Archivo de la categoría ‘viajes’

En Bulgaria sacuden la cabeza para asentir, y otros 98 datos sobre países

Créanme, si sienten alguna curiosidad por el mundo que nos rodea y comparten la adicción por el viaje, les merece la pena emplear 15 minutos y pico de su precioso tiempo dejando que este vídeo les presente 98 datos curiosos de otros tantos países (el resto llegará en una segunda entrega). Es un trabajo de Wendover Productions, al parecer una pequeña productora personal que hace un magnífico trabajo mostrándonos cómo funciona el mundo. Y aún mejor, con subtítulos en castellano.

De entre todos los datos presentados, hay uno que me ha llamado especialmente la atención, y es el que menciono en el título: según el vídeo, en Bulgaria mueven la cabeza de lado a lado para decir «sí» y de arriba abajo para decir «no», justo al contrario de lo habitual por aquí. Confieso que jamás lo había oído, y eso que viajé a Bulgaria en una ocasión hace ya más de 20 años. Nadie me lo explicó, no noté nada raro y lógicamente tampoco se me ocurrió preguntar si allí los movimientos de cabeza se interpretaban igual que en mi país.

Imagen de Giphy.

Imagen de Giphy.

Pero una búsqueda en internet parece confirmarme que es cierto, a falta de preguntar a una amiga búlgara a la que veré esta semana. Según parece, es algo más sutil: mover la cabeza de lado a lado en efecto se utiliza para asentir, pero la negación es más bien un levantamiento de la cabeza que suele ir acompañado por otro de cejas y un rodar de ojos.

La pregunta podría ser por qué en Bulgaria lo hacen al revés que los demás, pero la verdadera pregunta es por qué distintas culturas coincidimos en esos gestos de asentir y negar sin habernos puesto de acuerdo.

En cuanto a lo primero, siempre hay una leyenda a mano para explicar este tipo de cosas: en tiempos del Imperio Otomano, los búlgaros revirtieron el significado de los movimientos de cabeza para confundir al invasor; lo cual, si fuera cierto, sería probablemente la más ineficaz rebelión pacífica de la historia.

Otra versión sugiere que, cuando los turcos apoyaban sus cimitarras en el cuello de los búlgaros para obligarles a confesar su cristianismo, estos movían la cabeza de arriba abajo para que la hoja les rebanara el cuello, y que aquello perduró como un gesto para decir no. Ya, ya, nada de esto tiene mucho sentido excepto para demonizar a los turcos, pero ¿qué país no inventa leyendas para afear a sus vecinos?

La pregunta verdaderamente profunda es la segunda. ¿Tiene algo de natural asociar ciertos movimientos de cabeza a un significado concreto?

Estas grandes pequeñas preguntas no pasaron inadvertidas a Darwin, que dedicó todo un libro a La expresión de las emociones en el hombre y los animales (1872). En este volumen, el padre de la evolución biológica contaba que en 1867 había hecho circular un formulario con una serie de preguntas entre diversos corresponsales, sobre todo misioneros en lugares remotos del planeta. Las preguntas indagaban sobre la forma de expresar las emociones en distintas culturas; por ejemplo, «¿se mueve la cabeza verticalmente en afirmación, y lateralmente en negación?».

Darwin repasaba detalladamente las respuestas, que se volcaban en su mayoría hacia el uso de los mismos signos de cabeza en culturas muy diferentes. De ello concluía que estos gestos «probablemente tuvieron un comienzo natural». Y lanzaba esta hipótesis:

Hasta cierto punto, estos signos son expresiones de nuestros sentimientos, ya que damos un movimiento vertical de aprobación con una sonrisa a nuestros niños cuando aprobamos su conducta, y sacudimos la cabeza lateralmente frunciendo el ceño cuando desaprobamos. Con los bebés, el primer acto de negación consiste en rehusar la comida; y repetidamente noté con mis propios bebés que lo hacían retirando la cabeza lateralmente del pecho, o de cualquier cosa ofrecida a ellos en una cuchara. Al aceptar la comida y llevársela a la boca, inclinan la cabeza hacia delante.

Pero no se lo pierdan: también hay al menos un estudio que analiza el caso particular de Bulgaria. En 2012 la psicóloga Elena Andonova, de la Nueva Universidad Búlgara de Sofía, y su colega Holly Taylor, de la Universidad Tufts en EEUU, decidieron investigar si hay alguna diferencia entre estadounidenses y búlgaros a la hora de traducir en sentimientos positivos o negativos el movimiento lateral o vertical de estímulos visuales (puntos luminosos) que les obligaba a mover la cabeza.

