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Equipaje para viajar a Marte: dinero, tecnología y cojones

En este último post antes de las vacaciones de verano, voy a referirme al mayor de los grandes anhelos del futurismo vigesimista o vigesímico (pido a la RAE que acuñe ya un adjetivo para referirnos al siglo XX, al estilo de decimonónico para el XIX o dieciochesco para el XVIII, ya que novecentista solo se aplica al primer tercio). A menudo me preguntan si «me creo» lo de Mars One, el proyecto de asentamiento permanente en Marte promovido por una organización holandesa y en el que participan varios españoles aspirantes a convertirse en 2024 en los primeros marcianos. Siempre respondo que sí, que desde luego. Claro que si a continuación me preguntan si creo que Bas Lansdorp, el responsable de todo esto, tiene ahora en sus manos los recursos financieros y tecnológicos necesarios, no solo para culminar con éxito un viaje a Marte, sino para establecer allí una colonia autosuficiente viable, mi respuesta es que podré ser crédulo, pero no imbécil.

Esta aparente contradicción tiene una explicación clara. Soy un posmoderno renegado. Me crié pinchando el God save the Queen de los Sex Pistols («no future«) hasta casi traspasar los surcos del vinilo con la aguja. Después, crecí. Luego, tuve hijos. Ya he contado aquí que la posmodernidad mató las utopías. Uno y otro día leo en los comentarios de este blog cómo el nihilismo y la distopía han triunfado en esta pobre roca mojada que hemos heredado. Pero como mi naturaleza es la de nadar a contracorriente, me rebelo. Lo que sucede en el mundo no es solo culpa de los demás. Y aunque mi posibilidad de participación en arreglar un poco todo esto es muy limitada, y por tanto difícilmente estoy en posición de dejar a mis hijos algo mucho mejor de lo que yo he recibido, hay algo que sí puedo legarles: la visión del futuro que a mí me fue dada, mucho más brillante que la que hoy impera.

Es por esto (con independencia de otras consideraciones sobre progreso social y demás, pero este es un blog de ciencia y a ello me ciño) que me creo lo de Mars One. En resumen: me lo creo porque me da la gana. Porque quiero que sea posible; porque hay mucho universo por recorrer, y quisiera llegar a ver cómo se da el primer paso. Pero mi postura es algo más que un desiderátum. También me lo creo porque, hoy en día, si alguien puede reunir los recursos financieros para costear tan ingente e incierta aventura, no es un sistema público sostenido por los contribuyentes, sino una compañía privada que sepa ordeñar la gigantesca teta (todo lo que un día es burbuja pinchada antes fue teta turgente) tecnológica de internet, televisión, móviles y redes sociales; teta que TODOS (incluso este animal de sabana) estamos engordando a diario y a gusto con una buena parte de nuestros magros sueldos, ahorros, pensiones y subsidios.

Me explico: este mes, Mars One ha firmado un acuerdo con la productora de televisión Darlow Smithson Productions (DSP) para transmitir a todo el mundo el proceso de selección y entrenamiento de los candidatos a martenautas. Valga el dato de que DSP, que según dicen se especializa en la producción de documentales, docudramas y series de calidad (no soy gran televidente, por lo que no puedo hablar con conocimiento ni citar títulos que me resulten familiares), es propiedad de la holandesa Endemol, conocida por su producto estrella: Big Brother, Gran Hermano. Aunque a Juanjo Díaz Guerra, amigo y candidato de Mars One, le horroriza oír hablar del Gran Hermano Marciano, es obvio que esta es la manera de hacer real el proyecto. Según un artículo publicado en 2010 en la revista World Policy Journal, «la Asociación de Protección y Reconocimiento de Formatos (FRAPA) estima que los programas de televisión como Gran Hermano generaron unos ingresos de 12.300 millones de dólares en todo el mundo de 2006 a 2008″. Como comparación, el presupuesto total de la NASA para 2014 es de 17.646 millones de dólares, de los cuales solo 4.113 están dedicados a exploración espacial y 3.776 a las operaciones actuales en el espacio. ¿Quién tiene el dinero para viajar a Marte?

