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Thomson, el físico que (realmente no) descubrió el electrón

Dicen los libros de texto que el físico inglés Joseph John Thomson descubrió el electrón el 30 de abril de 1897. De lo cual se sigue que la primera partícula subatómica acaba de cumplir 120 años.

Pero en realidad no fue exactamente así.

J. J. Thomson en su laboratorio. Imagen de Wikipedia.

J. J. Thomson en su laboratorio. Imagen de Wikipedia.

A los humanos nos vuelven locos los aniversarios, sobre todo cuando hacen números redondos. En cuanto algo cumple un año, ya nos estamos lanzando a celebrarlo, y luego vienen los cinco, los diez… Y todo hay que decirlo, es uno de los recursos de los que vive el periodismo, incluido el que practica este que suscribe. Y tampoco está mal recordar nuestra historia reconociendo a quienes lo merecen.

Pero a veces, estas efemérides deben servir para aclarar cómo no sucedieron las cosas. Los grandes descubrimientos científicos no suelen ser cuestión de una fecha concreta, ya que normalmente son fruto de un largo proceso de investigación. Incluso cuando hay un momento de eureka, un experimento que revela de súbito un resultado largamente esperado, este deberá esperar a ser divulgado, y a que la comunidad científica le dé su asentimiento.

Las fechas que asociamos a ciertos hallazgos, como la relatividad general de Einstein cuyo  centenario celebrábamos en 2015, suelen ser las de su divulgación. Antes era común que los científicos leyeran sus trabajos ante los miembros de alguna institución científica. Hoy la fecha de un descubrimiento es la de su publicación en una revista después de que los resultados hayan sido validados por otros expertos en un proceso llamado revisión por pares.

En el caso de Thomson, la fecha del 30 de abril corresponde al día en que presentó sus resultados ante la Royal Institution. Pero el físico no presentó el electrón, sino el «corpúsculo», una partícula constituyente de los rayos catódicos que tenía carga negativa y cuya masa era unas mil veces menor que la del ion de hidrógeno.

En realidad, Thomson no fue el primero en intuir que el átomo no era tal á-tomo (indivisible), sino que contenía partículas subatómicas. Tampoco fue el primero en sugerir que esas partículas eran unidades elementales de carga eléctrica. Tampoco fue el primero en deducir que los rayos catódicos estaban formados por algo cargado negativamente, ni fue el primero en intentar calcular una masa para ese algo. Y por último, tampoco inventó la palabra «electrón»; esta había sido acuñada por el irlandés George Johnstone Stoney en 1891, un término esperando algo que designar.

El de Thomson es un caso peculiar. Acudo a Isobel Falconer, historiadora de matemáticas y física de la Universidad de St. Andrews (Reino Unido), experta en la figura de Thomson y autora del libro J.J. Thompson And The Discovery Of The Electron (CRC Press, 1997), entre otros muchos trabajos sobre el físico. Le pregunto si debemos considerar a Thomson el descubridor del electrón, y esta es su respuesta: «descubrir es una palabra muy resbaladiza».

«El trabajo de Thomson reunió un número de líneas separadas que presagiaron el electrón como lo conocemos», prosigue Falconer. «Al demostrar que podía manipular y adscribir masa y velocidad a cargas unitarias, concebidas como estructuras en el éter, reunió la visión mecanística británica y la visión continental de la relación entre electricidad y materia, haciendo de los electrones algo real para los físicos experimentales».

Más que un padre natural para el electrón, Thomson fue el padre adoptivo; recogió a una criatura ya casi existente entonces para presentarla en sociedad y hacerla visible ante los demás. La historiadora añade que la constatación de que los electrones podían explicar las propiedades periódicas de los elementos de la tabla consiguió unificar las visiones del átomo que hasta entonces separaban a físicos y químicos.

Todo lo cual es motivo más que suficiente para conceder a Thomson un lugar de privilegio en el hall of fame de la ciencia, sin necesidad de recordarle por el electrón. «Pienso que Thomson debería ser recordado como un físico prolífico y muy creativo, con gran visión y con olfato para los problemas interesantes, que estaba preparado para romper las reglas en la prosecución de esos problemas», dice Falconer. Tanto la historiadora como otros expertos en la obra de Thomson coinciden en su papel crucial en el cambio de siglo de la física, en su transición hacia la física de partículas. Y no solo a través de su propio trabajo, sino como director del laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, un criadero de premios Nobel.

De hecho, cuando Thomson recibió el Nobel en 1906 no fue por el electrón, sino por su línea principal de trabajo, la conducción de electricidad en recipientes llenos de gas. Curiosamente, el electrón llegó en tubos al vacío, algo que era más bien una rareza en su trabajo.

Tal vez al propio Thomson le sorprendería verse hoy en los libros como el padre del electrón. Según Falconer, era un tipo modesto. Y seguro que de otra paternidad se sentía mucho más orgulloso: vivió para ver cómo su hijo George Paget Thomson le seguía los pasos hasta el mismísimo altar de los Nobel, donde un segundo Thomson recogería su premio en 1937.

El LHC se hace (aún) mayor

Cuando se fabrica una máquina, lo normal es crear algún prototipo cuyo funcionamiento pueda examinarse y corregirse antes de producir la versión definitiva. Por supuesto que el LHC, el Gran Colisionador de Hadrones de Ginebra, tira de la tecnología previamente probada en otros aceleradores de partículas. Pero cuando se superan los límites de todo lo construido antes, lo que aguarda por delante es una frontera hacia un territorio desconocido. No solo en lo que respecta a la física de partículas, sino también a la ingeniería.

