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Coma langosta, pero no la de mar, sino la de desierto

Un amigo solía decir que comer está sobrevalorado. Confieso que me gusta la comida desde que la descubrí en mi adolescencia –antes de eso apenas me nutría lo justo para que siguiera saltando la bolita verde del electrocardiógrafo–, pero lamento que en el comer, como en todo, hay eso que los economistas llaman barreras de entrada. Quienes denostan la llamada comida basura deberían detenerse un segundo a considerar que solo esos establecimientos ofrecen algo parecido a un menú por menos de cinco euros.

Nunca he tenido dinero para comer en esos restaurantes con más estrellas que la pechera de un sheriff. Pero idolatro, no a los cocineros que lucen esas distinciones, sino a los que se han dado el gustazo de renunciar voluntariamente a ellas; y hay varios, no crean. De ellos he leído justificaciones de una extrema sensatez, como que ese mundillo del estrellato tiene poco que ver con la vida real, o que ellos son restauradores y no saltimbanquis del Circo del Sol, o que lo hacen para escapar de la presión y la tontería, o que quieren conservar la libertad de servir un pollo asado sin que a ningún comensal se le caiga el monóculo del susto.

Desde que la cocina se convirtió en gastronomía y los cocineros en chefs, la comida se ha alejado de la gente, o más concretamente, del bolsillo de la gente. No niego que haya opciones para alimentarse sabrosa y saludablemente en el amplio rango entre los cinco euros del payaso y los cientos de euros de esos cocineros que ahora salen en todos los intermedios de la tele (y que adquieren así la virtud, chocante para un cocinero, de provocar hartazgo sin siquiera encender los fogones). Pero cuanto más tiran esas constelaciones del carro de los platos, más se aleja la cocina de esa vida real a la que se refería aquel chef que devolvió la placa.

Mientras, muy por debajo de esa bóveda celeste tachonada de estrellas, los de siempre siguen intentando exprimir las piedras porque no llegan ni a los cinco euros del menú McKing. Al noreste de Nairobi, capital de un país con el que tengo cierta relación, existe un instituto de investigación llamado ICIPE, siglas en inglés de Centro Internacional de Fisiología y Ecología de los Insectos. La misión del ICIPE es estudiar el impacto de los bichos en la seguridad alimentaria, algo que en África es una cuestión de vida o muerte. Pero entre las líneas de investigación del ICIPE se encuentra también alguna que investiga los insectos no en calidad de plagas, sino de plato principal.

Langostas del desierto en el insectario del ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Langostas del desierto en el insectario del ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Hace un par de semanas, investigadores del ICIPE han publicado un estudio que analiza los posibles valores nutricionales de la langosta. Pero no la de la salsa thermidor, sino la otra, la del desierto (Schistocerca gregaria), que aparece por el horizonte como el manto negro de la misma parca y no deja un tallo sano allí por donde pasa. Si no puedes vencer al enemigo que se come tu comida, cómetelo a él, parecen haber pensado los científicos kenianos.

En colaboración con la Universidad Jomo Kenyatta de Agricultura y Tecnología, y con el Departamento de Agricultura de EE. UU., los investigadores han analizado el contenido bioquímico de los tejidos de la langosta en esteroles, una familia de compuestos cuyo representante más famoso es una de las pocas biomoléculas que casi todo el mundo podría nombrar: el colesterol.

El colesterol es un componente esencial de las membranas celulares de LOS ANIMALES. Y empleo las mayúsculas para destacar este dato y así mencionar la escasa decencia de ciertas marcas de alimentos de origen vegetal que etiquetan sus productos como «sin colesterol», dando así a entender que tal vez los de la competencia sí lo llevan. Etiquetar un producto vegetal como «sin colesterol», siendo rigurosamente verdadero, es sencillamente tramposo. En fin, no voy a profundizar más en este pirateo comercial que mi compañero bloguero Juan Revenga tan bien expone, que para eso él es profesional de ello.