Según describían las dos investigadoras en la revista Cognitive Processing, sí encontraron una diferencia, pero no exactamente la que esperaban: los voluntarios búlgaros asociaban sentimientos positivos al movimiento lento de los puntos de colores, ya fuera vertical o lateral, mientras que en los estadounidenses el movimiento rápido resultaba más agradable. En resumen, no era la dirección de la cabeza, sino la velocidad, lo que establecía una distinción entre búlgaros y norteamericanos.

Curiosamente, a los estadounidenses el movimiento vertical de los puntos y la cabeza sí les hacía sentirse mejor, lo que concuerda con el sentido afirmativo del gesto en la cultura occidental; en cambio, esto no ocurría con el movimiento lateral en los búlgaros. Las psicólogas aportaban una hipótesis muy cabal:

Una posible explicación puede ser que los búlgaros tienen más exposición a la convención alternativa (mover la cabeza arriba y abajo para decir sí) a través de la cultura extranjera en los medios, mientras que los participantes de EEUU probablemente tienen menos familiaridad con culturas que expresan respuestas positivas mediante un movimiento lateral de cabeza.

Pero como escribían Andonova y Taylor, el suyo era un estudio pionero que debería tener continuidad en futuras investigaciones. Como mínimo, aunque sea para no seguir echando la culpa a los turcos.

Museo Galileo, también hay ciencia en Florencia (y sin multitudes)

Dado que la cabra tira al monte, no podía pasar por Florencia este verano sin dejarme caer por el Museo Galileo, del que tenía muy buenas referencias.

Busto de Galileo Galilei en el Museo Galileo de Florencia. Imagen de J. Y.

Busto de Galileo Galilei en el Museo Galileo de Florencia. Imagen de J. Y.

Situado a espaldas de la archigigafamosísima Galería de los Oficios, mirando hacia el cercano Ponte Vecchio sobre el Arno, lo primero que sorprende es lo bien que se respira por allí. En cada rincón hiperturístico de la capital toscana se embuten masas de gente cual chorizo en tripa, buscando la belleza que mareó a Stendhal y el encanto que sedujo a E. M. Forster. Aunque la primera sigue intacta, es difícil disfrutar de ella cuando el segundo ha desaparecido por completo, disuelto en el parque temático turístico en el que vienen convirtiéndose ciudades como aquella. Pero por suerte, en el Museo Galileo puedes respirar tranquilo e incluso extender los brazos sin empujar a nadie; por desgracia, porque esto revela la escasa prioridad por la ciencia de la inmensa mayoría de los turistas que visitan Florencia.

Pero al grano. Cabe advertir de que el museo no es casa-museo. Galileo, nacido en Pisa pero florentino de por vida, residió en varios lugares distintos de la ciudad. Su morada más conocida, donde sufrió arresto domiciliario y donde murió, es Villa Il Gioiello, que se encuentra en Arcetri, a las afueras. Pero el museo no ocupa una residencia del astrónomo, sino que es la reconversión (desde 2010) del antiguo Museo de Historia de la Ciencia, ubicado junto al río en un céntrico palacio del siglo XI.

El Museo Galileo presume de albergar una de las mayores colecciones del mundo de instrumentos científicos antiguos. Todavía he podido leer por ahí que el auge de la ciencia en Florencia fue una señal de su decadencia artística, ignorando que en el Renacimiento aún no se había inventado la confrontación actual entre ciencias y letras; humanismo y ciencia eran inseparables, con Leonardo como ejemplo de cabecera. Lo cierto es que la ciudad fue tan importante para el conocimiento como lo fue para el arte: los Medici y los Duques de Lorena impulsaron el progreso científico con su mecenazgo, como queda bien reflejado en la colección del museo. Y no olvidemos que el mapa con el que Colón convenció a los Reyes Católicos procedía de Florencia.

