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Maravillosa naturaleza, hasta en lo repugnante

Hace ya muchos años, cuando aún vivía con mis padres, sucedió que al regreso de unas largas vacaciones nos topamos con una sorpresa aterradora: el frigorífico-congelador había fallado por motivos que ya no recuerdo. Pueden figurarse el panorama si alguna vez les ha ocurrido algo similar. Si no es así, tal vez no lleguen a imaginar lo que una incubadora, pues en eso se había transformado nuestra nevera, puede llegar a hacer con kilos y kilos de comida perecedera en pleno mes de agosto.

Voy a ahorrarles los detalles. La limpieza duró varios días, pero lo que más costó fue eliminar el intenso olor a cadáver que durante semanas siguió impregnando el frigorífico, la cocina, tal vez nuestras propias fosas nasales. Todavía hoy recuerdo perfectamente aquella peste de la descomposición (tal es el poder del olfato).

Pero si traigo hoy este recuerdo es porque en aquella ocasión comprendí perfectamente cómo un tipo tan listo como Aristóteles podía creer en algo tan conceptualmente absurdo como la generación espontánea, es decir, bichos que crecen de la nada; por ejemplo, pulgones que nacían de las gotas de rocío. Aunque otros científicos se anticiparon con intuiciones acertadas y observaciones pioneras, no fue hasta casi ayer mismo, siglo XIX, cuando Louis Pasteur dejó bien demostrado y sentado que todo ser vivo nace de otro ser vivo, incluso los microbios.

Sin embargo, reconozco que mi madre tenía motivos para dudar de Pasteur: carne envuelta en cajones dentro de un congelador cerrado, en un piso de Madrid aparentemente sellado a cal y canto para las vacaciones; ¿cómo demonios habían llegado allí todos aquellos gusanos?

He recordado el episodio a raíz de otro hecho reciente. Tal vez algún seguidor de este blog recuerde que hace varias semanas conté aquí dos experimentos caseros de microbiología que hicimos para la feria de ciencias del colegio de mis hijos. Creo recordar que entonces detallé cómo deshacerse de los cultivos una vez terminados los experimentos: un cubo con lejía a una concentración mínima del 10%, y dejar allí las placas abiertas durante un par de horas.

Pero en esto, como en otras cosas, soy un mal ejemplo. Por falta de tiempo, descuido y dejadez, dejé las placas almacenadas en dos cajas de zapatos en un rincón de la cocina. Hasta que un día mi hijo mayor me dijo: “papá, la cocina está llena de moscas”. “Bueno, llena, llena…”, pensé mientras iba a comprobarlo. Y sí. Llena. Aunque no llevé la cuenta, calculé que esa tarde debí de matar al menos 50 moscas.

Eran moscas negras, peludas, más grandes que las domésticas y más torpes, sin esa ágil capacidad evasiva de las intrusas más habituales en nuestros veranos. Al matarlas, algunas de ellas liberaron larvas. Es decir, que eran ovovivíparas: los huevos eclosionaban aún dentro de la madre, que deposita larvas vivas. Si mi guía de insectos no me falla, este detalle es típico de la familia de los sarcofágidos (Sarcophagidae), a diferencia de la Calliphora vomitoria, el típico moscardón azul de la carne que solemos ver más a menudo.

Las más comunes dentro de este grupo, la subfamilia sarcofaginas, suelen tener rayas blancas y negras en el tórax y un patrón ajedrezado en el abdomen. Por el contrario, las mías iban de luto riguroso, así que debían pertenecer a alguna de las otras dos subfamilias. Esto es todo lo que puedo afinar en mi esfuerzo taxonómico. Si hay algún entomólogo en la sala que pueda aportar alguna pista, será bienvenido.

Una sarcofágida, mosca de la carne. Imagen de pixabay.com / dominio público.

Una sarcofágida, mosca de la carne. Imagen de pixabay.com / dominio público.

De inmediato comprendí que la causa de aquella invasión eran las placas. En algunos de los medios de cultivo habíamos utilizado productos de origen animal, como caldo de carne y leche. Y aunque en la cocina no se notaba ningún olor evidente para los humanos que habitamos en esta casa, era obvio que las moscas sí habían detectado algo que las había llevado hasta allí. Pero ¿por dónde habían entrado? La ventana de la cocina prácticamente nunca se abre, pero hay una rejilla de ventilación que comunica con el exterior, además de las salidas de la caldera de gas y la campana extractora.

Me deshice de las placas al instante, pero en días sucesivos tuve que matar otras varias decenas de moscas, hasta que la infestación desapareció. Es decir, que incluso eliminada la fuente original, aún persistía en el aire un gradiente de concentración de esos compuestos atrayentes, suficiente como para marcarles a las moscas un camino invisible hasta la rejilla de nuestra cocina.

Y todo esto, por repugnante que pueda resultar, no deja de ser una maravilla. Cuando estamos vivos, invertimos una inmensa cantidad de nuestro dinero metabólico (energía que comemos) en el simple mantenimiento bioquímico del organismo. Es decir, en reparar las tuberías, cambiar las bombillas fundidas, arreglar los desconchones y demás tareas necesarias para mantener habitable nuestra casa. Cuando morimos, todo esto se interrumpe, y la casa queda abandonada a su suerte. Comienza entonces un proceso espontáneo de degradación, acelerado por huestes de vándalos (bacterias y hongos) que invaden lo que fue nuestra propiedad para expoliarla de su principal riqueza, las proteínas.

Fruto de toda esta decadencia aparecen compuestos como los adecuadamente llamados putrescina y cadaverina, algunos de los responsables del olor que se nos quedó metido en la nariz durante semanas cuando aquello de la nevera. Algunas de estas sustancias flotan en el aire, no como corrientes continuas, sino como simples penachos dispersados por el viento hasta kilómetros de distancia; ridículamente indetectables para alguien como un ser humano. Pero no para las moscas.

Las moscas poseen un olfato increíblemente fino en sus antenas, que les permite seguir ese rastro desde grandes distancias hasta localizar la fuente. En los últimos años se han llevado a cabo experimentos pasmosamente sofisticados para controlar y seguir el vuelo de las moscas en respuesta a estímulos olfativos, utilizando túneles de viento e inhibiendo selectivamente ciertas regiones del cerebro del insecto. Los investigadores han podido así comprobar que, una vez detectado el cebo olfativo, las moscas recurren a la vista para tratar de localizar la fuente de comida.

En el caso de mis cultivos microbianos, no podían, ya que la fuente del olor eran unas placas dentro de dos cajas de zapatos a las que las moscas no podían acceder. Y probablemente por este motivo se quedaban vagando sin rumbo por la casa o se pegaban a la ventana de la cocina sin saber muy bien qué hacer.

Y hay otro detalle curioso. Para nosotros, compuestos como la putrescina y la cadaverina tienen un olor muy desagradable. Este es un sistema natural que poseemos para la detección de alimentos en mal estado. Antes de que existiera la impresión de fechas de caducidad en los alimentos, la evolución nos dotó de un sensor capaz de alertarnos de que esa comida estropeada podría matarnos.

En el caso de las moscas, ocurre lo contrario: podemos pensar que, para ellas, la carne en descomposición de la que se alimentan y donde depositan a sus crías huele tan bien como para nosotros un plato de risotto con setas. Puede que sean feas, que todo va en gustos, y desde luego que son saquitos ambulantes de enfermedad. Pero recuerden, no caigan en esa falacia de hablar de seres más evolucionados o menos evolucionados: a ver quién de ustedes es capaz de oler desde casa lo que se está cocinando en un restaurante a kilómetros de distancia.

Nuestras células tienen tabiques gracias a las bacterias

Entre los biólogos hay quienes sostienen que la vida debe de ser omnipresente en el universo, y quienes opinan que la aparición de cualquier cosa a la que podamos llamar vida requiere de tantos desvíos afortunados en la larguísima carretera de la historia natural que su aparición es algo extremadamente improbable.

Un grupo de arqueas (en rojo) y bacterias (en verde). De una imagen parecida a esta pudo nacer la primera célula compleja, según la teoría de la endosimbiosis. Imagen de Annelie Pernthaler/UFZ.

Un grupo de arqueas (en rojo) y bacterias (en verde). De una imagen parecida a esta pudo nacer la primera célula compleja, según la teoría de la endosimbiosis. Imagen de Annelie Pernthaler/UFZ.