También voy a dejar de lado otro asunto que Juan ha tratado en su blog, y que yo mismo traje aquí anteriormente, y es que las pruebas más recientes están absolviendo al colesterol de su tradicional papel de supervillano. Para el propósito que hoy traigo, quedémonos con el hecho de que a algunos fitosteroles, o esteroles de plantas, se les suelen atribuir beneficiosos efectos cardiovasculares, aunque no existen pruebas científicas concluyentes de ello.

Los científicos, dirigidos por el quimioecólogo del ICIPE Baldwyn Torto, han descubierto que el tubo digestivo de la langosta contiene varios fitosteroles aprovechables. «Nuestro estudio muestra que la langosta del desierto ingiere fitosteroles de una dieta vegetal y los amplifica y metaboliza en derivados con potenciales efectos saludables», escriben los investigadores en su estudio, publicado en la revista PLOS One. Además, los investigadores agregan que la langosta es una rica fuente de ácidos grasos, minerales y, por supuesto, proteínas.

El mayor interés del estudio keniano, aparte de la alegría que (me) produce encontrar una investigación llevada a cabo en Kenya en una revista científica de amplia difusión, es que incide en un concepto que lleva tiempo rodando por los laboratorios y por los despachos de todos aquellos concernidos con la nutrición, o mejor dicho la desnutrición, en amplias regiones del planeta: el enorme potencial de los insectos como alimento.

Una degustación de langostas en el ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Una degustación de langostas en el ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

La FAO, rama de Naciones Unidas (ONU) que se ocupa de la agricultura y la alimentación, lleva años trabajando en ello (más información en español aquí). Hace ahora un año, este organismo patrocinó la primera conferencia internacional Insectos para Alimentar al Mundo, celebrada en Ede, Holanda, país en el que el grupo de Arnold van Huis, de la Universidad de Wageningen, ha destacado por su promoción e investigación de la entomofagia, la ingesta de insectos.

Según la FAO, los insectos comestibles –no todos lo son– contienen «proteínas de alta calidad, vitaminas y aminoácidos para los humanos». La rama de la ONU apunta que los bichos aprovechan su alimento mucho mejor que nuestras fuentes tradicionales de carne: los grillos necesitan seis veces menos comida que las vacas, cuatro menos que las ovejas y la mitad que cerdos o pollos para producir la misma cantidad de proteína. «Además, emiten menos gases de efecto invernadero y amoníaco que el ganado convencional», agrega la FAO. Y por si fuera poco, pueden criarse en la basura orgánica.

En realidad, según la FAO, más de 2.000 millones de personas en el mundo comen insectos como parte habitual de su dieta, y es el escrúpulo occidental el que hasta ahora ha impedido que esta fuente de alimento se generalice. Y para los tiquismiquis a quienes les desagrade masticar ojos y antenas, una posible solución es emplear extractos de proteínas de insectos en mezclas de otros alimentos. Con todo ello, concluye la FAO, los insectos ofrecen una solución medioambiental y económicamente sostenible con la que alimentar a una población de 9.000 millones de personas en 2050.

Claro que, añado yo: fantástico, siempre que esto no suponga dar por hecho que a los africanos les basta con las langostas del desierto y así nosotros podemos seguir hincándoles el diente a las de mar (que, para qué negarlo, a la brasa son puro sexo oral). Según contaba el año pasado Van Huis en un reportaje en The Guardian, se da la curiosa circunstancia de que muchas poblaciones renuncian a su ingesta tradicional de insectos cuando su situación económica mejora, cambiándola entonces por la comida occidental. Hará falta, posiblemente, que los chefs estelares comiencen a dar la bienvenida a los bichos en sus cocinas para que este recurso alimentario no quede estigmatizado como comida de los que no tienen acceso a otra. Por mi parte, me apunto; trágate eso, muñeco de las lorzas.

