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Los humanos arcaicos también inventaban a la vez

No cabe duda de que los humanos somos seres curiosos e innovadores. Ya sea para resolver nuestros problemas o simplemente para pulverizar nuestros límites, desde antiguo existen casos documentados de descubrimientos o invenciones que varias personas han desarrollado de forma simultánea. Isaac Newton y Gottfried Leibniz formularon el cálculo al mismo tiempo, y Charles Darwin y Alfred Russell Wallace hicieron otro tanto con la teoría de la evolución de las especies. Miguel Servet descubrió la circulación de la sangre sin saber que un médico árabe ya la había descrito antes; y después del aragonés, sin conocer su trabajo, el inglés William Harvey hizo lo mismo. Por no hablar de los inventos con varios padres independientes, entre los cuales se encuentran el teléfono, el aeroplano, la bombilla o la fotografía. En la investigación actual, el descubrimiento simultáneo es algo tan frecuente que a menudo las revistas científicas se ven obligadas a coordinar la publicación de hallazgos similares.

Todos estos casos no responden a la casualidad: la ciencia y la innovación avanzan paso a paso, sobre hombros de gigantes, como dice el proverbio. Y cada uno de esos pequeños incrementos solo puede aparecer cuando el conocimiento y la tecnología están maduros para ello. De ahí que la bombilla se inventara hasta 23 veces en tiempos del que ha perdurado como su padre oficial, Thomas Edison. Y sin embargo, en pasmosa contraposición a todo esto, los modelos que describen la prehistoria de la humanidad y de sus ancestros siempre presumen que las innovaciones, como las técnicas de trabajo de la piedra para fabricar herramientas, han aparecido una sola vez en un único lugar concreto y se han extendido gracias a las migraciones de esas comunidades pioneras.

¿Por qué? «Yo creo que la arqueología se ha contagiado de la visión de la evolución biológica. Y cuando vas acumulando datos en el registro arqueológico, son puntos en el mundo y fechas, y para nuestro cerebro lo más fácil es buscar el punto más antiguo como si hubiera sido único, y suponer que hubo una difusión desde ahí». Quien responde es Carolina Mallol, arqueóloga de la Universidad de La Laguna (Tenerife). En menos de una semana, es la tercera vez que reseño aquí el trabajo de Mallol. La primera fue a propósito de la desaparición temprana de los neandertales, y la segunda sobre la coexistencia de esta especie y los sapiens en el valle del Danubio. Pero no es manía acosadora por mi parte (Carolina puede dar fe de que nunca nos hemos visto), sino que es el mérito de su trabajo el que lo reclama.

El descubrimiento del yacimiento de Nor Geghi 1 en julio de 2008. Foto de Daniel S. Adler.

El descubrimiento del yacimiento de Nor Geghi 1 en julio de 2008. Foto de Daniel S. Adler.

El motivo es que Mallol es especialista en un campo cada vez más demandado en arqueología, el estudio fino del suelo antiguo en el que cayeron los restos arqueológicos o paleontológicos, y que quedó después encerrado en la roca. Este aspecto de los enclaves arqueológicos, que antes se despreciaba, hoy se considera esencial para situar los hallazgos en su contexto, del mismo modo que el envoltorio de un regalo puede revelarnos tanto de una persona como el propio presente que contiene. Y en este nuevo caso, la investigadora ha participado en un estudio que hoy publica la revista Science y que demuestra precisamente lo que abre este texto: los humanos llevamos cientos de miles de años innovando y lo hemos hecho al mismo tiempo en distintos lugares, una vez que nuestro conocimiento ha avanzado lo suficiente para llegar a lo que Mallol define como «el punto de caramelo».

Un equipo internacional de investigadores, liderado por la Universidad de Connecticut (EE. UU.), ha excavado un enclave llamado Nor Geghi 1, en Armenia, al sur del Cáucaso. La situación de esta región la postula como una auténtica autopista para las antiguas migraciones de los homininos desde África hacia Eurasia, pero solo recientemente ha empezado a abrirse a la exploración arqueológica. Los científicos han encontrado allí un verdadero tesoro: un yacimiento de industria paleolítica en el que se demuestra la transición desde una tecnología a otra que hasta ahora se creía inventada solo en África y transportada después con las migraciones a Eurasia.

Hasta hace unos 300.000 años, los ancestros humanos habían aprendido a trabajar la piedra mediante la llamada tecnología achelense, que obtenía herramientas (llamadas bifaces) de los bloques de piedra como un escultor saca su obra de la roca madre, descartando las lascas y aprovechando el núcleo. La transición desde aquel Paleolítico Inferior al Medio vio el nacimiento de una nueva tecnología revolucionaria, un destello de lo que hoy conocemos como pensamiento lateral: en lugar de desechar las lascas, producirlas según un patrón determinado y utilizarlas como herramientas. Esto es lo que se conoce como tecnología Levallois, y hasta ahora se pensaba que algún genio prehistórico individual la inventó en África para después extenderla por el mundo llevándola consigo.

La evolución tecnológica en el yacimiento armenio de Nor Geghi 1. Arriba, bifaces achelenses. Abajo, núcleos de Levallois. Foto de Daniel S. Adler.

La evolución tecnológica en el yacimiento armenio de Nor Geghi 1. Arriba, bifaces achelenses. Abajo, núcleos de Levallois. Foto de Daniel S. Adler.

Lo que han descubierto los arqueólogos es que Nor Geghi tuvo su propio genio de cabecera. «Los artefactos forman tres grupos», explica Mallol;»uno de bifaces, otro Levallois, y un tercero que representa un estadio intermedio». «Tenemos una continuidad, una evolución tecnológica in situ. Un grupo humano que innovó a partir del achelense para llegar al Levallois». Las dataciones han situado el momento entre hace 325.000 y 335.000 años, lo que convierte el yacimiento en el Levallois más antiguo de Eurasia. El trabajo de Mallol ha permitido reconstruir el contexto a través del estudio microscópico de los estratos. «Sabemos que formó un suelo estable con cobertura vegetal y poco aporte de sedimentos, que los homininos fueron ocupando a lo largo de varios milenios», relata la arqueóloga. «Esa interpretación casa bien con la cronología de las dataciones, en un período interglacial con condiciones climáticas parecidas a las actuales». La datación se ha podido precisar también gracias a dos coladas de lava de hace 200.000 y 400.000 años que hicieron un sándwich con el nivel estudiado como relleno.

