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¿Puede el alzhéimer ser transmisible?

Ayer conté aquí la historia de los priones, agentes causales de enfermedades que llevan casi 300 años desconcertando a los científicos, y que solo en el último medio siglo han empezado a comprenderse. Los priones se saltan a la torera la lógica de la biología: son partículas infecciosas compuestas únicamente por proteínas, capaces de invadir el tejido nervioso sin depender de un ácido nucleico (ADN o ARN) para desencadenar su proceso infectivo. En humanos y otros animales provocan dolencias neurodegenerativas que hoy no tienen tratamiento ni curación, como el mal de las vacas locas o la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (CJD).

Los priones actúan transmitiendo su conformación errónea y patológica a otras proteínas sanas, a las que arrastran a ese lado oscuro de la rebelión contra el organismo. Cuando un prión entra en contacto con una proteína normal, induce un cambio en su plegamiento. Todos los priones conocidos tienen en común un tipo de configuración espacial similar, compuesto por estructuras llamadas láminas beta que tienden a agregarse entre sí para formar fibrillas. Estas se depositan en grumos insolubles llamados amiloides que destruyen el tejido nervioso, lo que dispara un proceso neurodegenerativo irreversible y devastador.

Pero fuera del ámbito de los priones, cuando hablamos de depósitos amiloides y de degeneración neuronal, hay una enfermedad que nos viene de inmediato a la mente: el alzhéimer. Este terrible mal aún no tiene una causa definida, pero uno de sus síntomas más conocidos es la formación de placas amiloides. Claro que nadie ha sugerido que el alzhéimer pueda ser transmisible como lo son el mal de las vacas locas o la CJD.

Instrumental quirúrgico. Imagen de Wikipedia.

Instrumental quirúrgico. Imagen de Wikipedia.

Nadie, hasta ahora. Un estudio publicado la semana pasada en Nature revela que se han encontrado signos típicos del alzhéimer en el cerebro de pacientes fallecidos por enfermedad de Creutzfeldt-Jakob que habían recibido tratamiento con hormona de crecimiento extraída de la glándula pituitaria de cadáveres, una terapia que dejó de dispensarse hace 30 años.

Entre 1958 y 1985, era relativamente común que los niños de estatura demasiado baja para su edad recibieran inyecciones de hormona de crecimiento humana (hGH) que se preparaba reuniendo extractos de glándula pituitaria de miles de cadáveres. Unas 30.000 personas en todo el mundo fueron tratadas de esta manera. Por entonces no se sospechaba ningún efecto adverso, pero algunos de los pacientes desarrollaron CJD. Con el descubrimiento de los priones en 1982, se detectó que algunos de los lotes de hGH estaban contaminados con estos agentes infecciosos. La terapia con hGH de cadáveres fue suspendida de inmediato, pero para algunos ya era demasiado tarde: la CJD puede tardar decenios en manifestarse.

En Reino Unido, 38 pacientes de un total de 1.848 receptores de hGH de cadáveres habían desarrollado CJD en el año 2000, con un tiempo de incubación de unos 20 años. En 2012 se habían identificado en todo el mundo 450 casos de CJD causada por hGH cadavérica o por otros procedimientos médicos.

Ahora, un equipo de científicos británicos ha llevado a cabo autopsias de cerebro de ocho personas fallecidas por CJD entre los 36 y los 51 años. Y además de los síntomas evidentes del mal que provocó sus muertes, en cuatro de ellos los investigadores han encontrado los depósitos beta amiloides característicos del alzhéimer, bien diferenciados de los grumos formados por los priones. Ninguno de los pacientes era poseedor de mutaciones asociadas a alto riesgo de padecer alzhéimer, y los signos de esta enfermedad tampoco aparecieron en otros 116 afectados por enfermedades priónicas que no habían recibido tratamiento con hGH. Por último, y confirmando lo que ya mostró otro estudio en 2013, los autores han revelado también que los pacientes con desarrollo de alzhéimer tienen beta amiloide en sus glándulas pituitarias, demostrando así una ruta de transmisión.

En realidad, no es la primera vez que que se sugiere una posible transmisión de los signos típicos del alzhéimer por tejidos afectados; anteriormente ya se había demostrado experimentalmente que la inoculación de ratones o primates con extractos de cerebros enfermos puede inducir la formación de beta amiloide en los animales. Sin embargo, es la primera vez que se demuestra una transmisión en el mundo real, no provocada deliberadamente.

Respecto a la existencia de una verdadera enfermedad de alzhéimer en estos pacientes, más allá de la detección de los depósitos beta amiloides, los científicos escriben en su estudio: «Aunque ninguno de los casos de CJD con patología beta amiloide tenía la patología de ovillos neurofibrilares de tau hiperfosforilada característica de la enfermedad de alzhéimer, es posible que la neuropatología completa de la enfermedad de alzhéimer se hubiera desarrollado si estos individuos no hubieran sucumbido a la enfermedad priónica a edades relativamente tempranas».

Los autores apuntan la posibilidad de que las «semillas» del beta amiloide del alzhéimer se sembraran en los pacientes junto con los priones al purificar los extractos de hGH. Sin embargo, tampoco descartan la posibilidad de que los propios priones de la CJD pudieran sembrar el beta amiloide del alzhéimer; de darse esta posibilidad, equivaldría a tener que clasificar esta dolencia como potencialmente causada por un prión, lo que cambiaría radicalmente el enfoque de estudio.

Y concluyen: «Aunque no se sugiere que la enfermedad de Alzheimer sea una enfermedad contagiosa y no hay pruebas concluyentes de estudios epidemiológicos de que la enfermedad de Alzheimer sea transmisible, notablemente por transfusiones sanguíneas, nuestros hallazgos deberían invitar a considerar si otras rutas iatrogénicas [provocadas por procedimientos médicos] conocidas de transmisión de priones, incluyendo los instrumentos quirúrgicos y los productos de la sangre, podrían también ser relevantes de cara al beta amiloide y otras semillas proteopáticas [de proteínas enfermas] observadas en las enfermedades neurodegenerativas».

En resumen, y por destacar las principales conclusiones: los autores no afirman ni demuestran que el alzhéimer sea una enfermedad contagiosa, pero sí que puede transmitirse en ciertos casos si existe una vía de inoculación de material contaminado. Tampoco sugieren que el alzhéimer sea una enfermedad priónica, aunque no es la primera vez que se encuentra un sospechoso vínculo entre ambos tipos de dolencias.

Pero lo que el estudio sí plantea es una revelación alarmante. Tanto los priones como las posibles semillas beta amiloides del alzhéimer resisten los procedimientos habituales de esterilización y descontaminación de material quirúrgico que destruyen los virus y las bacterias. A la vista de los resultados, no se puede descartar que un bisturí que haya tocado tejido enfermo pueda contaminar después otro cerebro sano. Aunque en el caso de los pacientes con dolencias priónicas ya se aplican métodos más extremos de esterilización, tal vez los nuevos hallazgos deban obligar a que estos protocolos se extiendan con la máxima urgencia a los casos de otras enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer.

Pasen y vean (en 3D) Ceres, un pequeño mundo misterioso

Lo de buscar formas reconocibles en Marte ya parece haberse convertido casi en un deporte para algunos. Qué sería un verano sin las típicas proclamas de que las fotos de nuestro planeta vecino muestran claramente una mujer fantasmal, una pirámide alienígena o un cangrejo. Al menos estas serpientes veraniegas tal vez ayuden a relajar la tensión de una estación que este año ha venido inusual y especialmente sobrecogedora.

Pero lo cierto es que tampoco hay que dejarse llevar por el síndrome de las caras de Bélmez para encontrar excitantes misterios más allá de nuestro planeta. Dos ejemplos los tenemos en un par de rocas que últimamente han sido objeto de investigación y han captado la atención de los medios.

El primero es Plutón, visitado por primera vez este año por un artefacto de construcción humana, la sonda New Horizons. Los científicos de la misión están perplejos por un aberrante fenómeno que parece estar ocurriendo ante sus propios ojos, precisamente en el momento en que nuestra tecnología nos ha permitido llegar al que fue el último planeta del Sistema Solar.

Aprovechando la visita de New Horizons a Plutón, los científicos de la NASA lanzaron hacia el explaneta sendas señales de radio desde dos antenas terrestres de la llamada Deep Space Network (DSN), una instalación de la NASA distribuida en tres emplazamientos en Australia, California y Madrid (Robledo de Chavela). El objetivo de esta operación era que el instrumento REX de New Horizons recogiera las señales lanzadas por la DSN después de atravesar la atmósfera de Plutón, lo que permitiría medir la presión atmosférica en el explaneta.

Los resultados han dejado boquiabiertos a los investigadores: la presión atmosférica actual de Plutón es de solo 7 microbares, la mitad de lo que se había detectado previamente, y solo la centésima parte de la terrestre. Los científicos piensan ahora que la atmósfera de Plutón se está colapsando, congelándose en su superficie ante nuestros propios ojos, y que su presión continuará disminuyendo.

