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Cuando el buen tiempo es mal tiempo

Durante el reciente vórtice polar que ultracongeló buena parte de EEUU, el bocazas de presidente Donald Trump tuiteó: «En el precioso Medio Oeste, la sensación térmica está llegando a menos 50 grados [centígrados], las temperaturas más frías jamás registradas. En los próximos días, esperen aún más frío. La gente no puede aguantar fuera ni siquiera unos minutos. ¿Qué diablos pasa con el Calentamiento Global? ¡Por favor, vuelve rápido, te necesitamos!»

 

Cómo no, el tuit recibió una avalancha de respuestas por parte de los científicos en Twitter y en la prensa. Y por si alguien aún se lo pregunta, como explicó la Administración Oceánica y Atmosferica de EEUU (NOAA), el calentamiento del mar eleva a la atmósfera más humedad, lo que resulta en tormentas invernales más potentes. Esta agencia respondió al tuit de Trump con otro, «las tormentas invernales no demuestran que el calentamiento global no esté ocurriendo», acompañado de un dibujo muy tontorrón para que hasta el presidente pudiera entenderlo (yo creo que el dibujo iba con malicia, juzguen ustedes).

 

Pero algo que probablemente nadie le haya explicado a Trump es que el mundo no se acaba en su frontera, ni siquiera construyendo un muro. Y que mientras a los cowboys se les quedaba el lazo tieso, en Australia tienen que comprobar que no hay serpientes en el inodoro y en la ducha antes de utilizarlos. No es broma: rozando los 50 grados, los animalitos escapan del sol refugiándose en los hogares y allí buscan un lugar para darse un chapuzón. Una mujer tuvo la mala fortuna de sufrir un mordisco al sentarse en la taza sin mirar antes. Por suerte, era una pitón, no venenosa; en Australia abundan las serpientes de mordedura letal.

Por nuestras latitudes y longitudes, y aunque según la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) el pasado mes de enero ha sido normal en el conjunto del país en cuanto a temperaturas y precipitaciones, esta normalidad también parece similar a la que se obtiene si se halla la media entre el congelador de EEUU y la barbacoa australiana: en la zona donde vivo, el entorno de la sierra de Madrid, la nieve prácticamente no nos ha visitado, y la AEMET confirma la impresión subjetiva: poca lluvia y temperaturas diurnas por encima de lo normal. Este mes de febrero nos ha robado el invierno y nos mantiene en una primaverilla anticipada que resultaría muy agradable… de no ser porque no debería ser así.

Cuando se habla de los efectos del cambio climático, suelen destacarse los más inmediatos y potencialmente catastróficos a corto plazo, como la elevación del nivel del mar o las consecuencias sobre las cosechas agrícolas. Pero me gustaría recordar aquí otros que no suelen mencionarse tanto, y que son igualmente desastrosos, pues amenazan con descomponer por completo el equilibrio de los ecosistemas, del que a su vez depende la supervivencia de la biosfera de la que también nosotros formamos parte.

A lo largo de la historia de la Tierra, las condiciones ambientales han ido cambiando, como la composición de la atmósfera (incluyendo el nivel de oxígeno) o las temperaturas. Toda la vida terrestre que hoy existe es una consecuencia de cómo la evolución biológica ha ido navegando por esos cambios; si ese recorrido geoclimático y atmosférico hubiera sido diferente, tal vez la vida en la Tierra hoy sería muy distinta. Tal vez los humanos no existiríamos.

Pero incluso con los cataclismos repentinos de extinción masiva, como el impacto de grandes asteroides, la vida ha continuado abriéndose camino, colonizando hasta los hábitats más extremos. Esto no nos dice nada sobre la probabilidad de que la vida haya surgido en otros planetas, pero sí nos enseña que, una vez aparecida, es muy difícil aniquilarla por completo. La vida es un fenómeno muy resistente.

Sin embargo, estas hecatombes súbitas marcan golpes de timón en el rumbo de la evolución; las cosas no suelen volver a ser lo que eran antes. Muchas especies dominantes desaparecen, y otras comienzan a medrar aprovechando el hueco libre en la naturaleza. El caso más conocido es de los grandes dinosaurios; después de su extinción a causa del impacto de un asteroide, tanto los mamíferos como el único grupo de dinosaurios supervivientes –las aves– comenzaron a expandirse. Los expertos discuten qué habría ocurrido de no haberse producido aquella carambola cósmica, y existen diferentes hipótesis sobre cuál habría sido el destino de los dinosaurios y de los mamíferos. Pero parece lo más probable que, de un modo u otro, hoy las cosas serían diferentes.

En estos tiempos nos encontramos en mitad de una catástrofe que nosotros mismos hemos provocado. La acelerada extinción de especies debida al impacto humano sobre la biosfera ha llevado a los científicos a definir un nuevo período geológico, el Antropoceno: aquel en el cual la principal fuerza directora de los cambios en el planeta ya no es la naturaleza, sino el ser humano.

Naturalmente, esos cambios se resumen sobre todo en el calentamiento global. Y además de todos esos efectos contundentes en los que solemos pensar, existe otro que puede marcar uno de esos grandes golpes de timón en la evolución de la vida, y por lo tanto el surgimiento de una nueva era biológica; no mejor ni peor, sino distinta.

Dicho de forma resumida, la naturaleza necesita el invierno. Tal vez podría pensarse que la estación fría es como un parón en la vida, un intermedio en el que todo permanece latente a la espera de que regrese la temporada cálida y todo lo vivo vuelva a salir de sus escondites. Pero no es así. En las plantas de los climas templados existe un fenómeno llamado vernalización, consistente en que el frío dispara ciertos procesos bioquímicos que estimulan la floración. Por lo tanto, sin invierno no hay primavera, o al menos no una primavera sana y fuerte.

Ocurre algo parecido en los insectos. Los bichos han encontrado distintas estrategias para sortear el tiempo frío; algunos mueren, otros se esconden, otros duermen en diapausa, algo parecido a la hibernación. Parece razonable pensar que el invierno serviría a los insectos para fortalecer genéticamente sus poblaciones, eliminando a los individuos menos resistentes y favoreciendo la supervivencia de los más aptos. Pero hay algo más, un fenómeno sorprendente que los científicos están empezando a conocer ahora y que ya conté aquí.

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Como expliqué, experimentos recientes han descubierto que los insectos soportan mejor el calor durante el invierno; sí, el calor. La explicación más plausible es que los cambios bioquímicos que experimentan estos animales durante la estación fría, y que les ayudan a soportar las temperaturas gélidas, les confieren como efecto secundario el superpoder de aguantar también mejor el calor.

Pero estudiando este fenómeno, los investigadores descubrieron algo curioso: ese superpoder de resistencia a temperaturas extremas que los insectos adquieren durante el invierno les sirve para soportar amplias variaciones térmicas durante la primavera; más allá de tratarse de un simple efecto colateral, podría tener una misión biológica, ya que el frío ha preparado a los bichos para aguantar los caprichos primaverales. Si se presenta una primavera más cálida de lo normal después de un invierno suave, los insectos podrían morir. Y si los insectos no están presentes para polinizar las plantas y poner en marcha todos los mecanismos adicionales que mueven en los ecosistemas, puede imaginarse cuáles serían los resultados: no, la vida en la Tierra no se va a extinguir. Pero puede que en el futuro sea muy diferente, por obra y gracia de los humanos.

Frente a todo esto, la reacción más habitual es sacar los tridentes y las antorchas contra la raza humana: somos una plaga, un virus, una lacra, etcétera, etcétera. Pero personalmente no comparto en absoluto esta misantropía nihilista. Tampoco el derrotismo funesto. Una buena parte de la grandeza de este planeta somos nosotros mismos (obviamente, nadie se atribuye a sí mismo la pertenencia a esa plaga, virus o lacra; siempre son los demás). Y uno de los elementos de esa grandeza nuestra no es otro que haber conseguido la ciencia. En la cual podremos encontrar la clave para reparar lo que hemos roto.

Esto es lo que les pasará a los insectos con el cambio climático

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No, no le ocurre nada a su ordenador o móvil (¿recuerdan aquella tentadora intro de Más allá del límite?). Tampoco es un error de edición. Si al entrar en esta página se han encontrado con un gran espacio en blanco sobre estas líneas y bajo el título, es porque la respuesta más honesta a la pregunta planteada es precisamente esa: en realidad, nadie sabe con certeza qué les sucederá a los insectos con el cambio climático, una incógnita que mantiene a los entomólogos rascándose la cabeza en busca de los escenarios más plausibles.

