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‘La metamorfosis’ de Kafka: no una cucaracha, sino un escarabajo (lo dijo Nabokov)

En otra época, de haber tenido que escoger esos famosos diez libros para llevar conmigo a una isla desierta, uno de ellos NO habría sido La metamorfosis de Kafka. No por falta de apreciación de esta novela, sino todo lo contrario, porque no habría sido preciso: hubo un tiempo en que lo leía con tanta asiduidad que casi llegué a aprenderme de memoria buena parte de sus párrafos; habría podido actuar como uno de esos hombres-libro de Bradbury en Fahrenheit 451, que habían memorizado grandes obras de la literatura y vivían ocultos en el bosque a la espera de un futuro más tolerante con la ficción. Pero los años castigan la memoria y disuelven los recuerdos, y hoy preferiría empacar uno de los ejemplares que tengo.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de 'La metamorfosis'.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de ‘La metamorfosis’.

A La metamorfosis, de cuya publicación acaba de cumplirse el centenario, le sucede lo que a todas las obras inmortales: se ha escrito tanto sobre el significado y el simbolismo de su argumento y de sus personajes que cualquier estudioso interesado en comprenderlo no sabría a qué carta quedarse: si a la del antisemitismo furibundo del naciente siglo XX que comenzaba a despreciar a los judíos como algo escasamente más digno que las cucarachas, o a la de las complicadas relaciones familiares del autor, o a la de la crítica al sistema económico, o a la de la plasmación del existencialismo filosófico, o incluso a la de la psicopatología del propio autor, que ha recibido diferentes nombres como complejo edípico, psicosis o trastorno esquizoide. O a todas ellas. Y sin contar que, según un estudio, durante sus noches sin dormir dedicadas a la escritura, Kafka sufría de vívidas alucinaciones hipnagógicas, que recientemente comenté aquí y que sobrevienen en la transición de la vigilia al sueño.

Y todo ello, a pesar de que el autor escribió en sus Diarios: «Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura».

De hecho, la ventaja de La metamorfosis respecto a otras numerosas obras de temas similares, aquello que la eleva por encima de la masa y que ha cautivado a generaciones de lectores por motivos que tal vez ni siquiera ellos mismos aciertan a discernir, es que no es preciso conocer ninguna de las anteriores interpretaciones para disfrutar y abominar de la extraña y patética desventura de Gregor Samsa, que despertó una mañana de un sueño intranquilo para encontrarse sobre la cama transformado en un insecto monstruoso. Algo que difícilmente ganaría nunca el sueldo a un crítico literario es decir que la novela de Kafka puede leerse simplemente como una crónica angustiosa de puro terror psicológico, que en sus mimbres e intensidad recuerda a otras joyas sobre la criatura sola y atribulada como Soy leyenda de Richard Matheson (infinitamente superior al bodrio cinematográfico del mismo título), el Jekyll y Hyde de Stevenson o el Frankenstein de Shelley.

Pero La metamorfosis posee un rasgo peculiar que tampoco es terreno de la crítica literaria, y es que fueron el propio devenir de la historia y las traducciones e interpretaciones que se hicieron de ella los que han logrado grabar en la imaginación colectiva la noción de que Gregor Samsa despertó transformado en una cucaracha. El nombre de este insecto jamás aparece en la narración. De hecho, en el original en alemán Kafka abrió su novela afirmando que Samsa se había convertido en Ungeziefer, un sustantivo sin plural que en inglés tiene un equivalente aproximado, vermin. Este término, que etimológicamente hacía referencia a los animales impuros, se aplica colectivamente a las plagas o pestes; sí, bichos, pero también ratas, zorros o pájaros que asuelan los sembrados. Es más; tanto Ungeziefer como vermin se emplean también en sentido figurado para designar a la categoría de personas indeseables, algo que sí tiene términos adecuados en castellano: chusma, gentuza.

Pero no regresemos a las metáforas. Lo cierto es que la descripción posterior del narrador nos aclara que Samsa es un insecto; no quedan dudas de esto, aunque ningún pasaje de la novela entra en algo más específico, a excepción del momento en que la asistenta llama a Samsa «viejo escarabajo» y «escarabajo pelotero». Con todo, el contexto deja entender que se trata de apelativos destinados a quitar hierro a la incómoda situación, y tampoco puede desprenderse que la señora de la limpieza fuera una experta entomóloga.

Tal vez a estas alturas algún lector estará preguntándose qué demonios importa el insecto concreto en el que se transformó Samsa, dado que el propio Kafka no pretendió hacer de esto un sostén argumental. Correcto. Pero hubo alguien a quien sí le importó: Vladimir Nabokov. El autor de Lolita y Ada o el ardor era, además de gran literato, un entusiasta lepidopterólogo o experto en mariposas, una afición que llegó a ejercer como conservador de la colección de la Universidad de Harvard.

Primera página del ejemplar de 'La metamorfosis' de Kafka anotado por Nabokov.

Primera página del ejemplar de ‘La metamorfosis’ de Kafka anotado por Nabokov.

