Archivo de la categoría ‘Ciencia’

La ciencia: no es la enfermedad mental, son las armas

El director de la revista Science, una de las dos publicaciones científicas más importantes del mundo y que representa a la American Association for the Advancement of Science (AAAS), la mayor sociedad científica general del planeta, ha publicado un editorial contundente como respuesta a la masacre perpetrada en la escuela primaria de Uvalde, en Texas.

«Sabemos cuál es el problema», titula su artículo Holden Thorp; a la tragedia que todos conocemos se han sumado en los últimos diez días otros dos episodios que aquí han pasado casi inadvertidos, uno en una iglesia taiwanesa de California y otro en un comercio de un barrio negro de Nueva York. Y el problema al que se refiere Thorp no es otro que la libre tenencia de armas en EEUU.

Esto podrá parecer obvio a algunos, ya que los enfoques en nuestro país han estado, en general, equilibradamente centrados en este aspecto. En general, pero no en su totalidad. También aquí hay quienes han comprado el discurso de los sectores más recalcitrantemente conservadores y favorables a las armas en EEUU, que pretende desviar la atención hacia otro problema, el de la salud mental. Y basándose en este discurso, algunos grupos han defendido facilitar el acceso a las armas en España.

Rifles de asalto en una armería en EEUU. Imagen de Michael McConville / Wikipedia.

«Aunque los opositores a un control sensato de las armas —como prevalece en la mayor parte del mundo civilizado— continúan poniendo el foco en las motivaciones de los tiradores o en estados mentales inestable, estas son distracciones cínicas de la única verdad obvia: el hilo conductor en todos los repugnantes tiroteos de masas del país es el acceso absurdamente fácil a las armas», escribe Thorp. El director de Science no duda de que la salud mental sea un elemento involucrado en algunos de estos ataques, pero subraya que centrarse en un factor secundario cuando existe un problema principal es desviar la atención:

«Las tasas de enfermedad mental en EEUU son similares a las de otros países donde los tiroteos de masas raramente ocurren. Es en el acceso a las armas donde está el problema. Alan Leshner, un experto en investigación y políticas sobre salud mental (también antiguo CEO de la AAAS, editora de Science) escribió sobre la falacia de culpar a la enfermedad mental de la violencia armada, a raíz de otro trágico tiroteo en 2019. Entre los argumentos de Leshner se encuentra el dato de que menos de un tercio de las personas que cometen tiroteos de masas tienen una enfermedad mental diagnosticable».

Thorp cita también un análisis de 2017 según el cual las restricciones han demostrado su utilidad: el aumento de las condenas, la prohibición de poseer armas a las personas con antecedentes de violencia doméstica y evitar que se porten armas escondidas han conseguido reducir la violencia armada. «La ciencia es clara: las restricciones funcionan, y es probable que el aumento de las limitaciones salvara miles de vidas», afirma.

Con respecto a la segunda enmienda a la Constitución de EEUU, que consagró el derecho a poseer armas, Thorp alega que «muchas cosas han cambiado desde 1789», y que desde entonces las leyes se han adaptado para suprimir preceptos inaceptables, como la esclavitud, la prohibición del sufragio femenino u otras agresiones a los derechos civiles.

Por último, Thorp no evita mencionar a los principales responsables de la continuidad de esta política anacrónica, y lo hace con duras palabras: estas «matanzas sin sentido», dice, son «cortesía de la Asociación Nacional del Rifle y sus bien financiados lacayos políticos». «La Asociación Nacional del Rifle y sus secuaces deben ser derrotados. Depende de nosotros, porque las víctimas de la violencia armada, trágicamente, no están aquí para protestar por ellas mismas».

Cuando Thorp dice «nosotros», no se refiere a la sociedad en general. La sociedad en general no lee Science. Quienes leen Science son los científicos y otros círculos relacionados con la ciencia, y es a ellos a quienes va dirigido este mensaje. «Los científicos no deben sentarse en la banda y mirar cómo otros pelean por esto», escribe, invitando a los profesionales de la ciencia no solo a movilizarse activamente, sino también a combatir con el arma que mejor dominan, la propia ciencia: investigar para seguir mostrando al mundo y a los legisladores lo que ya muchos estudios previos han revelado, que no es una cuestión de enfermedad mental, sino de armas: «La ciencia puede mostrar que las restricciones a las armas hacen más seguras a las sociedades. La ciencia puede mostrar que la enfermedad mental no es un factor determinante en los tiroteos de masas».