Las dos plantas (más sótano) del museo reúnen aparatos de todas las ramas históricas de la ciencia. Hay instrumentos meteorológicos, ópticos, geográficos, eléctricos, mecánicos, químicos, astronómicos y quirúrgicos, si no me dejo nada. Hay cilindros electrostáticos, barómetros, botellas de Leyden, microscopios, esferas armilares, mapas, globos terráqueos, modelos anatómicos de cera, relojes…

En fin, un paraíso para quien sienta fascinación por los cacharros antiguos, y una buena oportunidad para explicar a los niños cómo, por qué y para qué se inventaron muchos de aquellos cachivaches. Y por supuesto, hay telescopios, incluyendo los primeros de Galileo y también algunos de los primeros gigantescos telescopios de precisión. Tampoco falta la reliquia, en forma de huesudos dedos del astrónomo, a poca distancia de los libros que le valieron una condena de por vida.

El museo también ilustra algunos fenómenos científicos curiosos, como la paradoja mecánica del doble cono que (solo) aparentemente rueda cuesta arriba, un artefacto inventado en el siglo XVIII. También se ilustra el concepto de anamorfosis, un dibujo o escultura cuyo sentido solo puede percibirse cuando se refleja en un espejo deformado o se observa desde un punto de vista distinto al natural. Finalmente, abajo hay una pequeña sección interactiva, de esas de apretar botones. A mis hijos les encantó, aunque es bastante birriosa en comparación con los museos dedicados a ello, y por tanto es la parte menos interesante.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: modelos anatómicos en cera de fetos en el útero materno; telescopios y obras de Galileo; huesos de los dedos de Galileo; anamorfosis de una esfera armilar en un espejo convexo. Imágenes de J. Y.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: modelos anatómicos en cera de fetos en el útero materno; telescopios y obras de Galileo; huesos de los dedos de Galileo; anamorfosis de una esfera armilar en un espejo convexo. Imágenes de J. Y.

Una última curiosidad a destacar es que el Museo Galileo, tal como hoy lo conocemos, es sobre todo el producto del empeño de una mujer, la historiadora de la ciencia y museóloga Maria Luisa Righini Bonelli (1917-1981). Aunque ella no lo creó, sino que recibió el encargo de dirigirlo en 1961, sin su intervención quizá el museo habría desaparecido cuando en 1966 un desbordamiento del Arno inundó el edificio y dañó gravemente la colección.

Righini Bonelli, que vivía en un apartamento en el propio inmueble, sacó de allí los instrumentos más valiosos, sin ayuda y con sus propias manos, arriesgando su vida sobre la cornisa que une la sede del museo con la Galería de los Oficios. Hasta el 20 de noviembre de este año, una exposición temporal en el sótano del museo recuerda la hazaña de la mujer que salvó un precioso tesoro histórico-científico para que hoy todos podamos seguir disfrutándolo. Aunque seamos solo unos pocos.

Pasen y vean un eclipse de sol desde la ventanilla de un avión

No puedo imaginar que aquí un astrónomo llamara a Iberia pidiendo retrasar un vuelo para contemplar un eclipse y que la compañía aceptara. Cosas así solo pueden suceder en un país con sus muchos defectos, pero que es el paraíso de la ciencia (y de la anticiencia, como también lo es al mismo tiempo de la mojigatería y del porno; acción y reacción, como dijo Newton).

El eclipse total de sol desde el vuelo 870 de Alaska Airlines. Imagen de Alaska Airlines.

El eclipse total de sol desde el vuelo 870 de Alaska Airlines. Imagen de Alaska Airlines.

El caso es que hace un año el astrónomo Joe Rao, del Planetario Hayden del Museo de Historia Natural de EEUU, se percató de que el vuelo 870 de Alaska Airlines de Anchorage (Alaska) a Honolulu (Hawái) iba a atravesar la estrecha franja de totalidad del eclipse solar de esta pasada semana, pero que lo haría 25 minutos antes de lo preciso para contemplar el fenómeno.

Rao se puso en contacto con Glenn Schneider, del Observatorio Steward de la Universidad de Arizona, y este diseñó un plan de vuelo adecuado para que los pasajeros pudieran disfrutar del eclipse. Así que, ni corto ni perezoso, Rao llamó a la aerolínea para presentar su plan de retrasar el vuelo.

Y creánlo o no, Alaska Airlines accedió. Como era de esperar, una docena de astrónomos y cazadores de eclipses se apuntaron al vuelo 870 del 8 de marzo. Rao tuvo el detalle de distribuir a los 181 pasajeros un folleto de cuatro páginas que explicaba el fenómeno, y otro de los ocupantes, Dan McGlaun, costeó de su bolsillo gafas especiales para todos, como explica Alaska Airlines en su blog. «No puedes hacer algo tan emocionante y no dar a todo el mundo a bordo la oportunidad de participar», dijo McGlaun.