Fascinado por la obra de Kafka, el escritor ruso-estadounidense no solo analizó La metamorfosis desde el punto de vista entomológico, sino que llegó a dibujar bocetos del aspecto de Gregor Samsa tras su transformación siguiendo las pistas ofrecidas en la narración. En su ejemplar de La metamorfosis, en el que se permitió la licencia reservada a los inmortales de esparcir anotaciones corrigiendo su traducción inglesa, o al mismo Kafka, Nabokov esbozó un bicho que en su opinión representaba fielmente el tipo de insecto imaginado por Kafka.

El veredicto de Nabokov es tajante: nada de cucarachas. «Una cucaracha es un insecto de forma plana con patas grandes, y Gregor es cualquier cosa menos plano: es convexo en ambos lados, vientre y espalda, y sus patas son pequeñas», explicaba el autor en sus Lectures in Literature, un volumen doble que recoge las lecciones impartidas durante su etapa de profesor en las Universidades estadounidenses de Wellesley y Cornell. «Se aproxima a una cucaracha solo en un aspecto: su coloración es marrón. Eso es todo. Aparte de esto, tiene un tremendo abdomen convexo dividido en segmentos y una espalda redondeada y dura que sugiere estuches de alas», proseguía.

Para Nabokov, era indudable que se trataba de un escarabajo. Y los escarabajos pueden volar. «Curiosamente, Gregor el escarabajo nunca averiguó que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda. (Esta es una observación muy bonita de mi parte para que la atesoréis toda la vida. Algunos Gregors, algunos Fulanos y Menganas, no saben que tienen alas)». Nabokov aportó también la descripción sobre las fuertes mandíbulas de Gregor, que le permitían abrir la puerta cuando se erguía sobre su último par de patas. Y de este gesto, el autor deducía la longitud de Gregor Samsa: unos tres pies, o un metro.

Esta maravillosa lección impartida por Nabokov a finales de los años 40 en la Universidad de Cornell, en la que, naturalmente, también desgranaba los aspectos literarios de La metamorfosis y el universo kafkiano, fue recreada en un cortometraje para televisión rodado en 1989 por Peter Medak (director de Al final de la escalera), con Christopher Plummer interpretando soberbiamente al escritor y profesor. Una transcripción parcial de la conferencia puede encontrarse aquí.

El escorpión marino (euriptérido) 'Jaekelopterus rhenaniae', que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

El escorpión marino (euriptérido) ‘Jaekelopterus rhenaniae’, que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

Pero para concluir este comentario en la línea abierta por Nabokov, y de paso ofrecer algo más de contenido biológico a este post, naturalmente el de Kafka es un escarabajo irreal, semihumano. No solo porque, como concluye la novela, al final Samsa resulta más humano que sus familiares, y estos más Ungeziefer que él. Ni porque Kafka nos relate que el ser abre y cierra los ojos o respira por sus orificios nasales, dos imposibles en los insectos. La profesora de biología Dona Bozzone, del St. Michael’s College, en Vermont (el estado más literario de la Unión), ya aclaró en un curioso artículo que ningún insecto puede alcanzar el tamaño de un perro. «Contrariamente a las imágenes de ciencia ficción de bichos de 50 pies, los cuerpos de los insectos deben ser pequeños», escribe Bozzone. «Si el cuerpo con su exoesqueleto se escalara al tamaño humano, sería tan pesado que incluso piernas y músculos del tamaño adecuado no podrían sostenerlo. Un insecto así no podría moverse». Además, la bióloga aclara que tanto el sistema respiratorio de los insectos –tráqueas en lugar de pulmones– como el circulatorio no sirven para grandes volúmenes corporales.

Con todo, existieron insectos prehistóricos gigantes, lo que algunos paleontólogos relacionan con el hecho de que en épocas antiguas la concentración de oxígeno de la atmósfera era mayor que hoy. En el Pérmico temprano, hace casi 300 millones de años, vivió en Norteamérica una libélula gigante llamada Meganeuropsis permiana que alcanzaba 70 centímetros de envergadura alar y más de 40 centímetros de longitud. Claro que este animal era un enano en comparación con el mayor artrópodo que jamás existió, el escorpión de mar Jaekelopterus rhenaniae, un euriptérido (grupo relacionado con los arácnidos actuales) que vivió hace 390 millones de años y que medía 2,5 metros.

¿Es el Manuscrito Voynich una versión gráfica de La Divina Comedia de Dante?

