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¿Son plausibles los alienígenas de la ciencia ficción? (I)

En una ocasión ya conté aquí que ocurre algo muy curioso con la relación entre cine y ciencia. Mientras que múltiples expertos en mútiples webs suelen llevar las películas de ciencia ficción a la rueda de interrogatorios para destripar su plausibilidad científica y sacar a relucir sus errores, tanto los expertos como los errores suelen ceñirse a la física. En cambio, la biología suele olvidarse. Al fin y al cabo, como aún no tenemos la menor idea de cómo son los alienígenas –si es que existen–, todo vale. ¿No?

Pues no, no todo vale. De hecho, probablemente no valgan más cosas de las que valen. La biología tiene sus propias reglas. En último término, la biología es una aplicación de la física y la química, y aunque el mayor número de variables aumenta la cota de incertidumbre, está claro que hay cosas que no pueden ser de ninguna manera.

Por ejemplo, las críticas científicas de la saga Alien analizan los bocados relativos a las naves, el espacio, la presión, la gravedad y cosas por el estilo. Pero nunca he leído ninguna (aunque probablemente exista sin que yo la haya descubierto) que abra el siguiente y evidente melón: es enormemente cuestionable que un organismo pueda multiplicar su tamaño y peso de forma desmedida en horas o días; pero desde luego, es absolutamente imposible que lo haga sin alimentarse de la materia necesaria para ganar ese aumento de peso y volumen.

Alien: Covenant. Imagen de 20th Century Fox.

Alien: Covenant. Imagen de 20th Century Fox.

La materia no se crea ni se destruye; para que un ser vivo multiplique su peso por diez, necesita incorporar una cantidad de materia aún mayor, teniendo en cuenta que una gran parte de su alimento se excretará en forma de desechos o para mantener funciones básicas como la refrigeración (sudor). Conclusión: a no ser que se inflen simplemente con aire, ni un pulpo, ni un percebe ni un xenomorfo pueden crecer de la nada en unas horitas.

Plantear un alienígena plausible no es tarea fácil, dado que en efecto aún no conocemos ninguno. Pero son tantos los frentes a cubrir, el biofísico, el bioquímico, el bioenergético, el fisiológico, el ecológico o el evolutivo, que casi todo alienígena inventado corre el riesgo de hacer aguas por un lado u otro, incluso en aspectos tan aparentemente nimios como el que ya conté aquí a propósito de Chewbacca: dado que el folículo piloso y la glándula sudorípara son especializaciones de la piel mutuamente excluyentes, los animales peludos (salvo los caballos, un caso peculiar que también comenté) no sudan lo suficiente como para regular su temperatura, por lo que los wookies deberían pasarse toda la saga de Star Wars jadeando como los perros.

Ya, ya, es cierto que George Lucas nunca ha pretendido que Star Wars sea científicamente creíble. (Pero esperen: ¿no era este el mismo tipo que se inventó aquello de los midiclorianos en analogía con la teoría de la endosimbiosis para convertir la Fuerza en, según sus propias palabras, «una metáfora de una relación simbiótica que permite la existencia de vida»?)

Es más; incluso solucionar el problema del frío cubriendo a los alienígenas de una gruesa capa de pelo es cuando menos infundado. Hoy parece suficientemente demostrado que el pelo de los mamíferos y las plumas de las aves proceden evolutivamente de las escamas de los reptiles, y que los genes específicos para fabricar pelo ya existían en estos últimos antes de que engendraran las ramas que darían lugar a los otros dos grupos.

Por lo tanto, los mamíferos no inventaron realmente el material básico del pelo, sino que se limitaron a modificar algo que habían heredado de los reptiles para acomodarlo a sus necesidades (por decirlo de algún modo; entiéndase que la evolución no tiene propósitos ni intenciones); entre ellas, la protección térmica. Esto de aprovechar un invento de la evolución para otro fin diferente al original se conoce en biología como exaptación.

Pero los reptiles en los que surgió el material necesario para crear el pelo vivían en climas cálidos, por lo que originalmente este mecanismo no era un invento contra el frío. En resumen, es probable que una especie alienígena que ha evolucionado en un planeta helado no lleve pelo para abrigarse, sino algún otro tipo de ingenio evolutivo más específicamente adaptado a esa misión.

Recordando los alienígenas de casi cualquier película que nos venga a la mente, es inmediato que suelen fallar en un aspecto u otro, o en todos. Por ejemplo, todo ser complejo tiene una forma definida, ya que es una regla básica de la biología que la complejidad requiere un alto grado de especialización estructural. Así que no es posible cambiar de forma alegremente cada minuto o tomar el aspecto de otros organismos, salvo que seas algo tan poco inteligente como un moho mucilaginoso. Adiós a La cosa y a las múltiples versiones de La invasión de los ultracuerpos.

La cosa (versión de 1982). Imagen de Universal Pictures.

La cosa (versión de 1982). Imagen de Universal Pictures.

Tampoco existen los seres vivos aislados, ni como especies ni como individuos. En su día, el astrofísico Carl Sagan hizo un cálculo de cuántos monstruos del lago Ness podrían existir si existía alguno, aunque aplicó exclusivamente criterios de física de colisiones. Pero además todo organismo necesita lo que en biología se conoce como Población Mínima Viable, un número de ejemplares que permita la supervivencia de la especie con una diversidad genética suficiente como para perpetuarse sin acabar degenerando hasta la extinción. Y toda especie requiere un aporte de biomasa, así que un alienígena viable depende de un ecosistema que le sostiene.

Otro error frecuente es pasear a los alienígenas por el medio terrestre como si estuvieran en su casa. No se trata solo de la respiración de nuestra atmósfera, sino que la Tierra impone una multitud de condiciones ambientales que podrían resultar hostiles y hasta invivibles para una especie surgida en otro planeta diferente, desde nuestra gravedad hasta nuestros niveles de irradiación, o incluso las amenazas biológicas que nosotros hemos aprendido durante millones de años a mantener a raya.

Un ejemplo muy bien concebido de esto último eran los marcianos de H. G. Wells en La guerra de los mundos, que sucumbían a las bacterias terrestres al carecer de nuestra inmunidad. Wells era biólogo, así que ya hace un siglo predecía que el mayor riesgo para un marciano durante una invasión terrestre no serían los humanos, sino las infecciones.

La guerra de los mundos (versión de 2005). Imagen de Paramount Pictures / DreamWorks Pictures.

La guerra de los mundos (versión de 2005). Imagen de Paramount Pictures / DreamWorks Pictures.

En cuanto a las presuntas bioquímicas alternativas propuestas a menudo en la ciencia ficción, a veces son pura fantasía sin el menor sustento científico. El ejemplo más clásico es el silicio como alternativa al carbono. Una regla básica de la vida es que empleamos materia para alimentar nuestros procesos vitales gracias a la energía almacenada en los enlaces químicos de esas sustancias. Como resultado del proceso, generamos compuestos degradados con un nivel energético menor; es una simple resta. Cuando los organismos terrestres consumimos compuestos orgánicos para alimentarnos, producimos agua y dióxido de carbono (CO2) como productos finales. Son los residuos oxidados de la actividad biológica.

El CO2 es un gas a temperatura ambiente, motivo por el cual lo evacuamos fácilmente. Pero aunque el silicio ofrezca una estructura atómica equiparable a la del carbono en sus posibilidades de formar enlaces, algunos de sus compuestos tienen propiedades químicas notablemente diferentes.

Por ejemplo, el dióxido de silicio (SiO2) es sólido; para entendernos, básicamente es arena. Su temperatura de fusión es de 1.713 ºC, y la de ebullición es de 2.950 ºC; nos pongamos como nos pongamos, temperaturas incompatibles con cualquier forma de vida. En la Tierra, muchos organismos emplean SiO2 precisamente por su dureza, como material de construcción o defensa contra depredadores. Pero una situación muy diferente sería producirlo como residuo metabólico, ya que sería muy difícil eliminarlo de forma constante y en grandes cantidades. ¿Imaginan cómo podríamos estar continuamente expulsando arena de nuestros pulmones?

Un alienígena basado en el silicio en el episodio 'The Devil in the Dark' de la serie 'Star Trek' (1967). Imagen de CBS Television Distribution.

Un alienígena basado en el silicio en el episodio ‘The Devil in the Dark’ de la serie ‘Star Trek’ (1967). Imagen de CBS Television Distribution.

En la próxima entrega seguiremos hablando de esta cuestión, entrando en otro de los clásicos de la ciencia ficción: los alienígenas con forma más o menos humana. ¿Es plausible que en un planeta muy diferente del nuestro evolucionen seres antropomorfos?

Biología sintética y los ingenieros de Alien: ¿vuelven los ‘carros de los dioses’?