Kenya o la lucha por la supervivencia

He tratado en este blog el desastre de los Alpes cincelando sus facetas relacionadas con la ciencia y la tecnología, que en otros medios se han encarado de forma confusa e incompleta sin las voces de los especialistas más relevantes, los que ya eran expertos en casos como el de Germanwings antes de que ocurriera el caso de Germanwings. Ahora, en estos días de vacaciones nos ha sacudido otra tragedia de similar coste en vidas humanas pero que no ha recibido una atención tan intensa por parte de los medios nacionales, ni la suficiente cobertura in situ, más allá del paracaidismo habitual cuando acaece una noticia de gran impacto en un continente siempre olvidado por la prensa hispanohablante.

La matanza de Garissa me ha causado especial dolor porque Kenya es mi lugar elegido en el mundo, el país al que llevo viajando más de 20 años y que ha ocupado y seguirá ocupando una buena parte de mis intereses, actividades, lecturas, escritos y novelas. Pero salvo constatar la conmoción que me ha producido esta nueva masacre terrorista, sumada a las que en Kenya ya habían dejado más de 200 muertos en el último par de años, no hay nada sobre el suceso que pueda encontrar hueco en un blog de ciencia. Simplemente, desde aquí, quiero enviar a los familiares mi pole sana.

Kenya –siempre con y griega, a pesar de la RAE; no tiene mucho sentido hacer una absurda adaptación ortográfica que deforma la pronunciación nativa: si nos atenemos a una transcripción fonética, deberíamos escribir «Keña», o incluso «Kiña», como decían los británicos que lo bautizaron– es un maravilloso país donde el terrorismo está cargando un impuesto sumado a las muertes de inocentes: cada nuevo tiro y cada nueva bomba son heridas de muerte en el sector turístico, del que depende la supervivencia de muchos kenyanos. Cada bala disparada rebota para cobrarse también las vidas de aquellos que pierden su medio de subsistencia con las cancelaciones de reservas y las advertencias consulares. Y claro está, los terroristas lo saben y lo buscan.

Si acaso, la única relación del atentado de Garissa con la ciencia es que estos actos de terrorismo vienen perpetrados precisamente por quienes más alejados están de la razón y el conocimiento, los que quieren devolvernos a eras oscuras en las que se mataba y se moría en nombre de las religiones. Pero aunque el del terrorismo es un azote reciente, no es la única amenaza que pesa sobre la industria turística kenyana y, por tanto, sobre su economía. Además de otras lacras como la violencia tribal y la corrupción, Kenya lleva décadas persiguiendo un compromiso entre conservación y desarrollo que no es fácil modelar.

Los visitantes extranjeros acuden a las sabanas en busca de los espacios químicamente puros y de la fauna que en ellos merodea en libertad. Pero mantener la virginidad de los paisajes y respetar los ciclos naturales de sus habitantes no humanos crea perpetuos confictos con los residentes humanos, cuyos derechos son tan ancestrales como los de cualquier otra especie allí presente desde hace generaciones. Las tribus que se dedican al pastoreo, como los maasais, alimentan y abrevan su ganado ilegalmente en parajes que caen dentro de las fronteras de los parques nacionales, mientras las autoridades silban y miran hacia otro lado. Alrededor de los espacios protegidos, sobre todo en la reserva de Masai Mara, proliferan los asentamientos irregulares atraídos por el brillo del dinero de los turistas, y con ellos llegan la basura y la degradación medioambiental. Las comunidades nativas con derechos de explotación turística sobre las fincas colindantes con los parques engrosan sus negocios al margen de la ley, inundando los ecosistemas de turistas ávidos de experiencia africana que están reduciendo cada vez más los espacios vitales de la fauna. Muchos expertos vaticinan para este siglo una Kenya sembrada y asfaltada, cuyas vastas manadas de herbívoros salvajes seguirán el mismo destino que los 65 millones de bisontes que solían rumiar su libertad en las praderas de Norteamérica.