De acuerdo: el Manuscrito Voynich es carne para cargar en las naves del misterio, esas que surcan los mares de la inquietud humana en horarios nocturnos. Debo aclarar, como ya he expresado aquí otras veces, que soy partidario de que la ciencia abandone todo pudor y vergüenza a la hora de abordar los contenidos que pueblan esos programas. La ciencia no debe caer en su propio meapilismo; existe para estudiar aquello que aún no se conoce y explicarnos la naturaleza y, por tanto, tiene la obligación de entrar en este terreno para abrir las ventanas y ayudar a que circule el aire fresco, como suele hacer mi colega y amigo José Manuel Nieves como colaborador del programa Cuarto Milenio. Al fin y al cabo, ¿qué nos interesa de la ciencia si no es que nos ayude a explicar lo inexplicado? Por tanto, respeto ese tipo de programas siempre que adopten la que en mi humilde opinión personal es la actitud correcta: si a un fenómeno constatado fehacientemente no se le prueba una explicación natural, es simplemente porque no somos lo suficientemente listos para encontrarla, no porque no exista. Una vez más hay que recordar el viejo argumento lógico: la ausencia de prueba no es prueba de ausencia.

El Manuscrito Voynich es material de frontera, que tanto aparece en ámbitos puramente científicos como en el mundo de lo paranormal. Para quien nunca haya oído hablar de él, se trata de un libro presuntamente elaborado en el siglo XV, escrito en un código incomprensible e ilustrado profusamente con dibujos de la naturaleza y otros más delirantes. Sobre su autoría se han propuesto todo tipo de explicaciones, incluyendo las más esotéricas. La denominación oficial del manuscrito procede del bibliófilo nacido en Lituania Wilfrid Voynich, quien lo compró en Italia en 1912. Hoy el ejemplar se encuentra en la Universidad de Yale (EE. UU.), y su contenido está disponible en internet. Sus páginas han desafiado a criptógrafos de todo el mundo, que han propuesto teorías muy diversas sobre su origen y significado. En febrero de 2014, el profesor de la Universidad de Bedfordshire (Reino Unido) Stephen Bax logró la primera decodificación parcial del Voynich, revelando que probablemente es un tratado de la naturaleza escrito en una lengua muerta oriental.

Por su aura de enigma, que apela a la atracción humana por el misterio y al desafío de resolverlo, el Voynich ha interesado y obsesionado a muchos investigadores a lo largo de los años, que lo han abordado como simple pasatiempo o como materia a la que consagrar una vida. Hoy traigo aquí a uno de ellos. Jürgen Wastl es un bioquímico que ha trabajado para la industria y la universidad, y actualmente ejerce como jefe de información para la investigación en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). No se considera a sí mismo un lingüista ni un criptógrafo, pero mantiene un vivo interés en la historia y la filosofía de la ciencia, lo que hace año y medio y por intereses compartidos con su mujer, Danielle Feger, le llevó a dedicar parte de su tiempo libre a estudiar el Voynich.

El diagrama de rosetas del manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

El diagrama de rosetas del manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

La conclusión a la que ha llegado Wastl, y que ha condensado en varios estudios, es que los dibujos del Voynich son ilustraciones de La Divina Comedia de Dante Alighieri. La idea de vincular ambas obras, admite Wastl, no es suya: «La relación o vínculo entre el Manuscrito Voynich y Dante no es nueva y se ha discutido en múltiples foros y blogs», señala. Wastl precisa que otros han sugerido el Infierno y el Purgatorio de Dante como «el núcleo» del manuscrito. Un folio en particular, una hoja desplegable que muestra nueve círculos comunicados y que se conoce como diagrama de las nueve rosetas o mapa de rosetas, se ha identificado con los nueve cielos del Paraíso de Dante que el autor italiano basó en la cosmología de Aristóteles.

En el reverso de esta hoja se encuentra otra ilustración que muestra dos diagramas circulares y que se conoce como «círculos mágicos». Siguiendo una línea de investigación sugerida por el investigador del Voynich Nick Pelling en su blog, Wastl ha ligado estas imágenes con otras y las ha comparado con las ilustraciones de otros manuscritos medievales, además de analizar los textos de los cantos de la obra de Dante. Su conclusión es que se trata de representaciones que ilustran el Paraíso completo.

Círculos mágicos en el Manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

Círculos mágicos en el Manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

La idea de Wastl es que el texto podría ser descifrado a partir del conocimiento sobre qué representan las imágenes del manuscrito. Desde la publicación de La Divina Comedia, la obra de Dante atrajo tanto interés que fueron numerosas las publicaciones basadas en ella. Según Wastl, «ilustrar el Dante era algo común ya desde el siglo XV», algo que hicieron artistas como Sandro Botticelli, y también lo eran los comentarios destinados a desentrañar el complejo significado de sus versos. Aún hoy, las ediciones de esta cumbre de la literatura medieval aparecen plagadas de notas al pie, tanto que en algunas páginas apenas dejan espacio en el papel para el texto original. Del mismo modo, Wastl piensa que algunos textos del Voynich podrían ser comentarios.

El bioquímico espera que su asignación de ilustraciones a cantos concretos del Paraíso de La Divina Comedia ayude a «abrir nuevas líneas de investigación para descifrar el texto del manuscrito». En particular, Wastl apunta que «el cosmos medieval, desde un punto de vista astronómico, utilizaba nombres de ángeles y santos y los indicaba mediante estrellas. Con esta base, hay oportunidad de analizar y asociar nombres, identificados mediante los cantos del Paraíso de Dante, con imágenes del Manuscrito Voynich».