Tanto, que el hecho de que estemos aquí no debe cegarnos por lo que podríamos llamar el síndrome del éxito: un tipo que gana cientos de millones en una lotería puede sentir que ha sido tremendamente fácil, casi inevitable, pero a otros cientos de miles que jugaron no les ha tocado; un cantante de éxito piensa que él se lo ha ganado, pero por cada triunfador hay otros cien, o mil, o cien mil, que se quedaron en el camino, con el mismo (o más) esfuerzo y el mismo (o más) talento que él.

Dicho en términos más biológicos, sostener que la vida es omnipresente no deja de ser un argumento terracéntrico y antropocéntrico, teniendo en cuenta que el conocimiento del que disponemos hasta ahora no lo apoya: aún no hemos encontrado nada vivo fuera de este planeta. Pero es que, además, cuando se indaga en los posibles procesos (esos desvíos afortunados) que han conducido hasta nuestra existencia, sería difícil creer que todo eso pueda ocurrir dos veces en el universo de maneras muy similares sin que alguien lo haya dispuesto así.

Una de esas carambolas de la evolución de la vida es la llamada teoría endosimbiótica, o simbiogénesis. Contándolo en formato rewind, la existencia de vida inteligente como nosotros requirió la formación de organismos complejos con órganos y tejidos, y estos precisaron de la especialización de las células, lo que a su vez necesitó de la aparición de compartimentos internos en esas células para formar sus propios orgánulos, lo que procede –según la teoría evolutiva mayoritariamente aceptada hoy– de unas células simples sin esos compartimentos que se asociaron en beneficio mutuo para dar lugar a células más complejas. Estas primeras células simples eran lo que hoy conocemos como bacterias o arqueas.

Contémoslo ahora en formato fast forward: desde aquellas primeras bacterias y arqueas (procariotas), si no se hubiera producido esa asociación en beneficio mutuo (simbiosis), hoy no estaríamos aquí: la aparición de las células complejas (eucariotas) con sus orgánulos, sus especializaciones en órganos y tejidos, la formación de organismos superiores y la llegada del ser humano con todas sus habilidades y logros, hasta el rodaje del quinto episodio de Indiana Jones, jamás se habrían producido sin aquel único, raro, improbable y extravagante premio de lotería que fue la simbiosis entre dos células procariotas.

(Nota para los más puntillosos: lo mismo podría decirse de la temporada anterior, la que llevó a la aparición de esas primeras células procariotas, pero no es el objeto de este artículo.)

Así fue como sucedió, según el pensamiento de la biología actual: una arquea y una α-proteobacteria andaban por ahí tranquilamente a sus cosas, cuando una le dijo a otra algo parecido a aquella cita de Memorias de África: «Mira, yo se lo que tu sientes por mí, y tu sabes lo que siento por ti. Nos entendemos bien así. Acostémonos. Verás lo que yo hago por ti». Así que la α-proteobacteria se quedó a vivir dentro de la arquea, convirtiéndose con el tiempo en una parte de ella que le proporcionaba energía. Hoy llamamos a esa parte mitocondria. A cambio, la bacteria obtenía protección, seguridad, supervivencia.

Esta teoría del origen de las células eucariotas como una simbiosis entre dos células procariotas simples fue elaborada en los años 60 por la bióloga Lynn Margulis, a quien entonces nadie tomó en serio. Hoy, ya fallecida, se aplaude su genio.

Otro de los científicos que más han aportado a la teoría de la endosimbiosis es Bill Martin, de la Universidad Heinrich Heine de Dusseldorf (Alemania). En vida de Margulis, Martin sostuvo interesantes debates con ella sobre los flecos finos de la teoría.

Hace unos días, Bill me envió un nuevo artículo que él y sus colaboradores Sven Gould y Sriram Garg publicarán próximamente en la revista Trends in Microbiology, del grupo Cell, y en el que proponen un fascinante corolario de la teoría endosimbiótica. Naturalmente, la célula eucariota es mucho más que mitocondrias. De hecho, se define esencialmente por tener un núcleo celular, una especie de globo que contiene el material genético, pero es la existencia de múltiples globos, o tabiques que separan internamente las distintas partes de la célula, lo que distingue a los eucariotas de los procariotas.

Esos globos y tabiques internos no son fijos, sino que van moviéndose para transportar cosas (moléculas) de un sitio a otro de la célula, o de su interior al exterior. Esto se conoce como tráfico vesicular, y es un rasgo propio de la célula eucariota. El conjunto más complejo de esos globos y tabiques es el retículo endoplásmico, donde se fabrican las proteínas que luego se llevan al lugar en el que deben actuar.

¿De dónde surgió todo ese tráfico vesicular? En su artículo, Bill y sus colaboradores detallan cómo todos esos globos y tabiques (membranas), incluyendo el núcleo celular, pudieron aparecer también como consecuencia de la endosimbiosis. Las bacterias y arqueas tienen también un cierto tráfico vesicular, pero solo hacia el exterior, para verter el contenido de esos globos fuera de la célula. Lo que proponen los investigadores es que este tráfico vesicular de la α-proteobacteria que se quedó a vivir dentro de una arquea es el origen de todo el tabicado interior de nuestras células actuales, incluyendo el retículo endoplásmico y el núcleo.

Esta elegante hipótesis tiene un detalle especialmente revelador: resulta que las membranas de las arqueas y de las bacterias están fabricadas de un material diferente. Las membranas celulares están formadas por grasas, gracias a lo cual consiguen separar distintos ambientes acuosos; es el mismo principio que separa el agua y el aceite lo que permite que existan las células. Pero bacterias y arqueas utilizan grasas distintas: las primeras emplean ácidos grasos, lo mismo que nosotros, mientras que las arqueas recurren a otros componentes llamados isoprenoides. Pregunta: si nuestras células proceden de una arquea que se comió una bacteria, ¿por qué nuestra membrana se parece a la de la bacteria, y no a la de la arquea?

El artículo de Bill ofrece la solución: cuando las vesículas creadas por la bacteria fueron viajando a través del interior de la arquea hasta su superficie, y según se iban fusionando con la membrana exterior de la arquea, la composición de esta fue transformándose poco a poco, dejando de ser una membrana de arquea y convirtiéndose en una membrana de bacteria, como la nuestra.

«Nuestra propuesta apenas requiere innovaciones o procesos evolutivos excepcionales o únicos, tanto en el ancestro mitocondrial como en la arquea hospedadora, para originar una función básica de retículo endoplásmico con un flujo de vesículas dirigido hacia el exterior», escriben los autores.

Este es un potente argumento a favor de la hipótesis, ya que a menudo la dificultad a la hora de explicar los procesos evolutivos es unir los puntos de manera que el desarrollo de la trama resulte creíble, sin saltos bruscos como en las malas películas donde aparece un personaje nuevo diez minutos antes del final para que todo cuadre. El artículo de Bill es de los que logran explicar la serie de la evolución de manera que logremos entender cómo hemos llegado hasta aquí desde las temporadas anteriores, esas que nos perdimos y que nunca llegaremos a ver.

No se asuste, pero usted y yo somos opistocontos

¿Imaginan que a los niños en el colegio les enseñaran que Moscú es la capital de la Unión Soviética, que Alemania está dividida en dos y que el presidente del gobierno se llama Felipe González? Pues esto es lo que está ocurriendo en la enseñanza de las Ciencias Naturales: están ignorando lo sucedido en los últimos 30 años.

Siempre he sido un defensor del gasto en los libros de texto, en contra de cierta corriente extendida. A los hijos de algunos de esos padres que protestan por el coste de culturizar a sus niños los he visto luciendo la camiseta oficial de su equipo de fútbol, esas que cuestan el equivalente a cuatro o cinco libros. Es cierto que tal vez podrían encontrarse fórmulas para abaratar los precios de los libros. Pero más que nunca ahora, en esta época en que se asume el precio de los soportes y se cree en cambio que los contenidos son gratis, alguien tiene que insistir en que generar la chicha con la que rellenar las páginas –ya sean de átomos o bits– y actualizarla regularmente requiere la dedicación de especialistas que también tienen derecho a vivir de su trabajo.

Todo esto, claro, si efectivamente se actualizan. Si no, nada de lo dicho tiene sentido.