¿Y la tecnología? La tecnología es solo dinero reconvertido. Mars One no es una compañía aeroespacial. Pero existe por ahí un buen número de corporaciones y agencias espaciales que disponen del conocimiento científico y el fondo tecnológico necesarios para preparar una misión como la propuesta, y que lo harán encantadas a cambio de jugosos contratos. Una de ellas, SpaceX, fundada por el creador de PayPal Elon Musk, ha pasado en 12 años de no existir a enviar los primeros cohetes de carga privados a la Estación Espacial Internacional (ISS). Ya dispone de dos modelos de cohetes, una cápsula espacial para siete tripulantes, y está desarrollando un nuevo lanzador pesado capaz de llegar a Marte. Si se dibujaran los progresos espaciales de SpaceX en una curva temporal, seguramente solo podríamos encontrar un parangón de crecimiento tan espectacular en los gloriosos tiempos de la carrera espacial entre EE. UU. y la antigua URSS.

Por último, queda un tercer factor, más sutil y menos cuantificable. Y siguiendo aquello de le mot juste de Flaubert, Pound y Hemingway, en este caso la palabra justa no es otra sino cojones. Cojones, los de Mars One para arrostrar el tsunami de vituperios que apenas aún ha comenzado a levantarse, especialmente los cainitas, los de la propia comunidad científica aeroespacial, muchas veces teñidos de ese puritanismo moral tan, tan, tan posmoderno. Cojones, los que la compañía deberá abrillantarse y sacar a relucir en público si la misión se tuerce y alguno de los tripulantes muere. Y cómo no, cojones, los de los hombres y mujeres (los cojones, en muchos casos, son más femeninos que masculinos) que sean finalmente seleccionados para una empresa en la que bien podrían morir. Y así debe ser. No que mueran. Sino que puedan morir.

Aclaro esto último: no se trata de contemplar la misión de Mars One (próximamente en sus pantallas, se supone que en Telecinco, la cadena líder de Mediaset, copropietaria de Endemol) como los romanos acudían al circo a ver si algún gladiador la diñaba. Pero el proyecto de Mars One solo será posible si sus participantes aceptan que serán gladiadores fajándose contra temibles fieras letales, y no cruceristas de un Royal Caribbean espacial ni residentes de la versión extraterrestre de Marina d’Or. Corre por ahí la idea de que actualmente las misiones espaciales tripuladas, que hoy tienen como destino la ISS en el cien por cien de los casos, se mueven en un nivel de seguridad comparable al de cualquier vuelo comercial. Yo creo que no es así. No hace falta ser un experto en tecnología aeronáutica y aeroespacial para colegir que difícilmente una aeronave de línea es sometida a revisiones tan concienzudas y exhaustivas antes de cada vuelo como los antiguos shuttle estadounidenses o las Soyuz rusas. Y tampoco los pasajeros de los aviones disfrutamos de tantas capas de sistemas redundantes (¿soy el único a quien le parece aberrante que nunca volemos con derecho a paracaídas, y que en su lugar debamos conformarnos con un chaleco inflable magníficamente equipado con bombilla y pito?).

Se trata de que, a pesar de toda la ciencia valiosa que indudablemente se hace a bordo de la ISS, ¿qué es lo que finalmente llega al público como única ventana hacia la última frontera de la humanidad? Lo pudimos ver recientemente: con motivo de la inauguración del Mundial de fútbol, no hubo cadena que se resistiera a emitir aquellas imágenes de los astronautas de la ISS haciendo el gilí con un balón. La imagen pública de la ISS ha quedado reducida a una sempiterna visión de tipos ya talludos haciendo el ganso mientras flotan. Y es que la actividad a bordo de la ISS resulta hoy tan interesante para el público como curiosear en la oficina de una notaría. No culpo de ello a los astronautas, sino a las agencias que los envían. La NASA ha desvelado recientemente su nuevo diseño para el prototipo de un traje espacial apto para Marte, el Z-2 (que, por otra parte, nos convertiría en el hazmerreír de la galaxia). Pero, en el fondo, este anuncio es poco más que una maniobra de márketing para la galería. No son pocos quienes hoy opinan que la mayor agencia espacial del planeta Tierra (por eso nos importa), antes percibida como fuente de innovación fresca y audaz, hoy se ha convertido en un organismo burocrático y excesivamente conservador en sus apuestas, paralizado por el fantasma de los desastres del Challenger y el Columbia.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje espacial apto para Marte. NASA.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje (¿disfraz?) espacial apto para Marte. NASA.

