Tener un hijo de otra persona sin sus gametos: la biología lo está haciendo posible

Decíamos ayer que en los círculos jurídicos de bioética y privacidad se habla últimamente de los nuevos conflictos legales que pueden surgir si el ADN de una persona se usa sin su consentimiento. Y aunque pudiera parecer de sentido común que absolutamente ningún uso esté permitido sin esa autorización expresa y consciente, ¿hemos autorizado que nos frían a spam telefónico, por email o por apps de mensajería? Quizá resulte que, sin saberlo, lo hemos hecho. Lo peor de todo es que ni siquiera lo sabemos. Pero esto es solo un ejemplo de cómo realmente no tenemos control sobre nuestra privacidad online, incluso con leyes supuestamente cada vez más estrictas. Porque poco nos ayudan estas leyes si pulsamos «acepto» solo por no leernos los rollos del mar Muerto en versión «términos y condiciones», un error en el que todos caemos.

Es por esto que los expertos, alarmados por las posibilidades que ofrece y va a ofrecer aún más en el futuro la piratería genética, están clamando por la necesidad de leyes específicas. Un artículo escrito hace ya 12 años por la profesora de leyes de la Universidad de California Elizabeth Joh decía que generalmente, con los marcos legales actuales, «el robo de ADN no es un delito. Al contrario, la recolección no consensuada y el análisis del ADN de otra persona no tienen prácticamente ninguna restricción legal».

Planteemos un caso hipotético extremo. Ayer recordábamos el caso del extenista Boris Becker cuando culpó a una camarera de haber guardado su esperma en la boca para inseminarse, historia que el juicio desmontó en contra de Becker. Pero imaginemos ahora que una mujer, fan de tal celebrity, decide que quiere tener un hijo de esta. Recoge un vaso que el personaje en cuestión ha utilizado, y que contiene células de su piel. Lo envía a un laboratorio donde esas células de la piel se transforman en espermatozoides. Se insemina con ellos. Y tiene un hijo de su celebrity favorita.

Ahora, ricemos aún más el rizo: ni siquiera es necesario que la celebrity sea un hombre y su fan una mujer. Una fan de Madonna también podría pedir que las células de piel de la cantante se conviertan en espermatozoides. Y si el fan es un hombre, podría utilizar sus propios espermatozoides para fecundar un óvulo creado a partir de las células de la piel de su celebrity favorita, sea hombre o mujer, o bien, si le da el capricho, incluso pedir que las células de esta se transformen en espermatozoides y las suyas propias en óvulos. Aunque, claro, en cualquier caso necesitaría una gestación subrogada.

¿Suena suficientemente extremo? Pues todo esto ya es posible… en ratones. Y recientemente se ha conseguido también en ratas. Es lo que se conoce como gametogénesis in vitro (IVG, siglas en inglés), y se basa en la tecnología de células madre.

Fertilización in vitro. Imagen de DrKontogianniIVF / pixabay.com.

Un breve recordatorio. En 2006 el grupo dirigido por Shinya Yamanaka en la Universidad de Kioto consiguió, primero en ratones y después en humanos, obtener células madre a partir de células somáticas; es decir, tomar células de la piel y devolverlas a su estado desprogramado desde el cual puede obtenerse cualquier tipo de célula del organismo. Algo así como reconstruir el huevo a partir de la tortilla, o destallar una escultura para volver a obtener el bloque de piedra en bruto.

Estas iPSC (siglas en inglés de células madre pluripotentes inducidas) tienen una potencia similar a las embrionarias, mayor que la de otros tipos de células madre como las de cordón umbilical. Dado que las embrionarias se obtienen de los procedimientos de fertilización in vitro, de cigotos descartados y congelados que los padres donan voluntariamente, las iPSC son aceptables para los sectores de la sociedad opuestos a estos usos, y también compatibles con la regulación de los estados que no los permiten.

A partir de las iPSC se ha logrado obtener células y tejidos diferenciados que sirven como repuesto y tratamiento de numerosas enfermedades mediante trasplantes. Estas terapias ya se están aplicando con éxito, aunque dada su especialización y por lo tanto su coste, no se han generalizado, y es una incógnita si llegarán a hacerlo algún día.

Entre las células del organismo que pueden generarse a partir de las células madre están también los gametos o células germinales, es decir, óvulos y espermatozoides. Estas células son diferentes a todas las demás del organismo en un aspecto, y es que durante su maduración la cantidad de cromosomas se reduce a la mitad, para que la unión entre ambas restaure la dotación cromosómica completa. Además, los óvulos son células muy peculiares, complejas, las más grandes del organismo; son tan especiales que cada mujer nace con todo su repertorio completo de óvulos sin posibilidad de producir más.

Pero en ratones ya se han superado muchos de los grandes obstáculos. Se han obtenido espermatozoides y óvulos a partir de células de la piel, y crías sanas a partir de estos gametos generados in vitro. En estos animales se ha conseguido saltar la barrera del sexo, es decir, obtener óvulos de las células masculinas y espermatozoides de las femeninas. Estos casos son especialmente complicados: en el primero, el cromosoma masculino Y tiene genes que inhiben la generación del óvulo, mientras que en el segundo ocurre lo contrario, falta ese cromosoma que dirige la producción del esperma. En ratones se han vencido estas trabas mediante procedimientos muy complejos que difícilmente serían aplicables en humanos.

Ratones nacidos de óvulos creados in vitro a partir de células madre iPSC. Imagen de Katsuhiko Hayashi / Hayashi et al, Science 2012.

En infinidad de técnicas biológicas, el salto desde los roedores hasta los humanos requiere años de investigación adicional y nuevos desarrollos, y este es uno de esos casos. Ya se ha logrado convertir las iPSC en precursores de células germinales, pero aún falta superar el último paso para obtener espermatozoides y óvulos funcionales. Por el momento no se sabe con certeza si será posible producir in vitro gametos humanos del sexo contrario.

Pero ya hay compañías startup creadas para investigar y aplicar estas futuras tecnologías, y los expertos llevan años discutiendo cuáles serán las implicaciones éticas y dónde deberían establecerse las líneas rojas sobre sus usos aceptables: entre estos, la IVG revolucionará la medicina reproductiva al permitir concebir a parejas estériles sin aportación de otros donantes, o a las mujeres después de la menopausia. La técnica facilitaría además la obtención de embriones libres de enfermedades genéticas presentes en los padres.

Aunque la aceptación de otros usos variará con las ideologías y las creencias religiosas, otra aplicación obvia que generalmente se contempla es la concepción por parte de parejas del mismo sexo. Solo se necesitaría aplicar la IVG a una de las personas de la pareja para obtener espermatozoides, en el caso de dos mujeres, u óvulos si son dos hombres, pero estos además necesitarían una gestación subrogada, que en muchos países aún no es legal.

En cambio, otros casos suscitan mayores objeciones, como un hijo concebido por una sola persona que aporte las células para producir espermatozoides y óvulos (esto no sería una clonación), o la creación de bebés de diseño. Hay dudas respecto al caso de la participación de tres personas; hay un precedente de esto que hoy ya se aplica sustituyendo las mitocondrias enfermas del óvulo de una mujer por las de otra persona.

Y luego están los casos delictivos, la obtención de un hijo de alguien sin su consentimiento; lo planteado más arriba, y que algunos expertos llaman el «escenario celebrity«.

Todo esto no va a ocurrir de hoy para mañana; salvo avances inesperados, superar los obstáculos técnicos tardará años, pero es dudoso incluso cómo podría emprenderse el proceso necesario para certificar la seguridad del procedimiento sin sobrepasar los límites de lo aceptable. Y conseguir células de alguien, idóneas, viables y en número suficiente para aplicar estas técnicas tampoco es algo que pueda resolverse con unos restos dejados en un vaso o una servilleta. Aún.

Pero dado que la ciencia avanza en esa dirección, las reflexiones éticas y las leyes deberían anticiparse para que esos futuros logros no lleguen por sorpresa sin una regulación a la que acogerse. Parecería claro que crear un hijo de una persona sin su permiso siempre debería ser ilegal. Salvo que, recordando el caso de Boris Becker o muchos otros, esta no es una discusión nueva. ¿Qué ocurriría en un caso de fertilización por IVG? Si, como debaten los expertos en leyes, no es descartable que el ADN de un personaje famoso sea considerado dominio público (dado que no se puede condenar a alguien por recoger restos biológicos y procesarlos), ¿dónde comenzaría el delito? Y aunque llegar a la creación de ese hijo quebrante la barrera de lo legal, una condena no sería suficiente para arreglar el embrollo: ¿estaría obligado el padre o la madre a asumir la paternidad o maternidad legal, habiendo una persona afectada (el hijo) que no tiene culpa de nada?

El robo de ADN, el futuro de los ‘paparazzi’ genéticos

Los lectores de cierta edad recordarán una rocambolesca historia de hace veintitantos años que tuvo como protagonista a la vieja gloria del tenis Boris Becker, después involucrado en diversos escándalos y chanchullos financieros, y actualmente encarcelado y cumpliendo condena en Reino Unido. Por entonces ocurrió que una camarera rusa de Londres presentó una demanda de paternidad asegurando que Becker era el padre de su hija. El individuo alegó que la camarera le había felado (sí, ya sé que este verbo no existe) y que había guardado el esperma en su boca para inseminarse ella misma, lógicamente sin su consentimiento.

Tan burda patraña no coló, y finalmente el pájaro tuvo que admitir que sí, que había habido una estocada con todas las de la ley en el glamuroso escenario del armario escobero del restaurante donde trabajaba la camarera. Y las pruebas de ADN demostraron que la niña era su hija. Por cierto, aquel bumba-bumba, libre traducción aproximada de la definición del encuentro (no tenístico) que hizo el propio Becker (poom-bah-boom, en versión original), tuvo lugar mientras su esposa estaba de parto en el hospital.

Pero en fin, esta no es la página del corazón, salvo como órgano fisiológico. El caso es que por entonces se comentó si era posible o no aquello que el extenista, a quien ahora podemos llamar oficialmente delincuente, alegaba: guardar esperma en la boca y que conserve su actividad. Pues también hay algún estudio sobre esto. Y la conclusión es que ni sí, ni no. Es decir, la saliva deteriora la actividad y la motilidad de los espermatozoides, por lo que no debería usarse como lubricante cuando una pareja está intentando concebir. Pero sobre todo jamás debe usarse como método anticonceptivo, ya que no lo es; ese deterioro de la calidad del esperma es solo parcial. La saliva no mata los espermatozoides.