Manchas brillantes en el cráter de Occator en Ceres, fotografiadas por la sonda 'Dawn'. Imagen de NASA/JPL-Caltech/UCLA/MPS/DLR/IDA.

Manchas brillantes en el cráter de Occator en Ceres, fotografiadas por la sonda ‘Dawn’. Imagen de NASA/JPL-Caltech/UCLA/MPS/DLR/IDA.

El segundo de los mundos que está revelando asombrosas sorpresas es Ceres, el mayor de los astroides del cinturón entre Marte y Júpiter, que desde el pasado marzo está bajo el escrutinio de la sonda Dawn. Este planeta enano, de casi mil kilómetros de diámetro y el único del Sistema Solar dentro de la órbita de Neptuno, intriga a los científicos desde que Dawn fotografió en uno de sus cráteres unas manchas brillantes que los expertos aún no han podido explicar.

Esta semana la NASA ha publicado las últimas imágenes de las manchas en el cráter Occator, tomadas por Dawn a solo unos 1.600 kilómetros de distancia. Los investigadores han descartado que se trate de hielo, pero aún no han podido determinar a qué se deben esos salpicones de blancura en la cara grisácea de Ceres. Incluso han dispuesto una página web en la que los visitantes pueden votar por su explicación favorita.

La Montaña Solitaria de Ceres, fotografiada por la sonda 'Dawn'. Imagen de NASA/JPL-Caltech/UCLA/MPS/DLR/IDA.

La Montaña Solitaria de Ceres, fotografiada por la sonda ‘Dawn’. Imagen de NASA/JPL-Caltech/UCLA/MPS/DLR/IDA.

Pero las manchas blancas no son los únicos rasgos misteriosos en Ceres. Los científicos andan también intrigados por la presencia de una montaña de unos 6 kilómetros de altura que se eleva sobre un entorno totalmente plano; en palabras del científico de Dawn Paul Schenk, «en mitad de la nada». El origen geológico de esta llamada Montaña Solitaria aún es una incógnita.

La NASA ha preparado el siguiente vídeo que ofrece un panorama turístico del extraño y pequeño mundo de Ceres. La última parte se puede ver en 3D con unas gafas de rojo/azul.

Cómo empaquetar varios metros de ADN sin un solo nudo

Cada célula de un organismo contiene su genoma completo. Sin necesidad de fijarnos en genomas mayores (que los hay, y posiblemente mucho mayores), quedémonos con los más de dos metros de ADN que contiene cada una de nuestras células. Por supuesto, esta longitud total no es continua, sino que está distribuida en 46 cromosomas; pero cada cromosoma sí consiste en una sola hebra de ADN, y todos ellos comparten el minúsculo espacio del núcleo de la célula, invisible a simple vista.

Cromosomas humanos en metafase. Imagen de Jane Ades, NHGRI / Wikipedia.

Cromosomas humanos en metafase. Imagen de Jane Ades, NHGRI / Wikipedia.

De entre todos los misterios de la biología, uno de los más asombrosos es la capacidad de la célula de empaquetar varios metros de ADN en un volumen tan ínfimo. La imagen más popular de los cromosomas como longanizas dobles unidas por el centro solo existe durante una etapa muy concreta del ciclo celular llamada metafase. Este es el máximo grado de condensación de los cromosomas cuando se va a producir la división de la célula, del mismo modo que empaquetamos nuestras pertenencias para una mudanza. Pero durante el resto del tiempo, los cromosomas están más o menos desempaquetados, porque la secuencia de ADN que contienen debe permanecer utilizable.

Imaginemos esas antiguas salas de códigos de la Segunda Guerra Mundial, con numerosas hileras de pupitres ocupados por descifradores que continuamente leían tiras de papel con caracteres impresos. El núcleo celular es algo parecido, pero esas larguísimas tiras de ADN deben conservarse perfectamente ordenadas, sin romperse ni anudarse.

Todo el que haya tenido que dedicar un rato a desembrollar cables puede imaginar lo que esto supone. Si el año anterior no tuvimos la precaución de guardar las luces de Navidad con un cierto orden, al abrir la caja encontraremos una maraña compacta plagada de nudos. Esto tiene un nombre en física: se conoce como glóbulo de equilibrio. Rescatando los conceptos de mínima energía y entropía que venimos manejando los últimos días, el glóbulo de equilibrio es una configuración de gran desorden (entropía elevada) y mínima energía, motivo por el que surge de forma natural.

Pero parece claro que un glóbulo de equilibrio no sería la configuración ideal para el ADN en la célula, dado que dificultaría enormemente el empaquetamiento reversible y la posibilidad de mantener la secuencia siempre disponible. Empaquetar el ADN en la célula es un proceso enormemente complicado en el que intervienen unas proteínas llamadas histonas. El complejo que forma el ADN con las histonas, como un collar de cuentas, se llama cromatina; esta se enrolla como uno de los antiguos cables de teléfono y luego se vuelve a enrollar para empaquetarse en los cromosomas de la metafase, listos para la mudanza.

Izquierda, un glóbulo de equilibrio. Derecha, un glóbulo fractal que forma territorios. Imagen de L. Mirny, Chromosome research.

Izquierda, un glóbulo de equilibrio. Derecha, un glóbulo fractal que forma territorios. Imagen de L. Mirny, Chromosome research.

Pero ¿qué tipo de forma física adopta la cromatina para permanecer utilizable? Algunos científicos piensan que su configuración es lo que se conoce como glóbulo fractal. El término fractal fue acuñado en 1975 por el matemático nacido en Polonia Benoit Mandelbrot. La geometría fractal consiste en formas que tienen la peculiaridad de repetir estructuras similares a gran escala y a pequeña escala; a primera vista parecen irregulares, pero en realidad siguen un patrón que puede describirse con algoritmos matemáticos. De forma limitada, la geometría fractal aparece también en la naturaleza: ejemplos clásicos son las hojas de los helechos y otros sistemas ramificados, como los bronquios pulmonares o los vasos sanguíneos.

Ejemplo de camino hamiltoniano en un dodecaedro. Imagen de Christoph Sommer / Wikipedia.

Ejemplo de camino hamiltoniano en un dodecaedro. Imagen de Christoph Sommer / Wikipedia.

El glóbulo fractal es una de estas estructuras. Su aspecto general es el de un bloque de noodles de los que se venden secos para meter en agua. Esta estructura tiene la peculiaridad de que consigue un empaquetamiento máximo en el mínimo espacio manteniendo lo que se llama un camino hamiltoniano; es decir, que si seguimos el hilo del ADN, nunca pasamos dos veces por el mismo punto, ya que la hebra nunca se cruza y, por tanto, no hay nudos. Es un caso de la denominada curva de Peano, que llena un plano sin cruces; su aspecto es parecido a los laberintos de las revistas de crucigramas, pero en una estructura regular que se repite a mayor escala: glóbulos de glóbulos de glóbulos. Este tipo de glóbulo sería coherente con el hecho observado de que, cuando la cromatina está desempaquetada, cada cromosoma mantiene una especie de territorio; en el glóbulo de equilibrio esto no sucedería, sino que todos estarían mezclados a lo largo y ancho del volumen que ocupa el núcleo celular.

El glóbulo fractal fue propuesto por primera vez en 1988 como un modelo teórico por el físico ruso Alexander Grosberg, hoy en la Universidad de Nueva York. En 2009, científicos de las Universidades de Harvard y Washington y del Instituto Tecnológico de Massachusetts publicaron en Science la primera prueba que apoyaba el modelo del glóbulo fractal.

Curva fractal de Peano. Imagen de António Miguel de Campos / Wikipedia.

Curva fractal de Peano. Imagen de António Miguel de Campos / Wikipedia.

Investigadores de la Universidad Estatal Lomonosov de Moscú han aportado una prueba más de que la cromatina puede formar glóbulos fractales y funcionar para sus cometidos celulares. Los científicos han logrado modelar una cadena de ADN de un cuarto de millón de unidades utilizando el supercomputador Lomonosov. Según su estudio, publicado en la revista Physical Review Letters, el glóbulo fractal ofrece una estructura muy estable que proporciona una dinámica más rápida que el glóbulo de equilibrio, lo que facilitaría la disponibilidad del ADN para su uso.

Una estructura de glóbulo fractal, como 'noodles' secos'. Imagen de L. Nazarov.

Una estructura de glóbulo fractal, como ‘noodles’ secos. Imagen de L. Nazarov.

Con todo esto queda ilustrado el inmenso grado de orden que existe dentro de una célula; tanto que algunos investigadores han propuesto que esta característica de los seres vivos, la capacidad de mantener un gran orden interno a costa de desordenar su entorno, podría servir para identificar formas de vida en otros planetas que sean muy diferentes a lo que conocemos aquí.

“Con independencia del tipo de forma de vida de que pudiera tratarse, todas deben tener en común el atributo de ser entidades que reducen su entropía interna a costa de la energía libre obtenida de su entorno”, escribían en 2013 los chilenos Armando Azua-Bustos y Cristian Vega-Martínez en la revista International Journal of Astrobiology. “Mostramos que tan solo usando análisis matemático fractal uno podría cuantificar rápidamente el grado de diferencia de entropía (y, por tanto, su complejidad estructural) de procesos vivos (en este caso, crecimientos de líquenes y patrones de crecimiento de plantas) como entidades distintas separadas de su entorno abiótico similar”. Los investigadores proponían que se incluyan estos criterios en la búsqueda de vida en otros lugares del Sistema Solar.