Trayectoria del vuelo y franja de totalidad del eclipse. Imagen de Alaska Airlines.

Trayectoria del vuelo y franja de totalidad del eclipse. Imagen de Alaska Airlines.

Los afortunados viajeros pudieron ver primero cómo la sombra ovalada de la Luna, de unos 800 kilómetros de largo por 110 de ancho, se desplazaba a casi 13.000 kilómetros por hora. Y a las 17:35, el Sol se ocultó durante un minuto y 53 segundos. Cuando el eclipse terminaba, un pasajero reprodujo en su iPhone el Here Comes the Sun de George Harrison (más abajo, no se pierdan la versión).

El vídeo adjunto fue grabado por Mike Kentrianakis, de la Sociedad Astronómica de EEUU, quien dijo a propósito del gesto de Alaska Airlines: «Una aerolínea que realmente habla con su gente y la escucha; ese es el mejor servicio al cliente». Y merece la pena subrayar la declaración de Chase Craig, el director de la experiencia a bordo de la compañía: «Reconocemos las pasiones de nuestros clientes. Ciertamente no podemos cambiar los planes de vuelo para cada interés, pero este era un momento especial, así que pensamos que merecía la pena».

Ya lo ven, una gran experiencia de vuelo no se consigue necesariamente contratando a un chef mediático para que diseñe la presentación de lo que viene siendo un cacho de pollo en la bandeja de la comida. Tres hurras por Alaska Airlines.

Y a ver si reconocen a los astros que acompañan a George Harrison en esta versión.

Bichos gigantes africanos, mascotas exóticas (I)

Aunque no seamos plenamente conscientes de ello, la posesión de animales de compañía es un signo de país rico. Aquellos a quienes les ha tocado en la rifa nacer en una nación pobre o en conflicto (y de paso, pensemos un poco en cómo los nacionalismos, entendidos en sus diversos modelos y motivaciones, alimentan la crueldad de este juego de azar) ya tienen suficiente con asegurar la supervivencia y manutención de ellos mismos y de los suyos, por lo que un animal de compañía suele ser un lujo impensable.

Donde no se tienen animales, no se abandonan animales. Los refugios, incluso las perreras donde se sacrifica a algunos de sus huéspedes, son también un signo de país rico. En esas naciones pobres o en conflicto, los pocos animales abandonados o nacidos en la calle sobreviven entre el caos husmeando en la basura.

En una ocasión descubrí una jauría de perros cimarrones en el Parque Nacional de Hell’s Gate, en Kenya. Además de que la imagen de aquellos animales famélicos y mal encarados era tan desoladora como escalofriante (sobre todo si coincide con el momento en que uno se queda atascado en un banco de arena), es de suponer que no llegarían a vivir mucho más; me arriesgaría a afirmar que morirían a tiros, sacrificados por los rangers del parque al representar una amenaza para la fauna salvaje. Cualquier otro destino para ellos era muy improbable en sus desafortunadas circunstancias.

Lo normal y lo extraordinario son conceptos diferentes en países como los suyos y países como el nuestro. A los kenianos les resulta insólito y hasta cómico que algunos de los animales de su fauna salvaje, y que en ocasiones para ellos son plagas indeseables, se vendan en internet como mascotas para los ciudadanos de los países desarrollados. Traigo aquí a dos de ellos, dos animalitos curiosos que se adoptan como mascotas por parte de quienes aprecian más el interés zoológico que la calidez de la compañía. Y el interés zoológico, desde luego, lo tienen.

Caracol gigante africano 'Achatina fulica'. Imagen de Javier Yanes.

Caracol gigante africano ‘Achatina fulica’. Imagen de Javier Yanes.

El primer animal es el caracol gigante africano. Aunque existen distintas especies en diferentes lugares del continente, el keniano responde al nombre de Achatina fulica. Los datos publicados por ahí dicen que mide hasta 20 centímetros o más. En la imagen puede apreciarse el tamaño de un ejemplar hallado en la costa keniana. Su aspecto ya es asombroso, pero aún más lo son algunas de sus costumbres. Como muchos otros caracoles, se alimenta de materia vegetal, pero para mantener el crecimiento de su enorme concha devora fuentes de calcio que pueden incluir huesos de cadáveres o incluso hormigón (el cemento es básicamente calcio, aluminio y silicio).