Aún no he tenido ocasión de ver el nuevo fascículo de la saga Alien. Los que aún tenemos polluelos estamos un poco limitados en nuestras salidas, así que más allá de lo puramente cinematográfico, todavía ignoro qué nuevos hilos aporta Alien: Covenant sobre la trama básica de la serie que comenzó a desvelarse en Prometheus, y que planteaba el argumento de una civilización alienígena autora de nuestra existencia, a la que se daba el nombre de «los ingenieros».

Uno de los ingenieros de 'Prometheus'. Imagen de 20th Century Fox.

Uno de los ingenieros de ‘Prometheus’. Imagen de 20th Century Fox.

La idea de que podríamos ser las criaturas de algo superior es posiblemente tan antigua como el pensamiento humano, algo natural en una especie capaz de intentar comprenderse a sí misma. Para algunos académicos, es un ejemplo de lo que el biólogo evolutivo Stephen Jay Gould llamó exaptación, una característica que surge como subproducto de una adaptación favorable: nuestra capacidad cognitiva nos resulta útil para la supervivencia, pero también nos mete en camisas de once varas a la hora de tratar de explicar la naturaleza, incluido nuestro propio origen.

Así, para algunos expertos, ideas como Dios o los llamados antiguos astronautas tienen orígenes psicológicamente parecidos. Hay quienes en la misma línea añaden otros fenómenos, como las teorías de la conspiración o lo que se conoce entre sus adeptos como el Nuevo Orden Mundial: en todos los casos se supone la existencia de una inteligencia oculta que es responsable de las cosas que ocurren, las cuales ocurren con un propósito diseñado por esa inteligencia oculta.

Es curioso, porque la idea ha ido tomando diversas formas en función del estado del conocimiento humano en cada época y de lo que se denomina el Zeitgeist, el signo de los tiempos, o lo que la gente piensa en cada momento histórico. En tiempos antiguos era lo sobrenatural: los dioses o el Dios; más modernamente la ciencia introdujo el positivismo natural; y en el siglo XX hubo quienes trataron de crear una narrativa continua entre ambas formas de pensamiento: los antiguos astronautas, popularizados en los años 70 por autores como el suizo Erich von Däniken y sus «carros de los dioses», que para este autor y otros eran un fenómeno natural –alienígenas– interpretado por sus presuntos testigos como uno sobrenatural –dioses–.

Hay quienes han situado el origen de las ideas de von Däniken en fuentes muy dispares, desde la mitología de Cthulhu de H. P. Lovecraft y su escalofriante novela En las montañas de la locura (por cierto, mitos que el escritor inventó como simple ficción), hasta las especulaciones del mismísimo Carl Sagan sobre antiguos contactos alienígenas. También se acusó al autor suizo de haber plagiado las ideas de otros.

Pero naturalmente, la hipótesis de von Däniken es pseudociencia, no corroborable ni refutable por métodos científicos, y que por tanto puede perpetuarse en la mente de quienes creen en ello sin tener que rendirse jamás a ninguna evidencia contraria. Lo cual, entre otras cosas y unido a lo provocador de la idea, mantuvo un rentable nicho de mercado para su autor, con independencia de que él realmente creyera en ello. Otros también han encontrado su filón en argumentos similares, como el español J. J. Benítez.

Paralelamente, dentro del ámbito de la ciencia hay también una larga tradición en la propuesta de que la vida pudo llegar a la Tierra desde el espacio; se conoce como panspermia. De hecho, suele atribuirse al filósofo griego Anaxágoras la primera mención de este término, al que en el siglo XIX se le dio una definición más científica como la siembra de vida a través del universo mediante microbios presentes en cuerpos viajeros; por ejemplo, asteroides y cometas.

La panspermia ha tenido sus defensores más significados en dos astrónomos, el británico Fred Hoyle y su alumno, el ceilanés Chandra Wickramasinghe. El primero, ya fallecido, aportó valiosos hallazgos sobre los procesos físico-químicos en las estrellas, además de acuñar el término Big Bang, aunque fuera con una intención irónica hacia una teoría en la que no creía. Pero tanto Hoyle como Wickramasinghe se han distinguido por sus propuestas estrambóticas y contrarias al conocimiento científico, como el rechazo a la evolución biológica o la afirmación de que la llamada gripe española de 1918 y otras graves pandemias llegaron a la Tierra desde el espacio. Hoyle llegó a decir que la posibilidad de que surja una célula a partir de sus componentes básicos es como si un tornado barre una chatarrería y ensambla un Boeing 747.

Entre la comunidad científica, la panspermia como la definieron Hoyle y Wickramasinghe provoca ceños fruncidos, cuando no reacciones más airadas. Lo cierto es que no existe ningún indicio para pensar que un microbio pueda sobrevivir a un largo viaje espacial en una roca, ni siquiera en estados de latencia como las esporas. Por el contrario, en los últimos años se han encontrado pruebas de que ciertas moléculas orgánicas propias de la vida sí pueden hacer tales viajes, una versión más débil de la panspermia que sí cuenta con el apoyo de algunos científicos. Y que no solo es diferente, sino casi opuesta a lo defendido por Hoyle y Wickramasinghe, ya que para estos no puede surgir la vida a partir de componentes simples.

Hay una tercera modalidad de panspermia aún más arriesgada, que es la dirigida: la idea de que la vida en la Tierra ha sido deliberadamente sembrada. Así volvemos a los antiguos astronautas de von Däniken o los ingenieros de Prometheus. Lo curioso es que esta idea también pseudocientífica ha obtenido casi más interés por parte de algunos científicos que la panspermia de Hoyle y Wickramasinghe. Uno de sus proponentes más notables fue Francis Crick, el codescubridor de la doble hélice de ADN; aunque en su descargo debe aclararse que Crick publicó su hipótesis en 1973, antes de saberse que el ARN es capaz de replicarse por sí mismo sin la intervención de otras moléculas.

Ya he mencionado arriba que Sagan, sin proponérselo, inspiró a autores como von Däniken al especular sobre posibles antiguas visitas alienígenas a la Tierra. El astrofísico y divulgador fue devastadoramente crítico con las ideas del suizo, y sobre la hipótesis de Crick escribió: “aunque no sabemos de nada que rigurosamente excluya la idea de la panspermia dirigida, de igual modo no hay nada que la apoye fuertemente”. A pesar de lo que circula por internet, no hay ninguna prueba de que Sagan creyera en teorías de antiguos astronautas, y en cambio sí hay pruebas de lo contrario.

Lo más llamativo de todo esto es que, según conté ayer, hoy podemos encontrar científicos reputados como Adam Steltzner, ingeniero jefe del rover marciano Curiosity, reflexionando públicamente y sin rubor sobre ideas que no son otra cosa que panspermia dirigida, antiguos astronautas e ingenieros. Por supuesto que Steltzner no estaba sentando cátedra cuando lo dijo, pero tampoco era una charla de café, sino una conferencia anual en Washington dedicada a explorar las fronteras de la ciencia. Y Steltzner es un ejemplo, pero no el único. Los biólogos sintéticos trabajan bajo la premisa de que esta tecnología puede avanzar espectacularmente en la recreación de múltiples procesos naturales de la vida. Y como también conté ayer, algunos no son contrarios a la idea de que estos avances, tal vez conseguidos ya por civilizaciones más avanzadas, puedan propagarse a través del universo. Dos y dos son cuatro.

Cuando Elon Musk, el magnate de SpaceX que quiere llevarnos a Marte, afirma que muy probablemente seamos el resultado de una simulación informatizada de nuestros futuros descendientes, en el fondo no es más que una nueva versión digital de la panspermia dirigida. Una diferencia esencial entre gente como von Däniken y gente como Musk es que los segundos se ganan el respeto con sus progresos reales. Y con ello, están extendiendo ideas audaces que están calando entre la comunidad científica, aunque solo sea como ciencia-espectáculo.

No creo que a Ridley Scott, artífice de la saga Alien, le haya pasado por alto el hecho de que con sus ingenieros tal vez haya pinchado en una veta de renovada actualidad. Es difícil determinar cuáles son causas y cuáles efectos. Pero en fin, todo esto está bien en la medida en que favorece la reflexión, la discusión y la creación de historias para que pasemos un buen rato en el cine. Siempre que no olvidemos que a día de hoy no tenemos absolutamente ningún indicio de que realmente haya alguien más en el universo.

Este es el gran error de Blade Runner (¿lo arreglarán en la secuela?)

Fui uno de los adoradores de Blade Runner desde el principio. He leído que inicialmente recibió críticas agridulces, y que su estreno no fue un bombazo en la taquilla, y que muchos se sumaron a los elogios después, cuando el fenómeno creció. Pero no presumo de ninguna cualidad como crítico de cine; simplemente, la vi por primera vez allá cuando solo tenía 15 años cumplidos, y entonces era muy raro encontrar una película de Hollywood tan definida por un espíritu y una estética de lo que por entonces llamábamos afterpunk (hoy postpunk). Era natural que muchos la convirtiéramos en un símbolo con el que decorar la carpeta y las paredes de nuestra habitación.