El nuevo estudio obligará a replantear un dogma tácito de la arqueología y la paleoantropología. «Las lascas son más fáciles de transportar y aprovechan mejor la materia prima, por lo que el Levallois era una adaptación favorecida», reflexiona Mallol. «Estos grupos eran versátiles, flexibles, y supieron innovar. La tecnología achelense les llevaba a producir muchísimas lascas, y tal vez de repente pensaron que podían emplearlas». En cuanto a la identidad de aquellos pobladores, la falta de restos humanos impide deducirla. «No podemos saber si era un Homo sapiens arcaico o un heidelbergensis«, apunta Mallol.

Sin embargo, la conclusión presenta un resquicio aún difícil de tapar con las técnicas actuales. Cuando se observa un cambio, es tremendamente complejo establecer si existió un contacto directo, dado que depende de la finura con que la sucesión de capas de roca pueda marcar el paso del tiempo, y de la resolución que puedan aplicar los investigadores al interpretarlo. «No podemos descartar que por allí pasaran muchísimos grupos y que esas ocupaciones se solaparan sin llegar a conocerse», admite Mallol. «Nuestro argumento para descartar esa posibilidad es que en el paleolítico armenio que hoy conocemos no hay grupos de solo Levallois, o solo bifaces, o solo pasos intermedios, que serían evidencias de un territorio ocupado aisladamente por los tres».

«Estamos llegando a una resolución de centímetros que nos permite afinar mucho, pero el gran reto es demostrar el contacto», comenta la investigadora. «Ahora puedes marcar una línea muy clara y decir: aquí hubo 300 años; esta gente no se conoció». El problema aparece con un concepto que la arqueología comparte con el estudio de documentos antiguos: el palimpsesto. Un manuscrito que fue borrado para escribir de nuevo en el mismo soporte es un palimpsesto. En arqueología, se llama así a una mezcla de estratos que dificulta averiguar qué vino antes o después. «En este caso tienes que buscar otro tipo de marcadores, como por ejemplo pátinas diferentes en los artefactos». Para disponer de mejores herramientas a la hora de enfrentarse a los nuevos tesoros que aún deben revelar lugares como Armenia, Mallol trabaja en el desarrollo de nuevos marcadores temporales que le permitan diseccionar los palimpsestos. «Es la clave para no quedarnos anclados en una visión de la arqueología del siglo XIX», concluye.

Neandertales y sapiens, un vals junto al Danubio

Nunca está de más rescatar la vieja frase del escritor y activista Stewart Brand: «science is the only news«; la ciencia es la única noticia o, mejor, la única nueva. La actividad de los investigadores nunca deja de aportar una savia fresca que algunos nos empeñamos en inyectar en las venas de la actualidad informativa, en la esperanza de incitar en algunos la curiosidad por meter las narices en lo que acontece en el laboratorio y en el campo. Pero no siempre tenemos la satisfacción de asistir a algo radicalmente nuevo, un cambio de paradigma. Esto es lo que viene ocurriendo en los últimos años en lo que podríamos denominar el mundo paleo, y los resultados están sacudiendo los cimientos de lo que hasta ahora creíamos saber.

El origen de la revolución está en la novedad del enfoque. Los pioneros de la arqueología o la paleoantropología llegaban a un yacimiento, desenterraban sus piezas con más o menos tiento y se largaban pisando la colilla del puro sobre los restos, por expresarlo gráficamente. Ahora, un enclave que conserva un testimonio del pasado se trata con el mismo cuidado que la escena de un crimen en manos de los CSI, y los científicos que lo analizan ya no se forman en un mismo y único edificio de la universidad. En los equipos hay expertos no solo en artefactos y fósiles, sino también en geografía, geología, clima, edafología, ecología, zoología o botánica. Y en el laboratorio donde estudiarán las piezas encontradas ya no les aguardan solo las tradicionales lupas del arqueólogo, sino también sofisticados microscopios, tomógrafos, escáneres o sincrotrones, cuyos mandos a veces los pilotan ingenieros que jamás oyeron hablar de australopitecos o de bifaces durante todos sus años de carrera.

Todo esto tiene un nombre, en forma de una palabra de 21 letras difícil de pronunciar sin trabarse: interdisciplinariedad. «Se reúnen numerosos especialistas y se hace una aproximación al yacimiento en la que reconstruimos el contexto: paleoambiente, paleoantropología física, tecnología, dieta… Intentamos reconstruir todo lo que podamos», explica a Ciencias Mixtas la investigadora Carolina Mallol, de la Universidad de La Laguna (Tenerife). Mallol aporta precisamente una pieza clave de ese carácter poliédrico de los estudios paleo: el estudio del suelo antiguo, ese pavimento natural que pisaron los humanos prehistóricos y donde quedaron encerradas innumerables pistas más allá de los grandes tropezones de historia que saltan a la vista de los arqueólogos.

Según conté aquí la semana pasada, Mallol forma parte de un equipo de investigadores que está poniendo patas arriba algunas nociones hasta ahora asumidas sobre los neandertales, esa rama de la familia humana que se separó de la nuestra hace unos 400.000 años. Gracias a ese abordaje interdisciplinar, los estudios de Mallol y sus colaboradores, en consonancia con los de otros expertos internacionales, han demostrado que la extinción de los neandertales fue más temprana de lo sospechado, lo que supone un obstáculo a la idea de que ambas especies llegaron a coexistir.

Sin embargo, y esto es un capítulo que aún no parece zanjado, los estudios genómicos indican que los no africanos llevamos en nuestros genes entre un 1 y un 4% de ADN neandertal. Los científicos que defienden esta conclusión sugieren que este llamado flujo genético (para el cual existen otros muchos términos más populares) acaeció en algún lugar difuso entre Europa del este y Oriente Próximo. Ahora conocemos una zona concreta en la que humanos y neandertales pudieron convivir durante miles de años. Y lo sabemos gracias a un estudio publicado hoy en la revista PNAS y del que Mallol es coautora, junto con un equipo de investigadores de Alemania, Reino Unido, Bélgica y Austria.

La Venus de Willendorf, hallada en 1908 en Austria. Foto de Matthias Kabel / Wikipedia.