«Si mis asociaciones son correctas, esto proporcionaría nuevas pistas para la identificación de pequeños bloques de texto y nombres o palabras originales, en particular santos y nombres de estrellas», añade el investigador, cuyos estudios están disponibles en la web Figshare aún a la espera de su publicación formal. «La manera de publicar en biología molecular y bioquímica, donde me crié, es totalmente diferente a las humanidades; aún necesito aprender sobre la manera de referenciar correctamente y otras cosas», concluye.

(No solo) vengo a hablar de mi libro: Galatea, Tulipanes de Marte y el 2014 que termina

Al contrario que otros blogs de esta casa, el mío no fue reclutado debido a su éxito previo en otra plataforma, sino que nació aquí, en las páginas digitales de 20 Minutos. Cuando en febrero de este año se me encargó crear una bitácora de ciencia, aún no tenía título. Entre las opciones que barajábamos, los responsables de este diario me sugirieron una: Ciencias Puras. Y esto me sirvió en bandeja la oportunidad para elegir la cabecera que realmente se ajustaba más a lo que pretendía hacer aquí: Ciencias Mixtas.

Ciencias Mixtas es una manera de manifestar que la consabida frontera entre ciencias y letras, el «yo soy de ciencias» o «yo soy de letras», la hiperespecialización educativa de los adolescentes cuando aún están demasiado ocupados descubriendo su propio equipamiento de serie, es uno de los grandes males del conocimiento actual. Los científicos y los tecnólogos son hoy quienes mantienen esta roca mojada en rotación, quienes permiten que podamos comunicarnos, curarnos, viajar, trabajar o comer. Pero quienes nos gobiernan son juristas y literati, incluso tal vez eruditos (pocos, sí), aunque sin la menor estructuración científica de la mente. El gran Carl Sagan ya hizo notar en su día esta peligrosa paradoja.

A pesar de lo que a veces me achaca un fiel comentarista de este blog, él ya sabe quién, no soy un cientificista puro, sino, como mucho, un cientificista mixto. Mi intención con este blog es llevar las bases del conocimiento científico también a aquellos que se consideran de letras, tal vez porque son víctimas de un sistema educativo que les obligó a elegir desde su más tierna juventud. Durante este primer año de Ciencias Mixtas, he tenido la satisfacción de recibir comentarios de quienes dijeron haber entendido mis artículos y los principios científicos que en ellos se planteaban sin haber recibido formación específica, lo cual es una enorme satisfacción para mí. Claro que también hubo algún «no he entendido absolutamente nada de tu artículo». Lo siento; intentaré hacerlo mejor en 2015.

Pero Ciencias Mixtas también significa otra cosa, y es buscar el lugar de encuentro entre ciencias y humanidades. El lugar donde este blog se encuentra más a gusto es la orilla en la que confluyen dos mundos, biología y literatura, o física e historia, o neurociencias y música. Pienso que hay que trabajar mucho en la disolución de esa frontera para que los seres terrestres le pierdan miedo al agua, y los acuáticos se animen a dar un paseo por tierra firme. Y aquí estamos. Por lo que creo saber, parece que de momento mis jefes no me despedirán, así que en estos tiempos navideños de recapitulación y planificación quiero agradecer a lectores y visitantes de este blog el apoyo que prestan con sus visitas y comentarios.

L342110.jpgEs en ese terreno de las Ciencias Mixtas donde quiero aprovechar este último post del año para hablar de dos libros. Y sí, uno es mío, espero que me disculpen. En realidad, antes de Tulipanes de Marte (Plaza & Janés) no había escrito ninguna novela sobre un tema científico ni tenía intención de hacerlo; tal vez porque en el recreo uno busca algo diferente a lo que ya hace en clase, pero también porque no soy estrictamente un adicto a la ciencia-ficción. Creo haber leído los principales clásicos del género, pero suelen interesarme más las utopías y distopías que la prospectiva tecnológica.

Tulipanes de Marte nació porque coincidieron en mis manos dos historias reales irresistibles, la del tipo que proponía una colonización de Marte a fondo perdido y en solitario, y la del que se ofrecía para llevarlo a cabo. Los reportajes periodísticos que escribí se me quedaron cortos: aquello merecía una novela, pero más por el factor humano que por el científico. Tulipanes contiene elementos de ciencia-ficción, pero no es una novela de género, sino una historia sobre el devenir de una serie de personajes obligados por las circunstancias a pisar el primer peldaño de la escalera hacia otro mundo. Y sobre todo ello flota la última incógnita que en el fondo nos empuja a mirar hacia las estrellas. Más allá de si somos científicos, humanistas o mixtos, a todos nos cosquillea la duda sobre si hay alguien más que nosotros en el universo. No tanto algo, sino alguien. Y de eso trata, en el fondo, Tulipanes: de si estamos solos o no en un vacío cósmico que puede ser el del espacio, pero también el de nuestra propia existencia.