Como decíamos ayer, los insectos se esfuman con el frío y conquistan el planeta con el calor, así que la pregunta parecería de examen de primaria: si el cambio climático trae más calor, los bichos heredarán la Tierra. Fin de la historia. ¿No?

Insectos en un girasol. Imagen de pxhere.

Insectos en un girasol. Imagen de pxhere.

Pero evidentemente, no es tan sencillo. Basta pensar en lo que conté ayer: dado que el frío del invierno aumenta la tolerancia de los insectos tanto a temperaturas altas como bajas, sin este choque glacial sus cuerpos estarán menos preparados para soportar el calor. Precisamente es en primavera y en otoño cuando su capacidad de aguantar temperaturas extremas es menor, y por tanto una primavera cálida después de un invierno templado podría matarlos.

Pero mejor lo cuentan cuatro entomólogos especializados en biología térmica de los insectos, a los que he formulado esta pregunta. Henry Vu, coautor del estudio que conté ayer sobre cómo el frío prepara a los insectos para tolerar el calor, lo detalla así:

Con el cambio climático, es probable que observemos más ciclos de congelación y descongelación, primaveras más tempranas y cálidas, y tiempo más extremo. De mis observaciones, yo esperaría que los insectos se vean más afectados por el cambio climático en primavera, ya que entonces se encuentran a unos 5 o 6 °C de su límite superior de temperatura de supervivencia. La primavera es cuando más cerca se encuentran de su límite de temperaturas letales, porque es cuando pierden su tolerancia al calor y encuentran temperaturas más altas al no contar con la protección de la cobertura de hojas. Debido al cambio climático, las primaveras más cálidas podrían acercarlos aún más a ese límite letal de temperaturas altas.

La misma idea la resume Simon Leather, de la Universidad Harper Adams (Reino Unido):

Algunos insectos, como ocurre con la llamada vernalización en las plantas, requieren un periodo frío para resetear sus relojes. Si no reciben suficiente frío, algunos insectos no emergerán en primavera.

Efímera al atardecer. Imagen de Bob Fox / Flickr / CC.

Efímera al atardecer. Imagen de Bob Fox / Flickr / CC.

Por su parte, David Denlinger, de quien también hablé ayer y que descubrió varias proteínas de choque térmico en los insectos, destaca otro aspecto, y es que si los insectos no sufren el golpe de frío que les ordena entrar en diapausa (su versión de la hibernación) para pasar el invierno en reposo, se verán obligados a consumir sus reservas de energía en una época del año en que no hay recursos suficientes para reponerlas:

Esto puede sonar contrario a la intuición, pero los inviernos más cálidos no necesariamente son buenos para los insectos. Como ectotermos [lo que tradicionalmente se ha llamado de sangre fría], su tasa metabólica depende de la temperatura, y una de las ventajas del invierno para los insectos es que las bajas temperaturas les ayudan a conservar sus reservas de energía. Cuando las temperaturas son demasiado altas, pueden quemar sus reservas demasiado rápido y quizá no aguanten hasta que regresen las condiciones favorables.

Por último, Brent Sinclair, experto en criobiología de los insectos de la Universidad Western de Ontario (Canadá), resume: «¡Ja! ¡El invierno es complicado!».

Los inviernos cambiantes dependerán de una combinación de temperatura media, variabilidad y precipitación. Por ejemplo, si la temperatura media es más alta, puede haber menos cobertura de nieve, lo que significa que los insectos del suelo experimentarán temperaturas más frías [paradójicamente, la nieve actúa como aislante térmico]. De modo similar, si la temperatura es más variable, la nieve podría fundirse, y entonces las temperaturas bajas más extremas serían más bajas. Por otra parte, si hay más precipitación en forma de nieve, puede tardar más en derretirse en primavera, haciendo los inviernos más largos para los insectos que se ocultan debajo.

En resumen, y si parece haber algo claro, es que el cambio climático desbarata el actual equilibrio ecológico del que dependen no solo los insectos, sino todas las criaturas vivas, y de un modo demasiado rápido. A estas alturas ya debería saberse que, exceptuando las repercusiones más directas como la crecida del nivel del mar en islas y costas, las principales consecuencias del cambio climático son biológicas, incluyendo las de impacto económico como el efecto sobre las cosechas. La naturaleza es una mesa de mezclas llena de palancas que no pueden tocarse sin ton ni son, porque el sonido resultante ya no será el mismo.

Este es el jefe de medio ambiente de Trump, para quien extraer petróleo es un mandato divino

Les presento a un personaje: Scott Pruitt. Puede que su nombre no les diga nada, pero en EEUU está en boca de todo el mundo. Pruitt es un político republicano estadounidense, antiguo fiscal general de Oklahoma (si los expertos en derecho me aprueban esta traducción de attorney general).

Scott Pruitt en 2017. Imagen de la Casa Blanca.

Scott Pruitt en 2017. Imagen de la Casa Blanca.

A este lado del Atlántico, lo de fiscal general de Oklahoma nos suena como a un tipo con revólver al cinto y brazos en jarras que contempla satisfecho cómo se balancea el cuerpo al extremo de la soga. Pero más allá de la fantasía, lo cierto es que sí, que en Oklahoma no solo está vigente la pena de muerte, sino que –si la Wikipedia no me engaña– es el estado de la Unión con el menú más profuso de opciones de ejecución, incluyendo el fusilamiento.

Pero Pruitt no ha saltado a la popularidad por este antiguo cargo, sino por el actual: es el hombre designado por Donald Trump para dirigir la Agencia de Protección Medioambiental (EPA), un puesto que lleva desempeñando algo más de un año.

Como es lógico, hasta el advenimiento de Trump, el cambio climático era una gran prioridad en la agenda de la EPA. No es un secreto que el actual presidente de EEUU es un ferviente negacionista de la evidencia científica sobre los efectos antropogénicos en el clima, y la huella de la doctrina de Trump en su mandato es más que palpable: en enero la Environmental Data & Governance Initiative, una organización promovida por académicos y ONG, revelaba en un extenso análisis cómo la información sobre el cambio climático ha ido desapareciendo de las webs del gobierno federal, destacando sobre todo la web de la EPA.

Pero los cambios introducidos por Pruitt, cuya dimisión ya piden incluso algunos miembros de su propio partido (¡sí, sí, eso allí pasa!), eran difícilmente inesperados: durante años Pruitt ha pasado por ser el adalid de la industria contra el medio ambiente, poniendo en marcha varias demandas contra políticas medioambientales instauradas por la administración anterior de Barack Obama.

Hace unos meses Pruitt, que en su página de Linkedin se declara un campeón de «la legislación tradicional basada en la fe», venía a decir que la extracción de petróleo es un mandato divino: «la visión bíblica del mundo con respecto a estas cuestiones es que tenemos la responsabilidad de gestionar, cultivar y cosechar los recursos naturales con los que hemos sido bendecidos para realmente bendecir a nuestros semejantes», declaraba a Christian Broadcasting Network. Sin embargo lo cierto es que, bajo este discurso tan extraño a nuestra mentalidad, pero tan aplaudido en EEUU, los medios han desvelado que la gracia de Pruitt hacia las industrias más contaminantes parece tanto o más motivada por el dólar que por la Biblia.

Un manifestante contrario a Pruitt. Imagen de Lorie Shaull / Wikipedia.

Un manifestante contrario a Pruitt. Imagen de Lorie Shaull / Wikipedia.

En su programa Last Week Tonight, el cómico John Oliver –de quien ya les he hablado aquí en alguna ocasión– desvelaba la curiosidad de que en su página de LinkedIn, que no se ha actualizado desde sus tiempos de Oklahoma, Pruitt se presenta como «un prominente opositor contra la agenda activista de la EPA». Pero el hecho de que Pruitt esté ahora dirigiendo el organismo que anteriormente ha tratado de aniquilar no es casual: si uno quiere destruir una organización, ¿qué mejor que ponerla bajo la dirección de su peor enemigo? Obviamente, Pruitt es el hombre elegido por Trump para desmantelar la EPA, al menos tal como solía ser.

