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¿Los niños tienen pene y las niñas tienen vulva? No siempre

¿Los niños tienen pene y las niñas tienen vulva? No: los machos tienen pene y las hembras tienen vulva. Que no es lo mismo. Los seres humanos con pene son machos (o hermafroditas), pero no en todos los casos niños u hombres. Y los seres humanos con vulva son hembras (o hermafroditas), pero no en todos los casos niñas o mujeres.

En España, e imagino que del mismo modo en otros países hispanohablantes, existe una frecuente confusión entre sexo y género. Muchas personas confiesan no aclararse entre ambos términos, o creen que «género» es una especie de invento ideológico. Nada más lejos de la realidad; pero hasta cierto punto es comprensible el embrollo, porque la confusión viene propiciada por un lamentable error lingüístico.

Autobús de la campaña contra los transexuales. Imagen de 20Minutos.es.

Autobús de la campaña contra los transexuales. Imagen de 20Minutos.es.

En 1955, el sexólogo y psicólogo kiwiestadounidense (acabo de inventarme este término, pero «kiwi» se lo aplican los neozelandeses a sí mismos) introdujo la acepción de la palabra «género» (gender) para hacer referencia a la identidad sexual y a los roles sociales, diferenciando este concepto del referido al fenotipo de los caracteres sexuales primarios (genitales) y secundarios (pechos, vello corporal, etcétera). En inglés, male (macho) y female (hembra) se refieren al sexo, no al género, y se aplican con total naturalidad a las personas.

Por algún motivo que desconozco, en el idioma español hemos prescindido de los términos macho y hembra para referirnos a los seres humanos. Lo cual no solamente es equivocado, sino habitualmente estúpido: parece que hay quienes piensan que el uso de este término nos animaliza. Pero les voy a dar una noticia fresca: los Homo sapiens también somos animales.

Es más: la eliminación de estos dos términos es precisamente la causante de la confusión entre sexo y género. Cuando en un DNI u otro documento se especifica que el sexo de una persona es «varón/hombre» o «mujer», se está cayendo en un error que en muchos casos se convierte en una mentira con sello oficial. Lo único que estos documentos deberían hacer constar es si se trata de una persona de sexo masculino (macho) o femenino (hembra). No puede certificarse que alguien es varón o mujer sin tener en cuenta la identidad de género que la propia persona manifiesta. Y como sabe todo el que no pretenda esforzarse en no saberlo, en ciertos casos el sexo no se corresponde con el género.

¿Por qué?, tal vez pregunte alguien. Simplemente, porque forma parte de la variabilidad biológica natural del ser humano. En el caso más general, los humanos somos cromosómicamente XX (hembras) o XY (machos), lo que determina nuestro sexo por la anatomía de los genitales, y los caracteres secundarios a través de cascadas bioquímicas en las que también intervienen otros órganos del sistema endocrino.

Pero el género está en un órgano diferente, el cerebro. Que también es solo química, mientras nadie demuestre otra cosa. Hoy la mayoría de los científicos expertos coinciden en que la orientación sexual y la identidad de género también están biológicamente determinadas, como he contado antes aquí y en otros medios (recomiendo sobre todo leer este reportaje que aborda la cuestión en profundidad), aunque aún no se conozcan con precisión los mecanismos responsables, o si existen influencias epigenéticas y hormonales in utero además de las puramente genéticas.

Lo anterior es importante porque desmiente otro mito clásico: la orientación sexual y la identidad de género no dependen de la educación o el ambiente. Una mujer no es lesbiana porque su padre quisiera un niño y la llevara al fútbol, ni un hombre es homosexual porque su madre lo mimara mucho de pequeño o lo vistiera de rosa. También es erróneo hablar de «opción sexual»; «orientación» o «preferencia» pueden ser correctos, pero en la inmensa mayoría de los casos nadie opta; simplemente es quien es.

A propósito de lo anterior, recuerdo el caso de Michael Ferguson, neurocientífico y bioingeniero de la Universidad de Cornell (EEUU) con quien hablé para un reportaje. Ferguson optó por ser heterosexual, porque esta era la única opción tolerada por su religión, la mormona. No solamente se esforzó en convencerse a sí mismo, en salir con chicas y en aparecer ante todos como heterosexual, sino que incluso se enroló en presuntas terapias (obviamente fraudulentas) de reorientación sexual.