Curiosamente, una novela de tema marciano inspirará uno de los grandes estrenos cinematográficos de 2015: The Martian, de Ridley Scott. Por lo que sé, The Martian y Tulipanes de Marte son bastante diferentes en sus mimbres; para empezar, la primera se desarrolla en Marte, mientras que Tulipanes tiene la Tierra como escenario principal. Y por supuesto, otra diferencia es que yo no he conseguido que Ridley Scott me lleve un libro al cine… Pero será interesante comprobar si The Martian logra estimular el interés por la exploración espacial tripulada y reavivar ese eterno cosquilleo del ser humano por llegar más allá, que hoy permanece latente en una sociedad anestesiada por otros asuntos más urgentes, pero también por una insoportable colección de naderías.

galatea_melisa_tuyaPero si lo que buscan para comprar y regalar en estas fiestas es ciencia-ficción pura y de calidad, aquí tienen Galatea (Lapsus Calami), la primera novela de Melisa Tuya. No la traigo aquí porque conozco a la autora, que la conozco. Ni porque es amiga, que lo es. Ni porque me ha recaído el honor de escribir una recomendación en la contraportada, que también. Si les hablaba de los clásicos de la ciencia-ficción, Galatea ha nacido ganándose el privilegio de figurar como uno de los catones del género, una instrucción en lo que busca el ser humano cuando se acerca a las obras que hacen el esfuerzo de reflexionar sobre lo que nos aguarda al fondo del camino por el que estamos transitando.

Galatea es una condensación de nuestras esperanzas y temores sobre el futuro a través de la narración de una aventura colonizadora que termina en desastre cuando estallan las costuras de un modelo de sociedad artificialmente perfecto. Selección genética, parejas planificadas, destinos escritos desde la cuna, un sistema de castas asistido por robots y un mundo burbuja; todo ello salta por los aires cuando se desencadena una rebelión tan inesperada como irremisible. En la inspiración de la autora encontramos referencias a GATTACA y Un mundo feliz, a Nosotros y 1984. Pero el maquillaje de ese rostro impecable queda arrasado cuando se rompe la muralla que separa a humanos y máquinas, y no lo hace solo en un sentido, sino en ambos. Porque Galatea transgrede el tópico de la humanidad de la bestia para mostrarnos la bestialidad del humano en toda su crudeza.

Es cierto que en la novela hay un Gólem, un ser subrogado a cuyas manos se despliega una escena de muerte y destrucción que personalmente me evocó el terror oscuro de la Tercera Expedición de Crónicas Marcianas. Pero el verdadero monstruo no es el robot. La protagonista principal de Galatea es una antiheroína que no persigue el bien común ni la liberación de las masas oprimidas. No es el buen salvaje de Rousseau (o de Huxley), sino el Winston de Orwell llevado al límite de su humanidad, alienado, confuso y emocionalmente perturbado, en cuyas manos llega a concentrarse un poder sobre la vida y la muerte que ejercerá sin escrúpulos capaces de coartar sus ambiciones. En este Nerón femenino de Tuya no hay pretensiones de redención moralista; Ella, cuyo nombre nunca llegamos a conocer, es una moderna Emma Bovary que se precipita hacia el callejón sin salida que ella misma ha elegido, una Scarlett O’Hara futurista que no dudará en envilecerse hasta el extremo para conservar el dominio de su Tara espacial. Créanme, la odiarán tanto como la amarán, porque también hay algo de ella en cada uno de nosotros.

Que disfruten de la lectura. Gracias y Feliz Navidad.

La bomba atómica, cien años de una profecía autocumplida

En vista de la peculiar afición del ser humano por los números redondos como oportunidades para mirar al pasado y recapitular, no parece que este año 2014 sea apropiado para algo más que conmemorar la que en su momento se llamó la Gran Guerra (cuando aún no se sabía que seguiría otra segunda). Y sin embargo, hay un puñado de razones para que quienes hemos llegado vivos a este año 14 debamos ver en esta fecha el futuro que algunos visionarios imaginaron. Y quizá nos dé la oportunidad de reflexionar sobre si era todo esto lo que queríamos.

Para empezar, el de la Primera Guerra Mundial no es el único centenario que deberíamos recordar este año. Hace un siglo, en 1914, nació la bomba atómica. La afirmación resultará extraña para todo el que sepa que la primera arma de destrucción masiva inventada por la humanidad debutó el 6 de agosto de 1945 sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, y que la bomba fue el resultado del Proyecto Manhattan, fundado en 1939 por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt y que tuvo su sede principal en el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México.

Pero para llegar al origen debemos remontarnos aún más atrás. La decisión de Roosevelt de poner en marcha esta iniciativa bélica vino espoleada por una carta firmada por Albert Einstein, en la que el físico informaba al presidente sobre la posibilidad de «producir una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por la que se generarían vastos volúmenes de energía y grandes cantidades de nuevos elementos similares al radio». «Este nuevo fenómeno también conduciría a la construcción de bombas, y es concebible –aunque mucho menos cierto– que de este modo se podrían construir bombas extremadamente potentes de una nueva clase», decía la carta, pasando después a sugerir que, ante la duda sobre si el peso de estas bombas permitiría su transporte aéreo, sería preferible cargarlas en un barco y hacerlas explotar en un puerto, lo que permitiría «destruir el puerto entero y algo del territorio circundante». Naturalmente, la carta insinuaba que Alemania podía haber emprendido una investigación similar, lo que fue decisivo para el nacimiento del Proyecto Manhattan.

