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«A mi madre, Hedy Lamarr, le decían que tenía que haber nacido chico»

Hedy Lamarr, en la década de 1930. Imagen de Wikipedia.

Hedy Lamarr, en la década de 1930. Imagen de Wikipedia.

Hace hoy una semana, el 9 de noviembre, la actriz Hedy Lamarr cumplía 100 años. Pero ella no pudo estar presente en la celebración de su centésimo aniversario; falleció hace 14 años. De Hedy se dijo que fue la mujer más bella del mundo en la época más rutilante del cine, anterior a Ava Gardner y Marilyn Monroe. Era la pura esencia del glamour, en una constelación donde las estrellas de Hollywood no se fotografiaban haciendo la compra con vaqueros rotos, camisetas horteras y deportivas sucias. Pero si hoy vengo a escribir sobre ella es porque, además, Hedy Lamarr ejerció una actividad extracurricular que la distinguió de la diva al uso: fue la inventora de un sistema de comunicaciones del que derivarían los actuales conceptos de encriptación empleados en el Wi-Fi o el Bluetooth.

El viernes 7 de noviembre, dos días antes de su centenario, la actriz por fin recibió su esperado y merecido homenaje en Viena, su ciudad natal. Ese día su hijo Anthony Loder, que ha batallado durante años por rescatar la memoria de su madre, enterraba la urna con las cenizas de Hedy en una tumba de honor en el cementerio central de la capital austríaca, donde reposan los restos de otras celebridades del país. Con motivo de la ceremonia, el concejal de cultura del Ayuntamiento de Viena, Andreas Mailath-Pokorny, dijo en una nota de prensa: «Hedy Lamarr dejó una carrera interpretativa sin parangón en Hollywood. Pero aún más, también inventó una importante técnica de salto de frecuencias de comunicaciones desarrollada en colaboración, y que entregó gratis en la lucha contra la dictadura nazi».

A pesar del orgullo con que el Ayuntamiento vienés exhibe la memoria de su figura, el camino para que los restos de la actriz al fin reposaran en su ciudad ha sido largo y tortuoso. Loder, fruto del tercer matrimonio de Hedy con el actor John Loder, llevó en 2000 las cenizas de su madre a Viena con la esperanza de que recibieran el tratamiento que merecían. Con ocasión del rodaje de un documental en 2006, el hijo de la actriz recorrió los lugares por donde pisó su madre y esparció la mitad de las cenizas en un bosque a las afueras de la ciudad. La petición de que el resto fuera enterrado en un memorial estaba cursada, pero el consistorio vienés pedía 10.000 euros por el coste de la lápida, algo que Loder no podía afrontar. Así, durante ocho años las cenizas de Hedy permanecieron arrinconadas, primero en una bolsa de plástico en las oficinas de la productora Mischief y después en poder de un amigo de la familia. Finalmente y con motivo del centenario, el Ayuntamiento cedió y aceptó costear los gastos.

Hedy Lamarr nació en Viena el 9 de noviembre de 1914 como Hedwig Eva Maria Kiesler, hija única de un banquero de Lemberg (Lviv, hoy en Ucrania) y de una pianista de Budapest, ambos judíos pero criados en el catolicismo. «Hedy Lamarr era una persona compleja y complicada», comenta para Ciencias Mixtas Stephen Michael Shearer, biógrafo de la actriz y autor de Beautiful: The Life of Hedy Lamarr (Thomas Dunne/St. Martin’s Press-Macmillan, 2010). «Al final de la Belle Époque en 1914 y al comienzo de la Primera Guerra Mundial, Hedy, como era conocida, era una niña encantadora, brillante y terriblemente mimada», retrata Shearer.

Aquella niña, ya convertida en una bellísima mujer, comenzó su carrera interpretativa en Viena y Berlín a través del empresario y director de teatro y cine Max Reinhardt. Lamarr, por entonces aún Kiesler, pronto ascendería al estrellato, pero de la manera más polémica posible: en 1933 rodó a las órdenes del checo Gustav Machatý la película Ecstasy, en la que se desnudaba por completo. Aunque las tomas revelaban escasos detalles de su anatomía, el carácter abiertamente sexual de la trama dio pie a censuras y condenas, incluida la del Vaticano. Quizá lo más escandaloso para su época fue la secuencia que mostraba el rostro de la actriz durante un orgasmo, un efecto que, según cuenta la leyenda, el director logró clavándole un imperdible en el trasero fuera del encuadre.

Aquel año, Hedy Kiesler se casaba con el primero de una larga lista de maridos, el magnate austríaco del armamento Fritz Mandl, director de la fábrica de municiones Hirtenberger. A pesar de su origen judío, «Mandl fue considerado un ario honorario por los gobiernos fascistas de Europa en potente crecimiento en la década de 1930», explica Shearer. El motivo de este dudoso honor fue que, antes de la Segunda Guerra Mundial, Mandl contribuyó de manera soslayada a engrosar el arsenal de Hitler y Mussolini. En cuanto a su relación matrimonial con Hedy, Mandl no fue precisamente un marido modelo. Según Shearer, la guapa actriz era para el magnate solo un bonito adorno que le gustaba exhibir, pero que vivía esclavizada bajo su dominio. Para Hedy fueron «años de vida a lo grande, socializando con muchos líderes de estado y oficiales de gobiernos prominentes y peligrosos; por ejemplo, con el dictador italiano Mussolini», señala el biógrafo.

Hedy escapó de su marido y de su cómoda posición social para emigrar a EEUU y reanudar su carrera en Hollywood. En 1937 firmó un contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer. Con su nuevo nombre de Hedy Lamarr y tras divorciarse de Mandl, «de inmediato se convirtió en una gran figura de la Edad Dorada de Hollywood, más por su deslumbrante belleza que por su talento interpretativo», valora Shearer, para quien la actriz fue «la verdadera estrella emergente de los años 30″. «Su imagen era exótica, romántica, literalmente arrebatadora, y su nombre estaba en labios de todos en 1941, cuando EEUU entró en la Segunda Guerra Mundial». Con la guerra, y con un compromiso nacido de su amor por su país de adopción y de la preocupación por su familia judía en Europa, Lamarr recorrió EEUU participando en cuestaciones de bonos de guerra. Según Shearer, en un solo día logró atraer 1,6 millones de dólares, más que cualquiera de las demás estrellas de Hollywood que participaron en tales campañas.

Hedy Lamarr y su tercer marido John Loder, en 1946. Imagen de Los Angeles Times / Wikipedia.

Hedy Lamarr y su tercer marido John Loder, en 1946. Imagen de Los Angeles Times / Wikipedia.

Pero Hedy, brillante e inquieta, no se conformaba con el papel de hermoso florero que la vida le había otorgado. La vida social de Hollywood la llevó a coincidir con un vecino llamado George Antheil, pianista y compositor de vanguardia que experimentaba con la mecanización de la música a través de artefactos automáticos, un concepto que había puesto en práctica en su obra Ballet Mécanique. Del encuentro entre Hedy y Antheil surgió la idea de aplicar el sistema de una pianola, que va accionando consecutivamente las teclas para interpretar una melodía, a un dispositivo de comunicaciones que fuera imposible de interceptar. Por entonces, en la Segunda Guerra Mundial, se empleaban torpedos dirigidos por radiocontrol, pero eran fácilmente inutilizados por el enemigo una vez que se descubría la frecuencia de la señal. La idea de Hedy y Antheil fue usar un rollo de papel perforado para que la frecuencia fuera variando entre 88 valores, como las 88 teclas de un piano. La secuencia de los saltos solo la conocería quien tuviera la clave, la melodía, lo que aseguraba el blindaje de la comunicación.

Hedy estaba entusiasmada con la idea. Según cuenta Loder a Ciencias Mixtas por teléfono desde Los Ángeles, «lo único que quería hacer era quedarse en casa e inventar». El 11 de agosto de 1942, la patente de Antheil y Hedy se publicó en EE. UU. bajo el título Sistema de comunicación secreta. El trabajo de los dos inventores anticiparía los sistemas actuales como el Wi-Fi, que se basan en saltos de frecuencias. «Fue la idea seminal de las comunicaciones modernas», valora Loder, que curiosamente se gana la vida homenajeando el trabajo de su madre, ya que regenta un negocio de telefonía móvil y redes en Los Ángeles.

Loder apunta que su madre nunca pretendió ganar dinero con su invención, que entregó a la marina estadounidense. «Viajó a Washington y ofreció sus servicios para desarrollar tecnologías para el gobierno, pero no la tomaron en serio, no entendieron la idea». El hijo de la actriz y su biógrafo coinciden en que Hedy fue víctima de su belleza; por entonces, no era plausible que a la mujer más hermosa del mundo se le concediera la más mínima credibilidad en cuestiones de ciencia e ingeniería. Su importante contribución quedó arrumbada durante 20 años, hasta que la crisis de los misiles de Cuba sirvió como oportunidad para que finalmente encontrara una aplicación práctica.

En los años que siguieron a su patente, Hedy continuaría enfrascada en la invención aprovechando el tiempo que los rodajes le dejaban libre. Algunas de sus ideas fallidas, como un dispensador de pañuelos y una tableta de refresco de cola, fueron respaldadas por el magnate Howard Hughes; tal vez para ganarse sus favores, en opinión de Shearer. Pero después de la guerra, su carrera cinematográfica entró en declive. «La moda de las hermosas seductoras de pelo oscuro empezó a declinar, y el cambio en el papel de la mujer en el hogar y en el trabajo introdujo un nuevo concepto de feminidad», reflexiona el biógrafo. Tampoco tuvo suerte en su vida personal, por la que desfilaron maridos que, según la propia actriz y en palabras de Shearer, solo querían casarse con Hedy Lamarr para ocupar el lugar en su cama. Entre fracaso y fracaso, su entrada en picado se acentuaba con la adicción a las pastillas, su obsesión por la cirugía estética y los escándalos de acusaciones de hurtos en comercios.

La actriz cayó en el olvido durante años, hasta que un creciente interés por su vida y su obra han rescatado y limpiado su memoria. Además de la completa biografía de Shearer, la vida de Hedy ha sido dibujada por Trina Robbins en Hedy Lamarr and a Secret Communication System, y su labor como inventora ha motivado el libro del ganador del premio Pulitzer Richard Rhodes Hedy’s Folly: The Life and Breakthrough Inventions of Hedy Lamarr. En los países de habla alemana, el 9 de noviembre se celebra el Día del Inventor, y en mayo de 2014 Hedy y Antheil ingresaron en el Inventors Hall of Fame de EE. UU. Loder, su hijo, prepara también un libro sobre la actriz y colabora en la producción de una película biográfica.