Y sin embargo, incluso esto tiene un lado positivo. Mírenlo de esta manera: el hecho de que Trump haya arriesgado poniendo al frente de la EPA no a cualquier mindundi, sino al más potente archienemigo de la propia agencia, sugiere que el más poderoso negacionista del cambio climático del mundo es consciente de estar enfrentándose a un enemigo muy difícil de batir: la ciencia. Los políticos van y vienen, y por mucho daño que estos ocho años de trumpismo puedan hacer a los esfuerzos contra el cambio climático, la designación de Pruitt es un indicio de que incluso el propio Trump reconoce lo complicado que resulta ya negar las pruebas científicas actuales. Y una vez llegado a ese punto, la única salida es la censura.

Lo cual podría llevarnos a una sugerente moraleja, y es que cuanto más fuerte es la pseudociencia, puede ser también un signo de que la ciencia goza de muy buena salud. Es una idea interesante, pero no es mía. De hecho, precisamente la leí hace unos días en un artículo que me ha llevado a conectarlo con el caso de Pruitt, y que mañana les contaré.

¿Nos extinguiremos antes de encontrar vida alienígena?

Decíamos ayer que los tardígrados, esos minúsculos animalitos de ocho patas que viven en el musgo o el césped, pero también en la Antártida, los volcanes y las fosas oceánicas, son los más firmes candidatos para sobrevivir a cualquier cataclismo global y acompañar a la Tierra hasta su destrucción final, esperemos que dentro de miles de millones de años.

Pero la historia de los tardígrados tiene además otro enfoque, no en lo que se refiere a la vida en la Tierra, sino fuera de ella. Si nuestro planeta ha llegado a criar unos seres tan asombrosamente resistentes a cualquier extinción, ¿qué hay de otros lugares del universo? Hoy nadie alberga grandes esperanzas de encontrar algún microbio vivo en Marte; menos aún después de los recientes experimentos que han revelado las condiciones marcianas como más letales de lo esperado para una bacteria especialmente dura como Bacillus subtilis.

Imagen de NASA.

Imagen de NASA.

Pero si el planeta rojo y el planeta azul fueron en sus comienzos mucho más parecidos que hoy; y si, como defienden los biooptimistas (entre los que no me cuento, como ya he explicado aquí), la vida podría ser un fenómeno frecuente en el universo… No olvidemos que Marte es mucho más pequeño que la Tierra y por tanto pudo enfriarse lo suficiente para alcanzar condiciones habitables antes que nuestro planeta. Los tardígrados existen aquí desde el Cámbrico, hace 530 millones de años, pero tal vez en Marte un organismo de este tipo pudo aparecer en una época más temprana, antes de que aquel planeta comenzara a convertirse en un mundo inhóspito.

De hecho, los autores del estudio que conté ayer sobre los cataclismos cósmicos y los tardígrados sugieren que criaturas como estas podrían ser vestigios perdurables de la presencia de vida en otros planetas; incluso aquí, en nuestro Sistema Solar, en mundos con océanos bajo el hielo como las lunas Europa y Encélado.

Quizá también en Marte, bajo la superficie. El subsuelo marciano es todo un misterio, pero por desgracia todo indica que continuará siéndolo, tras el reconocimiento de la NASA (nada sorprendente, por otra parte) de que no tiene dinero para enviar astronautas a Marte. Así que la perspectiva de poner allí un equipo de ¿astroespeleólogos? ¿espeleoastronautas? hoy solo existe en la ciencia ficción y, si acaso, en la imaginación de Elon Musk.

Pero claro, que si existen versiones alienígenas de los tardígrados en otros sistemas estelares, es algo que probablemente jamás lleguemos a saber. Y las esperanzas de que haya algo más evolucionado son solo conjeturas. Últimamente parece haber muchos científicos que se apuntan a la hipótesis del Gran Filtro, la idea de que algo siempre se tuerce antes de que una civilización llegue a estar tecnológicamente preparada para explorar el cosmos.

En nuestro caso, sostienen algunos, el Gran Filtro puede ser el cambio climático, el comienzo del fin de la habitabilidad terrestre causado por la destrucción de la estabilidad del ciclo de carbonatos-silicatos. Una vez que este equilibrio se rompe, sostienen algunos expertos, la Tierra puede entrar en una espiral catastrófica de efecto invernadero como la que sufrió Venus por causas naturales.

No sabemos cuánto tiempo le queda a la humanidad. Nuestra especie tiene 300.000 años de antigüedad, pero para ponernos al borde de nuestra autodestrucción han bastado apenas tres siglos, si consideramos la Revolución Industrial como el momento en que comenzamos a emprender un camino sin retorno. Hoy sería muy optimista pensar que vayamos a seguir aquí dentro de otros 300.000 años. Y aunque fuera así, 600.000 años son un instante en la historia del universo. Algunos proponentes del Gran Filtro piensan que nunca vamos a contactar con otras civilizaciones porque sencillamente es casi imposible que coincidamos en el tiempo; nos abocamos a nuestra propia extinción demasiado aprisa, y no hay motivos evidentes para pensar que otros seres tecnológicos sean más sensatos que nosotros.

Pese a todo, no vamos a darnos por vencidos. El pasado miércoles 12 de julio, el blog del Laboratorio de Habitabilidad Planetaria de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo contó que el inmenso radiotelescopio puertorriqueño detectó el 12 de mayo una extraña señal procedente de la estrella Ross 128, a unos 11 años luz de nosotros. “En caso de que os estéis preguntando, la hipótesis recurrente de los alienígenas está al final de muchas otras explicaciones mejores”, escribían los investigadores. Por ejemplo, no es descartable que en realidad la señal no proceda de la estrella, sino de algo en la misma línea de visión pero mucho más cercano, tal vez un satélite terrestre.

Ayer mismo los investigadores han publicado una actualización en la que cuentan que han vuelto a observar la estrella este pasado fin de semana, y que a ellos se han unido los radiotelescopios de los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) de la Universidad de Berkeley y del Instituto SETI, ambos en EEUU. “Necesitamos tener todos los datos de los otro observatorios para ponerlo todo junto y sacar una conclusión, probablemente al final de esta semana”, han escrito. Esperaremos hasta entonces, pero sin contener la respiración.

Estas son las criaturas que vivirán para ver el fin de la Tierra

Esta semana se nos ha recordado de nuevo que 2016 ha sido el año más cálido de la historia (desde el comienzo de los registros en 1880), según han confirmado los análisis independientes de la NASA y la NOAA (la agencia estadounidense de la atmósfera y los océanos). En realidad la conclusión no es novedosa, ya que fue el 18 de enero, con el año recién estrenado, cuando la Organización Meteorológica Mundial anunció por primera vez este nuevo récord, que bate la marca de temperaturas globales por tercer año consecutivo.

El recordatorio llega con el reciente lanzamiento de la campaña Misión 2020, una iniciativa promovida por un grupo de expertos mundiales destinada a reducir las emisiones globales de efecto invernadero en los próximos tres años. El plazo no es casual, ya que un informe elaborado por investigadores de varios organismos estima que los objetivos definidos en el acuerdo de París de 2015 solo podrán alcanzarse si las emisiones se reducen en un plazo máximo de tres años. De lo contrario, «si las emisiones continúan aumentando después de 2020, o incluso si se estabilizan, los objetivos de temperaturas fijados en París serán prácticamente inalcanzables», escriben en la revista Nature los promotores de Misión 2020.

La del cambio climático no es la única de las amenazas actuales que van a hacer del mundo un lugar más complicado para los que vengan después de nosotros. Pero de todas ellas, es la única ya presente hoy que actúa a escala global, la única que puede pintar un futuro sombrío para la continuidad de la vida en este planeta tal como la conocemos.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

Hace unos días, tres investigadores de México y EEUU publicaban un estudio en el que, analizando 27.600 especies de vertebrados terrestres y, con más detalle, 177 especies de mamíferos, avalan la hipótesis planteada por algunos científicos de que actualmente nos encontramos en el curso de la sexta gran extinción en masa en la historia de la Tierra; un episodio de orígenes y tempos diferentes, pero de consecuencias similares a los cinco que en épocas anteriores resultaron en la desaparición de grandes grupos enteros de animales como los dinosaurios. Esta nueva «aniquilación biológica», como la califican los autores, se produce a través de una «masiva erosión atropogénica de la biodiversidad y de los servicios de los ecosistemas esenciales para la civilización», escriben.

