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Cara y cruz del tratamiento de la COVID-19: la cara, dexametasona

Que un fármaco haya mostrado por primera vez claramente en un ensayo clínico la capacidad de salvar la vida de algunos enfermos de cóvid es una magnífica noticia que el mundo entero estaba aguardando. Que ese fármaco sea la dexametasona es para mí una doble satisfacción personal, pero además es sin duda una suerte para la humanidad, como ahora explicaré. En el lado de las pegas, y como veremos, es solo un primer paso: no va a ser la panacea, y debemos tener en cuenta que en España tal vez no ayude a rebajar las tasas de mortalidad por debajo de las actuales, porque ya se venía utilizando ampliamente, así que en nuestro país su efecto ya está descontado.

Esta es la historia. El pasado marzo la Universidad de Oxford, con el apoyo del gobierno británico y otras instituciones, puso en marcha un gran ensayo clínico denominado RECOVERY, destinado a probar en paralelo un puñado de tratamientos contra la cóvid. El objetivo del estudio era alcanzar un mínimo de 2.000 pacientes tratados para cada una de las terapias y 4.000 en un grupo de control, para alcanzar una suficiente fiabilidad estadística.

El pasado 8 de junio, el primero de esos tratamientos alcanzó el hito previsto. Los investigadores detuvieron esa rama del ensayo para analizar los resultados, que han resultado muy esperanzadores: la mortalidad de los pacientes conectados a respiradores en el grupo de control era del 41%; el fármaco probado la reducía un tercio, en un factor de 0,65, lo cual equivale a salvar la vida a unas 13 personas de cada 100, o una de cada ocho. El grupo que recibía oxígeno sin respiradores, cuya mortalidad básica era del 25% también se benefició, aunque menos: una de cada 25 muertes puede evitarse. Por el contrario, no se observaron mejoras en los pacientes graves cuya patología no requiere respiradores ni oxígeno, de los cuales fallece un 13%.

Con estos datos, los investigadores se encontraron en sus manos con los primeros resultados de un fármaco que en un ensayo clínico ha demostrado el poder de salvar vidas de enfermos de cóvid. Recordemos que el remdesivir, un antiviral que también en un ensayo clínico ha mostrado la capacidad de reducir el tiempo de hospitalización, en cambio no ha arrojado datos estadísticamente significativos sobre una reducción de la mortalidad. Ante la importancia del hallazgo, los científicos de Oxford han difundido la noticia públicamente en un comunicado, a la espera de la publicación detallada de sus resultados en una revista científica, lo que permitirá a otros investigadores analizar y valorar los datos.

He aquí el fármaco en cuestión: dexametasona, un corticoide antiinflamatorio clásico que se viene utilizando desde los años 60. Y esta es la buena noticia para la humanidad: mientras que el remdesivir es un antiviral complejo, caro, inyectable y propiedad de una compañía, en cambio la dexametasona es un fármaco barato, que puede tomarse en pastillas, que existe en versión genérica, que puede comprarse en cualquier farmacia y que se produce a toneladas (quizá estoy exagerando) en todo el mundo.

Dexametasona en viales. Imagen de melvil / Wikipedia.

Ahora bien, los datos ya muestran que tampoco va a ser la panacea, el remedio milagroso que libre al mundo de la amenaza de la cóvid. Para entender por qué puede beneficiar a unos pacientes y no a otros, hay que explicar contra qué actúa.

En este blog he repasado detalladamente (aquí, aquí y aquí) uno de los efectos perniciosos de la enfermedad del coronavirus SARS-CoV-2, y que esta infección comparte con otras anteriormente conocidas: una sobreactivación inflamatoria del sistema inmune del enfermo que llega a ser más perjudicial que el propio virus; no lo mata la infección, sino su propia respuesta contra la infección.

Esta denominada tormenta de citoquinas, o más propiamente Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés), es algo que se viene observando desde el comienzo de esta pandemia, en pacientes que tienen disparados sus niveles de ciertos marcadores de inflamación y que en muchos casos se correlacionan con el agravamiento y la muerte. Dado que el CRS ya se conocía de otras infecciones, incluyendo las gripes, desde el principio los clínicos han alertado de la necesidad de explorar esta vía como tratamiento contra la nueva cóvid.