El caracol gigante africano prefiere temperaturas altas y es de costumbres nocturnas; durante el día permanece enterrado, ya que la exposición al sol puede matarlo. Es nativo de Kenya y Tanzania, pero se ha extendido por la cintura tropical y subtropical del planeta por obra y gracia del ser humano, ya sea de forma involuntaria o deliberada. Actualmente se encuentra incluso en las islas del Pacífico, donde en algunos casos se introdujo como alimento para los militares estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN) lo incluye en su lista de las 100 peores especies invasoras del planeta.

Como especie invasora, los caracoles lo tienen fácil, ya que son hermafroditas. Aunque no suelen fecundarse a sí mismos, cualquier encuentro casual entre dos ejemplares puede acabar en boda. Y a lo largo de sus cinco años de vida pueden poner hasta 1.000 huevos.

Los problemas que causa este inocente gigante son numerosos. Debido a su gran tamaño, es un azote para las cosechas, pero además puede contagiar enfermedades a las plantas, animales e incluso al ser humano. Si se topan con él, sepan que es una mala idea tocar los ejemplares salvajes, ya que pueden transmitir parásitos peligrosos de piel a piel. Entre ellos figura el nematodo Angiostrongylus cantonensis, conocido también por el poco agradable nombre de gusano de pulmón de rata, por anidar en las arterias pulmonares de los roedores. En los humanos, hospedadores accidentales, este gusanito provoca una seria meningitis.

En 2010 se detectó en Venezuela que las heces y secreciones de estos caracoles contenían huevos de Schistosoma mansoni, la mayor plaga parasitaria de la humanidad después de la malaria. La esquistosomiasis, también llamada bilharziasis, afecta a cientos de millones de personas en todo el mundo, y es la principal razón por la que se recomienda encarecidamente a los viajeros en regiones tropicales que no se bañen en aguas dulces cuya seguridad no haya sido verificada (y que no pisen barro con los pies desnudos). El esquistosoma, un gusano platelminto, vive en diversas especies de caracoles acuáticos y terrestres, y puede infectar a los humanos penetrando a través de la piel, causando una devastadora enfermedad crónica que puede llegar a ser mortal.

Centros de Vacunación Internacional, enredados en la burocracia kafkiana

Si usted tiene planeado viajar próximamente a algún país de riesgo de enfermedades infecciosas y piensa acudir a un Centro de Vacunación Internacional (CVI), esto le interesa. Este artículo no trata de ciencia; sí de viajes, y de algo tan mixto como la política sanitaria. Más concretamente, de las consecuencias de su kafkiana burocracia sobre el sufrido ciudadano, sin olvidar su impacto sobre los profesionales implicados.

Imagen de US Army.

Imagen de US Army.

Comienzo relatando mi experiencia personal, que luego ampliaré al caso general. En el número 57 de la calle Francisco Silvela de Madrid se encuentra el más clásico de los CVI de la capital, presente allí desde que uno tiene memoria viajera. Con los años se han ido añadiendo otros centros, pero el de Silvela ofrece ciertas ventajas que, por ejemplo, no existen en el CVI del Hospital Carlos III. En este último, el servicio online de cita previa excluye a quienes viajamos con niños, obligándonos a ocupar una mañana entera colgados al teléfono, tratando una y otra vez de llamar a una línea que, o comunica, o suena sin que nadie descuelgue.

El motivo de esta distinción en el caso de los niños es que a estos no se les atiende en el Carlos III, sino en la Unidad de Pediatría del cercano Hospital La Paz. Las citas para ellos se conciertan también en el servicio telefónico del Carlos III, si uno consigue comunicar con él; pero se hace de forma individual: una cita diferente para cada adulto en el Carlos III, una cita diferente para cada niño en La Paz. Y el hecho de tener que visitar dos hospitales distintos no completa el circuito: si además hay que pagar tasas de vacunación, esto debe hacerse en un tercer lugar, una sucursal bancaria cercana. Todo un viaje antes del viaje.

En comparación con este engorroso proceso, el CVI de Francisco Silvela es rápido e indoloro. La web permite seleccionar la cita para el número total de personas, niños incluidos. Todo se hace allí, en la misma planta, incluyendo el pago de las tasas. Pero el centro de Francisco Silvela también esconde una sorpresa que al parecer es reciente, y que encaja perfectamente dentro del concepto kafkiano de la burocracia.

