Entradas etiquetadas como ‘autoexperimentación’

No hay sorpresas: las picaduras de abeja duelen más en el pene (y otros lugares)

Hoy no resisto la tentación de trasladarles el sacrificio en pro de la ciencia de Michael L. Smith. Este investigador predoctoral del Departamento de Neurobiología y Comportamiento de la Universidad de Cornell (EE. UU.) acaba de publicar un estudio en el que compara y ordena el nivel de dolor producido por una picadura de abeja en 25 lugares distintos del cuerpo humano. Si usted posee ciertas nociones sobre el metodo científico, se preguntará: ¿Cómo se puede medir algo posiblemente sujeto a una percepción subjetiva y quizá poco reproducible? La respuesta es que, para asegurar la reproducibilidad del experimento y no introducir una variación de sujetos que se quede corta en significación estadística, Smith ha ejecutado todos los experimentos en condiciones controladas y en un solo cuerpo humano. Obviamente, el suyo.

El autor del estudio, ataviado de apicultor. Michael L. Smith.

El autor del estudio, ataviado de apicultor. Michael L. Smith.

El ejemplo de Smith no es único, ni tan desacostumbrado como podría parecer. La autoexperimentación disfruta de una larga tradición en el mundo de la ciencia que incluso ha merecido algún que otro premio Nobel, y que ha dejado un rastro perdurable en la literatura de ficción a través de personajes como el Doctor Jekyll de Stevenson o el científico Griffin creado por H. G. Wells y más conocido por el alias que le granjeó su experimento: el Hombre Invisible. En la vida real, uno de los casos más populares es el de Stubbins Ffirth, médico estadounidense que a finales del siglo XVIII estudió la transmisión de la fiebre amarilla bebiendo al rico vaso de vómito de sus pacientes infectados y bañando su propio cuerpo en orina, saliva y sangre de los enfermos. Hoy sabemos que este mal se transmite por la picadura de un mosquito, algo que Ffirth no llegó a proponer, pero al menos terminó su doctorado sin contraer la enfermedad y confirmando sin sombra de duda aquel viejo refrán: lo que no mata, engorda.

En el caso de Smith, existe un precedente cercano que al investigador le ha servido de referencia. En 1983, el entomólogo estadounidense especializado en himenópteros (abejas, avispas y hormigas) Justin O. Schmidt emprendió el proyecto de crear lo que hoy se conoce como Índice Schmidt de dolor de picaduras, en cuyos puestos de honor figuran la hormiga bala o isula (Paraponera clavata), la avispa caza tarántulas (género Pepsis) y las avispas negras del género Synoeca. Sin embargo, al parecer el propósito de Schmidt no era un masoquista empeño de dejarse picar por toda desgraciada alimaña viviente, sino solo aprovechar los picotazos que sufría a diario en su trabajo para aconsejar a la humanidad sobre qué bichos es preferible evitar.

Una abeja europea 'Apis mellifera' recolectando polen. Jon Sullivan.

Una abeja europea ‘Apis mellifera’ recolectando polen. Jon Sullivan.

En cambio, su casi homónimo Smith ha emprendido todo un proyecto controlado en laboratorio y compuesto íntegramente por picaduras voluntariamente infligidas, lo que le permite extraer estadísticas con decimales. «El propósito del estudio era ver si las diferentes ubicaciones del cuerpo dolían más o menos con las picaduras de abeja, y si los resultados se repetían», explica Smith a Ciencias Mixtas. «Por ejemplo: ¿las picaduras en el antebrazo siempre duelen lo mismo?». Pero el caso de Smith tiene truco, si así puede llamarse: el científico es asimismo un dedicado apicultor. «Desde 2005 crío abejas para mi investigación. Mi tesis trata de sociogénesis: cómo las colonias cambian a medida que se desarrollan. Me interesa cómo las colonias empiezan a reproducirse y cómo las obreras identifican que su colonia ha alcanzado esa etapa de su vida. Los picotazos son parte del trabajo, y te acabas acostumbrando», relata. Según revela el investigador en su estudio, publicado en la revista digital PeerJ, durante los tres meses anteriores al período experimental sus mascotas le mantuvieron breado a picotazos a razón de cinco al día, por lo que ni su sistema inmunitario ni su pasión investigadora se vieron comprometidos en este proyecto.

En cuanto al origen de la idea, es exactamente el que ustedes están pensando. «Estaba charlando con mi director de tesis, y comentábamos que una picadura en los testículos debía de doler mucho. Sin embargo, unos días más tarde, por accidente, una abeja me picó en los testículos, y me sorprendió que no dolía tanto como pensaba». Smith agrega que recordó entonces el trabajo de Schmidt, quien ya había advertido de que el nivel de dolor cambiaría según el lugar de la picadura. «Así que pensé, si nadie lo ha hecho, ¿por qué no ahora?».

En su estudio, Smith se centra exclusivamente en la abeja europea de la miel, Apis mellifera, que en su día Schmidt utilizó como estándar para comparar otras picaduras más dolorosas. «Seleccioné abejas guardianas porque son más defensivas y tienen glándulas de veneno maduras», dice. El investigador eligió 25 lugares del cuerpo que aparecen indicados en el gráfico. Para cada uno de ellos, «la abeja fue agarrada por las alas y presionada contra la ubicación deseada hasta sentir la picadura, y mantenida en su localización durante cinco segundos para asegurar que el aguijón penetraba la piel», escribe en su estudio. «La abeja fue apartada después de los cinco segundos dejando el aguijón en la piel durante un minuto, y después este fue extraído con pinzas». Smith evaluó el dolor en cada parte del cuerpo en una escala de 1 a 10 respecto a un estándar interno, el antebrazo, al que asignó un valor de 5. Y repitió el experimento tres veces en condiciones idénticas; es decir, un total de 75 aguijonazos, cinco al día.

Gráfico del estudio de Michael L. Smith detallando los 25 lugares del cuerpo elegidos para evaluar el dolor de las picaduras de abeja. Michael L. Smith.

Gráfico del estudio de Michael L. Smith detallando los 25 lugares del cuerpo elegidos para evaluar el dolor de las picaduras de abeja. Michael L. Smith.

«Las tres localizaciones menos dolorosas fueron el cráneo, la punta del dedo medio del pie, y el brazo (todos con una nota de 2,3)», concluye el estudio. «Las tres más dolorosas fueron la fosa nasal (9,0), el labio superior (8,7) y el cuerpo del pene (7,3)». Y por si alguien se lo está preguntando, el escroto figura en cuarta posición con un 7,0. Curiosamente, observa Smith, el nivel de dolor no tiene relación con el grosor de la piel en cada parte del cuerpo. «La palma de la mano tiene el doble de capas de piel que el dorso, pero la palma recibió una nota de 7,0 y el dorso un 5,3». «Tal vez los umbrales de dolor son más bajos dependiendo de la importancia de ciertos lugares, o la reacción del sistema nervioso central se amplifica según la ubicación de la picadura», sugiere.

Alguien ya habrá deducido que el estudio tiene una limitación, y es que algunas de las partes del cuerpo implicadas son exclusivas de la anatomía masculina. «Si hubiera por ahí alguna mujer que quisiera repetir este estudio, yo estaría más que encantado de ayudarla», ofrece el investigador. Así que, a la espera de que alguna científica se apreste a sacrificarse por la población femenina, usted, lector masculino, ya sabe lo que tiene que hacer: tenemos dos manos; si en alguna ocasión se ve acorralado por un enjambre, una mano a nariz y boca, y la otra adonde siempre va en caso de duda.