Sin embargo, aún no parecen haberse publicado datos suficientemente extensos sobre qué porcentaje de enfermos de cóvid sufren este síndrome. Se ha hablado de entre un 10% y un 30%. Algunos estudios han llegado a encontrar marcadores de inflamación alterados en todos los pacientes analizados, aunque esto tampoco implica que este sea el proceso del cual vaya a depender críticamente la evolución de su enfermedad. Por ello, aún no se sabe a qué proporción del total de afectados de cóvid podría ayudar un tratamiento dirigido a mitigar la tormenta de citoquinas, pero sí que al menos algunos enfermos se beneficiarán de ello.

Y esto es exactamente lo que hace la dexametasona: antiinflamar. Para este fin se viene empleando desde hace décadas contra diversos cuadros hiperinmunes, incluyendo enfermedades autoinmunes o incluso alergias graves. Como ya expliqué aquí, actualmente se están ensayando diversos fármacos destinados a aplacar la tormenta de citoquinas. Algunos de ellos, como el tocilizumab, han mostrado posibles beneficios en estudios preliminares. Pero como el remdesivir, se trata de un fármaco caro y poco accesible.

La diferencia básica entre el tocilizumab u otros inhibidores de la tormenta de citoquinas (que aún tendrán mucho que decir) y la dexametasona es que los primeros actúan específicamente sobre ciertos componentes muy concretos del sistema inmune, como un francotirador; por el contrario, la dexametasona y otros corticoides son como lanzallamas. Es por esto que organismos como la Organización Mundial de la Salud o el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU no recomendaban los corticoides contra la cóvid, ya que los antiinflamatorios generales para un paciente que está luchando contra una infección parecen como quitarle el salvavidas a alguien que se está ahogando.

Pero decía al comienzo que España quizá no reduzca sustancialmente sus tasas de mortalidad gracias a este hallazgo, y es que aquí la dexametasona ya se ha venido empleando regularmente en enfermos graves de cóvid, a diferencia de otros países como Reino Unido. De hecho, en nuestro país está en marcha también un ensayo clínico con este medicamento, dirigido por Carlos Ferrando, del Hospital Clínic de Barcelona. Según informa la revista Science, Ferrando está ahora analizando los datos: «Parece que tenemos una señal de que estos corticoides reducen la mortalidad, pero tenemos que terminar el análisis», ha dicho. Con todo, y aunque los pacientes en España ya hayan estado beneficiándose de los efectos de la dexametasona, la publicación de los resultados de los ensayos ayudará a los clínicos a orientar mejor sus tratamientos hacia aquellos enfermos más susceptibles de mejorar con este fármaco.

Por último, y ya en el aspecto más personal, decía también al comienzo que estos resultados son una doble satisfacción. Primero, una parte de mi tesis sobre la activación de los mecanismos inmunitarios celulares por dos de sus mediadores más importantes, la interleukina-2 (IL-2) y la IL-4, estuvo dedicada a estudiar la inhibición de esos mecanismos activadores por la dexametasona; así que encontrar ahora que un compuesto cuyos efectos inmunosupresores uno contribuyó a investigar puede salvar vidas durante esta pandemia es más que gratificante.

Segundo, y este ya es un enfoque más general: quienes nos hemos dedicado o se dedican a la inmunología hemos defendido que, aparte de la inevitable búsqueda de antivirales, una clave esencial de la lucha contra las infecciones puede estar no en intentar matar los patógenos, sino en tratar de ayudar al cuerpo a combatirlos.

El hecho de que ciertos antivirales como el remdesivir se anuncien como «de amplio espectro» resulta algo irónico, cuando realmente aún no han mostrado beneficios claros contra ninguna enfermedad. En cambio, nuestro sistema inmune es una maravilla de la evolución que a diario, sin que nos demos la menor cuenta, está combatiendo contra innumerables patógenos capaces de matarnos. No tenemos antivirales de amplio espectro y nos estamos quedando sin antibióticos. Pero tenemos un sistema inmune con un poder increíble, tanto que a veces se sobrepasa. En nuestra capacidad de encontrar el modo de domarlo cuando hace falta, ayudándole a hacer frente a las continuas amenazas a las que estamos expuestos, reside, pensamos algunos, el futuro de la lucha contra las enfermedades infecciosas.

