso de una nueva pretensión de establecer una bandera terrícola. No es la primera, ni será la última. Como se puede comprobar en la galería que dejo aquí, extraída directamente de ningún otro lugar que la Wikipedia, anteriormente se han lanzado varias propuestas, a cual más peculiar. El nuevo intento es obra de un estudiante de diseño del Beckmans College de Estocolmo (Suecia), que ideó la iniciativa como proyecto de graduación. Y desde luego, no sé si Oskar Pernefeldt, que así se llama el alumno, tendrá talento para el diseño; pero no cabe duda de que tiene un brillante futuro en el marketing viral, porque su idea se ha contagiado como la erisipela.

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El ‘Opportunity’ gana el primer maratón marciano

Una de las dos máquinas más fiables del universo está en mi jardín. La otra está en Marte. La primera es una bomba de agua que lleva más de 15 años funcionando casi sin interrupción –salvo ciertos descansos reglamentarios– sumergida en el fondo de un estanque con una buena capa de sedimento, soportando temperaturas gélidas en invierno y el ataque de las raíces de los nenúfares en primavera y verano. De acuerdo, es un mecanismo sencillo, tan solo un motor eléctrico y una rueda con aspas. Pero teniendo en cuenta el constante e incansable trabajo mecánico que lleva a cabo, bombeando día y noche un agua densa de materia orgánica, creo que solo la NASA sería capaz de fabricar algo tan resistente y eficaz.

Y no siempre: de los aparatos que produce la primera agencia espacial del mundo, no todos resultan tan impecables. Pero con el Opportunity dieron en el clavo. El pasado 25 de enero, este robot rodante del tamaño de una mesa de comedor, conocido familiarmente como Oppy, cumplió 11 años en la superficie marciana y sigue funcionando sin haber recibido jamás la visita de un técnico de posventa, ni haber pasado ninguna revisión anual, ni haber necesitado la sustitución de ninguna pieza. Lo cual merece aún más aplauso teniendo en cuenta que debe soportar una radiación inclemente y un arco de temperaturas de 30 a -80 ºC. Y que a su lado incluso los más duros todoterrenos del Dakar caen en la más profunda humillación: la carretera más cercana al Opportunity queda, en el mejor de los casos, a 55 millones de kilómetros. Eso sí es conducir off-road.

Como es lógico, el rover marciano ha acumulado algunos achaques durante su azarosa vida, pero curiosamente, lo que ahora más preocupa a sus responsables son los fallos de su memoria, tal como les ocurre a las personas de larga edad. El ordenador de a bordo del Opportunity funciona con una memoria flash como las de los pinchos USB, pero sus 256 MB no servirían ni para el más rudimentario de los smartphones actuales.

Últimamente un poco eclipsado por el Curiosity, su primo de la siguiente generación, Oppy vuelve a ser noticia porque está a punto de completar el primer maratón extraterrestre de la historia. Según la última actualización de la NASA, el odómetro del rover registra ya 41,97 kilómetros, lo que le sitúa a poco más de 200 metros de los 42,195, la distancia del maratón olímpico. Y el robot logrará esta marca en un lugar que los científicos de la misión han denominado precisamente Valle de Maratón, un emplazamiento en la cresta occidental del cráter Endeavour, de 22 kilómetros de diámetro, donde las sondas orbitales han detectado la presencia de distintas arcillas originadas en el pasado húmedo de Marte.

Y todo ello, con una garantía de tres meses, lo que debía durar la misión inicial del Opportunity. En cambio, su hermano gemelo, el Spirit, solo aguantó hasta 2010, habiendo recorrido 7.730,5 metros. Pero ambos han excedido ampliamente las expectativas de sus diseñadores y han aportado valiosísimos datos sobre nuestro planeta vecino. Los gemelos marcianos pasarán a la historia como los aparatos que confirmaron las huellas del agua en la geología marciana. Con motivo del nuevo récord establecido por el Opportunity, el director del proyecto de los rovers, John Callas, del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, ha aprovechado para presumir de su criatura: «Cuando el Opportunity estaba en su misión primaria hace 11 años, nadie imaginaba que sobreviviría a un invierno marciano, ni mucho menos que completaría un maratón en Marte». Para celebrar la gesta de Oppy, la NASA ha reunido imágenes de una década de exploración de los rovers marcianos.

En estos días se ha vuelto a hablar de la misión planificada por la organización holandesa Mars One, que ha restringido a 100 su lista de candidatos a convertirse en los primeros colonos de Marte. Los futuros pobladores marcianos, si llegan a existir, podrían tener la apasionante tarea, quizá incluso la obligación, de recoger los antiguos artefactos de tecnología terrestre que hayan quedado muertos e inertes sobre la superficie de Marte. Con ellos podrían crear el que sería oficialmente el primer museo extraterrestre (ya que la NASA nunca ha reconocido la existencia del museo lunar). Y quién sabe si en un futuro los humanos viajarán hasta allí para admirar los anticuados restos de los tiempos en que aún éramos una especie de un solo planeta.

Itinerario recorrido por el robot 'Opportunity' en Marte desde su aterrizaje en el cráter Eagle el 25 de enero de 2004. Imagen de NASA / JPL-Caltech / MSSS / NMMNHS.

Itinerario recorrido por el robot ‘Opportunity’ en Marte desde su aterrizaje en el cráter Eagle el 25 de enero de 2004. Imagen de NASA / JPL-Caltech / MSSS / NMMNHS.

Detalle del itinerario recorrido por el robot 'Opportunity' en Marte desde el 24 de diciembre de 2014, a lo largo de la cresta occidental del cráter Endeavour. La franja verde representa el lugar aproximado en el que el robot completará la distancia del maratón. Imagen de NASA / JPL-Caltech / Univ. of Arizona.

Detalle del itinerario recorrido por el robot ‘Opportunity’ en Marte desde el 24 de diciembre de 2014, a lo largo de la cresta occidental del cráter Endeavour. La franja verde representa el lugar aproximado en el que el robot completará la distancia del maratón. Imagen de NASA / JPL-Caltech / Univ. of Arizona.

Por qué Orión es lo más importante desde el «pequeño paso» de Armstrong

Lanzamiento de la nave Orión en un cohete Delta IV Heavy el pasado 5 de diciembre desde Cabo Cañaveral. Imagen de NASA / Bill Ingalls.

Lanzamiento de la nave Orión en un cohete Delta IV Heavy el pasado 5 de diciembre desde Cabo Cañaveral. Imagen de NASA / Bill Ingalls.

Quizá algún visitante asiduo de este blog se pregunte por qué no me he ocupado aquí de la proclama lanzada por la NASA la semana pasada sobre una misión tripulada a Marte prevista para la década de 2030. El proyecto se anunció a bombo y platillo aprovechando la ocasión de la primera prueba de la cápsula Orión, el nuevo vehículo de la agencia espacial estadounidense capaz de acoger tripulación desde la jubilación de los transbordadores, y que en el futuro servirá para enviar astronautas más allá de la órbita baja terrestre por primera vez desde la última misión Apolo en 1972.

Hay dos motivos por los que no lo he comentado aquí. El primero es que no se anunció nada nuevo, sino que tan solo se aprovechó la atención popular al despegue de la Orión para pregonar algo ya sabido. Pero sobre todo, el segundo motivo es que no me lo creo. Y si bien es cierto que importa un ardite lo que yo me crea o me deje de creer, se da la circunstancia de que son muchas las fuentes autorizadas del propio sector en EE. UU. las que ponen en duda la viabilidad de lo que se ha acuñado como NASA’s Journey to Mars. Y la cosa cobra una especial relevancia cuando quien tampoco se lo cree es John Holdren, asesor científico principal del presidente Barack Obama. En declaraciones a la cadena pública estadounidense PBS previas al lanzamiento de Orión, Holdren decía:

No creo que los actuales presupuestos alcancen para patear la lata por la carretera [traducción literal]. Alcanzan para, dentro de límites razonables, dar los pasos que necesitamos con vistas a, en último término, ir a Marte. Eventualmente, sí, entre ahora y 2030, necesitaríamos aumentar el presupuesto. Con el presupuesto actual no llegaríamos a Marte, eso es correcto.