Este mes, un informe del National Research Council de EE. UU., encargado por el Congreso de aquel país, ha alentado a empujar la exploración humana del espacio más allá de la órbita terrestre, enfatizando el carácter de Marte como horizonte. Entre los motivos para ello, el NRC incluye los que define como «aspiracionales»; es decir, los que no tienen cariz económico, político, estratégico ni científico, sino que responden a la necesidad del ser humano de ir más allá. A la épica. Al romanticismo. El informe sostiene que, por supuesto, los riesgos serán enormes, y que estos solo son justificables bajo el objetivo de llevar humanos a otros mundos. «Un programa de exploración sostenido más allá de la baja órbita terrestre, pese a toda la atención razonable que se preste a la seguridad, casi inevitablemente conducirá a múltiples pérdidas de vehículos y tripulaciones a largo plazo», dice el informe. «Una nación que elige extender la presencia humana más allá de las fronteras de la Tierra afirma su compromiso con esta empresa y acepta el riesgo a la vida humana que supone emprender el programa pese a que los accidentes graves sean inevitables». El NRC es enormemente crítico con la línea actual de la NASA, juzgando que el presente rumbo del programa de exploración humana jamás conducirá a Marte. ¿Y cuál ha sido la respuesta de la NASA al informe? Aplauso.

Es decir: que tarde o temprano, incluso las anquilosadas y mastodónticas agencias espaciales nacionales tendrán que pasar por un aro que hoy censuran a Mars One, el del riesgo inaceptable, el de los cabos sueltos y la incertidumbre. Llegarán a eso. Espero. Y la imagen de un tipo saltando sobre la superficie marciana, incluso con un atuendo tan estúpido como el Z-2, será millones de veces más poderosa para la inspiración humana, para la muerte de la posmodernidad y la vuelta a una época en la que creíamos en el futuro y en la utopía, que millones de vídeos de funcionarios flotantes explicando cómo se hace spinning en gravedad cero.

¿Que si me creo lo de Mars One? Antes de que existiera el proyecto, yo ya había escrito una novela contándolo.

Treinta y dos riesgos para la salud amenazan a los martenautas

Entre mi joyería de vinilo conservo un single (término que en 1983 hacía referencia a un disco pequeño, no a una persona sin pareja) grabado hace ya nada menos que 31 años —tempus fugit— por los vigueses Siniestro Total en su época más genial, la primera, cuando las descacharrantes letras de la banda sonaban con la irrepetible articulación gutural del finado Germán Coppini. El disco, el número 42 del sello DRO, es un prodigio íntegro, desde la portada en la que tuvieron la caradura de parodiar el London Calling de los Clash (publicado solo cuatro años antes), hasta los dos temas que conformaban su «doble cara B», Me pica un huevo y Sexo chungo. Jamás ha vuelto a existir en España, ni quizá plus ultra, una ola semejante de irreverente desfachatez, ingeniosa frescura y absoluto nihilismo comercial, pero todo ello con talento y con verdadera incorrección para una época en la que hasta Miguel Ríos se escandalizaba. Y qué demonios, algunas de sus letras incluso serían más incorrectas hoy que entonces. Era otro siglo, y a veces pienso que casi otro planeta.

Pero basta ya de nostalgia. A lo que voy es a la última estrofa de Me pica un huevo. Este tema de Julián Hernández nos ha legado alguna línea que ya es casi greguería clásica («Hemos llegado a la Luna / poco antes de la una»), pero además un clímax en el que el narrador, un astronauta que pone el pie en nuestro satélite, sufre un trance que a la enésima escucha de la canción aún sabe aflojarme el huesecillo de la risa: «Cien millones de espectadores / y yo sin poder rascarme los cojones». De acuerdo, no es Brecht. Por eso.

