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Ataques a obras de arte: ¿crean rechazo a la acción contra el cambio climático?

A estas alturas nadie ignora que los activistas climáticos…

Inciso: no los llamen ecologistas, por favor. Sin duda muchos de ellos lo serán, o quizá todos. Pero se supone que debería calificarse al sujeto de la noticia por el atributo que la motiva, y no por otros. Un maltratador puede ser ingeniero y un ministro puede ser aficionado a la filatelia, pero las informaciones deberían referirse a ellos como «el (presunto) maltratador» o «el ministro», no «el ingeniero» o «el filatélico».

…que los activistas climáticos están expresando sus protestas mediante ataques simbólicos a obras de arte; simbólicos, podríamos llamarlos, porque ninguna de las pinturas ha sufrido daños, aunque sí en algún caso los marcos, que también pueden llegar a ser muy valiosos.

Activistas de Just Stop Oil después de verter sopa de tomate sobre ‘Los girasoles’ de Van Gogh. Imagen de Twitter / Just Stop Oil / 20Minutos.es.

El rechazo de esta forma de protesta ha sido general. Pero dado el desastre que ha supuesto la conclusión de la COP27 de Egipto desde el punto de vista científico (es decir, los acuerdos relativos a compensaciones son un paso valioso, pero este es otro campo ajeno a la ciencia del clima; lo que dice la ciencia del clima es que hay que abandonar los combustibles fósiles, y en esto no ha habido el menor avance), no sería raro que asistiéramos a nuevas manifestaciones de este tipo.

Ahora bien, y estando (casi) todos de acuerdo en la repulsa de estas acciones, es fácil escuchar por ahí opiniones que tratan de reforzar este rechazo con ciertos tópicos argumentativos dudosos o falsos. Es decir, no es necesario añadir nada más al hecho de que a la inmensa mayoría no nos gusta que se ponga en riesgo el patrimonio cultural. Porque cuando se trata de añadir algo más para justificar este rechazo, es cuando suele caerse en algún cliché de lo que personalmente me gusta llamar pensamiento perezoso. Que es algo bastante similar a lo que se conoce popularmente como cuñadismo, pero incidiendo en el matiz de que cualquiera podría opinar razonablemente incluso sobre algo que desconoce, con que simplemente se molestara en informarse sobre lo que dicen al respecto quienes sí entienden de ello. Pero informarse da pereza. Leer da pereza. Pensar da pereza.

¿Cuántas veces hemos oído a alguien decirle a otro que, cuando cae en la defensa de su postura con insultos o gritos, pierde la razón? Y esto a pesar de que es evidente que no es así. No sé cómo ni por qué a alguien le dio por vincular la corrección o falsedad de una proposición, o su justicia o injusticia, con el modo en el que se defiende, cuando una cosa no tiene nada que ver con la otra; no hace menos sol ni llueve menos por el hecho de que agredamos a otro defendiendo que es así. Pero voy a explicar un ejemplo que viene muy al caso de lo que traigo hoy.

Con ocasión de los ataques a obras de arte por la causa climática, se ha comentado poco que esta forma de protesta tiene un precedente histórico. El 10 de marzo de 1914 una mujer llamada Mary Richardson apuñaló varias veces con un hacha de carnicero el cuadro de Velázquez La Venus del espejo en la National Gallery de Londres. Richardson pertenecía al movimiento sufragista británico Women’s Social and Political Union (WSPU). Su atentado contra la obra de Velázquez fue una protesta contra la detención de Emmeline Pankhurst, la líder del WSPU. Por suerte, la labor de los restauradores consiguió devolver la pintura a su estado original.

Así quedó la ‘Venus del espejo’ de Velázquez después del atentado de Mary Richardson en la National Gallery de Londres en 1914. Imagen de Wikipedia.

Pero si este ataque se ha recordado poco, aún menos se ha contado que no fue el único. En los cinco meses siguientes, otras 14 obras de arte fueron atacadas por las sufragistas en otros nueve incidentes. Y todavía menos se ha hablado de que los atentados del WSPU no se limitaron al arte: bajo el lema «Hechos, no palabras», las militantes de esta organización emprendieron una auténtica campaña terrorista con bombas y artefactos incendiarios en buzones de correos, estaciones, trenes, iglesias y edificios públicos. Entre 1913 y 1914, antes de que el WSPU abandonara su campaña por el estallido de la guerra mundial, se produjeron al menos 337 atentados de incendio o bomba. La táctica (por utilizar un término neutral) de embutir tornillos y tuercas como metralla en las bombas, cuya invención habitualmente se atribuye al IRA, fue empleada por primera vez por las sufragistas. En los atentados murieron cinco personas, 24 resultaron heridas y más de 1.300 fueron arrestadas (y este relato tampoco estaría completo sin mencionar que las mujeres arrestadas sufrieron represión, abusos y alimentación forzada).