El embrollo del conflicto entre humanos y animales salvajes se manifiesta a diario en las pequeñas granjas, o shambas, que pueblan las fértiles Tierras Altas del centro de Kenya. La fauna que sobrevive en esta región densamente poblada sabe que los dominios humanos son fuente de alimento, con sus tierras cultivadas, sus despensas y sus animales de cría. Cuando un elefante aprende que es sencillo y rentable devastar una plantación para alimentarse, volverá a hacerlo. Cuando un leopardo aprende que cazar gallinas encerradas es un juego de niños, volverá a hacerlo. Cuando un mono aprende que invadir un huerto es acceder a todo un supermercado de manjares, volverá a hacerlo.

Un babuino en la reserva nacional de Masai Mara, en Kenya. Imagen de Javier Yanes.

Un babuino en la reserva nacional de Masai Mara, en Kenya. Imagen de Javier Yanes.

El resultado es que a menudo estos animales acabarán abatidos, porque su agresividad aumenta cuando el contacto con los humanos les lleva a descubrir que esos seres en extraño equilibrio sobre sus patas traseras no son para tanto. Algunos de los leones que han matado y devorado seres humanos en Kenya tenían un pasado como animales de cine o de circo. En el caso de los monos, como los babuinos o los cercopitecos verdes, los más agresivos son los que conviven con la presencia humana, como ha podido comprobar quien haya visitado uno de esos safari parks europeos que se recorren en coche. En la naturaleza los monos no se comportan como hooligans, trepando a los coches para arrancar antenas o embellecedores; esto solo ocurre en aquellos lugares donde han aprendido que de los humanos pueden sacar provecho, como en el mirador de Baboon Cliff del Parque Nacional del Lago Nakuru o, en general, en los lodges de safari.

Hoy el diario digital kenyano The Star publica una curiosa noticia: en Kijabe, una población de las Tierras Altas a unos 50 kilómetros de Nairobi, las mujeres han optado por llevar pantalones para repeler los ataques de los monos. Según relata el reportero George Mugo, cuando los hombres abandonan la aldea por las mañanas los monos descienden para arrasar las cosechas, desafiando los intentos de las mujeres por espantarlos. Una de las afectadas declara: «Los primates se mueven en manadas de 200 atacando a las mujeres que llevan falda. Cuando ven a los hombres se marchan, pero el caso es diferente con las mujeres. Se limitan a quedarse ahí y a burlarse de nosotras incluso cuando tratamos de expulsarlos de nuestras granjas».

También he tenido ocasión de comprobar que los monos distinguen entre humanos adultos y niños, y saben calibrar el riesgo en cada caso. En una ocasión, un mono verde atacó a uno de mis hijos para arrebatarle una galleta, y parecía evidente cuál de los dos era el asustado; el animal se comportaba como un auténtico bravucón, pero huyó corriendo en cuanto me acerqué. Hace un año, un estudio publicado en la revista PNAS revelaba que los elefantes reaccionan de distinto modo ante la voz humana según el nivel de riesgo que les inspira: se asustan ante una grabación en la que habla un adulto maasai, tribu con la que los elefantes sufren frecuentes encontronazos. En cambio, cuando se trata de una mujer o un niño de la misma tribu, o de un hombre de la etnia kamba, no parecen alarmados.

Kenya tiene una larga tradición de aunar lo mejor y lo peor, la vida y la muerte, la belleza y la podredumbre. Fue en aquella región del mundo donde el ser humano se impuso a su entorno y comenzó una aventura que le ha perpetuado a lo largo de los siglos. Doscientos mil años después, la lucha por la supervivencia aún forma parte del día a día.

Pasen y vean: la naturaleza es cruel (para nosotros)

Cuando los leones matan a sus víctimas antes de comérselas, no lo hacen por compasión, sino probablemente porque esta estrategia les resulta más ventajosa a la hora de alimentarse. Y sin embargo, parece que esta técnica de caza les ha granjeado ante los humanos una aureola de cazadores nobles y piadosos en contraste con la de otros depredadores, como las hienas, capaces de ir comiéndose una presa por el camino incluso cuando la mitad de la víctima aún lucha inútilmente por escaparse. A quien prefiera quedarse con la imagen de El rey león, los leones son los buenos y las hienas los villanos, le recomiendo encarecidamente que no vea estos vídeos de leones devorando presas vivas.