Es decir. Que según Holdren, la NASA tiene el proyecto de viajar a Marte del mismo modo que yo tengo el proyecto de construirme una casa en Kenya y marcharme a vivir allí cuando mis hijos crezcan y se emancipen. O sea, una aspiración concebible, pero absolutamente inviable con los presupuestos de la NASA y los míos.

Siendo así, parecería que mis próximos movimientos deberían ser criticar el suflé del márketing de la NASA, tan vacío como la parcela en la que nunca construiré mi casa kenyana, y desacreditar la Orión calificándola como una flecha sin blanco. Pero no. Nada de esto. En cuanto al márketing de la NASA, más abajo explicaré por qué lo considero un instrumento valiosísimo. Y respecto a la Orión, como afirmo en el título de este artículo, es lo más importante que ha sucedido en el espacio desde el «pequeño paso» de Neil Armstrong sobre la Luna.

A EE. UU. le ha costado 42 años poner el primer raíl para comenzar a encaminarse hacia el lugar a donde llegó hace 47 años. No es fácil de comprender. Pero como hace unos días alegué en una respuesta a un comentario en este blog, las varias razones por las que esto ha sucedido pueden resumirse en una palabra, una que representa el gran obstáculo al que el programa espacial de EE. UU. ha tenido que enfrentarse a lo largo de los años. Esa palabra es democracia.

Mientras que la exURSS, hoy Rusia, ha podido mantener una trayectoria más o menos constante y firme en lo que respecta a su presencia en el espacio, la exploración espacial de EE. UU. está sujeta al control de los votantes. A comienzos de la década de 1970, con el fin de la carrera espacial y una guerra en Vietnam que se desplomaba hacia el desastre, ya no era pertinente ni justificable que más del 4% del presupuesto federal fuera destinado a la NASA, como ocurría en los gloriosos tiempos de mediados de los 60. Este es el único y exclusivo motivo por el que a la Luna no siguió Marte como próxima estación: ni teorías de conspiración, ni gaitas. Simplemente, se acabó el dinero, y sin dinero no hay billete.

Desde entonces, EE. UU. renunció a permanecer en el espacio más allá de la órbita baja terrestre. Los nuevos shuttles o transbordadores espaciales fueron vendidos y contemplados en su día como el autobús directo del hombre hacia las estrellas, un clímax de tecnología futurista que adornó incluso una película del mejor 007 que ha existido, Roger Moore (esperen a que me ponga el casco antes de empezar a lanzarme objetos). Pero en realidad, los shuttles fueron una aparatosa cortina de humo y un sistema destinado a periclitar.

A lo largo de las pasadas cuatro décadas, la exploración humana del espacio ha encontrado en EE. UU. escasos apoyos y numerosos detractores, sobre todo entre los científicamente conservadores, que no necesariamente coinciden con los ideológicamente conservadores. Y cuatro décadas es demasiado tiempo para conservar lo aprendido. No es que la tecnología del programa Apolo desapareciera o quedara confinada en ordenadores obsoletos a los que ya no se puede acceder. Según Keith Cowing, uno de los tipos que mejor conocen la NASA en todo el mundo –exempleado de la agencia y fundador del blog NASA Watch–, se trata de una leyenda urbana: todos los planos de las Apolo están microfilmados y los almacenes de la NASA aún conservan toneladas de tecnología de entonces. Pero lo que sí es cierto es que los ingenieros de entonces se retiraron o murieron sin que nadie tomara su relevo, y se dice que hoy no existe una sola persona que conserve todo el conocimiento global de aquellas misiones. Y si una fábrica de zapatos abandona esta actividad y decide dedicarse en su lugar a curar jamones durante 40 años, volver a fabricar zapatos supondrá un regreso a la casilla de salida. Las máquinas seguirán ahí, pero lo que se conoce como know-how se habrá volatilizado.

La cápsula Orión después de su amerizaje en el Pacífico el pasado 5 de diciembre. Imagen de U. S. Navy.

La cápsula Orión después de su amerizaje en el Pacífico el pasado 5 de diciembre. Imagen de U. S. Navy.

Es por esto que el programa Orión ha obligado a la NASA a practicar una verdadera excavación arqueológica en sus archivos y en sus almacenes para alcanzar algo parecido a lo que se logró hace más de cuatro decenios. Por ejemplo, el escudo térmico de la Orión es básicamente el mismo que se utilizó en las Apolo. En 2008, un equipo de la NASA viajó a un almacén de la Smithsonian Institution en Maryland para abrir una vieja caja en la que se guardaban fragmentos del escudo térmico de las Apolo, con el fin de estudiar su diseño y la respuesta de los materiales.

Todo lo anterior explica el inmenso logro que supone haber llegado al momento en que la Orión ya es una realidad, aunque el cohete destinado a llevarla al espacio aún no lo sea. Y que el primer vuelo de prueba de la nave la pasada semana se completara con una perfección milimétrica en todos sus pasos y todos sus sistemas nos confirma que estamos en los primeros días del regreso del hombre al espacio, la exploración humana 2.0.

No obstante, como decía Holdren, para dar el salto efectivo hará falta mucho más dinero. Y es dudoso que el contribuyente actual compre. Sin embargo, en los últimos años otro jugador ha entrado en el tablero de la exploración espacial: el sector privado. La iniciativa empresarial ya ha remolcado al espacio a las agencias estatales en sentido literal, gracias a las misiones privadas a la Estación Espacial Internacional. Pero también en un sentido menos literal, el acceso de las compañías a la carrera de las misiones tripuladas puede remolcar el peso muerto de las agencias estatales que no desean convertirse en actores secundarios, además de suplementar los fondos necesarios. La nueva exploración humana del espacio será en parte privada, o no será. Aunque a muchos no les guste.

Pero decía que iba a elogiar el márketing de la NASA, y con esto termino. Gracias a ese amplio esfuerzo publicitario, quienes tenían uso de razón en julio de 1969 pudieron disfrutar de la retransmisión televisiva más trascendental de la historia. Gracias a ese márketing pudimos seguir en directo la primera prueba de la Orión. Frente a la criticada actitud, digamos traslúcida, de nuestra propia agencia europea del espacio (la ESA), la NASA es una constante ventana abierta hacia el espacio. Digámoslo de esta manera: si algún día los chinos llegan a la Luna, nos enteraremos después y a medias, y difícilmente llegaremos a sentirlo como algo propio. En cambio, la NASA nos sienta a todos en primera fila como testigos directos, nos hace partícipes de sus logros como si realmente representaran a la humanidad en su conjunto. Por algo fueron ellos quienes inventaron Hollywood. En una entrevista el día del debut de Orión, el director de la NASA, Charlie Bolden, dijo: «El mundo quiere que volvamos a asumir el liderazgo en el espacio». Por mi parte, si esto significa que podré verlo en vivo, sí, quiero.

Equipaje para viajar a Marte: dinero, tecnología y cojones

En este último post antes de las vacaciones de verano, voy a referirme al mayor de los grandes anhelos del futurismo vigesimista o vigesímico (pido a la RAE que acuñe ya un adjetivo para referirnos al siglo XX, al estilo de decimonónico para el XIX o dieciochesco para el XVIII, ya que novecentista solo se aplica al primer tercio). A menudo me preguntan si «me creo» lo de Mars One, el proyecto de asentamiento permanente en Marte promovido por una organización holandesa y en el que participan varios españoles aspirantes a convertirse en 2024 en los primeros marcianos. Siempre respondo que sí, que desde luego. Claro que si a continuación me preguntan si creo que Bas Lansdorp, el responsable de todo esto, tiene ahora en sus manos los recursos financieros y tecnológicos necesarios, no solo para culminar con éxito un viaje a Marte, sino para establecer allí una colonia autosuficiente viable, mi respuesta es que podré ser crédulo, pero no imbécil.