La Venus de Willendorf, hallada en 1908 en Austria. Foto de Matthias Kabel / Wikipedia.

El enfoque interdisciplinar permite volver a examinar yacimientos ya conocidos y de los que en su día se extrajo un rendimiento valioso, pero que aún guardaban muchos secretos ahora accesibles con las nuevas técnicas. En 1908, una excavación en Austria sacó de la tierra una figurita femenina que desde entonces se ha conocido como la Venus de Willendorf, por la población en la que se halla el enclave. El equipo internacional del que forma parte Mallol ha emprendido un nuevo análisis del yacimiento, y el resultado es que Willendorf albergó la comunidad de humanos modernos más antigua de la que se tiene noticia en Europa, hace 43.500 años.

La conclusión es fruto de ese riguroso estudio interdisciplinar: «Para la mayoría de yacimientos de esta época conflictiva de transición entre neandertales y sapiens, lo que solía hacerse antes era establecer las condiciones del clima de la época con datos externos al yacimiento, como por ejemplo registros de Groenlandia», detalla Mallol. «Lo que hemos hecho nosotros es generar datos directos del clima a partir de los moluscos y del sedimento del propio yacimiento». Los científicos han podido así establecer que aquellos humanos, cuyos artefactos de piedra se han datado con precisión en 43.500 años, habitaban en un lugar frío y estepario, con alguna vegetación similar a la que hoy puede encontrarse en Escandinavia.

«Los resultados de la datación son muy importantes, porque atrasan la primera presencia de la tecnología auriñaciense, ligada al Homo sapiens«, destaca Mallol. Y como conclusión, las fechas indican que sapiens y neandertales pudieron coexistir en aquella región durante miles de años. Sin embargo, lamenta Mallol, aún falta la prueba directa, un contacto físico entre los artefactos de ambas especies: «Hay solapamiento de fechas y sería posible encontrar un contexto de transición, pero aún falta. Incluso en la zona de los Alpes de Suabia [Alemania], donde se han encontrado muchos restos, sigue habiendo una brecha entre ambos».

La investigadora Carolina Mallol en la excavación del yacimiento de Willendorf. Foto de Carolina Mallol.

La investigadora Carolina Mallol en la excavación del yacimiento de Willendorf. Foto de Carolina Mallol.

Con todo, el solapamiento temporal descubierto es muy sugerente, porque deja abierta la puerta a que ese contacto acabe demostrándose, lo que quizá dependa de la revisión de otros yacimientos, «por ejemplo en la zona de Ucrania y los Cárpatos, donde aparentemente hay culturas de transición». En lugares como estos será donde los expertos deberán aplicar la enorme finura de este nuevo estilo de hacer arqueología a lo CSI. «Hay que tener en cuenta que esos contactos tienen que darse en un espesor de sedimento muy fino, de unos diez centímetros, a una escala muy pequeña que hay que estudiar microscópicamente».

Tomados en conjunto, los resultados de los últimos estudios definen un panorama que sitúa una posible convivencia entre ambas especies humanas en Europa central. Los sapiens que llegaron a la península ya llevaban esa dosis de genes neandertales, y aquí nunca llegaron a cruzarse (en ninguno de los sentidos posibles) con sus primos. «Eso explica que, cuanto más hacia el oeste de Europa, hay menos evidencia de Homo sapiens sapiens, y en Iberia no hay», señala Mallol. La idea extendida de que la Península Ibérica fue el último refugio de los neandertales antes de su extinción también parece ya insostenible. «La visión va a ir cambiando», apuesta la investigadora.

Pero para que el esquema quede completo, aún faltan algunos cabos por atar. Recientemente, otro equipo de científicos halló en la cueva gibraltareña de Gorham lo que fue descrito como un grabado ejecutado por manos neandertales y datado en 40.000 años, una fecha en claro conflicto con las que defienden Mallol y otros expertos. La investigadora no cree que esta datación vaya a superar un escrutinio más riguroso. «En Gorham también están revisando la cronología. Realmente, allí hay industrias que no encajan ni con un musteriense [neandertales] ni con un auriñaciense [sapiens]». Pero que nadie tema un enfrentamiento cruento entre arqueólogos a golpe de hachas de sílex: «Lo importante es que haya una buena comunicación entre los especialistas», concluye Mallol.

Y, volviendo a la frase de Brand, esto tampoco acaba aquí. Me atrevería a apostar que antes de que termine la semana tendremos más y sorprendentes nuevas del mundo paleo. Como dicen los anglosajones, stay tuned.

Una metrópolis de la Edad del Cobre en Toledo

Miguel de Cervantes puso la provincia de Toledo en el mapa del mundo a través de la literatura, consiguiendo que un estudiante de Singapur tenga que aprender a pronunciar correctamente «El Toboso». Pedro Almodóvar logró además elevar la meseta sur peninsular a la categoría de icono pop, a la altura de la América profunda de Jack Kerouac. La hermosa desolación de los paisajes castellano-manchegos relaja la vista y la mente, además de ofrecer rincones de analogías sorprendentes como el Parque de Cabañeros, donde uno casi esperaría ver desfilar un rebaño de ñus bajo la mirada atenta de un clan de leones. Pero no cabe duda de que los parajes del centro-sur peninsular, por lo general más áridos y polvorientos que verdes y feraces, no son los que buscan quienes eligen vivir al sol, como los exiliados climáticos del norte europeo que se apiñan en la costa mediterránea.

Durante años, los antropólogos han pensado que este carácter solitario ha acompañado a la vasta extensión de la meseta meridional durante toda su historia, y que esta región ha permanecido prácticamente despoblada desde antiguo frente al intenso intercambio cultural y comercial en las costas del Mediterráneo. Pero parece que no es así: un estudio de la Universidad alemana de Tubinga ha descubierto que, con toda probabilidad, ciertos enclaves de lo que hoy es la provincia de Toledo acogieron una floreciente población que, durante la Edad del Cobre, hace 4.000 años, fundía el metal, trabajaba la tierra, cuidaba su ganado, fabricaba herramientas, enterraba a sus muertos en monumentos megalíticos y compartía costumbres y forma de vida con lugares tan lejanos como el sur de Portugal.