Aunque hoy la práctica totalidad de la comunidad científica no duda de que los efectos del cambio climático van a ser devastadores incluso a lo largo de este siglo, y por supuesto ninguno cuestiona la alarmante pérdida progresiva de biodiversidad causada por el ser humano, sin embargo no todos están de acuerdo en la conclusión de que pueda hablarse de todo esto como la Sexta Extinción.

Pero lo sea o no, una cosa es cierta, y es que la Tierra sobrevivirá, como lo ha hecho a través de las cinco grandes extinciones de la historia. Solo que ya no será la misma; las extinciones masivas han sido grandes volantazos en el curso del planeta, como quiebras de la compañía terrestre seguidas de refundaciones bajo nueva dirección.

Y en esa futura nueva Tierra, es posible que los humanos ya no estemos aquí, una vez se rompa la estabilidad del planeta que ha permitido el desarrollo de la civilización desde la revolución agrícola. Muchos expertos apuntan a una paradoja entre el enorme poder del ser humano y la fragilidad de su dependencia de los servicios de los ecosistemas. ¿Cómo vamos a alimentarnos si la agricultura empieza a fracasar de forma masiva? Dediquen solo unos segundos a imaginarlo. Según los ecólogos, los humanos no damos el perfil del tipo de especie con las características óptimas para sobrevivir a lo que se avecina.

¿Y quién lo hará? Los microbios, seguro. Los insectos, tal vez. Quienes vivieron los 80 recordarán una magnífica película injustamente olvidada, al menos para los programadores de la televisión en abierto, que nos repiten una y otra vez los mismos bodrios. Juegos de guerra era una fábula temprana sobre una preocupación muy actual, el riesgo de la tecnología desbocada determinando el destino de la Tierra. Cuando un nuevo sistema de inteligencia artificial al mando del arsenal de misiles nucleares de EEUU decide jugar a la guerra sin ser capaz de distinguir entre la simulación y la realidad, los dos jóvenes protagonistas buscan desesperadamente al programador del sistema. Por fin lo encuentran, pero descubren con sorpresa que la única persona capaz de evitar el inminente fin del mundo no está interesada en hacerlo, y que en su lugar espera casi con ilusión el comienzo de una nueva Tierra bajo el reinado de los insectos.

Pero hay otro bichito que probablemente estará allí no solo para ver el fin del mundo tal como los humanos lo entendemos, sino incluso el verdadero final del planeta cuando el Sol lo engulla dentro de miles de millones de años, y que posiblemente será el último testimonio de lo que un día fue un mundo pletórico de vida.

Tres investigadores de la Universidad de Oxford acaban de publicar un fascinante estudio en el que han tirado de modelos informáticos para someter a la Tierra a los mayores cataclismos astrofísicos imaginables: explosiones de supernovas, brotes de rayos gamma, impactos de grandes asteroides e incluso el paso casual de estrellas errantes. Los científicos han considerado estos fenómenos como eventos de esterilización global, capaces de barrer todo rastro de vida incluso de los microbios más resistentes, haciendo hervir el agua de todos los océanos de la Tierra.

Y sin embargo, la conclusión de los investigadores es que «la esterilización global es un fenómeno improbable». Incluso en las condiciones más duras, hay un tipo de organismos que podrían sobrevivir para ver el final definitivo de este planeta: los tardígrados, llamados comúnmente osos de agua, unos minúsculos animalitos de ocho patas y medio milímetro de longitud que viven en todos los hábitats de la Tierra, y que según enumeran los autores del estudio pueden sobrevivir unos minutos a -272 grados o a 150 grados, y durante décadas a -20 grados; aguantan el vacío del espacio y presiones de hasta 1.200 atmósferas en la fosa oceánica de las Marianas; pasan 30 años sin comida ni agua; y resisten niveles de radiación cientos de veces superiores a las dosis letales para los humanos.

Un tardígrado al microscopio electrónico. Imagen de N. Carrera, Global Soil Biodiversity Atlas.

Un tardígrado al microscopio electrónico. Imagen de N. Carrera, Global Soil Biodiversity Atlas.

«Para una completa esterilización debemos establecer el evento necesario para matar a todas estas criaturas», escriben los investigadores en su estudio. Y no lo han conseguido: incluso en las condiciones más extremas que entran dentro de lo plausible, los osos de agua seguirían aquí para ver el final de los tiempos. Los autores concluyen: «una vez que la vida existe en un planeta similar a la Tierra, su completa eliminación es un fenómeno muy improbable, de otro modo que no sea la evolución de su estrella».

Ciencia semanal: el «planeta corchopán» y el eslabón perdido de las ballenas

Repasamos algunas noticias científicas que ha dejado esta tercera semana de mayo.

Un planeta ligero como el corchopán

Incluso entre los científicos hay quienes tienen ojo para el marketing, y quienes no. Si este amplio equipo de investigadores de varios países, dirigido por la Universidad Lehigh (EEUU), se hubiese limitado a presentar su hallazgo como el tercer exoplaneta de menor densidad bien caracterizado hasta ahora, nadie les habría prestado atención.

Pero se les ocurrió publicitarlo comparando su densidad con la del poliexpán (más correctamente, poliestireno expandido; el corcho blanco de toda la vida, aunque personalmente me gusta más llamarlo corchopán en homenaje a los geniales Gomaespuma). Y ¡bang!: el estudio se ha comentado esta semana en todos los medios de ciencia, lo que me obliga a mencionarlo también aquí.

El planeta KELT-11b, a 320 años luz de nosotros, es un 40% mayor que Júpiter, pero pesa solo la quinta parte. Los científicos aún tratan de entender qué proceso lleva a algunos de estos gigantes gaseosos a inflarse como globos. La hipótesis de los autores del estudio es que se debe a la alta dosis de radiación que KELT-11b recibe de su estrella, a la que se encuentra muy próximo y que se está expandiendo al convertirse en una gigante roja.

Ilustración del exoplaneta KELT-11b. Imagen de Walter Robinson/Lehigh University.

Ilustración del exoplaneta KELT-11b. Imagen de Walter Robinson/Lehigh University.

La ballena que perdió las patas

Aunque todos los descubrimientos de fósiles revelan datos valiosos para entender qué pasaba en nuestro planeta cuando aún no estábamos aquí, son especialmente preciados los que nos presentan una foto de la evolución en acción; lo que popularmente se conoce como eslabones perdidos, aunque esta expresión no gusta a muchos paleontólogos.

Este es el caso de Mystacodon selenensis, la ballena de hace 36,4 millones de años descrita esta semana por investigadores de Bélgica, Francia, Italia y Perú, y que es ahora la especie más próxima al momento en que los cetáceos se dividieron en dos grupos que perduran hasta hoy: los que tienen dientes (odontocetos), como el cachalote o la orca, y los que filtran su alimento del agua mediante esos filamentos llamados precisamente ballenas (misticetos).

Los científicos estiman que hace 55 millones de años un grupo de mamíferos comenzó a adaptarse a la vida acuática. Unos 14 millones de años después, sus patas delanteras se habían transformado en aletas, mientras las traseras se iban atrofiando. Hace 38 o 39 millones de años comenzaron a diferenciarse dos grupos que 15 millones de años después se definieron como hoy los conocemos, odontocetos y misticetos. Ambos fueron perdiendo las patas traseras al mismo tiempo.

La nueva especie, descubierta en la costa de Perú, se convierte ahora en la más próxima a ese momento en que las dos ramas se separaron, acercándose un par de millones de años más que la especie más antigua conocida hasta ahora. Esta ballena, del tamaño de un delfín, aún tenía patas traseras residuales. También conservaba los dientes, pero según los científicos estaba especializada en alimentarse sorbiendo pequeñas presas del fondo marino, abriendo el camino hacia la alimentación por filtración que se impondría en los misticetos hace unos 23 millones de años.

Ilustración de 'Mystacodon selenensis'. Imagen de Alberto Gennari.

Ilustración de ‘Mystacodon selenensis’. Imagen de Alberto Gennari.

El continente blanco se vuelve verde

A estas alturas los signos del cambio climático ya no deberían ser una sorpresa para nadie, pero cada nuevo estudio es una oportunidad para transmitirnos una llamada de urgencia ante lo que está ocurriendo. En otros lugares del mundo un paisaje que verdea es una buena noticia, pero no en la Antártida, donde la proliferación de musgo observada por investigadores británicos es un hecho preocupante, consecuencia de la desaparición progresiva de los hielos. Y si a esto añadimos que otras regiones del planeta se están calentando a un ritmo mucho más rápido que la Antártida, el panorama es aún más alarmante.