Mi hijo mayor ya empieza a estudiar contenidos de cierta enjundia. Pero cuando me recitó la clasificación de los seres vivos que le están enseñando en la asignatura de Ciencias Naturales, descubrí que este año he pagado por un libro que no se ha actualizado desde hace décadas. Reviso el texto, Ciencias de la Naturaleza de 5º de Primaria, de Edelvives, y leo lo siguiente:

Los seres vivos se clasifican en cinco grandes grupos denominados Reinos: Reino Animales, Reino Plantas, Reino Hongos, Reino Protistas y Reino Moneras.

Es decir, exactamente lo mismo que me enseñaron a mí a su edad hace varias décadas, con la diferencia de que entonces se creía correcto. Hoy se sabe con absoluta certeza que esta clasificación es rematadamente errónea. Y aunque las actuales sean solo provisionales y aún estén sujetas a profundos cambios, esto no es motivo para seguir impartiendo un esquema que niega no solo lo investigado y publicado durante más de un cuarto de siglo, sino también el propio fundamento científico actual de la clasificación de los seres vivos.

En tiempos de Linneo, el genio sueco que en el siglo XVIII inventó la clasificación jerárquica de los seres vivos y la nomenclatura binomial (género y especie), los científicos no tenían otro modo de organizar el batiburrillo de la naturaleza sino fijándose en el mayor o menor parecido de los rasgos físicos apreciables a simple vista. Pero es evidente que este método era solo una aproximación sujeta a catastróficos errores.

Por poner una analogía, mi hijo pequeño tiene un amiguito que es físicamente bastante parecido a él. Un Linneo genealogista los habría agrupado a ambos en la misma familia. Pero me consta que a ese niño no lo parió mi mujer, y puedo prometer y prometo que no conozco a su madre absolutamente de nada. Agrupar a los seres humanos correctamente en sus árboles familiares requiere conocer su línea genealógica.

Colección de especímenes biológicos. Imagen de Wikipedia.

Colección de especímenes biológicos. Imagen de Wikipedia.

Lo mismo se aplica a las especies. Los primeros biólogos evolutivos convirtieron la taxonomía de la naturaleza en algo mucho más profundo que un inmenso armario repleto de cajoncitos; clasificar a los seres vivos es conocer sus relaciones de parentesco. Es decir, que la taxonomía es reconstruir la historia de la vida en la Tierra.

A comienzos de la segunda mitad del siglo XX, el desarrollo de la biología molecular empezó a facilitar la posibilidad de conocer estos parentescos comparando no ya los rasgos físicos de los organismos, sino lo que determina esos caracteres y guarda la información transmitida de generación en generación: el material genético. Hasta entonces los seres vivos se clasificaban en los cinco reinos clásicos que aún hoy aparecen en el libro de Edelvives. Pero entonces, todo comenzó a cambiar.

En 1977, un tipo inmensamente brillante llamado Carl Woese descubrió que algunas de las que hasta entonces se creían bacterias (Reino Moneras, según la clasificación antigua) eran en realidad otra cosa muy distinta; tanto como las plantas se diferencian de los animales. Woese y su colaborador George Fox llamaron a este grupo arqueobacterias, hoy arqueas. Por entonces ya se agrupaba a los seres vivos en categorías superiores a los Reinos, y los dos autores definieron tres grandes líneas: bacterias, arqueas y eucariotas. Así, el antiguo Reino Moneras quedaba roto en dos grupos situados al mismo nivel que la categoría madre de los otros cuatro reinos clásicos.

En 1990, el propio Woese definió un nombre para estos grandes grupos: dominio. Los organismos quedaban así clasificados en tres dominios: Bacterias, Arqueas y Eucariotas. Por debajo de estos figurarían los reinos, pero las cosas se fueron complicando aún más al descubrirse que, en realidad, los cuatro reinos clásicos comprendidos en los Eucariotas eran completamente artificiales. En concreto, los Protistas o protozoos se habían englobado en el mismo saco por su carácter unicelular; pero al estudiar su material genético se reveló que aquello era un cajón de sastre con bichos de muy diferente catadura, más relacionados evolutivamente con otros grupos como plantas o animales que entre sí.

Árbol filogenético de los Eucariotas, según una clasificación de 2005 hoy anticuada. Los animales (Metazoa) aparecen hacia abajo a la izquierda. Imagen de Wikipedia.

Árbol filogenético de los Eucariotas, según una clasificación de 2005 hoy anticuada. Los animales (Metazoa) aparecen hacia abajo a la izquierda. Imagen de Wikipedia.

Resumiendo y por no extenderme, una clasificación tentativa actual divide a los Eucariotas en cinco divisiones; serían los auténticos reinos, aunque suele evitarse esta denominación para no inducir a confusión. Estos cinco grupos son Archaeplastida, SAR (Stramenopiles-Alveolata-Rhizaria), Amoebozoa, Excavata y Opisthokonta. Las plantas pertenecen a Archaeplastida, mientras que los animales y los hongos estamos incluidos en Opisthokonta, junto con otros cercanos parientes nuestros unicelulares o coloniales. En los nuevos diagramas (como el que incluyo, aunque se trata de una versión ya anticuada con seis grupos en lugar de cinco) queda reflejado lo que realmente representamos en todo esto: somos una inapreciable subdivisión de una subdivisión de una subdivisión de una minúscula ramita; una curiosa anécdota biológica en un inmenso y complejo bosque de formas de vida.

Pero la cuestión taxonómica no está ni mucho menos cerrada: hay grupos que aún no encajan fácilmente en esta clasificación, y existen dudas sobre si estas cinco divisiones realmente se sitúan al mismo nivel. Además, los protozoos aún son un mundo por descubrir. Y por no hablar de que todo podría complicarse mucho más una vez que se vayan definiendo nítidamente las relaciones evolutivas; en concreto, algunos autores defienden que en realidad deberíamos pertenecer al dominio de las arqueas, de las que aparentemente descendemos.

Pero de esto ya hablaré otro día. Hoy la idea es esta: el hecho de que nuestro edificio taxonómico aún esté en construcción, y que sus letreros lleven palabrejas complicadas para un niño, no justifica que se siga enseñando un esquema obsoleto y desacreditado; sobre todo cuando al hacerlo se destruye el significado de esa clasificación, que es la reconstrucción de la historia evolutiva en la Tierra. Seguiré pagando los libros con gusto, mientras no me vendan pescado podrido.

El juego de la evolución tiene «nuevas reglas»

En 2005 dos genetistas y bioquímicas, Eva Jablonka y Marion J. Lamb, sacudieron el armazón de la biología con un libro titulado Evolution in Four Dimensions (Evolución en cuatro dimensiones), que en pocos años se ha convertido ya en una de las obras clásicas (léase imprescindibles) sobre el pensamiento evolutivo.

Lo que la israelí Jablonka y la británica Lamb proponían era una ampliación del enfoque de la evolución biológica a toda variación heredable de generación en generación, no solo a lo que una máquina secuenciadora de ADN puede leer. Con esta visión, la información genética estrictamente codificada en forma de A, G, T y C sería solo una de las dimensiones de la evolución, pero habría otras tres: los rasgos epigenéticos (ahora explico), los comportamientos sociales inculcados, y el pensamiento simbólico exclusivo de los humanos.

Los dos últimos podrían considerarse a simple vista como un viraje hacia la psicología evolutiva con escasa implicación en los mecanismos de variación de las especies, pero en realidad no es así: lo que Jablonka y Lamb argumentaban es que estas dos dimensiones son también biológicas, ya que los cuatro aspectos interactúan constantemente entre sí, de modo que la tradición social y la cultura también se ven influidas por los mecanismos genéticos y epigenéticos.

Nos queda explicar este último término. Lo epigenético es lo que está sobre lo genético. A finales del siglo pasado, se generalizó esta denominación para ciertos cambios químicos en la molécula de ADN que no son mutaciones, porque no afectan a la secuencia –CCGTACCGGT seguirá siendo CCGTACCGGT–, pero que sin embargo sí determinan la actividad de un gen, por ejemplo silenciándolo, es decir, volviéndolo invisible para la maquinaria encargada de hacer que los genes hagan lo que deben hacer. Imaginemos que borramos una palabra de un documento con típex; la palabra seguirá ahí, debajo de la franja blanca, pero no podremos leerla porque se ha vuelto invisible para nuestro mecanismo de lectura, la vista.