Dolmen de Azután. Foto de Felicitas Schmitt / Universidad de Tubinga.

Dolmen de Azután. Foto de Felicitas Schmitt / Universidad de Tubinga.

Los investigadores alemanes, con la colaboración de la Universidad de Alcalá de Henares, han encontrado un área de 90 hectáreas sembrada de esquirlas y herramientas de piedra en el municipio de Azután, en La Jara, donde existe un dolmen funerario que demuestra cómo los pobladores del lugar habían alcanzado un alto grado de desarrollo cultural y tecnológico. Los restos pertenecen al período Calcolítico, una época de transición entre lo que popularmente conocemos como Edad de Piedra y la Edad del Bronce, cuando se descubrió que la aleación del cobre con estaño aumentaba la dureza del metal.

Hasta ahora, los científicos creían que la cuenca del Tajo, encerrada entre el Sistema Central y los Montes de Toledo, había sido prácticamente un desierto humano durante la prehistoria peninsular, debido a su difícil acceso y al obstáculo que probablemente presentaba el propio río, mucho más caudaloso hace entre 4.000 y 5.000 años. Sin embargo, estructuras como el dolmen de Azután sugerían otra cosa, y los nuevos hallazgos parecen confirmar que la situación era muy diferente. En Azután se han hallado también piedras de molino y pesos para redes de pesca, lo que sugiere que los pobladores calcolíticos explotaban intensamente los recursos de la meseta castellana con un sistema de división del trabajo. Felicitas Schmitt, coautora del estudio (aún sin publicar), resume: «Los nuevos descubrimientos en Azután confirman que había un asentamiento y un trabajo del cobre intensivos también en la España central. Hasta ahora, se pensaba que esta actividad se limitaba sobre todo a las fértiles regiones costeras en el sur de la Península Ibérica».

Los científicos, dirigidos por el arqueólogo Martin Bartelheim, planean comparar sus prospecciones geomagnéticas con fotografías aéreas para tratar de delimitar el tamaño y la estructura del asentamiento de Azután y de otros vecinos, como un posible enclave fortificado en la cercana Aldeanueva de San Bartolomé, donde se han hallado signos de procesamiento del cobre.

Otra prueba de la importancia de estos asentamientos es la semejanza de los restos hallados en Azután con otros muy alejados, como un yacimiento calcolítico en el Algarve portugués. «Las dos regiones son similares en sus tumbas, ritos de enterramiento y objetos, así que estamos trabajando bajo la premisa de que los ríos y las sendas de los pastores desempeñaron un papel importante como vías de comunicación incluso entonces», explica Schmitt. Con sus resultados, los investigadores esperan ayudar a definir las rutas mesetarias que se empleaban como autopistas de comunicación en la Iberia prehistórica.

La falta de vitamina C devastó la primera colonia española en América

Días atrás publiqué aquí un artículo sobre los riesgos para la salud que amenazan a los futuros martenautas y otros tripulantes en viajes espaciales de larga duración. Uno de esos peligros es la malnutrición, algo que tiene un precedente histórico. Durante siglos, los pioneros que se enrolaban en largas travesías por mar tenían que hacer frente a un enemigo fatídico: el escorbuto, una enfermedad que llega a ser letal si no se trata. Por suerte, en esta época que nos ha tocado vivir sabemos que este mal se debe a la alimentación deficiente y podemos conjurarlo con una simple gragea vitamínica. Pero para llegar a este conocimiento tuvo que sucederse un largo tira y afloja científico que no se resolvió hasta bien entrado el pasado siglo XX.

Semillas y carne seca o en salazón componían el menú del día para los antiguos marinos que se embarcaban con rumbo a tierras incógnitas, antes de que existieran los frigoríficos y las latas de atún. Muchos de ellos caían víctimas de una dolencia de la mar que comenzaba con malestar y cansancio, progresaba con sangrados en las encías y mucosas, manchas y heridas en la piel y dificultades para moverse y respirar, y acababa a los pocos meses con fiebre, convulsiones y la muerte. La enfermedad estaba documentada desde el antiguo Egipto y en los estudios de Hipócrates, el padre de la medicina, pero su origen era confuso.

Su incidencia entre los marineros llevó a intuir que se trataba de un efecto de la alimentación deficiente, y ya desde los siglos XV y XVI se descubrió que las frutas cítricas podían curarlo. Por entonces se recomendaba consumir alimentos frescos o beber zumos de naranja o limón para evitarlo, y en 1747 la causa del escorbuto parecía aclarada cuando el escocés James Lind llevó a cabo el que se considera el primer ensayo clínico de la historia de la medicina, demostrando que las frutas cítricas eran el remedio. Sin embargo, había datos contradictorios: en muchos casos los zumos suministrados no eran eficaces, y pueblos como los inuits del Ártico, que solo se alimentaban de carne, no padecían la enfermedad. Algunos la atribuyeron a la comida en mal estado, y no fue hasta 1932 cuando se pudo aislar un compuesto químico cuya carencia se relacionó definitivamente con el escorbuto. Se le llamó ácido ascórbico (literalmente, «que previene el escorbuto»), más conocido como vitamina C.

Llamamos vitaminas a ciertos nutrientes que nuestra factoría bioquímica no puede elaborar y debemos ingerir en la dieta, pero su clasificación obedece a un punto de vista antropocéntrico: los humanos nos contamos entre los pocos seres vivos incapaces de fabricar la vitamina C, motivo por el cual otros animales no sufren escorbuto. El conocimiento moderno de esta sustancia permitió esclarecer las observaciones contradictorias de siglos anteriores. Los inuits, carnívoros estrictos, no padecen la enfermedad porque obtienen la vitamina del pescado y de las vísceras de algunos animales. Y la facilidad con que la vitamina C se oxida al aire era la causa de que los zumos no siempre protegieran a los marinos. Hoy también sabemos por qué el ácido ascórbico es esencial: interviene en la formación del colágeno, esa especie de caucho vivo del que están hechas muchas de nuestras partes, incluyendo los huesos, y es por este motivo que el examen del tejido óseo puede revelar los efectos de la enfermedad incluso en restos humanos antiguos.

Desembarco de Colón en las Indias Occidentales, por John Vanderlyn (1775-1852).

Desembarco de Colón en las Indias Occidentales, por John Vanderlyn (1775-1852).

