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¿Dormir con tu perro es malo? La opinión experta, el estudio y el estudio científico

Quienes se dedican a analizar cómo funciona el panorama informativo en esta era de las redes sociales suelen insinuar que nos encontramos frente a un embrollo de p…; perdón, quiero decir, frente a un embrollo de considerables dimensiones. Suelen referirse a ello con términos como crisis de la autoridad de los expertos, o algo similar. O sea, que el valor que se otorga al mensaje ya no depende tanto del emisor (su cualificación profesional y su credibilidad como experto), sino del receptor (sus inclinaciones personales, normalmente ideológicas).

No pretendo entrar en fangos políticos, pero me entenderán con un ejemplo sencillo y muy popular: para algunos, el actor Willy Toledo es un intelectual preclaro, mientras que para otros es eso que ahora llaman un cuñado, o algo peor. Pero lo relevante del caso no es qué bando tiene la razón, sino que ambas valoraciones son independientes de los méritos y las cualificaciones que puedan avalar al actor como pensador político; yo no los conozco, y dudo que tampoco muchos de quienes le aplauden o le denostan, que en cualquier caso contribuyen por igual a hacer de él y de sus manifestaciones un trending topic. Y trending topic es algo que se define como lo contrario de las reflexiones de un experto y veterano politólogo de prestigio mundial escondidas en la página 27 del suplemento dominical de un periódico.

Ciñéndome al campo que me toca y me interesa, la ciencia, las fake news proliferan en internet sin que las refutaciones objetivas, contundentes e indiscutibles, parezcan servir para que desaparezcan. En algunos casos se trata de falsas noticias curiosas, como aquello que ya conté aquí de que mirar tetas alarga la vida de los hombres. No importa cuántas veces se aclare que la noticia era falsa, y que ni tal estudio ni su supuesta autora existieron jamás; el bulo ha resurgido periódicamente y continuará haciéndolo.

Pero en otros casos no se trata de curiosidades inocuas, sino de falacias que pueden ser muy dañinas, como los falsos riesgos de las vacunas o de los alimentos transgénicos. Ambas creencias han sido refutadas una y otra vez por aquello que de verdad puede refutarlas, los estudios científicos. Pero lo que al final llega a trending topic es la opinión del actor Jim Carrey o del ¿también actor? Chuck Norris.

Se fijarán en que he escrito «los estudios científicos», y no «los estudios» ni «los científicos». Porque en esta era del derrocamiento de la autoridad experta, es imprescindible distinguir entre la opinión de un científico, el estudio y el estudio científico, dado que no todo ello tiene el mismo valor.

Hace unos días mi vecina de blog Melisa Tuya, autora de En busca de una segunda oportunidad (además de otro blog y varios libros), me pasaba una nota de prensa enviada por una empresa que vende colchones (no entro en detalles, pero el comunicado ha sido publicado por algún medio). La compañía en cuestión advertía sobre los riesgos de dormir con tu perro, concluyendo que esta práctica acarrea más desventajas que ventajas. Naturalmente, no hay disimulo: la empresa lanza un colchón específico para perros, y lo que pretende es avalar las bondades de su producto con las maldades de que el animal comparta la misma cama que sus dueños.

Imagen de pxhere.

Imagen de pxhere.

Para apoyar sus proclamas, la compañía ha contratado (obviamente, en estos casos siempre hay un flujo monetario) una opinión experta, la de una veterinaria. La doctora advierte en primer lugar de que los animales deben estar limpios y desparasitados para evitar el riesgo de que el contacto con los humanos en la misma cama (o en cualquier otro lugar, para el caso) pueda favorecer la transmisión de enfermedades. El consejo resulta incuestionable, ya que innumerables estudios científicos han demostrado el contagio de infecciones de animales a humanos, como he contado aquí.

Pero seguidamente la veterinaria entra en un terreno más pantanoso, y es el de los posibles efectos nocivos que el compartir el lecho con los humanos puede ejercer sobre la conducta del animal: que le dificulte la separación de sus dueños o que crea haber conquistado el castillo de la cama y el liderazgo del hogar. Y al fin y al cabo, añade la doctora, el animal no va a ser más feliz por el hecho de dormir junto a sus dueños.

Todo esto está muy bien. Pero ¿dónde están los datos? Afirmar que esta versión zoológica del colecho puede dañar la psicología del animal es una hipótesis razonable. Pero sin aval científico, es solo una hipótesis. O en otras palabras, una opinión. Y aunque sin duda las opiniones de los expertos merecen una mayor consideración que las de quienes no lo son, una proposición científicamente comprobable no tiene valor de verdad hasta que se comprueba científicamente. Y la historia de la ciencia es un reguero de hipótesis fallidas. Puede que dormir con sus dueños altere la conducta del perro. Tanto como puede que no. Pero en ciencia no debe existir el «ex cátedra»: la verdad no está en la opinión de un experto, sino en la opinión de un experto respaldada por los estudios científicos. ¿Los hay? No, no basta con la experiencia propia. En ciencia, no.