El caso es que, para un astronauta, un sencillo picor es veramente un asunto serio. En mi novela Tulipanes de Marte trasplanté a mi personaje, el deslenguado Pancho Monaghan, la anécdota documentada de un astronauta cuyo nombre no importa (manera de decir que no lo recuerdo y ahora mismo no tengo internet) y a quien una gota de limpiador jabonoso del visor del casco le saltó al ojo durante una EVA (siglas en inglés de Actividad ExtraVehicular, lo que los periodistas solemos llamar paseo espacial). El accidente le provocó una molesta llorera que le formó globo en el ojo, ya que en el espacio las lágrimas no caen, sino que se quedan. Por fin el astronauta logró rascarse contra un resalte interior del casco, pero un sucedido que en la Tierra no llega ni a carne de Twitter se convierte en material de epopeya cuando caes a 27.000 kilómetros por hora en ese lugar donde nadie puede oír tus gritos.

Actividad extravehicular de la misión STS-116 en 2006 en la Estación Espacial Internacional sobrevolando Nueva Zelanda. NASA.

Actividad extravehicular de la misión STS-116 en 2006 en la Estación Espacial Internacional sobrevolando Nueva Zelanda. NASA.

Más recientemente, a otro astronauta (tampoco lo recuerdo) le rondó la parca cuando casi se ahogó dentro de su casco por la inundación de su traje. Ahogarse con agua en el espacio. Muerte absurda donde las haya. El riesgo de perder un tripulante se estimaba en 1 posibilidad entre 90 para la época del último vuelo de los shuttle estadounidenses (2011), lo que suponía un enorme avance respecto al 1/10 de la primera misión de aquellas naves, según figura en un nuevo informe publicado por el Instituto de Medicina (IOM), la rama de salud de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU. El documento, encargado por la NASA y titulado Estándares de salud para vuelos espaciales de exploración y larga duración: principios éticos, responsabilidades y marco de decisión, repasa y analiza los riesgos de salud a los que se enfrentan los astronautas, sobre todo de cara a futuras misiones de larga duración a destinos como Marte y asteroides cercanos.

Los expertos del IOM enumeran un total de 32 amenazas identificadas previamente por la NASA (la lista completa aquí), que incluyen riesgos ya conocidos como la imposibilidad del esqueleto y musculatura de readaptarse a la gravedad terrestre, los problemas cardíacos (a los que se ha añadido recientemente un redondeamiento del corazón), las alteraciones inmunitarias, los daños en el oído y la vista, los efectos de la medicación, la hipertensión intracraneal, el mal de descompresión, los desórdenes psicológicos y psiquiátricos, los desajustes del reloj biológico y su impacto en el sueño, la posible virulencia incrementada de los microbios patógenos, la exposición a la radiación y al polvo o los gases extraterrestres, los riesgos nutricionales e incluso los debidos a una inadecuada interacción hombre-máquina; y todo ello, con un limitado acceso a servicios médicos. El informe no menciona alguna complicación específica descubierta en los últimos años, como la pérdida de las uñas de las manos debida a los guantes presurizados.

Con todas estas amenazas, el informe valora si el nivel de riesgo es éticamente aceptable o no en distintas tipologías de misiones, ya sean a la Estación Espacial Internacional, a la Luna, a asteroides cercanos o a Marte. Como es de esperar, es este último destino el que recibe un mayor número de calificaciones de riesgo inaceptable, concretamente en nueve de las 32 amenazas. El peligro considerado inaceptable en más casos es el de defectos de la vista e hipertensión intracraneal, seguido del riesgo de cáncer por radiación, que es valorado como inaceptable para las misiones a asteroides cercanos y a Marte.

En realidad, el propósito del informe del IOM no busca tanto el enfoque clínico como el ético. El encargo de la NASA responde a la necesidad de confrontar las amenazas para los futuros viajeros espaciales con los estándares éticos que actualmente se manejan a la hora de exponer a una persona de forma consciente y deliberada (y financiada con fondos públicos) a riesgos contra su salud y su vida. Se supone que el fin último de todo esto es comprobar si algo chirría demasiado, tanto como para complicar las cosas en otros ámbitos diferentes del puramente médico, como por ejemplo el legal. A este respecto, el comité del IOM desaconseja bajar de forma global el listón de exigencias éticas de la NASA, sino más bien «hacer una excepción al estándar para poder ejecutar estas misiones hasta que se disponga de nuevas teconologías y estrategias de protección o se adquieran datos adicionales que permitan la revisión del estándar». Esto, en mi lenguaje, se llama sencillamente hacer trampa.