Este tipo de estudio es el que ha llevado a cabo un equipo de científicos de la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán, en México. Y los huesos que han analizado son joyas históricas, ya que sostuvieron a los colonos españoles del primer asentamiento permanente en el Nuevo Mundo. En el actual condado de Puerto Plata, en la costa norte de la República Dominicana, Cristóbal Colón culminó su segundo viaje en 1494 con la fundación de La Isabela, la primera ciudad europea en América, en la bocana del río Bajabonico. La Isabela fue una villa en toda regla, amurallada, con edificios públicos de piedra y viviendas de palma donde residieron unos 1.500 colonos. Sin embargo, después de tanto esfuerzo, fue abandonada apenas cuatro años después. Entre las causas del fracaso se citan la mala administración, la resistencia de los nativos taínos, la ausencia de oro en la región y las malas cosechas. Pero lo cierto es que muchos de sus habitantes no emigraron, sino que sucumbieron a las enfermedades y fueron enterrados en el cementerio situado detrás de la iglesia. La malaria, la gripe y la viruela pudieron diezmar la colonia, pero los investigadores de Yucatán sospechan que todas estas dolencias se cebaron en los isabelinos porque ya estaban debilitados por otro mal más oculto e insidioso, el escorbuto.

Localización de La Isabela en una imagen de satélite de la isla de La Española. NASA.

Localización de La Isabela en una imagen de satélite de la isla de La Española. NASA.

Las excavaciones emprendidas en La Isabela desde finales del siglo XIX han rescatado los esqueletos de algunos pobladores, que hoy se conservan en el Museo del Hombre Dominicano, en Santo Domingo. El equipo de la Universidad Autónoma de Yucatán, dirigido por Vera Tiesler, ha examinado los restos de 27 individuos, revelando que 20 de ellos presentan lesiones en los huesos típicas del escorbuto. El hecho de que en al menos 15 colonos estos signos aparezcan en ambos lados del cuerpo descarta que pudieran corresponder a infecciones óseas, afirman los científicos en su estudio, publicado en la edición digital de la revista International Journal of Osteoarchaeology.

Cabe preguntarse si podrían existir otras causas responsables de las lesiones en los huesos, ya que otras enfermedades como la sífilis también producen daños óseos. Durante años se ha discutido si esta bacteria transmitida por contacto sexual viajó a Europa desde el Nuevo Mundo como polizón en los organismos de los tripulantes de Colón, pero lo que se sabe con certeza es que la enfermedad estaba presente en la América precolombina. Sin embargo, Tiesler y sus colaboradores creen que los huesos muestran claramente lesiones no solo de los efectos del escorbuto, sino también en algunos casos de su cicatrización, ya que la enfermedad remite si se introduce vitamina C en la dieta. Por otra parte, y dado que la enfermedad empieza a manifestarse entre uno y tres meses después de suprimir la ingesta de la vitamina, los científicos creen coherente que los pobladores de La Isabela desembarcaran después de tres meses de travesía con síntomas que luego se agravaron. «El contexto histórico que rodea la muerte de los individuos en el asentamiento europeo y las condiciones y duración del segundo viaje trasatlántico al Nuevo Mundo representan elementos clave en la interpretación de estas lesiones», escriben en su estudio.

Ruinas de la iglesia de La Isabela. Atomische Tom Giebel.

Ruinas de la iglesia de La Isabela. Atomische Tom Giebel.

Llama la atención que el escorbuto pudiera hacer mella en una población rodeada de alimentos naturales que chorreaban vitamina C. Productos locales como la guayaba, la mandioca y la batata, entre otros, podían aportar suficiente ácido ascórbico a los isabelinos para ahuyentar el escorbuto. El estudio sugiere que los colonos se aferraron a su dieta tradicional y apenas consumían frutas y hortalizas que no conocían. «Las pruebas corroboran el conocido error de la tripulación de Colón al no explotar los alimentos locales ricos en vitamina C», señalan los investigadores.

Como conclusión, Tiesler y sus colaboradores apuntan que «el escorbuto probablemente contribuyó de forma significativa al brote de enfermedades y a la muerte colectiva durante los primeros meses del asentamiento de La Isabela». Los científicos proponen que su conclusión «modula la actual discusión sobre el grado de virulencia de las infecciones del Nuevo Mundo que diezmaron a los recién llegados europeos, que estaban ya debilitados y exhaustos por el escorbuto y la malnutrición general».

El clon de la tumba de Tutankamón «made in Spain» se abrirá el 1 de mayo

Esos lugares siempre estarán ahí, me decía una vez un amigo que continuamente posponía sus planes de viaje para hacer frente a ocupaciones y gastos más urgentes. Pero no es cierto: el mundo cambia irremisiblemente, y con ello se extinguen experiencias que solo sobrevivirán en el recuerdo de quienes tuvieron la oportunidad de disfrutarlas, o de padecerlas. El Berlín hermético de los setenta y ochenta era una lección viva de historia y un alarido de angustia ahogado por el hormigón. Hoy es una gran capital más, una de tantas. Por la misma época los bongos, una rarísima especie de antílope africano, aún visitaban la charca adyacente al Treetops, el refugio keniano en las montañas de Aberdare construido sobre la copa de un árbol. Hoy han desaparecido para siempre. Por no hablar de los imponentes Budas de Bamiyán o del panorama de Nueva York desde las Torres Gemelas, víctimas de la intolerancia.

Uno de esos lugares que no pervivirán eternamente es la tumba del faraón Tutankamón, en el Valle de los Reyes de Luxor. Cuando el recinto fue descerrajado al mundo en 1922, el propio Howard Carter ya observó desperfectos en los frescos, algo que los expertos achacan al hecho de que la cripta se selló antes de que la pintura tuviera tiempo de secarse. Durante noventa años abierta al público a razón de un millar de visitantes diarios, el calor de una iluminación perpetua, la calefacción humana y el vapor de la respiración han mantenido un ambiente de cultivo ideal para los microorganismos que no entienden de iconos sagrados. En los últimos años, las autoridades egipcias han clausurado temporalmente el mausoleo para salvaguardarlo del deterioro, pero con ello perdían uno de los principales focos de atracción en un país que depende tanto del caudal turístico como del flujo del Nilo.