Pero unos años más tarde, cuando empecé a estudiar ciencias, descubrí que gran parte del peso de la trama de Blade Runner se asentaba sobre una premisa científicamente absurda. Les explico.

Imagen de Warner Bros.

Imagen de Warner Bros.

Tanto la película como la novela original de Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) se basan en la existencia de humanos sintéticos, en el libro llamados simplemente androides. Según se cuenta, a Ridley Scott este término le parecía demasiado estereotipado. Uno de los dos guionistas preguntó a su hija, que estudiaba biología, y ella sugirió el nombre replicante, inspirado por la replicación de ADN cuando una célula se divide.

Ni en el libro ni en la película se explica claramente cómo se producen los androides/replicantes, pero queda claro que son de carne y hueso, indistinguibles de los humanos normales excepto por unos pocos rasgos: carecen de empatía, tienen habilidades especiales (agilidad, fuerza) y una longevidad de cuatro años. Sobre esto último hay una pequeña contradicción, ya que en la película se presentan dos ideas contrapuestas: en un momento se dice que la caducidad fue impuesta para evitar que llegaran a desarrollar capacidad emocional, mientras que en otro se cuenta que la corta vida de los replicantes es una limitación tecnológica a la que no se ha encontrado solución. Algo que, a su vez, no cuadra con el hecho de que Rachael fuera una replicante sin caducidad.

Pero vayamos a lo importante: la identificación de los replicantes. En el libro y la película, los blade runners recurren a una especie de polígrafo, un alambicado test psico-fisiológico llamado Voight-Kampff que revela si el sujeto muestra emociones o no.

En 1968, cuando Dick publicó la novela, el polígrafo era una técnica muy de actualidad, e incluso en EEUU ya había programas de televisión basados en su uso, como el que décadas después haría en España el periodista Julián Lago con aquella famosa frase: «no me conteste ahora, hágalo después de la publicidad». Gran parte de la trama de Blade Runner se asienta en el hecho de que el Voight-Kampff es un análisis largo, complicado y que requiere la colaboración del sujeto, lo que sustenta la tensión sobre la condición de replicante de Rachael y deja en duda la identidad del propio Deckard, una incógnita que ha sido motivo de discusión durante años.

La máquina del test Voight-Kampff. Imagen de Warner Bros.

La máquina del test Voight-Kampff. Imagen de Warner Bros.

Ahora, vayamos a la realidad. En 1968 la tecnología de ADN aún estaba naciendo. Por entonces no era generalmente conocida, y todavía era difícil prever sus futuras aplicaciones. Pero a comienzos de los 80, cuando se escribió el guión de la película, ya se había secuenciado el primer genoma completo, el del virus bacteriófago φX174, y la biología molecular era una tecnología en plena expansión.

En aquella época ya se sabía que una especie puede identificarse por su secuencia genética. Con los años esto ha llevado a la localización de fragmentos del genoma que sirven como un código de barras genético, con el que puede determinarse la especie a la que pertenece un organismo. Además, la evolución de la tecnología de lectura de ADN ha conducido a la fabricación de máquinas de secuenciación y amplificación cada vez más baratas, rápidas y pequeñas, casi portátiles.

Por otra parte, el progreso de la biología molecular no solo ha permitido modificar genomas a voluntad (como en los organismos transgénicos), sino también crear genomas artificiales de especies simples como bacterias. En ambos casos se marcan estos organismos introduciendo en sus genes unos fragmentos de ADN que actúan como códigos de barras sintéticos, y que pueden tomar la forma que uno desee: se puede codificar en ellos un mensaje, un nombre, un número de serie o cualquier otro tipo de marcaje. Los cultivos transgénicos llevan este tipo de marcas de identificación.

El absurdo es que la humanidad futura de Blade Runner ha alcanzado un nivel de desarrollo que les permite crear o manipular genomas para fabricar personas de carne y hueso con ciertas características finamente alteradas a voluntad; y sin embargo, no parece que nadie haya pensado en introducirles marcadores genéticos para poder identificarlos rápidamente con un sencillo test de ADN, algo que existe en la realidad desde el nacimiento de la edición y la manipulación genética.

De hecho, la idea de la marca física de fábrica sí está presente en la película, aunque no en formato genético. Cuando Deckard encuentra la escama de una serpiente sintética, descubre con un examen microscópico una identificación del fabricante que le llevará hasta el local de strip-tease donde trabaja la replicante Zhora. ¿Por qué una serpiente artificial lleva una marca de fábrica y los replicantes no, sobre todo teniendo en cuenta la vigilancia estricta a la que se les somete?

Pero ya entonces el marcaje genético era una posibilidad evidente, y era fácil imaginar que en una situación real sería un requisito en la creación de cualquier organismo genéticamente alterado. La identificación de los replicantes mediante el test de Voight-Kampff, en lugar de una prueba genética, ya era una idea claramente anacrónica en 1982. Habría bastado con arrancarles un pelo o tomarles una muestra del epitelio bucal con un bastoncillo.

Es más: incluso suponiendo que los fabricantes de replicantes decidieran por cualquier motivo no introducir marcas genéticas específicas en sus diseños, las propias técnicas de edición o síntesis genómica dejan ciertos rastros genéticos que también pueden detectarse, como secuencias bacterianas que actúan como dianas de corte o que están presentes en genes de resistencia a antibióticos. Bastaría un simple análisis rutinario con una máquina llamada PCR para detectar de inmediato a un replicante.

Ahora la pregunta es: ¿habrán pensado en esto los responsables del guión de Blade Runner 2049, la secuela que se estrenará el próximo octubre?

Como escribí aquí hace unos días a propósito de la película Sunshine, la ficción es ficción, y no debe descalificarse solo por sus errores científicos si todo lo demás funciona. Pero la ciencia ficción, si pretende llamarse así, debe actualizarse al estado del conocimiento científico y de las posibilidades tecnológicas de su época.

Hoy cada vez es más habitual, ya casi imprescindible, que cualquier producción seria de ciencia ficción busque la asesoría de científicos expertos. Sin embargo, como ya dejé protestado aquí, suele contarse con físicos e ingenieros, pero no con biólogos; como si hubiera que preocuparse por respetar todo eso de la gravedad, la relatividad y los agujeros negros, y en cambio cualquier ocurrencia que a uno se le antoje sobre las cosas vivas pudiera ser plausible (que, en la mayoría de los casos, no lo es).

En octubre les contaré si los guionistas han estado a la altura, porque un Blade Runner 2049 escrito hoy y que mantenga el test de Voight-Kampff (en el tráiler, al menos, no aparece) no sería retrofuturista; sería como continuar retratando a los tiranosaurios como se creía que eran hace 50 años.

Una sonda de la NASA volará a través de la atmósfera del Sol

Sunshine, de Danny Boyle, es una de las películas de ciencia ficción más interesantes que he podido ver en lo que llevamos de siglo. Según parece, sus resultados en taquilla fueron más bien discretos, algo que no me corresponde analizar a mí sino a mis compañeros Carles y Juan Carlos.

Por lo que compete a este blog, puedo decir que Boyle y Alex Garland, autor de la historia, hicieron un trabajo concienzudo basándose en una asesoría científica amplia y experta, con participación de la NASA y del físico británico y estrella mediática Brian Cox, e incluso montando a los actores en vuelos de simulación de microgravedad. Y si no todo en la película es científicamente realista, no se trata de errores, sino de licencias creativas que se tomaron siendo plenamente conscientes de que se estaban apartando de la ciencia rigurosa.

Ilustración de la Parker Solar Probe. Imagen de NASA.

Ilustración de la Parker Solar Probe. Imagen de NASA.

Sí, hubo científicos que escribieron criticando negativamente la película. A quienes nos dedicamos a esto nos gusta desentrañar cuánto hay de ciencia real y cuánto de vengayá en las películas del género. Pero una cosa es aprovechar estas licencias argumentales como herramienta de divulgación, y otra basarse en ellas para descalificar una película como si se hubiera cometido una especie de afrenta. Toda época ha tenido sus inquisidores.

Toda peli de ciencia ficción encuentra su eficacia sabiendo hasta dónde estirar la ciencia; y si hay que romperla para ir un poco más allá porque la historia lo pide, pues se rompe y no pasa nada: la ciencia no es una religión, y la ficción es ficción porque es ficción. Incluso una joya tan elogiada como 2001: Una odisea del espacio se basa en una idea hoy indefendible por criterios científicos, la existencia de inteligencias extraterrestres casi supremas, ese rollo que en Prometheus llamaban «los ingenieros». Y qué decir de toda película basada en los viajes en el tiempo.