El físico húngaro Leó Szilárd, hacia 1960. USDE.

El físico húngaro Leó Szilárd, hacia 1960. USDE.

Pero lo cierto es que aquella carta no fue escrita por el Nobel alemán, cuya firma sirvió para captar la atención del presidente, sino que en realidad fue obra casi en exclusiva de otro físico que ha quedado históricamente eclipsado tras la fama de Einstein y de Enrico Fermi. Este último diseñó el proceso de reacción en cadena por fisión nuclear, pero en aquel trabajo le acompañó otro científico que había teorizado por primera vez el proceso en 1933: el húngaro Leó Szilárd. Por entonces desplazado a Londres, fue Szilárd quien planteó originalmente la hipótesis de una reacción química en cadena mediada por los recién descubiertos neutrones, y quien presentó la primera patente de un reactor nuclear que generaría energía y produciría isótopos radiactivos. Simplemente, la idea de Szilárd no podía funcionar porque le faltó un paso clave, la fisión, que no se describiría hasta años después.

Así, tenemos a Szilárd como el padre primigenio de la bomba atómica, pero en nuestro recorrido hacia el pasado aún estamos en 1933. ¿De dónde nació la inspiración de Szilárd para encadenar un proceso químico con la idea de crear una temible arma? La respuesta la cita el autor Richard Rhodes en su libro de 1986 The making of the atomic bomb, ganador del premio Pulitzer: un año antes de elaborar su hipótesis, en 1932, Szilárd había leído una novela de ciencia ficción titulada The world set free: A story of mankind (El mundo se liberta: Una historia de la humanidad), publicada precisamente en 1914, hace un siglo, por el visionario escritor y biólogo de formación Herbert George Wells. En esta obra se acuñaba por primera vez en la historia la expresión «bomba atómica». Antes de existir en el mundo real, el arma que marcó el devenir del siglo XX nació en la imaginación de un escritor.

La novela forma parte de una trilogía profética en la que el autor de La guerra de los mundos, La máquina del tiempo y El hombre invisible reflexionaba sobre el progreso a través del descubrimiento y el dominio de nuevas formas de energía. Resulta especialmente llamativo que esta obra, en la que Wells imaginaba «la última guerra» librada con armas devastadoras, fuera escrita en 1913, solo un año antes de la Gran Guerra. En un prefacio a la obra escrito por el autor en 1921 para una edición posterior, apuntaba que en los días de la construcción de la novela «toda persona inteligente en el mundo sentía que el desastre era inminente e ignoraba la manera de evitarlo». Aunque, aún más curioso, Wells situó su guerra en 1956. «Pocos entre nosotros fueron conscientes en la primera mitad de 1914 de lo cerca que estábamos de la colisión».

El escritor inglés H. G. Wells, hacia 1916. Gutenberg.org.

El escritor inglés H. G. Wells, hacia 1916. Gutenberg.org.

El escenario bélico figurado por Wells fue atinado: las fuerzas de Europa Central atacaban la Confederación Eslava, a cuyo rescate acudían Francia y Reino Unido, unidas por un túnel a través del Canal de La Mancha que permitía el transporte ferroviario de las tropas británicas hasta las Ardenas, donde se atrincheraban. La bomba atómica hace su aparición en un bombardeo aéreo sobre Berlín. Wells imaginó el artefacto como una esfera negra de dos pies de diámetro con asas, entre las cuales se situaba una especie de activador de celuloide que debía morderse para dejar entrar el aire antes de arrojar la bomba manualmente desde un avión. La explosión, vista desde la aeronave, era «como mirar desde arriba hacia el cráter de un pequeño volcán».

Pero por supuesto, Wells no era físico, y por entonces ni la estructura del átomo era suficientemente conocida ni Szilárd había teorizado aún la reacción nuclear en cadena. El autor conocía solo los principios básicos de los isótopos radiactivos y de su desintegración, por lo que describió una bomba que, en lugar de estallar instantáneamente como las conocidas hasta entonces, lo hacía de forma prolongada. El material radiactivo empleado era un elemento ficticio llamado carolino cuya vida media era de 17 días. «Nunca se agota por completo, y hasta el día de hoy los campos de batalla y los campos de bombardeo de ese tiempo frenético en la historia de la humanidad están rociados con materia radiante, y por tanto son fuentes de rayos inconvenientes», escribió Wells en una predicción de la lluvia radiactiva.