En 1988, el Consejo Supremo de Antigüedades del gobierno egipcio y la Sociedad de Amigos de las Tumbas Reales de Egipto, con sede en Zúrich (Suiza), comenzaron a acariciar la idea de construir réplicas exactas de las tumbas más vulnerables como alternativas para preservar los recintos originales de los estragos del turismo, una opción que ya se ha implantado con éxito en la cueva española de Altamira y en la francesa de Lascaux. En 2009 comenzó a ejecutarse una propuesta destinada a reproducir las tres tumbas más amenazadas, las de Nefertari y Seti I, actualmente cerradas al público, y la de Tutankamón. Esta última, ya finalizada, se inaugurará oficialmente el 30 de abril y quedará abierta a los visitantes al día siguiente.

La réplica fiel de la tumba de Tutankamón ha sido construida en un emplazamiento subterráneo junto a la casa de Carter, a un kilómetro del sepulcro del faraón, y su fabricación ha estado a cargo de la empresa Factum Arte y la Fundación Factum para la Tecnología Digital en la Conservación, ambas radicadas en Madrid. Gracias a un proyecto dirigido por la Universidad de Basilea (Suiza) y financiado parcialmente por la Unión Europea, en 2009 el equipo de Factum dedicó cinco semanas al escaneo de la tumba en 3D con una resolución de 100 millones de puntos por metro cuadrado, lo que requirió el desarrollo de nuevas tecnologías de digitalización.

A continuación se fabricó el facsímil, idéntico al original a la décima de milímetro y que recreará incluso la capa de polvo de la tumba, según ha explicado el fundador de Factum, Adam Lowe, que anteriormente ya ha clonado al detalle obras como la Dama de Elche o el lienzo de Veronese Las bodas de Caná. La réplica se terminó en 2012, pero desde entonces el sarcófago y las secciones de muros y techos durmieron en su retiro madrileño hasta que las autoridades egipcias eligieron el emplazamiento y dieron el visto bueno a las obras de instalación, ahora concluidas.

El próximo 1 de mayo, todo el que esté dispuesto a freírse en la sartén del Valle de los Reyes podrá disfrutar de una reproducción de fidelidad pasmosa a escala real, junto a un centro de interpretación que detallará la historia del enclave y expondrá los retos de conservar monumentos tan valiosos como frágiles. Un desafío que seguirá pendiente, dada la circunstancia de que la tumba original aún permanece visitable. «Se espera que los visitantes aprovechen la oportunidad de visitar tanto el facsímil como el original para comparar las experiencias y reflexionar sobre la importancia del facsímil a medida que vaya acogiendo el mayor peso del turismo para proteger el delicado original», explica Factum.

Los autores de la réplica esperan que con el tiempo los visitantes se comprometan con la conservación y escojan únicamente el facsímil, lo que daría al gobierno egipcio la posibilidad de limitar el acceso a la tumba auténtica. En palabras de Lowe, «el objetivo es crear una relación entre los visitantes y la gestión a largo plazo de los enclaves arqueológicos». «La gente está tomando conciencia de que cada visita a un lugar histórico contribuye a su degradación», dice. El presidente de la Fundación Factum, James Macmillan-Scott, subraya que «este es un proyecto fundamental para comprender que, hoy más que nunca, los avances tecnológicos pueden contribuir a la conservación de nuestro patrimonio cultural».

No cabe duda de que el facsímil ofrecerá la experiencia de admiración por el logro tecnológico, a cambio de sustraernos la vivencia de pisar y respirar una obra de arte donde el faraón más legendario de la civilización egipcia durmió durante 3.000 años rodeado de fastuosos tesoros. Y con lo que perdemos, ganaremos la satisfacción de saber que contribuimos a que las generaciones futuras no tengan que añadir la tumba de Tutankamón a la lista de las maravillas del mundo antiguo desaparecidas para siempre. ¿Compensará? Depende. Tal vez sea así si usted es de los que no retiran el protector de plástico de la pantalla del móvil, o de quienes visten el sofá con fundas permanentes para no estropear la tapicería (llegué a oír de alguien tan satisfecho con su funda que colocó una segunda para no dañar la primera). Si, por el contrario, es usted como Christina Aguilera, cuya admiración por Cher le hizo afirmar que se bebería el agua sucia de su bañera, tal vez el facsímil no baste. Los fetichistas somos enfermos incorregibles.

Adivinanza: ¿cuál es cuál? Solución: a la izquierda, el facsímil. A la derecha, el original. AFP.

Adivinanza: ¿cuál es cuál? Solución: a la izquierda, el facsímil. A la derecha, el original. AFP.

La leyenda del pueblo sin nombre (precuela de un Celtiberian Western)

Ya que en los últimos tiempos medio Hollywood parece cebarse a costa de las llamadas precuelas o protosecuelas, me van a permitir que me sume por una vez a esta aborrecible moda. Creo sinceramente que la historia lo merece. Quizá recuerden que hace unas semanas contaba aquí el episodio de la Expedición Villasur, una misión de reconocimiento promovida por el gobernador español de Nuevo México en 1720 con el fin de amagar una posible extensión del dominio colonial hacia las Grandes Llanuras de los actuales Estados Unidos, esas donde los personajes de Steinbeck comían piedras. Como decíamos ayer, la expedición acabó en debacle cuando los soldados españoles fueron masacrados por los indios pawnee en lo que hoy es Nebraska, y este descalabro frustró para siempre los escarceos del Imperio de Felipe V con la idea de tirar la linde hacia el norte y el este de Norteamérica.

Muros reconstruidos del pueblo en El Cuartelejo (Kansas, EE. UU.). Sarah Trabert.

Muros reconstruidos del pueblo en El Cuartelejo (Kansas, EE. UU.). Sarah Trabert.

La Expedición Villasur estuvo motivada por los rumores que hablaban de la penetración de comerciantes franceses desde el este hacia los territorios pawnee y otoe de las Grandes Llanuras, y por entonces, como de costumbre, España estaba en guerra con Francia. Ahora, remontémonos unos años atrás, al origen de esos informes. Cuentan las crónicas que el primero en escuchar tal soplo fue el militar Juan de Ulibarri (Uribarri, según ciertas versiones). El año en que ocurrió, 1706. Y el lugar, un enclave indio en el actual estado de Kansas cuyo nombre original, si lo tuvo, se desconoce, pero que ha pasado a la historia como El Cuartelejo (conocido en EE. UU. como El Quartelejo).