Para quienes no la hayan visto, les resumo el argumento de Sunshine en una frase y sin spoilers: el Sol se está apagando debido a un accidente natural que en la película no se menciona, pero que sí se explica científicamente en el guión original (para los curiosos, una colisión con una Q-ball), y una nave tripulada debe viajar hasta allí para reactivarlo mediante una megaexplosión nuclear, después del fracaso de una misión anterior que desapareció sin dejar rastro.

El acierto de Sunshine, en mi opinión, está en desarrollar la quiebra psicológica de los personajes amenazados por un monstruo tan poderoso como inusual: el Sol, normalmente un elemento benéfico e imprescindible para la vida. Darle al Sol el papel del malo es un hallazgo comparable al de poner al asesino en el cuerpo de un niño; ignoro a quién se le ocurrió esto por primera vez, pero Chicho Ibáñez Serrador lo hizo magistralmente en Quién puede matar a un niño. Una película que, por cierto, también exploraba sabiamente el terror a pleno sol. En Sunshine los personajes se defienden contra un enemigo que puede liquidarlos o enloquecerlos hasta que se liquiden unos a otros, y al que jamás podrán matar ni vencer.

Comparación a escala del tamaño aparente del Sol desde la Tierra (derecha) y desde la órbita de la Parker Solar Probe (izquierda). Imagen de Wikipedia.

Comparación a escala del tamaño aparente del Sol desde la Tierra (derecha) y desde la órbita de la Parker Solar Probe (izquierda). Imagen de Wikipedia.

Me ha venido el recuerdo de Sunshine con ocasión de una rueda de prensa celebrada esta semana en la que la NASA ha presentado una misión que lanzará en 2018, y que se acercará al Sol como jamás lo ha hecho antes ningún artefacto de fabricación humana. Faltando el elemento humano, la Parker Solar Probe (bautizada en homenaje al astrofísico Eugene Parker, descubridor del viento solar y que, en contra de la costumbre en estos casos, aún vive) enfrentará sus circuitos a los mismos peligros que amenazaban a la tripulación del Icarus II en la película.

Parker se acercará a unos seis millones de kilómetros del Sol. Puede que esto no parezca demasiado si consideramos que nuestra estrella tiene un diámetro de 1,4 millones de kilómetros, pero la cosa cambia si tenemos en cuenta que Mercurio se encuentra a 58 millones de kilómetros del Sol, casi diez veces más lejos de lo que la sonda se aproximará. De hecho, Parker volará atravesando la corona, la parte exterior de la atmósfera solar. El gráfico de la derecha muestra el tamaño aparente del Sol desde la Tierra, comparado con el que verá la sonda.

Trayectoria orbital prevista para la Parker Solar Probe. Imagen de NASA.

Trayectoria orbital prevista para la Parker Solar Probe. Imagen de NASA.

Para soportar una temperatura de 1.377 ºC, con una intensidad solar 520 veces superior a la que existe en la Tierra, Parker esconderá sus instrumentos detrás de una sombrilla de 11,5 centímetros de grosor fabricada con carbono reforzado con fibra de carbono, el mismo material que protegía a los shuttles de la NASA durante la reentrada en la atmósfera. Eso sí, energía solar no le faltará.

La misión se lanzará el 31 de julio de 2018, pero durante seis años se dedicará a sobrevolar Venus. Deberemos esperar hasta el 19 de diciembre de 2024 para su primera aproximación al Sol. Parker conseguirá además otro récord, el del objeto de fabricación humana más rápido de la historia: durante su recorrido alrededor del Sol, su velocidad alcanzará los 700.000 km/h.

Star Wars, psicopatología en una galaxia muy, muy lejana

Imagino que hay que tener el sesgo mental de quien dedica la mayor parte de su tiempo a las cosas de la ciencia para apreciar esta paradoja: ¿cómo una saga de películas empeñada en desgranar una tan meticulosa coherencia argumental puede caer al mismo tiempo en una tan monstruosa incoherencia con la realidad?

Kylo Ren en Star Wars Episodio VII. Imagen de 20th Century Fox.

Kylo Ren en Star Wars Episodio VII. Imagen de 20th Century Fox.

Ya, ya. Que sí, que todos conocemos el propósito declarado de George Lucas desde el comienzo de la serie en ignorar deliberadamente y por completo las leyes científicas. Pero veámoslo de este modo: no son «las leyes científicas». Es simplemente la realidad; pero como la del espacio es una realidad que no experimentamos a diario, lo etiquetamos como «las leyes científicas» y lo dejamos aparte, como una preocupación de empollones puntillosos.

Dicho de otro modo: imaginemos que, en una película, una persona cae al vacío desde el piso 65 y queda ilesa, sacudiéndose el polvo de la camisa al levantarse del suelo. No lo admitiríamos ni en una de James Bond. Nadie piensa en leyes científicas, sino en un simple absurdo argumental. Pero lo que está en juego es la gravedad, la misma que en Star Wars sí nos parece lícito saltarse a la torera constantemente sin que nadie se mese los cabellos.

Y sabiendo todo esto, no dejamos de mirar y remirar la ciencia o la anticiencia de la saga, con mucho más de lo segundo que de lo primero. En una entrevista publicada hace unos años por la Agencia Sinc y firmada por Marta Palomo, el escritor, editor y profesor de la Universitat Politècnica de Catalunya Miquel Barceló ponía como ejemplo la secuencia del Halcón Milenario en el campo de asteroides en El imperio contraataca, que contiene 14 errores científicos en menos de dos minutos.

Como otros periodistas de ciencia, yo también he escrito al menos un par de reportajes sobre la ciencia y anticiencia de Star Wars, aquí y aquí, además de comentar aquí el año pasado, con el estreno de El despertar de la Fuerza, cómo un intento de enredar el guión en una jerigonza científica a propósito de los cascos de los Stormtroopers había salido como tiro por la culata.

Y es que a pesar de todo, Star Wars nos encanta. En contra de lo que podría parecer, no solo la ciencia ficción sesuda y rigurosa inspira a los científicos, sino que también se dejan seducir por el universo de Lucas: en este artículo, la ingeniera de la NASA Holly Griffith contaba cómo fue la figura de la princesa Leia la que inspiró su elección profesional. Los profesores de ciencias, desde la enseñanza secundaria a la universidad, encuentran en sus episodios una manera amena y divulgativa de ilustrar principios científicos.

Pero cuando se habla de la ciencia de Star Wars, siempre se piensa en física e ingeniería. Y sin embargo, no solo físicos e ingenieros han recurrido a la saga en sus publicaciones profesionales. Con el triste adiós a Carrie Fisher y el estreno de la (magnífica, para mi gusto) Rogue One, he reunido esta pequeña lista de cinco estudios o artículos que tiran del material de Star Wars en un contexto más insospechado, el de la psicología y la psiquiatría.

1. Star Wars como mito: ¿una cuarta esperanza? (Psychoanalytic Review, 1987)

En 1987, con la primera trilogía de Star Wars ya completada y sin la segunda aún en el horizonte, los psicólogos Lucia Villela-Minnerly y Richard Markin publicaban un artículo en el que interpretaban la historia de Star Wars como una versión del mito de Edipo.

2. ¿Sufre Anakin Skywalker un trastorno límite de la personalidad? (Psychiatry Research, 2011)

Psiquiatras del Hospital de la Universidad de Toulouse (Francia) defienden que Anakin Skywalker/Darth Vader cumple seis de los nueve criterios de diagnóstico de trastorno límite de la personalidad. «Presenta impulsividad y dificultades para controlar su ira, alternando entre idealización y devaluación (de sus mentores Jedis). Con un miedo permanente a perder a su mujer, hace esfuerzos frenéticos para evitar su abandono y va tan lejos como para traicionar a sus antiguos compañeros Jedis». Los autores sugieren que este ejemplo puede servir para explicar los síntomas de este trastorno, y que este rasgo de Anakin «puede en parte explicar el éxito comercial de estas películas entre los adolescentes».

3. La ilusión de la introducción de Star Wars (i-Perception, 2015)

El psicólogo Arthur Shapiro, de la Universidad Americana de Washington (EEUU), ha creado una versión alternativa de la famosa Ilusión de la Torre Inclinada. Esta última, descubierta por investigadores de la Universidad McGill de Canadá y distinguida en 2007 con el premio a la mejor ilusión del año, consiste en que el ojo ve distinta inclinación en dos imágenes idénticas de la Torre de Pisa situadas lado a lado. Shapiro demuestra una ilusión óptica similar con los famosos textos volantes que aparecen al comienzo de todas las películas de Star Wars.

Ilusión de la Torre Inclinada. Imagen de Kingdom, Yoonessi & Gheorghiu.

Ilusión de la Torre Inclinada. Imagen de Kingdom, Yoonessi & Gheorghiu.