Este es uno de los mejores ejemplos posibles de cómo los métodos y las maneras no quitan ni dan la razón a una causa. Pocas causas pueden imaginarse tan justas como conceder el voto a las mujeres cuando aún se les negaba. La violencia y la agresión descalifican a quienes las emplean, no a su causa. Y viceversa, las buenas maneras no le dan a nadie la razón. Que alguien se conduzca con educación y respeto no significa que lo que defiende sea cierto ni que su causa sea justa.

Lo anterior no es más que abundar en lo evidente. En cambio, el motivo por el que hoy traigo esto aquí es por un segundo bocado más interesante. De nuevo, pensamiento perezoso: «con esa forma de protestar solo crean rechazo a su causa». ¿Cuántas veces lo hemos oído?

Un ejemplo: después de que dos activistas arrojaran sopa de tomate a Los girasoles de Van Gogh en la National Gallery londinense, el director del Museo del Prado, Miguel Falomir, dijo: «Haciendo las cosas de esta manera se consigue justo lo contrario».

Pero ¿es cierto?

En un reciente artículo en The Conversation, el psicólogo de la Universidad de Bristol Colin Davis escribía: «Muchos historiadores argumentan que la contribución de las sufragistas a conseguir el voto para las mujeres fue mínima o incluso contraproducente. Tales discusiones a menudo parecen confiar en corazonadas de la gente sobre el impacto de la protesta. Pero como profesor de psicología cognitiva, sé que no tenemos que confiar en la intuición; son hipótesis que pueden testarse».

Una de las cosas grandiosas que tiene la ciencia es que puede poner a prueba afirmaciones gratuitas como esta. Y cuando lo hace, a menudo surgen las sorpresas. Davis ha llevado a cabo varios experimentos para evaluar la influencia de las protestas por métodos drásticos, aunque no violentos, en la simpatía de la gente por la causa que las motiva. Para ello utiliza, dice, un efecto bien conocido, por el cual se trata de condicionar la opinión del público mediante el enfoque y la presentación de la información.

Por ejemplo: ¿alguien sabe qué reivindicaban las dos activistas de Just Stop Oil que lanzaron la sopa de tomate a Los girasoles? Sí, cambio climático y tal. Pero ¿alguien sabe realmente qué reivindicaban?

En octubre el gobierno británico, encabezado entonces por Liz Truss, anunció que iba a conceder unas 100 nuevas licencias para extracción de petróleo y gas en el mar del Norte. Como podía esperarse, la decisión se topó con la fuerte oposición de muchos sectores. En España, ¿cuántos medios, tertulias o columnas de opinión de comentaristas indignados han mencionado que la razón de la protesta era exigir la retirada de este plan —plan que avanza en la dirección opuesta a lo necesario y que además, en contra de lo que Truss pregonaba, no va a servir para contener a corto plazo la escalada de precios de la energía que los británicos, como nosotros, también están sufriendo (ya que, según Reuters, desde que comienza una nueva explotación hasta que empiezan a producirse petróleo o gas suelen pasar entre cinco y diez años)—?

Pues bien, utilizando técnicas de manipulación de la opinión como esta, Davis y sus colaboradores han analizado la relación entre las actitudes hacia los activistas y hacia su causa, bajo la premisa de que incitar el rechazo hacia los primeros, según lo que asume el pensamiento perezoso, debería provocar rechazo hacia la segunda.

«Pero no es eso lo que encontramos», escribe el psicólogo. Sus experimentos muestran que guiar al público hacia un rechazo a los activistas no perjudica en absoluto el apoyo a su causa. Davis añade que ha replicado estos experimentos para diferentes causas, no solo el cambio climático, sino también la justicia racial o el derecho al aborto, y en tres países, Reino Unido, EEUU y Polonia. Y en todos los casos la conclusión es la misma: «Apoyo tu causa, pero no me gustan tus métodos», precisa el investigador.

Davis añade que, desde el punto de vista de los activistas, ganarse el rechazo del público puede no ser el mejor modo de promover tu causa. Una de las autoras del ataque contra Los girasoles reconocía que su acción era ridícula, pero alegaba que habían conseguido mover el debate. La protesta influye en la agenda, dice Davis.

«Las protestas dramáticas no van a cesar», concluye el psicólogo. «Los protagonistas continuarán siendo el centro de la (mayoritariamente) negativa atención de los medios, lo que llevará a una reprobación pública generalizada. Pero cuando analizamos el apoyo público a las demandas de los manifestantes, no hay ninguna evidencia convincente de que las protestas no violentas sean contraproducentes. La gente puede matar al mensajero, pero —al menos a veces— escucha el mensaje».