Hedy Lamarr falleció en Florida en 2000, tras toda una vida tratando de conciliar lo que los demás veían en ella con lo que ella veía en sí misma. Le tocó vivir en una época en que la belleza era un regalo envenenado para un genio inquieto con cuerpo de mujer. Ella misma ironizó en su cita más famosa: «Cualquier chica puede ser glamurosa. Todo lo que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida». Su hijo resume el perfil de Hedy en dos palabras: «Era brillante, pero muy atribulada». Loder, que hoy cuenta ya 70 años, evoca un recuerdo de niñez: «Su madre solía decirle: tú tendrías que haber nacido chico». Según Shearer, «Hollywood le concedió el lujo del estrellato». «Ella invirtió en su belleza y su glamour, hizo una carrera de ello, aceptó el juego, pero dijo que fue su maldición», agrega el biógrafo. «Solo era una chica austríaca brillante pero siempre romántica, que añoraba el romanticismo y la belleza de su país nativo antes de que la Segunda Guerra Mundial lo destrozara”. Hoy, por fin, descansa allí.

El inventor de la PCR y su mapache alienígena

Parece ser que no fue Churchill, sino un tal Charles Dudley Warner a quien no he tenido el gusto de leer, quien dijo aquello sobre la política y los extraños compañeros de cama. La cita me ha venido a la mente a propósito de las insólitas asociaciones entre bocas y palabras que ha producido la crisis del ébola. Escuchar el término PCR en labios de algunos políticos y periodistas políticos ha sido algo tan surreal como ver a una lombriz cantando el Nessun dorma. Dada la entre escasa y nula presencia de la ciencia en la vida pública española, soy de la opinión de que esto pasa de simple anécdota: es un signo de un cambio de los tiempos en el que, por las buenas o por las malas, los científicos deberán asumir una voz cantante y un liderazgo social en muchas situaciones, por desgracia todas ellas amenazantes. Una pena que sea por las malas.

Dicho esto, en realidad hoy vengo aquí a hablar de la PCR. Tampoco creo necesario entrar en demasiados detalles, ya que, imagino, muchos medios a estas alturas habrán explicado ya con palabras y gráficos en qué consiste esta técnica y para qué sirve. Me limito a ventilar en dos párrafos el qué y el cómo, y después pasaré a explicar la curiosa historia del invento y su aún más curioso inventor.

La PCR no es una prueba diagnóstica del ébola, sino una técnica –léase una máquina– que sirve para multicopiar fragmentos genéticos. Como todo el mundo sabe, el ADN y el ARN son cadenas formadas por una combinación de cuatro tipos de eslabones que pueden aparearse dos a dos como piezas de puzle, dando como resultado una cremallera con cuatro formas de dientes. Si esta cremallera se abre, algo que puede hacerse aplicando calor, tendremos dos cadenas sencillas que podremos usar como moldes para reconstruir dos cremalleras enteras. Si las abrimos de nuevo, podremos obtener cuatro. Y así sucesivamente hasta millones. La máquina no es más que un termociclador: alterna ciclos de calentamiento para separar las cadenas con otros de enfriamiento para copiarlas, un proceso que depende de añadir en el tubo los dientes sueltos y la molécula (polimerasa) que los coloca en su sitio.

Eso es todo. Queda claro así que la PCR es una fotocopiadora de genes; sirve para producir millones de copias de un fragmento genético. Y la utilidad de esto en los laboratorios es inmensa. Se puede amplificar un gen para después secuenciarlo, como se hizo en el Proyecto Genoma Humano, o para leer el genoma de un mamut congelado, o de un pedazo de hueso de neandertal. Pero como es obvio, el fragmento solo se puede amplificar si está presente, y esta es la base que permite utilizar la PCR para realizar pruebas de paternidad, identificar el ADN en la escena del crimen o diagnosticar la presencia de una firma genética en una muestra. Por ejemplo, la de un virus. Por ejemplo, la del ébola.

Kary Mullis, inventor de la PCR y premio Nobel de Química en 1993. Imagen de Dona Mapston / Wikipedia.

Kary Mullis, inventor de la PCR y premio Nobel de Química en 1993. Imagen de Dona Mapston / Wikipedia.

Es por sus enormes aplicaciones que, desde su invención en 1983, la PCR se ha convertido en una máquina esencial en los laboratorios. Las primeras máquinas eran mastodónticas y complejas, mientras que las actuales caben en un rincón de la mesa y llevan menos botones que una fotocopiadora estándar. La idea de la PCR es, en realidad, tan simple y tan obvia, que parece una consecuencia casi natural del avance de la biología molecular, algo que debería haber surgido simultáneamente en muchos laboratorios del mundo.

Y sin embargo, no fue así. Aunque ya se había lanzado algún tímido intento en años anteriores, el desarrollo de la idea para llevarla a la práctica fue obra de un peculiar bioquímico y surfista californiano llamado Kary Mullis. En 1983, Mullis trabajaba para una compañía biotecnológica llamada Cetus, ya desaparecida, cuando tuvo una idea mientras conducía por las montañas del norte de California. El propio investigador relataba así el momento en 1990 en un artículo que escribió para la revista Scientific American:

Un viernes por la noche, al final de la primavera, conducía hacia el Condado de Mendocino con una amiga química. Ella dormía. La carretera 101 era fácil. Me gustaba conducir de noche; cada fin de semana viajaba a mi cabaña en el norte sentado durante tres horas en el coche con mis manos ocupadas y mi mente libre.

Mullis comenzó a darle vueltas a un experimento que tenía en mente destinado a diseñar un nuevo método de secuenciación de ADN. En su cabeza comenzaron a tomar forma las cadenas de ADN y los reactivos que debía añadir a la mezcla.

Aquella noche el aire estaba saturado con la humedad y el aroma de los castaños en flor. Los temerarios tallos blancos asomaban desde las márgenes de la carretera hacia el resplandor de mis faros. Estaba pensando en los nuevos estanques que estaba excavando en mi propiedad, mientras planteaba hipótesis sobre todo lo que podía ir mal en mi experimento de secuenciación.

De repente, según relataba el propio Mullis, fue consciente de que su método produciría copias del ADN original de forma exponencial. Y súbitamente su idea dejó de ser un método de secuenciación para convertirse en otra cosa.

Emocionado, comencé a calcular potencias de dos en mi cabeza: dos, cuatro, ocho, 16, 32. Recordé vagamente que dos elevado a diez era aproximadamente mil y que, por tanto, dos a la veinte era alrededor de un millón. Detuve el coche en un desvío sobre el valle de Anderson. Saqué lápiz y papel de la guantera; necesitaba comprobar mis cálculos. Jennifer, mi soñolienta pasajera, protestó aturdida por la parada y la luz, pero exclamé que había descubierto algo fantástico.

Mr. Cycle, la primera máquina rudimentaria de PCR construida por Kary Mullis y su equipo en la compañía Cetus en 1985. Nótese la pegatina con la leyenda 'California Dreamin'. Imagen de Smithsonian Institution.

Mr. Cycle, la primera máquina rudimentaria de PCR construida por Kary Mullis y su equipo en la compañía Cetus en 1985. Nótese la pegatina con la leyenda ‘California Dreamin’. Imagen de Smithsonian Institution.

Y así fue como poco después había nacido la Reacción en Cadena de la Polimerasa, o PCR. Mullis terminaba su artículo citando la pregunta que todo biólogo molecular se formuló interiormente al conocer su procedimiento: «¿Por qué no se me ha ocurrido a mí?» «Y nadie sabe realmente por qué. Desde luego, yo no. Simplemente se me ocurrió una noche», escribía.

Lo cierto es que el método, a pesar de su sencillez conceptual, presentaba ciertos retos técnicos que Mullis solucionó con gran astucia. Uno de los más importantes fue cómo lograr que la polimerasa aguantara los ciclos de calentamiento, para lo cual se recurrió a una enzima procedente de una bacteria, Thermus aquaticus, que tolera altas temperaturas. Debido a que la puesta a punto de la técnica y la construcción de la primera máquina rudimentaria, a la que llamaron Mr. Cycle, fueron trabajos desarrollados en la compañía Cetus, inevitablemente surgieron las disputas sobre si Mullis merecía todo el mérito o este debía repartirse entre los integrantes del equipo. Pero la Academia Sueca no tuvo dudas al conceder al californiano el Nobel de Química en 1993.

Un moderno termociclador, el ProFlex de Applied Biosystems. Su precio, 8.770 euros. Imagen de Life Technologies.

Un moderno termociclador, el ProFlex de Applied Biosystems. Su precio, 8.770 euros. Imagen de Life Technologies.

Tanto en lo que se refiere a la corresponsabilidad del descubrimiento como al curioso relato del «eureka» durante un viaje nocturno por las montañas, es imposible saber si Kary Mullis llegó a embellecer la historia del descubrimiento perfecto. Lo cierto es que el personaje es de todo menos discreto y modesto. Con posterioridad a su salto a la fama, el californiano se ha destacado por sus controvertidas declaraciones sobre asuntos alejados de su experiencia, como antes que él hicieron otros científicos con hambre de notoriedad o saciedad de ego. En su autobiografía publicada en 1998, titulada Dancing naked in the mind field (Bailando desnudo en el campo de la mente), en cuya portada Mullis aparece con el torso desnudo y sosteniendo su tabla de surf, el científico negaba que el VIH fuera el causante del sida, sumándose así a la corriente pseudocientífica liderada por el alemán Peter Duesberg. No contento con esto, Mullis también ha negado la existencia del cambio climático y del agujero de ozono, que para él son conspiraciones orquestadas por gobiernos y científicos. Para rematar su actuación, el inventor de la PCR se declaraba devoto de la astrología.