Todo esto viene a cuento de que, si en aquellos tiempos la alegación de Becker era técnicamente dudosa, en cambio tal vez hoy no estemos muy lejos del momento en que ni siquiera será necesario el esperma de otra persona para tener un hijo suyo; bastará con algunas células de la piel. O en un futuro más lejano, incluso quizá sea suficiente con una secuencia de ADN. En la era de la piratería genética sobre la que se está comenzando a alertar, no es descabellado pensar en un futuro en el que sea técnicamente posible que alguien tenga un hijo de, por ejemplo, su actor favorito, sin haberle conocido jamás. Incluso si quien quiere tener el hijo con su actor favorito es un hombre.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

Comencemos por lo más sencillo, el robo de ADN. Quizá recuerden aquella visita del presidente francés Emmanuel Macron a Rusia, cuando se negó a hacerse la PCR que le pedía la regulación rusa, se dijo que por miedo a que se quedaran con su ADN para quién sabe qué propósitos. En una especie de rabieta escenificada, Vladimir Putin respondió con la ridiculez de aquella mesa exageradamente larga para mantener a Macron lejos de él y evitar el riesgo de contagio. Pero también el canciller alemán Olaf Scholz tomó la misma decisión en su viaje a Moscú. Y posiblemente ambos lo hicieron aconsejados por alguien que está al tanto de lo que hoy, y más en unos pocos años, puede hacerse con el ADN de otra persona.

Alguien que durante años ha sido consciente de esto, hasta extremos enfermizos, es Madonna. Hace años ya se publicaba que exigía una limpieza exhaustiva y una esterilización total de sus camerinos no antes de usarlos, sino después, para que nadie pudiese entrar en ellos y robar sus restos biológicos, como pelo o células de la piel, para usar su ADN con fines ocultos y malévolos.

Este comportamiento de Madonna recuerda a la película de 1997 Gattaca, cuando el personaje de Ethan Hawke limpiaba obsesivamente su puesto de trabajo para que nadie descubriese a través de su ADN que no era genéticamente apto. Pero en contra de lo que pudiera parecer, en realidad Gattaca —muy buena, por otra parte— no era una película de ciencia ficción, si entendemos este género como una especulación sobre las posibilidades futuras de la ciencia; «el arte de lo posible», en palabras de Bradbury. Más bien era una ficción social distópica basada en la ciencia de su momento, ya que desde el punto de vista tecnológico no planteaba nada radicalmente distinto de lo que ya podía hacerse entonces; Gattaca no hablaba de las posibilidades futuras de la genética, sino del mal uso de la genética actual.

Esa genética actual, ya disponible en tiempos de Gattaca (pero hoy mucho más fácil, rápido y barato que entonces), permite leer el ADN de una persona a partir de minúsculos restos biológicos, como pelo o células de piel, de forma mucho más extensa, completa y profunda que en las clásicas pruebas de paternidad. Por ello hoy se habla ya de los paparazzi genéticos: en lugar de ir armados con una cámara y un teleobjetivo potente, llevarán un kit de recolección de muestras para recoger cualquier resto que el famoso de turno haya dejado, un pelo, un vaso con restos de saliva, una colilla o una servilleta de papel.

¿Y luego qué?, se preguntarán. La prensa rosa paga fortunas por las fotos de fulano en su yate con una desconocida mientras su esposa está de gira o rodando una película. ¿Acaso no pagarían por publicar que el fulano en cuestión posee variantes genéticas relacionadas con el alcoholismo o las adicciones, o con ciertos trastornos mentales o enfermedades, o determinados rasgos de personalidad? ¿O que tal personaje conocido por sus ideas racistas o LGTBI-fóbicas tiene ancestros africanos o un cromosoma sexual de más? ¿O no pagarían por un retrato robot de cómo serán los hijos de tal pareja?

Conviene advertir que en el maravilloso mundo de la asociación entre genes y rasgos hay mucha pamplina. En general es muchísimo más lo que todavía se desconoce que lo que se sabe, e incluso en los casos en que se ha confirmado una correlación potente entre ciertas variantes genéticas y determinados rasgos, esto no quiere decir que no haya otros muchos genes implicados que todavía no se han detectado.

Las conclusiones de los test genéticos directos al consumidor que pueden comprarse online, tanto de salud como de ascendencia, pueden ser muy cuestionables; basta recordar el caso de aquel periodista que hizo la prueba con varios test de distintas compañías. Una de ellas le respondió que tenía grandes aptitudes para el deporte y que debía contratar a un entrenador personal. Pero pasó por alto el pequeño detalle de decirle que realmente era un labrador; no de los que labran el campo, sino de los que dicen «guau». El periodista había enviado el ADN de una perra, Bailey. En cuanto a los test de ascendencia, por mucho que la compañía nos asegure que tenemos un 10% de vikingo, otro tanto de masái y cuarto y mitad de vietnamita, no se lo crean demasiado. Como escribía en Scientific American el genetista Adam Rutherford, este tipo de resultados «son divertidos, triviales y tienen muy poco sentido científico».

Pero ¿acaso la prensa rosa va a tener escrúpulos de rigor científico si un autoproclamado experto consultor genético, a cambio de una buena suma, les asegura que tal celebrity tiene genes de agresividad incontenible o de infidelidad compulsiva? ¡Move over, horóscopos, cartas astrales y líneas de la mano! Si aún no hemos visto nada similar, no es porque técnicamente no sea posible, que lo es. Quizá sea que todavía nadie ha soltado esta liebre.

Pero hay quienes están alertando de que la liebre está a punto de saltar, y de que el sistema legal no está preparado: en The Conversation los profesores de Derecho Liza Vertinsky, de la Universidad de Maryland, y Yaniv Heled, de la Universidad Estatal de Georgia, escriben que «los paparazzi genéticos están a la vuelta de la esquina, y los tribunales no están preparados para enfrentarse al lodazal jurídico del robo de ADN».

Se refieren al sistema de EEUU; pero dados los frecuentes conflictos legales aquí con las fotos robadas a famosos, es de suponer que lo mismo podría aplicarse: si guardarse una servilleta de papel usada por la celebrity de turno no es ilegal, ¿dónde comienza la ilegalidad? ¿En extraer el ADN? ¿En secuenciarlo o testar sus marcadores genéticos? ¿En publicar los resultados? Las leyes de privacidad, y quienes las aplican, podrían encontrarse en el futuro con situaciones inéditas sobre las cuales quizá haya un vacío que deberá rellenarse.

Hasta aquí, lo fácil, lo actual, lo que ya puede hacerse hoy. Pero decíamos arriba que las posibilidades podrían llegar a unos extremos mucho más… extremos. Y si esto aún es ciencia ficción, lo es en sentido bradburyano: es posible, o lo será pronto. Mañana seguimos.

Esto es lo que dura activo el virus de la COVID-19 en el aire

Hace unos meses, en la cafetería del Parador de Gijón observé sobre una encimera un cacharro que parecía una lamparita; una de esas que realmente no dan luz y que pretenden aparentar decoración de vanguardia hasta que pasan de moda y entonces quedan como decoración de retaguardia. Pero el camarero explicó que no era eso, sino un monitor de CO2: verde, bien; amarillo, abrir las ventanas; rojo, desalojar hasta que vuelva el amarillo.

No soy cliente habitual de bares ni restaurantes, así que no puedo juzgar ni siquiera por impresión personal si aquello era una excepción insólita o si ya existen muchos locales con medidores de este tipo. Ojalá sea lo segundo. Porque desde luego, si no es lo segundo, entonces es que la torpeza del ser humano no se cura ni con seis millones de muertos.

Pero con independencia de que muchos o pocos hosteleros hayan adoptado esta simplicísima medida, que no lo sé, lo que sí es constatable es que los gobiernos que nos gobiernan y los legisladores que nos legislan, estatales, autonómicos o de comunidad de vecinos, continúan silbando, mirando para otro lado y rascándose el ombligo en todo lo relativo a las medidas de calidad del aire. Que son LA MEJOR arma contra la pandemia de COVID-19. En su lugar, se sigue hablando de mascarilla sí, mascarilla no, mascarilla tralará.

Sí, las mascarillas funcionan (hasta cierto punto). Pero como ya he repetido aquí una y otra vez, las mascarillas han sido un parche, una chapuza de emergencia, incómoda e indeseable, cuando no teníamos otro modo de enfrentarnos al virus. Después de más de dos años, se diría que ya ha habido tiempo más que suficiente para cambiar el parche por medidas serias y definitivas de calidad del aire de cumplimiento obligatorio en todos los espacios públicos cerrados, que los expertos han pedido hasta la ronquera.

Pero es evidente que esto no ha ocurrido. El riesgo de contagio se sigue dejando a la mascarilla. No es asunto de los hosteleros ni de los dueños de los locales. No es su aire. Como si se sirvieran agua o comida sin el menor control sanitario, y allá cada cual si enferma, no haber bebido o comido, qué culpa tendrá el dueño. En resumen: que aún sigamos hablando de mascarillas, dos años y pico después, revela el fracaso de la respuesta contra la pandemia.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

En la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) la microbióloga de la Universidad Napier de Edimburgo Stephanie Dancer escribía hace unos días: «Es hora de una revolución en el aire de interiores». En fin, lo mismo que otros cientos de expertos en todo el mundo han repetido hasta la saciedad. «Se espera que las autoridades de salud pública desarrollen directivas prácticas e inclinen a la gente y a los locales hacia una mayor seguridad». Se espera. Y seguimos esperando, mientras nadie hace nada.

El artículo de Dancer venía a propósito de una nueva revisión de estudios sobre la transmisión del SARS-CoV-2 por aerosoles publicada el mismo día en BMJ. Habrá a quienes les sorprenda que a estas alturas se sigan publicando estudios y revisiones sobre la transmisión por aerosoles. Pero no debería; eso es precisamente lo que distingue a la ciencia de todo lo demás, que continúa indagando, obteniendo nuevos datos, validando sus afirmaciones, revisándolas y refutándolas si es necesario. Frente a quienes dicen que ellos ya sabían desde el principio que eran los aerosoles, la ciencia no sabe nada desde el principio, sino solo al final. Y el hecho de que esta conclusión final pueda coincidir a veces con lo que a algunos les daba en la nariz no convierte a esos de la nariz en científicos; científico es quien investiga para saber, no quien ya sabía.

Y sí, la nueva revisión valida una vez más la transmisión por aerosoles: «La transmisión del SARS-CoV-2 por el aire a larga distancia podría ocurrir en lugares de interior como restaurantes, centros de trabajo y locales de coros, y un insuficiente recambio del aire probablemente contribuya a la transmisión», escriben los autores, de la UK Health Security Agency. «Estos resultados refuerzan la necesidad de medidas de mitigación en interiores, sobre todo una adecuada ventilación».

Además, con las últimas subvariantes de Ómicron las reglas del juego han cambiado radicalmente. El virus ancestral de Wuhan (el original) tenía una infectividad tan baja que por entonces el riesgo de contagio en exteriores se consideraba mínimo o prácticamente inexistente, a juzgar por los estudios de aquellos primeros tiempos. Con un número de reproducción básico (R0, recordemos que este es el número medio de personas a las que contagia cada infectado en una población sin inmunidad y mezclada al azar) de en torno a 3,3, era necesario un contacto muy estrecho y prolongado para contagiarse al aire libre, a pesar de que a posteriori algunos sectores políticamente interesados, pero científicamente desinformados, hicieran tanto ruido con aquello del 8-M de 2020 (que de todos modos y por principio de precaución no debería haberse celebrado, ya que por entonces aún no se conocía la infectividad del virus; pero una cosa es que debiera haberse suspendido, y otra que en la práctica tuviera un impacto real en la expansión de los contagios, que no fue así).