Los cambios epigenéticos pueden aparecer por estímulos de nuestro entorno, como los alimentos o los contaminantes ambientales. Y si afectan también al espermatozoide o al óvulo, nuestros hijos los heredarán. Es decir, que nuestra descendencia podría tener alterada la actividad de un gen debido a nuestra dieta; no solo la de la madre en gestación, como tradicionalmente se asumía, sino incluso la de la futura madre aún no gestante o la del futuro padre.

Retrato de Jean-Baptiste Lamarck por Charles Thévenin, 1802-3. Imagen de Wikipedia

Retrato de Jean-Baptiste Lamarck por Charles Thévenin, 1802-3. Imagen de Wikipedia

Esta posibilidad de transmitir a nuestros hijos ciertos rasgos que adquirimos durante nuestra vida, y que vienen determinados por lo que hacemos o dejamos de hacer, era un concepto que formaba parte de la teoría de la evolución definida por el francés Jean-Baptiste Lamarck, anterior a Darwin. Pero cuando Darwin llegó a la conclusión de que las variaciones heredables se producían al azar (aún no se conocían los genes, ni por tanto las mutaciones), y que el hecho de que prendieran o no en la especie se debía a la selección natural, las ideas de Lamarck quedaron abandonadas.

Con el descubrimiento de la epigenética, algunos biólogos han rescatado la visión de Lamarck, mientras que para otros este es un camino que lleva a la confusión. Al fin y al cabo, es sorprendente lo poco que se comprende la evolución entre el público en general. A menudo se escuchan expresiones como «adaptarse o morir», «la naturaleza se perfecciona», la «lucha por la supervivencia» o la «supervivencia del más fuerte»; ninguna de ellas es darwiniana. Las dos primeras son más bien lamarckianas. Y las dos últimas, si acaso, norrisianas, de Chuck.

Entre los supuestamente neolamarckistas está Jablonka, la coautora del libro al que me he referido, y a quien le he preguntado hasta qué punto el enfoque que proponen ella y Lamb sugiere que deberíamos sacar a Lamarck del rincón de los castigos e incorporar sus ideas en una nueva visión de la evolución. La respuesta de la bióloga es que no trata de defender que la mutación al azar deje de ser el principal mecanismo que dirige la evolución a largo plazo: «El hecho de que los mecanismos lamarckianos puedan haber evolucionado por selección natural de mutaciones al azar les niega un lugar central en la evolución una vez que existen», reconoce. «No cuestionamos la noción de lo aleatorio», añade.

Pero Jablonka sí piensa que la evolución ha cambiado; la evolución también evoluciona, y su postura es que en adelante hay nuevas reglas: «Puedes pensar en un juego cuyas reglas evolucionan; las nuevas reglas ahora dirigen, o son parte de lo que dirige, el juego de la evolución».

En resumen, quédense con esta idea: aunque el darwinismo puro quedó superado hace ya décadas debido a sus limitaciones, muchas de las cuales el propio Darwin reconoció en su obra, la variación aleatoria y la selección natural continúan siendo los principales motores de la evolución para la mayoría de los científicos. Pero otros mecanismos se han ido añadiendo con el tiempo, y hoy incluso algunas ideas descartadas hace más de un siglo tienen cabida en el estudio del problema central de la biología teórica.

Este es el bicho que vive en nuestras caras… desde que somos humanos

Les presento a Demodex folliculorum, un ser que vive en los poros y los folículos pilosos de la cara de ustedes, la mía y la del 100% de los humanos adultos. Lo siento, modelos que aparecéis en los anuncios de la tele proclamando jovialmente lo limpias que os sentís tras (presuntamente) eliminar vuestras toxinas bebiendo nosequé. En vuestras cejas, pestañas, frente, pómulos, orejas, nariz, y prefiero no continuar hacia más abajo, viven estos diminutos y adorables animalitos de ocho patas con garras, primitos de las arañas. Y no hay bebida que os libre de ellos.

Un 'Demodex folliculorum'. Imagen de California Academy of Sciences.

Un ‘Demodex folliculorum’. Imagen de California Academy of Sciences.

Somos auténticos ecosistemas andantes. En nuestro cuerpo habitan diez veces más bacterias que células nuestras. Tal vez solemos pensar que, cuando uno de nosotros muere, nuestros restos mortales se convierten en pasto de infinidad de criaturas. Pero lo cierto es que ya somos un universo en miniatura mientras estamos vivos. Lo que sucede más bien es que, cuando morimos, esa pacífica sociedad de miles de millones de seres que hasta entonces vivían tranquilamente a sus cosas dentro de nosotros se ve de repente invadida por inmensas hordas de bárbaros agresivos que exterminarán su pequeño mundo tal como lo conocían. En lo que se refiere a nuestros microbios, el llamado microbioma humano es un campo de la biología que está en pleno auge, y que cada vez está demostrando más relevancia en determinar lo que realmente somos, no solo a nivel fisiológico, sino incluso psicológico.

Últimamente he estado trabajando bastante sobre el tema de la simbiosis. Muchos biólogos piensan que ya no puede considerarse la evolución tomando cada especie aislada, por ejemplo los humanos, sino que a efectos evolutivos debe pensarse en el todo formado por un organismo y todos los que le acompañan en su viaje, lo que se conoce como el holosimbionte. Cada uno de nosotros es un holosimbionte compuesto por el yo biológico más todo el resto de organismos que llevamos encima y dentro. Qué bonita manera de aplicar a la biología aquella famosa idea de Ortega: «yo soy yo y mi circunstancia».

Regresando a nuestro amigo el Demodex folliculorum, es uno de los dos ácaros que viven en los orificios de nuestra piel, junto con su primo D. brevis, que prefiere las glándulas sebáceas. La biología no los considera simbiontes, ya que por el momento no se conoce que nos aporten ningún beneficio. Tampoco lo contrario, salvo en casos de infestación grave, y por ello los clasificamos como comensales.

El gusano espacial que trataba de tragarse el 'Halcón Milenario' en 'El imperio contraataca'. Imagen de 20th Century Fox.

El gusano espacial que trataba de tragarse el ‘Halcón Milenario’ en ‘El imperio contraataca’. Imagen de 20th Century Fox.

Pero si traigo aquí a este animalito precisamente hoy, día del estreno de El despertar de la Fuerza, no es por el parecido razonable entre el gusanito que vive en las cuevas de nuestra piel y el gusanazo que vivía en la caverna de un asteroide en El imperio contraataca. El motivo es que el Demodex es el protagonista de un estudio recién publicado en la revista PNAS y que nos descubre una fascinante conclusión sobre hasta qué punto nuestro destino y el de nuestros inquilinos están vinculados.

Científicos de la Academia de Ciencias de California y otras instituciones (incluyendo a una investigadora de la Universidad de Vigo, Iria Fernández-Silva) tomaron muestras de la cara de 70 personas en distintos lugares del mundo, bien arrastrando por la frente la parte curvada de una horquilla, o bien raspando la piel de la mejilla o del exterior de la nariz con una espátula. Lo primero que comprobaron al analizar las muestras fue que absolutamente todos los sujetos llevaban el Demodex en su piel, confirmando lo que otro estudio del mismo equipo ya mostró el año pasado: todos los humanos mayores de 18 años compartimos este inquilino.

Curiosamente, de las personas que tenían 18 años en el momento del estudio, el Demodex estaba presente solo en el 70% de los casos, indicando que lo adquirimos a lo largo del tiempo. ¿Y de quién? Pues según los análisis de ADN mitocondrial practicados por los investigadores, no de cualquiera a quien saludamos con un par de besos, sino de nuestra gente más próxima: del mismo modo que nosotros y nuestros familiares más cercanos compartimos ADN, también nuestros Demodex y los de nuestros familiares más cercanos comparten su ADN.

Un 'Demodex folliculorum'. Imagen de California Academy of Sciences.

Un ‘Demodex folliculorum’. Imagen de California Academy of Sciences.

Según la directora del estudio, Michelle Trautwein, «el continente de donde procede la ascendencia de una persona tiende a predecir los tipos de ácaros de sus caras». Pásmense: los investigadores descubrieron que algunas personas afroamericanas cuyas familias llevan varias generaciones viviendo en EEUU aún llevan Demodex africanos. «Es alucinante que solo estemos empezando a descubrir cómo nosotros y los ácaros de nuestro cuerpo compartimos profundamente la misma historia», dice Trautwein.