La ilusión de la introducción de Star Wars. Imagen de Shapiro / i-Perception.

La ilusión de la introducción de Star Wars. Imagen de Shapiro / i-Perception.

4. Psicopatología en una galaxia muy, muy lejana (Academic Psychiatry, 2015, artículos uno y dos)

En diciembre de 2015, los psiquiatras Susan Hatters-Friedman (Universidad de Auckland, Nueva Zelanda) y Ryan Hall (Universidad de Florida Central, EEUU) analizaban en dos artículos consecutivos lo que definían como «un vasto conjunto» de psicopatologías en los personajes de Star Wars, tanto en los buenos como en los malos. En el Lado Oscuro destacaban la presencia de «rasgos de personalidad límite y narcisista, psicopatía, trastorno por estrés postraumático, riesgo de violencia hacia la pareja, fases de desarrollo y, por supuesto, conflictos edípicos». Pero los héroes también tienen lo suyo: «histrionismo, trastorno obsesivo-compulsivo y rasgos de personalidad dependiente, trastornos psiquiátricos perinatales, esquizofrenia prodrómica, seudodemencia, lesiones del lóbulo frontal, juego patológico e incluso fingimiento de enfermedad».

5. ¿Puede Kylo Ren redimirse? Nuevas posibles lecciones de Star Wars Episodio VII (Academic Psychiatry, 2016)

Anthony Guerrero (Universidad de Hawái, EEUU) y Maria Jasmin Jamora (Fundación de la Piel y el Cáncer, Manila, Filipinas) se preguntan si en episodios sucesivos habrá posibilidad de redención para el villano Kylo Ren después de matar a su padre Han Solo, tal como Darth Vader logró redimirse en El retorno del Jedi. Los dos expertos reflexionan sobre el caso como ejemplo para psiquiatras y educadores a la hora de afrontar el tratamiento de personas que hayan caído en el Lado Oscuro, sobre todo aquellas que cometen actos de violencia contra su propia familia. Sin embargo, hay un problema: en el artículo, publicado el pasado agosto, los autores sugerían que un factor crucial para la redención de Kylo Ren podía ser su madre. Pero por desgracia, Leia ya no podrá estar presente en el Episodio IX.

Feliz cumpleaños, Roy Batty, víctima de la singularidad biológica

Es imperdonable que hasta ahora se me haya escapado la coincidencia entre el cumpleaños de Roy Batty (Nexus-6) y los de Stephen Hawking, David Bowie, Elvis Presley y Alfred Russell Wallace; teniendo en cuenta, como vínculo personal con esta fecha, que un servidor también cayó sobre el mundo un 8 de enero.

Roy Batty, lágrimas en la lluvia. Imagen de Warner Bros.

Roy Batty, lágrimas en la lluvia. Imagen de Warner Bros.

Todo fan de la que para muchos es la mejor película de Ridley Scott (eufemismo para enmascarar que lo es para mí, tal vez junto con Alien) sabe que el propio Rutger Hauer reescribió el texto que Roy Batty debía recitar en esa secuencia final como himno a su propia muerte. Al hacerlo simplificó un original demasiado pomposo y añadió la frase más conocida e inmortal de aquel discurso, la de las lágrimas en la lluvia. También de su cosecha son las referencias de jerga: ni los Rayos C ni la Puerta de Tannhauser corresponden a ningún concepto físico o astronómico real; y que yo sepa, tampoco el actor holandés ha explicado nunca en qué se inspiró para elegir esos términos (más allá de la ópera de Wagner).

Pero la Puerta de Tannhauser y el monólogo del replicante no solo se han convertido en iconos de la cultura pop repetidos después en otras películas, cómics y videojuegos. Los propios científicos, a menudo criados a los pechos de la ficción, han rendido sus propios homenajes personales. Curiosamente, la prédica de Batty aparece en un par de centenares de estudios académicos y tesis doctorales; en muchos casos como simple cita de inspiración.

Pocos discutirían que Blade Runner reúne una amplia gama de argumentos para configurar una obra maestra extrañamente abierta, viva y palpitante; no hay muchos casos más en los que se hayan presentado tantas versiones alternativas y se haya debatido tanto sobre el significado de algunos de sus argumentos, hasta tal punto que incluso la identidad del principal personaje –Rick Deckard– está en entredicho; y esto es especialmente relevante porque determina hasta qué punto el héroe acaba villanizado en la misma medida en la que el villano resulta finalmente heroico.

Pero dado que este es un blog de ciencia, desde el punto de vista científico se podría decir que Blade Runner forma parte de un motivo argumental en el que Scott ha dado lo mejor de su carrera, no siempre regular. Suele decirse que la reflexión sobre la inteligencia artificial forma un hilo conductor en parte de la filmografía de Scott, incluyendo Blade Runner, Alien o Prometheus. Pero desde el punto de vista de un biólogo, esta cuestión tendría un enfoque alternativo: no es la inteligencia artificial; es la inteligencia que surge de forma natural como consecuencia del desarrollo de la biología sintética y la biónica.

Tanto en Blade Runner como en Alien y Prometheus se ha alcanzado el nivel tecnológico necesario para crear seres vivos sintéticos que no son robots, dado que tienen al menos una parte esencial biológica o biónica. De hecho, en Blade Runner son tan indistinguibles de los humanos reales que se requiere un dispositivo de análisis psico-fisiológico llamado Voight-Kampff para descubrir su verdadera naturaleza.

En biología estamos aún muy lejos de alcanzar semejantes cotas de desarrollo, pero podríamos adivinar que existen dos líneas de investigación destinadas a confluir en un punto intermedio. Por un lado, la biología sintética trata de construir seres elementales a partir de los bloques fundamentales de la vida, tales como macromoléculas u orgánulos. Una vez conseguida la célula, el siguiente hito sería el tejido, después el órgano, el sistema y el ser completo. Esta sería una línea de progreso de abajo arriba, que busca construir la complejidad desde lo simple. Pero en el extremo contrario existe otra dirección de arriba abajo que pretende reemplazar nuestra biología original por componentes biónicos o biológicos sintéticos; es decir, órganos o miembros creados por procedimientos artificiales, ya sea a partir de componentes vivos, de materia inerte o de una mezcla de ambos.

Los futuristas como Ray Kurzweil teorizan sobre el concepto de singularidad tecnológica, un posible momento futuro en el que la inteligencia artificial escapará a nuestro control al ser capaz de crear un circuito propio y retroalimentado de creación y mejora sin intervención humana. De la misma manera podríamos plantear la posibilidad de una singularidad biológica: sería el momento en el que los enfoques arriba-abajo y abajo-arriba de la biología sintética llegarían a encontrarse. Es decir, cuando un ser creado artificialmente fuera indistinguible de otro de origen natural profundamente modificado por procedimientos de ingeniería biológica.

Este es, en cierto modo, el dilema que plantea Blade Runner sobre el significado de nuestra humanidad: una vez alcanzada esa singularidad biológica, se borra la frontera entre lo que es realmente un ser humano y lo que no lo es. En una civilización que domina la biología sintética, los Nexus-6 son tan humanos como nosotros; Roy Batty es una víctima, y Deckard es el villano que se aprovecha de esa victimización. La misma situación se ha repetido históricamente cuando se trata de los otros: diferentes razas, procedencias, culturas o capacidades físicas o mentales. No cabe duda de que aún está muy lejano el día en que llegue esta singularidad biológica. Pero no está mal que vayamos pensando en ello.

Les dejo con la secuencia. Y frente a los puristas de las versiones originales, casi la mitad de este homenaje debería ir al gran Constantino Romero.

El verdadero Jurassic World: ¿Chris Pratt pilotando la moto entre pavos?

¿Se imaginan a Chris Pratt cabalgando briosamente en su moto entre un grupo de pavos? ¿O acariciándole el pico a un furioso pavo embozalado? Así serían Jurassic World y el resto de la saga de Parque Jurásico si se ciñeran a la realidad del conocimiento actual sobre los velocirraptores. De acuerdo, no eran pavos, pero sí algo mucho más parecido a ellos que a los monstruos retratados en el cine.

Recreación artística del 'Zhenyuanlong suni'. Imagen de Chuang Zhao.

Recreación artística del ‘Zhenyuanlong suni’. Imagen de Chuang Zhao.

Cuando Michael Crichton escribió la primera novela de Parque Jurásico, allá hacia 1989, tomó como referencia un libro que por entonces era novísimo y actual, Predatory dinosaurs of the world: a complete illustrated guide (1988), de Gregory Scott Paul, investigador independiente e ilustrador de dinosaurios. En su libro, Paul agrupaba la aún confusa familia de los dromeosaurios bajo el género común Velociraptor, descrito en 1924. El autor mencionaba que en Mongolia se había hallado un fósil de tamaño algo mayor que el Velociraptor antirrhopus, una especie conocida desde 1969 que medía más de un metro de altura y casi 3,5 metros de largo, la mayoría correspondiente a la cola.