Pero con las nuevas variantes, todo ha cambiado. En la mayoría de ellas se ha cumplido que las que reemplazan a las anteriores tienen mayor infectividad. Y para las Ómicron BA.4 y BA.5, alguna estimación ha calculado que su R0 se ha disparado a un brutal 18,6. Implica que estos virus serían los más contagiosos jamás conocidos, tanto como el sarampión, del cual se contagian 9 de cada 10 personas no vacunadas que están cerca de un infectado. Lo cual aumenta enormemente el riesgo de contagio también en aglomeraciones al aire libre, como los festivales que se celebran en esta época. Y aún queda por estimar la infectividad de la nueva subvariante de segunda generación Ómicron BA.2.75 detectada primero en India (a la que algunos en redes sociales han apodado «Centaurus»), pero que podría ser incluso más infecciosa que las anteriores.

Un nuevo estudio publicado en PNAS ha analizado la dinámica del riesgo de contagio por aerosoles en interiores, aportando datos sobre cuánto dura el virus infeccioso en el ambiente. Los autores, de la Universidad de Bristol, han medido cuál es la infectividad del virus en al aire a lo largo del tiempo y a distintas temperaturas y humedades, en condiciones controladas de laboratorio.

Los resultados indican que, en condiciones de baja humedad relativa (menor del 50%), solo 10 segundos después de exhalarse el aerosol la infectividad ya ha descendido a la mitad, debido a que las gotitas del aerosol se secan y cristalizan. En condiciones de alta humedad, como ocurriría en las zonas de costa, el virus en el aire se mantiene activo durante más tiempo: comienza a perder infectividad a los 2 minutos, a los 5 minutos ha perdido el 50%, y a los 10 minutos el 90%. En cambio, la temperatura no afecta demasiado. Estos efectos de las condiciones ambientales coinciden a grandes rasgos con lo descrito previamente en otros estudios, pero en cambio estos nuevos datos rebajan drásticamente la vida media infectiva del virus en el aire, que hasta ahora se estimaba en 1 o 2 horas.

Debo aclarar que estos datos no deben utilizarse como guía práctica para valorar el riesgo en interiores en situaciones reales. Es un solo estudio (aunque muy bueno), y en condiciones controladas de laboratorio. También conviene mencionar que los experimentos se refieren a variantes antiguas, como Alfa y Beta, y no a las nuevas. Según los autores, «no hay razón para creer que las medidas en este estudio no sean representativas de variantes posteriores del virus». Pero también hay algún estudio de hace unos meses según el cual Ómicron es más estable en superficies que variantes anteriores, y no puede darse por hecho que la estabilidad en aerosoles sea la misma.

Pero en cambio, hay dos conclusiones interesantes con las que conviene quedarse. Primera, en una época en que los humidificadores de aire se han convertido en una especie de electrodoméstico de moda que muchas veces se usa sin necesidad, ni sin que quien lo usa sepa realmente por qué lo usa, algo que subrayan este y otros estudios es que el aire seco es mejor para evitar la transmisión del virus: «El aire seco puede ayudar a limitar la exposición general», escriben los autores.

Segunda, el estudio confirma la validez de los monitores de CO2 para medir el riesgo de exposición al virus. Aunque esto es algo bastante aceptado, algunos expertos todavía no están del todo convencidos. Pero además de que un exceso de CO2 en una habitación es siempre señal de aire viciado y mala ventilación, el nuevo estudio revela que la evaporación del CO2 de las gotitas de los aerosoles parece ser en parte responsable de esa pérdida de infectividad del virus por un aumento del pH de las gotitas (baja su acidez, sube su alcalinidad; el CO2 disuelto forma ácido carbónico, el de las bebidas con gas). Por lo tanto, en una habitación con mucho CO2, este gas mantendrá más bajo el pH de las gotitas y por tanto favorecerá la infectividad del virus.

Claro que de poco servirán todos estos estudios mientras las autoridades sigan mirando para otro lado. Como conté aquí, la situación la resumía en pocas palabras el especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan: tomar medidas para asegurar la calidad del aire cuesta dinero a los gobiernos y a los negocios. Así que prefieren que sigamos con el mascarillas sí, mascarillas no.

Uno de cada 500 hombres tiene un cromosoma sexual de más (X o Y)… y no lo sabe

No sé qué opinaría Clint Eastwood de que su imagen se haya convertido en un frecuente avatar de los sectores ultraconservadores en internet. Teniendo en cuenta que él es pacifista, defensor del control de las armas, del derecho al aborto y a la eutanasia, de la igualdad de las mujeres y del matrimonio igualitario, y que además no es creyente, posiblemente le parecería cuando menos chocante. Pero como es libertario y además parece un buen tipo, quizá diría simplemente aquello de Clark Gable al final de Lo que el viento se llevó: «Frankly, my dear, I don’t give a damn».

El motivo para traer aquí al bueno de Clint es por ser un ejemplo de cómo en ocasiones en la mente de las personas se sustituye algo por una caricatura de ese algo, un cliché prefabricado que en absoluto se corresponde con la realidad; por ejemplo, un personaje del actor. El resultado final es que se está utilizando la imagen de una persona para sostener ideas que esa persona jamás defendería. Luego, además, otros copian e imitan este meme (en su sentido original) perpetuando el error, como ocurre con esa ingente cantidad de citas falsas que circulan en internet y que sus presuntos autores jamás dijeron ni escribieron: lo del «ladran, luego cabalgamos» del Quijote, lo de Einstein sobre que la estupidez humana es infinita, lo de Bertolt Brecht de que primero vinieron a por los comunistas…

Y llego ya a lo que voy: quizá cuando alguien esgrime el nombre de la ciencia para negar la realidad de las personas trans, intersexuales y no binarias, para afirmar que según la biología solo hay dos clases de personas, hombres XY y mujeres XX, y que según la ciencia tener pene o vulva son condiciones necesarias y suficientes para ser niño o niña, respectivamente, quienes sí conocemos la ciencia y sabemos la enorme falacia que están propagando deberíamos simplemente don’t give a damn.

Pero si no podemos hacer esto es porque en este caso hay personas que resultan dañadas, excluidas, ridiculizadas y estigmatizadas por algo que, sencillamente, es mentira; por algo dicho por quienes esgrimen la ciencia por una vez en su vida ignorando por completo qué es o qué dice la ciencia, con una caricatura de la ciencia que no se corresponde en absoluto con la realidad, sino solo, si acaso, con un conocimiento científico de nivel EGB de hace cincuenta años.

La bandera arco iris. Imagen de Piqsels.

Ignoro por completo qué dice la nueva llamada ley trans en España; no la he leído ni pienso hacerlo, porque las leyes no son lo mío. No tengo el criterio jurídico o legal para opinar (y no soy el único, aunque quizá otros no lo admitan públicamente). Pero leí hace unos días un (otro más) comentario en Twitter de un periodista conservador opinando alegremente al respecto que el no binarismo, la transexualidad y el género son un invento ideológico de moda contrario a la ciencia. Y de esto sí sé: miren, ni puñeterísima idea.

No voy a extenderme hoy en explicar qué es realmente lo que dice la ciencia actual sobre esto. He hablado de ello aquí varias veces, la última hace unos meses. Quizá aún deba aquí una explicación más larga y detallada, pero si alguien está realmente interesado en conocer la ciencia real actual al respecto, Scientific American tiene un ebook de 2018 titulado The New Science of Sex and Gender, una completa colección de ensayos de algunos de los principales especialistas en los enfoques médico, biológico y psicológico sobre los muy complejos mosaicos genotípicos, epigenéticos y fenotípicos del sexo, la orientación sexual y la identidad de género.

Pero en estos días estamos celebrando la diversidad, la aspiración (todavía no la realidad, como demuestran comentarios como el citado) de que las personas pertenecientes a esas minorías puedan disfrutar de ser lo que son y expresarlo libremente sin negárselo a sí mismas, sin pensar que son un error o que están enfermas o que deberían forzarse a no ser ellas mismas, sin que nadie las rechace o se mofe de ellas; y sobre todo, sin pensar que tienen a la ciencia en contra, porque es justo lo contrario. En resumen, la aspiración de que puedan vivir su vida exactamente igual que quienes pertenecemos a la mayoría.

Y para traer aquí algo nuevo, me ha venido al pelo un nuevo estudio dirigido por las universidades de Cambridge y Exeter y publicado en Genetics in Medicine. Los autores han buceado en el UK Biobank, una base de datos genómica y de salud de la población británica que está resultando un filón científico para infinidad de estudios, y han reunido los datos de genomas de más de 207.000 hombres británicos de ascendencia europea, con el fin de estudiar la presencia de cromosomas sexuales extra, X o Y.

Estas condiciones son conocidas desde que se conocen los cromosomas humanos (o incluso antes). Tanto las personas con 47, XXY como las 47, XYY, es decir, que tienen un cromosoma Y y un cromosoma sexual de más, tienen genitales masculinos y son asignadas a este sexo al nacer. Las primeras, 47, XXY, suelen detectarse con cierta frecuencia, sobre todo en la pubertad, porque padecen una serie de síntomas que se conocen como síndrome de Klinefelter y que incluyen rasgos como poco vello, crecimiento de los pechos, testículos poco desarrollados, problemas de fertilidad y otros de coordinación motora y a veces de aprendizaje. Pero la visibilidad de los síntomas varía, y en muchos casos son tan sutiles que no llega a detectarse. En el caso de las personas 47, XYY, los síntomas pueden ser mucho menos aparentes y no se ve afectada su fertilidad, aunque pueden presentar ciertos problemas motores y de aprendizaje.

Lo que han descubierto los investigadores es que la presencia de un cromosoma sexual extra en los hombres es mucho más frecuente de lo que se creía: un 0,17%, o 1 de cada 580, si bien sospechan que probablemente el porcentaje real sea algo mayor, de un 0,2% o 1 de cada 500, ya que los voluntarios del UK Biobank tienen unos parámetros de salud superiores a los de la población general y menor incidencia de condiciones genéticas.

Lo más curioso es que la mayoría no tenían la menor idea de su cromosoma sexual extra: un 23% de los XXY lo sabían, pero solo un 0,7% de los XYY estaban enterados de ello.

Relacionando estos datos con los de salud, los investigadores han detectado que las personas de estos grupos podrían tener un riesgo algo más elevado de sufrir ciertas dolencias, como diabetes de tipo 2, aterosclerosis, trombosis, embolia pulmonar o enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Por lo tanto, la detección de la presencia de estos cromosomas extra puede servir para poner sobre aviso con respecto al riesgo de desarrollar enfermedades vasculares, metabólicas o respiratorias.

En fin, esto es solo una pequeña muestra más de lo diversos que somos los humanos, frente a quienes piensan que solo existen hombres XY y mujeres XX, y que todo lo demás es ideología. Y es inevitable pensar que, dada la frecuencia descubierta por los autores, es probable que alguno de quienes piensan así tenga un cromosoma sexual de más sin saberlo. Lo cual sería una fina ironía del azar genético.