Cuando el sistema inmune escala contra la covid, ¿cómo desescalarlo?

Viene muy al pelo esta nueva terminología de «escalada» y «desescalada» para explicar esa grave deriva de la COVID-19 (covid) que está costando vidas: el Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés) o «tormenta de citoquinas», una sobreactuación del sistema inmune que puede conducir a un Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica (SIRS, en inglés) y que es la causa de la muerte de algunos pacientes; no los mata el virus, sino su propia respuesta al virus.

Y esta deriva es devastadora, ya que ataca rápido y de forma inesperada. Según una revisión de casos en China en la revista Journal of Infection, «la mayoría de estos pacientes críticamente enfermos y muertos no desarrollaron manifestaciones clínicas graves en las fases tempranas de la enfermedad. Algunos mostraron solo fiebre suave, tos o dolor muscular. El estado de estos pacientes se deterioró de repente en las fases posteriores o durante el proceso de recuperación. El Síndrome de Distrés Respiratorio Agudo (ARDS) y el fallo multiorgánico ocurrieron rápidamente, resultando en la muerte en un breve periodo».

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

Para evitar esa escalada mortal del sistema inmune, existen fármacos que pueden facilitar la desescalada, y por lo tanto impedir que el cuerpo se destruya a sí mismo mientras lucha contra la infección. Entre los posibles medicamentos que pueden barajarse, vienen a la mente en primer lugar los antiinflamatorios más clásicos, los esteroides.

Los corticoides son antiinflamatorios que la mayoría habremos utilizado en alguna ocasión. Estos esteroides son también un tratamiento estándar en muchos casos en los que existen cuadros inflamatorios más graves o crónicos, o cuando es necesario deprimir la respuesta inmune, por ejemplo en las personas con un órgano trasplantado.

Pero los esteroides no parecen una solución óptima. Deprimir la respuesta inmune de un plumazo implica el riesgo de dejar al paciente sin defensas contra el virus, y esto no es ni mucho menos deseable. Los corticoides se han probado anteriormente contra otros coronavirus, los del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) y el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), y no solo no han funcionado bien, sino que además perjudicaban la lucha del organismo contra el virus. Por ello, generalmente los expertos no están recomendando el uso de esteroides contra la covid.

En su lugar, se están ensayando medicamentos que no actúan de forma general sobre los mecanismos inflamatorios, sino que se han diseñado específicamente contra algún componente concreto implicado en la tormenta de citoquinas. Y entre estos componentes, hay un sospechoso habitual que suele actuar como gran protagonista: la interleukina 6 (IL-6). Esta es una hormona del sistema inmune, o citoquina, cuya función es repartirse por el organismo para convocar a las tropas a la batalla de la inflamación, un mecanismo de lucha contra las infecciones. Así, la IL-6 juega un papel muy beneficioso. Pero si se produce en exceso, ya sabemos el resultado.

Por ejemplo, la IL-6 provoca el reclutamiento masivo de los macrófagos, células eliminadoras del sistema inmune. Esta legión celular combate ferozmente contra las hordas del patógeno. Si recuerdan la montaña de cadáveres tras la batalla de John Nieve contra Ramsay Bolton por Invernalia (a mí esta traducción libre de Winterfell siempre me ha sonado al nombre de una feria de deportes de invierno), eso es el pus, restos de macrófagos muertos y patógenos destruidos. Y en los pacientes de covid esos restos pueden bloquear los pulmones hasta dejarlos inservibles.

Así pues, bloqueando la IL-6 o su receptor en las células puede contenerse esa inflamación exagerada. Desde hace años hay un fármaco que lo hace muy bien, llamado tocilizumab. Todos los fármacos terminados en «mab» son anticuerpos monoclonales (MAb = Monoclonal Antibody), anticuerpos que se producen en el laboratorio mediante un cultivo de células que son todas clónicas entre sí. Del mismo modo que los anticuerpos generados por nuestro cuerpo en respuesta a una infección pueden neutralizar un virus, en los laboratorios se crean anticuerpos diseñados para bloquear un componente del organismo con fines terapéuticos. Y eso es lo que hace el tocilizumab, bloquear la acción de la IL-6. Lógicamente, estos medicamentos de diseño y que no se fabrican por simples reacciones químicas, sino que emplean cultivos celulares como factorías, no suelen ser precisamente baratos.