Naturalmente, nada de ello sirvió para otra cosa que provocarle angustia y desasosiego. Ferguson nunca ha dejado de ser homosexual; en cambio, es mucho más feliz desde que dejó de ser mormón. Aprendió a aceptarse a sí mismo, contrajo el primer matrimonio gay del estado de Utah y decidió prestar su experiencia, su apoyo y su voz a otras personas de la comunidad LGBT que puedan verse en trances parecidos al que él sufrió.

El determinismo biológico de la orientación sexual y la identidad de género no es algo que siempre guste a todos (aunque no por ello deja de ser cierto). Algunas personas LGBT temen que esta raíz biológica sea explotada por los sectores sociales más rancios para sostener proclamas de que la homosexualidad o la discordancia entre sexo y género podrían curarse. Y de hecho, como sabemos, esos sectores y esas proclamas existen.

Claro que la simple mención del verbo curar revela un punto de vista que no solo es intolerante, sino que además es erróneo. En las últimas décadas, la psiquiatría ha ido desclasificando de la categoría de trastornos las condiciones que simplemente son minoritarias, pero que en sí mismas no provocan daño a la propia persona ni a otras, como la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad o, más recientemente, las parafilias como el fetichismo o el sado. La edición actual del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, el texto de referencia empleado en todo el mundo, solo considera que existe un trastorno parafílico psiquiátrico cuando hay «consecuencias negativas para el individuo o para otros», como es el caso de la pedofilia.

Por lo tanto, hoy ni la psiquiatría ni la biología consideran que las orientaciones sexuales minoritarias o las discordancias de género y sexo sean otra cosa que parte de la variabilidad biológica natural, del mismo modo que una minoría de la población tenemos, por ejemplo, tubérculos de Darwin en las orejas.

Pero claro, a los que tenemos tubérculos de Darwin nadie nos persigue o nos margina por ello, ni trata de curarnos. Hablar de una cura de algo que es pura diversidad humana sin ningún daño para nadie es justo lo que pretendía el doctor Josef Mengele al inyectar tintes azules en los ojos oscuros de los niños judíos. Lo único que necesitan las personas LGBT es, como otras minorías en riesgo, el apoyo de la sociedad contra la ignorancia de los peores ignorantes, aquellos que no saben que lo son. Y que creen que los engañados son los otros.

(Nota: al colocar la imagen en este artículo he descubierto que, irónicamente, las dos últimas frases de la campaña del autobús son inobjetablemente ciertas. «Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo». En efecto, es así; claro está, con independencia de tu fenotipo sexual.)

Ser L, G, B o T es tan biológicamente natural como ser H

¿Sirve para algo un día contra la LGTBfobia, contra el Ku Klux Klan o contra el nazismo? Tal vez sí, pero tal vez habría que valorar la contrapartida que supone conceder un reconocimiento de vigencia a lo que no debería tener tal cabida. Es obvio que aún persiste mucha LGTBfobia en el mundo y que la normalización es hoy inalcanzable en según qué territorios y culturas (suele hablarse de ciertos países musulmanes ignorando que, por ejemplo, varias naciones africanas de culturas/religiones variadas son legalmente LGTBfobos).

¿ADN arco iris? Imagen de Pixabay / dominio público.

¿ADN arco iris? Imagen de Pixabay / dominio público.

Otra cosa es que quienes sostienen individual o colectivamente estas posturas estén dispuestos a dejar de sostenerlas, con campañas o sin ellas. En estos casos parece que la solución, al menos en los países que avanzan socialmente, es más bien el recambio generacional: tal vez sus hijos, si los tienen, pensarán de otra manera.

Tampoco confío en que la ciencia ayude a nadie a ser más tolerante. En cambio hay algo que la ciencia sí puede lograr, y es ofrecer respuestas a aquellos que no se comprenden a sí mismos, que no se sienten cómodos con lo que contemplan como una diferencia socialmente conspicua que personalmente preferirían evitar, que no responden a las expectativas propias o de quienes les rodean. O quizá a las propias, convertidas en tales por la influencia de quienes les rodean.

Y por suerte, en esto la ciencia sí puede echar una mano. Recientemente escribí un reportaje sobre las bases biológicas de la homosexualidad, la bisexualidad y la transexualidad. Una conclusión que extraje después de consultar con los expertos en este terreno de la psicobiología (muchos de ellos homosexuales, bisexuales o transexuales) es que, en su experiencia, el conocimiento científico que ellos han desentrañado ha ayudado a otros a comprenderse y, por tanto, a sentirse a gusto consigo mismos. Conviene destacar que el propósito de la ciencia no es la complacencia; lo bueno o lo malo de la ciencia es que dice lo que hay, no lo que nos gustaría oír. Pero si además gusta oírlo, mejor.