Ilustración del Proyecto Mars One. Bryan Versteeg/Mars One.

Ilustración del Proyecto Mars One. Bryan Versteeg/Mars One.

Sin embargo, es una trampa que personalmente aplaudo, porque supone el primer resquicio abierto por la rígida, conservadora y burocrática estructura de la primera potencia espacial de la Tierra a la contingencia que es inevitable aceptar si queremos volver a tener humanos ahí arriba, sea donde sea ahí arriba. Tomemos como ejemplo el tan denostado y ridiculizado proyecto de Mars One. No sabemos si esta organización holandesa llegará a tener a su alcance toda la tecnología necesaria para hacer lo que afirman que quieren hacer. Pero una gran parte de las críticas recibidas por la iniciativa, incluso desde dentro del mundo científico, han abdicado de juicios racionales como este para abrazar una especie de puritanismo moral exacerbado que condena el proyecto por la presunta frivolidad de enviar humanos a lo que, dicen, podría ser una muerte segura. Y esto ocurre predominantemente en países que en los últimos años no han dejado de enviar soldados a la muerte (más de 29.000 entre 1990 y 2011, en el caso de EE. UU.).

Es cierto que Mars One no tiene por qué someterse a los estándares éticos de la NASA, pero también que no está tan fuera del alcance de su larga mano como podría parecer. Ambas organizaciones podrían contar con proveedores tecnológicos comunes, pero sobre todo, los criterios adoptados por la agencia estadounidense como reglas válidas del juego orientarán la opinión de muchos a la hora de aplaudir o censurar, y esto a su vez repercutirá en las posibilidades del proyecto de financiarse con el apoyo del público y por tanto de adquirir o desarrollar la tecnología necesaria para convertirse en realidad. Así que, por mi parte, bienvenida sea la trampa si ayuda a que los humanos estemos de nuevo allí de donde nunca debimos marcharnos.

Los museos con menos visitantes de la historia (pista: no están en la Tierra)

pantallazoLa casa Bonhams de Nueva York ha subastado esta semana 295 lotes de objetos históricos de la exploración espacial. El techo de las pujas lo marcaron una lista de comprobaciones de los astronautas Armstrong y Aldrin en la Luna (68.750 dólares), un emblema de la misión Apolo 11 firmado por sus tres integrantes (62.500 dólares) y un viejo y –para la época– futurista traje espacial plateado del programa Mercury (43.750 dólares). No todos los precios fueron adecuadamente astronómicos; cualquier astrofetichista podría haberse hecho, por solo 62 dólares, con una foto autografiada del cosmonauta soviético Valery Kubasov, uno de los protagonistas del primer apretón de manos en el espacio entre EE. UU. y la URSS que en 1975 contribuyó a relajar las tensiones de la Guerra Fría. Y por cierto, no eludo la tentación de mencionar cómo, en la línea de desapego por la ciencia de numerosos medios en España (el Efecto Nosdaigualochoqueochenta), un diario digital ha publicado el teletipo de Efe junto a esta imagen que adjunto. El pie de foto dice: «Vista de la luna». Es una luna, sí, pero no la Luna, sino Encélado, satélite de Saturno.

Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Tradicionalmente, la poco caritativa NASA se ha considerado única propietaria de cualquier calcetín o pedazo de hilo dental utilizado por un astronauta durante su servicio, y no ha permitido la enajenación comercial de tales artículos ni por una buena causa: en 2011 demandó al astronauta Edgar Mitchell, que voló a la Luna en el Apolo 14, cuando este trató de subastar una cámara empleada en la misión para costear las facturas médicas de su hijo enfermo de cáncer, según publicaron algunas fuentes. El error fue enmendado por el Congreso de EE. UU. con una nueva ley en 2012, demasiado tarde ya para el hijo de Mitchell.