Al parecer, este nuevo ejemplar mongol pudo ser la inspiración de Crichton para describir sus velocirraptores de casi dos metros. De hecho, en el libro se explicaba que el ámbar del que se clonaban estos animales procedía de Mongolia. Así, en su época el libro era probablemente bastante fiel a la realidad del momento desde el punto de vista paleontológico, al menos en lo que se refiere a los velocirraptores.

El problema se resume en una frase que ya he citado varias veces en este blog, y que pertenece al escritor, biólogo, conservacionista y polisabio Stewart Brand: la ciencia es la única noticia. Aunque la mayor parte del público permanezca ajeno a ello, la ciencia está aportando nuevos hallazgos todos los días, a todas horas. Los descubrimientos científicos son acumulativos, pero también refutativos. Por lo tanto, la ciencia del año que viene no solo será más extensa y profunda que la de este, sino que también habrá tachado parte de lo escrito antes para enmendarlo.

Este es el motivo por el que, por discreción y para no resultar descortés, siempre me aparto de las conversaciones entre padres y madres allá a la que surge la primera queja sobre la compra de libros de texto y sus precios. Quejas que a menudo provienen de alguien que sostiene en la mano su iPhone último modelo de 500 euros o más, y cuyo hijo luce la camiseta del año en curso de su equipo de fútbol a 70 pavos la pieza. Por supuesto que como escritor defiendo la compra legal de libros. Pero es que además, y hablo exclusivamente de lo referente a ciencia, un libro de texto de ciencia nace con vocación de efímero, de obsoleto; en muchos casos, probablemente ya lo está cuando sale de imprenta.

Por citar solo dos ejemplos de las últimas semanas, los libros de texto del año que viene ya no podrán hablar de Plutón como inexplorado, ni podrán dejar de incluir su foto. Y tampoco podrán continuar asegurando, como desde hace décadas, que el cerebro está desconectado del circuito linfático y por tanto del sistema inmunitario general, algo que hasta ahora era un dogma de la biología; un reciente estudio revolucionario ha demostrado que no es así. Los libros de texto de cuando estudié biología, a principios de los 90, son ahora curiosos documentos históricos infestados de errores y vaguedades.

Escala de tamaño del velocirraptor. Imagen de Matt Martyniuk / Wikipedia.

Escala de tamaño del velocirraptor. Imagen de Matt Martyniuk / Wikipedia.

Lo mismo ha sucedido con la paleontología desde que Crichton escribió su primer Parque y Spielberg filmó la primera versión. El Velociraptor antirrhopus, una especie norteamericana, fue reclasificado como Deinonychus antirrhopus, o deinonico. El nuevo fósil de Mongolia fue asignado a una nueva especie, Achillobator giganticus. Y el género Velociraptor quedó restringido a dos especies, V. mongoliensis y V. osmolskae, ambas del tamaño de un pavo, que difícilmente podrían haberle hecho más daño a un ser humano que arrancarle algún dedo.

Sin embargo, los responsables de las últimas entregas de la saga decidieron mantener la denominación de velocirraptores para animales que obviamente no lo son. Actualizar la imagen de estos dinosaurios era impensable, ya que el resultado habría sido ridículo. Y cambiarles el nombre habría supuesto perder el gancho entre el público de lo que ya era toda una marca de la serie, los “raptores”. Así que escudándose en la licencia de la ficción, lo dejaron como estaba, aun a sabiendas de que era incorrecto.

Por otra parte está el asunto de las plumas. Aunque Gregory Paul fue de hecho uno de los paleoartistas pioneros en dibujar a los dinosaurios no aviares con plumas, siguiendo las teorías sobre anatomía comparada que circulaban entre los expertos, hasta la década de 1990 no se encontraron los primeros fósiles bien conservados que demostraron esta hipótesis. Incluso entonces aún se pensaba que el plumaje era tal vez escaso, disperso y primitivo, más similar al pelo que a las plumas de las actuales aves.

Esta idea también ha ido cambiando en años recientes a medida que se han hallado nuevos fósiles. El último aparece publicado hoy en la revista Scientific Reports, del grupo Nature. Se trata de un nuevo dromeosaurio descubierto en la provincia de Liaoning, al noreste de China, por científicos de la Academia China de Ciencias Geológicas y la Universidad de Edimburgo (Reino Unido). La especie ha recibido el nombre de Zhenyuanlong suni, que al parecer significa algo así como «el dragón de Zhenyuan Sun», en honor a la persona que descubrió el fósil.

El Zhenyuanlong (dejémoslo en zeñualón, si ustedes me lo permiten), que vivió en el Cretácico hace 125 millones de años, era un animal de tamaño parecido al velocirraptor, de metro y medio de largo incluyendo la cola. Lo que lo hace especialmente valioso es que se trata del dinosaurio más grande encontrado hasta ahora que conserva unas alas similares a las de los pájaros, con plumas bien desarrolladas. Sus alas, probablemente demasiado cortas para volar, muestran una estructura muy compleja con varias capas de plumas largas con quilla, como las de las aves actuales.

La mayoría de los dromeosaurios hallados hasta ahora en China eran más pequeños y con miembros delanteros largos y bien emplumados. El más parecido al zeñualón que se conocía, el Tianyuraptor, era de mayor tamaño y brazos cortos, pero sin plumas. Por lo tanto, el zeñualón es una especie de eslabón perdido en el que los científicos se basan para sugerir que las plumas y sus estructuras complejas eran más comunes de lo que hasta ahora se creía en estos dinosaurios, y que podrían encontrarse extendidas por toda su familia.

Y dado que el zeñualón es un pariente próximo del velocirraptor, esta es la conclusión del coautor del estudio Steve Brusatte: “Este nuevo dinosaurio es uno de los primos más cercanos del velocirraptor, pero su aspecto es totalmente el de un pájaro. Es un dinosaurio con enormes alas hechas de plumas con quilla, como un águila o un buitre. Las películas se equivocaron; este es el aspecto que tendría también el velocirraptor”.

La hipótesis de Brusatte no es simple especulación. Tratándose de especies tan relacionadas, la lógica invita a pensar que compartieran rasgos tan básicos. En una ocasión el paleontólogo del Museo de Historia Natural de EE. UU. Mark Norell, uno de los principales descubridores de los dinosaurios emplumados (y quien puso nombre al Achillobator), dijo lo siguiente sobre la posibilidad de que los tiranosaurios, los famosos T. rex, tuvieran también plumas: “Tenemos tantas pruebas de que el T. rex tuviera plumas, al menos durante alguna etapa de su vida, como de que los australopitecos como Lucy tuvieran pelo”.

Así pues, nuestra representación de los dinosaurios va a continuar cambiando, aunque esto rompa la imagen ya mítica de los velocirraptores o de los tiranosaurios. A este último aún no es habitual verlo retratado con plumas, pero su imagen ha cambiado mucho desde aquellas ilustraciones de principios del siglo XX en las que aparecía erguido y apoyándose en su cola. Y a ver qué les parece esta recreación que les dejo aquí, realizada por el ilustrador Matt Martyniuk basándose en un estudio de 2009 de modelación de dinosaurios en 3D. ¿A que no es el tiranosaurio que están acostumbrados a imaginar (y no olviden fijarse en las alitas)?

Recreación del tiranosaurio rex por Matt Martyniuk. Imagen de Wikipedia.

Recreación del tiranosaurio rex por Matt Martyniuk. Imagen de Wikipedia.

‘Jurassic World’, sangre nueva para una ciencia que se renueva

Sé del caso de algún paleontólogo que lloró viendo Parque Jurásico, la primera. Y no de pena, sino de emoción. No me sorprende; la ciencia excita un fuerte componente pasional en muchos de quienes la seguimos y la practicamos (en mi caso, pretérito perfecto), como amamos la música u otros aman el fútbol. Un paleontólogo es un biólogo que llegó tarde, y es natural que algunos arrastren una indisimulada frustración por no llegar jamás a ver, escuchar, sentir y tocar los seres a los que dedican su vida, y de los cuales hasta hace unos años no les quedaba más que polvo y hueso.

Cartel de la película 'Jurassic World'. Imagen de Javier Yanes.

Cartel de la película ‘Jurassic World’. Imagen de Javier Yanes.

Hoy estamos ya tan acostumbrados al CGI, los gráficos digitales, que cada vez es más difícil para los artistas de la imagen conseguir efectos visuales que lleguen a impresionarnos (y añado, tal vez no estaría de más compensar esta saturación con un cierto regreso al barro y la madera). Pero en 1993, cualquier sala de cine que proyectara la primera película de la saga era el paraíso de toda mosca en busca de boca.