Si uno lo necesita, se le despachan las recetas de los medicamentos oportunos, como el Malarone –quimioprofilaxis contra la malaria– o el Vivotif –vacuna oral contra la fiebre tifoidea–. Pero cuando uno se presenta en la farmacia con sus recetas, allí le espera la sorpresa: las recetas del CVI de Francisco Silvela no son las oficiales de la Seguridad Social, por lo que no dan acceso al precio subvencionado del medicamento. En el caso del Malarone, la diferencia es de 2,6 euros a más de 26. Es decir, que aunque uno haya acudido a un centro público oficial, las recetas que allí se entregan son el equivalente sanitario de los billetes del Monopoly: completamente inútiles.

Con perplejidad, y sin poder recordar que esto me haya ocurrido en ocasiones anteriores, me pongo en contacto con el/la médico que me atendió en el CVI. Como no tengo permiso expreso para mencionar su nombre, lo dejaremos en Juana. Juana me explica que, en efecto, las recetas que hacen allí no son de la Seguridad Social (SS). “Para que en la farmacia apliquen la subvención tendréis que ir con las recetas oficiales que os hace vuestro médico de la SS”, añade. Juana me confirma además que la memoria no me falla: “Sé que en tiempos pasados sí se hacían aquí recetas oficiales, pero dejaron de suministrarlas, no sé qué problema hubo”.

El quid de la cuestión es que el CVI de Francisco Silvela no depende orgánicamente del sistema sanitario gestionado por la Comunidad de Madrid, sino del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas (MINHAP); es decir, de la Delegación del Gobierno. Y dado que el CVI no pertenece al Servicio Madrileño de Salud, no expide las recetas oficiales del Servicio Madrileño de Salud; a todos los efectos, un centro público despacha recetas que tienen la consideración de privadas. Juana reconoce que “respecto a la desconexión de administraciones, es algo que se debería arreglar, todos pensamos que no tiene ningún sentido, pero ya sabes: donde hay patrón…».

Para tratar de entender el alcance del problema a una escala más general, me pongo en contacto con Rosa López Gigosos, Jefa de Servicio de Sanidad Exterior del Centro de Vacunación Internacional (CVI) de Málaga. La doctora me confirma que no se trata de un problema exclusivo del CVI de Francisco Silvela, sino que afecta a muchos otros centros por todo el territorio del Estado. En concreto, me precisa, actualmente hay unos 30 CVI dependientes de la administración general del Estado (entre ellos, el de Francisco Silvela o el de Málaga), y unos 60 pertenecientes a las Comunidades Autónomas (como el del Carlos III) o a los Ayuntamientos (como el de la calle Montesa de Madrid).

“En casi todos los CVI dependientes del Estado los médicos carecen de talonarios de recetas de la Seguridad Social (del sistema autonómico de salud de la Comunidad donde el CVI se encuentra ubicado)”, señala López Gigosos. “Por tanto se prescribe en recetas, iguales a las privadas, sin financiación por parte de los sistemas autonómicos de salud”. “La forma de obtener una receta financiada es solicitar una cita con el médico de cabecera correspondiente y, si es tan amable, expedir de nuevo las recetas recomendadas por el médico de Sanidad Exterior” (la cursiva es mía).

Y todo esto, ¿por qué? La respuesta es sencilla: “En España, la Sanidad Exterior es una competencia exclusiva del Estado (establecida como tal en la Constitución), y los CVI son una parte de la Sanidad Exterior”, detalla López Gigosos. Con la transferencia de las competencias sanitarias a las CC AA, surgió un problema: la Sanidad Exterior era intransferible porque requeriría una reforma constitucional. Para permitir que las administraciones autonómicas pudieran disponer de sus propios CVI, se dio un rodeo legal, aplicando una fórmula de encomienda de gestión para ceder la titularidad a otras administraciones que sí tienen en su poder ese papelito mágico, la receta oficial.

CARTEL_CVIEn concreto, en Andalucía hay seis CVI del Estado (Almería, Huelva, Cádiz, Algeciras, Sevilla y Málaga) y uno de la Junta, en Granada. Este último, según López Gigosos, es el único de toda la Comunidad andaluza que administra las vacunas de forma gratuita y emplea recetas de la Seguridad Social. Así que un granadino pagará 2,6 euros por un envase de Malarone, mientras que un onubense deberá pagar diez veces más; a no ser que consiga una receta oficial por parte de su médico de cabecera o que esté dispuesto a recorrer casi 350 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.