En septiembre de 2008, solo unos días después de que el LHC comenzara a funcionar, un fallo eléctrico dañó 53 imanes superconductores de los más de 1.600 que contiene la máquina. La avería retrasó la reanudación de las operaciones durante 14 meses hasta noviembre de 2009. Por entonces, el acelerador comenzaba a funcionar haciendo chocar protones a una energía muy por debajo de su capacidad; en los tres años de su primera ronda las colisiones solo alcanzaron la mitad de la energía máxima para la que el LHC fue diseñado, 7 teraelectronvoltios (TeV), a razón de 3,5 TeV para cada una de las partículas que se embisten mutuamente. En ese rango, la máquina probó su eficacia al demostrar en julio de 2012 la existencia del bosón de Higgs, una partícula largamente buscada y teorizada que cerraba el círculo del Modelo Estándar.

Después de dos años de descanso, mantenimiento y reparaciones, hoy el director general del Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN), Rolf Heuer, ha presentado en rueda de prensa la segunda ronda de funcionamiento del LHC, prevista para tres años y que en esta ocasión hará chocar protones a 13 TeV (6,5 por protón), solo 1 TeV por debajo de su máxima capacidad. Los científicos han comenzado ya a inyectar protones de prueba, y se espera que hacia finales de primavera las primeras colisiones a 13 TeV puedan empezar a rendir resultados.

El LHC. Imagen de Daniel Domínguez / Maximilien Brice / CERN.

El LHC. Imagen de Daniel Domínguez / Maximilien Brice / CERN.

Para que las cifras no queden colgadas sin más, conviene explicar que el electronvoltio (eV) es una unidad de energía diminuta inventada para el mundo de las partículas, donde la medida patrón de energía del Sistema Internacional de unidades, el julio, queda demasiado grande. Un electronvoltio se define como la energía que gana o pierde una partícula con la carga de un electrón (por convenio se le da a esta carga el valor de 1) al ser empujada por una diferencia de potencial (lo que solemos llamar tensión eléctrica) de 1 voltio. Es decir, un valor de energía infinitamente pequeño. Un teraelectronvoltio (TeV) es un billón de electronvoltios, o 10¹².

En su web, el CERN ofrece una comparación sencilla: 1 TeV es el equivalente a la energía del movimiento (o energía cinética) de un mosquito en vuelo. Esto puede parecer ridículo, pero si un mosquito pesa unos 2,5 miligramos, imaginemos esa energía concentrada en algo que pesa menos de una miltrillonésima parte. Por emplear otra comparación familiar, y según cifras que se manejan por ahí, un fotón del horno microondas que tenemos en casa (la partícula asociada a la onda que calienta las moléculas de agua cuando metemos la sopa) lleva una energía aproximada de 0,00001 eV; es decir, 10 microelectronvoltios. A pleno rendimiento, el LHC será capaz de conferir a cada protón una energía 700.000 billones de veces mayor que el fotón de nuestro microondas.

Por último, conviene aclarar que cuando hablamos de eV también estamos refiriéndonos a la masa de una partícula, ya que masa y energía son equivalentes aplicando el factor de conversión de la velocidad de la luz al cuadrado, según la conocida ecuación de Einstein E = mc². Por ejemplo, un protón tiene una masa aproximada de 938 MeV/c², o simplemente 938 MeV (para simplificar se da a c el valor de 1). En comparación, el bosón de Higgs se detectó en un rango de masa de unos 125 GeV.

Con todo esto, ¿qué esperan encontrar los científicos en los diminutamente inmensos niveles de masa/energía que alcanzará el LHC en su segunda ronda? Obviamente, partículas muy pesadas que hasta ahora han estado fuera del alcance de los aceleradores. Entre ellas se encuentran unas atractivas postulantes, las partículas masivas de interacción débil o WIMP, que podrían ser los componentes de las cuatro quintas partes de toda la materia existente: la materia oscura. Otra posibilidad es que los físicos encuentren indicios de supersimetría, una extensión propuesta del Modelo Estándar en la que cada partícula tiene su supersimétrica que difiere de ella en una cantidad de 1/2 en su número de espín, una especie de giro; así, por ejemplo, fotón/fotino, higgs/higgsino. Las WIMP también podrían ser partículas supersimétricas llamadas neutralinos.

Entre los resultados más cercanos del nuevo LHC también se espera generar cantidades de antimateria que permitan su estudio detallado. La antimateria está compuesta por partículas exactamente iguales que la materia pero de carga opuesta (por ejemplo, electrón/positrón), y ambas se aniquilan mutuamente. Es decir, que a la aplastante mayoría de la materia debemos nuestra existencia, pero los científicos aún no saben por qué el origen del universo primó la materia sobre la antimateria. Y regresando a ese momento primigenio, el Big Bang, antes de que las cosas empezaran a formarse como las conocemos, todo estaba fundido en una sopa donde los quarks, partículas elementales, estaban separadas de su pegamento, los gluones. Ese plasma caliente de quarks y gluones que existió en las millonésimas de segundo posteriores al Big Bang podría estudiarse también gracias al LHC.

Pero además, otras cosas más extrañas podrían retratarse en alguno de los detectores o experimentos del colisionador, como partículas cuyo único vínculo de contacto con las que hoy se conocen sería su interacción con el campo de Higgs, una especie de telaraña creada por el bosón que es responsable de conferir masa a las partículas. El estudio del higgs podría abrir así el camino hacia la detección de un nuevo zoo de partículas hasta ahora ocultas a los métodos de detección. Los físicos también creen que el LHC podría revelar a dónde escapa la parte de la gravedad que no experimentamos: a nuevas dimensiones espaciotemporales donde podrían existir versiones más pesadas de las partículas que conocemos.

En resumen, tenemos tres años por delante para que el LHC nos revele los bloques de los que está hecho el universo.