Parque Jurásico logró algo que nada ni nadie había logrado hasta entonces, de un modo que nada ni nadie había logrado hasta entonces. Bastaba con colocar allí a unos cuantos actores y con arroparlo todo en una música envolvente para que la película grabara una muesca imborrable en la memoria de todos quienes por entonces la vimos en el cine; y con esa última secuencia de Alan Grant (Sam Neill) contemplando el vuelo de los pelícanos sobre el océano, un plano resumen de condensada e inmensa grandeza evolutiva.

Yo, en mi sola mismidad, soy benevolente a la hora de evaluar el rigor de las películas de sustrato científico que no juegan con la ignorancia de la gente, y que consiguen decorar las paredes de las habitaciones de los niños y llenar los bancos de las facultades; aportan más a la popularización de la ciencia que la mayoría de quienes critican sus posibles inexactitudes y licencias argumentales. Lo cual no quita que sea conveniente hacer notar las pequeñas vacaciones científicas que eventualmente pueda tomarse el guión de una película, pero solo con fines didácticos; nunca para actuar como martillo de herejes.

Por todo lo anterior, no me voy a quedar corto con Jurassic World: esta nueva maravilla insufla nueva sangre de dinosaurio a una saga que tal vez esté agotando el factor sorpresa –y, como el resto del cine de acción de hoy, saturando nuestros receptores de imagen digital–, pero a la que podrían quedarle recursos narrativos para alguna secuela más, a poco que los guionistas continúen asesorándose sobre el enorme desarrollo que la paleontología está alcanzando desde que se abrió a eso tan difícil de pronunciar, la multidisciplinariedad.

En Jurassic World me sorprendió favorablemente que el personaje de Gray (Ty Simpkins), el niño cienciófilo, insinuara la posibilidad de que en el futuro lleguen a secuenciarse fragmentos de material genético extraídos de restos de tejido blando hallados en los fósiles. Los expertos no suelen atreverse a especular algo así, pero estoy seguro de que este objetivo está en la mente de muchos desde que se logró obtener secuencias parciales de proteínas de algunos fósiles de dinosaurios.

Esto último ha sido posible precisamente gracias a esa interdisciplinariedad. Hace unos meses, con motivo de la búsqueda de los restos de Cervantes en Madrid, escribí sobre las diferencias entre este proyecto y el de Ricardo III en Inglaterra. La genetista Gloria González-Fortes, que participó en este último durante su estancia en la Universidad de York, se lamentaba de que en España la interdisciplinariedad no ha llegado a la arqueología en el mismo grado que en otros países. En la paleontología, la biología molecular, la química y la física están aportando nueva vida a una ciencia que no se ha quedado anclada en el martillo y el pincel, sino que hoy utiliza sincrotrones, espectrómetros de masas y modelos bioinformáticos avanzados.

Hace unos días expliqué en otro medio cuánto de lo que proponen Parque Jurásico o Jurassic World sería posible hoy, y es más de lo que muchos pensarían. Pero si la espectrometría de masas ya ha logrado secuenciar parcialmente el colágeno de un dinosaurio, ¿quién se atrevería a poner límites a lo que podríamos llegar a conseguir dentro de unas pocas décadas?

Pasen y vean cómo se aman las tortugas, y a qué dinosaurio doblan en el cine

El apareamiento de dos tortugas es algo que no se ve todos los días. Resumiendo, es tal como cualquiera se imagina, algo así como apoyar un táper boca abajo inclinado sobre otro y esperar que el equilibrio se mantenga. Dado que esto no ocurre, es fácil figurarse el esfuerzo del tortugo, sobre todo cuando la tortuga no deja de caminar. Así que no sabemos si las expresiones vocales del macho son gemidos de placer, gruñidos de disgusto o jadeos de esfuerzo; pero nos basta con comprobar que un animal habitualmente silencioso como la tortuga se convierte en el Barry White de los reptiles a la hora del acto sexual, porque esto es algo también inesperadamente pasmoso. Aquí, el vídeo. Y atención, imprescindible seguirlo hasta el final, que es feliz (al menos para el macho).

Aunque el vídeo de por sí merece un visionado, en realidad no lo traigo hoy aquí por simple diversión o por fetichismo de la pornografía con armadura. Si la banda sonora de este acto amatorio resulta curiosa, no lo es menos que este repertorio vocal (no el de este vídeo, pero sí el de una ocasión similar) se haya utilizado para poner voz a los velocirraptores furiosos de Parque Jurásico.

Aunque en la tercera película de la saga el becario de Alan Grant (Sam Neill) fabrica un molde de una cámara de resonancia de estos animales para imitar sus sonidos, lo cierto es que se trata de otra licencia de la ficción: según los expertos, no tenemos la menor idea de qué ruidos hacían los dinosaurios. Las vocalizaciones de los vertebrados suelen depender en gran medida de tejidos blandos que no dejan huella fósil, por lo que, a falta de un Parque Jurásico real, solo podemos especular.

Esto fue lo que hicieron los técnicos de sonido de la saga. Dado que debían crear numerosos ruidos de dinosaurios de la nada, lo que hicieron fue grabar diferentes sonidos de animales y objetos y después mezclarlos a conveniencia, un trabajo tan convincente e impecable que le valió un óscar a Gary Rydstrom.

Según revela Rydstrom en la web Vulture, los rugidos del tiranosaurio se crearon a partir de su propio perro, un pequeño Jack Russell terrier, y de un bebé elefante. En la secuencia con los velocirraptores persiguiendo a los niños en la cocina, la respiración de los animales corresponde realmente a un caballo, los silbidos se tomaron prestados de los gansos, y la tortuga en plena cópula aparece cuando el dinosaurio comienza a rugir, en el segundo 14 de este vídeo:

En junio, los dinosaurios volverán a las pantallas con Jurassic World. Entonces tendremos ocasión de comprobar qué novedades nos aporta la última recreación de estos dragones reales con los que el ser humano ha fantaseado durante siglos.

«A mi madre, Hedy Lamarr, le decían que tenía que haber nacido chico»

Hedy Lamarr, en la década de 1930. Imagen de Wikipedia.

Hedy Lamarr, en la década de 1930. Imagen de Wikipedia.

Hace hoy una semana, el 9 de noviembre, la actriz Hedy Lamarr cumplía 100 años. Pero ella no pudo estar presente en la celebración de su centésimo aniversario; falleció hace 14 años. De Hedy se dijo que fue la mujer más bella del mundo en la época más rutilante del cine, anterior a Ava Gardner y Marilyn Monroe. Era la pura esencia del glamour, en una constelación donde las estrellas de Hollywood no se fotografiaban haciendo la compra con vaqueros rotos, camisetas horteras y deportivas sucias. Pero si hoy vengo a escribir sobre ella es porque, además, Hedy Lamarr ejerció una actividad extracurricular que la distinguió de la diva al uso: fue la inventora de un sistema de comunicaciones del que derivarían los actuales conceptos de encriptación empleados en el Wi-Fi o el Bluetooth.

El viernes 7 de noviembre, dos días antes de su centenario, la actriz por fin recibió su esperado y merecido homenaje en Viena, su ciudad natal. Ese día su hijo Anthony Loder, que ha batallado durante años por rescatar la memoria de su madre, enterraba la urna con las cenizas de Hedy en una tumba de honor en el cementerio central de la capital austríaca, donde reposan los restos de otras celebridades del país. Con motivo de la ceremonia, el concejal de cultura del Ayuntamiento de Viena, Andreas Mailath-Pokorny, dijo en una nota de prensa: «Hedy Lamarr dejó una carrera interpretativa sin parangón en Hollywood. Pero aún más, también inventó una importante técnica de salto de frecuencias de comunicaciones desarrollada en colaboración, y que entregó gratis en la lucha contra la dictadura nazi».

A pesar del orgullo con que el Ayuntamiento vienés exhibe la memoria de su figura, el camino para que los restos de la actriz al fin reposaran en su ciudad ha sido largo y tortuoso. Loder, fruto del tercer matrimonio de Hedy con el actor John Loder, llevó en 2000 las cenizas de su madre a Viena con la esperanza de que recibieran el tratamiento que merecían. Con ocasión del rodaje de un documental en 2006, el hijo de la actriz recorrió los lugares por donde pisó su madre y esparció la mitad de las cenizas en un bosque a las afueras de la ciudad. La petición de que el resto fuera enterrado en un memorial estaba cursada, pero el consistorio vienés pedía 10.000 euros por el coste de la lápida, algo que Loder no podía afrontar. Así, durante ocho años las cenizas de Hedy permanecieron arrinconadas, primero en una bolsa de plástico en las oficinas de la productora Mischief y después en poder de un amigo de la familia. Finalmente y con motivo del centenario, el Ayuntamiento cedió y aceptó costear los gastos.