Pero sin duda, mi favorita de entre todas las excentricidades (léase, las memeces de las personas principales) de Kary Mullis es el episodio de su encuentro en la tercera fase con un mapache alienígena. Cabe apuntar que el científico confesó haber consumido grandes cantidades de LSD durante su juventud, e incluso llegó a reconocer que el ácido pudo ayudarle a alumbrar la idea de la PCR. Pero Mullis asegura que aquella noche en su cabaña de las montañas estaba sobrio y limpio cuando, según recoge Thomas Bullard en su libro The myth and mystery of UFOs (El mito y el misterio de los ovnis), basándose en el relato del propio bioquímico en su autobiografía:

Una vez hubo encendido las luces y dejado las bolsas de la compra en el suelo, se iluminó con una linterna para encaminarse hacia el anexo. Por el camino, vio algo que resplandecía bajo un abeto. Apuntando su linterna hacia el resplandor, parecía ser un mapache con pequeños ojos negros. El mapache habló diciéndole, «Buenas tardes, doctor», a lo que él respondió con un saludo.

A pesar de todo, inventó la PCR, y la ciencia le debe mucho por ello. Se le podía haber ocurrido a cualquiera. Pero fue a él. Simplemente, se le ocurrió una noche.

Un Nobel para los descubridores de la cartografía mental

No pongo en duda las ingentes aplicaciones de los LED azules, ya demostradas, ni sus ventajas medioambientales o cómo han facilitado la posibilidad de llevar luz accesible y barata a los países del tercer mundo. Pero como Nobel de Física es tremendamente aburrido; algo así como conceder el de literatura al inventor de los prospectos de las medicinas. Por mucho que esta decisión respete el propósito original de Alfred Nobel cuando instauró sus premios, siempre es más gratificante cuando se reconoce un gran descubrimiento que una invención, por útil que sea esta. Además, a cualquier investigador de ciencia básica le harían un mejor apaño los ocho millones de coronas suecas del premio (unos 880.000 euros) que a inventores ya sobradamente acaudalados gracias a sus patentes, como es el caso de los tres japoneses, uno de ellos radicado en EE. UU., que han sido distinguidos con el Nobel de Física 2014, según anunció la Academia Sueca ayer martes 7 de octubre.

Lo mismo se aplica al Nobel de Química 2014, revelado hoy miércoles y concedido a dos estadounidenses y un rumano afincado en Alemania por empujar radicalmente el límite de resolución de la microscopía óptica gracias al empleo de técnicas de fluorescencia. Los métodos desarrollados por los tres investigadores han sido trascendentales para la observación de moléculas individuales en el contexto de la célula. Los merecimientos del premio son inobjetables. Pero se trata de una mejora de bricolaje científico que, como historia, no da más de sí.

Por suerte, nos queda el Nobel de Medicina, que este año ha premiado un puñado de descubrimientos fascinantes sobre los aparatitos celulares que llevamos en la cabeza para orientarnos en el espacio. En nuestro cerebro existen al menos tres tipos de neuronas que nos sirven para saber adónde o por dónde vamos, y que se disparan –como suele decirse cuando una neurona entra en actividad transmitiendo un impulso electroquímico– según sus funciones especializadas. El primer tipo son las neuronas de dirección. Estas se activan cuando la cabeza del animal, o de la persona, apunta en una dirección específica, y se apagan cuando la cabeza se aparta unos 45º de esa orientación concreta. La función de estas neuronas, que se encuentran en varias regiones del cerebro, es independiente de la vista, y en su lugar parece estar relacionada con los canales semicirculares del oído interno, el que se conoce popularmente como órgano del equilibrio. Lo curioso es que estas neuronas de dirección son capaces incluso de anticiparse en unos 95 milisegundos a la dirección que después tomará la cabeza.

Además de lo anterior, nuestro cerebro cuenta con las llamadas neuronas de lugar, situadas en el hipocampo. Al contrario que las anteriores, estas no responden a la orientación, pero en cambio están asociadas a lugares concretos del entorno que nos rodea. Cuando una rata deambula por un espacio controlado en el laboratorio, los investigadores observan que ciertas neuronas específicas se disparan al pasar por ciertos lugares. De alguna manera, las neuronas de lugar construyen un mapa del entorno en el hipocampo. Cuando John O’Keefe y Jonathan Dostrovsky describieron por primera vez la existencia de estas neuronas en 1971, la comunidad científica lo recibió con cierto escepticismo, porque parecía difícil de demostrar y demasiado bonito para ser cierto: neuronas asignadas a lugares específicos, como si el hipocampo fuera el plano de nuestra casa en el que se ilumina una zona específica cuando vamos al baño y otra cuando entramos en la cocina. Y sin embargo, experimentos posteriores confirmaron la existencia de estas células y de las neuronas de frontera, aquellas que marcan los confines del espacio en el que nos movemos, y que se adaptan cuando estos límites cambian.

Pero si lo anterior parece ciencia-ficción, a ver qué tal suena esto: otro tipo de neuronas, llamadas grid cells (que se traduciría como células de retícula o de rejilla, aunque ignoro cuál es el término estándar en castellano), tienen la peculiaridad de que se disparan cuando la rata pasa por los vértices de una red imaginaria formada nada menos que por triángulos equiláteros. En la siguiente figura se muestra, a la izquierda, la trayectoria de una rata (en negro) moviéndose por un espacio cuadrado, donde cada punto rojo marca el lugar donde se activa una grid cell; en el centro, la representación estadística de esos lugares de activación, y a la derecha el patrón resultante, una retícula triangular o hexagonal.

A la izquierda, el recorrido de una rata (en negro) dispara neuronas en una trama reticular (centro y derecha). Imagen de Torkel Hafting / Tomruen / Wikipedia.

A la izquierda, el recorrido de una rata (en negro) dispara neuronas en una trama reticular (centro y derecha). Imagen de Torkel Hafting / Tomruen / Wikipedia.

Las grid cells están situadas en la llamada corteza entorrinal, una región del cerebro que conecta el neocórtex, responsable de las capacidades cognitivas, y el hipocampo, asociado a la memoria. La diferencia entre las neuronas de lugar y las grid cells es que las primeras reconocen lugares concretos sin un patrón determinado, mientras que las segundas organizan el espacio disponible en una trama regular. Cuando se traslada la rata a otro entorno diferente, las neuronas de lugar construyen un nuevo mapa, mientras que las grid cells, que funcionan incluso sin luz ni puntos de referencia reconocibles, continúan trazando su rejilla de triángulos. Es como si las grid cells dibujaran la retícula de un plano cuyos puntos de interés se etiquetan gracias a las neuronas de lugar, y toda esta información se integra en el hipocampo, donde se guardan nuestros mapas mentales.

Las grid cells fueron descubiertas en 2005 por los investigadores noruegos Edvard Moser y May-Britt Moser, cuya coincidencia de apellidos no es tal: son marido y mujer. Ambos, junto con O’Keefe, han sido agraciados con el Nobel de Medicina 2014, aunque los Moser deberán repartirse una mitad del premio, mientras que la otra va al británico-estadounidense. Anteriormente solo otras tres parejas de esposos y colaboradores han sido merecedores de un premio Nobel compartido, y dos de esos matrimonios pertenecían a la misma familia: Marie y Pierre Curie, y la hija de estos, Irene, con su marido, Frederic Joliot.

Los humanos arcaicos también inventaban a la vez

No cabe duda de que los humanos somos seres curiosos e innovadores. Ya sea para resolver nuestros problemas o simplemente para pulverizar nuestros límites, desde antiguo existen casos documentados de descubrimientos o invenciones que varias personas han desarrollado de forma simultánea. Isaac Newton y Gottfried Leibniz formularon el cálculo al mismo tiempo, y Charles Darwin y Alfred Russell Wallace hicieron otro tanto con la teoría de la evolución de las especies. Miguel Servet descubrió la circulación de la sangre sin saber que un médico árabe ya la había descrito antes; y después del aragonés, sin conocer su trabajo, el inglés William Harvey hizo lo mismo. Por no hablar de los inventos con varios padres independientes, entre los cuales se encuentran el teléfono, el aeroplano, la bombilla o la fotografía. En la investigación actual, el descubrimiento simultáneo es algo tan frecuente que a menudo las revistas científicas se ven obligadas a coordinar la publicación de hallazgos similares.

Todos estos casos no responden a la casualidad: la ciencia y la innovación avanzan paso a paso, sobre hombros de gigantes, como dice el proverbio. Y cada uno de esos pequeños incrementos solo puede aparecer cuando el conocimiento y la tecnología están maduros para ello. De ahí que la bombilla se inventara hasta 23 veces en tiempos del que ha perdurado como su padre oficial, Thomas Edison. Y sin embargo, en pasmosa contraposición a todo esto, los modelos que describen la prehistoria de la humanidad y de sus ancestros siempre presumen que las innovaciones, como las técnicas de trabajo de la piedra para fabricar herramientas, han aparecido una sola vez en un único lugar concreto y se han extendido gracias a las migraciones de esas comunidades pioneras.

¿Por qué? «Yo creo que la arqueología se ha contagiado de la visión de la evolución biológica. Y cuando vas acumulando datos en el registro arqueológico, son puntos en el mundo y fechas, y para nuestro cerebro lo más fácil es buscar el punto más antiguo como si hubiera sido único, y suponer que hubo una difusión desde ahí». Quien responde es Carolina Mallol, arqueóloga de la Universidad de La Laguna (Tenerife). En menos de una semana, es la tercera vez que reseño aquí el trabajo de Mallol. La primera fue a propósito de la desaparición temprana de los neandertales, y la segunda sobre la coexistencia de esta especie y los sapiens en el valle del Danubio. Pero no es manía acosadora por mi parte (Carolina puede dar fe de que nunca nos hemos visto), sino que es el mérito de su trabajo el que lo reclama.

El descubrimiento del yacimiento de Nor Geghi 1 en julio de 2008. Foto de Daniel S. Adler.

El descubrimiento del yacimiento de Nor Geghi 1 en julio de 2008. Foto de Daniel S. Adler.

El motivo es que Mallol es especialista en un campo cada vez más demandado en arqueología, el estudio fino del suelo antiguo en el que cayeron los restos arqueológicos o paleontológicos, y que quedó después encerrado en la roca. Este aspecto de los enclaves arqueológicos, que antes se despreciaba, hoy se considera esencial para situar los hallazgos en su contexto, del mismo modo que el envoltorio de un regalo puede revelarnos tanto de una persona como el propio presente que contiene. Y en este nuevo caso, la investigadora ha participado en un estudio que hoy publica la revista Science y que demuestra precisamente lo que abre este texto: los humanos llevamos cientos de miles de años innovando y lo hemos hecho al mismo tiempo en distintos lugares, una vez que nuestro conocimiento ha avanzado lo suficiente para llegar a lo que Mallol define como «el punto de caramelo».