Con las perspectivas de nuevas misiones tripuladas a la Luna en las próximas décadas, pero ninguna de ellas promovida por la NASA y algunas organizadas por operadores privados, cabe preguntarse qué ocurrirá cuando alguien trate de poner sus polvorientas y enguantadas zarpas sobre alguno de los objetos abandonados en tierra de nadie por los únicos humanos que hasta ahora han paseado por allí, todos ellos empleados de la agencia espacial estadounidense. Los futuros selenautas no solo encontrarán allí una dispersa dotación de Puntos Limpios con chatarra tecnológica obsoleta, sino también ciertas piezas que valen bastante más de su peso en oro. En concreto, obras de arte.

Arriba, rama de olivo en oro depositada por Neil Armstrong en la Luna en 1969. Abajo, memorial del Astronauta Caído. NASA.

Arriba, rama de olivo en oro depositada por Neil Armstrong en la Luna en 1969. Abajo, memorial del Astronauta Caído. NASA.

Entre los objetos conmemorativos que hasta ahora han disfrutado de descanso eterno en la Luna, se encuentra una pequeña rama de olivo fabricada en oro que Armstrong posó en el polvo lunar simbolizando su deseo de paz para el planeta. Dos años más tarde, la tripulación del Apolo 15 depositó una figurita de aluminio, creada por el artista belga Paul Van Hoeydonck, que representaba un astronauta y rendía homenaje a los 14 hombres estadounidenses y soviéticos fallecidos durante el progreso de la exploración espacial. La escultura, bautizada como Astronauta Caído, se emplazó en la llamada Rima Hadley junto a una placa con los nombres de los homenajeados. Sendas réplicas de la estatuilla y la placa se encuentran hoy en el Museo Nacional Smithsonian del Aire y el Espacio, en Washington.

En su día el Astronauta Caído se publicitó como la primera instalación de arte en la Luna. Sin embargo, probablemente no lo fuera. Cuatro meses después del histórico saltito de Armstrong, el 22 de noviembre de 1969, la segunda misión lunar volaba de regreso a la Tierra cuando el diario The New York Times publicó una extraña historia: «Escultor de Nueva York dice que el Intrepid puso arte en la Luna». La autora del artículo, Grace Glueck, relataba que el módulo de alunizaje Intrepid del Apolo 12 llevaba adosado a una de sus patas un minúsculo polizón: una tesela cerámica de 1,9 por 1,3 centímetros que nunca figuró en el inventario de la misión.

Museo Lunar. Arriba, la fotografía que apareció en el diario 'The New York Times', con el dibujo de Andy Warhol oculto por un pulgar. Abajo, la obra completa. Desde el diseño de Warhol, en sentido de las agujas del reloj, obras de Robert Rauschenberg, David Novros, John Chamberlain, Claes Oldenburg y Forrest Myers.

Museo Lunar. Arriba, la fotografía que apareció en el diario ‘The New York Times’, con el dibujo de Andy Warhol oculto por un pulgar. Abajo, la obra completa. Desde el diseño de Warhol, en sentido de las agujas del reloj, obras de Robert Rauschenberg, David Novros, John Chamberlain, Claes Oldenburg y Forrest Myers.

Según Glueck, el azulejo llevaba grabadas seis obras ejecutadas por otros tantos artistas. El más perezoso, Robert Rauschenberg, se limitó a dibujar una simple línea. David Novros y John Chamberlain pintaron sendos diseños que asemejaban circuitos. El sueco Claes Oldenburg aportó una de sus reinterpretaciones de la figura del ratón Mickey, mientras que Forrest Myers generó por ordenador un símbolo que parece representar eslabones encadenados. Por último, el niño terrible del arte pop, Andy Warhol, creó algo que se describe como un anagrama caligráfico con sus iniciales, pero que para cualquier observador humano no es sino el grafiti más popular en el planeta Tierra: un miembro masculino con su guarnición. La fotografía publicada en el New York Times evitó astutamente mostrar el dibujo de Warhol. «El pulgar de la persona que sostiene el azulejo cubre la firma de Andy Warhol», rezaba el pie de foto sin más explicación.