En resumen, y para López Gigosos, “el panorama es complejo, las desigualdades importantes, y el resultado caótico e injusto”. Pero además del impacto para el ciudadano individual, la doctora destaca su efecto sobre la eficacia de la Sanidad Exterior. Cuando los usuarios son obligados a acudir al médico de cabecera después de su visita al CVI para conseguir una receta oficial, “muchos viajeros desisten al primer contratiempo”. “Con este recorrido se pierde lo que llamamos oportunidad vacunal para numerosas vacunas como tétanos-difteria, hepatitis A y B, fiebre tifoidea, etc.”, apunta.

Por último, López Gigosos subraya también que el problema afecta a los CVI con los profesionales más cualificados y, a la vez, peor pagados: los centros dependientes del Estado utilizan especialistas que “suelen tener una formación excelente en vacunaciones de viajeros” y cuyos sueldos “son más bajos que los de cualquier otra administración”. Por el contrario, los CVI de las CC AA operan como una función más dentro del servicio de medicina preventiva y “los médicos suelen estar menos especializados”. Y por supuesto, en los centros autonómicos ofrecen toda la gama de vacunas posibles, mientras que en los estatales solo disponen de cinco, compradas con presupuesto de la Delegación o Subdelegación del Gobierno.

¿Solución? López Gigosos explica que tanto ella como sus colegas, a través de la Asociación de Médicos de Sanidad Exterior (AMSE), han denunciado el problema “en reiteradas ocasiones”. En su día se reunieron con la entonces ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, que “comprendió bien la necesidad de mejorar todos los aspectos deficientes de la Sanidad Exterior, pero hubo cambio de gobierno antes de que hubiera tiempo de desarrollar los cambios”. Y el problema de fondo, concluye la doctora, es que todo esto “apenas interesa a nadie”.

¿Por qué no interesa? Los países desarrollados y solventes tienen ciudadanos que viajan; acogen a una población inmigrante que de vez en cuando regresa a visitar a sus familias; y generalmente mantienen vínculos históricos y comerciales con regiones del mundo afectadas por enfermedades infecciosas tropicales. Por todo ello, tienen sistemas de sanidad exterior y salud del viajero que son una referencia y un modelo para el resto del mundo. Aquí tenemos profesionales especializados que no solo dispensan una atención sanitaria excelente, sino que además firman publicaciones en las mejores revistas internacionales de salud del viajero y medicina tropical. Pero están enredados en un laberinto de burocracia kafkiana. Y con ellos, también lo estamos nosotros.

Prohibido oler las flores: este es el jardín más venenoso del mundo

En ciertos jardines es frecuente que las plantas estén separadas de los humanos para proteger a aquellas de estos. Pero en el castillo de Alnwick, en el condado inglés de Northumberland, ocurre al revés: las plantas están enjauladas para que no maten a los visitantes. Más de cien especies tóxicas, desde las moderadamente peligrosas a las letales de necesidad, crecen en el jardín venenoso de Alnwick, el mayor espacio del mundo dedicado al morbo vegetal. O al menos, el mayor abierto al público y que no se emplea con fines criminales.

El castillo de Alnwick, cerca de la frontera escocesa y a pocos kilómetros de la costa oriental de Gran Bretaña, ha pertenecido desde comienzos del siglo XIV a la familia Percy, titulares del ducado de Nothumberland. Hoy es el segundo castillo habitado más grande de Inglaterra, después de la residencia real de Windsor, y el escenario de una larga lista de películas y series, incluyendo la saga de Harry Potter, más de una versión de Robin Hood y la televisiva Downton Abbey. Desde el siglo XVIII el castillo albergó un jardín exquisitamente conservado, pero la Segunda Guerra Mundial provocó su abandono y posterior cierre.

El actual duque heredó el título de su hermano, fallecido en 1995. Su mujer, Jane Percy, no es de familia aristocrática y, al parecer, le aburría la vida ociosa. Su marido le sugirió entonces que se ocupara de los jardines, y ella no pudo tomarlo más en serio. En 1997 decidió cambiar su papel de florero decorativo por 17 hectáreas de jardines con un coste de 42 millones de libras, un desarrollo que ha convertido a Alnwick en una de las atracciones turísticas más visitadas del país. A pesar de ello, y de que los duques enajenaron los jardines del resto de la finca para donarlos a una entidad sin ánimo de lucro, el tradicionalismo británico emprendió una feroz campaña contra lo que consideraban un atentado a un enclave histórico.