Un equipo internacional de investigadores, liderado por la Universidad de Connecticut (EE. UU.), ha excavado un enclave llamado Nor Geghi 1, en Armenia, al sur del Cáucaso. La situación de esta región la postula como una auténtica autopista para las antiguas migraciones de los homininos desde África hacia Eurasia, pero solo recientemente ha empezado a abrirse a la exploración arqueológica. Los científicos han encontrado allí un verdadero tesoro: un yacimiento de industria paleolítica en el que se demuestra la transición desde una tecnología a otra que hasta ahora se creía inventada solo en África y transportada después con las migraciones a Eurasia.

Hasta hace unos 300.000 años, los ancestros humanos habían aprendido a trabajar la piedra mediante la llamada tecnología achelense, que obtenía herramientas (llamadas bifaces) de los bloques de piedra como un escultor saca su obra de la roca madre, descartando las lascas y aprovechando el núcleo. La transición desde aquel Paleolítico Inferior al Medio vio el nacimiento de una nueva tecnología revolucionaria, un destello de lo que hoy conocemos como pensamiento lateral: en lugar de desechar las lascas, producirlas según un patrón determinado y utilizarlas como herramientas. Esto es lo que se conoce como tecnología Levallois, y hasta ahora se pensaba que algún genio prehistórico individual la inventó en África para después extenderla por el mundo llevándola consigo.

La evolución tecnológica en el yacimiento armenio de Nor Geghi 1. Arriba, bifaces achelenses. Abajo, núcleos de Levallois. Foto de Daniel S. Adler.

La evolución tecnológica en el yacimiento armenio de Nor Geghi 1. Arriba, bifaces achelenses. Abajo, núcleos de Levallois. Foto de Daniel S. Adler.

Lo que han descubierto los arqueólogos es que Nor Geghi tuvo su propio genio de cabecera. «Los artefactos forman tres grupos», explica Mallol;»uno de bifaces, otro Levallois, y un tercero que representa un estadio intermedio». «Tenemos una continuidad, una evolución tecnológica in situ. Un grupo humano que innovó a partir del achelense para llegar al Levallois». Las dataciones han situado el momento entre hace 325.000 y 335.000 años, lo que convierte el yacimiento en el Levallois más antiguo de Eurasia. El trabajo de Mallol ha permitido reconstruir el contexto a través del estudio microscópico de los estratos. «Sabemos que formó un suelo estable con cobertura vegetal y poco aporte de sedimentos, que los homininos fueron ocupando a lo largo de varios milenios», relata la arqueóloga. «Esa interpretación casa bien con la cronología de las dataciones, en un período interglacial con condiciones climáticas parecidas a las actuales». La datación se ha podido precisar también gracias a dos coladas de lava de hace 200.000 y 400.000 años que hicieron un sándwich con el nivel estudiado como relleno.

El nuevo estudio obligará a replantear un dogma tácito de la arqueología y la paleoantropología. «Las lascas son más fáciles de transportar y aprovechan mejor la materia prima, por lo que el Levallois era una adaptación favorecida», reflexiona Mallol. «Estos grupos eran versátiles, flexibles, y supieron innovar. La tecnología achelense les llevaba a producir muchísimas lascas, y tal vez de repente pensaron que podían emplearlas». En cuanto a la identidad de aquellos pobladores, la falta de restos humanos impide deducirla. «No podemos saber si era un Homo sapiens arcaico o un heidelbergensis«, apunta Mallol.

Sin embargo, la conclusión presenta un resquicio aún difícil de tapar con las técnicas actuales. Cuando se observa un cambio, es tremendamente complejo establecer si existió un contacto directo, dado que depende de la finura con que la sucesión de capas de roca pueda marcar el paso del tiempo, y de la resolución que puedan aplicar los investigadores al interpretarlo. «No podemos descartar que por allí pasaran muchísimos grupos y que esas ocupaciones se solaparan sin llegar a conocerse», admite Mallol. «Nuestro argumento para descartar esa posibilidad es que en el paleolítico armenio que hoy conocemos no hay grupos de solo Levallois, o solo bifaces, o solo pasos intermedios, que serían evidencias de un territorio ocupado aisladamente por los tres».

«Estamos llegando a una resolución de centímetros que nos permite afinar mucho, pero el gran reto es demostrar el contacto», comenta la investigadora. «Ahora puedes marcar una línea muy clara y decir: aquí hubo 300 años; esta gente no se conoció». El problema aparece con un concepto que la arqueología comparte con el estudio de documentos antiguos: el palimpsesto. Un manuscrito que fue borrado para escribir de nuevo en el mismo soporte es un palimpsesto. En arqueología, se llama así a una mezcla de estratos que dificulta averiguar qué vino antes o después. «En este caso tienes que buscar otro tipo de marcadores, como por ejemplo pátinas diferentes en los artefactos». Para disponer de mejores herramientas a la hora de enfrentarse a los nuevos tesoros que aún deben revelar lugares como Armenia, Mallol trabaja en el desarrollo de nuevos marcadores temporales que le permitan diseccionar los palimpsestos. «Es la clave para no quedarnos anclados en una visión de la arqueología del siglo XIX», concluye.

¿No sabe qué hacer con su vida? Esta web sí

Dado que ya hemos cambiado la fotografía analógica por la digital, el teléfono analógico por el digital, los periódicos analógicos por los digitales, los amigos analógicos por los digitales e incluso el amor analógico por el digital, quizá una de las pocas costumbres en las que aún no hemos sustituido átomos por bits es esa que llamamos «consultar con la almohada». Para las decisiones relevantes en nuestro periplo existencial siempre hemos contado con los cercanos, amigos, pareja y familia, espejos humanos que nos devuelven una imagen fiel de nosotros. Y cuando nos encontramos realmente atascados en una encrucijada que puede determinar el sentido de nuestra existencia y ante la cual nos sentimos incapaces de avanzar, podemos recurrir a la ayuda profesional (no, no me refiero a Conchita Hurtado).

Pero esto también podría cambiar. O al menos esa es la pretensión que ha animado la creación de Cloverpop.com, una start-up fundada en San Francisco (EE. UU.) que busca socorrer a los indecisos proporcionándoles un consejo en forma de sí o no a determinaciones cruciales en la vida, como romper una relación, casarse, mudarse de casa, cambiar de trabajo, crear una empresa o tener hijos, o a cualquier otra duda que atormente al usuario. El objetivo de Cloverpop no es precisamente modesto: según afirma la empresa en su web, aspira a prestar ayuda al 10% de la humanidad, nada menos.

Quizá alguien esté barruntando que la Bola 8 ya existe desde hace décadas, ahora incluso en versiones digitales. Para quien no esté advertido, me refiero a ese juguete creado en los años 50 del viejo siglo XX y que dispone de veinte respuestas genéricas adecuadas para cualquier pregunta, al estilo de «no cuentes con ello» o «todo indica que sí». Cloverpop pretende ser algo más serio. «Pasamos dos años peinando el creciente campo de la investigación sobre la felicidad y las decisiones», afirma en su blog su fundador, el tecnólogo y empresario Erik Larson, formado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y en la Universidad de Harvard (EE. UU.). «Todo ello lo hemos cocinado en una experiencia divertida de 15 minutos. Primero experimentamos, experimentamos y experimentamos, hasta que tuvimos una serie de preguntas y un algoritmo muy depurado que son mucho más que la suma de sus partes. Después lo hicimos divertido».

Pantalla inicial de Cloverpop.com.

Pantalla inicial de Cloverpop.com.

El resultado es una herramienta que pretende ayudar a las criaturas confusas a tomar sus decisiones mediante lo que Larson denomina una aplicación de coaching, ese término tan de moda. El usuario dispone de tres maneras de obtener alivio a sus cuitas: mediante el self-coaching, a través de la comunidad, o buscando consejo de uno de los asesores profesionales accesibles a través de la web. Este último será un servicio de pago (desde 29 dólares), y de momento solo disponible en inglés. Pero sin duda el más curioso es el self-coaching, gratis y anónimo para cualquiera que desee darle un tiento, aún en versión beta de prueba. El que suscribe, que duda incluso de estar escribiendo este artículo, decidió probarlo para contárselo a ustedes. Y este es el resultado.

Mi pregunta elegida fue una que ronda la mente de muchos en estos turbulentos tiempos de congoja: ¿debería marcharme a trabajar al extranjero? Una vez formulada la cuestión, la web me guió durante unos diez minutos a través de un somero proceso de introspección en el que debía exponer las ventajas e inconvenientes de la decisión, imaginar cuál sería el impacto sobre otros aspectos de mi vida, sugerir alternativas y examinar mis sentimientos al respecto. Durante el recorrido, Cloverpop va presentando algunas citas célebres de esas que suelen abrir los capítulos de los libros de autoayuda. Por fin, la web tomó su decisión: SÍ, en grandes caracteres. El resultado final se acompaña con un gut meter o medidor de instinto, que expresa qué grado de confianza puede tener uno en su elección, y con un trade-off meter que me permito libremente traducir como medidor de sacrificio, y que expresa el grado de renuncia que la decisión me supondrá.

El de Cloverpop no es el primer servicio online que bucea en el complejo proceso de la humana decisión. En 2009 un equipo formado en el MIT, con la participación de uno de los cofundadores de Flickr, lanzó Hunch.com, un sistema de toma de decisiones basado en inteligencia colectiva. La iniciativa prosperó y en 2011 fue adquirida por la web de venta y subastas eBay. Sin embargo, en marzo de este año Hunch cerró sin más explicaciones.

Por su parte, los responsables de Cloverpop confían en que los usuarios contemplen su sistema no como un clavo ardiendo al que agarrarse, sino como una forma de «actualizar» su toma de decisiones, que se añadirá a las clásicas: «dormir, rezar y hablar con los amigos», en palabras de Karl Sniady, asesor de Cloverpop y expresidente del Coaches Training Institute. Posiblemente Cloverpop suscitará tanta curiosidad como desdén. Pero, en el fondo, no es más que otra reconversión digital, y una que se ajusta como un condón de látex a algunas de las necesidades sociológicas de la herencia posmoderna: anonimato, que sea gratis, y que haya alguien a quien culpar.