Pero aún más, el estudio de ADN ha permitido a Trautwein y sus colaboradores rastrear la evolución de los Demodex a lo largo del tiempo y su dispersión por el mundo en sus hospedadores humanos. Y resulta que estos animalitos reflejan en su evolución genética la famosa hipótesis llamada Out of Africa, según la cual los humanos modernos surgieron en África y desde allí emigraron hasta colonizar el mundo originando poblaciones distintas. Sin embargo, cuando nosotros aparecimos, los Demodex ya estaban allí: el ADN sugiere que su especie es anterior a la nuestra, pero es posible incluso que su linaje se remonte a más de 3 millones de años atrás, lo que indicaría que nos han acompañado desde el nacimiento del género Homo.

Así que el minúsculo Demodex, que normalmente no nos molesta demasiado, se merece un pequeño homenaje. Hoy rompo mi línea habitual: que entre Sinatra. I’ve got you under my skin (te llevo bajo mi piel).

¿Cómo estiró el cuello la jirafa?

Siete vértebras cervicales. Esta es la ley que usted debe respetar si desea ser un mamífero. A menos que sea un perezoso; no de los que se quedan hasta el mediodía en la cama, sino de los que tienen dos o tres dedos y viven en el trópico americano.

Jirafa masái en el Parque Nacional de Nairobi (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Jirafa masái en el Parque Nacional de Nairobi (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

El elegante y flexible cuello de los cisnes esconde una cadena de 22 a 25 vértebras cervicales. Entre los animales que llevamos una columna vertebral a nuestras espaldas existe una gran variedad de opciones respecto al número de huesos cervicales.

Pero no en los mamíferos.

Solo manatíes (seis), perezosos de dos dedos (Choloepus, de cinco a siete) y de tres dedos (Bradypus, ocho o nueve) se permiten el lujo de rebelarse contra lo que para el resto es una ley obligatoria: siete vértebras cervicales. Dejando de lado las glándulas mamarias, más o menos evidentes según la especie, desde el delfín a la jirafa y desde Danny de Vito a Audrey Hepburn, el de las siete vértebras cervicales es uno de los pocos rasgos comunes y exclusivos de (casi) todos los mamíferos.

Pero ¿por qué? Cuando existe una característica tan conservada entre los muy diferentes descendientes de un abuelo común, los biólogos evolutivos suelen ver en ello la pistola humeante de un rasgo VIP, uno tan esencial que ha navegado a través de la evolución sin sufrir ninguna perturbación, como un ministro atraviesa los controles de los aeropuertos sin que nadie le despeine. Pero dado que la extraña atracción de los humanos hacia este número (días de la semana, mares, colores o enanitos) no parece suficiente justificación para necesitar siete vértebras y no seis u ocho, debía de haber algo más.

Ese algo más reside en lo que se llama pleiotropía, término de origen griego que viene a significar algo así como «varias respuestas». Los genes pleiotrópicos son aquellos que controlan varios rasgos o funciones aparentemente no relacionados entre sí. El número de vértebras cervicales depende de unos genes llamados Hox que son esenciales para desarrollar el plan general anatómico del cuerpo en el eje cabeza-cola. En genética del desarrollo, decir Hox es hablar de una de las cajas fuertes del genoma, un reducto inviolable que protege algunos de nuestros genes más esenciales.

Se entiende entonces que las mutaciones en los genes Hox son fatales: producen defectos en el desarrollo y en el sistema nervioso, así como cánceres muy tempranos. Los errores en los Hox alteran el número de vértebras cervicales, pero esto de por sí no sería necesariamente letal si no fuese por el resto de daños que provocan estas mutaciones. Los datos indican que hasta el 7,5% de todos los embriones humanos llevan un número equivocado de vértebras cervicales, y por tanto mutaciones en los Hox. Muchos de ellos mueren antes de nacer; los defectos en los Hox son los responsables de un buen número de abortos espontáneos cuando hay anomalías anatómicas. El resto suelen fallecer antes de alcanzar la edad reproductiva.

La coautora del nuevo estudio Melinda Danowitz sostiene una vértebra de jirafa. Imagen de NYIT.

La coautora del nuevo estudio Melinda Danowitz sostiene una vértebra de jirafa. Imagen de NYIT.

¿Qué hay de los perezosos y los manatíes? Las investigaciones apuntan que estos animales parecen evitar los perjuicios de la rebeldía cervical gracias a su lento metabolismo, que por ejemplo les protege del desarrollo rápido de cánceres agresivos. Curiosamente, y si la hipótesis es correcta, la lentitud de estos animales es precisamente lo que los mantiene vivos: live fast, die young.

Con todo lo anterior, el caso de la jirafa resulta asombroso. Frente a la enorme flexibilidad del cuello del cisne, quien haya visto una jirafa bebiendo agua de una charca ha podido comprobar lo complicado que es acercar la cabeza al suelo bajo la tiranía de las siete vértebras. La solución de la jirafa para tener un cuello largo sin violar la ley fue alargar sus vértebras, pero a costa de una rigidez que la obliga a despatarrarse aparatosamente para poder beber. La pregunta entonces es: ¿qué necesidad había de un cuello tan largo?

La respuesta es que, en el fondo, nadie lo sabe con absoluta certeza. Se supone, y siempre se ha supuesto, que el cuello de rascacielos ha proporcionado a la jirafa el acceso a un estante del supermercado natural al que nadie más llega desde el suelo; estos animales se alimentan de las hojas de las copas de las acacias, y la evolución los ha dotado además de una lengua dura para evitar los pinchazos de las espinas de estos árboles. Otra teoría atribuye el largo cuello de las jirafas a una ventaja en el combate con fines reproductivos. Pero sea cual sea el motivo, y a pesar de que la prueba del éxito evolutivo siempre la tenemos en la mera existencia del animal en cuestión, el cómo y el porqué del cuello de la jirafa continúa siendo materia de especulación.

Un nuevo estudio viene a aportar algo de claridad al cómo. Un equipo de investigadores de la Facultad de Medicina Osteopática del Instituto Tecnológico de Nueva York ha estudiado la tercera vértebra cervical (C3) en 71 especímenes de dos especies actuales y nueve extintas de la familia de las jirafas. Comparando todos estos huesos, los científicos han podido trazar la evolución de este hueso desde el Canthumeryx, el primer jiráfido que vivió hace 16 millones de años, hasta las jirafas actuales.

Ilustración del 'Samotherium', el primer jiráfido. Imagen de Apokryltaros / Wikipedia.

Ilustración del ‘Samotherium’. Imagen de Apokryltaros / Wikipedia.

Los resultados del estudio, publicado en la revista Royal Society Open Science, muestran que el primer antepasado de las jirafas ya tenía un cuello ligeramente largo, pero el verdadero estirón comenzó hace unos siete millones de años en una especie extinguida llamada Samotherium. Curiosamente, este animal solo elongó la porción de la vértebra más próxima a la cabeza. El crecimiento de la parte trasera, la que mira hacia el cuerpo, no se produjo hasta hace un millón de años, ayer mismo en el reloj evolutivo. Las jirafas actuales son los representantes más cuellilargos de la familia porque son los únicos que han adoptado las dos fases del alargamiento vertebral. De hecho, el único primo hoy vivo de la jirafa, el okapi de África central, sufrió un acortamiento después de la primera etapa.

Así pues, dos especies de la misma familia, okapi y jirafa, siguieron caminos evolutivos divergentes. Curiosamente, el primero vive en selvas donde existe abundante alimento vegetal a todas las alturas, mientras que la segunda habita en las sabanas donde predominan la hierba y los árboles dispersos, y donde un cuello largo sí puede representar una ventaja entre las grandes poblaciones de herbívoros que compiten por el sustento. Y también curiosamente, son las dos únicas especies supervivientes de lo que antes fue una gran familia. Está claro que la evolución no da puntadas sin hilo.