Esta aparente contradicción tiene una explicación clara. Soy un posmoderno renegado. Me crié pinchando el God save the Queen de los Sex Pistols («no future«) hasta casi traspasar los surcos del vinilo con la aguja. Después, crecí. Luego, tuve hijos. Ya he contado aquí que la posmodernidad mató las utopías. Uno y otro día leo en los comentarios de este blog cómo el nihilismo y la distopía han triunfado en esta pobre roca mojada que hemos heredado. Pero como mi naturaleza es la de nadar a contracorriente, me rebelo. Lo que sucede en el mundo no es solo culpa de los demás. Y aunque mi posibilidad de participación en arreglar un poco todo esto es muy limitada, y por tanto difícilmente estoy en posición de dejar a mis hijos algo mucho mejor de lo que yo he recibido, hay algo que sí puedo legarles: la visión del futuro que a mí me fue dada, mucho más brillante que la que hoy impera.

Es por esto (con independencia de otras consideraciones sobre progreso social y demás, pero este es un blog de ciencia y a ello me ciño) que me creo lo de Mars One. En resumen: me lo creo porque me da la gana. Porque quiero que sea posible; porque hay mucho universo por recorrer, y quisiera llegar a ver cómo se da el primer paso. Pero mi postura es algo más que un desiderátum. También me lo creo porque, hoy en día, si alguien puede reunir los recursos financieros para costear tan ingente e incierta aventura, no es un sistema público sostenido por los contribuyentes, sino una compañía privada que sepa ordeñar la gigantesca teta (todo lo que un día es burbuja pinchada antes fue teta turgente) tecnológica de internet, televisión, móviles y redes sociales; teta que TODOS (incluso este animal de sabana) estamos engordando a diario y a gusto con una buena parte de nuestros magros sueldos, ahorros, pensiones y subsidios.

Me explico: este mes, Mars One ha firmado un acuerdo con la productora de televisión Darlow Smithson Productions (DSP) para transmitir a todo el mundo el proceso de selección y entrenamiento de los candidatos a martenautas. Valga el dato de que DSP, que según dicen se especializa en la producción de documentales, docudramas y series de calidad (no soy gran televidente, por lo que no puedo hablar con conocimiento ni citar títulos que me resulten familiares), es propiedad de la holandesa Endemol, conocida por su producto estrella: Big Brother, Gran Hermano. Aunque a Juanjo Díaz Guerra, amigo y candidato de Mars One, le horroriza oír hablar del Gran Hermano Marciano, es obvio que esta es la manera de hacer real el proyecto. Según un artículo publicado en 2010 en la revista World Policy Journal, «la Asociación de Protección y Reconocimiento de Formatos (FRAPA) estima que los programas de televisión como Gran Hermano generaron unos ingresos de 12.300 millones de dólares en todo el mundo de 2006 a 2008″. Como comparación, el presupuesto total de la NASA para 2014 es de 17.646 millones de dólares, de los cuales solo 4.113 están dedicados a exploración espacial y 3.776 a las operaciones actuales en el espacio. ¿Quién tiene el dinero para viajar a Marte?

¿Y la tecnología? La tecnología es solo dinero reconvertido. Mars One no es una compañía aeroespacial. Pero existe por ahí un buen número de corporaciones y agencias espaciales que disponen del conocimiento científico y el fondo tecnológico necesarios para preparar una misión como la propuesta, y que lo harán encantadas a cambio de jugosos contratos. Una de ellas, SpaceX, fundada por el creador de PayPal Elon Musk, ha pasado en 12 años de no existir a enviar los primeros cohetes de carga privados a la Estación Espacial Internacional (ISS). Ya dispone de dos modelos de cohetes, una cápsula espacial para siete tripulantes, y está desarrollando un nuevo lanzador pesado capaz de llegar a Marte. Si se dibujaran los progresos espaciales de SpaceX en una curva temporal, seguramente solo podríamos encontrar un parangón de crecimiento tan espectacular en los gloriosos tiempos de la carrera espacial entre EE. UU. y la antigua URSS.

Por último, queda un tercer factor, más sutil y menos cuantificable. Y siguiendo aquello de le mot juste de Flaubert, Pound y Hemingway, en este caso la palabra justa no es otra sino cojones. Cojones, los de Mars One para arrostrar el tsunami de vituperios que apenas aún ha comenzado a levantarse, especialmente los cainitas, los de la propia comunidad científica aeroespacial, muchas veces teñidos de ese puritanismo moral tan, tan, tan posmoderno. Cojones, los que la compañía deberá abrillantarse y sacar a relucir en público si la misión se tuerce y alguno de los tripulantes muere. Y cómo no, cojones, los de los hombres y mujeres (los cojones, en muchos casos, son más femeninos que masculinos) que sean finalmente seleccionados para una empresa en la que bien podrían morir. Y así debe ser. No que mueran. Sino que puedan morir.

Aclaro esto último: no se trata de contemplar la misión de Mars One (próximamente en sus pantallas, se supone que en Telecinco, la cadena líder de Mediaset, copropietaria de Endemol) como los romanos acudían al circo a ver si algún gladiador la diñaba. Pero el proyecto de Mars One solo será posible si sus participantes aceptan que serán gladiadores fajándose contra temibles fieras letales, y no cruceristas de un Royal Caribbean espacial ni residentes de la versión extraterrestre de Marina d’Or. Corre por ahí la idea de que actualmente las misiones espaciales tripuladas, que hoy tienen como destino la ISS en el cien por cien de los casos, se mueven en un nivel de seguridad comparable al de cualquier vuelo comercial. Yo creo que no es así. No hace falta ser un experto en tecnología aeronáutica y aeroespacial para colegir que difícilmente una aeronave de línea es sometida a revisiones tan concienzudas y exhaustivas antes de cada vuelo como los antiguos shuttle estadounidenses o las Soyuz rusas. Y tampoco los pasajeros de los aviones disfrutamos de tantas capas de sistemas redundantes (¿soy el único a quien le parece aberrante que nunca volemos con derecho a paracaídas, y que en su lugar debamos conformarnos con un chaleco inflable magníficamente equipado con bombilla y pito?).

Se trata de que, a pesar de toda la ciencia valiosa que indudablemente se hace a bordo de la ISS, ¿qué es lo que finalmente llega al público como única ventana hacia la última frontera de la humanidad? Lo pudimos ver recientemente: con motivo de la inauguración del Mundial de fútbol, no hubo cadena que se resistiera a emitir aquellas imágenes de los astronautas de la ISS haciendo el gilí con un balón. La imagen pública de la ISS ha quedado reducida a una sempiterna visión de tipos ya talludos haciendo el ganso mientras flotan. Y es que la actividad a bordo de la ISS resulta hoy tan interesante para el público como curiosear en la oficina de una notaría. No culpo de ello a los astronautas, sino a las agencias que los envían. La NASA ha desvelado recientemente su nuevo diseño para el prototipo de un traje espacial apto para Marte, el Z-2 (que, por otra parte, nos convertiría en el hazmerreír de la galaxia). Pero, en el fondo, este anuncio es poco más que una maniobra de márketing para la galería. No son pocos quienes hoy opinan que la mayor agencia espacial del planeta Tierra (por eso nos importa), antes percibida como fuente de innovación fresca y audaz, hoy se ha convertido en un organismo burocrático y excesivamente conservador en sus apuestas, paralizado por el fantasma de los desastres del Challenger y el Columbia.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje espacial apto para Marte. NASA.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje (¿disfraz?) espacial apto para Marte. NASA.

Este mes, un informe del National Research Council de EE. UU., encargado por el Congreso de aquel país, ha alentado a empujar la exploración humana del espacio más allá de la órbita terrestre, enfatizando el carácter de Marte como horizonte. Entre los motivos para ello, el NRC incluye los que define como «aspiracionales»; es decir, los que no tienen cariz económico, político, estratégico ni científico, sino que responden a la necesidad del ser humano de ir más allá. A la épica. Al romanticismo. El informe sostiene que, por supuesto, los riesgos serán enormes, y que estos solo son justificables bajo el objetivo de llevar humanos a otros mundos. «Un programa de exploración sostenido más allá de la baja órbita terrestre, pese a toda la atención razonable que se preste a la seguridad, casi inevitablemente conducirá a múltiples pérdidas de vehículos y tripulaciones a largo plazo», dice el informe. «Una nación que elige extender la presencia humana más allá de las fronteras de la Tierra afirma su compromiso con esta empresa y acepta el riesgo a la vida humana que supone emprender el programa pese a que los accidentes graves sean inevitables». El NRC es enormemente crítico con la línea actual de la NASA, juzgando que el presente rumbo del programa de exploración humana jamás conducirá a Marte. ¿Y cuál ha sido la respuesta de la NASA al informe? Aplauso.