Por lo que a mí respecta, lo de Cloverpop fue bonito mientras duró; pero en homenaje al nuevo blog de cine de 20 Minutos elaborado por Carles Rull, creo que más bien seguiré el consejo final de Kurt Russell en la última secuencia de La cosa, de John Carpenter: ¿por qué no nos quedamos aquí un rato más, a ver qué pasa?

Equipaje para viajar a Marte: dinero, tecnología y cojones

En este último post antes de las vacaciones de verano, voy a referirme al mayor de los grandes anhelos del futurismo vigesimista o vigesímico (pido a la RAE que acuñe ya un adjetivo para referirnos al siglo XX, al estilo de decimonónico para el XIX o dieciochesco para el XVIII, ya que novecentista solo se aplica al primer tercio). A menudo me preguntan si «me creo» lo de Mars One, el proyecto de asentamiento permanente en Marte promovido por una organización holandesa y en el que participan varios españoles aspirantes a convertirse en 2024 en los primeros marcianos. Siempre respondo que sí, que desde luego. Claro que si a continuación me preguntan si creo que Bas Lansdorp, el responsable de todo esto, tiene ahora en sus manos los recursos financieros y tecnológicos necesarios, no solo para culminar con éxito un viaje a Marte, sino para establecer allí una colonia autosuficiente viable, mi respuesta es que podré ser crédulo, pero no imbécil.

Esta aparente contradicción tiene una explicación clara. Soy un posmoderno renegado. Me crié pinchando el God save the Queen de los Sex Pistols («no future«) hasta casi traspasar los surcos del vinilo con la aguja. Después, crecí. Luego, tuve hijos. Ya he contado aquí que la posmodernidad mató las utopías. Uno y otro día leo en los comentarios de este blog cómo el nihilismo y la distopía han triunfado en esta pobre roca mojada que hemos heredado. Pero como mi naturaleza es la de nadar a contracorriente, me rebelo. Lo que sucede en el mundo no es solo culpa de los demás. Y aunque mi posibilidad de participación en arreglar un poco todo esto es muy limitada, y por tanto difícilmente estoy en posición de dejar a mis hijos algo mucho mejor de lo que yo he recibido, hay algo que sí puedo legarles: la visión del futuro que a mí me fue dada, mucho más brillante que la que hoy impera.

Es por esto (con independencia de otras consideraciones sobre progreso social y demás, pero este es un blog de ciencia y a ello me ciño) que me creo lo de Mars One. En resumen: me lo creo porque me da la gana. Porque quiero que sea posible; porque hay mucho universo por recorrer, y quisiera llegar a ver cómo se da el primer paso. Pero mi postura es algo más que un desiderátum. También me lo creo porque, hoy en día, si alguien puede reunir los recursos financieros para costear tan ingente e incierta aventura, no es un sistema público sostenido por los contribuyentes, sino una compañía privada que sepa ordeñar la gigantesca teta (todo lo que un día es burbuja pinchada antes fue teta turgente) tecnológica de internet, televisión, móviles y redes sociales; teta que TODOS (incluso este animal de sabana) estamos engordando a diario y a gusto con una buena parte de nuestros magros sueldos, ahorros, pensiones y subsidios.

Me explico: este mes, Mars One ha firmado un acuerdo con la productora de televisión Darlow Smithson Productions (DSP) para transmitir a todo el mundo el proceso de selección y entrenamiento de los candidatos a martenautas. Valga el dato de que DSP, que según dicen se especializa en la producción de documentales, docudramas y series de calidad (no soy gran televidente, por lo que no puedo hablar con conocimiento ni citar títulos que me resulten familiares), es propiedad de la holandesa Endemol, conocida por su producto estrella: Big Brother, Gran Hermano. Aunque a Juanjo Díaz Guerra, amigo y candidato de Mars One, le horroriza oír hablar del Gran Hermano Marciano, es obvio que esta es la manera de hacer real el proyecto. Según un artículo publicado en 2010 en la revista World Policy Journal, «la Asociación de Protección y Reconocimiento de Formatos (FRAPA) estima que los programas de televisión como Gran Hermano generaron unos ingresos de 12.300 millones de dólares en todo el mundo de 2006 a 2008″. Como comparación, el presupuesto total de la NASA para 2014 es de 17.646 millones de dólares, de los cuales solo 4.113 están dedicados a exploración espacial y 3.776 a las operaciones actuales en el espacio. ¿Quién tiene el dinero para viajar a Marte?

¿Y la tecnología? La tecnología es solo dinero reconvertido. Mars One no es una compañía aeroespacial. Pero existe por ahí un buen número de corporaciones y agencias espaciales que disponen del conocimiento científico y el fondo tecnológico necesarios para preparar una misión como la propuesta, y que lo harán encantadas a cambio de jugosos contratos. Una de ellas, SpaceX, fundada por el creador de PayPal Elon Musk, ha pasado en 12 años de no existir a enviar los primeros cohetes de carga privados a la Estación Espacial Internacional (ISS). Ya dispone de dos modelos de cohetes, una cápsula espacial para siete tripulantes, y está desarrollando un nuevo lanzador pesado capaz de llegar a Marte. Si se dibujaran los progresos espaciales de SpaceX en una curva temporal, seguramente solo podríamos encontrar un parangón de crecimiento tan espectacular en los gloriosos tiempos de la carrera espacial entre EE. UU. y la antigua URSS.

Por último, queda un tercer factor, más sutil y menos cuantificable. Y siguiendo aquello de le mot juste de Flaubert, Pound y Hemingway, en este caso la palabra justa no es otra sino cojones. Cojones, los de Mars One para arrostrar el tsunami de vituperios que apenas aún ha comenzado a levantarse, especialmente los cainitas, los de la propia comunidad científica aeroespacial, muchas veces teñidos de ese puritanismo moral tan, tan, tan posmoderno. Cojones, los que la compañía deberá abrillantarse y sacar a relucir en público si la misión se tuerce y alguno de los tripulantes muere. Y cómo no, cojones, los de los hombres y mujeres (los cojones, en muchos casos, son más femeninos que masculinos) que sean finalmente seleccionados para una empresa en la que bien podrían morir. Y así debe ser. No que mueran. Sino que puedan morir.

Aclaro esto último: no se trata de contemplar la misión de Mars One (próximamente en sus pantallas, se supone que en Telecinco, la cadena líder de Mediaset, copropietaria de Endemol) como los romanos acudían al circo a ver si algún gladiador la diñaba. Pero el proyecto de Mars One solo será posible si sus participantes aceptan que serán gladiadores fajándose contra temibles fieras letales, y no cruceristas de un Royal Caribbean espacial ni residentes de la versión extraterrestre de Marina d’Or. Corre por ahí la idea de que actualmente las misiones espaciales tripuladas, que hoy tienen como destino la ISS en el cien por cien de los casos, se mueven en un nivel de seguridad comparable al de cualquier vuelo comercial. Yo creo que no es así. No hace falta ser un experto en tecnología aeronáutica y aeroespacial para colegir que difícilmente una aeronave de línea es sometida a revisiones tan concienzudas y exhaustivas antes de cada vuelo como los antiguos shuttle estadounidenses o las Soyuz rusas. Y tampoco los pasajeros de los aviones disfrutamos de tantas capas de sistemas redundantes (¿soy el único a quien le parece aberrante que nunca volemos con derecho a paracaídas, y que en su lugar debamos conformarnos con un chaleco inflable magníficamente equipado con bombilla y pito?).

Se trata de que, a pesar de toda la ciencia valiosa que indudablemente se hace a bordo de la ISS, ¿qué es lo que finalmente llega al público como única ventana hacia la última frontera de la humanidad? Lo pudimos ver recientemente: con motivo de la inauguración del Mundial de fútbol, no hubo cadena que se resistiera a emitir aquellas imágenes de los astronautas de la ISS haciendo el gilí con un balón. La imagen pública de la ISS ha quedado reducida a una sempiterna visión de tipos ya talludos haciendo el ganso mientras flotan. Y es que la actividad a bordo de la ISS resulta hoy tan interesante para el público como curiosear en la oficina de una notaría. No culpo de ello a los astronautas, sino a las agencias que los envían. La NASA ha desvelado recientemente su nuevo diseño para el prototipo de un traje espacial apto para Marte, el Z-2 (que, por otra parte, nos convertiría en el hazmerreír de la galaxia). Pero, en el fondo, este anuncio es poco más que una maniobra de márketing para la galería. No son pocos quienes hoy opinan que la mayor agencia espacial del planeta Tierra (por eso nos importa), antes percibida como fuente de innovación fresca y audaz, hoy se ha convertido en un organismo burocrático y excesivamente conservador en sus apuestas, paralizado por el fantasma de los desastres del Challenger y el Columbia.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje espacial apto para Marte. NASA.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje (¿disfraz?) espacial apto para Marte. NASA.

Este mes, un informe del National Research Council de EE. UU., encargado por el Congreso de aquel país, ha alentado a empujar la exploración humana del espacio más allá de la órbita terrestre, enfatizando el carácter de Marte como horizonte. Entre los motivos para ello, el NRC incluye los que define como «aspiracionales»; es decir, los que no tienen cariz económico, político, estratégico ni científico, sino que responden a la necesidad del ser humano de ir más allá. A la épica. Al romanticismo. El informe sostiene que, por supuesto, los riesgos serán enormes, y que estos solo son justificables bajo el objetivo de llevar humanos a otros mundos. «Un programa de exploración sostenido más allá de la baja órbita terrestre, pese a toda la atención razonable que se preste a la seguridad, casi inevitablemente conducirá a múltiples pérdidas de vehículos y tripulaciones a largo plazo», dice el informe. «Una nación que elige extender la presencia humana más allá de las fronteras de la Tierra afirma su compromiso con esta empresa y acepta el riesgo a la vida humana que supone emprender el programa pese a que los accidentes graves sean inevitables». El NRC es enormemente crítico con la línea actual de la NASA, juzgando que el presente rumbo del programa de exploración humana jamás conducirá a Marte. ¿Y cuál ha sido la respuesta de la NASA al informe? Aplauso.

Es decir: que tarde o temprano, incluso las anquilosadas y mastodónticas agencias espaciales nacionales tendrán que pasar por un aro que hoy censuran a Mars One, el del riesgo inaceptable, el de los cabos sueltos y la incertidumbre. Llegarán a eso. Espero. Y la imagen de un tipo saltando sobre la superficie marciana, incluso con un atuendo tan estúpido como el Z-2, será millones de veces más poderosa para la inspiración humana, para la muerte de la posmodernidad y la vuelta a una época en la que creíamos en el futuro y en la utopía, que millones de vídeos de funcionarios flotantes explicando cómo se hace spinning en gravedad cero.