Así pues, esta serie sobre la entropía de los seres vivos nos lleva finalmente a que este concepto podría convertirse en un criterio clave para la búsqueda de vida alienígena. Pero si están a punto de marcharse de vacaciones, tal vez simplemente hayan descubierto que un equipaje bajo en entropía consumirá más energía libre para prepararlo, pero ocupará menos espacio y quedará más fácilmente utilizable.

¿Y si la vida surgió en el desierto?

Si algo sabemos con certeza de cómo comenzó la vida en este planeta, es que fue en el mar.

¿O no?

Imagen de Olearys / Flickr / CC.

Imagen de Olearys / Flickr / CC.

Las reacciones químicas de la vida tienen lugar en el agua. Las células son pequeños botijos cerrados que mantienen en su interior un diminuto océano portátil en el que transcurren todos los procesos bioquímicos. Pero antes de que surgiera la primera célula, no había una barrera que confinara el medio acuoso. Por lo tanto, toda la química previa a los primeros sistemas vivos debía desarrollarse directamente sobre mojado. El agua con compuestos precursores disueltos es lo que se conoce como la sopa orgánica primordial, el lugar donde nació la vida.

Algunos científicos piensan que este lugar pudo ser similar a las actuales fumarolas hidrotermales marinas, también llamadas chimeneas negras. Se trata de fisuras en el lecho marino situadas en zonas volcánicas, normalmente a gran profundidad, por las que se filtra agua caliente con abundantes minerales disueltos, sobre todo sales de azufre. La alta temperatura y la riqueza de nutrientes concentran pequeños ecosistemas en las fumarolas, incluyendo bacterias y arqueas primitivas que viven en ausencia de oxígeno, en un entorno muy parecido al de la Tierra prebiótica.

La ventaja de las fumarolas es que crean un ambiente local muy apto para que se dieran las condiciones iniciales de la vida, algo que difícilmente pudo ocurrir en un mar abierto donde los compuestos están demasiado dispersos. Con el paso de los años, los científicos han ido abandonando la idea de que la vida pudo surgir en el agua libre, ya que la baja concentración de las moléculas haría muy improbable que llegaran a producirse las reacciones necesarias; hace falta un ambiente más íntimo, o una fase sólida a la que agarrarse. El propio Darwin ya habló de un «pequeño estanque caliente», y algunos expertos han llegado a proponer incluso que la vida pudo comenzar en el diminuto resto de agua que cabe entre dos laminillas de mica, ese mineral que forma lentejuelas en el granito.

Esto, en lo que se refiere al dónde. Pero ¿cómo? Ayer mencioné el experimento de Miller-Urey. En 1952, Stanley Miller y Harold Urey, entonces en la Universidad de Chicago, construyeron un sistema cerrado en el que introdujeron una fuente simple de carbono, otra de nitrógeno y gas hidrógeno, todo ello en un medio acuoso con una fuente de calor. Al más puro estilo de Victor Frankenstein, aplicaron chispazos a la disolución para simular las tormentas eléctricas de la Tierra primigenia. Gracias a este aporte de energía, el sistema de Miller y Urey generó espontáneamente una gran cantidad de aminoácidos, los bloques que forman las proteínas; tantos que un análisis reciente de las muestras guardadas entonces detectó más de los que en su día habían encontrado los investigadores.

El chispazo de Frankenstein es un elemento problemático. Como expliqué ayer, y en aplicación de la Segunda Ley de la Termodinámica, la física de la naturaleza fluye hacia los estados de mínima energía, no al contrario. En presencia de oxígeno, los compuestos de carbono de los que estamos hechos se queman espontáneamente, desprendiendo calor y produciendo dióxido de carbono (CO2) y agua como residuos finales. Para que la reacción discurra en sentido contrario, por ejemplo para fabricar glucosa a partir de agua y CO2, es necesario aportar energía, que se almacena en los enlaces químicos de la molécula. El chispazo de Miller y Urey lo conseguía; pero por mucho que la Tierra primitiva fuera una especie de Mordor, confiar en los rayos para ejecutar billones de reacciones de ensayo y error es quizá demasiado arriesgado. ¿Sería posible encontrar otra fórmula en la que se aminoraran las barreras energéticas a superar?

De momento, ahí lo dejamos. Pasamos ahora al qué. Para disparar el comienzo de la vida en la Tierra y mucho antes de la primera célula, fue necesario que en primer lugar aparecieran moléculas capaces de copiarse y almacenar información. Lo primero se logra a través de enzimas, que actúan como catalizadores para propiciar reacciones que de otro modo no se producirían, o lo harían muy lentamente. Para lo segundo se necesitan un código y un soporte químico capaz de alojarlo.

Respecto a esto último, hoy todos los organismos almacenamos nuestra información en forma de ADN, a excepción de algunos virus (si es que pueden calificarse como organismos) que emplean como material genético otro derivado llamado ARN. El ARN, que también empleamos todos los organismos para ciertos procesos biológicos, tiene una cualidad especial, y es que además de almacenar información genética puede actuar como enzima, algo que no se ha encontrado en la naturaleza para el ADN. Estos ARN con actividad catalítica se llaman ribozimas.

El descubrimiento de las ribozimas en 1982 indujo a muchos científicos a pensar que quizá la vida en la Tierra comenzó con el ARN, ya que tiene todo lo necesario, capacidad de codificar información y actividad catalítica que podría haber facilitado la autorreplicación. La vida no podría haber comenzado sin la catálisis, y en esta actividad biológica juega un papel imprescindible otro tipo de compuestos, las proteínas, que aportan la mayoría de las funciones enzimáticas y estructurales de los seres vivos. Las proteínas son cadenas de aminoácidos, como los generados por el experimento de Miller-Urey. Pero la unión de los aminoácidos en cadenas requiere un gran aporte de energía para la formación de sus enlaces, denominados peptídicos, y es difícil que esto se produzca de manera espontánea.

Ante todos estos requisitos e incógnitas, un equipo de investigadores del Centro para la Evolución Química y el Instituto Tecnológico de Georgia (EE. UU.) ha creado un modelo que avanza un gran paso en la demostración de la abiogénesis. Los científicos mezclaron dos tipos de moléculas orgánicas, aminoácidos e hidroxiácidos. Estos últimos, que también se presumen presentes en la Tierra primitiva, se diferencian de los aminoácidos en el grupo químico que llevan pegado a su radical ácido, y son muy utilizados en cosmética; muchas cremas llevan alfa-hidroxiácidos, o AHA, por sus (siempre presuntas) propiedades beneficiosas para la piel.

Los investigadores sometieron esta mezcla heterogénea a varios ciclos sucesivos de humedad y secado por calor, con una temperatura máxima que no superaba los 65 ºC. Con este proceso simularon algo que podría haber sucedido en la Tierra primitiva: charcos ricos en materia orgánica que se secaban al sol y se hidrataban de nuevo con la lluvia. Después de solo 20 repeticiones, los científicos observaron que surgían espontáneamente cadenas de hasta 14 unidades de aminoácidos e hidroxiácidos, conocidas con el nombre de depsipéptidos.

Los hidroxiácidos se unen con un tipo de enlace llamado éster, formando lo que se llama un poliéster. Un ejemplo de poliéster es, evidentemente, el poliéster, la conocida fibra textil. Esta es sintética y no biodegradable, pero existen otros poliésteres que se forman y se degradan en la naturaleza. Los científicos ya habían observado antes que estos poliésteres se forman espontáneamente con los ciclos de secado e hidratación. El enlace éster requiere menos energía que el enlace peptídico; basta con un aumento moderado de temperatura para activar su formación. Y una vez logrados los ésteres, la barrera de energía hacia los péptidos, más estables, es mucho menor. «Permitimos la formación de enlaces peptídicos porque los enlaces éster reducen la barrera energética que debe superarse», apunta el codirector del estudio, Nicholas Hud.

Así, una vez que se forman poliésteres, se van rompiendo y reformando, creándose depsipéptidos y finalmente péptidos; todo ello a temperaturas compatibles con la vida y sin necesidad de catalizadores externos. Según el estudio, publicado en la revista Angewandte Chemie International Edition, el proceso podría haber tenido lugar incluso en el desierto, donde el rocío puede formar minúsculas acumulaciones de agua que se secan al sol durante el día y se rehidratan por la noche.

Así, tenemos la demostración de que en la Tierra temprana pudieron formarse péptidos, o pequeñas proteínas. El siguiente paso lo detalla el coautor del estudio Ramanarayanan Krishnamurthy: “Si este proceso se repitiera muchas veces, podrías crecer un péptido que podría adquirir una propiedad catalítica, porque habría alcanzado un cierto tamaño y podría plegarse de una determinada manera. El sistema podría comenzar a desarrollar ciertas características y propiedades emergentes que podrían ayudarle a autopropagarse”.