«Secundinus, eres un cagón»

Los seguidores más críticos de este blog (pero de los respetuosos y bien intencionados) me han reprendido por el hecho de que esto, que nació hace ya más de ocho años con vocación de ser un espacio de ciencias mixtas —no solo variadas, sino mezcladas con las imprescindibles letras y humanidades—, en los últimos dos años y pico se ha convertido prácticamente en un monográfico pandémico. Pero si cada uno intenta aportar donde más puede hacerlo, un inmunólogo no podía sustraerse de esto cuando el mundo estaba sufriendo una catástrofe infecciosa como nunca antes en las vidas de los que hoy vivimos. Y qué demonios, la cabra tira al monte. Pero es cierto; ahora que la pandemia ya no es el terror que ha sido, hay que abrir de nuevo el foco y recuperar el espíritu original. Y ese espíritu original incluía temas como el que traigo hoy, así que, que nadie se sorprenda.

¿Alguien más se ha preguntado alguna vez lo siguiente? Los arqueólogos y los antropólogos nos han enseñado la importancia que los cultos y los rituales han tenido para los humanos desde que los humanos somos humanos, e incluso tal vez antes, y hasta hoy. Esto es indudable. Pero ¿es que los humanos antiguos, incluso los ancestrales, nunca hacían nada por simple diversión, para pasar el rato o reírse un poco? ¿Todos los restos y artefactos arqueológicos encontrados tienen que tener necesariamente un sentido ritual y trascendente? ¿No trabajaban los zurullos de coña, como aquel vendedor ambulante?

Bueno, sí, por supuesto que lo hacían. En el periodo que comprende lo que comúnmente se llama historia, es decir, desde que hay escritura, hoy se sabe que han existido el humor y los chistes. En 2008 un grupo de historiadores británicos dirigido por Paul McDonald, de la Universidad de Wolverhampton, emprendió el proyecto de reunir los chistes más antiguos de la humanidad. El primero de todos ellos que se conoce se escribió en Sumeria hacia el año 1900 a.C., y dice: «Algo que nunca ha ocurrido desde tiempo inmemorial… Una mujer joven no se ha tirado un pedo en el regazo de su marido».

Sí, no parece que los sumerios fuesen muy graciosos. O quizá era un in-joke y había que ser sumerio para entenderlo.

Y qué me dicen del segundo más antiguo, hallado en el papiro egipcio Westcar de tiempos del faraón Khufu, o Keops: «¿Cómo entretienes a un faraón aburrido? Llenas una barca en el Nilo con mujeres jóvenes vestidas solo con redes y urges al faraón a ir de pesca». Puro landismo egipcio. Aparte de que hay que ser muy tonto para reírse con esto.

Pero cuando se habla de prehistoria, en cambio, y dado que para ese periodo ya no existe rastro escrito, parece que siempre todo tiene que tener un significado sagrado, ritual, trascendente. Siempre he pensado en la imagen de un tipo pintando los bisontes de Altamira o tallando la Venus de Willendorf, y su hija le pregunta: «¿qué haces, papá?». Y él responde: «nada, pinto». O «nada, hago una figurita».

Lo cierto es que, incluso si en efecto todas esas representaciones artísticas prehistóricas tenían significados mágicos y chamánicos, siempre ha existido un cliché que retrata a los humanos antiguos como brutos estúpidos, prácticamente incapaces de comunicarse excepto por gruñidos. Esto está muy lejos de la realidad.

El mes pasado un interesante estudio en Nature infería el nivel de inteligencia de los humanos de hace más de 4.000 años a partir de las más de 12.000 variantes génicas implicadas que hoy se conocen, llegando a la conclusión de que no eran menos inteligentes que nosotros. Y aunque no han podido hacerlo con genomas más antiguos, otras técnicas han mostrado, por ejemplo, que los Homo erectus ya contaban con las regiones cerebrales que se activan al tocar el piano. Tampoco los neandertales eran lo que popularmente se cree; cuando se insulta a una persona zafia, grosera o retrógrada llamándola «neandertal», solo se demuestra la ignorancia de quien insulta: los neandertales probablemente eran tan inteligentes como nosotros, o incluso más que los sapiens de su época.

Pero vamos a lo de hoy: nos quedamos en la Roma clásica, y en uno de esos ejemplos de cómo no todo lo que se dejaba para la posteridad en tiempos antiguos era grandilocuente y egregio; no todo era «veni, vidi, vici» o «timeo danaos et dona ferentes».

El lugar donde ocurre esta historia es Vindolanda, un antiguo enclave romano justo al sur de la muralla de Adriano en el norte de Inglaterra, en el actual condado de Northumberland. Allí un equipo de arqueólogos excava el antiguo castrum romano, que estuvo ocupado desde el siglo I hasta el IV de nuestra era.

Entre los voluntarios que colaboran en la excavación se encuentra el galés Dylan Herbert, un bioquímico jubilado. El pasado 19 de mayo Herbert estaba removiendo escombros del antiguo asentamiento cuando observó una piedra grande, que sacó de la trinchera. Parecía una piedra normal, pero cuando le dio la vuelta, distinguió algunas letras grabadas y la limpió de barro, se encontró esto:

Piedra hallada en Vindolanda. Imagen de The Vindolanda Trust.

Eso, lo que se observa abajo a la izquierda, es lo que parece que es. Y lo que reza la inscripción es «SECVNDINVS CACOR», que los especialistas en epigrafía romana Alexander Meyer, Alex Mullen y Roger Tomlin identificaron como una contracción de «Secundinus cacator»; traducido, «Secundinus, cagón» o «Secundinus, mierdero», o algo similar.

«Me quedé absolutamente encantado», ha dicho Herbert, en declaraciones muy comedidas.

«Recuperar una inscripción, un mensaje directo del pasado, siempre es un gran acontecimiento en una excavación romana, pero esta realmente nos levantó las cejas cuando desciframos el mensaje en la piedra», dice el director de la excavación y CEO del Vindolanda Trust, Andrew Birley, también muy correcto. «Su autor claramente tenía un gran problema con Secundinus y tenía la suficiente seguridad como para anunciar sus pensamientos públicamente en una piedra. No tengo duda de que a Secundinus no le habría divertido demasiado ver esto cuando caminara por el enclave hace más de 1.700 años».

Y luego, sí, cómo no, está la explicación de que los romanos representaban penes como símbolo de fertilidad y buena suerte, para alejar los malos espíritus y blablablá. Pero en Vindolanda debían de tener muy pocos hijos, muy mala suerte o muchos malos espíritus, ya que es el enclave de la muralla de Adriano en el que se han encontrado más penes representados, 13 contando el dirigido a Secundinus, en estatuillas, cajas o incluso en equipamiento ecuestre.

Uno de ellos es este pene de madera de 16 centímetros del que los investigadores dicen que su superficie es muy suave, y que muestra signos de «haber sido manipulado con frecuencia». Y luego se preguntan: «¿De dónde vendría?». Pero no, no hacen el menor comentario sobre para qué podría servir, así que nos quedamos con la intriga.

Pene de madera hallado en Vindolanda. Imagen de The Vindolanda Trust.

En fin, que Secundinus ha pasado a la historia, aunque probablemente no como a él le hubiese gustado. Para ello su hater se tomó el trabajo de tallar el grafiti en lugar de pintarlo. Lo cual inevitablemente trae a la memoria aquel «Romanes eunt domus» de Brian cuando aspiraba a ser admitido en el Frente Popular de Judea:

¿Existe realmente un brote de hepatitis aguda grave infantil?

Uno de los aspectos en los que la COVID-19 ha cambiado el mundo es en que ahora los medios y el público prestan mucha más atención a las enfermedades infecciosas y a los presuntos brotes epidémicos extraños. Por ejemplo, las 6.300 muertes por gripe en España en la temporada 2018-2019, la última completa anterior a la pandemia, no parecían importar a casi nadie. Por ejemplo, los brotes de otros coronavirus previos al SARS-CoV-2, que también han causado sus cuotas de muertes, sobre todo cuando se han producido brotes en residencias de ancianos, eran tan desconocidos para la gente que incluso se encuentran por ahí graciosas conspiranoias de quienes ignoraban por completo la existencia de estos virus.

Por ejemplo, en este blog he seguido durante años los nuevos descubrimientos en torno al virus de Lloviu, ese pariente del ébola descubierto en una cueva asturiana, que durante años ha pasado inadvertido para el público. Hace algo más de un mes me escribía Félix González, codescubridor de los murciélagos en los que se halló el virus, alarmado porque de repente en un mismo día le habían llovido las llamadas de varios medios para preguntarle por ello. Y realmente no había ninguna noticia, nada nuevo; al parecer, alguien en un medio de gran difusión de repente descubrió que existía este virus (existe oficialmente para la ciencia desde 2011) y pensó que en estos momentos de histeria infecciosa era un buen reclamo para conseguir clicks.

Es por ello que algunos de quienes hemos estado profesionalmente involucrados en este campo reaccionamos con bastante escepticismo ante la oleada inicial de alarma desbocada sobre el SARS-CoV-2, a comienzos de 2020. Y sí, en este caso nos equivocamos. Pero en el extremo contrario, también es cierto que ahora cualquier pequeña posible alarma sanitaria es un imán de clicks, y los medios no van a resistirse a este caramelo. Por ello, probablemente en estos tiempos sería conveniente que el público leyera los titulares grandilocuentes sobre nuevas epidemias, brotes o infecciones con una ceja levantada. Sobre todo cuando incluso las propias fuentes sanitarias pueden propiciar alarmas sin una confirmación sólida.

Imagen de Pixabay.

Un posible caso de esto, aunque todavía confuso, es el supuesto brote de una hepatitis aguda grave en niños que se detectó en varios países europeos, incluyendo España, y en EEUU. El pasado abril, cuando estas alarmas saltaron, traté aquí este tema con las hipótesis que se estaban barajando, por separado o combinadas: una rara complicación o secuela de la COVID-19, un adenovirus, o incluso una reacción inmunitaria errónea o autoinmunitaria alimentada por un descenso de estimulación antigénica durante la pandemia. Un posible efecto secundario de las vacunas de la cóvid se descartó desde el primer momento, ya que los niños afectados no estaban vacunados.

Ahora, he aquí el plot twist: nuevos estudios en Europa y EEUU dicen que quizá no exista tal brote; los datos presentados indican que la incidencia de hepatitis aguda grave en niños se mantiene en los mismos niveles de antes.

El estudio europeo se ha publicado en Eurosurveillance, revista del Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC). Los autores han recabado datos de 34 centros de 22 países europeos e Israel (en España, de Madrid y Barcelona) que forman parte de la red de referencia europea de enfermedades hepáticas y que tratan a niños con hepatitis, entre el 1 de enero y el 26 de abril de 2022.

De los 34 centros, 22 dijeron que no han observado un aumento de niños con hepatitis grave. Los 12 restantes informaron de una sospecha de aumento de casos, pero lo cierto es que sus cifras no lo reflejaban. El número de trasplantes pediátricos de hígado en los centros consultados ha sido menor en los meses analizados de 2022 que en años anteriores: una media de 2,5 en 2022 frente a 4,9 en 2021, 3,7 en 2020 y 4,9 en 2019, con la salvedad de que en 2022 solo se incluyen los casos de 4 meses y no del año completo.