Hedy Lamarr nació en Viena el 9 de noviembre de 1914 como Hedwig Eva Maria Kiesler, hija única de un banquero de Lemberg (Lviv, hoy en Ucrania) y de una pianista de Budapest, ambos judíos pero criados en el catolicismo. «Hedy Lamarr era una persona compleja y complicada», comenta para Ciencias Mixtas Stephen Michael Shearer, biógrafo de la actriz y autor de Beautiful: The Life of Hedy Lamarr (Thomas Dunne/St. Martin’s Press-Macmillan, 2010). «Al final de la Belle Époque en 1914 y al comienzo de la Primera Guerra Mundial, Hedy, como era conocida, era una niña encantadora, brillante y terriblemente mimada», retrata Shearer.

Aquella niña, ya convertida en una bellísima mujer, comenzó su carrera interpretativa en Viena y Berlín a través del empresario y director de teatro y cine Max Reinhardt. Lamarr, por entonces aún Kiesler, pronto ascendería al estrellato, pero de la manera más polémica posible: en 1933 rodó a las órdenes del checo Gustav Machatý la película Ecstasy, en la que se desnudaba por completo. Aunque las tomas revelaban escasos detalles de su anatomía, el carácter abiertamente sexual de la trama dio pie a censuras y condenas, incluida la del Vaticano. Quizá lo más escandaloso para su época fue la secuencia que mostraba el rostro de la actriz durante un orgasmo, un efecto que, según cuenta la leyenda, el director logró clavándole un imperdible en el trasero fuera del encuadre.

Aquel año, Hedy Kiesler se casaba con el primero de una larga lista de maridos, el magnate austríaco del armamento Fritz Mandl, director de la fábrica de municiones Hirtenberger. A pesar de su origen judío, «Mandl fue considerado un ario honorario por los gobiernos fascistas de Europa en potente crecimiento en la década de 1930», explica Shearer. El motivo de este dudoso honor fue que, antes de la Segunda Guerra Mundial, Mandl contribuyó de manera soslayada a engrosar el arsenal de Hitler y Mussolini. En cuanto a su relación matrimonial con Hedy, Mandl no fue precisamente un marido modelo. Según Shearer, la guapa actriz era para el magnate solo un bonito adorno que le gustaba exhibir, pero que vivía esclavizada bajo su dominio. Para Hedy fueron «años de vida a lo grande, socializando con muchos líderes de estado y oficiales de gobiernos prominentes y peligrosos; por ejemplo, con el dictador italiano Mussolini», señala el biógrafo.

Hedy escapó de su marido y de su cómoda posición social para emigrar a EEUU y reanudar su carrera en Hollywood. En 1937 firmó un contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer. Con su nuevo nombre de Hedy Lamarr y tras divorciarse de Mandl, «de inmediato se convirtió en una gran figura de la Edad Dorada de Hollywood, más por su deslumbrante belleza que por su talento interpretativo», valora Shearer, para quien la actriz fue «la verdadera estrella emergente de los años 30″. «Su imagen era exótica, romántica, literalmente arrebatadora, y su nombre estaba en labios de todos en 1941, cuando EEUU entró en la Segunda Guerra Mundial». Con la guerra, y con un compromiso nacido de su amor por su país de adopción y de la preocupación por su familia judía en Europa, Lamarr recorrió EEUU participando en cuestaciones de bonos de guerra. Según Shearer, en un solo día logró atraer 1,6 millones de dólares, más que cualquiera de las demás estrellas de Hollywood que participaron en tales campañas.

Hedy Lamarr y su tercer marido John Loder, en 1946. Imagen de Los Angeles Times / Wikipedia.

Hedy Lamarr y su tercer marido John Loder, en 1946. Imagen de Los Angeles Times / Wikipedia.

Pero Hedy, brillante e inquieta, no se conformaba con el papel de hermoso florero que la vida le había otorgado. La vida social de Hollywood la llevó a coincidir con un vecino llamado George Antheil, pianista y compositor de vanguardia que experimentaba con la mecanización de la música a través de artefactos automáticos, un concepto que había puesto en práctica en su obra Ballet Mécanique. Del encuentro entre Hedy y Antheil surgió la idea de aplicar el sistema de una pianola, que va accionando consecutivamente las teclas para interpretar una melodía, a un dispositivo de comunicaciones que fuera imposible de interceptar. Por entonces, en la Segunda Guerra Mundial, se empleaban torpedos dirigidos por radiocontrol, pero eran fácilmente inutilizados por el enemigo una vez que se descubría la frecuencia de la señal. La idea de Hedy y Antheil fue usar un rollo de papel perforado para que la frecuencia fuera variando entre 88 valores, como las 88 teclas de un piano. La secuencia de los saltos solo la conocería quien tuviera la clave, la melodía, lo que aseguraba el blindaje de la comunicación.

Hedy estaba entusiasmada con la idea. Según cuenta Loder a Ciencias Mixtas por teléfono desde Los Ángeles, «lo único que quería hacer era quedarse en casa e inventar». El 11 de agosto de 1942, la patente de Antheil y Hedy se publicó en EE. UU. bajo el título Sistema de comunicación secreta. El trabajo de los dos inventores anticiparía los sistemas actuales como el Wi-Fi, que se basan en saltos de frecuencias. «Fue la idea seminal de las comunicaciones modernas», valora Loder, que curiosamente se gana la vida homenajeando el trabajo de su madre, ya que regenta un negocio de telefonía móvil y redes en Los Ángeles.

Loder apunta que su madre nunca pretendió ganar dinero con su invención, que entregó a la marina estadounidense. «Viajó a Washington y ofreció sus servicios para desarrollar tecnologías para el gobierno, pero no la tomaron en serio, no entendieron la idea». El hijo de la actriz y su biógrafo coinciden en que Hedy fue víctima de su belleza; por entonces, no era plausible que a la mujer más hermosa del mundo se le concediera la más mínima credibilidad en cuestiones de ciencia e ingeniería. Su importante contribución quedó arrumbada durante 20 años, hasta que la crisis de los misiles de Cuba sirvió como oportunidad para que finalmente encontrara una aplicación práctica.

En los años que siguieron a su patente, Hedy continuaría enfrascada en la invención aprovechando el tiempo que los rodajes le dejaban libre. Algunas de sus ideas fallidas, como un dispensador de pañuelos y una tableta de refresco de cola, fueron respaldadas por el magnate Howard Hughes; tal vez para ganarse sus favores, en opinión de Shearer. Pero después de la guerra, su carrera cinematográfica entró en declive. «La moda de las hermosas seductoras de pelo oscuro empezó a declinar, y el cambio en el papel de la mujer en el hogar y en el trabajo introdujo un nuevo concepto de feminidad», reflexiona el biógrafo. Tampoco tuvo suerte en su vida personal, por la que desfilaron maridos que, según la propia actriz y en palabras de Shearer, solo querían casarse con Hedy Lamarr para ocupar el lugar en su cama. Entre fracaso y fracaso, su entrada en picado se acentuaba con la adicción a las pastillas, su obsesión por la cirugía estética y los escándalos de acusaciones de hurtos en comercios.

La actriz cayó en el olvido durante años, hasta que un creciente interés por su vida y su obra han rescatado y limpiado su memoria. Además de la completa biografía de Shearer, la vida de Hedy ha sido dibujada por Trina Robbins en Hedy Lamarr and a Secret Communication System, y su labor como inventora ha motivado el libro del ganador del premio Pulitzer Richard Rhodes Hedy’s Folly: The Life and Breakthrough Inventions of Hedy Lamarr. En los países de habla alemana, el 9 de noviembre se celebra el Día del Inventor, y en mayo de 2014 Hedy y Antheil ingresaron en el Inventors Hall of Fame de EE. UU. Loder, su hijo, prepara también un libro sobre la actriz y colabora en la producción de una película biográfica.

Hedy Lamarr falleció en Florida en 2000, tras toda una vida tratando de conciliar lo que los demás veían en ella con lo que ella veía en sí misma. Le tocó vivir en una época en que la belleza era un regalo envenenado para un genio inquieto con cuerpo de mujer. Ella misma ironizó en su cita más famosa: «Cualquier chica puede ser glamurosa. Todo lo que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida». Su hijo resume el perfil de Hedy en dos palabras: «Era brillante, pero muy atribulada». Loder, que hoy cuenta ya 70 años, evoca un recuerdo de niñez: «Su madre solía decirle: tú tendrías que haber nacido chico». Según Shearer, «Hollywood le concedió el lujo del estrellato». «Ella invirtió en su belleza y su glamour, hizo una carrera de ello, aceptó el juego, pero dijo que fue su maldición», agrega el biógrafo. «Solo era una chica austríaca brillante pero siempre romántica, que añoraba el romanticismo y la belleza de su país nativo antes de que la Segunda Guerra Mundial lo destrozara”. Hoy, por fin, descansa allí.