Al parecer, el nombre de El Cuartelejo es un palabro nacido de la ocurrente síntesis entre «cuartel» y «lejos», respondiendo a lo que fue la pretensión del gobierno colonial de Nuevo México: establecer allí un puesto fronterizo bajo dominio español. Sin embargo, el lugar nunca llegó a hacer honor a su topónimo. De hecho, El Cuartelejo había nacido a finales del siglo XVII como todo lo contrario, un exilio para los indios pueblo del suroeste que huían de las violentas represalias del gobierno contra las no menos violentas revueltas nativas. La peculiaridad del enclave, y su principal interés para los arqueólogos, reside en que su condición de pequeña Israel amerindia se topó también con sus palestinos autóctonos, en este caso los apaches. Pero al contrario que en Oriente Próximo, este asentamiento no desembocó en una guerra eterna, sino en una convivencia pacífica y una fusión de ambas culturas. Y les decían salvajes.

Piezas de cerámica del suroeste halladas en El Cuartelejo y expuestas en el Museo de Antropología de la Universidad de Kansas. Sarah Trabert.

Piezas de cerámica del suroeste halladas en El Cuartelejo y expuestas en el Museo de Antropología de la Universidad de Kansas. Sarah Trabert.

Como consecuencia de aquella huida, El Cuartelejo representa la presencia más septentrional de los indios pueblo que se conoce hasta ahora. «Es el único pueblo encontrado hasta ahora al norte y al este fuera del norte de Nuevo México, a unos 600 kilómetros de distancia», precisa a Ciencias Mixtas Sarah Trabert, arqueóloga de la Universidad de Iowa que próximamente completará su tesis doctoral sobre este enclave. El trabajo arqueológico y etnográfico de Trabert y de su supervisora, Margaret Beck, está permitiendo reconstruir cómo las tradiciones pueblo y apaches se amalgamaron en aquel «cruce de caminos donde pueblos del suroeste y pueblos de las llanuras interactuaron, y esta continua interacción e intercambio cultural llevó a la creación de una comunidad mezclada en el oeste de Kansas», apunta Trabert.

El Cuartelejo, al norte de la localidad de Scott City, se lleva excavando desde finales del siglo XIX. Trabert detalla: «Incluye restos de un pueblo de adobe de siete habitaciones junto a restos de ocupación de apaches de las llanuras datados en los siglos XV y XVI. Se han hallado artefactos como cerámica pintada del suroeste, cerámica local apache, herramientas de piedra, piedras de moler, restos de plantas (maíz, calabacín, melón) y objetos de metal, que se conservan en Kansas y en el Smithsonian [Washington]». Según la arqueóloga, los primeros hallazgos enzarzaron a los expertos en una discusión enconada sobre si el enclave era pueblo o apache, hasta que el grupo de la Universidad de Iowa dijo: «¿Por qué no puede ser ambos?» «Nuestras investigaciones actuales apuntan a una comunidad mezclada o híbrida donde los pueblo y los nativos de las llanuras vivieron juntos, creando nuevas prácticas culturales, en un área y en un período de cambios significativos en lo social, lo demográfico y lo político», señala Trabert.

Excavaciones de la Universidad de Iowa en 14SC409, un enclave a una milla del pueblo de El Cuartelejo. Sarah Trabert.

Excavaciones de la Universidad de Iowa en 14SC409, un enclave a una milla del pueblo de El Cuartelejo. Sarah Trabert.

Los arqueólogos de Iowa están descubriendo además que el enclave era mayor de lo que se creía. «Recientemente hemos investigado otros yacimientos a menos de una milla de distancia, que también presentan restos de que allí vivían indios pueblo y apaches. Estamos descubriendo que El Cuartelejo no es un solo pueblo, sino todo un complejo de enclaves arqueológicos donde los nativos interactuaban y vivían más allá de las fronteras del control colonial español. El lugar ofrece un valioso conocimiento de cómo los pueblos nativos respondían a la colonización y se resistían a muchos de los cambios culturales que los exploradores, colonos y misioneros españoles introdujeron en los siglos XVI y XVII».

Trabert precisa que sus hallazgos se publicarán próximamente en la revista American Antiquity. «Hablaremos sobre nuestro análisis de la cerámica de este lugar y sobre las pruebas que hemos hallado de que los nativos pueblo, probablemente mujeres, viajaron desde los pueblos en el norte de Nuevo México, como Taos y Picuris, y se establecieron en el oeste de Kansas; vivieron allí con los apaches de las llanuras, fabricaron cerámica y prepararon alimentos según las costumbres que habían aprendido en sus pueblos de origen».

Pero como decían George Lucas y Los Nikis, el imperio contraataca. Y en esto llegó Ulibarri. «Tenemos excelente documentación de oficiales españoles detallando su expedición a El Cuartelejo para capturar a un grupo de indios pueblo de Picuris que habían viajado a las llanuras después de las revueltas», expone Trabert. «Ulibarri llevó un diario en el que detalló la travesía desde Taos a El Cuartelejo». «No describe un pueblo, pero sus descripciones de la geografía y las distancias dejan claro que estaba en el oeste de Kansas y que incluso pudo llegar al oeste de Nebraska». Sin embargo, aún falta encontrar pruebas físicas de aquella expedición española. «Se han hallado unos pocos objetos de metal, como parte de la hoja de un cuchillo, un punzón y otras piezas, pero estas podrían haber sido adquiridas por los nativos comerciando con los españoles en el suroeste o con aliados de los franceses en el este», dice Trabert. La investigadora espera comparar análisis de fluorescencia de rayos X de estos objetos con otros de origen español para «saber si sus características se corresponden, pero este aún es un trabajo en progreso».

El resto, como siempre se dice, es historia. En El Cuartelejo, Ulibarri supo por los apaches de las llanuras que más hacia el este había otro poder colonial europeo curioseando al oeste del Misuri y comerciando con los nativos. De regreso a Nuevo México, Ulibarri fue con el cuento al gobernador, que decidió organizar una misión de exploración a cuyo mando puso al inexperimentado Pedro de Villasur. Y Villasur viajó a Nebraska para encontrar la muerte.