La conclusión de los investigadores: «En comparación con la media de casos en cada año completo previo de 2019-21, no hay un incremento absoluto de casos con los criterios considerados en el periodo de estudio, basado en los datos de los centros participantes. Sin embargo, los datos de 2022 comprenden solo los primeros 3,8 meses del año y deberían considerarse preliminares». Otro dato aportado por los autores es que en la mayoría de los niños no se detectó adenovirus, una de las posibles causas que se habían apuntado, ni ningún otro virus en particular.

Sin embargo y como subrayan los investigadores, los datos deben tomarse con precaución, ya que son incompletos: en el estudio solo se incluyeron centros especializados, no hospitales generalistas. En Nature la hepatóloga pediátrica de la Universidad de Birmingham (Reino Unido) Deidre Kelly, coautora de este estudio, afirma que el número de casos que ella ha visto este año ha sido anormalmente alto; este estudio europeo no incluye datos de Reino Unido. Y lo cierto es que en aquel país sí se ha observado un aumento de casos respecto a años anteriores.

Conclusiones parecidas, aunque distinto método, tiene el estudio estadounidense, publicado en Morbidity and Mortality Weekly Report, la revista del CDC de EEUU. En este caso los investigadores han reunido los datos sobre hepatitis aguda, inflamación hepática o trasplantes de hígado en niños en las consultas de Urgencias y hospitalizaciones, comparando el periodo de octubre de 2021 a marzo de 2022 con un intervalo desde 2017 anterior a la pandemia, para evitar posibles sesgos durante los peores tiempos de la COVID-19. Además, también han recolectado los datos sobre positividad a adenovirus.

La conclusión: «Los datos actuales no sugieren un incremento en hepatitis pediátricas o adenovirus de tipos 40/41 por encima de los niveles de base pre-pandemia de COVID-19». Pero como en el estudio europeo, los autores advierten de que son datos preliminares e incompletos, y que por lo tanto aún no puede llegarse a una conclusión definitiva.

En resumen, todavía no hay respuestas firmes. Pero lo que sin duda ahora sí hay es una duda que antes no existía, cuando se daba por hecho que estábamos ante una nueva y misteriosa pequeña epidemia.

Por mi parte, ya lancé aquí mi apuesta: durante la pandemia muchas personas, ante un miedo perfectamente comprensible, han tratando de encerrarse en una burbuja inmunitaria minimizando todo tipo de contacto con el entorno; muchos padres han actuado así con sus hijos, con el propósito de protegerlos al máximo (aunque en muchos casos cayendo en el error de tratar de sustituir así a la vacunación, que es la mejor protección, según toda la ciencia disponible). Pero un sistema inmune sano necesita un contacto sano con los antígenos del entorno. Y una carencia de este contacto puede dar lugar a reacciones inmunitarias erróneas o descontroladas, especialmente en los niños, cuyo sistema inmune está en proceso de maduración y necesita esos estímulos para madurar.

Curiosamente, el estudio europeo de Eurosurveillance aporta una pista en esta dirección: recuerda que en 1923, después de la gran pandemia de gripe de 1918, se registraron numerosos casos de hepatitis grave con síntomas abdominales que sugerían un virus gastrointestinal. «Se consideró entonces que estaba relacionado con la susceptibilidad a virus a los que la gente no había estado expuesta durante la contención social», escriben los autores, añadiendo que en este caso podríamos estar ante «una interacción entre el sistema inmune inmaduro o inexperto y el hígado», en el contexto de alguna posible infección viral.

Por último, en Nature la hepatóloga Deidre Kelly apunta la posibilidad de que, con independencia de cuáles sean las causas primarias, quizá estos casos de hepatitis infantil estén delatando la existencia de ciertos factores de riesgo en algunos niños que antes no se conocían. Y que tal vez este brote, si lo es, pueda ayudar a identificarlos, lo que serviría para prevenir futuros casos. Por el momento, todas las hipótesis siguen abiertas.

El cambio climático, explicado de forma sencilla (o eso espero)

Como prometí ayer, hoy toca traer aquí una explicación del cambio climático que pretende detallar un poco mejor las causas, lo que muy a menudo se deja de lado en favor de los efectos. Primero, un par de disclaimers: aunque voy a explicarlo de forma sencilla, o eso espero, esto no van a ser dos minutos, o cinco párrafos; para una explicación algo detallada se requiere un poco más. Y segundo, pido perdón también por alguna sobresimplificación inevitable que solo busca precisamente eso, tratar de simplificarlo.

Los planetas duros como la Tierra o Venus se componen básicamente de dos tipos de rocas, carbonatos y silicatos (simplificación, pero lo demás no nos interesa ahora). Básicamente, lo que hacen estos dos tipos de rocas es pasarse el oxígeno entre ellas. El oxígeno es, con mucha diferencia, el elemento más abundante de la corteza terrestre (el segundo de la Tierra en general). El silicio es el segundo. En cambio, el carbono es extremadamente minoritario, tanto que en la composición general de la Tierra parecería irrelevante. Pero no solo es la base de todos los seres vivos, sino que, como vamos a ver, su papel en la Tierra es esencial.

Los carbonatos son rocas que contienen carbono, oxígeno y algo más, como calcio, otro de los elementos más abundantes en la Tierra. Ejemplo: carbonato cálcico (CaCO3), la roca caliza. Los silicatos también contienen silicio, oxígeno y algo más. Ejemplo, los silicatos de aluminio que forman la arcilla.

Así, y como hemos dicho que los carbonatos y los silicatos se pasan el oxígeno entre sí (y algo más), esto da lugar a un ciclo, llamado ciclo de los carbonatos-silicatos. El ciclo funciona así: los volcanes expulsan rocas silíceas y CO2. Este gas que pasa a la atmósfera crea un efecto invernadero, es decir, atrapa el calor del sol, aumentando la temperatura de la biosfera (la capa sólida, líquida y gaseosa de la Tierra que habitamos los seres vivos). El mar se traga una parte del CO2 atmosférico, por lo que actúa como regulador del efecto invernadero. Además, la lluvia también abate una parte del CO2 a la tierra y al mar. Entonces ocurren dos cosas.

Por un lado, el agua y el CO2 causan un proceso en los silicatos llamado meteorización, por el cual los elementos como el calcio se liberan, pasan a los ríos y llegan al mar. El silicio puede entonces formar minerales como la sílice, o cuarzo, es decir, arena. Por otro lado, al mar llega también ese CO2 de la atmósfera que hemos dicho.

En los mares ocurre que el CO2 y el calcio son utilizados por los seres vivos; entre otras cosas, para formar los carbonatos que componen las conchas y otras estructuras duras no vivas (inorgánicas) de los seres vivos. Los seres vivos mueren y caen al fondo en los sedimentos marinos, formando rocas sedimentarias. También los depósitos de organismos muertos, cuando quedan atrapados antes de descomponerse del todo, forman las bolsas de hidrocarburos: carbón, petróleo y gas natural. En torno a un 80% de las rocas de carbono proceden de los carbonatos, mientras que el 20% restante tiene su origen en los organismos vivos. En general, estas rocas sedimentarias penetran en el interior de la Tierra, por ejemplo a través de los contactos entre placas tectónicas, y allí los procesos magmáticos las transforman en silicatos y CO2, que se expulsan a través de los volcanes. Y el ciclo comienza de nuevo.

Esto que sigue es una ilustración del ciclo, que puede ayudar a entenderlo o lo contrario, complicarlo más. No es imprescindible, pero queda bien, y de todos modos estoy obligado a incluir alguna imagen, así que allá va:

Ciclo de carbonatos-silicatos. Imagen de John Garrett / Wikipedia.

Este ciclo de los carbonatos-silicatos, que se mueve en una escala de millones de años, es fundamental en la regulación del clima terrestre. Un ejemplo de cómo se regula este equilibrio: si crece el CO2 en la atmósfera y con él la temperatura, aumenta la evaporación del agua. El vapor de agua tiene un potentísimo efecto invernadero, pero entonces también aumentan la lluvia y la meteorización, lo que retira CO2 del aire y enfría el planeta. Si baja el CO2 en la atmósfera, ocurre lo contrario. Es decir, este ciclo es un sistema de climatización regulado por termostato que en la Tierra ha funcionado estupendamente durante miles de millones de años. Gracias a él se han mantenido las condiciones habitables. Gracias a él estamos aquí.

Pero imaginemos que prendemos un buen fuego en el salón de casa. El termostato saltará y pondrá en marcha el aire acondicionado. Pero por mucho que se esfuerce, no conseguirá rebajar la temperatura, y continuará funcionando a máxima potencia hasta que acabe averiándose. Es decir, la capacidad de los sistemas de regulación de la temperatura no es infinita. Si se fuerza el sistema, acaba colapsando.

El ejemplo de esto lo tenemos en Venus. La Tierra y Venus nacieron como planetas casi gemelos, pero Venus acabó muy mal. El origen de su desastre posiblemente fue el calor del sol, que aumentó durante la infancia del Sistema Solar, elevando la temperatura de Venus. El efecto invernadero aumentó por el CO2 y el vapor de agua en la atmósfera, lo cual a su vez liberaba más CO2 y más vapor de agua que aumentaban el efecto invernadero. Este círculo vicioso llegó a un punto en que ya no fue posible retirar el CO2 necesario para enfriar la temperatura, sobre todo cuando el agua se iba perdiendo por disociación en oxígeno e hidrógeno, y este último escapaba al espacio. Así, el planeta se iba calentando cada vez más, y secándose hasta que las placas tectónicas dejaron de funcionar y el ciclo se detuvo por completo. Resultado: Venus se convirtió en un infierno, más caliente que Mercurio, que está mucho más cerca del Sol, y con una presión atmosférica aplastante, casi todo ello CO2.

Este efecto invernadero catastrófico que hizo de Venus lo que es hoy ocurrirá también en la Tierra al final de la vida del Sistema Solar, cuando el Sol se convierta en una estrella gigante roja. Pero debe quedar claro que esto no va a ocurrir aquí en millones de años. No, la acción humana no va a convertir a la Tierra en Venus. Lo que sí está ocurriendo es que la acción humana está alterando el ciclo lo suficiente como para que sus efectos se noten, y sean irreversibles en un plazo de muchas generaciones.

También conviene aclarar que las glaciaciones son procesos naturales en los que desempeña un papel importante la variación de la órbita terrestre a lo largo del tiempo. Estos ciclos, llamados de Milankovitch, se basan en la variación de ciertos parámetros orbitales a lo largo de periodos respectivos de 100.000 años, 413.000, 41.000 y 25.771,5 años. Los efectos de estos ciclos se superponen a la regulación propia del clima terrestre y a otros factores implicados en ciclos de realimentación, pero son también a largo plazo y no tienen ninguna relación con el cambio climático actual. Tampoco los ciclos solares; la intervención de los ciclos orbitales y solares en la evolución del clima actual a corto plazo fue muy discutida durante gran parte del siglo XX, sin que se llegara a encontrar un encaje entre estos factores y las observaciones, ni siquiera en los modelos predictivos.