Es decir: que tarde o temprano, incluso las anquilosadas y mastodónticas agencias espaciales nacionales tendrán que pasar por un aro que hoy censuran a Mars One, el del riesgo inaceptable, el de los cabos sueltos y la incertidumbre. Llegarán a eso. Espero. Y la imagen de un tipo saltando sobre la superficie marciana, incluso con un atuendo tan estúpido como el Z-2, será millones de veces más poderosa para la inspiración humana, para la muerte de la posmodernidad y la vuelta a una época en la que creíamos en el futuro y en la utopía, que millones de vídeos de funcionarios flotantes explicando cómo se hace spinning en gravedad cero.

¿Que si me creo lo de Mars One? Antes de que existiera el proyecto, yo ya había escrito una novela contándolo.

No, no hemos contaminado Marte (pero lo haremos)

"Selfie" del 'Curiosity' tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

«Selfie» del ‘Curiosity’ tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

Hace un par de días saltó a los medios la noticia de que el robot Curiosity, residente en Marte desde 2012, ha contaminado nuestro barrio vecino enviando allí microbios terrestres sin pretenderlo. La noticia se ha propagado como una gripe virulenta y parece haber encontrado hueco hasta en la hoja parroquial de Vladivostok. Merece la pena desmenuzar más finamente este asunto para situarlo en sus justos términos, especialmente porque días atrás traté aquí la dificultad que entraña explorar otros mundos sin contaminarlos con microbios procedentes de la Tierra que viajen agazapados en las sondas espaciales, sobrevivan a la travesía interplanetaria y puedan cuajar en entornos potencialmente habitables, como el marciano.

Para empezar, hay que detallar la fuente de la que procede la información: al contrario de lo que rebota por ahí de pantalla en pantalla, no se basa en un estudio científico publicado en Nature, sino en una noticia periodística divulgada en la web de esta revista a raíz de varias comunicaciones presentadas en la 114ª reunión anual de la Sociedad Estadounidense de Microbiología (ASM), celebrada esta semana en Boston. Por supuesto, esto último no resta ninguna credibilidad a los datos, presentados en la convención por investigadores de solvencia y tratados con todo el rigor y la profesionalidad por la periodista de ciencia Jyoti Madhusoodanan. Pero no es un estudio publicado en Nature, y hay diferencias importantes: en primer lugar, las comunicaciones presentadas a congresos suelen resumir el trabajo de los investigadores en crudo. Las convenciones sirven de línea caliente a los resultados científicos que aún no se han elaborado formalmente para su presentación a un journal (revista especializada) y que, por tanto, aún no han atravesado el exigente filtro de la revisión por pares. Por este motivo siempre es esencial que la información sobre ciencia detalle sus fuentes, en especial si se trata de resultados aún sin publicar (algo frecuente en este blog y que siempre se vocea claramente para quien quiera escucharlo).

Pero asumiendo que los resultados sean intachables, aún queda otra piedra en el zapato: si los investigadores enviaran estos datos para tratar de presentarlos en Nature, posiblemente no se cuestionarían sus estándares científicos; en cambio, me da en la nariz que los editores de una revista tan exclusiva como la británica preguntarían: «So what?«. Y es que los resultados no aportan ninguna novedad, nada que no se supiera ya sobradamente. De hecho, los mismos investigadores han presentado en el congreso datos similares relativos a anteriores misiones a Marte, incluidas las sondas Viking enviadas en 1976, y que no hacen sino confirmar lo que ya entonces se comprobó y es de dominio público: las naves espaciales que se posan en otros planetas lo hacen bastante limpitas, pero nunca estériles. Llevamos enviando microbios a Marte desde 1971, cuando las soviéticas Mars 2 y 3 tocaron por primera vez el suelo marciano, respectivamente destazándose contra él y besándolo suavemente.

Aunque los artefactos con destino al espacio se ensamblan en las llamadas salas blancas y sus piezas se someten a tratamientos de esterilización, esto no implica que queden libres de todo polvo y paja microbiológicos, algo que en la práctica es casi imposible. Los protocolos establecen un nivel máximo de carga microbiana tolerable, que en el caso de la NASA y tratándose de mundos potencialmente habitables, como Marte, es de 300.000 células viables en toda la superficie de la nave. Esta población microbiana es insignificante comparada con los millones de microorganismos que contiene un solo gramo de suelo terrestre; pero al fin y al cabo, es una población microbiana.

Es cierto que el problema se agranda cuando, además, los protocolos de esterilización no se respetan. En 2011 se divulgó la noticia de que el ensamblaje del Curiosity violó los llamados procedimientos de protección planetaria. Según publicó entonces Space.com, el problema fue una caja estéril que contenía tres piezas de un taladro y que solo debía abrirse en destino para que el brazo del robot las montara en la cabeza perforadora. Por razones que la información no detallaba, alguien abrió la caja y montó una de las piezas en su ubicación definitiva sin que la NASA fuera advertida de ello hasta que ya era demasiado tarde. La responsable de protección planetaria en la agencia estadounidense, Catharine Conley, restó importancia al incidente, asegurando que el Curiosity viajó «más limpio» que ningún otro robot enviado a Marte desde el programa Viking. Además, resaltó Conley, el diseño de esta misión tuvo en cuenta que el lugar de aterrizaje no albergara hielo al menos hasta un metro de profundidad bajo el suelo, para minimizar el riesgo de contaminación por la perforadora.

Para controlar la carga microbiana de las sondas, los científicos muestrean las superficies del aparato y de la sala de ensamblaje con bastoncillos de algodón, que después se llevan al laboratorio para cultivar los microorganismos presentes e identificarlos por su ADN. Los trabajos presentados en el congreso de la ASM son el resultado de la colaboración entre varias instituciones de EE. UU. dirigidas por la Universidad de Idaho y el Grupo de Biotecnología y Protección Planetaria del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, que llevan años analizando la carga biológica de las sondas espaciales. En el caso del Curiosity, se identificaron 377 especies de bacterias, la mayoría relacionadas con el género Bacillus, muchas de las cuales tienen la capacidad de enquistarse en esporas para resistir condiciones adversas. Los resultados, resumidos en dos comunicaciones (una y dos), indican que 19 de las especies identificadas son capaces de crecer sin oxígeno aprovechando sustratos existentes en Marte, como el perclorato y el sulfato. Las bacterias fueron sometidas a condiciones de desecación, radiación ultravioleta C, alta salinidad y bajas temperaturas. El 11% fueron capaces de soportar múltiples condiciones extremas. «El estudio ayudará a estimar si los microorganismos terrestres suponen un riesgo de contaminación que podría interferir en una futura detección de vida y en las misiones de retorno de muestras», escriben los investigadores en su presentación.

Los científicos presentan también nuevos trabajos que analizan la carga microbiana de misiones anteriores, como los rovers gemelos Opportunity y Spirit y las sondas Viking (estudios uno y dos).  Los resultados fueron parecidos, con 318 microbios identificados en las muestras de los rovers, en su mayoría Bacillus, y una presencia importante de estafilococos, que no forman esporas. De un total de seis misiones a Marte que cubren los últimos 40 años, los investigadores han reunido una colección de 3.500 cepas, de las cuales han identificado 1.322. El 60% corresponden a Bacillus y otros formadoras de esporas, y el 40% restante a Staphylococcus y otras especies no esporulantes. Los investigadores aclaran que todos estos resultados confirman los estudios más rudimentarios practicados con las muestras de las Viking en la época de su lanzamiento, cuando aún no se habían desarrollado las técnicas de secuenciación genómica. Por último, tampoco difieren sustancialmente de lo que anteriormente ya se había demostrado para el caso de Phoenix, el robot estático que analizó exitosamente un entorno cercano al polo norte marciano en 2008. En algunos casos se descubren nuevas especies bacterianas, como el Paenibacillus phoenicis, nombrado en recuerdo de Phoenix.