Bancos de musgo en la Antártida. Imagen de Matt Amesbury.

Bancos de musgo en la Antártida. Imagen de Matt Amesbury.

El mordisco catastrófico del T-rex

Con la desaparición de los dinosaurios no aviares perdimos joyas de la naturaleza, pero el mundo sería un lugar mucho más complicado para nosotros si tuviéramos que compartirlo con el tiranosaurio rex. Un nuevo estudio de dos investigadores de EEUU pone cifras a lo incómodo que habría resultado el mordisco de un T-rex: el dinosaurio más mítico ejercía una presión con las mandíbulas de más de 3.600 kilos, más del doble que los cocodrilos, los actuales campeones del bocado. Esta presión transmitía a sus dientes una fuerza de casi 200.000 kilos por pulgada cuadrada. Con tales mordiscos el tiranosaurio era capaz de provocar en sus víctimas lo que los investigadores definen como una «catastrófica explosión de los huesos» para comerse la médula, como hoy hacen las hienas.

Imagen de Florida State University.

Imagen de Florida State University.

Hay una vacuna contra la ignorancia, pero no es (solo) la ciencia

Allá por los 90, tuve un profesor de sociología de la ciencia que distinguía entre ignorancia y nesciencia, dos términos que la RAE no delimita tan claramente, pero que son instrumentos semánticos más útiles si se interpretan como él lo hacía: nesciente es quien no sabe algo que no tiene por qué saber, mientras que ignorante es el que prefiere no saber, o prefiere actuar como si no supiera.

La distinción es útil porque en el mundo de hoy se da la extraña paradoja de que la nesciencia y la ignorancia parecen seguir tendencias opuestas: mientras la primera cae, la segunda sube. Cada vez se sabe más, esto es innegable; y en cambio, la impresión (solo impresión, porque realmente es difícil medirlo) es que cada vez se prefiere más ignorar lo que se sabe. O al menos, la diferencia entre lo que se sabe y lo que a menudo se cree resulta más vertiginosa.

Imagen televisada de Neil Armstrong pisando la Luna por primera vez el 20 de julio de 1969. Imagen de NASA.

Imagen televisada de Neil Armstrong pisando la Luna por primera vez el 20 de julio de 1969. Imagen de NASA.

Un ejemplo: podía resultar hasta cierto punto admisible, sobre todo por aquellos a quienes les llegaba de sorpresa, que el 20 de julio de 1969 muchos de los que veían por televisión el descenso de Neil Armstrong a la Luna pensaran aquello de «¡venga ya, eso es todo mentira!».

Pero cuando en los años posteriores otras cinco misiones aterrizaron allí; cuando se trajeron cerca de 400 kilos de rocas y arena que se distribuyeron por el mundo y se han venido analizando desde entonces para publicar innumerables estudios; cuando se han fotografiado los vestigios de aquellas expediciones desde la órbita lunar; cuando de todo aquello se ha podido construir todo un cuerpo de conocimiento científico para comprender la historia antigua de la Tierra y su satélite; cuando una gran parte de la ciencia y la tecnología espacial actuales está funcionando gracias a las lecciones aprendidas de aquel programa; y cuando algunos tipos llegaron a dar sus vidas para que todo aquello fuera posible (hace pocos días recordaba en un reportaje la tragedia del Apolo 1 con ocasión del 50 aniversario)… ¡Buf, seguir defendiendo en 2017 que todo esto ha sido un inmenso montaje…!

En este mundo de hoy se da una sorprendente circunstancia de la que ya he hablado aquí alguna vez. Y es que la publicidad y la propaganda parecen resultar más creíbles que la ciencia para una gran capa de la población.

Otro ejemplo: cuando un anuncio asegura que un yogur mejora las defensas, nadie parece ponerlo en duda, a pesar de que quien lo dice es precisamente quien pretende lucrarse con la venta de esos yogures. Sin embargo, cuando la ciencia concluye que esa proclama es puro bullshit, la gente desconfía, pese a que los científicos carezcan de todo interés económico en la venta o la no venta de los yogures, y su única intención sea informar de la verdad para iluminar a los consumidores en sus decisiones, sin que tales decisiones les vayan a hacer ganar más o menos dinero.

Dentro de la propaganda se incluye también el periodismo sensacionalista televisivo. Es curioso que algunos afirmen con orgullo que en España no existen tabloides (prensa amarilla) como los que tanto éxito cosechan en otros países, véase Reino Unido. ¡Pero si en España no se leen periódicos! Hace poco recordaba unos datos de circulación de diarios de pago en Europa. Tal vez no estén actualizados (creo recordar que eran de hace unos cinco o seis años, quizá algo más); pero el dibujo general era este: de los diez periódicos más vendidos en Europa, cinco eran británicos, y no todos tabloides. Ningún diario español entre los 20 primeros; El País era el número 21.

Pero es que, en cambio, en España somos los reyes del tabloide televisivo. Los hay en todas las cadenas, en todos los formatos y en todas las franjas horarias. Y no piensen en el Sálvame; algunos de esos programas se disfrazan de espacios de investigación periodística, cuando lo único que hacen es presentar historias irrelevantes (que hay un edificio ocupado; ¿en serio?) o vergonzosamente sesgadas y falaces para prender una alarma social. Todo ello con el tono narrativo de un abogado de película americana disertando ante el jurado. No lo olviden: el periodismo también vive de vender, y hoy la competencia por los índices de audiencia es feroz y despiadada. Hasta ahí puedo leer, pero créanme.

Un ejemplo de esto último lo hemos tenido en el caso del panga que comenté esta semana. Creo que una gran parte de la patraña forjada en torno a este alimento procede de ciertos espacios televisivos amarillistas desesperados por arañar puntos de audiencia. Y contra eso, ya pueden los científicos presentar todos los datos veraces del mundo, que sirve de poco. Ya se han encendido las antorchas y se han empuñado los tridentes; unos cuantos datos científicos no van a conseguir que se apaguen y se desempuñen.

Extraño, el ser humano, pero es lo que somos. Y estas paradojas son precisamente el objeto de estudio de muchos psicólogos. Hace poco traje aquí a uno de ellos; se llama Dean Burnett, neuropsicólogo que dobla como humorista de monólogos. En su reciente libro El cerebro idiota explicaba por qué somos así; por qué esa refinada habilidad que tenemos los seres humanos de preferir ignorar la realidad y acogernos a supersticiones, intuiciones infundadas o proselitismos interesados forma parte del funcionamiento normal de un cerebro completamente sano.

Donald Trump se ha destacado por su negacionismo del cambio climático. Imagen de Gage Skidmore / Wikipedia.

Donald Trump se ha destacado por su negacionismo del cambio climático. Imagen de Gage Skidmore / Wikipedia.

Todo esto viene a propósito de dos interesantes estudios recién divulgados. Uno de ellos se ha presentado (aún no se ha publicado formalmente) hace dos semanas en la reunión anual de la Sociedad para la Personalidad y la Psicología Social celebrada en San Antonio (Texas, EEUU), dentro de un simposio denominado «Rechazo a la ciencia: nuevas perspectivas sobre el movimiento anti-ilustración», tal como se está dando últimamente en llamar a las corrientes sociales que niegan el cambio climático, la seguridad de las vacunas o la evolución biológica. A ello se unen casos aún más extremos, como el reciente crecimiento de la creencia en la Tierra plana.

La conclusión de los investigadores, de EEUU, Australia y Reino Unido, sigue la línea apuntada por Burnett: a grandes rasgos, el rechazo a la ciencia de estas personas no depende de su inteligencia ni de su nivel de educación, y ni siquiera su interés por la ciencia es particularmente menor que el de la población general.

Simplemente, dicen los psicólogos, se trata de que las personas no piensan como científicos; no reúnen los datos disponibles para analizarlos en su conjunto y adoptar una conclusión razonada, les guste esa conclusión o no. En su lugar, decía a Phys.org el coautor del estudio Matthew Hornsey, de la Universidad de Queensland, «piensan como abogados»; es decir, eligen selectivamente los pedazos de información que les interesan para «llegar a conclusiones que quieren que sean ciertas». Los psicólogos llaman a esto sesgo cognitivo.