Sin ánimo de recrearme en un gore excesivamente desagradable, sino para mostrar cómo la naturaleza sobrevive a base de comernos los unos a los otros, traigo hoy aquí este vídeo que, incluso tratándose de insectos, no aconsejo para aquellos demasiado sensibles. En él se puede observar cómo una mantis, uno de los depredadores más eficaces del planeta, atrapa a una mosca con sus patas delanteras cubiertas de espinas y comienza a comérsela viva, empezando por la cabeza: primero devora su aparato bucal, prosigue con el cerebro vaciando su cavidad cefálica, y termina con los ojos hasta que no queda nada. Y todo ello con ese inquietante sonido en directo que nos hace agradecer el hecho de que no existan mantis de nuestro tamaño.

En este otro vídeo, una enorme sanguijuela de Borneo no descrita hasta ahora, y que ha recibido el apelativo de gigante roja, devora vivo a un enorme gusano de unos 80 centímetros. Tratándose de sanguijuelas y gusanos la escena puede repugnar intrínsecamente a algunos, pero por ser criaturas que nos inspiran menos ternura que un elefante o una gacela, resulta más tolerable desde ese concepto tan antrópico según el cual toda criatura debería tener derecho a ser rematada antes de ser devorada.

La naturaleza puede resultarnos cruel, pero solo es naturaleza. Se trata de sobrevivir, de comer o ser comido, aunque estas imágenes siempre nos resultan perturbadoras. En Kenya, mi lugar en el mundo, he tenido ocasión de asistir a algunos de esos espectáculos crueles de la naturaleza. Un sapo se retorcía en silencio tratando de liberarse inútilmente de la masa de hormigas siafu que le cubría mientras cientos de potentes mandíbulas iban desgajando su carne a bocados minúsculos pero extremadamente dolorosos, a juzgar por la pugna desesperada del pobre animal. Me impresionó tanto aquella visión que traspasé el relato a mi última novela, Tulipanes de Marte.

En otra ocasión pude observar cómo un marabú devoraba vivo a un flamenco en las orillas del lago Nakuru. El marabú, animal feo donde los haya pero cuyas plumas solían emplearse como adornos de lujo en sombreros y boas, es generalmente un carroñero que aprovecha los restos de los banquetes de los depredadores. Pero también es la gran rata alada de muchas ciudades africanas, donde se congrega en los vertederos de basura para rapiñar los despojos comestibles que encuentra entre los detritus. Los marabús también pueden cazar presas de pequeño tamaño, pero no es habitual contemplar cómo se comen a un animal grande vivo. En el Nakuru, donde suelen concentrarse grandes bandadas de flamencos, muchos de estos animales mueren; de viejos, pero también en oleadas masivas debidas a envenenamiento de las aguas del lago, por los vertidos de la ciudad cercana o por el crecimiento de algas tóxicas.

El flamenco caminaba trabajosamente por la orilla del lago, doblando sus articulaciones hasta que se venció bajo su peso y cayó con el vientre sobre la arena mojada. Ni siquiera el cuello podía sostener su cabeza. Era evidente que le quedaban apenas unos minutos de agonía, pero entonces apareció el marabú, se plantó a su lado y comenzó a asaetearle con su pico afilado en el dorso, entre las alas. Mientras el marabú iba arrancando jirones de carne y vísceras bañados en sangre, al flamenco apenas le quedaba vigor para tratar de sacudir sus alas. El penoso espectáculo continuó hasta que el infortunado flamenco dejó de moverse y el marabú pudo concluir su almuerzo. No tengo un vídeo del momento, pero dejo aquí una foto.

Un marabú devora un flamenco enano aún agonizante en las orillas del lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Un marabú devora un flamenco enano aún agonizante en las orillas del lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Los increíbles elefantes menguantes (hasta que desaparezcan por completo)

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli (Kenya). Javier Yanes.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli (Kenya). Javier Yanes.