Tonterías que se dicen: todos los embriones humanos empiezan siendo femeninos

En 1866, un científico alemán llamado Ernst Haeckel formuló una teoría llamada Ley de la Recapitulación, que aún hoy se estudia en los cursos de biología de instituto y universidad. Haeckel había emprendido estudios comparativos de embriones cuando descubrió con entusiasmo que Charles Darwin se apoyaba en la embriología para explicar la evolución de las especies. El alemán había observado que los embriones humanos tempranos mostraban estructuras similares a las que aparecen en otras especies en la edad adulta, como hendiduras que recuerdan a las branquias y que se asemejan a los faringotremas, órganos de filtración de unos animales marinos llamados tunicados.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Así, Haeckel llegó a la conclusión de que, durante las primeras etapas de su desarrollo embrionario, los organismos «recapitulaban» sus pasos evolutivos; es decir, que por ejemplo los embriones humanos y de los reptiles iban recordando en su desarrollo la evolución desde las especies más primitivas a los peces, de ellos a los anfibios y luego a los reptiles. Estos se detenían ahí, mientras que los humanos continuaban progresando a mamíferos, monos y finalmente a lo que somos. Haeckel condensó su teoría en una frase brillante, casi un genial eslogan publicitario con enorme gancho: «la ontogenia recapitula la filogenia», siendo la ontogenia el desarrollo de un individuo y la filogenia su origen evolutivo.

Por desgracia para Haeckel, y aunque su teoría tiene algo de cierto, en general ha sido ampliamente desacreditada. Sin contar la utilización política de sus ideas por el nazismo, la parte cierta es que los embriones se parecen en sus primeras fases; en algunos casos la similitud es solo aparente (estructuras parecidas de orígenes distintos que dan lugar a órganos diferentes), pero incluso cuando hay semejanzas embriológicas reales, un embrión nunca es una versión de un organismo adulto de otra especie. Los embriones humanos son siempre humanos; nunca son reptiles ni monos, aunque en una etapa concreta tengan cola.

Cuento todo esto porque, después de la lección que nos dio el caso de Haeckel, me deja perplejo una afirmación que he visto repetida una y otra vez en infinidad de medios, y que parece haber calado en la calle: que todos los embriones humanos comienzan siendo femeninos por defecto, y que solo se convierten en machos cuando entra en acción el cromosoma Y; y que, de no ocurrir esto último, los embriones continuarían su desarrollo como hembras normales.

No tengo la menor idea de cuál es la fuente original de esta tontería. Tampoco puedo esclarecer las razones por las que ha triunfado en la calle, aunque tengo mi sospecha: afirmar que todos los embriones humanos son mujeres por defecto, y que algunos derivan hacia hombres solo debido a una interferencia genética posterior, suena a eso que algunos llaman buenrollismo. Nunca dejen que la realidad les estropee una buena leyenda, sobre todo si es ideológicamente empowering.

Pero a ver, y con todos mis respetos: no. Ni los embriones humanos son nunca reptiles, ni todos los embriones humanos son al principio hembras. En primer lugar, hay que recordar que la determinación del sexo en los humanos –hablo desde el punto de vista estrictamente biológico: sexo, no género– es cien por cien genética. En ciertas especies, como en algunos peces, caimanes o tortugas, las condiciones ambientales como la temperatura de incubación influyen a la hora de determinar el sexo de los individuos. Otros animales, como algunos peces –incluyendo a Nemo– y moluscos, practican el hermafroditismo secuencial, pudiendo cambiar de sexo a lo largo de sus vidas. En esto se basó Michael Crichton para explicar el origen de los dinosaurios machos en su Parque Jurásico. Y aún hay otros sistemas más extraños para determinar el sexo de los individuos. Pero no en el Homo sapiens: un embrión humano es macho (XY) o hembra (XX) desde el mismo momento de la concepción. Punto.

Algunas fuentes que mencionan el falso mito hablan de que primero entra en acción el cromosoma femenino X, y solo luego, si acaso, se activa el masculino Y. Es necesario explicar que en la especie humana no existe un «cromosoma femenino». Las hembras no son tales porque tengan más X, sino porque carecen del cromosoma masculino Y. De hecho, ambos sexos tienen la misma cantidad de X activo: en las células de las mujeres se produce un mecanismo llamado compensación de dosis, mediante el cual se inactiva uno de los dos cromosomas X para que no haya un exceso de producción por parte de sus genes. Es decir, que hombres y mujeres tienen la misma cantidad de genes expresados del cromosoma X (en realidad hay genes del X inactivo que continúan funcionando, muchos de ellos también presentes en el Y). El X que se inactiva en las células femeninas, y que puede ser aleatoriamente de origen paterno o materno, es visible al microscopio como una región densa en el núcleo llamada corpúsculo de Barr, un clásico de las prácticas de biología en institutos y universidades.

De lo anterior queda claro que el cromosoma X no es una especie de baluarte de los genes femeninos. La biología humana es más compleja. Ambos sexos necesitan el X, pero muchos de los caracteres que marcan el dimorfismo sexual en los humanos, aquellos que biológicamente nos diferencian, no residen en los cromosomas sexuales sino en alguno de los otros 22 pares, los llamados autosomas, que se heredan igual del padre y de la madre tanto en embriones masculinos como femeninos. Y por favor, basta de proferir barbaridades como «el gen de la testosterona». Los genes solo producen proteínas, y ni la testosterona ni otras hormonas sexuales lo son: la testosterona no tiene gen; la fabrica la maquinaria celular a partir del colesterol.

Pero volvamos al embrión, y rescatemos lo poco que hay de cierto en el mito: hasta aproximadamente las siete semanas de gestación, cuando se activa un gen del cromosoma Y llamado SRY, no comienza el desarrollo de los genitales masculinos. Ni de los femeninos: durante este período, los embriones tampoco son fenotípicamente hembras; si acaso, podríamos decir que son potencialmente hermafroditas. Antes de la activación del SRY, todo embrión posee dos estructuras diferentes llamadas conductos mesonéfricos y paramesonéfricos. Los primeros darán lugar a los genitales internos masculinos, y los segundos a los femeninos. En función de que aparezca SRY o no, unos progresarán, mientras que los otros se reabsorberán hasta desaparecer. Pero ambos están presentes en todos los embriones; no hay un “proyecto femenino” que se trunque a causa del cromosoma Y.

Ahora, la gran pregunta es: ¿qué sucede en el embrión si no entra en acción el cromosoma Y? Hay un único caso en el que el resultado será una niña sana, y es cuando el embrión tiene la dotación cromosómica normal de una hembra (XX); es decir, carece de Y. En otras situaciones, lo habitual es que el embrión muera. La propia naturaleza nos ha dado el resultado del experimento: los embriones 45,X, aquellos que accidentalmente poseen un solo cromosoma X y carecen del Y, mueren en un porcentaje estimado del 99%; de hecho, se cree que hasta un 15% de todos los abortos espontáneos tienen una dotación cromosómica 45,X. Uno de cada cien sobrevive y llega a término, pero no indemne: estos casos se conocen como síndrome de Turner. Fenotípicamente son mujeres, pero generalmente carecen de un aparato reproductor funcional y no adquieren los caracteres sexuales típicos de la pubertad, como el desarrollo de los pechos; además de sufrir otras anomalías que en su mayor parte no amenazan su vida, pero sí la complican.

Merece la pena añadir un último comentario: la presencia de pezones en los hombres se esgrime a veces como argumento para sostener que los embriones son femeninos por defecto. Es un error tan fundamental como postular lo contrario aduciendo que el clítoris, también sin función biológica esencial conocida, es un pene truncado. El desarrollo de los pezones viene determinado sobre todo por una proteína llamada PTHrP que ejerce una función dual, deteniendo su progresión en los embriones masculinos y promoviéndola en los femeninos. Simplemente es un rasgo común que en los humanos, al contrario que en otras especies (ratones), se conserva en ambos sexos; probablemente porque no ha existido una presión evolutiva contraria en los machos, ya que no son perjudiciales.

Además, los pezones son un carácter sexual secundario que no está gobernado por los cromosomas sexuales: en humanos, el gen de la PTHrP está ubicado en el cromosoma 12. Resumiendo, y explicándolo con una frase simple a lo Haeckel: la mujer hace las tetas, no al contrario.

¿Somos chimpancés en un 99% de nuestro ADN? Ni de lejos

El 1 de septiembre de 2005, un gran consorcio internacional de investigadores publicaba en la revista Nature el primer borrador del genoma del chimpancé, un logro muy esperado desde que cinco años antes se anunciara la primera versión del humano, completado en 2003.

Chimpancé ('Pan troglodytes'). Imagen de Frank Wouters / Wikipedia.