«Vemos que la gente se apartará de los hechos para proteger todo tipo de creencias, incluyendo sus creencias religiosas, políticas o simplemente personales, incluso cosas tan simples como si están eligiendo bien su navegador de internet», decía otro de los coautores, Troy Campbell, de la Universidad de Oregón. «Tratan los hechos como más relevantes cuando tienden a apoyar sus opiniones», proseguía Campbell. «Cuando van en contra de su opinión, no necesariamente niegan los hechos, pero dicen que son menos relevantes». Los psicólogos obtienen estas conclusiones de un estudio de entrevistas con un grupo de voluntarios y de un metaestudio de investigaciones anteriores publicadas sobre la materia.

Gran parte de estos prejuicios, añadían los investigadores, nace de la asociación entre opiniones y afiliaciones políticas o sociales. Por ejemplo: si alguien es de izquierdas, obligatoriamente tiene que adherirse a la postura de rechazo a la energía nuclear, ya que se considera que defenderla es de derechas. Los autores añaden que este fenómeno se ha exacerbado en el presente (confirmando esa impresión que he mencionado más arriba de que la brecha se acentúa) porque en el pasado existía una mayor influencia de la ilustración, un mayor seguimiento consensuado de las conclusiones científicas por parte de los liderazgos políticos y sociales.

Este auge del movimiento anti-ilustración, añadían los investigadores, es enormemente preocupante y debe mover a la acción. «El movimiento anti-vacunas cuesta vidas», decía Hornsey. «El escepticismo sobre el cambio climático ralentiza la respuesta global a la mayor amenaza social, económica y ecológica de nuestra época».

¿Cómo arreglar todo esto? Los investigadores vienen a sugerir que el mensaje de la ciencia debe alinearse con las motivaciones de la gente. Pero este parece un principio muy general al que no será fácil encontrar aplicación práctica concreta.

El segundo estudio que traigo hoy, este ya publicado, aporta un enfoque más práctico. Un equipo de investigadores de las universidades de Cambridge (Reino Unido), Yale y George Mason (EEUU) sugiere que es posible «vacunar» a la población contra el negacionismo del cambio climático. En sentido psicológico, claro.

El propósito de los investigadores era ensayar si era posible traspasar al ámbito de la psicología el principio general de la vacunación: ¿puede una pequeña inoculación con un fragmento de información proteger al individuo contra el virus de la desinformación?

Para ello, reunieron a un grupo de más de 2.000 voluntarios estadounidenses representando una muestra variada de población según varios criterios demográficos, y alternativamente les presentaron una diferente información sobre el consenso relativo al cambio climático: a unos, una serie de datos científicos, incluyendo el hecho de que el 97% de los científicos del clima coinciden en la conclusión de que el cambio climático causado por el ser humano es un fenómeno real; a los otros, información extraída de una web fraudulenta llamada Oregon Global Warming Petition Project, según la cual «31.000 científicos estadounidenses dicen que no hay pruebas de que el CO2 liberado por causa humana provoque cambio climático».

Captura de pantalla de la web Oregon Global Warming Petition Project.

Captura de pantalla de la web Oregon Global Warming Petition Project.

Los científicos comprobaron cómo estas informaciones condicionaban las opiniones de los voluntarios en un sentido y en otro: la percepción de que sí existe un consenso científico sobre el cambio climático crecía un 20% en el primer grupo, y disminuía un 9% en el segundo.

A continuación, los investigadores presentaron a los voluntarios ambos paquetes de información a la vez, el verdadero y el falso. Y sorprendentemente, en este caso ambos efectos se cancelaban: la variación entre el antes y el después era solo del 0,5%. De alguna manera, los participantes regresaban a la casilla de salida, cayendo en una indecisión sin saber qué creer.

Por último, repitieron los experimentos aplicando dos tipos de «vacunas». Una más general consistía en presentar la información, pero añadiendo esta frase: «algunos grupos políticamente motivados utilizan tácticas engañosas para tratar de convencer al público de que existe un fuerte desacuerdo entre los científicos». La segunda, que los autores definen como una «inoculación detallada», destapaba específicamente las mentiras de la web de Oregón, revelando por ejemplo que menos del 1% de los presuntos firmantes de la petición (algunos de los cuales eran nombres ficticios) eran realmente científicos climáticos.

Los investigadores descubrieron que la vacuna general desplazaba las opiniones a favor del consenso de los científicos en un 6,5%, mientras que la detallada lo lograba en un 13%, incluso cuando ambos grupos también habían tenido acceso a la información falsa. Es decir, que la vacuna protegía a una parte de la población frente a los efectos nocivos de la desinformación.

Tal vez los porcentajes no parezcan demasiado impresionantes si se observan aisladamente, pero lo cierto es que el 13% de protección conseguido con la vacuna detallada equivale a dos terceras partes del efecto logrado cuando se presenta la información correcta sin la falsa; es decir, que la inoculación protege en un 67% contra la desinformación. Lo cual ya se parece bastante a lo que puede hacer una vacuna.

La idea, en palabras del director del estudio, el psicólogo social Sander van der Linden (Universidad de Cambridge), es «proporcionar un repertorio cognitivo que ayude a crear resistencia a la desinformación, para volver a la gente menos susceptible a ella». La motivación del estudio nació del hecho de que en el pasado las compañías tabaqueras y de combustibles fósiles han empleado esta táctica para sembrar dudas entre la población y apartarla del consenso científico. En este caso, los investigadores querían comprobar si el mismo procedimiento podía usarse para promover la creencia en el consenso científico en lugar de minarla, y dirigido al bien público en lugar de a intereses particulares.

También es interesante el dato de que la protección se logró en la misma medida entre los voluntarios de filiación política republicana, más propensos a desconfiar del cambio climático, los demócratas, más próximos a aceptarlo, y los independientes. Y que los investigadores no observaron un efecto rebote entre los grupos más predispuestos a la negación: «no parecían regresar a teorías conspirativas», dice van der Linden. El psicólogo admite que «siempre habrá gente completamente resistente al cambio», pero confía en que «siempre hay espacio para un cambio de opinión, aunque sea solo un poco».

¿De qué pasta está hecha la negación del cambio climático?

Hace unos días conté aquí un nuevo estudio que revela el enorme poder sobre la opinión púbica de los mensajes mediáticos que cuestionan el cambio climático, incluso teniendo en cuenta que alrededor del 97% de los científicos expertos apoyan la existencia de una deriva peligrosa del clima debida a la actividad humana.

Contaminación ambiental en EEUU. Imagen de U.S. National Archives and Records Administration / Wikipedia.

Contaminación ambiental en EEUU. Imagen de U.S. National Archives and Records Administration / Wikipedia.

Naturalmente, quienes no tienen la menor idea fundamentada sobre el asunto, o mejor, fundamentada solo en prejuicios que obligan a deformar la realidad para ajustarla a sus creencias, siempre verán a los escépticos como héroes rebeldes que se atreven a desafiar el pensamiento único. En fin, no hay nada que hacer al respecto; va con la naturaleza humana: entre los rasgos que nos diferencian del resto de los seres vivos de este planeta no solo está una mayor altura intelectual, sino también la capacidad de renunciar voluntariamente a su ejercicio.

Tampoco servirá de mucho a este fin el hecho de que Greenpeace haya destapado ahora las razones por las que algunos de esos «héroes rebeldes» continúan negando la existencia del cambio climático: cobran por ello. Esta semana, la organización ecologista informó de una investigación encubierta que ha delatado la disposición de dos académicos, conocidos por sus posturas escépticas, a escribir estudios científicos o artículos de opinión contrarios al cambio climático antropogénico… a cambio de una buena suma.

Según Greenpeace, miembros de la organización se presentaron ante Frank Clemente, de la Universidad Penn State, y William Happer, de la Universidad de Princeton, fingiendo ser consultores que trabajaban para compañías petroleras o del carbón, y solicitándoles que escribieran artículos minimizando el efecto de las emisiones de los combustibles fósiles. Ambos accedieron, siempre que los términos del acuerdo fueran aceptables: Happer especificó que su tarifa era de 250 dólares la hora, lo que sumaría un total de 8.000 dólares por cuatro días de trabajo; por su parte, Clemente pedía 15.000 dólares por un estudio científico y 8.000 por un artículo de opinión en un periódico.