Lo que ocurría al abrir el perno de celuloide era que el inductor se oxidaba y se activaba. Entonces la superficie del carolino comenzaba a degenerar. Esta degeneración pasaba lentamente hacia la sustancia de la bomba. Un momento o así después de su explosión, aún era sobre todo una esfera inerte explotando superficialmente, un gran núcleo inanimado envuelto en llamas y trueno. Las que se arrojaban desde aviones caían en este estado, alcanzaban el suelo todavía sólidas y, fundiendo el suelo y la roca en su progreso, perforaban la tierra. Allí, a medida que se activaba más y más carolino, la bomba se extendía en una monstruosa caverna de fiera energía en la base de lo que rápidamente se convertía en un volcán activo en miniatura. El carolino, incapaz de dispersarse, se fundía en una confusión hirviente de suelo fundido y vapor sobrecalentado, y así permanecía girando furiosamente y manteniendo una erupción que duraba años o meses o semanas, según el tamaño de la bomba empleada y sus posibilidades de dispersión […] Tal fue el triunfo que coronaba la ciencia militar, el explosivo definitivo que iba a dar el toque decisivo a la guerra…

Portada de una edición en audiolibro de 'The world set free', de H. G. Wells. Tantor Media.

Portada de una edición en audiolibro de ‘The world set free’, de H. G. Wells. Tantor Media.

Tras la guerra de Wells, la mayoría de las grandes capitales del mundo quedaban arrasadas por las bombas y abandonadas a causa de la radiación. «En estas áreas perecieron museos, catedrales, palacios, bibliotecas, galerías de arte y una vasta acumulación de logros humanos, cuyos restos calcinados yacen enterrados». Sin embargo, la novela finaliza con una catarsis. La colosal guerra y el inmenso poder de la energía atómica inducen a todas las naciones del mundo a abdicar de sus soberanías y unirse en una República Mundial en la que se adopta el inglés como lengua franca, la energía como moneda y donde las poblaciones humanas, extendidas por lugares antes desiertos y dedicadas sobre todo al arte y al esparcimiento, encuentran una nueva era de paz y armonía. «Es dudoso que veamos de nuevo una fase de la existencia humana en la cual la política, es decir, la interferencia partidista con los juicios que gobiernan el mundo, sea el interés dominante entre los hombres serios», concluía Wells con una rara sensatez tan impropia de su tiempo y del nuestro.

Hoy ya hemos perdido las utopías; y las que permanecen sostienen una visión de la política opuesta a la de Wells. De esto, si acaso, ya hablaremos otro día. De momento, podemos concluir con esa paradoja de quienes defendieron la utopía en tiempos en que esto era plausible: aunque es impensable que el poder de la energía nuclear hubiera podido escapar a la ambición armamentista de la época, lo cierto es que Roosevelt cimentó el Proyecto Manhattan sobre las ideas de un hombre que antes había leído en la ficción lo que luego contribuyó a crear en la práctica. Y esto convierte el vaticinio de Wells en una profecía autocumplida, muy a pesar de que la intención de su autor fuera justo la contraria, advertir del peligro para conjurarlo.

El realismo mágico y la magufería en la literatura

Confieso, aunque no debería hacerlo sin utilizar casco reglamentario, que el García Márquez que más me ha interesado no es el que todos conocen como novelista, sino el novelista al que otros conocen como el García Márquez periodista. Otro que decía hacer periodismo, el gran Umbral, reconoció que la mejor entrevista de su vida se la había hecho Pilar Urbano cuando le preguntó: «¿Pero tú alguna vez has dado una noticia?». García Márquez sí las dio, aunque para ello tuviera que inventarlas. Sus noticias se ceñían estrictamente al dato ficticio, algo por lo que a cualquier otro lo habrían ajusticiado en la plaza pública. Pero el relato del náufrago sucesivamente entronizado y vituperado, o las desventuras del supuesto ingeniero alemán al que él trasplantó el sufrimiento de su germanismo colombiano en el caribeñismo de una Caracas sin agua, figuran para mí entre las mejores piezas de ficción jamás paridas por un juntaletras.

Y ahora viene el palo: achaco al realismo mágico la culpa de promover la adoración que profesa gran parte de la literatura actual, desde la más elevada a la más popular, hacia el esoterismo, la pata de conejo, el tarot y el influjo de los astros y el número 13, hacia un presunto mundo donde los muertos hablan, la gente predice el futuro y presiente cosas que ocurren más allá de su experiencia sensorial, y donde supuestas fuerzas cósmicas ajenas a cualquier interpretación de la física remueven y reordenan no sé qué piezas para guiar el devenir humano hacia destinos prescritos en algún ignoto códice.

En resumen, hacia todo eso que coloquialmente se conoce como magufería. Y en consecuencia, el realismo mágico ha contribuido a que esa misma literatura abomine del mundo real donde las cosas no suceden por el mero hecho de que uno se concentre muy fuertemente en desearlas, ese mundo real que durante gran parte de la historia solía nutrir el tronco del mainstream literario y que nos ha legado las mejores obras de la literatura universal, aquellas que buscaban le mot juste con el escrupuloso rigor de un científico. Y que, ¡snif!, tanto añoramos.