En resumen, queda superado el obstáculo del que hablaba en el artículo anterior: la aparición de un sistema bioquímico con capacidad de autopropagación es energéticamente posible, y compatible con la Segunda Ley de la Termodinámica. Es evidente que, incluso desde la posible formación espontánea de enzimas y ARN catalítico hasta el nacimiento de la primera célula primitiva, queda aún un largo camino por recorrer. Pero otros investigadores han aportado también grandes avances en estas etapas, como la generación espontánea de membranas protocelulares a partir de ciertos lípidos. Resumiendo aún más: la abiogénesis es posible.

Pero en el fondo siempre nos quedará una pregunta incómoda.

¿Por qué solo una vez?

Mientras confiamos en encontrar vida en algún otro planeta de condiciones habitables, ignoramos a veces el hecho de que, a lo largo de 4.500 millones de años de historia de la Tierra, la abiogénesis solo ha ocurrido aquí UNA vez. O por lo menos, no tenemos absolutamente ningún indicio para sospechar otra cosa.

Concluimos así regresando a una vieja pregunta: ¿es la vida algo extremadamente improbable, como defendía Fred Hoyle? ¿Somos el producto de una casi imposible carambola de fenómenos raros? Por desgracia, no es descabellado pensar que quizá no haya nadie más en el universo.

¿Le gustan el heavy metal o el punk? Dicen que es usted analítico

Nadie tiene que descubrirnos el hecho de que los gustos musicales están relacionados con aspectos de nuestra personalidad. Asociamos músicas a generaciones, tipos sociales, ideologías, niveles económicos… Difícilmente imaginamos a Michael Nyman sonando en una prisión, como tampoco esperaríamos encontrarnos a Lord Everett Wingham Honeycott-Lancaster, si existiera, bailando Los coches de choque de Los Desgraciaus. Decía Woody Allen que escuchando a Wagner le entraban ganas de invadir Polonia. Sin embargo, podríamos llegar a sorprendernos. Si, como dicen, Lady Gaga es fan del heavy metal, ¿por qué entonces hace lo ¡¡&%$&#@!! que hace?

James Hetfield (Metallica). Imagen de Mark Wainwright / Wikipedia.

James Hetfield (Metallica). Imagen de Mark Wainwright / Wikipedia.

Otra cosa es que sepamos en qué consiste y cómo se articula esa relación entre personalidad y música, o por qué algunos estilos nos elevan por la escalera hacia el cielo mientras que otros nos desatan la repulsa desde la fibra más honda de nuestro ser. O por qué hay quienes valoran más el mérito en la composición y/o en la interpretación que la capacidad sensorial, sensual o visceral de la música, o viceversa. O si sentimos más la música en el cerebro o en las caderas. O hasta qué punto nuestras preferencias vienen condicionadas por lo que sonaba en casa, una derivación más del viejísimo debate que en biología se conoce como Nature versus Nurture, o genética contra ambiente.

Los psicólogos hablan de cinco principales factores de personalidad a los que denominan The Big Five: apertura, extroversión, responsabilidad, amabilidad e inestabilidad emocional. Algunos estudios han tratado de vincular estas grandes dimensiones con los gustos musicales, entresacando ciertos patrones. Ahora, el saxofonista de jazz e investigador de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) David Greenberg ha estudiado una relación interesante, la de los estilos musicales con la dicotomía emocional/intelectual.

Para ello, Greenberg ha empleado el modelo desarrollado por Simon Baron-Cohen (sí, a mí también me intrigaba, y al parecer son primos) llamado teoría de empatización-sistematización (E-S). Según Baron-Cohen, los individuos nos situamos en un punto de la escala entre dos extremos, el empatizador, que identifica y responde a las emociones de otros, y el sistematizador, que analiza reglas y patrones. Siguiendo este modelo, los psicólogos emplean cuestionarios para determinar si una persona es empatizadora, sistematizadora o equilibrada entre ambos extremos.

Como muestra de estudio, Greenberg reunió a 4.000 usuarios de la app myPersonality de Facebook, sometiéndolos a diferentes tests para definir su perfil y sus preferencias musicales. Los resultados muestran que los más empáticos prefieren música más blanda, incluyendo estilos como el country, folk, cantautores, rock suave, pop, jazz, Rythm&Blues/Soul, música electrónica contemporánea o ritmos latinos, mientras que los sistemáticos se decantan por los estilos más intensos, como el punk, el hard rock o el heavy metal. De hecho, concluye Greenberg, “el estilo cognitivo [de un individuo] –si es fuerte en empatía o fuerte en sistemas– puede predecir mejor su preferencia musical que su personalidad”.

“Los individuos de tipo E [más empáticos] prefirieron música caracterizada por una baja agitación (atributos de suavidad, calidez y sensualidad), valencia negativa (depresión y tristeza) y profundidad emocional (poética, relajante y amable), mientras que los tipo S [más sistemáticos] prefirieron música de alta excitación (fuerte, tensa y excitante) y aspectos de valencia positiva (animación) y profundidad cerebral (complejidad)”, escriben los investigadores en su estudio, publicado en PLOS One.

Para definir con más precisión los rasgos musicales que más atraen a cada uno de los dos tipos, los investigadores también estudiaron las preferencias dentro un mismo género concreto. De este modo pretendían evitar una posible contaminación por factores personales o culturales, además de huir del convencionalismo de las “etiquetas artificiales desarrolladas a lo largo de décadas por la industria discográfica, y que contienen definiciones ilusorias y connotaciones sociales”. Dicho de otra manera: la etiqueta “rock” es aplicable a estilos tan diferentes como los de Billy Joel o Guns N’ Roses. Incluso en la música clásica, la pasión impura de Tchaikovsky o la grandilocuencia de Wagner están muy alejadas, por ejemplo, del mecanicismo aséptico del barroco.

Así, Greenberg y sus colaboradores han comprobado que, por ejemplo en el caso del jazz, los empáticos prefieren el más suave y dulce, en la línea de Louis Armstrong o del swing de los años 30 y 40, mientras que los sistemáticos se decantan por el más complejo y vanguardista al estilo de John Coltrane. Las conclusiones de Greenberg traen a la memoria casos que conocemos en la cultura popular: el personaje de Hannibal Lechter, un tipo S patológico, se deleitaba escuchando las Variaciones Goldberg de Bach.

El estudio tiene dos posibles aplicaciones prácticas. Por un lado, según Greenberg, “se invierte un montón de dinero en algoritmos para elegir qué música puede apetecerte escuchar, por ejemplo en Spotify y Apple Music. Sabiendo el estilo de pensamiento de un individuo, en el futuro estos servicios podrían ser capaces de refinar sus recomendaciones musicales para cada uno”. Pero más allá de la industria musical, Greenberg augura una posible utilidad de sus investigaciones en el campo del autismo. De hecho, esta es la especialización de Baron-Cohen (Simon, no Sacha), que también ha participado en el estudio y que enfoca este conjunto de trastornos dentro del modelo E-S, por las habituales dificultades de las personas con autismo para empatizar.

Les dejo aquí dos vídeos de sendos grandes temas que Greenberg y sus colaboradores sugieren como modelos: para los más empáticos, Crazy little thing called love, de Queen; y para los más sistemáticos, Enter Sandman, de Metallica.


Diez años para saber, de una vez por todas, si estamos solos

Desde que la búsqueda de otros seres inteligentes en el universo pasó de moda, los programas SETI (en inglés, Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) han sobrevivido financiándose casi exclusivamente con fondos privados. Puede que a alguien más le resulte paradójico, o quizá no: la búsqueda de exoplanetas hipotéticamente aptos para la vida, como el Kepler 452b anunciado esta semana, recibe fondos públicos. La posibilidad de confirmar si en lugares como Kepler 452b existe vida inteligente, no.

El radiotelescopio Parkes, en Australia. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

El radiotelescopio Parkes, en Australia. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

Está claro que la incógnita sobre la vida alienígena interesa solo a una ínfima minoría de la humanidad; si fuera de otra manera, las cosas serían de otra manera. Y en contra de lo que muchos tal vez crean, esa ínfima minoría no incluye a la comunidad científica en general; a muchos científicos el asunto no les importa lo más mínimo. La curiosidad o el ansia de conocimiento sobre nuestro lugar en el universo, y sobre si existe alguien más preguntándoselo, es más una inquietud filosófica que científica, aunque sea la ciencia la que proporcione los instrumentos necesarios para investigarlo y la que convertiría el hipotético hallazgo en su propia y nueva razón de ser. Pero la idea popular de que el deseo de rastrear la vida en el universo pertenece a un círculo académico alejado de la realidad humana es sencillamente falsa.

Como también lo es que quienes albergan esta inquietud sean misántropos, más interesados en despilfarrar los recursos existentes en el caro capricho de buscar alienígenas que en emplearlos en la solución de los problemas urgentes de la humanidad. Muchos (por no generalizarlo a todos) de quienes sienten este anhelo son profundamente filantrópicos; nadie que no albergue un hondo apego por el ser humano encontraría el menor sentido al deseo de confrontación con otra especie inteligente.