Con todo lo anterior, quizá ya estemos en condiciones de responder a la pregunta: ¿hemos contaminado Marte? No cabe duda de que ciertos microbios pueden sobrevivir a los viajes espaciales. Los estudios llevados a cabo en la Estación Espacial Internacional que reseñé recientemente demostraban que algunas esporas de Bacillus pueden resisitir un año y medio en el espacio. En cuanto a Marte, es un planeta habitable, pero solo para ciertas formas de vida que en la Tierra consideramos extremófilas, capaces de sobrevivir en entornos invivibles para el resto: sequedad, alcalinidad, temperaturas gélidas, radiaciones letales y una presión atmosférica en torno a los 8 milibares, frente a los más de mil en la Tierra. Hace cuatro años, un equipo de científicos de la Universidad de Florida demostró que la humilde Escherichia coli, una familiar bacteria intestinal y el microbio más utilizado en los laboratorios de todo el mundo, es capaz de sobrevivir en una cámara de simulación de condiciones marcianas durante al menos una semana. Pero una cosa es sobrevivir y otra crecer y multiplicarse, y esto último debería producirse para que podamos hablar de una verdadera contaminación. Y aún no se ha demostrado que se reúnan todos los factores necesarios para ello.

Esto no implica que no existan microbios terrestres capaces de prender y medrar en Marte: también en la reunión de la ASM, otro grupo de investigadores de la Universidad de Arkansas ha propuesto en dos estudios (uno y dos) que los metanógenos, microbios del grupo de las arqueas muy comunes en la Tierra, que viven sin oxígeno, producen gas metano e incluyen especies extremófilas, pueden crecer en condiciones que simulan el ambiente de Marte. «Los metanógenos podrían habitar el subsuelo de Marte», concluyen los investigadores. Pero dadas las condiciones de vida que requieren estos microorganismos, para ellos sería más letal el paso por la sala blanca que el cómodo entorno marciano.

Aun así, parece que es una simple cuestión de tiempo. El Tratado del Espacio Exterior (OST), un acuerdo de adhesión voluntaria que regula el marco ético de actuación más allá de la órbita terrestre, establece que los países serán responsables de cualquier perjuicio y que deberán evitar toda «contaminación dañina». Pero el OST es un instrumento de Naciones Unidas que vincula a los estados, y a corto plazo la primera misión tripulada que podría alcanzar el planeta vecino y contaminarlo irremisiblemente no es una iniciativa pública sino privada, la del controvertido proyecto Mars One; la organización que la promueve no está en absoluto obligada por el OST.

Por otra parte, falta definir qué entendemos por contaminación dañina. A modo de ejemplo, suele plantearse la hipótesis de que en un futuro se detecte algún signo de vida en muestras marcianas. La NASA planea lanzar en 2020 una sonda robótica destinada a recoger material de Marte que sería transportado a la Tierra por misiones posteriores aún sin concretar. De producirse una contaminación, los científicos podrían encontrar microbios en las rocas marcianas que en realidad no fueran nativos del planeta vecino, sino emigrantes terrícolas de vuelta en casa. La situación es análoga a lo que sucede cuando se detectan indicios de microorganismos en meteoritos caídos en la Tierra. Hasta ahora, ha sido fácil determinar que se trataba de contaminaciones terrestres, salvo en los casos de restos inconcluyentes como los presuntos microfósiles del meteorito marciano ALH84001. Pero incluso suponiendo que la evolución hubiera seguido caminos tan paralelos en la Tierra y Marte que fuera imposible discernir entre microbios locales y visitantes, la conclusión final es que estamos ante un dilema de prioridades: ¿preferiremos abrir Marte a la experiencia humana y aceptar la inevitable contaminación, o mantener sus condiciones prístinas sin pisarlo jamás y convertirlo en el santuario natural más restrictivo del universo, donde ni siquiera los científicos que lo estudien tengan permitido el acceso? Vamos, que ni el Monte de El Pardo

Cómo gestionaremos Marte, o el nacimiento de la ecología interplanetaria

No es que me guste citarme a mí mismo, aunque reconozco que los lectores habituales de este blog que no me conozcan tienen todo el derecho a pensarlo, pues no es la primera vez que me refiero aquí a mi último libro. Si a alguien le molesta (ya se sabe, en internet todo molesta a alguien), pido disculpas de antemano. Pero desde que escribí Tulipanes de Marte han ocurrido cosas, como el anuncio del proyecto de asentamiento permanente en Marte Mars One, que en mi opinión merece la pena desbrozar y diseccionar aquí, y que tienen un paralelismo en la novela (que es previa a Mars One, algo en lo que siempre insisto, y que a pesar de todo no es una historia de ciencia-ficción, sino simplemente una novela huérfana de géneros tejida sobre una trama de fondo científico).

Una de las cuestiones planteadas es cómo se abordará la gestión de Marte cuando finalmente sea un territorio al alcance de nuestros dedos, algo que ocurrirá más tarde o más temprano, con Mars One o sin él. En la novela, el proyecto de colonización del planeta vecino es obra de un científico e ingeniero que, bajo una fachada de puro pragmatismo racionalista, esconde un fondo idealista forjado en su infancia y del que nunca logrará desprenderse. Fruto de esta personalidad contradictoria es su enfoque de plantear la futura sociedad marciana como una utopía cientificista con reminiscencias del Hombres como dioses de Wells o de El fin de la infancia de Clarke, o incluso de La isla, la última novela de Huxley que el autor escribió como reflejo simétrico de la distópica Un mundo feliz.

Ilustración del proyecto Mars One.

Ilustración del proyecto Mars One.

Sam Waitiki, el personaje de Tulipanes, quiere que Marte alumbre un reinicio de la comunidad humana, un nuevo comienzo basado en criterios sociales, económicos, políticos y filosóficos diferentes a los que gobiernan la sociedad terrestre: un mundo auténticamente equitativo y libre, regido por la ciencia y la tecnología, que rompa todos sus vínculos con la roca mojada para no arrastrar los errores del pasado. Como declaración de intenciones, tanto el proyecto como el primer colono reciben el nombre de M (de Marte), uno de los primeros sonidos que suelen aprender los bebés, un fonema que –hasta donde yo sé– existe en todas las lenguas, una designación desligada de toda referencia nacional o cultural. La persona que asume este papel es (teóricamente) seleccionada por toda la humanidad a través de un concurso públicamente difundido, y renunciará a sus raíces y a su nacionalidad de origen para considerarse simplemente ciudadano marciano.

Aún es temprano para que cuestiones como esta se conviertan en un serio asunto de debate que interese a nadie, pero es previsible que esto suceda si prospera la propuesta de Mars One o alguno de los otros proyectos que persiguen objetivos similares. Por el momento, comienza a surgir alguna punta de lanza. El astrobiólogo y meteorólogo Jacob Haqq-Misra, del Blue Marble Space Institute of Science, en Seattle (EE. UU.), ha escrito un ensayo disponible en la web arXiv.org y destinado a un concurso abierto bajo el lema «¿Cómo debería la humanidad conducir el futuro?«. En su artículo, titulado El valor transformador de liberar Marte, Haqq-Misra propone que «liberemos Marte de todo interés terrestre con afán de control y permitamos a los asentamientos marcianos que se desarrollen hacia un segundo e independiente ejemplo de civilización humana», para que así el planeta rojo sirva como «banco de pruebas y punto de comparación mediante el cual aprendamos nueva información sobre el fenómeno de la civilización». «En lugar de desarrollar Marte a través de una serie de colonias corporativas y gubernamentales, conduzcamos el futuro liberando Marte y abrazando el concepto de ciudadanía planetaria», agrega.