Chimpancé (‘Pan troglodytes’). Imagen de Frank Wouters / Wikipedia.

El genoma de nuestro pariente evolutivo vivo más próximo tenía un enorme interés científico, ya que prometía revelar algo de lo que nos hace específicamente humanos, además de ofrecer un dibujo más claro de la cronología evolutiva de dos especies estrechamente emparentadas. Pero entre la selva de datos y resultados que ofrecían el genoma del chimpancé y su comparación con el humano, una sola conclusión triunfó en los medios de todo el mundo, convirtiéndose en una muletilla repetida mil veces: los chimpancés son genéticamente idénticos a nosotros en un 99%.

Pero ¿es cierto?

La respuesta: sí… y no.

Desde el punto de vista de aquello que los científicos analizan al comparar genomas de diferentes especies, sí lo es. Pero si con ello imaginamos que podríamos colocar el texto completo del ADN de ambos genomas uno junto al otro y que solo encontraríamos diferencia en una letra de cada cien… En este caso, ni de lejos.

Imaginemos un Seat 600 de los antiguos y un Ferrari último modelo. ¿En qué medida se parecen? Alguien que entienda de coches, que no es mi caso, probablemente diría que en casi nada. Pero supongamos que nos olvidamos de todo lo que diferencia a ambos modelos y nos fijamos exclusivamente en aquello que comparten: como coches que son, ambos tienen asientos, volante, pedales, espejos retrovisores, palanca de cambios… Desde este punto de vista, ¿cuánto se parecen?

Algo similar es lo que sucede con los genomas de los chimpancés y los humanos. Si nos fijamos solo en aquello que tenemos en común, nos parecemos en un 99%. Pero ¿cómo de relevante es aquello que no tenemos en común?

Para empezar, ni siquiera tenemos el mismo número de cromosomas: 23 en los humanos, 24 en los chimpancés. En nuestro caso, llevamos uno menos porque en algún momento de nuestra evolución se produjo una fusión entre dos cromosomas ancestrales. Pero este no es ni mucho menos el único cambio a gran escala; nuestro genoma y el de los chimpancés se diferencian enormemente en toda la longitud de nuestras secuencias de ADN, con fragmentos eliminados, introducidos, copiados, fragmentados o cambiados de sitio. A la hora de establecer la comparación, ¿cómo cuenta cada uno de estos grandes fragmentos diferentes? ¿Como uno solo? ¿O según el número de bases (letras) de cada uno de estos segmentos distintos?

Para comparar dos genomas, los científicos se centran exclusivamente en aquellas secuencias que pueden alinearse para buscar similitudes. Es decir, en la presencia de asientos, pedales o retrovisores. En su estudio original, los científicos que secuenciaron el genoma del chimpancé no mencionaban ningún 99% de identidad entre ambas especies. En cambio, sí ofrecían otro dato: el 29% de las proteínas homólogas en el humano y en el chimpancé son idénticas.

Dicho de otro modo: de las proteínas que aparecen codificadas en el genoma de ambas especies y que derivan de la misma secuencia ancestral (se denominan ortólogas), más de dos terceras partes son algo diferentes; si bien es cierto que en general esta diferencia se reduce a un solo aminoácido (los eslabones individuales que forman las proteínas). Pero un cambio tan pequeño puede determinar que la proteína resultante actúe de forma distinta o incluso que no funcione en absoluto.

De lo anterior es de donde deriva el dato del 99%, ya que esta es la coincidencia si consideramos solo esas secuencias que pueden alinearse y contabilizamos cada cambio como una diferencia individual dentro de la longitud total. Pero para eso ha habido que dejar fuera 1.300 millones de letras o bases de ADN, ignorando el 18% del genoma del chimpancé y el 25% del nuestro. Con todo esto, llegamos a ese porcentaje mágico: 98,77% de identidad.

Así pues, decir que somos chimpancés en un 99% es una sobresimplificación de la realidad cuyo origen probablemente reside en una sobresimplificación de la información. Una nota de prensa difundida por los Institutos Nacionales de la Salud de EE. UU. con ocasión de la publicación del genoma del chimpancé decía lo siguiente: «La secuencia de ADN que puede compararse directamente entre los dos genomas es casi idéntica en un 99%». En otras palabras: los genomas de humanos y chimpancés son idénticos en un 99%… en las zonas en que son idénticos en un 99%. La nota original no marcaba en cursiva y negrita, como yo he hecho, una condición imprescindible que debe mencionarse para que la afirmación sea veraz, pero que probablemente estropea un buen titular.

NO hay nuevas pruebas sobre ‘nuestros’ ancestros neandertales

De acuerdo, el título de este artículo parece afirmar justo lo contrario de lo que se está publicando hoy en otros medios. Pero déjenme explicarme. Ante todo, la historia: la edición digital de Nature publica hoy un valiosísimo estudio en el que se cuenta la secuenciación del ADN extraído de una mandíbula humana moderna hallada en 2002 por un grupo de espeleólogos en una cueva de Rumanía llamada Peștera cu Oase, un bonito y sonoro nombre que significa «la cueva con huesos». El estudio viene dirigido por expertos en ADN paleohumano de talla mundial: Svante Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva (Leipzig, Alemania) y del proyecto Genoma Neandertal, y David Reich, de la Universidad de Harvard (EE. UU.).

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Hoy un yacimiento paleoantropológico se trata con el cuidado y esmero de los CSI en la escena del crimen, con el fin de evitar la contaminación de las muestras con ADN humano actual. Pero la mandíbula de la cueva rumana debió de pasar por tantas manos que para los científicos ha sido extremadamente complicado llegar a extraer material genético original del hueso, eliminando todas las contaminaciones microbianas y humanas.

Sin embargo, en este caso el minucioso trabajo merecía la pena, ya que la datación por radiocarbono de este hueso lo situaba en un momento del pasado especialmente crucial: entre 37.000 y 42.000 años atrás; es decir, en la época en que neandertales y sapiens convivían en Europa. Los primeros, nativos europeos, surgieron hace más de 300.000 años y desaparecieron hace unos 40.000 por razones que siempre seguirán discutiéndose. Los segundos, africanos de origen, llegaron a este continente entre 35.000 y 45.000 años atrás. Si pudierámos viajar al pasado, a hace más de 45.000 años, caeríamos en una Europa habitada exclusivamente por neandertales. Por el contrario, si fijáramos el dial de la máquina a hace menos de 35.000, encontraríamos solo humanos modernos. Así que el propietario original de la mandíbula rumana es nuestro hombre; más aún cuando se trata de un hueso claramente sapiens, pero con ciertos rasgos casi neandertales.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Esto es especialmente relevante porque los científicos podían pillar casi in fraganti a sapiens y neandertales en el momento en que surgió la chispa del romance entre ambos (y ¿por qué no?; al fin y al cabo, la hipótesis de las violaciones tampoco tiene ninguna prueba a su favor). Sabemos que los humanos actuales de origen no africano llevamos entre un 1 y un 3% de ADN neandertal en nuestros cromosomas. Pero hasta ahora no existían pruebas de que este intercambio de cromos llegara a producirse en suelo europeo, sino que más bien debió de tener lugar en Oriente Próximo hace entre 50.000 y 60.000 años.

Pues bien: to cut a long story short, el ADN original de la mandíbula rumana resulta tener un 6-9% de neandertal, mucho más que cualquier otro humano moderno conocido hasta ahora. Es más; la estimación de los científicos sugiere que el individuo en cuestión tenía antepasados neandertales entre cuatro y seis generaciones atrás. Es decir, que el propietario original de la mandíbula pudo tener tatarabuelos neandertales, y la aportación genética de sus ancestros aún estaba muy fresca.

Así, el estudio aporta una nueva prueba del cruce entre humanos modernos y neandertales, la pista más concluyente hasta ahora, y la primera demostración genética de que esta mezcla de sangres tuvo lugar en Europa. Lo cual ya parece dejar pocas dudas, si es que queda alguna, de que sapiens y neandertales llegaron a intimar y a dejar descendencia.