La fuente de Glueck era Myers, promotor confeso de la idea, quien al parecer había deseado llevar arte a la Luna desde el lanzamiento del primer Sputnik. Cuando la conquista del satélite se hizo realidad, reunió a cinco amigos artistas y contó con dos ingenieros de los Laboratorios Bell llamados Fred Waldhauer y Robert Merkle para miniaturizar los diseños e imprimir la colección en una serie de 18 piezas idénticas. Con las obras en la mano Myers contó su idea a la NASA, que en principio mostró interés por el proyecto. Pero el visto bueno nunca llegó, por lo que el escultor decidió actuar por su cuenta. Siempre según su relato, contactó con un ingeniero anónimo de la compañía Grumman Aircraft que trabajaba en Cabo Kennedy y este pegó uno de los azulejos en una escotilla de acceso de una de las patas del Intrepid, confirmándolo después a Myers mediante un telegrama.

En el artículo de Glueck, el gobierno negaba todo conocimiento (¿les suena?). «No sé nada de ello. Suena a algo que nos habría interesado mucho si se nos hubiera preguntado. Si es cierto que lo han conseguido por medios clandestinos, espero que la obra represente lo mejor del arte estadounidense contemporáneo», declaró el entonces portavoz de la NASA Julian Scheer, de quien no consta si estaba al tanto del dibujo de Warhol. Por su parte, Myers hablaba de su logro con satisfacción: «Ahora sé que ahí arriba hay una pieza de arte con sentimiento, un trozo de software entre tanto hardware y chatarra».

Como es obvio, hasta ahora nadie ha podido comprobar in situ si el conocido como Museo Lunar realmente existe. Las posteriores misiones Apolo visitaron regiones diferentes del satélite. Hace unos años, cuando trabajaba en el difunto diario Público, yo mismo intenté que alguna voz autorizada de la NASA me confirmara si la agencia disponía de algún documento o, al menos, de una postura oficial al respecto. Al igual que otros antes que yo, no tuve éxito.

En 2010, el programa History Detectives de la televisión pública estadounidense PBS desveló el telegrama recibido por Myers, que aparecía firmado por un tal John F. En su episodio titulado ¿Quién es John F.? se pedía la colaboración del público para tratar de identificar a este presunto ingeniero de Grumman. El empleado de esta compañía que supervisó la plataforma de lanzamiento de la misión Apolo 12, Richard Kupczyk, reveló en el programa que varios trabajadores de la empresa deslizaron objetos personales en el interior del módulo Intrepid sin el conocimiento de la NASA, pero no pudo confirmar la historia del Museo Lunar. El primer selenauta que en el futuro consiga dejarse caer por la región de Mare Cognitum, donde reposa el Intrepid, tendrá una buena historia que contar. Y quién sabe, tal vez entonces la NASA se pronuncie.

Lo más difícil no es llegar a Marte, sino parar

Recientemente tuve ocasión de charlar con Juanjo Díaz Guerra, uno de los 39 candidatos españoles preseleccionados en primera ronda para el asentamiento que la organización Mars One pretende fundar en Marte. Juanjo me produjo la impresión de ser exactamente el tipo que querría allí arriba si yo fuera Bas Lansdorp: alguien con cimientos científicos –geógrafo y climatólogo–, pero también con el carácter resuelto y decidido de quien parece capaz de comerse Marte con patatas y sus dos lunas de postre. Juanjo tiene las ideas claras y no le asusta la certeza de que moriría sin ver de nuevo su planeta natal. Pese a todo, cuando le pregunté si tenía miedo, yo no me refería a la vida en Marte, sino al viaje. Aquí no vale el verso de Cavafis

Viajar a Marte no es empresa fácil. Solo un tercio de las misiones emprendidas hasta ahora ha cumplido sus objetivos. Incluso con el avanzado estado de la tecnología actual, hace poco más de dos años la misión rusa Fobos-Grunt, que debía cosechar muestras de una de las lunas de Marte y traerlas de vuelta, no logró escapar de la órbita terrestre y se precipitó al océano. Pero incluso si el largo camino hacia la Ítaca extraterrestre se cubre sin desgracias, una vez allí queda pendiente un grandioso desafío: aterrizar sin añadir un cráter más a la geografía marciana. Y lograr esto es infinitamente más arduo en Marte que en la Tierra.

Todos conocemos esas llameantes reentradas de las naves espaciales en la atmósfera terrestre, que en 2003 causaron la trágica desintegración del transbordador Columbia debido a un desperfecto en su coraza térmica. Y sin embargo, el hecho de que el aire no esté vacío, sino lleno de aire, es un gran aliado que permite a los astronautas frenar su vertiginosa caída para sobrevivir al impacto con el duro planeta.