Y si lo piensan, tal vez descubran que hay una coincidencia general entre quienes denostan la búsqueda de inteligencia alienígena y quienes repudian la idea del inmenso valor intrínseco del ser humano; si continúan pensándolo, es también la diferencia entre el ermitaño, que reniega del contacto en favor del aislamiento, y el ser colectivo que se abre al exterior para conocer qué y cómo piensan otros. Aquellos concernidos por la tarea de buscar a nuestros posibles vecinos cósmicos son precisamente quienes desean encontrar motivos para poder creer en nuestra naturaleza como especie, y para encontrar un modo de confiar en que aún es posible esperar una edad dorada del ser humano a la que nunca hemos asistido en nuestros casi 200.000 años de presencia en este planeta. Y que, por desgracia, cada vez parece más lejana.

Es muy reconfortante encontrar principios como estos expuestos en un documento nacido de la autoridad intelectual. Demuestra que quienes defendemos la necesidad del SETI compartimos, en efecto, un sentimiento común: no es simple curiosidad científica, sino la mayor de las respuestas, a pesar de que muchos prefieran libremente no formularse la pregunta. El documento es una carta abierta enviada a los medios coincidiendo con la decisión de la Fundación Breakthrough Prize de destinar 100 millones de dólares durante los próximos 10 años a dar un impulso decisivo a los programas SETI.

Los fondos permitirán destinar parte del tiempo de operación de dos radiotelescopios, el Green Bank de Virginia Occidental (EE. UU.) y el Parkes de Australia, a rastrear un millón de estrellas en busca de posibles señales. Además se monitorizarán otras galaxias, se desarrollarán nuevas tecnologías de escucha, se reforzará el SETI óptico (búsqueda de pulsos por láser) y se planteará la conveniencia y la viabilidad de impulsar el SETI activo, el envío de emisiones de radio a estrellas cercanas.

Obviamente, rastrear un millón de estrellas es como tomar un puñado de arena de la playa. Si el esfuerzo resulta infructuoso, los resultados serán inconcluyentes, y la pregunta continuará sin respuesta. Pero es difícil que la ínfima minoría lleguemos a darnos por convencidos, mucho menos vencidos.

Esta es la traducción de la carta abierta, firmada por una lista estelar de científicos y otros personajes que incluye a Stephen Hawking, James Watson, Frank Drake, Ann Druyan, Paul Horowitz, Shinya Yamanaka, Kip Thorne, Nikolay Kardashev, Jill Tarter, Seth Shostak o Garik Israelian, entre otros. La versión original, junto con la lista de firmantes, se encuentra disponible en la web del Instituto SETI.

¿Quiénes somos?

Una civilización madura, como un individuo maduro, debe formularse esta pregunta. ¿Son sus divisiones, sus problemas, sus fugaces necesidades y tendencias lo que define a la humanidad? ¿O tenemos un rostro común, vuelto hacia el universo?

En 1990, la Voyager 1 giró su cámara y capturó el Pálido Punto Azul, una imagen de la Tierra desde 6.000 millones de kilómetros de distancia. Era un espejo sostenido hacia nuestro planeta, hogar del agua, la vida y las mentes. Un recuerdo de que compartimos algo precioso y raro.

Pero ¿cómo de raro, exactamente? ¿La única vida? ¿Las únicas mentes?

Durante el último medio siglo, pequeños grupos de científicos han escuchado valerosamente en busca de signos de vida en el vasto silencio. Pero para los gobiernos, la academia y la industria, las cuestiones cósmicas están astronómicamente hundidas en la lista de las prioridades. Y esto aleja las posibilidades de encontrar respuestas. Es suficientemente duro peinar el universo desde el margen de la Vía Láctea; aún más duro desde el margen del conocimiento público.

Y sin embargo, estas ideas inspiran a millones, ya las encuentren a través de la ciencia o de la ciencia ficción. Porque están en juego las más grandes preguntas de nuestra existencia. ¿Somos el hijo único del universo, y nuestros pensamientos sus únicos pensamientos? ¿O tenemos hermanos cósmicos, una familia interestelar de inteligencia? Como dijo Arthur C. Clarke, “en un caso u otro, la idea es bastante impactante”.

Esto significa que la búsqueda de vida es la empresa definitiva en la que todos ganan. Todo lo que tenemos que hacer es tomar parte.

Hoy tenemos herramientas de búsqueda que sobrepasan ampliamente las de generaciones anteriores. Los telescopios pueden discernir planetas a través de miles de años luz. La magia de la Ley de Moore permite a nuestros ordenadores procesar datos varios órdenes de magnitud más deprisa que las viejas grandes computadoras, y aún más rápido cada año.

Estas herramientas están ahora recogiendo una cosecha de descubrimientos. En los últimos años, los astrónomos y la misión Kepler han descubierto miles de planetas más allá de nuestro Sistema Solar. Ahora parece que la mayoría de las estrellas albergan un sistema planetario. Muchos de ellos poseen un planeta similar en tamaño al nuestro, tendido en la zona habitable donde la temperatura permite el agua líquida. Probablemente hay miles de millones de mundos similares a la Tierra solo en nuestra galaxia. Y con los instrumentos disponibles ahora o próximamente, tenemos la oportunidad de averiguar si alguno de esos planetas es un verdadero Pálido Punto Azul; hogar del agua, la vida e incluso las mentes.

Nunca ha existido un momento mejor para un esfuerzo internacional a gran escala que busque vida en el universo. Como civilización, nos debemos a nosotros mismos el dedicar tiempo, recursos y pasión a esta misión.

Pero tanto como una llamada a la acción, esta es una llamada al pensamiento. Cuando encontremos la exoTierra más próxima, ¿deberíamos enviar una sonda? ¿Debemos tratar de establecer contacto con civilizaciones avanzadas? ¿Quién lo decide? ¿Los individuos, las instituciones, las corporaciones o los estados? ¿O podemos pensar juntos como especie, como planeta?

Hace tres años, la Voyager 1 escapó de los dominios del sol y penetró en el espacio interestelar. El siglo XX se recordará por nuestros viajes por el Sistema Solar. Con cooperación y compromiso, el presente siglo será el momento en el que nos graduaremos a la escala galáctica, buscaremos otras formas de vida y así conoceremos en mayor profundidad quiénes somos.

Los ‘astroforenses’ desmontan la historia de un beso mítico

Tres físicos han demostrado que la historia publicada sobre una de las fotografías más famosas del siglo XX es falsa. Y lo han hecho al más puro estilo Sherlock Holmes, analizando científicamente las pistas que están delante de los ojos de todos pero que solo algunos llegan a discernir e interpretar de la manera correcta, para finalmente llegar a conclusiones que echan por tierra lo que el resto asumía como cierto.

V-J Day en Times Square, la famosa foto de Alfred Eisenstaedt para la revista 'Life' tomada el 14 de agosto de 1945. Al fondo a la derecha, el letrero "BOND" con el reloj en la "O" y la sombra sobre el edificio Loew. Imagen de Wikipedia.

V-J Day en Times Square, la famosa foto de Alfred Eisenstaedt para la revista ‘Life’ tomada el 14 de agosto de 1945. Al fondo a la derecha, el letrero «BOND» con el reloj en la «O» y la sombra sobre el edificio Loew. Imagen de Wikipedia.

La historia comienza el 14 de agosto de 1945, una fecha que en Estados Unidos se conoce como el día de la victoria sobre Japón, o V-J Day. Aquel día, en la gran potencia aliada se vivía un estado de intensa agitación. Aunque aún no había información oficial, circulaba el rumor de que la rendición de Japón era inminente; después de la derrota del nazismo en Europa, la esperada noticia pondría punto final a la Segunda Guerra Mundial.

A medida que transcurrían las horas y los rumores crecían, miles de personas se echaban a las calles para participar del ambiente festivo. Entre ellas estaba el fotógrafo de la revista Life Alfred Eisenstaedt, armado con su Leica de 35 mm para documentar cómo se vivía aquel momento histórico. Por fin, a las 19:00, las emisoras de radio difundieron un comunicado oficial de la Casa Blanca. Tres minutos más tarde, el letrero eléctrico de Times Square desplegaba este mensaje: “OFFICIAL *** TRUMAN ANNOUNCES JAPANESE SURRENDER ***.”

El júbilo estalló entre la multitud congregada en la plaza, y entre la algarabía de las celebraciones, Eisenstaedt disparó su cámara cuatro veces hacia un marinero que besaba a una enfermera. Una de aquellas fotos salió publicada en el número de Life del 27 de agosto; no en la portada, como tal vez muchos creen, sino a página completa como parte de un reportaje dedicado a las celebraciones de la victoria. Y a pesar de que hoy una situación como la retratada en la imagen sería valorada de manera muy distinta –la enfermera no conocía de nada a aquel marinero–, lo cierto es que, juicios aparte, la fotografía de Eisenstaedt ha perdurado como una de las imágenes icónicas del siglo XX.