Voy ahora al segundo argumento, y es la diferencia entre el estudio y el estudio científico. Hoy estamos inundados de estudios por todas partes. Casi cualquier empresa con el suficiente poderío y una política de marketing emprende estudios: las webs de venta de pisos publican estudios sobre la evolución del precio de la vivienda, los seguros médicos publican estudios sobre el consumo de alcohol en los jóvenes, y hasta las webs porno publican estudios sobre las preferencias sexuales de sus usuarios. Para las empresas, elaborar estudios se ha convertido en una práctica común, quizá porque aumenta su visibilidad y su reputación a ojos del consumidor.

Pero hay algo esencial, crucial, sustancial, básico, y todos los sinónimos son pocos, que distingue a un estudio corporativo de un estudio científico: el primero no pasa otro filtro que el de la propia compañía, que por definición está siempre afectada por un conflicto de intereses. En la inmensa mayoría de los casos, lo que las empresas denominan estudios son lo que antes se llamaba encuestas. Una encuesta es algo muy valioso y necesario, pero no llega a ser un estudio. Para dar el salto de una cosa a otra es preciso pasar de los datos crudos a los cocinados, a la interpretación de los resultados y la formulación de las conclusiones. Y es aquí donde resulta imprescindible lo que los estudios científicos sí tienen, y no los corporativos.

La revisión por pares, o peer review.

Revistas científicas. Imagen de Selena N.B.H. / Flickr / CC.

Revistas científicas. Imagen de Selena N.B.H. / Flickr / CC.

Para que un estudio científico se publique y se difunda, es indispensable que lo aprueben otros científicos expertos en el mismo campo de investigación, elegidos por la revista a la cual se ha enviado el trabajo y que no han participado en su elaboración. Y esto, en contra de lo que quizá podría pensarse, no es un simple trámite, ni mucho menos.

Un trámite, aunque duro de completar, es la aprobación de una tesis doctoral; no conozco un solo caso en que una tesis doctoral se haya suspendido (los habrá, pero no los conozco). El tribunal lo escoge el propio doctorando, normalmente entre aquellos investigadores con los que ya tiene una relación previa, y la calificación estándar es sobresaliente cum laude. No se dejen engañar por alguien que presuma de haber obtenido un sobresaliente cum laude en su tesis doctoral: es la nota habitual, también para este que suscribe.

Pero un caso radicalmente opuesto es el de los estudios científicos. No conozco ningún caso en que un estudio se haya aprobado a la primera (y en este caso dudo que los haya, salvo cuando hay trampa, como en el caso de Luc Montagnier que conté aquí). Los revisores o referees destripan los estudios, los machacan, los pulverizan, los apalizan hasta dejarlos reducidos a pulpa. Todo estudio se enfrenta a un largo calvario y a una cadena de revisiones y rechazos antes de encontrar finalmente su hueco en las páginas de una publicación científica, si es que lo encuentra.

Naturalmente, hay corruptelas y favoritismos; los revisores no tratan por igual un estudio escrito por un tal Francis Mojica de la Universidad de Alicante que otro firmado por Eric Lander, director del Instituto Broad del MIT y la Universidad de Harvard, y los Mojica de este mundo dependen de que los Lander de este mundo acaben abriéndoles las puertas al reconocimiento de su trabajo. Por supuesto, también hay estudios fraudulentos, como el de Andrew Wakefield, el médico que se inventó el vínculo entre vacunas y autismo; falsificar un estudio científico es relativamente fácil. Pero estas anomalías son contaminaciones del factor humano, no errores del sistema.

Por último, en años recientes se ha impuesto además el requisito de que los investigadores firmantes de los estudios científicos declaren sus posibles conflictos de intereses, como fuentes de financiación o participación de una manera u otra en cualquier tipo de entidad. A un científico que recibe financiación de un fabricante de refrescos no se le impide publicar un estudio que presenta algún beneficio del consumo de azúcar (suponiendo que lo hubiera), siempre que el trabajo sea riguroso y los datos sean sólidos, pero debe declarar este conflicto de intereses, que aparecerá publicado junto a su nombre al pie de su artículo. Obviamente esto no ocurre en los estudios corporativos, pero tampoco en las opiniones de (en este caso incluso hablar de «presuntos» es una exageración) expertos cuando cobran abultadas cantidades por anunciar un pan de molde «100% natural».

El mensaje final es: cuidado con las referencias a expertos y estudios. En el terreno de la ciencia, para valorar la credibilidad de una afirmación hay que diseccionar escrupulosamente el nivel de rigor científico de la fuente original. Y si hay pasta de por medio.

Pero si ustedes han llegado aquí para saber si es bueno o no dormir con un perro, y ateniéndonos a los estudios científicos, la respuesta es que aún no hay datos suficientes: una revisión publicada en septiembre de 2017 por investigadores australianos dice que «mientras que las prácticas de colecho adulto-adulto y progenitor-hijo/a se han investigado bien, dormir o compartir la cama con animales ha sido relativamente ignorado [por los estudios]». El trabajo presenta posibles pros y contras basándose en los escasos estudios científicos previos, proponiendo que el colecho con hijos y el que se practica con animales de compañía «comparten factores comunes […] y a menudo resultan en similares beneficios e inconvenientes». Como conclusión, los investigadores apuntan que se necesita más «investigación empírica». Así pues, que no les vendan motos. O colchones.