En realidad, y pese a que hasta ahora no haya sido de gran aplicación, la iniciativa de establecer un marco jurídico de actuación allí donde no llegan las leyes humanas es una vieja idea. El Tratado del Espacio Exterior (Outer Space Treaty, OST), promulgado en 1967 con motivo de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, establecía principios como la no militarización, el uso pacífico y la no soberanía sobre recursos o ubicaciones del espacio exterior (lo que no incluye la órbita terrestre). Auspiciado por la Oficina de las Naciones Unidas para los Asuntos del Espacio Exterior, el tratado es de adhesión voluntaria y ha sido firmado por más de cien países.

En su artículo, Haqq-Misra se apoya en el OST como punto de partida, pero sugiere superarlo en favor de un enfoque diferente. Mientras que este acuerdo internacional postula la no soberanía de ninguna nación sobre tierras marcianas, siguiendo el modelo que el Tratado Antártico había introducido en 1961, el astrobiólogo propone que el nuevo territorio sí tenga dueños: los propios colonos marcianos, que deberían renunciar a su ciudadanía terrestre. El objetivo es evitar la repetición de los colonialismos del pasado, que imponían regímenes injustos seguidos por procesos traumáticos de descolonización, y comenzar algo en Marte con tabla rasa: «deberíamos decidir sobre la liberación de Marte antes de que lleguen los primeros exploradores humanos», escribe el científico.

Claro que la propuesta de Haqq-Misra peca, como la de Sam Waitiki, de un exceso de optimismo. Una cosa es que los futuros marcianos «no representen a intereses terrestres y no puedan adquirir bienes en la Tierra», o que «ningún terrícola posea o reclame propiedad sobre terrenos en Marte». Pero que «los gobiernos, corporaciones e individuos de la Tierra no puedan comerciar con Marte», entendido en su sentido más amplio, elimina probablemente la probabilidad de que tales asentamientos lleguen jamás a existir. Además, el modelo requeriría que Marte alcance el estatus de «sociedad autosuficiente», lo que parece un objetivo muy lejano.

Con todo, el esfuerzo pionero de Haqq-Misra acierta al desplazar el foco del OST, promovido originalmente por las dos potencias entonces en liza y por Reino Unido y que, como producto de su tiempo, respira Guerra Fría por los cuatro costados, centrándose principalmente en la no militarización. Hoy parece más preocupante la posible explotación de los recursos, en especial cuando las compañías privadas se han unido a la nueva encarnación de la carrera espacial, lo que era impensable en la década de los sesenta.

Esto último no solo afecta a la apropiación de tales recursos, sino también a la explotación en sí. En los años sesenta tampoco se había desarrollado aún la conciencia medioambiental, que en las últimas décadas ha evolucionado además para convertirse en un contenedor ideológico que extiende sus implicaciones a la organización más general de la sociedad. En Tulipanes introduzco un movimiento ficticio llamado Manos Fuera (Hands Off) que representa la oposición al Proyecto M, la corriente que rechaza la ocupación de otros planetas por sus previsibles consecuencias económicas y ecológicas.

Ya, ya, voy a ello. Alguien habrá saltado de inmediato con la última palabra del párrafo anterior, al aplicar el término ecología a Marte. Hasta donde sabemos, es un planeta muerto. No hay ecosistemas. Y sin embargo, la ecología marciana, o la posibilidad de ella, es otro asunto que está empezando a tomar forma en el ámbito científico. Prueba de ello es una serie de tres estudios (a saber, uno, dos y tres) recientemente publicados en la revista Astrobiology y que son el resultado de experimentos realizados a bordo de la Estación Espacial Internacional (ISS) con la participación de varias instituciones de Europa y EE. UU., entre ellas la NASA y el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) en Torrejón de Ardoz (Madrid).

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot 'Curiosity' en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot ‘Curiosity’ en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Los aparatos que viajan al espacio son montados en condiciones de esterilidad, para lo cual se emplean procedimientos estándar de laboratorio como filtros de partículas en la ventilación, radiación ultravioleta y peróxido de hidrógeno (agua oxigenada). De este modo se intenta minimizar su carga microbiana, para evitar un posible crecimiento de microorganismos en las tripas de la sonda que dañe sus componentes. Pero en el caso de un artefacto enviado a Marte, el problema adquiere un significado especial. Marte posee una atmósfera; tenue e irrespirable para nosotros, pero en la que ciertos microbios terrestres extremófilos –adaptados a condiciones extremas– podrían sobrevivir. Desde hace tiempo preocupa a los científicos el hecho de que una posible contaminación biológica provocada por una sonda en Marte no solo dificultaría distinguir si un eventual microorganismo encontrado allí es nativo o un invasor terrícola, sino que, si en efecto existiera vida microbiana en aquel planeta, una especie terrestre podría colonizar su hábitat y provocar su extinción.

Los tres estudios de Astrobiology demuestran que la supervivencia de ciertas formas de microorganismos a los viajes espaciales puede ser mucho mayor de lo que se sospechaba. Utilizando una instalación de la ISS que somete a las muestras introducidas a las condiciones del espacio exterior o a ambientes similares al marciano, los investigadores han descubierto que las esporas de los microbios Bacillus subtilis y Bacillus pumilus son capaces de permanecer viables durante un año y medio. En algunos casos fue preciso apantallar la radiación ultravioleta del Sol, pero no es difícil que pasajeros como estos montados en una nave espacial con destino a Marte encuentren huecos oscuros en los que ocultarse durante la travesía.

Pero eso no es todo. Si prosperan proyectos como el de Mars One u otros similares, tales misiones llevarán una carga de imposible esterilización: esos pesados sacos de microbios conocidos como seres humanos. Parece difícil pensar que una misión tripulada de permanencia o larga estancia en Marte no termine contaminando el entorno local con microorganismos terrestres, y parece aún más complejo prever las consecuencias de esto. Nace así, o nacerá, la ecología marciana. Quizá cuando estos asuntos pasen del terreno teórico al práctico veamos la fundación de la versión real de Manos Fuera. Y con ello, surgirá un encendido debate sobre cómo los humanos vamos a poder gestionar un segundo planeta sin repetir los errores del primero.

¿Es posible la comunicación instantánea a través del universo?

O sea, no. ¿O sí? ¿O no? (La solución, al final).

Uno de los problemas con los que se encontrarían los hipotéticos martenautas y otros tripulantes en viajes espaciales de larga duración es que no solamente dejarían atrás a sus seres queridos, para siempre en el caso del aún naciente y no siempre bien ponderado proyecto de asentamiento permanente en Marte Mars One. Es que, además, en un mundo ahora dominado por la comunicación instantánea, ya sea por voz o texto escrito, los marciano-terrícolas ni siquiera podrían mantener una conversación decente con sus parientes de la madre patria. La distancia entre nuestro planeta y la isla más próxima en el océano cósmico varía brutalmente desde los 55 hasta los 400 millones de kilómetros, según, como expliqué en su día, si coincidimos en la misma porción de la pizza de nuestras órbitas o en cortes opuestos. En el mejor de los casos, suponiendo que los mensajes viajan a la velocidad de la luz, una sencilla cuenta nos dice que la comunicación tendría un retraso de como mínimo tres minutos, lo que descarta una conversación natural iniciada con cualquier fórmula de cortesía de las que se empleaban cuando aún existía la cortesía.

La velocidad de la luz es un límite físico. Por tanto, no se puede viajar más aprisa cubriendo la distancia entre ambos planetas. Pero ¿sería posible encontrar un atajo, es decir, no recorrer el trayecto completo? La idea suena aberrante. Pero la física cuántica es un campo donde las reglas de lo intuitivo se rompen para conseguir cosas como, por ejemplo, que un átomo esté intacto y desintegrado al mismo tiempo, o que las partículas puedan teletransportarse, o que una partícula pueda pasar por un aparato sin haber entrado ni salido jamás de él. El mundo cuántico es el País de las Maravillas de Alicia, donde quizá no todo sea posible, pero sí ciertas cosas que nunca creeríamos.