¿Que si me creo lo de Mars One? Antes de que existiera el proyecto, yo ya había escrito una novela contándolo.

«Esperamos ver despegar los primeros vehículos aéreos personales en las próximas décadas»

Frank Nieuwenhuizen, científico del proyecto europeo myCopter. F. N.

Frank Nieuwenhuizen, científico y responsable de comunicación del proyecto myCopter. Copyright Cora Kürner / Max Planck Institute for Biological Cybernetics, Tübingen, Germany. Utilizada con permiso.

Frank Nieuwenhuizen, científico y responsable de comunicación del proyecto europeo myCopter

La Unión Europea financia el proyecto myCopter, integrado por un equipo internacional de investigadores de seis instituciones y destinado a estudiar la viabilidad de los vehículos aéreos personales (PAV) como alternativas al transporte cotidiano en las ciudades, un concepto que traté en mi anterior post sobre el pasado y el futuro de los coches voladores. Frank Nieuwenhuizen es investigador del Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania), que lidera el consorcio. Nieuwenhuizen es además gerente y responsable de comunicación del proyecto.

¿Cuál es el objetivo de myCopter?

El proyecto myCopter aborda principalmente los requerimientos técnicos y sociales que deben alcanzarse para establecer un sistema de transporte aéreo personal en la sociedad de hoy.

¿La construcción de un coche volador está contemplada en el proyecto?

Nosotros no planeamos construir un coche volador o Vehículo Aéreo Personal (PAV). En su lugar, pretendemos abordar tres áreas de investigación: el diseño de una interfaz hombre-máquina intuitiva y fácil de usar, y del entrenamiento necesario para el piloto; el diseño y la implementación de la automatización necesaria; y comprender las necesidades de la sociedad de cara a la aceptación de los PAV.

¿Qué trabajos se han realizado hasta ahora y en qué fase se encuentra el proyecto?

Hemos investigado nuevos conceptos para el control de los PAV, nuevas interfaces hombre-máquina, sistemas automáticos basados en visión por ordenador, estrategias de evitación de colisiones y asistencia al aterrizaje automático, además de nuevas tecnologías PAV en un helicóptero experimental del Centro Aeroespacial Alemán (DLR). También hemos explorado los usos y riesgos potenciales de los PAV en la sociedad mediante un estudio tecnológico. El proyecto lleva funcionando tres años y medio y terminará al final de este año. Estamos organizando un Día del Proyecto en el Centro Aeroespacial Alemán en Braunschweig para el próximo 20 de noviembre. Ese día mostraremos los resultados del proyecto al público y a la prensa.

¿Cómo sería ese hipotético PAV del futuro?

Concepto artístico de vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de PAV. Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

El proyecto myCopter se apoya en un modelo genérico de PAV que se ha desarrollado como referencia interna. En los escenarios que contemplamos, un PAV genérico sería del tamaño de un coche pequeño. Para minimizar los requerimientos de espacio, debería despegar y aterrizar en vertical, como los helicópteros. Los PAV se utilizarían sobre todo para desplazarse de casa al trabajo, por lo que nuestro modelo genérico tiene una autonomía de 100 kilómetros y un solo asiento, con la posibilidad de llevar un pasajero adicional si se reduce el equipaje. La velocidad máxima sería de 150 a 200 km/h, y debería poder utilizarse al menos durante el 90% del año en casi todas las condiciones meteorológicas.

¿Cuándo podemos esperar que los PAV sean una realidad?

Queremos allanar el camino para futuras iniciativas, y esperamos ver despegar los primeros PAV en las próximas décadas. Ya existen varios vehículos, pero el reto es combinar varias tecnologías nuevas para procurar que los pilotos no experimentados también puedan manejar estos aparatos, y que muchos vehículos puedan circular al mismo tiempo con seguridad.

Este concepto cambiaría todo lo que hemos conocido hasta ahora sobre el transporte personal y probablemente tendría un impacto profundo en la fisonomía de las ciudades. Lo que implica enormes retos de cara a la regulación. ¿Estaría dispuesta la UE a abordar esta transición?

Las actuales regulaciones no contemplan los vehículos automatizados ni los vehículos aéreos no tripulados. Esto también se aplica al transporte por carretera, donde los coches de conducción automática deben conseguir permisos especiales para circular. Estos desarrollos están facilitando el camino hacia la integración de los vehículos automáticos en diferentes modos de transporte, pero aún hay muchas preguntas que responder. Esperamos que estos avances lleguen en los próximos años y tenemos confianza en que se implantarán las regulaciones necesarias.

La Unión Europea quiere que viajemos en coches voladores

Entre las imágenes clásicas de lo que el porvenir iba a deparar a los ciudadanos del siglo XX, la del transporte aéreo personal era una de las más populares. Dicen que la ambición de volar es una de las más viejas del ser humano, y está claro que la experiencia de embutir las posaderas en un asiento de Economy (la clase monkey, en el argot) mirando las nubes a través de una mirilla agrandada no la satisface. A algunos la idea de volar de verdad siempre nos ha puesto los dientes largos, y dado que carecemos de los recursos para pagarnos una licencia de piloto (del avión, ya, ni hablamos), nunca hemos renunciado a hincar el colmillo a esa fantasía con la esperanza de que algún día el futuro nos traiga aerocoches a precio de utilitario.

Aunque la idea del coche volador nos retrotraiga al futurismo de los años 50 del siglo pasado, el concepto de un aparato que domine a la vez el aire y la carretera es en realidad casi tan viejo como la aviación. El primer intento conocido, el Autoplane del aviador estadounidense Glenn Curtiss, se presentó en 1917 en la Exposición Aeronáutica Panamericana de Nueva York, aunque no consta que llegara a volar. Aquellos primeros intentos eran simplemente aviones ligeros con alas desmontables o plegables, como en el caso del biplano francés Tampier (1921), que en carretera circulaba con la cola delante y debía ir seguido muy de cerca por un automóvil para evitar que la hélice masacrara a algún ciclista. En algunos casos, como el ConvAirCar o el AVE Mizar, los inventores directamente adosaban coches a piezas de avión en lo que hoy parecerían montajes de Photoshop. Pero a diferencia de lo que ocurre con el retoque fotográfico, algunos de estos corta-pegas reales mataron a sus artífices.

En 1950 el gobierno de EE. UU. aprobó el primer aparato para uso en el aire y en carretera. Se trataba del Airphibian, desarrollado en 1946 por Robert Edison Fulton (no emparentado con el inventor de la bombilla ni el del barco de vapor, pero claramente predestinado). El artefacto era básicamente una avioneta partida por la mitad, que dejaba la sección trasera con alas y cola en el aeropuerto, mientras que la hélice se desmontaba para viajar por tierra. El Airphibian nunca llegó a producirse para la venta por falta de inversores, pero en cambio sí llegaron a venderse seis unidades del Aerocar de Moulton Taylor, creado en 1949 y también aprobado por la autoridad de aviación civil estadounidense. Tanto por diseño como por mecánica, el Aerocar estaba más próximo al concepto de coche volador que al de avioneta convertible, con un motor de tracción para las ruedas delanteras, un volante circular y cambio de marchas. Al parecer, uno de los seis Aerocars que llegaron a fabricarse llevó como pasajero en una ocasión a Raúl Castro en Cuba.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Los intentos de fabricar un coche volador nunca han cesado, y varios de ellos continúan vivos hoy. Quizá el más conocido es el de la compañía Terrafugia, fundada por ingenieros aeroespaciales formados en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Su modelo Transition, un biplaza de alas plegables, lleva algunos años circulando por exhibiciones y por internet. Ciertas críticas le achacan que la pretensión de dominar el aire y la carretera a un tiempo hace que no domine bien ninguno de los dos. Pero quizá los mayores inconvenientes del Transition sean otros, a saber: de un coche volador uno espera que cueste lo que un coche, no lo que un avión; que no requiera una licencia de piloto; y que no exija disponer de una pista de aterrizaje privada de 518 metros. Y el aparato de Terrafugia no cumple ninguno de los tres requisitos, por mucho que la compañía se empeñe en sugerir que 279.000 dólares es un precio asequible.

En realidad, el Transition es más avioneta que coche; algo que los ingenieros de Terrafugia quieren cambiar en su próximo modelo, el TF-X, que la empresa anunció el mes pasado para dentro de unos diez años y que podrá despegar y aterrizar en vertical, acomodar a cuatro pasajeros y aparcar en una plaza estándar, todo ello en un vehículo híbrido cuyo manejo podrá aprenderse en cinco horas. De hecho, volará solo y contará con sistemas automáticos para evitar colisiones. La única pega será el precio, aún no detallado, pero que se prevé en el orden de magnitud de los «coches de lujo de muy alta gama».

No todos los modelos de coches voladores vienen del otro lado del Atlántico. De hecho, el triciclo holandés PAL-V One (siglas de Personal Air and Land Vehicle) ofrece una ventaja muy tranquilizadora frente a los prototipos de Terrafugia. Pensemos en los vehículos que a diario encontramos averiados en el arcén de la carretera. Cuando se trata de un automóvil de los de toda la vida, a los ocupantes se les suele ver junto al coche ataviados con sus chalecos amarillos y esperando a que la grúa se presente. Pero en el caso de un vehículo aéreo, sus pasajeros probablemente seguirían dentro, muertos a causa del impacto. A pesar de que los diseños suelen incorporar medidas de seguridad tan obvias como los paracaídas, el sistema del PAL-V One le permite aterrizar aunque el motor falle. El aparato utiliza el principio del autogiro, invención netamente española debida al ingeniero Juan de la Cierva y que la aviación nunca ha llegado a explotar a fondo. A diferencia del helicóptero, el rotor del autogiro no va propulsado, sino que gira libremente (autogira) por el impulso del aire cuando el aparato avanza gracias a su hélice. Así, aunque el motor se pare, el giro autónomo del rotor permite un aterrizaje suave. El PAL-V One, que hizo su vuelo inaugural el pasado abril, solo necesita 165 metros para despegar y aterriza en unos escasos 30 metros. Actualmente la compañía busca inversores para la fase de desarrollo y comercialización.