Restos de cerámica en Nebraska cuentan el fin de la expansión española en EE. UU.

Con Nebraska se diría que nos une poco vínculo histórico, y sin duda al español medio no le viene gran cosa a la mente de aquel lugar salvo, si tiene gusto, el título de la obra maestra de Springsteen. Y es precisamente esa imagen de asolación de la portada del álbum, una nada granulosa hacia un horizonte en gris a través de la luna de una pick-up, la que refleja a la perfección el nombre que recibe esa faja vertical de estados en cuadrícula que cruza el centro de EE. UU.: Great Plains, las Grandes Llanuras.

La pintura Segesser II, sobre piel de bisonte, retrata la batalla de la Expedición Villasur.

La pintura Segesser II, sobre piel de bisonte, retrata la batalla de la Expedición Villasur.

Sin embargo, Nebraska fue el emplazamiento histórico de la expedición Villasur, un hecho poco divulgado aquí, tal vez porque cada país tiende a barrer sus fracasos debajo de la alfombra. Y a pesar de que aquel desastre fue relativamente modesto en magnitud, su impacto repercutió en el fin de la expansión del imperio español hacia el este de los actuales EE. UU. Aquella batalla fue bien documentada e incluso retratada en una de las llamadas pinturas de Segesser, un lienzo de piel de bisonte donde un artista desconocido plasmó el episodio y que hoy se conserva en el Museo del Palacio del Gobernador de Nuevo México, en Santa Fe. Sin embargo, no se había recuperado ningún resto arqueológico de aquella derrota, hasta ahora.

Este es el relato de los hechos: en 1720 el imperio de Felipe V, el primer Borbón, comprendía gran parte del territorio de los actuales EE. UU. En España, el rey se había encabezonado en ambiciones expansionistas en Italia que le enfrentaron contra la Cuádruple Alianza, integrada por casi todo el que era alguien en Europa. El eco del conflicto llegó hasta América, donde el gobernador español de Nuevo México, Antonio Valverde y Cosío, decidió comisionar una expedición para tantear la penetración del enemigo francés en las Grandes Llanuras al oeste del río Misuri. Al frente de la partida colocó a Pedro de Villasur, un oficial a quien, según cuentan las crónicas, la misión le venía dos tallas grande.

A Villasur se le puede negar la preparación, pero no el coraje. Recorrió 800 kilómetros al mando de una tropa formada por unos 120 hombres, incluyendo soldados españoles, indios pueblo y guías apaches. La expedición cruzó los ríos Platte y Loup hasta toparse con los pawnee y los otoe, una rama de los siux. Por mediación de Francisco Sistaca, un pawnee que viajaba con la expedición, Villasur trató de negociar con ellos, pero la posterior desaparición de este personaje fue un indicio que debió de alertar al comandante español. Al parecer, no lo suficiente, ya que el contingente acampó una noche en una pradera de hierba alta donde los expedicionarios fueron sorprendidos por los pawnee, posiblemente en connivencia con los franceses y el propio Sistaca. Villasur fue de los primeros en morir. Junto a él cayeron 35 soldados españoles de un total de 45, 11 indios pueblo y algunos acompañantes de la partida. Aquello fue lo más al este y al norte que llegó la presencia española en Norteamérica. Tras el regreso de los supervivientes a Santa Fe, la masacre dio pie a una investigación de siete años, durante la cual el gobernador Valverde fue culpado por negligencia. Después de la derrota, y en vista del escaso interés del rey por los asuntos americanos, España abandonó el intento de controlar las Grandes Llanuras.

Casi 300 años después, en un yacimiento de Eagle Ridge, un barrio de la ciudad de Omaha, un equipo de arqueólogos cree haber encontrado la primera prueba tangible de aquella batalla, según informan los investigadores en la web de arqueología del oeste americano Western Digs. Se trata de fragmentos de cerámica que pertenecieron a botijas españolas empleadas para conservar aceitunas, pero que en el Nuevo Mundo se reciclaban para guardar medicinas, aceite o vino. El arqueólogo de la Universidad Metropolitana de Denver David Hill, junto con John Bozell y Gayle Carlson, de la Sociedad Histórica del Estado de Nebraska, han encontrado las piezas mientras excavaban más de 40 silos subterráneos donde los nativos otoe o iowa almacenaban materiales.

Fragmentos de cerámica española hallados por los arqueólogos en Omaha, Nebraska. David Hill.

Fragmentos de cerámica española hallados por los arqueólogos en Omaha, Nebraska. David Hill.

Hill explica a Ciencias Mixtas que se trata de siete fragmentos de origen inequívocamente español a juzgar por la arena de granito incluida en su fabricación, algo típico de la cerámica española y ausente en la local, que solo utilizaba arcillas sin mezcla. Además, según Hill, «los fragmentos tienen marcas paralelas distintivas que son el resultado de haber sido modelados en una rueda de alfarero, que no estaban presentes en América antes del contacto europeo». El arqueólogo subraya que las piezas son similares a otras de manufactura española de los siglos XVII y XVIII halladas en enclaves de Nuevo México y Texas.

Extrañamente, Eagle Ridge se encuentra a más de cien kilómetros del lugar de la batalla, pero los arqueólogos razonan que no existió ninguna otra presencia española en la zona que justifique el hallazgo. Para explicar la discrepancia, Hill sugiere que «los fragmentos formaban parte de una o más botijas que fueron requisadas como botín de la batalla» y después transportadas por los nativos otoe o iowa que debieron de intervenir en la escaramuza. «Los fragmentos de las botijas de Eagle Ridge son la única prueba física de la batalla y el resto más oriental de la intrusión española en las Grandes Llanuras, además de la cerámica europea más antigua hallada en Nebraska», concluye Hill. Los investigadores publicarán próximamente su descubrimiento en la revista Kiva, perteneciente a la Sociedad Histórica y Arqueológica de Arizona.

Por desgracia, Eagle Ridge ya no aportará más restos. Según explica Hill, «el yacimiento se descubrió durante la construcción de una promoción inmobiliaria y un campo de golf, y se excavó por completo antes de que comenzara el desarrollo de esa área». Sin embargo, el arqueólogo contempla la posibilidad de que «otros enclaves aún por descubrir puedan producir materiales adicionales de la batalla».