Entrada al Poison Garden en los jardines de Alnwick. Imagen de geograph.org.uk / Wikipedia.

Entrada al Poison Garden en los jardines de Alnwick. Imagen de geograph.org.uk / Wikipedia.

Desde la apertura de la primera fase en 2001 hasta hoy, a los jardines de Alnwick se han ido incorporando nuevas instalaciones, actividades y espectáculos, pero ninguno atrae tanta atención como el Poison Garden, el Jardín del Veneno, inaugurado en 2005. En su web, la duquesa explica: “Me preguntaba por qué tantos jardines en todo el mundo se centran en el poder medicinal de las plantas y no en su capacidad de matar… Me pareció que la mayoría de los niños que conocía estarían más interesados en escuchar cómo una planta mata, cuánto tiempo tardarías en morir si la comieras y cómo de grotesca y dolorosa sería la muerte”.

Al jardín se accede a través de unas cancelas metálicas negras que aportan el dramatismo necesario: “estas plantas pueden matar”, rezan dos letreros adornados con el símbolo internacional de la amenaza de muerte, calavera y tibias cruzadas. La visita, siempre guiada, recorre espacios en los que crecen cicutas, ricinos, belladonas, digitales, mandrágoras, laburnos, lirios de los valles, trompetas de ángel, beleños, perejil gigante, o la nuez vómica de la que se obtiene la estricnina.

Los guías explican su historia, su mitología y su ciencia. El jardín incluye también las fuentes clásicas de los narcóticos, como el cannabis, la coca y la adormidera de la que se extrae el opio. Estas y otras plantas sirven para explicar un concepto básico que suele malinterpretarse y tergiversarse, y es que la dosis hace el veneno, una máxima atribuida al médico suizo Paracelso, padre de la toxicología. Algunas plantas venenosas se han empleado tradicionalmente como remedios naturales en pequeñas dosis, y en muchos casos el aumento de la cantidad marca el salto desde la medicina al narcótico, y de este al veneno.

La mala interpretación consiste en la creencia de que esta es una capacidad intrínseca de las plantas medicinales, pero en realidad sucede lo mismo con casi cualquier sustancia: el oxígeno e incluso el agua pueden ser tóxicos en grandes dosis. Las hormonas como la insulina o los neurotransmisores como el glutamato son esenciales para el funcionamiento normal del organismo, pero pueden ser fatales en dosis excesivas. Y lo mismo se aplica a cualquier fármaco; en realidad, muchas plantas son tanto fármacos en bruto como venenos en bruto, como lo expresaba el término griego clásico pharmakon, traducible al mismo tiempo como remedio y como veneno.

En cuanto a la tergiversación, tiene nombre propio: homeopatía. Esta pseudociencia, alimentada por una industria no menos poderosa que la farmacéutica, maneja de forma interesada un falso concepto de medicina natural, de forma que ambas ideas quedan confundidas en la mente de muchos consumidores desprevenidos; pero una cosa es la preparación de hierbas con propiedades curativas, y otra muy diferente la venta de viales de agua y cápsulas de azúcar.

La homeopatía no es medicina natural, sino que se basa en la creencia, absolutamente contraria a los principios físicos y químicos, de que el agua recuerda un compuesto que contuvo una vez que este ha sido eliminado por diluciones sucesivas. Un ejemplo: imaginemos que vertemos un vaso de leche en un cubo de agua, luego llenamos un vaso en este recipiente y lo pasamos a otro lleno también de agua, y así sucesivamente hasta que la leche ha desaparecido por completo. Se trata del principio de dilución límite en el que se basa la homeopatía: el agua tiene memoria, y este es el presunto principio curativo. En muchos casos las sustancias empleadas para ello ni siquiera son de origen natural, pero poco importa: el producto final es solo agua, o azúcar cuando se trata de píldoras.

Regresando al jardín de Alnwick, quien viaje este verano por el norte de Inglaterra tiene la oportunidad de conocer un lugar casi único en el mundo. Durante los meses de estío, los jardines abren de 10 de la mañana a 6 de la tarde. Los precios y la posibilidad de comprar las entradas por anticipado están disponibles en la web de Alnwick. Pero recuerden, aunque ya se ocuparán los guías de insistirles sobre ello: no huelan las flores.