Pero si todo lo anterior continúa sonando a ciencia ficción, o al menos a caros juguetes exóticos que solo disfrutarán unos cuantos millonarios (esos que, de todos modos, ya tienen su jet), el hecho de que la Unión Europea financie un proyecto en este campo puede cambiar las reglas del juego para que estos vehículos lleguen a convertirse algún día en algo al alcance de los mortales. De hecho, el propósito de los artífices de myCopter es «allanar el camino para el uso de Vehículos Aéreos Personales (PAV) por el público en general», con la finalidad de aliviar «los problemas de congestión en el transporte por tierra y el anticipado crecimiento del tráfico en las próximas décadas», según describen los investigadores en la web del proyecto. El autor de la idea es el director del Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania) Heinrich Bülthoff, y en el consorcio participan además otras cinco instituciones europeas de todo crédito, como la Escuela Federal Politécnica de Lausana y el Instituto Tecnológico Federal de Zúrich (Suiza).

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

En realidad, myCopter no entra en la categoría de coches voladores, ya que está concebido únicamente para uso aéreo. Pero si pudiéramos tener en casa un pequeño helicóptero personal, ¿quién iba a echar de menos el uso anfibio (término que sirve también para tierra y aire)? Los integrantes del consorcio internacional aspiran a integrar «avances tecnológicos e investigaciones sociales necesarios para mover el transporte público a la tercera dimensión». El aparato que pretenden desarrollar está «concebido para viajar entre los hogares y los lugares de trabajo, y para volar a baja altitud en entornos urbanos». «Tales PAV deberían ser total o parcialmente autónomos sin requerir control de tráfico aéreo desde tierra. Aún más, deberían operar fuera del espacio aéreo controlado mientras el actual tráfico aéreo permanezca inalterado, y deberían después integrarse en la próxima generación de espacio aéreo controlado».

Sin embargo, queda un largo e incierto camino por delante. El myCopter de momento es solo un dibujo, aunque ya existe un simulador que el periodista del diario The New York Times Danny Hackim ha podido probar recientemente. «No sé volar y ni siquiera soy un conductor muy entusiasta, pero despegué fácilmente desde lo que parecía un campo rodeado por seis casas en la campiña inglesa», escribía Hackim. «Después seguí una carretera aérea virtual que se extendía ante mí, atravesando una serie de cuadrados morados dispersos por el cielo simulado».

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

La simulación ya apunta una idea que sin duda deberá formar parte del diseño: para que myCopter fuera realmente un medio de transporte de uso general y no provocara decenas de siniestros catastróficos cada día, el pilotaje tendría que ser al menos parcialmente automático, guiado estrictamente por GPS a través de rutas prestablecidas y facilitado al usuario mediante una interfaz sencilla. Pero además de los retos técnicos, el proyecto, de seguir adelante, se enfrentaría a enormes desafíos de cara a la regulación y la infraestructura necesarias para un sistema de transporte que revolucionaría todo lo que hemos conocido hasta ahora. Los sistemas actuales de ordenación del tráfico urbano quedarían obsoletos, como vallas, barreras y bordillos. ¿Cómo evitar el abuso y la violación de espacios restringidos? ¿Aterrizarían los ladrones en las azoteas para desvalijar las casas? ¿Se estrellaría contra el quinto piso de un edificio un delincuente en fuga perseguido por la policía? ¿Los conductores agresivos nos adelantarían no solo por izquierda y derecha indistintamente, sino también por arriba y abajo? Tal vez la solución fuera que la policía dispusiera de vehículos aún más capaces. ¿Qué tal los spinners de Blade Runner?

Conque esto era el futuro. ¿Y bien?

En esta última semana antes de las vacaciones de verano, me ha dado por practicar el arriesgado ejercicio de echar la vista atrás y recapitular qué significa este año 2014 en el contexto de ese lugar llamado futuro al que inevitablemente debíamos llegar, pero en el que, a diferencia de lo que ocurre ahora, antes solíamos creer. Ayer conté aquí la historia de cómo la bomba atómica nació hace cien años en la literatura mucho antes de hacerlo en la realidad, y cómo el artefacto brotado de la imaginación de H. G. Wells se convirtió en profecía autocumplida cuando inspiró al físico descubridor de la reacción nuclear en cadena, que se confesó muy impresionado por el relato. En su novela, el escritor británico construyó una utopía a la que se llegaba recorriendo un doloroso camino. Y desde luego que en el siglo XX lo recorrimos, pero nunca hemos llegado al destino.

Mientras Wells escribía The world set free, en 1913, otro notable compatriota suyo hacía su propio ejercicio de futurismo a cien años vista. Como recogió el 6 de diciembre de aquel año el periódico The Evening Independent, Sir Thomas Vansittart Bowater, nuevo alcalde de Londres, aseguró que 2013 sería un año «exclusivamente de tracción mecánica». Pronosticó un enorme crecimiento urbano de Londres, aunque se le fue la mano al extenderlo hasta Brighton, y casi acertó al imaginar que los sellos de correos quedarían reducidos a curiosidades. En coherencia con las expectativas de su época, predijo el túnel ferroviario a través del Canal de La Mancha y el transporte aéreo intercontinental, añadiendo la estrambótica idea de que el tráfico aéreo sobre las ciudades obligaría a cubrirlas con malla metálica para «la prevención del contrabando y otros delitos, y la protección de peatones y residentes». Sus apuestas quedaron largas al predecir que una visita a Marte no sería algo raro y que el cáncer habría desaparecido. Es más: «será difícil decir que una persona está muerta más allá de toda esperanza de resucitación», especulaba Bowater, confiando tal milagro a «oxígeno y electricidad, inyecciones salinas, transfusiones de sangre, órganos y miembros trasplantados», que darían «al hombre o mujer de la calle tantas vidas como el gato del proverbio».

En la biografía de Bowater no constan grandes méritos más allá de su carrera política y de su dedicación al negocio papelero de su padre. Por tanto, cabe pensar que su especulación no estaba informada por un profundo conocimiento científico y tecnológico, sino por una cierta intuición aplicada a la corriente de pensamiento de entonces. En tiempos de Wells, el naciente siglo XX se divisaba como el triunfo de la modernidad, el tiempo de los grandes cambios y revoluciones que invitaban a soñar con un futuro brillante antes de la Primera Guerra Mundial y del crack de 1929. Todavía en 1939, hace 75 años, el futurismo tentaba la imaginación popular y comenzaba a encandilar al público desde las ferias mundiales como palcos hacia el mañana. En la de ese año, celebrada en Nueva York, el pabellón de General Motors ofrecía una atracción llamada Futurama, donde los visitantes hacían colas kilométricas para volar sobre gigantescas urbes de un lejano 1960, pobladas de modernos rascacielos y escuadradas por anchas autopistas. Ese mismo año, diseñadores estadounidenses lanzaron sus pronósticos sobre la moda en el año 2000: para las mujeres, elegantes vestidos convertibles, transparentes, de metal o cristal, con cinturones eléctricos para «adaptarse a los cambios climáticos», además de una linterna como adorno capilar para «ayudarlas a encontrar a un hombre honrado»; para los hombres, un tronchante y ridículo mono con radio, teléfono y bolsillos para guardar llaves, monedas y caramelos.

Saltemos un cuarto de siglo. En 1964, hace 50 años, Nueva York acogió una nueva Feria Mundial, con el concurso de un remozado Futurama II que incorporaba la última sensación de la época, la conquista del espacio. Y en un tiempo en que la conciencia medioambiental aún era desconocida, la exhibición presumía de que en el futuro se dispondría de tecnología para «penetrar las junglas», desbrozar y construir carreteras en solo unas horas: «del corazón de lo que antes era selva tropical, surgirán nuevas y brillantes ciudades». Ese mismo año, el escritor Arthur C. Clarke, autor de 2001: Una odisea del espacio y El fin de la infancia, vaticinaba en un documental alusivo de la BBC (primera parte bajo este párrafo, segunda parte aquí) que el medio siglo siguiente traería el empleo de monos como sirvientes, la inteligencia artificial, la manipulación de la memoria «como se graba una sinfonía en una cinta» y la revolución en las telecomunicaciones que permitiría a dos personas comunicarse al instante desde cualquier rincón del mundo y trabajar desde «Tahití o Bali».

También en 1964 y con ocasión de la exposición neoyorquina, el escritor y bioquímico Isaac Asimov imaginaba para el diario The New York Times una «visita a la Feria Mundial de 2014». En el esquema mental de aquellos días que contraponía lo moderno a lo salvaje, el autor de la Saga de la Fundación escribía: «Los hombres continuarán apartándose de la naturaleza para crear un entorno más adecuado a ellos». Asimov suspiraba por maravillas que hoy nos resultan inconcebiblemente infernales: ciudades subterráneas alejadas de la luz del sol, viviendas sin ventanas, comida precocinada, electrodomésticos alimentados por pilas atómicas y centrales nucleares por doquier. El escritor de origen ruso divisaba además un 2014 con coches levitantes robotizados, aceras móviles, pantallas gigantes y en 3D, colonias lunares y proyectos de asentamientos marcianos.

Un lugar común en la prospectiva del siglo XX era cómo los avances científicos y técnicos moldearían la evolución del orden social. Para una modernidad que creía en el porvenir, incluso las distopías no pretendían ser retratos fieles del mañana, sino señales de advertencia sobre el riesgo de abandonar la senda correcta del progreso. La mecanización de la producción industrial inducía a los utopistas a aventurar que las tareas físicas más ingratas y rutinarias ya no serían desempeñadas por personas, sino por máquinas o animales entrenados, y que los humanos se dedicarían a cultivar el intelecto y a disfrutar de más tiempo de ocio. Para Asimov, la humanidad quedaría destinada a programar y cuidar las máquinas hasta el aburrimiento. «De hecho, la especulación más sombría que puedo hacer sobre el año 2014 es que, en una sociedad de ocio forzado, ¡la palabra trabajo se habrá convertido en la más gloriosa del vocabulario!», auguraba.