Rematé mi post anterior con la sensación de haber dejado un dobladillo sin coser. Pero decidí detenerme ahí consciente de que, como Stephen King, padezco una cierta elefantiasis literaria que mi médico, si lo tuviera, me recomendaría controlar. Y precisamente de elefantes se trata. Decíamos ayer que los elefantes de la Península Ibérica se extinguieron, y que un equipo de investigadores daneses propone la entre audaz y descacharrante idea de reintroducirlos en las reservas naturales europeas. ¿Sería concebible-viable-aconsejable que un excursionista en la sierra madrileña se topara con una trompa husmeando en su táper de tortilla?

Bromas aparte, lo cierto es que uno de los grandes factores de riesgo que amenazan de extinción a los elefantes es precisamente el conflicto con los humanos por el territorio. En países como Kenya, estos grandes mamíferos invaden con frecuencia los campos de cultivo en busca de alimento, lo que pone en riesgo tanto sus vidas como las de los granjeros que tratan de disuadirlos. Una realidad a menudo soslayada, pero inexorable, es que desarrollo y conservación de la fauna no son objetivos fácilmente conciliables. La prueba es que la megafauna ha desaparecido prácticamente de todas las regiones industrializadas del mundo (aunque fue la agricultura la que inició la ofensiva). Los países africanos, que poquísimo a poquísimo van abandonando el pozo de olvido y miseria en el que han estado sumidos, se enfrentan a un dilema al que aún nadie ha encontrado respuesta.

Y mientras el progreso avanza, la fauna merma. Los últimos datos del Amboseli Trust for Elephants, una de las ONG más destacadas del mundo en la conservación de los proboscídeos (que ya no paquidermos) y la más veterana en la investigación de estos animales, no son alentadores: el último censo de este año del ecosistema Tsavo-Mkomazi, una porción de Kenya y Tanzania que casi iguala la extensión de la Comunidad Autónoma de Aragón, ha contado un total de 11.000 elefantes, 1.500 menos que en el recuento previo de hace tres años. Tanzania ha perdido la mitad de su población de elefantes desde 2007, y se teme la extinción total en un plazo de siete años si no se toman medidas urgentes. Gabón ha sufrido una reducción de un tercio en el último decenio, y la cuenca del Congo ha visto desaparecer el 65% de sus elefantes en seis años.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli (Kenya). Javier Yanes.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli (Kenya). Javier Yanes.

Por supuesto, la principal amenaza es la caza furtiva. En febrero de este año, Estados Unidos anunció un veto al comercio de marfil, una decisión que fue apludida en los círculos conservacionistas, pero aún queda mucho camino por recorrer. Mientras, la ciencia continúa aportando nuevas y sorprendentes revelaciones sobre la privilegiada inteligencia de los elefantes, como recopilan dos recientes artículos en la revista Scientific American (aquí y aquí), lo que a su vez engorda el debate ético sobre la pertinencia de mantener enjaulados en zoológicos a animales que son capaces de recordar caras durante años, de reconocerse a sí mismos y a sus parientes, de relacionarse socialmente mediante un complejo sistema de comunicación e incluso de practicar rituales funerarios en honor a sus muertos.

Como muestra, dos videobotones. En el primero se descubre cómo un elefante es capaz de buscar y emplear un escalón para atrapar comida que está fuera de su alcance, una habilidad para resolver problemas empleando herramientas que hasta ahora solo se había confirmado en primates, en algunas aves y en ciertas especies marinas. En el segundo, dos elefantes cooperan para acceder al alimento tirando de sendas cuerdas al mismo tiempo.

Para terminar, y dado que en este blog me he comprometido a practicar mi (aparentemente rara) costumbre de mezclar ciencias y letras, ahí va un relato alusivo: De elefantes y hombres. Me permití el atrevimiento de parafrasear a Steinbeck en el título de este cuento que escribí hace diez años para la difunta revista de viajes Lunas de Miel. Por desgracia, su mensaje continúa siendo tan plenamente válido como entonces, y lo será mientras los elefantes sigan menguando hasta que desaparezcan por completo de nuestra vista.