El tocilizumab se utiliza normalmente con éxito en otras enfermedades hiperinflamatorias. Contra la covid, se probó inicialmente en un pequeño número de casos en China y después en Italia, con resultados alentadores. Aunque no será la bala mágica, hay esperanzas depositadas en que pueda ayudar a algunos pacientes. Y como decía aquí ayer, la ventaja de fármacos como este es que podrían aplicarse a distintas infecciones víricas en las que se produzcan estas complicaciones. Existen además otros inhibidores de la acción de la IL-6, como sarilumab o siltuximab (también «mabs») que serían posibles candidatos.

Precisamente ayer se ha publicado el último estudio hasta ahora sobre el tocilizumab. En la revista PNAS, científicos chinos informan de que todos sus pacientes con covid grave a los que se les ha administrado el fármaco, 20 en total, han superado la enfermedad, recibiendo el alta en una media de 15 días después del comienzo del tratamiento. Como viene ocurriendo con frecuencia en esta pandemia, hay que recordar: no es un ensayo clínico. Es un número muy pequeño de pacientes y no hay grupo de control. No se sabe cómo habrían evolucionado los enfermos de no haber recibido esta medicación.

Pero la IL-6 no es ni mucho menos la única citoquina implicada en la tormenta. Otras como la familia de IL-1 (descubierta inicialmente como factor de la fiebre), los interferones (las municiones antivirales que posee nuestro cuerpo), el Factor de Necrosis Tumoral (TNF, otro factor que promueve la inflamación) y otros aparecen elevados en los casos de CRS, y en muchos de los pacientes más graves de covid. Contra estos mediadores y sus receptores se prueban distintas estrategias. Además de los anticuerpos monoclonales para neutralizarlos, se diseñan moléculas similares a sus receptores en las células que se mueven libremente por la sangre y los tejidos para capturarlos e impedir que lleguen al lugar donde deberían actuar.

Aquí no acaba el arsenal de herramientas contra las tormentas de citoquinas. Los investigadores buscan también el modo de evitar que la tormenta se produzca en primer lugar, bloqueando sus desencadenantes. Entre estos se encuentran las catecolaminas, una familia de neurotransmisores (hormonas del sistema nervioso) que incluyen la adrenalina y la dopamina. En este enfoque entraría también la cloroquina, el medicamento clásico contra la malaria del que tanto se ha hablado.

La cloroquina es capaz de bloquear la producción de IL-6 y TNF. Sin embargo, a pesar de la publicidad que ha recibido este fármaco y aunque se ha incluido en una batería de grandes ensayos clínicos patrocinados por la Organización Mundial de la Salud, el estudio inicial dirigido por un investigador francés que apoyaba su uso ha sido fuertemente criticado, y resultados posteriores no han confirmado las bondades de la cloroquina contra la covid; para algunos expertos, la cloroquina es un globo pinchado.

Por último, merece la pena mencionar el caso de la melatonina, una hormona producida por el cerebro que regula los ciclos de sueño y vigilia. La melatonina es también antiinflamatoria, y puede ser un modulador crítico del sistema inmune. Como ya he contado aquí, ciertos datos con animales indican que la melatonina puede modificar la potencia de la respuesta inmune hasta en un 40%, y podría estar implicada en la estacionalidad inmunitaria, es decir, cómo nuestro cuerpo responde a ciertas infecciones de distinto modo en diferentes épocas del año, lo que a su vez puede explicar en parte por qué cogemos la gripe en invierno y no en verano. La melatonina ha despertado bastante interés en la lucha contra la covid. Y aunque tampoco va a ser el medicamento milagroso que muchos esperan –pero que por desgracia difícilmente existirá–, actualmente se estudia si podría aportar algún beneficio a los pacientes de covid que sufren CRS.

En resumen, muchas vías abiertas, pero por el momento ninguna de ellas claramente la vía por la que apostar. Miles de investigadores en todo el planeta, sin apenas reconocimiento público, están trabajando contra reloj en un esfuerzo científico sin precedentes. Ellos son quienes sin duda nos sacarán de esto. Pero deberemos ser pacientes, porque aún queda mucha pandemia por delante.