Cuando utilizamos los combustibles fósiles, no se trata solo de que al quemarlos estamos emitiendo CO2 a la atmósfera, que por supuesto que sí. Es que además estamos arrebatándole al ciclo una buena parte de su reserva de carbono. En lugar de dejar que esos depósitos de carbono sigan su recorrido de millones de años en el interior de la Tierra, los estamos sacando de ahí para inyectarlos en una vía acelerada, el ciclo rápido del carbono, que es el que se produce entre los seres vivos y la biosfera. Así, le estamos sustrayendo material al ciclo de carbonatos-silicatos, y al hacerlo estamos forzando el termostato. Y el termostato no está preparado para absorber esta demanda extra: se calcula que el CO2 emitido por la quema de combustibles fósiles multiplica por 100 a 300 el expulsado por los volcanes en el ciclo natural de carbonatos-silicatos.

Pero ¿cuánto carbono supone esto, y es suficiente esta cantidad para alterar el clima terrestre? Recordemos que el carbono es un elemento extremadamente minoritario en la Tierra. Pero que, a pesar de ello, su papel en la regulación del clima es esencial. En una analogía biológica de la Tierra como un organismo, podríamos compararlo con las vitaminas, sustancias que necesitamos en muy poca cantidad, pero que son fundamentales para mantener el buen funcionamiento del cuerpo.

Y por lo tanto, esto ya da una idea de que incluso una pequeña alteración de carbono puede tener consecuencias graves, ya que quitar o añadir un poco a una cantidad pequeña tiene un efecto mucho mayor que quitar o añadir un poco a una cantidad grande. De esta pequeñísima cantidad del carbono terrestre, casi todo, el 99,6%, está secuestrado en las rocas del ciclo, y solo el 0,002% está en el ciclo de los seres vivos de la biosfera. Así que, si con esto alguien aún no entiende cómo es posible que solo un poco más de carbono en la atmósfera pueda tener consecuencias tan brutales en la regulación del clima, entonces ya no sé cómo explicarlo.

Los científicos comenzaron a sospechar de la importancia de estos procesos en el siglo XIX, con las aportaciones pioneras de nombres como Joseph Fourier, Eunice Foote, John Tyndall o Svante Arrhenius. Pero fue en 1958 cuando el científico atmosférico Charles David Keeling empezó a hacer algo que hasta entonces no se había hecho, medir de forma continua y homogénea los niveles de CO2 atmosférico en un lugar concreto, la cumbre del Mauna Loa en Hawái. Y aquellas mediciones, continuadas hasta hoy, han dado lugar a esta ya famosa curva:

Curva de Keeling. Concentración de CO2 en la atmósfera desde 1958 hasta hoy. Imagen de UC San Diego / Scripps.

Cuando Keeling comenzó sus observaciones, los científicos se preguntaban hasta qué punto el mar, pieza fundamental del termostato del ciclo de carbonatos-silicatos, podría absorber el exceso de CO2 emitido por la quema de combustibles fósiles. Ya por entonces los modelos matemáticos, mucho más simples que los disponibles hoy, indicaban que no. No solo el mar almacena carbono: la materia vegetal captura también inmensas cantidades de carbono (la fotosíntesis ya mencionada). Hoy los científicos calculan que la tierra y el mar pueden absorber hasta un 50% del CO2 emitido por la quema de combustibles; la otra mitad queda en la atmósfera alterando la regulación térmica terrestre.

Y no solo emitimos CO2 por la quema de combustibles fósiles (ni tampoco este es el único gas de efecto invernadero, pero se trata de no alejarnos de la explicación sencilla): la deforestación y el cambio en los usos de la tierra añaden más liberación de CO2 a la atmósfera. Y no olvidemos el cemento: el hormigón es el segundo material más consumido en el mundo después del agua. Para fabricar cemento calcinamos piedra caliza, carbonato cálcico (CaCO3), lo que genera óxido de calcio (CaO) y CO2. Es decir, que no solo mediante la extracción de combustibles fósiles estamos vaciando las reservas de carbono del ciclo de carbonatos-silicatos e inyectando ese carbono en el ciclo rápido, sino también a través de la conversión de roca caliza en cemento.

Es importante señalar que los modelos actuales, aunque siempre imperfectos, son mucho más avanzados que hace medio siglo. Gracias a estas simulaciones informatizadas es como los científicos han podido determinar cuáles son los llamados tipping points, algo así como puntos de no retorno, a partir de los cuales ciertos efectos sobre el clima se manifiestan sin posibilidad de reversión. Cuando en el acuerdo de París de 2015 se fijaron los objetivos de un calentamiento máximo por debajo de 2 °C, preferiblemente un máximo de 1,5 °C, estas cifras no son producto de una negociación. En este caso se habla de cuáles son esos tipping points definidos por la ciencia, esas fronteras que es imprescindible no sobrepasar.

Así se calcula con precisión cuál es nuestro presupuesto de carbono, el máximo que aún podemos emitir, o cuánto necesitamos eliminar, para ceñirnos a esos objetivos. Y de estos presupuestos, que tienen cifras concretas, es de donde nacen las medidas destinadas a reducir las emisiones. No son caprichosas ni arbitrarias, sino que están avaladas por mucha ciencia detrás. Y lo que dice esa ciencia es que no solamente no podemos seguir quemando combustibles fósiles, sino que además debemos dejar los que aún quedan donde están, si queremos mitigar en la medida de lo posible esa alteración del sistema regulador del clima terrestre.

Por qué hay que explicar más el cambio climático

En internet pueden encontrarse toneladas de información sobre el cambio climático, si es que la información puede medirse al peso. Incluso un alienígena con acceso a Google que acabara de llegar a este planeta podría ponerse al día en unos pocos minutos sobre la amenaza que pesa sobre la biosfera en general, que nos incluye a nosotros en particular, si no se adoptan ciertas medidas urgentes.

Pero el alienígena, que evidentemente se habría perdido la historia anterior a su llegada a la Tierra, quizá no sería el único con la sensación de haber entrado en el cine a mitad de la película. En efecto, hay toneladas de información sobre los efectos que estamos sufriendo y sobre la amenaza que nos espera, es decir, sobre las consecuencias del cambio climático. Pero si alguien se pregunta el cómo y el porqué de todo esto, tal vez no lo tenga tan fácil para satisfacer su curiosidad. Porque la mayor parte de la información en internet se centra mucho más en los efectos que en las causas.

Es más, a veces incluso esta información no es del todo precisa, y aclaro: popularmente el cambio climático ha llegado a convertirse en una especie de mantra para todo: Filomena, el cambio climático. Ola de calor, el cambio climático. Sequía, el cambio climático. Inundaciones, el cambio climático. Por el contrario, los científicos son extremadamente prudentes a la hora de achacar fenómenos meteorológicos concretos al cambio climático, y solo lo hacen si los modelos matemáticos indican que existe esta relación.

Por ejemplo: en septiembre de 2021 hice dos reportajes sobre la relación entre las catástrofes naturales y el cambio climático. En uno de ellos pregunté a los expertos sobre cómo y cuánto el cambio climático puede influir en otros factores geodinámicos no estrictamente meteorológicos que provocan desastres naturales. Los estudios están consolidando ciertas relaciones, aunque aún falta mucha ciencia. Pero (en el otro reportaje) incluso en las catástrofes o anomalías estrictamente meteorológicas, como inundaciones, sequías, calores o fríos extremos, los científicos estudian cada uno de estos fenómenos en el contexto de los modelos antes de relacionarlos con el cambio climático. Perdón por citarme a mí mismo:

Lejos de asumir una culpabilidad general y por defecto del cambio climático en todas estas catástrofes, desde 2004 —cuando se publicó el primero de estos estudioshan proliferado las investigaciones que evalúan la posible atribución de desastres naturales concretos a los efectos del cambio climático (hasta un cierto grado), utilizando modelos mejorados que comparan los resultados en presencia o ausencia de este factor. Según publicaba Scientific American en 2018, esta es una de las áreas en mayor expansión de la ciencia del clima.

Así, la WMO repasa los estudios científicos relativos a diferentes desastres concretos, que cada año recoge el boletín de la Sociedad Meteorológica de EEUU y que emplean las herramientas científicas actuales para evaluar el impacto del cambio climático en los fenómenos extremos. Entre 2015 y 2017, 62 de los 77 eventos registrados muestran una influencia humana significativa. En general el vínculo causa-efecto entre el cambio climático y estos fenómenos es sólido para las olas de calor y temperaturas extremas, así como para algunos grandes ciclones y episodios de lluvias torrenciales; en cambio, no tanto para las sequías, ya que se ven afectadas también por fenómenos naturales variables como El Niño-Oscilación del Sur. No obstante, los modelos sí han detallado casos específicos, como la influencia del calentamiento antropogénico del océano Índico en la sequía de África Oriental en 2016-2017.

Pero como decía, centrémonos en las causas: incluso en las fuentes que pretenden explicar el cambio climático «de forma sencilla» (búsquedas hechas como comprobación, en español e inglés), en cinco párrafos o en dos minutos, a las causas apenas se les dedica una frase, o unos segundos. Suele ser algo del tipo «la quema de combustibles fósiles produce CO2, un gas de efecto invernadero que calienta el planeta». Punto. En el resto de los párrafos, o de los dos minutos, las fuentes se explayan con los efectos actuales y las predicciones sobre sus consecuencias futuras.

Cambio en las temperaturas medias en los últimos 50 años, un ejemplo de las consecuencias del cambio climático. Imagen de NASA’s Scientific Visualization Studio, Key and Title by Eric Fisk / Wikipedia.

Siendo esa frase innegablemente cierta, siempre tengo la sensación de que la explicación se queda muy coja. No contiene suficiente información para considerarse una explicación. Y, por lo tanto, más bien parece un dogma que debe creerse, y a muchas personas no les gustan los dogmas (o solo les gustan los que procedan de aquellos a quienes han conferido la autoridad del dogma). Quien no sepa nada sencillamente no va a entender qué problema hay en que el carbono esté aquí o esté allá. E incluso a quien tenga un mínimo conocimiento le surgirán mil preguntas y dudas: pero si el CO2 es un gas que expulsamos solo con respirar… Pero si el CO2 es bueno para las plantas, ya que lo utilizan para producir oxígeno en la fotosíntesis, y por lo tanto, a más CO2, más oxígeno… Pero si gracias al efecto invernadero existe la vida en la Tierra… Pero si los combustibles fósiles son una fuente natural de energía… Pero si su carbono procede de los seres vivos… Pero si los cambios climáticos han existido siempre, cuando no había combustibles fósiles o ni siquiera había humanos… Pero si los ciclos solares, la órbita de la Tierra…

Es obvio que ninguna explicación servirá para quien no quiera entender (o ni siquiera leerla), y por desgracia parece que muchos de quienes suscriben estas objeciones ya han decidido previamente que de ninguna manera van a cambiar de idea. En el último decenio el consenso sobre el cambio climático en la comunidad científica ha aumentado del 97% al 99,9%; es decir, que existía todavía una pequeña proporción de científicos a quienes las pruebas existentes hace diez años aún no les acababan de convencer, y que finalmente se han rendido a la evidencia de miles y miles de estudios.