Incluso en una fecha tan reciente como 1989, el penúltimo salto en este viaje (hace 25 años), algunos aún consideraban posible que la semana laboral de 2014 comprendiera entre 25 y 30 horas, con menos desempleo que el existente entonces. Esta era la predicción del columnista Barry Lake en el diario Marshall Chronicle de Michigan (EE. UU.). Lake se basaba en un análisis efectuado por la firma de investigación Forecasting International Inc. y que vaticinaba analizadores personales de salud en cada hogar, duchas de ultrasonidos que nos librarían hasta del sarro y la caspa, y «TV de dos direcciones» que permitiría a la mitad de la población trabajar desde casa.

Con el fin de la modernidad murieron las utopías. En 1965, Umberto Eco nos dio a elegir entre apocalípticos e integrados, el punk recogió el espíritu de la nueva posmodernidad en su «no future«, y triunfó la visión distópica, que es hoy la dominante. En este 2014, algunas de aquellas predicciones se han cumplido; otras no. Pero tal vez lo que más haya cambiado seamos nosotros mismos. El ser humano ha perdido el candor y la ingenuidad que en su día le hacían imaginar el futuro como una tierra de bienestar y justicia, donde la ciencia y la tecnología iban a servirnos una vida más confortable, sana y longeva, y donde el desarrollo social nos proporcionaría paz, tiempo libre y desahogo económico. Aunque la predicción tecnológica sigue viva y pensadores como Raymond Kurzweil continúan interesados en el juego de su impacto social, las únicas utopías que hoy corren por la calle son las de cariz puramente político, siempre discutibles por lo que tienen de paraíso para unos e infierno para otros.

Quizá lo que más sorprendería a los futuristas del pasado sería el escaso impacto de los cambios en lo más sustancial de nuestras vidas; y, sobre todo, lo poco que las han mejorado. Pese a vacunas y antibióticos, que ya existían hace medio siglo, las enfermedades infecciosas aún asuelan a la humanidad. No hemos vencido al cáncer; las enfermedades genéticas siguen matando o incapacitando a muchos niños, y las neurodegenerativas continúan arruinando el sueño de la jubilación que presentan los anuncios televisivos de seguros. Aún nos desplazamos por los mismos medios que entonces. Hemos ganado en confort, seguridad y algo de rapidez, pero nada esencialmente novedoso ha sustituido al automóvil, el ferrocarril, el avión o el barco. No hemos colonizado la Luna ni Marte. Hoy calentamos los alimentos en un minuto, pero la comida industrial no ha mejorado nuestra nutrición. La automatización de la industria y el aumento de la productividad nos prometían una vida dedicada al ocio, pero si alguien trabaja menos de 40 horas a la semana es porque posee un empleo precario o ninguno en absoluto. Es difícil encontrar un aspecto en el que nuestras vidas hayan experimentado una verdadera revolución. Salvo, claro está, en uno solo. Tenemos dispositivos electrónicos cada vez más sofisticados, apps y redes sociales. En eso ha quedado el futuro: en renovar el móvil cada año. Pan y smartphone.

Crowdfunding para la ciencia, un safari por la jungla financiera

¿Pueden los proyectos científicos sostenerse a base de pequeñas donaciones particulares? ¿Deben hacerlo? Para Mónica Peláez y Carlos Rosales, la respuesta es sí en ambos casos. Estos dos emprendedores decidieron hace un año dejar lo que tenían entre manos y dedicar sus esfuerzos y ahorros a realizar su proyecto, que no era otro que ayudar a otros emprendedores a realizar los suyos propios. Así nació Safari Crowdfunding, que hoy se ha puesto de largo en el campus de Cantoblanco de la Universidad Autónoma de Madrid para su presentación formal en sociedad y su pistoletazo de salida al ciberespacio.

Mónica Peláez y Carlos Rosales, los dos emprendedores responsables de Safari Crowdfunding.

Mónica Peláez y Carlos Rosales, los dos emprendedores responsables de Safari Crowdfunding.

Safari Crowdfunding se presenta hoy como la plataforma de financiación colectiva del Parque Científico de Madrid, pero lo cierto es que no fue así como nació. Lejos de ser una iniciativa promovida por el Parque, la Universidad o algún otro gran organismo, la idea nació de la unión de fuerzas entre Peláez y Rosales. Ella aportaba una larga experiencia financiera en la gran empresa multinacional y en consultoría de alto nivel. Él, un amplio currículum en electrónica de consumo desde la pequeña y mediana empresa y un ojo atento a cómo las plataformas de financiación colectiva por internet, o crowdfunding, estaban cambiando el panorama del emprendimiento tecnológico en EE. UU. Ejemplos notables de ello son la consola de juegos Ouya para sistema operativo Android o las gafas de realidad virtual Oculus, que comenzaron como un proyecto de crowdfunding antes de que Facebook se fijara en ellas.

«En realidad llegamos a la ciencia casi sin pretenderlo», señala Rosales a Ciencias Mixtas.«Teníamos cierta relación familiar con la comunidad científica, pero sobre todo estábamos buscando una ubicación para nuestro proyecto. Una persona nos llevó a otra, se nos fue uniendo más gente, y un día acabamos en el acelerador de iones del campus de la Autónoma. Justo enfrente estaba el Parque Científico, así que decidimos presentar nuestro proyecto allí y nos aceptaron como inquilinos», recuerda.

Así fue como, gracias a su ubicación, «de la comunidad científica del campus comenzaron a surgir proyectos», apunta Rosales. De hecho, esta afortunada circunstancia vino a llenar un hueco en el paisaje de las crowdfunding españolas. «Las plataformas existentes en España tenían un perfil más cultural y social: el crowdfunding por donación se enfocaba más a proyectos sociales, y el de producto a grabar un disco, escribir un libro o rodar una película». Los dos emprendedores sabían además de la falta crónica de fondos que aqueja a la investigación, y concluyeron que la ciencia podía captar la atención de los pequeños donantes. «Pensamos que los proyectos científicos podían despertar un interés solidario, y por tanto eran atractivos para el crowdfunding por donación», resume Rosales.

Fruto de todo ello son dos de los seis proyectos que Safari Crowdfunding lanza hoy en su primera andanada. Uno de ellos es la creación del centro de referencia para el diagnóstico genético de enfermedades raras infantiles por envejecimiento acelerado, una de esas asignaturas pendientes que siempre lo serán para la gran empresa. «El campo de las enfermedades raras se ha olvidado porque no es rentable», dice Rosales. La empresa detrás de esta iniciativa es la pyme biotecnológica española Advanced Medical Projects, dedicada a los nuevos diagnósticos y terapias, y que invierte todos sus beneficios en investigación y desarrollo. La compañía cuenta ya con un medicamento en desarrollo para el tratamiento de la disqueratosis congénita, y a través de Safari Crowdfunding pretende reunir entre 12.000 y 20.000 euros para crear un centro especializado que reduzca el plazo de diagnóstico de estas enfermedades raras infantiles, que actualmente puede llegar a los cinco años, a solo unas semanas. Para ello ofrecerán varios servicios, incluida la secuenciación masiva de ADN que permitirá localizar rápidamente la mutación o mutaciones del niño o niña y así facilitar el enfoque terapéutico temprano. Además, un biobanco de ADN servirá como recurso a la comunidad investigadora.safari2

El segundo de los proyectos científicos es obra de Biomedica Molecular Medicine, una empresa de herramientas clínicas moleculares surgida en el Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital La Paz y la primera nacida oficialmente del sistema madrileño de salud. El proyecto aspira a reunir 25.000 euros para financiar la validación clínica del 8-gene Score, un test que ayudará a los oncólogos a tomar decisiones de cara al tratamiento de las afectadas por cáncer de mama. El empleo de esta herramienta contribuirá a determinar qué pacientes tienen un pronóstico tan favorable que podría evitarse la quimioterapia y sus terribles efectos secundarios sin afectar a la evolución de su enfermedad. Pero para que el 8-gene Score pueda introducirse de forma rutinaria en la práctica clínica, antes es necesaria su validación con una muestra grande de pacientes y comparándolo con otras pruebas existentes ahora, frente a las que el nuevo test ofrece claras ventajas.

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A cualquiera le surge la pregunta: dado que se trata de proyectos científicos con un enorme interés social, ¿no deberían financiarse con dinero público, en lugar de depender de las donaciones voluntarias y del riesgo asumible por los pequeños emprendedores? Es más: ¿no aprovecharán quienes deberían ocuparse de esto para mirar hacia otro lado? «O no», replica Rosales. «Se puede pensar que tapamos el hueco que dejan los recortes, pero el crowdfunding es la sociedad, son los ciudadanos. Es también una manera de abrir las ventanas de la ciencia y darle a la gente lo que los científicos están haciendo, y contarles por qué lo están haciendo. Tenemos la vocación de ser una herramienta más, un nivel complementario».

Sin embargo, Safari Crowdfunding no se restringe a proyectos relacionados con la ciencia. «La parte más tecnológica la enfocamos más a producto, a crowdfunding de recompensa», precisa Rosales. Así, por ejemplo, Spanish Language Route es un curso online completo de español en 3D que utiliza tecnología de juegos para guiar al usuario por las cinco rutas del Camino de Santiago. «La gente, cuando dona, recibe el curso», dice Rosales. En otros casos, la donación sirve como reserva de compra del producto para cuando esté disponible, como ocurrió en EE. UU. con la consola Ouya o las gafas Oculus. Es el caso de ColorUp!, una aplicación móvil que utiliza un código de colores como termómetro del estado de ánimo personal y como valoración de servicios, empresas, ciudades o eventos. Por último, cierran la oferta inicial de Safari Urbein, una fusión entre banco de imágenes, agencia gráfica y medio de comunicación que permite compartir y vender fotografías de actualidad y otras temáticas desde un enfoque solidario y colaborativo, y El mundo en moto Sinewan, la videobitácora de un motorista viajero.

Rosales detalla que todos los proyectos propondrán un plan de hitos y crearán un blog desde el que irán informando de la marcha de la iniciativa y del nivel de apoyo conseguido, pero las donaciones no se harán efectivas hasta que se cubra el cien por cien de la financiación requerida. Esta transparencia, considera Rosales, es esencial en el éxito de los proyectos. «Partimos con la experiencia de saber lo que ha ocurrido a veces con el crowdfunding en EE. UU.: se consigue la financiación con facilidad y, una vez obtenida, muchos de los proyectos acaban fracasando». Y si el mundo financiero es una selva, qué mejor que un safari para atravesarlo con éxito y, además, disfrutarlo por el camino. «Financiar un proyecto es una aventura muy parecida a internarte en una jungla poblada de animales feroces», concluye Rosales.