Durante décadas, las identidades del marinero y la enfermera fueron desconocidas, hasta que en agosto de 1980 Life publicó un reportaje contando que Eisenstaedt había recibido una carta de una mujer llamada Edith Shain que decía ser la protagonista de la imagen. Shain relató que, al conocer el anuncio de la rendición, tomó el metro con una amiga desde su clínica a Times Square y allí fue abordada por el marinero, al que no reprendió por su gesto espontáneo.

Pero el reportaje no hizo sino complicar las cosas, porque de repente comenzaron a surgir varios marineros y enfermeras declarando ser ellos y ellas quienes se besaban en la fotografía. Para añadir más confusión, el 13 de agosto de 2010 un blog del diario The New York Times publicó una historia sobre una segunda enfermera que no aparecía en la imagen de Eisenstaedt, pero sí en otra foto de la misma pareja tomada al mismo tiempo por un fotógrafo de la Armada estadounidense llamado Victor Jorgensen.

El encuadre de Jorgensen era menos atractivo que el de Eisenstaedt, porque carecía de la perspectiva de la plaza y cortaba las piernas de las figuras. Pero al fondo, entre el público que contemplaba a la pareja, aparecía el rostro de una mujer que el artículo identificaba como Gloria Bullard (de soltera Delaney). En agosto de 1945 era estudiante de enfermería en prácticas, y con motivo de los rumores sobre la inminente rendición japonesa había recibido permiso para terminar su turno antes de su hora normal, las 15:30. De camino a la estación en compañía de una amiga para tomar el tren de vuelta a su casa, en Connecticut, pasó por Times Square y presenció la escena del beso, quedando retratada como extra en la imagen de Jorgensen.

Foto de la misma escena del beso tomada por Victor Jorgensen. En el círculo, la enfermera Gloria Delaney. A la izquierda, arriba, su rostro ampliado. Abajo, en otra imagen de la época. Imagen de Victor Jorgensen / U. S. Navy.

Foto de la misma escena del beso tomada por Victor Jorgensen. En el círculo, la enfermera Gloria Delaney. A la izquierda, arriba, su rostro ampliado. Abajo, en otra imagen de la época. Imagen de Victor Jorgensen / U. S. Navy.

El problema, subrayaba el bloguero del NYT Andy Newman, es que las horas no cuadraban. Si Delaney salió de su trabajo antes de las 15:30 y llegó a su pueblo en Connecticut cuando las farolas estaban encendiéndose, como ella misma narró, entonces la foto del beso tenía que haberse tomado mucho antes de las 7 de la tarde, y por tanto antes del anuncio oficial del presidente Truman.

La versión aparentemente final llegó dos años más tarde, en 2012. En el libro The kissing sailor, Lawrence Verria y George Galdorisi desentrañaban «el misterio detrás de la foto que puso fin a la Segunda Guerra Mundial», poniendo nombres definitivos a los protagonistas de la imagen. Según los autores, Shain, fallecida en 2010, era demasiado corta de estatura para ser la mujer de la foto. De entre los varios candidatos y candidatas que habían dado un paso al frente como marinero y enfermera, la investigación de Verria y Galdorisi llegó a la conclusión de que se trataba de George Mendonça y Greta Friedman (Zimmer). El primero, por cierto, ya había demandado en 1987 a la revista por emplear su foto sin permiso.

Mendonça decía que se encontraba viendo una película en la sesión de las 13:05 en el Radio City Music Hall cuando las puertas de la sala se abrieron y la proyección se suspendió a causa de las celebraciones. Ya fuera del cine, caminando por la calle y con unas copas de más, divisó a la enfermera y no se le ocurrió otra cosa que lanzarse a besarla, todo ello nada menos que en presencia de su prometida, Rita, que le acompañaba aquel día. En cuanto a Friedman, ayudante de dentista en una consulta, decía encontrarse en la calle sobre las 2 de la tarde en una pausa tardía para el almuerzo, cuando aquel marinero la besó sin previo aviso. Después, según declaró, regresó a la clínica, donde se le concedió la tarde libre.

El horario, además, era compatible con la versión de Delaney. Así que, por fin, asunto zanjado. ¿O no?

Entre quienes leyeron la historia de Delaney publicada en el blog del NYT en 2010 se encontraba Steve Kawaler, astrofísico y profesor de la Universidad Estatal de Iowa. Kawaler fue entonces uno de los lectores que aportaron comentarios a la noticia haciendo notar un hecho que nadie hasta entonces había mencionado: la controversia sobre la hora de la foto tal vez podía solucionarse analizando las sombras en la imagen. Kawaler escribió a su colega y antiguo compañero Donald Olson, profesor de física de la Universidad Estatal de Texas en San Marcos. Olson se había especializado en un campo peculiar, el estudio de pistas astronómicas en pinturas y fotos para resolver misterios del arte. En 2014, el físico reunió sus casos en el libro Celestial Sleuth: Using Astronomy to Solve Mysteries in Art, History and Literature.

En su nota a Olson, Kawaler escribía en referencia a la controversia sobre la hora del beso: “Supongo que, sabiendo la ubicación exacta de los sujetos y del fotógrafo, y el perfil de los edificios alrededor de Times Square en 1945, uno podría determinarlo bastante bien”. Pero durante tres años la idea quedó aparcada, hasta un día en que Kawaler invitó a Olson a participar vía Skype en un seminario sobre ciencia astroforense. Después de la clase, Kawaler y Olson charlaron y les vino a la memoria la historia del beso; casi por curiosidad, comenzaron a trabajar en ello.

Fotografía de Times Square tomada el 14 de agosto de 1945 a las 19:45 por el sargento de la Fuerza Aérea de EE. UU. Reginald Kenny. A la izquierda, arriba, el letrero del Hotel Astor en forma de "L" invertida. A la derecha, al fondo, el edificio Loew. Imagen de Army Air Force.

Fotografía de Times Square tomada el 14 de agosto de 1945 a las 19:45 por el sargento de la Fuerza Aérea de EE. UU. Reginald Kenny. A la izquierda, arriba, el letrero del Hotel Astor en forma de «L» invertida. A la derecha, al fondo, el edificio Loew. Imagen de Army Air Force.

Al dúo se unió el también físico de la Universidad de Texas Russell Doescher, compañero de Olson, y entre los tres reunieron toda la documentación necesaria: datos del sol, antiguos mapas, cientos de fotos y planos de Times Square en 1945; incluso construyeron una maqueta de la plaza sobre la cual reflejaban la luz del sol con un espejo. Les sirvió de ayuda un reloj que aparece al fondo a la derecha en la imagen de Eisenstaedt, en la “O” del letrero de los almacenes Bond’s. El minutero parece situarse sobre el minuto 50, pero es imposible leer la manecilla de las horas. Sin embargo, más allá del reloj, el edificio Loew mostraba una sombra que se convirtió en la clave de la investigación.

Las indagaciones de los físicos les llevaron a descartar uno a uno los edificios circundantes, hasta llegar a la certeza de que la sombra correspondía a un luminoso en forma de “L” invertida que anunciaba la terraza-jardín del Hotel Astor, en la acera contraria. Con esta conclusión y los datos solares de aquel día, obtuvieron la solución: la foto se tomó exactamente a las 17:51, ni un minuto antes ni después, y sin ningún género de duda. Los tres físicos publican su trabajo en el número de agosto de la revista popular Sky & Telescope.

La consecuencia es inmediata: según sus propios relatos, Mendonça y Friedman no son el marinero y la enfermera de la foto de Eisenstaedt. Si el primero realmente besó a la segunda el V-J Day a las dos de la tarde en Times Square, ese beso nunca apareció en la revista Life. ¿Quiénes eran entonces los protagonistas de la foto? Según Kawaler, “sigue siendo un misterio. La astronomía solo llega hasta donde llega”.

Que, dicho sea de paso, es mucho más lejos de lo que nadie más ha llegado. Y dado que pronto se cumplirán 70 años del V-J Day, y que muchos de quienes vivieron aquel día ya han muerto, tal vez la identidad de los verdaderos protagonistas de aquel beso no llegue a conocerse jamás.

El verdadero Jurassic World: ¿Chris Pratt pilotando la moto entre pavos?

¿Se imaginan a Chris Pratt cabalgando briosamente en su moto entre un grupo de pavos? ¿O acariciándole el pico a un furioso pavo embozalado? Así serían Jurassic World y el resto de la saga de Parque Jurásico si se ciñeran a la realidad del conocimiento actual sobre los velocirraptores. De acuerdo, no eran pavos, pero sí algo mucho más parecido a ellos que a los monstruos retratados en el cine.

Recreación artística del 'Zhenyuanlong suni'. Imagen de Chuang Zhao.

Recreación artística del ‘Zhenyuanlong suni’. Imagen de Chuang Zhao.

Cuando Michael Crichton escribió la primera novela de Parque Jurásico, allá hacia 1989, tomó como referencia un libro que por entonces era novísimo y actual, Predatory dinosaurs of the world: a complete illustrated guide (1988), de Gregory Scott Paul, investigador independiente e ilustrador de dinosaurios. En su libro, Paul agrupaba la aún confusa familia de los dromeosaurios bajo el género común Velociraptor, descrito en 1924. El autor mencionaba que en Mongolia se había hallado un fósil de tamaño algo mayor que el Velociraptor antirrhopus, una especie conocida desde 1969 que medía más de un metro de altura y casi 3,5 metros de largo, la mayoría correspondiente a la cola.