Para aclarar ciertos detalles que no tienen por qué ser del conocimiento general, conviene recordar que los científicos no se distinguen en general por cobrar salarios astronómicos. La publicación de un estudio científico no les reporta ningún beneficio económico; al contrario, en muchos casos tienen que pagar a la revista que acepta su trabajo. Y en cuanto a las colaboraciones con los medios, en España se pagan en torno a los 100 euros.

Ambos científicos, que han prestado testimonio en diversos comités gubernamentales sobre cambio climático en EEUU, discutieron con los falsos consultores cómo enmascarar estas generosas donaciones para que no tener que declararlas a la hora de publicar sus artículos, ya que hoy las revistas científicas obligan a los autores a revelar si están sujetos a posibles conflictos de intereses. Greenpeace cuenta también que ambos ya han recibido anteriormente grandes sumas de compañías como Peabody Energy, un gigante estadounidense del carbón.

Pero los propios científicos eran conscientes de que sus artículos difícilmente pasarían el riguroso filtro de la revisión por pares de una revista. En un email, Happer escribía:

Podría enviar el artículo a una revista revisada por pares, pero eso podría retrasar mucho la publicación, y podría requerir tantos cambios importantes en respuesta a los referees [revisores] y al director de la revista que el artículo ya no justificaría de modo tan contundente como a mí me gustaría, y presumiblemente como también le gustaría a su cliente, que el CO2 es un beneficio y no un contaminante.

Happer añadía que una posibilidad era evitar la publicación del artículo en una revista, y en su lugar someterlo a una «revisión por pares» a manos de revisores escogidos por una organización de la que él forma parte, lo cual permitiría publicitar el artículo en los medios asegurando que había sido rigurosamente revisado por expertos. Happer precisaba que este procedimiento ya había sido empleado en anteriores ocasiones.

Tristemente, el científico definía a estos posibles revisores como «quixotic«, quijotescos. Alguien debería explicarle a Happer que el diccionario de la RAE reserva esta denominación para quien «antepone sus ideales a su provecho o conveniencia y obra de forma desinteresada y comprometida en defensa de causas que considera justas».

Claro que, apartándonos del diccionario, también podríamos señalar como quijotesco a quien se empeña en ver gigantes donde hay molinos de viento; sobre todo si le pagan unas buenas gafas. Ya lo ven: esta es la pasta (nunca mejor dicho) de la que están hechos esos rebeldes heroicos.

¿Tal vez somos una especie resistente al conocimiento?

Tuve un profesor de sociología de la ciencia que nos llamaba nescientes cuando no sabíamos algo. Según él, ignorante era el que desconocía algo que debería saber, mientras que nesciente era quien ignoraba algo que no estaba obligado a conocer. En realidad esto era solo un juego floral eufemístico; el diccionario de la RAE no hila tan fino a la hora de separar los significados de ambos términos, dándolos prácticamente por sinónimos. Pero quizá debería hacerlo, ya que es útil separar los dos conceptos, basados en lo que deberíamos o no saber.

Imagen modificada de Amanda Muñoz / Flickr / CC.

Imagen modificada de Amanda Muñoz / Flickr / CC.

Pero ¿qué deberíamos saber? Ayer conté un estudio basado en una encuesta que evaluaba el conocimiento de la población de varios países sobre ciertos parámetros demográficos. Los sociólogos empleaban los datos para construir un índice de «ignorancia». Podían haber elegido cualquier otro nombre, como «desconexión de la realidad social» o «vivir en el guindo». Cualquiera podrá pensar, incluido un servidor, que no saber cuál es el porcentaje de jóvenes españoles que viven con sus padres no lo convierte a uno en ignorante, si es que a uno este dato le es completamente indiferente.

Alguna vez he visto cómo alguien se hace un lío al tratar de calcular un porcentaje, para finalmente zanjar la cuestión diciendo: «es que yo soy de letras». Como si hiciera falta un conocimiento especializado en ciencia para calcular un porcentaje. Si hablamos de lo que todos deberíamos saber, probablemente quienes hemos pasado por la escuela deberíamos ser capaces de algo tan básico como calcular un porcentaje, ya que esto se enseña en niveles básicos de la educación. Siempre que escucho el típico «es que yo soy de letras» para justificar la falta de un conocimiento de escuela tengo que resistirme a preguntarle a quien lo dice si sabe cuántas novelas escribió Cervantes. Por desgracia, el «es que yo soy de letras» más bien a menudo es otro juego floral eufemístico que en realidad significa «he olvidado prácticamente todo lo que aprendí en la escuela y no me importa lo más mínimo».

Seguramente habrá quien piense que todo esto que a mí parece preocuparme en realidad tampoco importa lo más mínimo. Mi opinión personal es que lo peor de todo es olvidar lo más fundamental que debería habernos grabado en el cerebro nuestra educación escolar, por encima de la importancia o no de saber calcular un porcentaje: el amor por el conocimiento. La sociedad que nos ha tocado hoy glorifica la cultura física (cool) y ridiculiza la cultura intelectual (nerd); a quien es deficiente en la primera se le puede reprochar públicamente su desdén por el deporte y el ejercicio físico sin incurrir en ninguna incorrección social. Sin embargo, adjetivar a alguien de ignorante es un insulto que se vuelve contra quien lo aplica, convirtiéndole en arrogante, pedante y engreído.

Esta mañana he escuchado en la radio la llamada telefónica de una señora que recordaba la llegada del hombre a la Luna, de la cual hablaba en términos parecidos a estos: «Bueno, o cuando nos engañaron con aquello, a los tontos que quieran dejarse engañar, claro, que a mí no me engañaron, porque si de verdad hubieran ido habrían vuelto después». La señora no solo exhibía su ignorancia, sino que presumía implícitamente de ella, ya que es la ignorancia la que guiaba esa opinión de la que parecía tan orgullosa; no solo ignoraba que el hombre sí regresó a la Luna después, sino que, ni conoce por qué se canceló el programa Apolo y, por extensión, la exploración tripulada del espacio profundo, ni obviamente le importa lo más mínimo no saberlo. Y a pesar de ello, sostiene una opinión fundamentada precisamente en la falta de conocimiento.

Todo esto no es simplemente un peloteo mental. La capacidad del ser humano de emplear el cerebro que sus padres le han dado para algo más que separar las orejas es hoy más importante que nunca, por una razón: cada vez son más numerosos, y más críticos, los asuntos que tienen un fundamento científico y que afectan al ordenamiento de la sociedad. En una democracia, son los ciudadanos quienes deberán decidir el rumbo que toman las políticas relativas a estas cuestiones. Pero ¿cómo podrán hacerlo si carecen de la formación necesaria para comprender aquello sobre lo que tienen que decidir?

Si no recuerdo mal, el mítico Carl Sagan ya advirtió de este riesgo. Si los ciudadanos no tienen el conocimiento para opinar y decidir sobre cuestiones como el cambio climático o los limites éticos de la edición genómica, otros tomarán las decisiones por ellos; la democracia se sustituye por la noocracia, el gobierno de los sabios, que no es otra cosa que un juego floral eufemístico para definir una dictadura: déjelo, no se caliente la cabeza con cuestiones que están más allá de su comprensión; usted vote según le parezca bien o no que aumente el salario mínimo, que de esos otros asuntos complicados ya nos ocuparemos nosotros.

Un ejemplo lo ilustra el estudio que motiva este artículo, y que trata de ese crucial asunto que se discute estos días en París: el cambio climático. Un equipo de investigadores de la Universidad Estatal de Michigan (EEUU) ha elaborado una encuesta con 1.600 voluntarios a los que se dieron a leer noticias sobre cambio climático específicamente diseñadas para el experimento. Según los grupos, a algunos se les facilitaron textos que comentaban los riesgos asociados al cambio climático. Pero en la mitad de los casos, los artículos incluían un párrafo que cuestionaba el efecto de la actividad humana sobre el clima, sugiriendo que tal vez era una exageración motivada por sesgos políticos.

Los resultados del estudio, publicado en la revista Topics in Cognitive Science, demuestran que este simple mensaje era suficiente para alterar significativamente las opiniones de los encuestados, inclinándolos hacia una mayor tendencia a negar la realidad del cambio climático; y que esto sucedía con encuestados de derechas y de izquierdas, aunque eran los primeros quienes en mayor medida se apuntaban a la tesis negacionista.