No solo científicos: como conté anteriormente, un ejemplo de póster es Frank Luntz, durante muchos años consultor y estratega clave del Partido Republicano de EEUU. Luntz negaba el cambio climático, como muchos entonces en su partido y en su sector ideológico. En 2002 escribió un informe para el presidente George W. Bush en el que alertaba de que el debate científico se estaba cerrando en contra de ellos, y que para no perder la batalla de la comunicación debían centrarse en «desafiar la ciencia» y en insistir en la falta de certidumbre científica. De lo contrario, advertía Luntz, si los votantes sentían que la ciencia era unánime, aceptarían esta postura. Luntz aconsejó a la presidencia cambiar la expresión «calentamiento global» por «cambio climático», que sonaba menos amenazante, y Bush así lo hizo.

Como persona inteligente y lúcida que ha demostrado ser, Luntz acabó también rindiéndose a la aplastante evidencia científica, y hace 14 años cambió su postura. Sigue siendo republicano, pero convencido de la necesidad de actuar urgentemente contra el cambio climático, y encaja tanto las críticas sobre su postura anterior como las críticas sobre su postura actual. En una reciente entrevista con motivo de su visita a España, decía: «No soy la misma persona con 60 que con 30. Ahora soy más tonto porque me he dado cuenta de todo lo que me queda por saber. Con 30, estaba convencido que tenía todas las respuestas».

Luntz acertaba en un argumento clave: en efecto, los científicos son más tontos que la población general; admiten su ignorancia. Pueden tener sus juicios prefabricados, como todo ser humano, pero un buen científico está dispuesto a cambiar su visión si las pruebas le convencen de que estaba equivocado. Reconoce que otros saben mucho más que él sobre muchas cosas. Y reconoce que lo que aún no sabe supera en mucho a lo que sabe.

Todo esto implica que, probablemente, a estas alturas ya sea muy difícil que quienes aún se aferran al bando del negacionismo vayan a cambiar de postura; poco a poco han ido quedando solo los más recalcitrantes, incombustibles a cualquier evidencia científica que se les ponga ante los ojos. El grupo antes llamado de los escépticos ha quedado reducido a un núcleo duro de quienes, parafraseando aquella cita mal atribuida a Groucho Marx, seguirán creyéndose a sí mismos (prejuicios) antes que a sus propios ojos (evidencias).

Por lo tanto, no sé si servirá de alguna utilidad real aportar una explicación algo más detallada y completa sobre por qué y cómo el cambio climático, dejando de lado las consecuencias sobre las que ya existen toneladas de información en miles de fuentes. Pero aunque esto no logre convencer a nadie, espero que al menos sea de interés para quienes quieran saber algo más. Mañana lo veremos.

«Emergencia climática», el consenso de 14.000 científicos

El negacionismo del cambio climático, como los demás negacionismos, o casi como cualquier otra cosa, viene en distintos niveles y colores. Desde el de tarjeta oro, el de «vale, pero eso está bien, más calorcito, más tiempo para ir a la playa», que incluye de regalo el «¡pero hombre, si el CO2 es bueno para las plantas!», pasando por el de tarjeta platino, el de «sí, hay un calentamiento, pero es por el ciclo solar o la órbita de la Tierra o nosequé» (la «evolución» del clima, lo llamaba uno en respuesta a un comentario mío en Twitter), hasta el de tarjeta black, el de «¿Calentamiento? ¡Ja! ¿Y Filomena?».

En honor a la verdad y en mi humilde opinión, debo decir que creo que a menudo el cambio climático no se explica lo suficiente. Por curiosidad he hecho alguna búsqueda en Google sobre el cambio climático «explicado de forma sencilla» (un amigo con un alto puesto en un medio nacional me decía recientemente que ahora triunfan los contenidos del tipo «loquesea explicado en dos minutos», y que nadie lee más allá del tercer párrafo), y casi siempre encuentro lo mismo: la explicación del cambio climático se liquida con una sola frase o en cinco segundos, al estilo de «la quema de combustibles fósiles emite CO2 que aumenta el efecto invernadero», y punto. El resto de los párrafos, o de los dos minutos, no se dedica realmente a explicar el cambio climático, sino sus efectos actuales y las predicciones sobre sus consecuencias futuras. Pero en fin, esto será materia de otro día.

El caso es que recientemente se ha puesto en evidencia el negacionismo por parte de ciertos sectores ideológicos que pretenden borrar el término «emergencia climática», porque, al parecer, creen que esto es un invento de ciertos sectores ideológicos contrarios (todo un clásico, proyectar en el otro el defecto propio). Como justificación políticamente presentable (para ocultar, me temo, lo que realmente piensan), alegan que no hay una emergencia como lo que se entiende por una emergencia, algo inminentemente amenazador que exija una acción inmediata. ¿La avería del Apolo 13 no era una emergencia, dado que los astronautas no iban a morir de inmediato, sino que iban a tardar algunos días en consumir el oxígeno y asfixiarse? Era la respiración de entonces la que iba a provocar su muerte en diferido.

Pancarta ante el Parlamento de Alaska. Imagen de Gillfoto / Wikipedia.

Desde 1992 la comunidad científica comenzó a organizarse para llamar la atención del mundo sobre el cambio climático y sus previsibles consecuencias. Después de otras iniciativas previas, en 2020 un grupo de científicos del clima publicó en la revista BioScience un artículo titulado «Aviso de los científicos del mundo sobre una emergencia climática», que fue actualizado después en 2021 y que ha sido ratificado con su firma por más de 14.000 científicos de todo el mundo; nunca un artículo científico recibió una adhesión tan masiva, y nunca ha existido un consenso científico explícitamente ratificado de forma tan abrumadora.

En el artículo los autores presentan un resumen de indicadores de los signos vitales del planeta en relación con el cambio climático, basado en el análisis de 40 años de datos, y escriben: «Los científicos tienen una obligación moral de advertir claramente a la humanidad de cualquier amenaza catastrófica y de decir ‘las cosas como son’. Basándonos en esta obligación y en los indicadores gráficos presentados, declaramos, con más de 11.000 científicos firmantes de todo el mundo [en el momento de la publicación], clara e inequívocamente que el planeta Tierra se enfrenta a una EMERGENCIA CLIMÁTICA» (las mayúsculas son mías).

En la actualización de la declaración en 2021, la que a fecha de hoy han firmado 14.664 científicos, los autores añadían: «Basándonos en las tendencias recientes de los signos vitales planetarios, NOS REAFIRMAMOS EN LA DECLARACIÓN DE EMERGENCIA CLIMÁTICA [otra vez, mayúsculas mías] y llamamos de nuevo a un cambio transformativo, que se necesita ahora más que nunca para proteger la vida en la Tierra y permanecer dentro del máximo número de fronteras planetarias [estas son las líneas rojas que los científicos han marcado] como sea posible. La velocidad del cambio es esencial, y las nuevas políticas climáticas deberían ser parte de los planes de recuperación de la COVID-19. Debemos unirnos ahora como comunidad global con un sentido compartido de urgencia, cooperación y equidad».

Y añaden: «Toda la acción transformadora sobre el clima debería enfocarse en la justicia social para todos priorizando las necesidades humanas básicas y reduciendo las desigualdades. Como prerrequisito para esta acción, la educación sobre el cambio climático debería incluirse en los currículos escolares fundamentales en todo el mundo. Esto resultaría en un mayor reconocimiento de la emergencia climática, empoderando a los alumnos para actuar».

Ahora, las objeciones. Pero no, las objeciones no lo son al sentido de la declaración. No hay ya una sola voz experta reconocida que cuestione de ninguna manera el consenso científico. Recientemente una revisión de miles de estudios científicos publicados revisados por pares cifraba el consenso científico actual sobre el clima en un 99,9%, en comparación con la cifra del 97% aportada anteriormente por otro análisis en 2013. «La cuestión ha quedado sobradamente establecida, y la realidad del cambio climático antropogénico no tiene mayor discusión entre los científicos que la tectónica de placas o la evolución», escriben los autores, para añadir: «No persiste ninguna incertidumbre científica sobre la urgencia y la gravedad de esta tarea». Lo cual se parece bastante a lo que entendemos por una «emergencia».

Las objeciones se refieren, en cambio, a la conveniencia de usar un lenguaje tan contundente, incluso si la realidad a la que se refiere lo es. En The Conversation, los expertos en lingüística Dimitrinka Atanasova y Kjersti Fløttum repasan cómo ha cambiado el lenguaje referente al cambio climático. «Cómo etiquetamos un asunto determina cómo lo afrontamos», escriben. En 2003 el estratega político republicano de EEUU Frank Luntz, entonces negacionista (hoy ya no lo es), convenció al presidente George W. Bush para cambiar la expresión «calentamiento global» por «cambio climático», que sonaba menos amenazadora. Por motivos similares, la comunidad científica, junto con diversos medios de todo el mundo que se han sumado, abandona este término tramposamente aséptico en favor de otro que expresa más fielmente el cariz del problema.

Pero, argumentan los dos lingüistas, el lenguaje fuerte puede tener un efecto opuesto al buscado. Los políticos y los medios pecan en exceso del uso de un lenguaje grandilocuente y efectista; guerras contra la obesidad o la pobreza, crisis de todo tipo. La gente se desensibiliza y cae en la indiferencia y la apatía. «Cuando la gente ve un problema como demasiado grande, puede dejar de creer que hay un modo de solucionarlo».

En cambio, proponen los lingüistas, los medios deberían centrarse en las soluciones, en lo que puede hacerse y en cómo hacerlo con la participación de todos; optimismo y compromiso. Para ello, dicen, debe abordarse un enfoque de periodismo constructivo. Hace unos días mi vecino de blog César-Javier Palacios hablaba de esto mismo en su crónica de un seminario internacional sobre cambio climático y periodismo organizado por el Parlamento Europeo. Huir del periodismo policía, del periodismo que juzga, en favor de otro centrado en las soluciones, en la cooperación y no en la disensión, en el progreso y no en la amenaza.

No creo que nadie pueda cuestionar el valor de esta aportación. Pero el periodismo tampoco puede abdicar de su deber de denuncia. Y cuando existen estamentos en el poder que no solo niegan que el cambio climático —lo crean real o no— sea una emergencia, sino que además envían a sus millones de seguidores y votantes el mensaje de que todo reconocimiento de una emergencia climática es una toma de postura ideológica contraria a la suya, ni el periodismo ni la ciencia deberían permanecer callados. Taparse los ojos ante la desinformación es abandonar un espacio que esta ocupará para continuar subsistiendo.

Timos sobre dos grandes plagas del verano, el mosquito y la mosca negra

Si hace unos días hablábamos aquí de los mitos más populares sobre los mosquitos y las moscas negras, las dos plagas más molestas de nuestros veranos, hoy toca intercambiar las consonantes para hablar de los timos. En las tiendas físicas y online hay una nutrida oferta de productos destinados a repeler los insectos y protegernos de las picaduras. Y podríamos pensar que el hecho de que todos estos productos se comercialicen dentro de la legalidad es garantía de que funcionan; si se venden en Mercadona, ¿cómo van a ser un timo?