Pero…

Otra cosa, y a esto se refiere el título del artículo, es que esta descendencia fuera nuestra ascendencia, y la respuesta es que no. Repito que el legado neandertal en nuestros genes está suficientemente justificado. Pero por desgracia, ninguno de los europeos somos descendientes de aquel rumano tataranieto de neandertales; de hecho, genéticamente se parece más a los asiáticos orientales o a los nativos americanos que a los europeos. Por desgracia, el linaje de aquel individuo se extinguió. Según dice Reich en una nota de prensa, «es una prueba de una ocupación inicial de Europa por humanos modernos que no originaron la población posterior. Puede haber sido un grupo pionero de humanos modernos que llegó hasta Europa, pero que fue después reemplazado por otros grupos». Así que la historia de nuestros ancestros neandertalizados sigue tan oscura como antes.

Dicho todo lo anterior, y dejando ya el estudio, es posible que algún lector se haya hecho el siguiente razonamiento: si llevamos un 1-3% de ADN neandertal, ¿significa que el resto de nuestro material genético es diferente? ¿Cómo es posible, si suele decirse que compartimos un 99% de nuestro ADN con los chimpancés? Si usted se ha hecho esta pregunta, ya se habrá figurado que ciertas cosas se han contado mal. Y es que, como explicaré mañana, la idea de que somos en un 99% genéticamente idénticos a los chimpancés es sencillamente una gran tontería.

Más razones para sospechar que el alzhéimer es un peaje evolutivo

No se puede ser bueno en todo; quien mucho abarca, poco aprieta, y no se puede estar en misa y repicando. Son expresiones populares y refranes que condensan lo que en su aplicación a la biología se conoce como trade-offs evolutivos (peajes, en mi traducción libre), y que expliqué ayer. Para ahorrarles el clic, resumo que desde tiempos de Darwin se sabe que las adaptaciones ventajosas al entorno a menudo tienen un precio, en forma de otras desventajas asociadas que pueden ser más o menos perjudiciales según el caso, pero de modo que el balance final compensa. El repertorio de adaptaciones de los seres vivos al medio en el que viven es como una sábana demasiado pequeña; si se tira de ella para cubrir una parte del cuerpo, otra tirita de frío.

En el caso de los humanos, es natural que existan estos trade-offs. Los peajes aparecen con frecuencia en casos de hiperespecialización. Y para hiperespecializados, nosotros: los Homo sapiens somos un ejemplo extremo del problema de tener todos los huevos en la misma cesta. De las millones de especies que habitan este planeta, actualmente solo una, nosotros, ha discurrido por el camino evolutivo de desarrollar la capacidad intelectual que nos permite hacer cosas como escribir este artículo o leerlo. De hecho, quienes más cerca estuvieron también de ello, como los neandertales, sufrieron el destino de la extinción.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Este camino no es una vía hacia ninguna clase de perfección, sino simplemente una opción evolutiva más, que en el caso del ser humano le ha resultado ventajosa; pero la típica estampa de los homininos primitivos caminando en fila detrás de un humano moderno ha transmitido la falsa impresión popular de que la evolución es lineal y que nuestros ancestros eran personas a medio hacer cuyo propósito era servir de modelos intermedios, como en una serie de fotos de un edificio en construcción. La biología no funciona así: en cada momento de la historia, cada una de las especies antecesoras del Homo sapiens estaba bien adaptada a sus circunstancias, como demuestra su éxito evolutivo. Chimpancés, gorilas y orangutanes no están a medio evolucionar, como falsamente sugieren las mil y una películas de El planeta de los simios; de hecho, son inmejorablemente aptos para sobrevivir en su entorno, y hay estudios que sugieren que los chimpancés están realmente más evolucionados que nosotros, ya que su selección natural ha sido más intensa.

Entre los trade-offs estudiados en los humanos hay algunos relacionados con la reproducción. Por ejemplo, los altos niveles de testosterona en los hombres son beneficiosos durante la juventud, pero exponen a mayor riesgo de cáncer de próstata en la vejez. También se cree que la existencia de una reserva de ovocitos en el ovario femenino para toda la vida fértil tiene la ventaja de generar ciclos regulares, lo que facilita la regulación de la reproducción; el inconveniente aparece cuando se agota esta reserva, con la menopausia y sus síntomas.

Pero como es natural, gran parte de los trade-offs propuestos para los humanos afectan a nuestro rasgo más sobresaliente, el cerebro. En 2011, un estudio reveló que la típica reducción del volumen cerebral que aparece en los humanos con la llegada de la vejez no existe ni siquiera en nuestros parientes más próximos, los chimpancés, y que parece estar relacionada con nuestra mayor longevidad. Los investigadores planteaban la posibilidad de que se trate de un trade-off evolutivo cuya contrapartida es la propensión a desarrollar enfermedades neurodegenerativas propias de la edad, como el alzhéimer.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

También en 2011, una revisión sobre el enfoque evolutivo del alzhéimer repasaba varias propuestas relativas a cómo los sofisticados procesos destinados a construir y estabilizar nuestra estructura cerebral, manteniendo una plasticidad necesaria durante la larga maduración humana, pueden tener un coste bioenergético en forma de lesiones a edades avanzadas. Algunos investigadores sugieren que el riesgo de padecer alzhéimer a los 85 años es del 50%, y que si llegáramos a cumplir los 130 todos los humanos lo padeceríamos.

Los autores de la revisión, Daniel Glass (Universidad Estatal de Nueva York) y Steven Arnold (Universidad de Pensilvania), destacaban un dato curioso: de los tres alelos (versiones de un gen) de la apolipoproteína E (APOE) que se relacionan diferencialmente con el riesgo de padecer alzhéimer, el que se asocia con un mayor riesgo, APOE ε4, es la forma ancestral que aparece en nuestros parientes y ancestros evolutivos. La forma neutral y la ventajosa (ε3 y ε2 respectivamente) han aparecido exclusivamente en los humanos. ¿Por qué el alelo ε4 sencillamente no ha desaparecido? Una respuesta evidente sería que no afecta a esa «reproducción del más apto» en la que ayer dejábamos la expresión de Darwin. Pero parece que hay algo más; el gen APOE está implicado en muchos procesos, y algunos estudios sugieren que el alelo ε4 confiere otras ventajas, como protección frente al riesgo cardiovascular en respuesta a estrés mental (el típico infarto por susto), frente al daño hepático inducido por virus, y frente al riesgo de abortos espontáneos. De nuevo, un caso de la pleiotropía antagónica que definíamos ayer; es decir, más trade-offs.

Así, el estudio que comenté anteriormente no es el primero que propone la posibilidad de que el alzhéimer sea un trade-off evolutivo que impondría una restricción esencial a la prolongación de nuestra longevidad. En este nuevo trabajo, los investigadores revelan que dos de los genes que muestran señales de selección positiva en humanos son SPON1, que participa en la construcción del andamiaje de los axones y se une a la proteína precursora amiloide impidiendo su ruptura, y MAPT, responsable de la proteína tau que estabiliza la estructura en la que se apoyan las neuronas. Curiosamente, ambas son responsables de nuestra avanzada estructura cerebral, y sus hipotéticos fallos de funcionamiento producirían precisamente dos de los síntomas típicos del alzhéimer, la acumulación de beta amiloide y las madejas de proteína tau. A la vista de estos resultados, la sospecha de que el alzhéimer es el resultado de un trade-off evolutivo parece casi inmediata.

La conclusión es que tal vez esto no nos deja demasiada esperanza a la hora de luchar contra algo que los clínicos ven solo como una enfermedad (y desde el punto de vista patológico no cabe duda de que lo es), pero que para muchos biólogos es además algo más profundo y complejo, el doloroso peaje evolutivo de una larga vida. Como decíamos arriba, los humanos actuales no somos una forma perfecta de nada, sino otra especie más en su incesante camino evolutivo. Y en este breve instante de la historia de la vida en la Tierra que es la civilización, los humanos padecemos alzhéimer.

Si acaso, nuestros descendientes lejanos podrían tener algo más de suerte: dado que actualmente el alelo de APOE más prevalente en la población es el neutral ε3 –el 95% de los humanos tiene al menos una copia–, y que tal vez esto sea simplemente un efecto de la deriva genética (fenómeno que, a diferencia de la selección natural, conserva y extiende en las poblaciones versiones de los genes que no son beneficiosas ni perjudiciales, sino simplemente neutras), según Glass y Arnold sería de esperar que en el futuro el alelo dañino ε4 desapareciera de las poblaciones humanas. Así, al menos el alzhéimer no sería una funesta inevitabilidad para los futuros humanos que sobrepasarán con creces el siglo de vida.