El estudio analiza el efecto de un mensaje mediático, pero lo mismo podría aplicarse a una campaña gubernamental o corporativa; sus conclusiones dejan en evidencia que la falta de un sustrato mínimo de conocimiento convierte al ciudadano en un objeto manipulable a voluntad por cualquier tipo de interés que pretenda esquivar las reglas de la democracia con una buena dosis de propaganda. Hoy no solo importa impulsar el progreso científico, algo que pocos discuten y que está más o menos asentado en todas las naciones desarrolladas; además es importante insistir en la socialización de la ciencia, y esto es algo que los científicos no pueden hacer por sí mismos.

El buen tiempo ya no es buen tiempo

Nunca la sierra de Madrid me había recordado tanto a Kenya. El tiempo que tenemos estos días por aquí, ya a mediados de noviembre, es el típico clima de Nairobi (salvo por los cielos despejados) en lo que ellos llaman invierno, que cae en nuestro verano. Noches frescas que se caldean rápidamente por la mañana hasta que sobra la manga, sin que la temperatura llegue nunca a la grosería de hacernos sudar. Allí lo llaman eterna primavera. Aquí debemos llamarlo cambio climático.

Aumento previsto de las temperaturas entre mediados del siglo XX y mediados del XXI. Imagen de NOAA/GFDL.

Aumento previsto de las temperaturas entre mediados del siglo XX y mediados del XXI. Imagen de NOAA/GFDL.

Una aclaración. Meteorólogos, climatólogos y geofísicos nos advierten de que no debemos dejarnos llevar por las impresiones momentáneas y locales. O, dicho de otro modo, que no debemos mezclar tiempo y clima, salvo por el hecho de que el estudio del clima necesita mucho tiempo (discúlpenme el penoso juego de palabras).

Pero si tenemos días de temperaturas aberrantes para esta época del año, y los días crecen a semanas, y esto ocurre en un gran trozo de planeta, y las semanas logran que un mes se declare el más caluroso a escala global de la historia registrada, como ya ha ocurrido este año en febrero, marzo, mayo, junio, julio, agosto y septiembre, y si esto resulta en que un año sea también el más cálido en los registros, como sucedió en 2014, y si ya son 38 años consecutivos con una temperatura global superior a la media del siglo XX, y si 2014 ha batido el récord de concentraciones de gases de efecto invernadero, y si se anuncia que la temperatura global en 2015 ya va a superar en 1 °C la media de los niveles preindustriales, y que los esfuerzos a presentar en la próxima conferencia del clima de París aseguran un aumento de la temperatura de 3 °C, un grado por encima del objetivo de 2 °C que se consideraría el máximo límite aceptable del mal menor…

Pues vaya, esto ya empieza a parecerse a aquello del que toca una trompa, toca una oreja grande, toca un colmillo, toca una pata, y llega a la conclusión de que todo aquello probablemente constituye lo que viene siendo un elefante.

Esto, independientemente de que no todas esas impresiones aisladas y esporádicas sean coincidentes. Por ejemplo, el pasado septiembre tuvimos que abandonar las cosas propias del verano antes que otros años, porque el mes vino más frío de lo habitual en España. Y sin embargo, en todo el planeta fue el septiembre más cálido de todos los septiembres que han sido en la historia de la meteorología moderna. Cualquiera que haga el menor esfuerzo por mover la maquinaria pensante sobre sus hombros tiene ahora al fácil alcance de sus entendederas cuál es la temperatura del asunto, nunca mejor dicho, a escala global.

A estas alturas, negar la realidad de un cambio climático, con independencia de sus causas, sólo puede venir motivado por una cerril ceguera deliberada. Pero entrando en sus causas, no es necesario ser un especialista para comprender que más de doscientos años vertiendo al aire cantidades ingentes de gases de efecto invernadero obligatoriamente deben afectar al comportamiento de la atmósfera. En las muy contadas ocasiones en que se han producido agresiones comparables –episodios de vulcanismo masivo y extremo, como el del Decán, o impactos de asteroides–, el resultado ha sido la extinción de la mayoría de las especies terrestres. Por tanto, negar el impacto antropogénico actual, por un lado, y la gravedad de sus previsibles efectos, por otro, sólo puede venir motivado por un no menos cerril fanatismo ideológico, ya que dudosamente quienes lo niegan pueden aportar un modelo climático alternativo que justifique sus alegaciones.

Hubo un tiempo en que las denuncias de un deterioro climático antropogénico peligroso para casi todo lo que ahora entendemos como vida en la Tierra se consideraban una patraña maliciosa urdida por una maligna conspiración comunista destinada a derribar el sistema. Pero como broma ya está bien. Hoy solo personajes psiquiátricamente fronterizos pueden continuar sosteniendo que todo esto no es más que un sofisma populista. Quienes siguen oponiéndose de este modo a la evidencia son combustible fósil.

Dejando de lado este fenómeno cada vez más marginal, hay dos, estas sí, poderosas razones que frenan los intentos de los organismos concernidos por llamar a la acción global. En primer lugar, en esta sociedad regida por intereses inmediatos, efímeros y cortoplacistas, es difícil involucrar a público, empresas y gobiernos en una tarea cuyos rendimientos llegarán en las próximas generaciones, no en las próximas elecciones, el próximo ejercicio económico o el próximo Trending Topic. Aún más cuando estos rendimientos no consisten en ningún beneficio añadido, sino solo en que todo se quede como está ahora.

Lo resumo en lo que podríamos llamar el Axioma del Gasolinero, por la sencilla razón de que fue un gasolinero quien me lo enunció el otro día. «Este tiempo es mejor que el frío porque nos ahorramos la calefacción». Incuestionable, por eso es un axioma. Para quienes vivimos en climas templados, la calefacción es uno de los mayores bocados de nuestro gasto invernal. Paradójicamente, el cambio climático tendrá efectos económicos contrapuestos a corto plazo entre unos y otros sectores de las sociedades, y para algunos traerá beneficios inmediatos. Es de suponer que los propietarios de terrazas estarán haciendo caja este noviembre como no se han visto en otra antes.

Para tratar de neutralizar este efecto, autoridades y otras partes implicadas transmiten mensajes dirigidos a la fibra emocional. Por un lado, con simulaciones visuales de los efectos a largo plazo, como las imágenes (las últimas, publicadas esta misma semana) en las que aparecen varias capitales mundiales inundadas. Y por otro lado, con alusiones al sufrimiento que los efectos del cambio climático provocarán a las próximas generaciones.

No creo que nada de ello sirva de mucho. En cuanto a lo primero, no se puede decir que las imágenes causen una conmoción global, como se ha podido comprobar esta semana. Hay quien las encuentra hasta divertidas. Y en cuanto a lo segundo, exigir una responsabilidad sobre consecuencias tan diferidas es algo que no se entiende en la cultura actual. Por no hablar de que, a algunos, el carácter un poquito moñas de ciertos discursos sensibleros sobre nuestros hijos y nietos les genera algo de risa o incluso de rechazo. Será una reacción reprobable, pero limitarse a reprobarla resulta más bien poco práctico.

La segunda razón es que muchos aún no acaban de creerse que el cambio climático vaya a ejercer una influencia real sobre la vida humana y el estado actual de la civilización, sino que lo consideran un problema exclusivamente medioambiental. No a todo el mundo se le puede exigir que le preocupe la conservación de una especie de mariposa del Amazonas. Tanto por esta razón como por la anterior, se requiere un mayor esfuerzo de explicación y comunicación, cuyos resultados solo se manifestarán cuando situaciones como el grotesco tiempo primaveral que tenemos estos días se perciban con al menos una cierta inquietud, y no como un bendito regalo del otoño.

Les dejo aquí este mítico tema de la banda del tristemente desaparecido Joe Strummer, The Clash. En la apocalíptica London Calling, inspirada por el accidente nuclear de la central de Three Mile Island (Pensilvania) en 1979, Strummer cantaba: «No tengo miedo, porque Londres se está inundando y yo vivo junto al río». Resulta curioso que en tiempos de los Clash se creyera que el futuro no existía, se hiciera lo que se hiciera, y que 36 años después sea justo al contrario: hoy la ciudad alegre y confiada da el futuro por hecho, se haga lo que se haga; o aún peor, ni siquiera importa si hay futuro mientras el Whatsapp no se caiga.