Pensemos en la Estación Espacial Internacional (ISS), en la baja órbita terrestre. La sensación plácida de aparente ingravidez es solo una ilusión: la ISS está muy bien sujeta por la gravedad terrestre, que la mantiene en caída libre a una velocidad media de unos 27.700 kilómetros por hora. Cuando uno de los autobuses espaciales acoplados a ella quiere regresar, como las Soyuz rusas o los ya difuntos transbordadores de la NASA, basta un desacoplamiento y un ligero apretón al freno para que la pérdida de velocidad la arrastre a una órbita más baja, una que acaba cortando la superficie terrestre gracias al concurso del brutal rozamiento con la atmósfera.

Las naves necesitan además otros sistemas que ayudan a aminorar su marcha, como los paracaídas. En 1967, en plena carrera espacial, la primera Soyuz soviética sufrió un defecto en su sistema de paracaídas. Cuando la cápsula se estrelló contra el suelo viajaba a solo 140 kilómetros por hora, pero suficiente para matar a su único tripulante, el cosmonauta Vladimir Komarov.

El problema con Marte es que, a distintas reglas, el juego cambia. La presión atmosférica media en el planeta vecino es unas 167 veces menor que en la Tierra. El aire, casi todo dióxido de carbono, es tan tenue que el rozamiento y los paracaídas son insuficientes, lo que ha terminado con algunas sondas reventadas contra la roca marciana. El sistema utilizado en algunas de las misiones más recientes ha consistido en combinar los paracaídas con airbags que envolvían el aparato por completo para que rebotara una y otra vez contra el suelo hasta su parada completa. En palabras de Tommaso Rivellini, ingeniero del sistema de descenso y aterrizaje de la misión Mars Science Laboratory, «no es la caída lo que te mata, sino el aterrizaje». La MSL, más conocida por el nombre de su rover, Curiosity, ha sido la última misión que ha tocado suelo con éxito. Rivellini y sus colaboradores diseñaron un sofisticadísimo sistema de descenso y aterrizaje en tres fases que se muestra en este vídeo:

(Embedded video from NASA Jet Propulsion Laboratory California Institute of Technology)

La nave se aproximó a Marte a más de 20.000 kilómetros por hora. Cuando el paracaídas se abrió tras la entrada en la atmósfera, la velocidad del aparato aún era supersónica, de unos 1.600 km/h. Aunque el paracaídas especialmente diseñado logró ralentizar el descenso, se requería la ayuda de retrocohetes. Por último, la tercera fase, llamada grúa aérea, evitaba que las turbulencias atmosféricas provocadas por los cohetes al acercarse al suelo inyectaran el polvo en todos los recovecos de la sonda, un inconveniente que no existía en la Luna por su total ausencia de atmósfera. Por increíble que parezca, el sistema de descenso funcionó a la perfección, y transcurridos los «siete minutos de terror» en los que no existió contacto con la nave, el Curiosity llamó a casa.

Claro que, una cosa es posar un cochecito de 900 kilos, y otra muy diferente hacer lo mismo con cargas de 40 a 80 toneladas. Algunos expertos estiman que, con la tecnología actual, el Curiosity marcó el tope de peso que hoy se puede hacer aterrizar en Marte. Para Robert Braun, antiguo ingeniero de la NASA y hoy en el Instituto Tecnológico de Georgia, con una vida dedicada a la tecnología de exploración planetaria, el reto se resume en «hacer aterrizar una casa de dos pisos, y quizá hacerlo junto a otra que se ha posicionado previamente con combustible y suministros». Para Braun no se trata simplemente de un cambio de escala, sino que la tecnología deberá ser radicalmente nueva. Se barajan sistemas de paracaídas rígidos inflables y retrocohetes supersónicos, además de trayectorias de aerocaptura que describan una primera vuelta a gran altitud para reducir velocidad antes de la entrada, pero aún queda mucho camino por recorrer en los laboratorios de la Tierra antes de que una nave tripulada pueda fajarse contra la atmósfera marciana y acabar de una pieza.