Al parecer, este nuevo ejemplar mongol pudo ser la inspiración de Crichton para describir sus velocirraptores de casi dos metros. De hecho, en el libro se explicaba que el ámbar del que se clonaban estos animales procedía de Mongolia. Así, en su época el libro era probablemente bastante fiel a la realidad del momento desde el punto de vista paleontológico, al menos en lo que se refiere a los velocirraptores.

El problema se resume en una frase que ya he citado varias veces en este blog, y que pertenece al escritor, biólogo, conservacionista y polisabio Stewart Brand: la ciencia es la única noticia. Aunque la mayor parte del público permanezca ajeno a ello, la ciencia está aportando nuevos hallazgos todos los días, a todas horas. Los descubrimientos científicos son acumulativos, pero también refutativos. Por lo tanto, la ciencia del año que viene no solo será más extensa y profunda que la de este, sino que también habrá tachado parte de lo escrito antes para enmendarlo.

Este es el motivo por el que, por discreción y para no resultar descortés, siempre me aparto de las conversaciones entre padres y madres allá a la que surge la primera queja sobre la compra de libros de texto y sus precios. Quejas que a menudo provienen de alguien que sostiene en la mano su iPhone último modelo de 500 euros o más, y cuyo hijo luce la camiseta del año en curso de su equipo de fútbol a 70 pavos la pieza. Por supuesto que como escritor defiendo la compra legal de libros. Pero es que además, y hablo exclusivamente de lo referente a ciencia, un libro de texto de ciencia nace con vocación de efímero, de obsoleto; en muchos casos, probablemente ya lo está cuando sale de imprenta.

Por citar solo dos ejemplos de las últimas semanas, los libros de texto del año que viene ya no podrán hablar de Plutón como inexplorado, ni podrán dejar de incluir su foto. Y tampoco podrán continuar asegurando, como desde hace décadas, que el cerebro está desconectado del circuito linfático y por tanto del sistema inmunitario general, algo que hasta ahora era un dogma de la biología; un reciente estudio revolucionario ha demostrado que no es así. Los libros de texto de cuando estudié biología, a principios de los 90, son ahora curiosos documentos históricos infestados de errores y vaguedades.

Escala de tamaño del velocirraptor. Imagen de Matt Martyniuk / Wikipedia.

Escala de tamaño del velocirraptor. Imagen de Matt Martyniuk / Wikipedia.

Lo mismo ha sucedido con la paleontología desde que Crichton escribió su primer Parque y Spielberg filmó la primera versión. El Velociraptor antirrhopus, una especie norteamericana, fue reclasificado como Deinonychus antirrhopus, o deinonico. El nuevo fósil de Mongolia fue asignado a una nueva especie, Achillobator giganticus. Y el género Velociraptor quedó restringido a dos especies, V. mongoliensis y V. osmolskae, ambas del tamaño de un pavo, que difícilmente podrían haberle hecho más daño a un ser humano que arrancarle algún dedo.

Sin embargo, los responsables de las últimas entregas de la saga decidieron mantener la denominación de velocirraptores para animales que obviamente no lo son. Actualizar la imagen de estos dinosaurios era impensable, ya que el resultado habría sido ridículo. Y cambiarles el nombre habría supuesto perder el gancho entre el público de lo que ya era toda una marca de la serie, los “raptores”. Así que escudándose en la licencia de la ficción, lo dejaron como estaba, aun a sabiendas de que era incorrecto.

Por otra parte está el asunto de las plumas. Aunque Gregory Paul fue de hecho uno de los paleoartistas pioneros en dibujar a los dinosaurios no aviares con plumas, siguiendo las teorías sobre anatomía comparada que circulaban entre los expertos, hasta la década de 1990 no se encontraron los primeros fósiles bien conservados que demostraron esta hipótesis. Incluso entonces aún se pensaba que el plumaje era tal vez escaso, disperso y primitivo, más similar al pelo que a las plumas de las actuales aves.

Esta idea también ha ido cambiando en años recientes a medida que se han hallado nuevos fósiles. El último aparece publicado hoy en la revista Scientific Reports, del grupo Nature. Se trata de un nuevo dromeosaurio descubierto en la provincia de Liaoning, al noreste de China, por científicos de la Academia China de Ciencias Geológicas y la Universidad de Edimburgo (Reino Unido). La especie ha recibido el nombre de Zhenyuanlong suni, que al parecer significa algo así como «el dragón de Zhenyuan Sun», en honor a la persona que descubrió el fósil.

El Zhenyuanlong (dejémoslo en zeñualón, si ustedes me lo permiten), que vivió en el Cretácico hace 125 millones de años, era un animal de tamaño parecido al velocirraptor, de metro y medio de largo incluyendo la cola. Lo que lo hace especialmente valioso es que se trata del dinosaurio más grande encontrado hasta ahora que conserva unas alas similares a las de los pájaros, con plumas bien desarrolladas. Sus alas, probablemente demasiado cortas para volar, muestran una estructura muy compleja con varias capas de plumas largas con quilla, como las de las aves actuales.

La mayoría de los dromeosaurios hallados hasta ahora en China eran más pequeños y con miembros delanteros largos y bien emplumados. El más parecido al zeñualón que se conocía, el Tianyuraptor, era de mayor tamaño y brazos cortos, pero sin plumas. Por lo tanto, el zeñualón es una especie de eslabón perdido en el que los científicos se basan para sugerir que las plumas y sus estructuras complejas eran más comunes de lo que hasta ahora se creía en estos dinosaurios, y que podrían encontrarse extendidas por toda su familia.

Y dado que el zeñualón es un pariente próximo del velocirraptor, esta es la conclusión del coautor del estudio Steve Brusatte: “Este nuevo dinosaurio es uno de los primos más cercanos del velocirraptor, pero su aspecto es totalmente el de un pájaro. Es un dinosaurio con enormes alas hechas de plumas con quilla, como un águila o un buitre. Las películas se equivocaron; este es el aspecto que tendría también el velocirraptor”.

La hipótesis de Brusatte no es simple especulación. Tratándose de especies tan relacionadas, la lógica invita a pensar que compartieran rasgos tan básicos. En una ocasión el paleontólogo del Museo de Historia Natural de EE. UU. Mark Norell, uno de los principales descubridores de los dinosaurios emplumados (y quien puso nombre al Achillobator), dijo lo siguiente sobre la posibilidad de que los tiranosaurios, los famosos T. rex, tuvieran también plumas: “Tenemos tantas pruebas de que el T. rex tuviera plumas, al menos durante alguna etapa de su vida, como de que los australopitecos como Lucy tuvieran pelo”.

Así pues, nuestra representación de los dinosaurios va a continuar cambiando, aunque esto rompa la imagen ya mítica de los velocirraptores o de los tiranosaurios. A este último aún no es habitual verlo retratado con plumas, pero su imagen ha cambiado mucho desde aquellas ilustraciones de principios del siglo XX en las que aparecía erguido y apoyándose en su cola. Y a ver qué les parece esta recreación que les dejo aquí, realizada por el ilustrador Matt Martyniuk basándose en un estudio de 2009 de modelación de dinosaurios en 3D. ¿A que no es el tiranosaurio que están acostumbrados a imaginar (y no olviden fijarse en las alitas)?

Recreación del tiranosaurio rex por Matt Martyniuk. Imagen de Wikipedia.

Recreación del tiranosaurio rex por Matt Martyniuk. Imagen de Wikipedia.

La Costa Brava, invadida por estrellas de mar clónicas e ‘inmortales’

Parece como si en verano fuéramos más propensos a acordarnos de seres que comparten con nosotros esta roca mojada y a los que tendemos a ignorar el resto del año. En realidad no es así, pero hablar de estrellas de mar en esta estación del año casi transmite una sensación vacacionera refrescante que se agradece en el estío bochornoso que nos ha tocado. Así que es una buena ocasión para contar un estudio publicado el pasado mayo que descubre un relevante dato científico y un curioso dato anecdótico. Estudiantes de periodismo, este es un ejemplo de la tensión entre lo importante y lo interesante de la que alguna vez os han hablado (o deberían haberlo hecho).

Ejemplares de estrella de mar de la especie 'Coscinasterias tenuispina'. Imagen de la Universidad de Gotemburgo.

Ejemplares de estrella de mar de la especie ‘Coscinasterias tenuispina’. Imagen de la Universidad de Gotemburgo.

Primero, el contexto. Un equipo de investigadores de la Universidad de Barcelona, el Centro de Estudios Avanzados de Blanes (Girona) y dos universidades suecas ha estudiado varias poblaciones de una estrella de mar llamada Coscinasterias tenuispina, un habitante de las costas mediterráneas y de los litorales atlánticos, desde Francia hasta Brasil. Dado que soy habitante de interior, ignoro si a esta estrella se le da un nombre común concreto en alguna región litoral, pero tiene la peculiaridad de sus muchos brazos, normalmente siete, generalmente entre seis y doce, motivo por el cual aparece referida en algunas fuentes por el enigmático nombre (es broma) de estrella de muchos brazos.