Claro que no a todos gusta oírlo. Mientras trabajaba en aquel reportaje hubo una pregunta invariable: es indudable que algunas personas LGBT rechazan la investigación de las posibles bases biológicas de la identidad de género o la orientación sexual, por los motivos que sean, ya sea el temor a una estigmatización biológica que algunos puedan esgrimir como algo que puede «curarse», o simplemente porque cada cual puede preferir libremente vivir en la ignorancia (aunque en estos casos suele existir una perversa tendencia a obligar a otros a que también vivan en la ignorancia).

Los investigadores/as, L, G, B, T o H, eran unánimes: ya, es cierto, y hay que ser muy cuidadosos, pero hay que investigar. «El estudio científico de la identidad de género y la orientación sexual es desde luego una materia delicada, y entiendo la preocupación de aquellos a quienes afecta», me decía Elke Stefanie Smith, psicóloga de la Facultad de Medicina de la Universidad de Aquisgrán (Alemania) y coautora de una reciente revisión sobre las bases neurales del transexualismo. «Personalmente, considero todas las facetas de la identidad de género y la orientación sexual como variantes normales de la naturaleza, y respaldo su investigación». La psicóloga añadía que estos estudios ayudan a la investigación clínica precisamente por la angustia que sienten algunas personas que aún no han aprendido a comprenderse.

Pero Smith decía algo más, y en esto encontré gran coincidencia entre los investigadores: «Me temo que tanto los factores biológicos como los psicosociales podrían ser mal utilizados para justificar la marginación y las medidas de reeducación, respectivamente». Es decir, que quienes nunca dejarán de sostener esas posturas retorcerán a su favor cualquier cosa que la ciencia tenga que decir sobre la orientación sexual o la identidad de género.

Hoy la mayoría de los expertos consideran que «la orientación sexual y la identidad de género están biológicamente determinadas, y la variación en ambas tiene funciones evolutivas», como me decía la bióloga Joan Roughgarden, profesora emérita de la Universidad de Stanford y hoy retirada pero aún activa en la Universidad de Hawái (los científicos, como los periodistas, nunca se retiran). En respuesta a mi reportaje en el que los investigadores consultados corroboraban esta hipótesis, que las diferencias en identidad de género y orientación sexual son evolutivas y, por tanto, «naturales», hubo reacciones LGTBfobas. Y como no podía ser de otra manera, alguna de ellas comparaba el hecho natural LGTB con el hecho natural de, por ejemplo, el filicidio.

El problema, una vez más, es la ignorancia. La opinión de alguien que ha dedicado décadas de su vida a razón de ocho o más horas al día a investigar una cuestión no vale lo mismo que la de quien no lo ha hecho. Y no todo lo que podemos observar a nuestro alrededor es «natural». No es natural lo que a uno le apetece que lo sea, sino lo que tiene un fundamento biológico evolutivamente consistente. Matar a las crías, o incluso devorarlas, es natural en muchas especies, raro en los primates, y excepcional en los humanos (lo cual, subrayo, no quita que haya desempeñado un papel cultural en ciertas épocas y lugares). Esto se explica en parte según una teoría ecoevolutiva llamada Selección r/K, ya anticuada, pero que conserva muchos de sus postulados en el paradigma actual. Quien pretenda valorar la naturalidad de un fenómeno biológico, que antes se informe sobre qué significa el concepto que maneja.

En el caso al que me refiero, y además del abundante caudal de investigación que apoya la existencia de bases biológicas de la orientación sexual y la identidad de género, se han propuesto diversas hipótesis plausibles sobre su significado evolutivo, algunas de ellas apoyadas en datos biológicos y antropológicos. Quien esté interesado en saber más podrá encontrar aquí una revisión publicada en 2000 por el antropólogo Rob Craig Kirkpatrick.

Y para quien quiera saber aún más, el próximo octubre se publicará el libro On Human Nature, editado por Francisco Ayala y Michel Tibayrenc, en el que Joan Roughgarden escribe un interesante capítulo sobre homosexualidad y evolución que la autora me envió y he tenido la oportunidad de leer. Quizá mejor que días anti-algo, sería más provechoso declarar días pro-conocimiento. Eso sí, teniendo en cuenta que quienes hablan de «curar» a otros son, ellos mismos, incurables.