El problema del realismo mágico no es que introduzca factores paranormales en su narrativa. Autores intensamente admirables como Poe o Lovecraft fueron exploradores de lo fantástico e irracional, pero ellos y muchos otros utilizaron el elemento mágico para quebrar nuestro sentido de la realidad mediante un pavor hacia lo desconocido que suele indagar en los límites de la condición humana. Este es un privilegio irrenunciable de la literatura. Y tampoco afecta esta acusación a la literatura fantástica en estado puro, como la de Tolkien o C. S. Lewis, ni en estado híbrido, como la de Borges o Calvino. En estos autores la ficción crea un mundo propio en el que lo irreal se encarna en real, pero se da por sentado que el lector es consciente de que las reglas de la realidad se rompen para jugar a la fantasía, el arte de lo imposible, según la definición de Ray Bradbury. Se puede ser un rendido adorador de Stoker, pero nadie en su sano juicio cree en la existencia de Drácula. El problema con el realismo mágico es que introduce esos elementos como parte de una experiencia ordinaria, encajándolos en la categoría de normales o naturales y enalteciéndolos por una supuesta y malentendida imbricación con la sabiduría popular que acaba convirtiéndose en una orgullosa apología de la ignorancia del buen salvaje.

No pretendo defender que la literatura deba asumir una lid lanza en ristre contra las pseudociencias, magias, supersticiones, patrañas y engañifas. En general, no creo que la literatura deba cumplir ninguna función social en particular. Si he clamado en este blog contra el concepto utilitarista de la ciencia, aplicar la misma visión al arte en general o a la literatura en particular sería sencillamente una perversión moral, además de una tendencia hacia la ideologización de la creatividad que resulta antipática y aborrecible. Cada autor escribe lo que le sale de dentro del pellejo, y cada lector lee lo que le apetece. Pero el hecho de que esta querencia por la magufería permee la literatura actual nos advierte de que la separación entre realidad y magia se sigue manifestando a través de dos mundos en general difícilmente reconciliables, el de la ciencia y el de la literatura, y que apenas hemos avanzado un paso desde que Aldous Huxley publicó en 1963 su libro Literature and science, en el que iluminaba el paisaje de esta brecha.

Tampoco es mi intención sugerir que la literatura reemplace el argumento emocional por el racional, ni mucho menos que la literatura deba caminar iluminada por el pensamiento empírico. Soy escritor y periodista de ciencia, pero solo una de mis tres novelas, Tulipanes de Marte, aborda argumentos científicos y al pasar roza la crítica de algunas pseudociencias; no tengo previsto en un futuro próximo volver a internarme en ese terreno. El territorio de la novela es fundamentalmente emocional, y el reto del escritor es explicar con palabras lo que debe comprenderse sin palabras. En su artículo El significado del arte y la ciencia, publicado en la revista Engineering & Science en 1985, el científico y filósofo Gunther Stent, uno de los fundadores de la biología molecular, citaba una anécdota atribuida a Beethoven: después de estrenar en público su sonata Claro de luna, alguien le preguntó qué significaba, de qué trataba. Sin decir palabra, Beethoven se sentó de nuevo al piano y tocó la pieza por segunda vez.

En el mismo texto, Stent escribió este párrafo tremendamente lúcido y esclarecedor:

El dominio abordado por el artista es la realidad interior y subjetiva de las emociones. La comunicación artística, por tanto, atañe principalmente a las relaciones entre los fenómenos privados de significado afectivo. En contraste, el dominio del científico es la realidad exterior y objetiva de los fenómenos físicos. La comunicación científica, por tanto, atañe a las relaciones entre los eventos públicos. Esta dicotomía de dominios no implica, sin embargo, que una obra de arte está totalmente desprovista de todo significado exterior.

De la reflexión de Stent se deduce que el arte, o en nuestro caso la literatura, es soberana en la comunicación emocional, pero tiene la libertad de elegir el alcance de su territorio. Lo que podríamos añadir es que la forja de las mayores pasiones en la historia de la literatura nunca ha precisado del recurso a la hechicería para aumentar este alcance. La vida ya contiene buenas dosis de asombro como para que exista la menor necesidad de añadirle fuegos fatuos. La realidad ya es suficientemente irracional como para irracionalizarla aún más con disparates descabellados. El motor que mueve nuestra existencia, que no es otro que la ilusión (atiendan a esta revelación personal), es lo bastante potente como para que sea pertinente trucarlo con artificios de ilusionismo.

Somos pequeños animales viajando por el espacio sin motivo aparente en esta roca mojada que llamamos Tierra. ¿No es eso, por sí solo, increíble? Durante los años en que pululamos sobre la corteza terrestre sin saber muy bien por qué, tenemos la oportunidad de vivir, de gozar, de sufrir, reír y llorar, amar y odiar, de escuchar al gran Beethoven, de contemplar el oleaje del viento en un mar de cereal, de dar la vida a otros y, al final, de dejar algo tras nuestro paso por lo que merezca la pena que alguien nos recuerde. ¿No son suficientes emociones?