Pero sean cuales sean los requisitos que se exige a los fabricantes de los productos cuya función no se observa a simple vista —es decir, no es un martillo— para su aprobación, entre ellos no está el aportar pruebas de que hacen lo que dicen que hacen. No habría espacio aquí para otra cosa si tuviéramos que enumerar todos los casos en que esto no es así. Por mencionar solo uno, basta acordarnos de la Power Balance, aquella pulserita con la que muchos se hicieron de oro, y que incluso lució en su muñeca toda una ministra de Sanidad, hasta que por fin se creyó y entendió lo que decían los científicos: que aquel trozo de goma ayudaba tanto a mejorar el rendimiento físico como las pulseritas de la amistad. O incluso menos, ya que las pulseritas de la amistad pueden llegar a ser muy motivadoras según quién nos las regale.

En el caso de la Power Balance, como se recordará también, hubo muchas personas que dieron fe de que a ellas les funcionaba. Tampoco es este el momento para extendernos en explicaciones sobre el efecto placebo, el sesgo de confirmación o el cherry-picking de datos. Simplemente, y por si a alguien le interesa, van aquí algunas notas sobre qué productos o métodos hacen o no lo que se dice que hacen de una forma avalada por la ciencia.

Una aclaración antes de empezar: lo que sigue se refiere exclusivamente a los mosquitos. Por desgracia, el de la mosca negra es todavía casi un mundo por descubrir al que se le ha prestado poca atención.

Citronela: funciona como repelente en loción, pero no en velas ni en pulseras

Las velas de citronela son uno de los grandes best sellers contra los mosquitos en verano. Qué mejor: las velas hacen bonito, huelen bien… Todo perfecto, salvo que no sirven para repeler los mosquitos. No más que cualquier otra vela normal.

Vela de citronela. Imagen de Roger Ward / Flickr / CC.

La citronela de por sí tiene también todas las papeletas para atraer la atención de muchas personas, porque responde a ese equivocado mantra de los tiempos: ¡es natural! El aceite de citronela se extrae de plantas tropicales del género Cymbopogon, y se ha utilizado tradicionalmente en perfumería y para otros usos. Y, en efecto, es un repelente de insectos, aunque de menor duración que el DEET, el más eficaz conocido (y sintético).

En una comparación directa entre ambos, el aceite de citronela protege en un 98% en el momento de su aplicación, pero a las 2 horas ha descendido al 58%, mientras que el DEET mantiene más de un 90% de protección durante al menos 6 horas. El tiempo de protección completa, definido como lo que tarda el primer mosquito en atacar un brazo tratado con el repelente, fue de 10,5 minutos para la citronela y de al menos 6 horas para el DEET. Lo de «al menos 6 horas» significa que los investigadores detuvieron el experimento a las 6 horas, por lo que no llegaron a comprobar durante cuánto tiempo más el DEET podía seguir protegiendo por completo.

El motivo de que la protección por citronela dure tan poco tiempo es que es muy volátil, y se evapora de la piel. Según una revisión de los repelentes de insectos de extractos vegetales, las nuevas formulaciones buscan prolongar la protección. «Sin embargo, por el momento no se debería recomendar el uso de repelentes basados en citronela a los viajeros a zonas endémicas de enfermedades [transmitidas por insectos]», escribían los autores.

Todo lo anterior se refiere al uso de la citronela en repelentes líquidos para aplicar sobre la piel. La misma revisión repasaba los estudios previos sobre las velas de citronela: «Los estudios de campo contra poblaciones mezcladas de mosquitos muestran reducciones en las picaduras de en torno al 50%, sin ofrecer una protección significativa contra las picaduras de mosquito». En concreto, la reducción en las picaduras con velas de citronela fue similar a la de las velas normales, lo que los científicos atribuyen a que el humo tiene un cierto efecto ahuyentador. Es decir, que cualquier efecto que pueda observarse con las velas de citronela no se debe a que son de citronela, sino a que son velas. «Las velas de citronela no tienen ningún efecto», concluía otro estudio de 2017 que comparó diversos métodos.

En cuanto a las pulseras, un estudio encontró cierto efecto protector para las impregnadas con DEET, una reducción de las picaduras en torno al 30%, pero solo en el propio brazo que llevaba la pulsera, no en todo el cuerpo. «Los sujetos en este estudio fueron picados con frecuencia en las zonas expuestas de la cabeza y el cuello, lo que sugiere que el efecto repelente se limita a las áreas próximas a la pulsera tratada, del mismo modo que la aplicación tópica de DEET en un área expuesta de la piel generalmente no protege las áreas sin tratar», escribían los investigadores. Puede imaginarse que las pulseras con citronela seguramente protejan la parte de la muñeca que está tapada por la pulsera, y quizá algo el resto del brazo. Pero para el resto del cuerpo, nada de nada.

Repelentes ultrasónicos: naaah…

No, los repelentes ultrasónicos no sirven para nada. Y sí, probablemente existan en Amazon reseñas de usuarios que afirmen lo contrario. Un ejemplo del porqué de esto podemos encontrarlo en Wayne Schmidt, un ingeniero y físico estadounidense retirado que, entre otras mil cosas, en su web habla de su lucha contra la plaga de hormigas en su casa. Colocó un repelente ultrasónico primero en el baño, luego en la cocina, y en favor de Wayne hay que decir que se tomó el experimento muy a pecho: contando hormigas durante varios días antes de colocar el aparato, luego lo mismo con el cacharro, y de nuevo otra vez después de quitarlo. Según los resultados, Wayne concluía que el repelente ultrasónico no eliminaba la presencia de hormigas, pero sí la reducía considerablemente. Entusiasmado, compró otros tres aparatos más.

Hasta que las hormigas llegaron a su dormitorio, y de nuevo colocó el repelente allí. Y, esta vez, nada de nada: el mismo número de hormigas con el cacharro que sin él. «No tengo explicación para esto», admitía Wayne. Pero su experiencia tiene un nombre clásico: amimefuncionismo. O sesgo de confirmación, variables de confusión, cherry-picking de datos… El caso es que, si Wayne no hubiese probado los repelentes en el dormitorio, habría defendido a capa y espada que funcionaban. Y quizá incluso escribió alguna reseña positiva del producto, aunque esto no lo aclara. Pero un aparato que funciona en la cocina, y no en el dormitorio, es un aparato que no funciona.

Frente al amimefuncionismo, tenemos la ciencia. La base de datos de Cochrane es la regla de oro de los metaestudios, o estudios que reúnen todos los estudios previos válidos sobre una cuestión. Allí los investigadores publican revisiones rigurosas que recopilan esos estudios previos, no siempre coincidentes en sus resultados, para extraer conclusiones estadísticamente válidas que se consideran la mejor ciencia disponible sobre la materia. En 2007 un grupo de científicos reunió y analizó los estudios existentes, en este caso 10, sobre la eficacia de los repelentes ultrasónicos contra los mosquitos.

Y esta es la conclusión: «Todos los 10 estudios encontraron que no hubo diferencias en el número de mosquitos capturados de las partes del cuerpo expuestas de los participantes con o sin repelentes electrónicos de mosquitos». «Los repelentes electrónicos de mosquitos no tienen ningún efecto en la prevención de las picaduras de mosquito. Por lo tanto, no hay ninguna justificación para comercializarlos para prevenir infecciones de malaria». Hay incluso un par de estudios que encontraron que el mosquito tigre y el de la fiebre amarilla pican más con los repelentes ultrasónicos.

Y por supuesto, lo dicho para los repelentes ultrasónicos también se aplica a las apps para el móvil que circulan por ahí bajo proclamas de repeler y ahuyentar a los mosquitos; incluso hay emisoras de radio que se han apuntado a este negocio. Nuevos medios, pero los timos son los mismos que en la época de Pajares y Esteso. Según el estudio de 2017 citado arriba, los repelentes ultrasónicos de mosquitos son «el equivalente moderno del aceite de serpiente», una expresión que en inglés se usa para designar los remedios fraudulentos.

Colocar plantas en la ventana: pfffffff…

No, no hay ninguna planta que colocada en una ventana o en cualquier otro lugar vaya a impedir la entrada de insectos voladores chupadores de sangre ni a protegernos de sus picaduras. Como suele decirse, no funciona así. Según lo visto con la citronela, ciertas plantas tienen compuestos químicos repelentes de insectos, y dichos extractos (o en algunos casos incluso hojas machacadas, como en el caso de la albahaca) aplicados sobre la piel pueden otorgar cierta protección. Pero pensar que una planta colocada en un poyete va a protegernos o a ahuyentar a los mosquitos es como creer que un antibiótico nos va a curar solo por llevarlo en el bolsillo. De hecho, el estudio mencionado más arriba sobre las pulseras de DEET también probó el uso de plantas supuestamente repelentes. El resultado: «Los voluntarios rodeados por plantas repelentes de mosquitos de hecho tuvieron más ataques de mosquitos que los controles».

Por último, no quisiera terminar sin advertir de esto: dado que para un consumidor medio no es posible saber si un producto de este tipo en los estantes del súper hace lo que sus fabricantes dicen que hace, lo que nunca debe hacerse es utilizarlos de forma distinta a sus indicaciones, ni tampoco caer en la tentación de fabricar nuestros propios remedios. Por ejemplo, el aceite esencial de albahaca (aceites esenciales son los que se extraen de las plantas por destilación) contiene metil eugenol (para los quimiófobos, 1,2-dimetoxi-4-(prop-2-eno-1-il)benceno), un compuesto clasificado en el grupo 2B de la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer, el organismo encargado de catalogar los factores de riesgo de cáncer. Los pertenecientes al grupo 2B son «posiblemente carcinogénicos».

O sea, que el aceite esencial de albahaca contiene un compuesto, encontrado también en otros aceites esenciales de plantas, sospechoso de provocar cáncer. Según una revisión de 2017 sobre la composición de los aceites esenciales de distintas variedades de albahaca, «todas las variedades estudiadas, excepto la Lettuce Leaf, son ricas en metil eugenol, con una fuerte dependencia de la proporción de eugenol a metil eugenol en los cambios estacionales (sobre todo la radiación solar, pero también la temperatura y la humedad relativa)». Es por esto que la Unión Europea regula los productos que llevan más de 0,01% de metil eugenol.

Lo que esto no quiere decir es que la albahaca sea peligrosa. Lo que sí quiere decir es que el aceite esencial de la albahaca, como cualquier otra sustancia, debe usarse como se dice que debe usarse y para lo que se dice que debe usarse. Sea natural o no; el ácido clorhídrico también es natural, como lo son los más potentes venenos conocidos. Y lo que también quiere decir es que, aunque pueden encontrarse por ahí webs que le animan a uno mismo a hacerse sus propios preparados, de verdad, es mejor dejar los experimentos para quien sabe lo que está haciendo.

Todo esto es lo que dice la ciencia. O sea, lo que concluyen los experimentos de quienes realmente han puesto a prueba estos productos. Como concluía el estudio de 2017 citado arriba, «se hace evidente que no todos los repelentes y/o dispositivos repelentes reducen realmente la atracción por los mosquitos, y que en muchos casos las proclamas de los vendedores de estos productos son exageradas o simplemente falsas». Ahora habría que preguntar a quien corresponda: ¿por qué se permite que estos productos se vendan?