Los científicos recogieron estrellas de dos poblaciones mediterráneas, en Llançà (Costa Brava) y Taormina (Sicilia), y dos atlánticas, Bocacangrejo y Abades, ambas en Tenerife (estudiantes de biología, la localización de estos emplazamientos es un ejemplo no trivial de las grandes satisfacciones que la ciencia puede proporcionar). El objetivo de los investigadores era estudiar el envejecimiento celular en las estrellas en dos situaciones diferentes: cuando se reproducen sexualmente y cuando se clonan. Las estrellas de mar tienen la alternativa de recurrir a la vieja y clásica, aunque nunca por ello tediosa, reproducción sexual, o bien ceñirse a la también vieja y clásica, más aburrida y desconocida para el ser humano, reproducción fisípara (de “fisión”), consistente en partir su disco central en dos y luego regenerar lo que falta en cada una de las partes para dar lugar a dos individuos genéticamente idénticos.

Otros investigadores ya habían observado que en las planarias, esos gusanos que hacen como las escobas de Mickey Mouse en El aprendiz de brujo, la reproducción por clonación tiene un efecto rejuvenecedor en las células; al menos en lo que se refiere a los telómeros, los pies de los cromosomas que se van acortando con la edad para marcar el declive final hacia esos años tan dorados. Esto también se había observado en un tipo de ascidias marinas.

Ahora, lo importante. El nuevo estudio, publicado en la revista Heredity (del grupo Nature), demuestra que los cromosomas de las poblaciones clónicas tienen los telómeros más largos –más jóvenes— que los de las comunidades en las que predomina la reproducción sexual. Es más: en los clones, las partes nuevas aparecen rejuvenecidas en sus telómeros en comparación con las viejas, como si la clonación favoreciera una especie de reseteado celular. De este modo, la clonación es una manera de mantener a estas estrellas jóvenes y sanas durante más tiempo. El estudio es el primero que muestra este efecto en organismos salvajes que pueden optar entre las dos modalidades de reproducción.

En biología se sabe que la reproducción sexual nos proporciona ventajas evidentes (no, no me refiero a esa; el uso recreativo de los aparatos explica por qué nos gusta tanto hacerlo, no por qué lo hacemos): la recombinación de fragmentos de los cromosomas y la combinación de paternos y maternos no solo ayuda a diluir el efecto de las mutaciones dañinas que puedan surgir con el tiempo, sino que además nos prepara mejor como especie para adaptarnos a los posibles cambios en el entorno.

Y por fin, lo interesante. Muchas especies mantienen la reproducción asexual a pesar de perderse las ventajas del sexo. Pero probablemente obtienen otras a cambio que lo justifican. ¿Qué tal lo más parecido a la inmortalidad a lo que puede aspirar un ser vivo? Gracias a este reseteado de los telómeros, muchas especies han encontrado la fórmula de la eterna juventud. En su estudio, los autores citan algunos ejemplos: en el Mediterráneo hay praderas clónicas de la hierba Posidonia oceanica que llevan viviendo entre miles y decenas de miles de años; en Canadá se han encontrado bosques de clones de álamo temblón (Populus tremuloides) que crecen en red sobre sus raíces y cuya edad se estima en 10.000 años; y en Noruega se han hallado corales clónicos con una edad que ronda los 5.000 años.

En cuanto a las estrellas, se sabe que en diferentes localizaciones las comunidades de la especie analizada en el estudio tienden a optar con preferencia por una de las dos modalidades de reproducción. La coautora del trabajo Helen Nilsson Sköld, de la Universidad de Gotemburgo (Suecia), dice en una nota de prensa: «Nuestros resultados de los marcadores genéticos muestran que las estrellas de mar son más propensas a clonarse a sí mismas en el Mediterráneo. De hecho, en la Costa Brava española parece existir un único clon». Algunos científicos piensan que los linajes clónicos son potencialmente inmortales. Así que, si van de vacaciones a la Costa Brava y por casualidad encuentran una de esas estrellas de muchos brazos, recuerden que nosotros solo somos pobres mortales; trátenla con el respeto que se merece.

Mezclar ranas y peces de colores, mala idea

Al contrario que aquí, en otras latitudes lo más común es preferir tierra bajo los pies a un ascensor en el centro. Como ejemplo, en Reino Unido el 87% de los hogares tiene jardín, un total de 22,7 millones de viviendas, según un censo de 2008. Lo que nos llevaría, si se quisiera, a preguntarnos si la burbuja del ladrillo no es algo genéticamente programado en los cromosomas del español medio y de lo que, por tanto, nunca nos liberaremos. Pero no parece que se quiera.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

También en las islas británicas, de admirable tradición científica y naturalista, hay más costumbre de dedicar un jardín a algo más que piscina y barbacoa, disponiendo recursos para que el espacio exterior de los hogares sea más una extensión de la naturaleza que del propio recinto urbanizado. Incluso el gobierno destina campañas a ello, algo que aquí desataría carcajadas; pero con casi 23 millones de jardines, es obvio que la suma de estas parcelas comprende una buena parte del entorno natural británico.

De los recursos en los jardines, los más sencillos incluyen comederos/bebederos para pájaros y cajas nido, que prestan refugio a las aves en época de anidación y alimento en las estaciones de escasez. Pero también, asombrosamente, el censo británico registra entre 2,5 y 3,5 millones de estanques. Los espacios acuáticos en los jardines, tanto en Gran Bretaña como aquí, ofrecen casa a un sinfín de especies animales, desde insectos hasta anfibios y reptiles, y esto es especialmente crítico en un país generalmente seco como España.

Todo el que abre un estanque en su jardín suele pasar por la inevitable tentación de los peces de colores para añadir un toque de vida. Tentación que hay que resistir: todo estanque será colonizado tarde o temprano por anfibios como ranas y sapos. Quien quiera un estanque puramente ornamental, con carpas doradas y kois, encontrará de todos modos que las ranas no van a renunciar a una jugosa charca permanente, y en primavera aparecerán los renacuajos. Incluso conviviendo ranas y peces, y a pesar de que estos devoren todo renacuajo que se les cruce por delante, algunos pueden llegar a madurar.

Por tanto, la mejor opción es prescindir de los peces. Los estanques ayudan a mantener las poblaciones de anfibios, que son cada vez más escasas, y manteniendo estos espacios acuáticos lo más salvajes que sea posible prestamos un servicio a la conservación medioambiental. Pero además, hay otra buena razón para no mezclar ranas y peces ornamentales. Según cuenta un estudio publicado este mes en la revista PLOS One, los peces podrían ser un vector de transmisión de la ranavirosis, la enfermedad que está devastando las poblaciones de anfibios en todo el mundo.

Los Ranavirus se identificaron por primera vez hace décadas, pero ha sido en los últimos años cuando la extensión de esta infección, junto con la de un hongo patógeno que produce la quitridiomicosis, ha comenzado a suponer una seria amenaza para las comunidades de anfibios en América, Europa y Asia. En Reino Unido se estima que el virus ha acabado con el 80% de la población de rana bermeja, y está causando estragos en muchos otros países, incluida España. Las ranas infectadas sufren úlceras y hemorragias masivas y a veces pierden alguno de sus miembros antes de morir.

Los investigadores, de la Universidad de Exeter, han examinado los factores asociados a la ranavirosis en los estanques de Reino Unido, a través de los informes de muertes recibidos por la ONG Froglife entre 1992 y 2000. Entre estos factores aparece la presencia de peces exóticos en los estanques.

Ya ha quedado claro que en este blog no se apoyan los estudios basados en correlaciones que no demuestran un vínculo de causa y efecto por vías más convincentes, y este es uno de esos casos. Parece lógico pensar que la vía más probable de contagio del Ranavirus entre las ranas sean las propias ranas, o los sapos que a menudo comparten los mismos hábitats. Pero dado que los Ranavirus también infectan a los peces –de hecho, se cree que proceden de ellos–, es posible que estos puedan actuar como reservorios del virus. Una prueba a favor es que las ranas, por mucho que salten, difícilmente pueden salvar un océano; la vía más probable de expansión del virus de unos continentes a otros es el comercio de animales exóticos.

De la variedad de factores que los investigadores han relacionado con la incidencia del virus, han insistido en la presencia de los peces como factor de riesgo. Los autores del estudio apuntan que los peces no solo pueden amplificar la población viral, sino que además inducen en las ranas un patrón hormonal de estrés que debilita su sistema inmunitario. Los productos de jardinería y de cuidado de los estanques también pueden afectar a la capacidad de las ranas para responder a la infección.

Y aunque los humildes anfibios casi siempre pasen inadvertidos frente a estrellas de la conservación como las ballenas o los osos panda, de la magnitud de esta amenaza da cuenta la frase con la que los científicos abren su trabajo: «Los anfibios son el grupo taxonómico en mayor riesgo del planeta, con un tercio de especies actualmente clasificadas como amenazadas».