El concepto clave se denomina entrelazamiento cuántico. Consiste en que es posible crear dos (o más) partículas (en concreto, fotones) en lugares separados de modo que, por decirlo llanamente, cada una es la media naranja de la otra: sus estados cuánticos no son independientes sino que están vinculados, correspondiendo en realidad a un solo estado cuántico conjunto. Si se modifican las propiedades de una de las partículas, esto repercute en las de la compañera, ya que se comportan como un sistema unitario. ¿Cómo se produce esto? Einstein lo llamaba «espeluznante acción a distancia», y es una de las particularidades de ese mundo cuántico donde las leyes de nuestra realidad cotidiana se hacen añicos.

El entrelazamiento cuántico es hoy un intenso campo de investigación por sus múltiples posibles aplicaciones en áreas como la computación cuántica, que reduciría los actuales ordenadores a la categoría de dinosaurios electrónicos. Sin embargo, para que la fotónica, la ciencia que estudia estos avances, llegue a convertirse en tal panacea –si es que alguna vez lo logra– queda un larguísimo camino por cubrir, y en investigación sí que deben recorrerse todas las escalas intermedias del viaje. Uno de los grandes obstáculos para sacar partido al entrelazamiento cuántico es conseguir que funcione más allá de un ámbito local en el que las partículas estén relativamente próximas. ¿Cómo de próximas? Pues relativamente, pero no en sentido coloquial, sino en el físico einsteniano. El genio bigotudo fue quien levantó las tapias que ponen límites de distancia a esta casi mágica sincronía de los fotones. ¿Significa que debemos abandonar toda esperanza de llevar el entrelazamiento cuántico más allá de las paredes del laboratorio? Quizá conviene recordar lo que Sir Isaac Newton escribió acerca de la posibilidad de la acción a distancia, en este caso referida a la gravedad que él mismo formularía: «un absurdo tan grande que no creo que ningún hombre que tenga una facultad competente de pensamiento en materias filosóficas pueda jamás caer en ello».

Situación de Alice, Bob y Charlie en el experimento de entrelazamiento cuántico realizado en la Universidad de Waterloo.

Situación de Alice, Bob y Charlie en el experimento de entrelazamiento cuántico realizado en la Universidad de Waterloo.

De hecho, la restricción de la localidad ha quedado superada gracias a un experimento publicado recientemente en la revista Nature Photonics. Un equipo internacional de investigadores, dirigido por el Instituto de Computación Cuántica y el Departamento de Física y Astronomía de la Universidad de Waterloo (Canadá), ha logrado por primera vez el entrelazamiento cuántico de tres partículas rompiendo la barrera de la localidad. Las ubicaciones de los fotones, que según la nomenclatura clásica en estos experimentos se denominan Alice, Bob y Charlie (mucho mejor que A, B y C), estaban separadas por unos 700 metros. Así, los fotones se generaron en Alice, y dos de ellos fueron respectivamente transmitidos a sendos tráilers en Bob y Charlie, dos lugares del campus de la Universidad.

El logro de los investigadores de Waterloo despeja la pista hacia el futuro de la comunicación cuántica a varias bandas. Según el autor principal del estudio, Chris Erven, «este es el primer experimento en el que ahora puedes imaginar una red de personas conectadas de diferentes maneras usando las correlaciones entre tres o más fotones».

Pero una vez demostrada esta prueba de principio, si es que lo es, aún habría que superar innumerables obstáculos tecnológicos. Dos ingenieros chinos, Pingyuan Cui y Zhengshi Yu, de la Escuela de Ingeniería Aeroespacial del Instituto Tecnológico de Pekín, acaban de escribir un estudio, aún sin publicar, en el que proponen un sistema de comunicación cuántica para el espacio profundo. China es una potencia espacial que mantiene el objetivo de enviar misiones tripuladas a destinos interplanetarios en un futuro próximo, por lo que puede tener un especial interés en ofrecer a sus taikonautas (astronautas chinos) la calidez de una comunicación natural con su planeta, algo que a los robots de la NASA y de la Agencia Europea del Espacio (ESA) no debe de preocuparles gran cosa.

Madrid Deep Space Communication Complex, Red del Espacio Profundo, en Robledo de Chavela. ©PromoMadrid, autor Max Alexander.

Madrid Deep Space Communication Complex, Red del Espacio Profundo, en Robledo de Chavela. ©PromoMadrid, autor Max Alexander.

Actualmente, las comunicaciones y el control de navegación de las misiones interplanetarias dependen sobre todo de la llamada Red del Espacio Profundo (DSN, por sus siglas en inglés), gestionada por la NASA y compuesta por tres complejos de antenas situados en Camberra (Australia), Goldstone (California) y Robledo de Chavela (Madrid), ubicaciones que permiten cubrir toda la cintura terrestre. Cui y Yu proponen un nuevo sistema cuántico que ofrezca «comunicación en tiempo real, eficiencia y capacidad de canales», resume Cui a Ciencias Mixtas. El ingeniero apunta que, en experimentos de teleportación de partículas, «la distancia de la comunicación cuántica en la atmósfera se ha incrementado a más de cien kilómetros«, y que «sin atmósfera en el entrelazamiento, el vacío del espacio profundo puede mejorar la distancia y calidad de las comunicaciones cuánticas».

Para el caso de Marte, los ingenieros chinos sugieren un complejo de relés integrado por dos satélites, en órbita respectivamente alrededor de la Tierra y el planeta vecino, y una sonda en el espacio profundo; este conjunto de dispositivos pondría en comunicación los sistemas en la superficie de ambos planetas. Sin embargo, Cui reconoce: «todavía no disponemos de la tecnología suficiente para realizar nuestra idea». «Las cuestiones más urgentes son el entrelazamiento cuántico a distancias muy largas y la implementación de servicios QKD [distribución de claves cuánticas, que garantizan la seguridad de las comunicaciones mediante sistemas criptográficos]». El ingeniero confía en que los avances en los próximos años superen estos obstáculos: «Con el rápido desarrollo de la física cuántica tanto a nivel teórico como tecnológico, pensamos que estos problemas se resoverán en un futuro cercano».

Con todo lo anterior, ¿quedamos entonces en que es factible, y que únicamente nos enfrentamos a un reto de ingeniería? Aquí viene la mala noticia: una cosa es que el entrelazamiento cuántico a distancia sea posible, y otra muy diferente que permita la transmisión de información a velocidad superior a la de la luz. Por desgracia, los físicos están de acuerdo en algo llamado Teorema de No-Comunicación. Y, al contrario que otros principios físicos de enrevesadas denominaciones, este es bastante claro en sus intenciones. El teorema viene a expresar que la transmisión de información entre los observadores de ambas partículas entrelazadas es imposible sin que exista al mismo tiempo una comunicación convencional; es decir, lenta. En cuántica el concepto del observador es crucial, ya que su simple contemplación del sistema (técnicamente, una medición) altera el estado de este. Los observadores no saben cuál es el estado de sus partículas (y podríamos decir que, según la física cuántica, ni las propias partículas lo saben) hasta que las observan. Por explicarlo de forma simple, si se observa la partícula en Alice, este acto modificaría la partícula en Bob, pero tal efecto solo podría ser apreciado si el observador de Bob estuviera al tanto de la causa (y la relación causa-efecto nunca viaja más rápido que la luz); en otras palabras, para que el observador de Bob supiera cuándo observar su partícula, tendría que recibir una llamada del observador de Alice. Si esta no se produce, no hay transmisión de información. Y si ambos observadores necesitan comunicarse por la vía clásica, ¿por qué no aprovechar ya y contarse lo que sea?

En resumen: aunque no es lo que más nos complazca, el País de las Maravillas también tiene sus límites. Y hasta ahora no ha habido decreto que pueda enmendar la norma más fundamental de su código de circulación: prohibido viajar más rápido que la luz.

(Una curiosidad: en mi novela Tulipanes de Marte tuve la tentación de incorporar la comunicación cuántica para eliminar la interferencia del retraso. Finalmente preferí no saltarme los principios de la física, lo que, casi de forma casual, me abrió la puerta a la opción de explorar un recurso narrativo mucho más jugoso).

Treinta y dos riesgos para la salud amenazan a los martenautas

Entre mi joyería de vinilo conservo un single (término que en 1983 hacía referencia a un disco pequeño, no a una persona sin pareja) grabado hace ya nada menos que 31 años —tempus fugit— por los vigueses Siniestro Total en su época más genial, la primera, cuando las descacharrantes letras de la banda sonaban con la irrepetible articulación gutural del finado Germán Coppini. El disco, el número 42 del sello DRO, es un prodigio íntegro, desde la portada en la que tuvieron la caradura de parodiar el London Calling de los Clash (publicado solo cuatro años antes), hasta los dos temas que conformaban su «doble cara B», Me pica un huevo y Sexo chungo. Jamás ha vuelto a existir en España, ni quizá plus ultra, una ola semejante de irreverente desfachatez, ingeniosa frescura y absoluto nihilismo comercial, pero todo ello con talento y con verdadera incorrección para una época en la que hasta Miguel Ríos se escandalizaba. Y qué demonios, algunas de sus letras incluso serían más incorrectas hoy que entonces. Era otro siglo, y a veces pienso que casi otro planeta.

Pero basta ya de nostalgia. A lo que voy es a la última estrofa de Me pica un huevo. Este tema de Julián Hernández nos ha legado alguna línea que ya es casi greguería clásica («Hemos llegado a la Luna / poco antes de la una»), pero además un clímax en el que el narrador, un astronauta que pone el pie en nuestro satélite, sufre un trance que a la enésima escucha de la canción aún sabe aflojarme el huesecillo de la risa: «Cien millones de espectadores / y yo sin poder rascarme los cojones». De acuerdo, no es Brecht. Por eso.

El caso es que, para un astronauta, un sencillo picor es veramente un asunto serio. En mi novela Tulipanes de Marte trasplanté a mi personaje, el deslenguado Pancho Monaghan, la anécdota documentada de un astronauta cuyo nombre no importa (manera de decir que no lo recuerdo y ahora mismo no tengo internet) y a quien una gota de limpiador jabonoso del visor del casco le saltó al ojo durante una EVA (siglas en inglés de Actividad ExtraVehicular, lo que los periodistas solemos llamar paseo espacial). El accidente le provocó una molesta llorera que le formó globo en el ojo, ya que en el espacio las lágrimas no caen, sino que se quedan. Por fin el astronauta logró rascarse contra un resalte interior del casco, pero un sucedido que en la Tierra no llega ni a carne de Twitter se convierte en material de epopeya cuando caes a 27.000 kilómetros por hora en ese lugar donde nadie puede oír tus gritos.

Actividad extravehicular de la misión STS-116 en 2006 en la Estación Espacial Internacional sobrevolando Nueva Zelanda. NASA.

Actividad extravehicular de la misión STS-116 en 2006 en la Estación Espacial Internacional sobrevolando Nueva Zelanda. NASA.

Más recientemente, a otro astronauta (tampoco lo recuerdo) le rondó la parca cuando casi se ahogó dentro de su casco por la inundación de su traje. Ahogarse con agua en el espacio. Muerte absurda donde las haya. El riesgo de perder un tripulante se estimaba en 1 posibilidad entre 90 para la época del último vuelo de los shuttle estadounidenses (2011), lo que suponía un enorme avance respecto al 1/10 de la primera misión de aquellas naves, según figura en un nuevo informe publicado por el Instituto de Medicina (IOM), la rama de salud de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU. El documento, encargado por la NASA y titulado Estándares de salud para vuelos espaciales de exploración y larga duración: principios éticos, responsabilidades y marco de decisión, repasa y analiza los riesgos de salud a los que se enfrentan los astronautas, sobre todo de cara a futuras misiones de larga duración a destinos como Marte y asteroides cercanos.

Los expertos del IOM enumeran un total de 32 amenazas identificadas previamente por la NASA (la lista completa aquí), que incluyen riesgos ya conocidos como la imposibilidad del esqueleto y musculatura de readaptarse a la gravedad terrestre, los problemas cardíacos (a los que se ha añadido recientemente un redondeamiento del corazón), las alteraciones inmunitarias, los daños en el oído y la vista, los efectos de la medicación, la hipertensión intracraneal, el mal de descompresión, los desórdenes psicológicos y psiquiátricos, los desajustes del reloj biológico y su impacto en el sueño, la posible virulencia incrementada de los microbios patógenos, la exposición a la radiación y al polvo o los gases extraterrestres, los riesgos nutricionales e incluso los debidos a una inadecuada interacción hombre-máquina; y todo ello, con un limitado acceso a servicios médicos. El informe no menciona alguna complicación específica descubierta en los últimos años, como la pérdida de las uñas de las manos debida a los guantes presurizados.

Con todas estas amenazas, el informe valora si el nivel de riesgo es éticamente aceptable o no en distintas tipologías de misiones, ya sean a la Estación Espacial Internacional, a la Luna, a asteroides cercanos o a Marte. Como es de esperar, es este último destino el que recibe un mayor número de calificaciones de riesgo inaceptable, concretamente en nueve de las 32 amenazas. El peligro considerado inaceptable en más casos es el de defectos de la vista e hipertensión intracraneal, seguido del riesgo de cáncer por radiación, que es valorado como inaceptable para las misiones a asteroides cercanos y a Marte.

En realidad, el propósito del informe del IOM no busca tanto el enfoque clínico como el ético. El encargo de la NASA responde a la necesidad de confrontar las amenazas para los futuros viajeros espaciales con los estándares éticos que actualmente se manejan a la hora de exponer a una persona de forma consciente y deliberada (y financiada con fondos públicos) a riesgos contra su salud y su vida. Se supone que el fin último de todo esto es comprobar si algo chirría demasiado, tanto como para complicar las cosas en otros ámbitos diferentes del puramente médico, como por ejemplo el legal. A este respecto, el comité del IOM desaconseja bajar de forma global el listón de exigencias éticas de la NASA, sino más bien «hacer una excepción al estándar para poder ejecutar estas misiones hasta que se disponga de nuevas teconologías y estrategias de protección o se adquieran datos adicionales que permitan la revisión del estándar». Esto, en mi lenguaje, se llama sencillamente hacer trampa.

Ilustración del Proyecto Mars One. Bryan Versteeg/Mars One.

Ilustración del Proyecto Mars One. Bryan Versteeg/Mars One.

Sin embargo, es una trampa que personalmente aplaudo, porque supone el primer resquicio abierto por la rígida, conservadora y burocrática estructura de la primera potencia espacial de la Tierra a la contingencia que es inevitable aceptar si queremos volver a tener humanos ahí arriba, sea donde sea ahí arriba. Tomemos como ejemplo el tan denostado y ridiculizado proyecto de Mars One. No sabemos si esta organización holandesa llegará a tener a su alcance toda la tecnología necesaria para hacer lo que afirman que quieren hacer. Pero una gran parte de las críticas recibidas por la iniciativa, incluso desde dentro del mundo científico, han abdicado de juicios racionales como este para abrazar una especie de puritanismo moral exacerbado que condena el proyecto por la presunta frivolidad de enviar humanos a lo que, dicen, podría ser una muerte segura. Y esto ocurre predominantemente en países que en los últimos años no han dejado de enviar soldados a la muerte (más de 29.000 entre 1990 y 2011, en el caso de EE. UU.).

Es cierto que Mars One no tiene por qué someterse a los estándares éticos de la NASA, pero también que no está tan fuera del alcance de su larga mano como podría parecer. Ambas organizaciones podrían contar con proveedores tecnológicos comunes, pero sobre todo, los criterios adoptados por la agencia estadounidense como reglas válidas del juego orientarán la opinión de muchos a la hora de aplaudir o censurar, y esto a su vez repercutirá en las posibilidades del proyecto de financiarse con el apoyo del público y por tanto de adquirir o desarrollar la tecnología necesaria para convertirse en realidad. Así que, por mi parte, bienvenida sea la trampa si ayuda a que los humanos estemos de nuevo allí de donde nunca debimos marcharnos.