Quizá el editorial de Thorp pueda resultar a algunos muy similar a lo que ha escrito cualquier opinador o comentarista. Pero hay una diferencia esencial, y es que Thorp no es cualquier opinador o comentarista. Y no es cuestión de que sea más inteligente, lúcido o sabio que otros. Precisamente he dedicado aquí algunos artículos (por ejemplo) a contar que la ciencia, a diferencia de casi todo lo demás y a diferencia de lo que creen quienes ignoran qué es la ciencia, no se basa en la voz del experto; no se basa en lo que dice un líder, un gurú o un papa. Lo que diga un individuo concreto no tiene demasiada importancia; lo que importa es la conclusión a la que llega la comunidad científica a través de la acumulación de evidencias nacidas de estudios independientes.

Por lo tanto, lo relevante del caso no es que esto lo diga alguien llamado Holden Thorp, sino que lo dice el director de Science; un cargo que conlleva el privilegio y el deber de saber cuál es el mensaje que transmite el conocimiento actual de la comunidad científica sobre el asunto que se trata en un editorial de la revista. Es la ciencia la que concluye que no es la enfermedad mental, sino las armas. Thorp es solo el portavoz de este conocimiento.

Tal vez haya a quien le llame la atención que los científicos se manifiesten públicamente sobre asuntos con implicaciones políticas. Es fácil comprobar que muchas personas aún tienen en la cabeza esa imagen equivocada del tópico del sabio distraído, una persona enfrascada en sus experimentos y ajena al mundo de los mortales. Esto, si existió alguna vez, hace ya mucho tiempo que dejó de existir. Como también he contado aquí con mayor detalle, la ciencia está inevitablemente ligada a la política, y en tiempos de cambio climático, pandemias y populismos negacionistas de la ciencia, incluso muchas de las principales revistas científicas y médicas han urgido a sus lectores a involucrarse para impedir que las políticas ignoren o contravengan el conocimiento científico (≡ lo que realmente sabemos de cómo funciona la realidad). Con las masacres a tiros, como con tantas otras cosas, hay quienes pretenden imponer ideologías perfectamente opinables. Y contra ideología, ciencia.

Médicos antivacunas, más influidos por la ideología que por la ciencia

En 2004 el médico Richard Smith, entonces director del BMJ (antiguo British Medical Journal, una de las revistas médicas más importantes del mundo), publicó un artículo titulado «Los doctores no son científicos». Entre otras cosas, decía:

Algunos doctores son científicos —del mismo modo que algunos políticos son científicos—, pero la mayoría no lo son. Como estudiantes de medicina se les llenó de información sobre bioquímica, anatomía, fisiología y otras ciencias, pero la información no hace a un científico —de otro modo, podrías convertirte en científico viendo el Discovery Channel. Un científico es alguien que constantemente cuestiona, genera hipótesis falsables y recoge datos mediante experimentos bien diseñados —el tipo de gente que se cepilla los dientes solo en un lado de la boca para ver si cepillarse los dientes tiene algún beneficio. La mayoría de los doctores siguen patrones y reglas familiares, a menudo improvisando en torno a esas reglas. En sus métodos de trabajo se parecen más a los músicos de jazz que a los científicos.

Cuestionar si los doctores son científicos puede parecer ofensivo, pero la mayoría de los doctores saben que no son científicos. Una vez pregunté a una audiencia de quizá 150 docentes de medicina cuántos se veían como científicos. Unos cinco levantaron la mano.

La consecuencia inevitable es que la mayoría de los lectores de las revistas médicas no leen los artículos originales. Pueden mirar el abstract [resumen inicial], pero es raro el que lee un artículo de principio a fin, evaluándolo críticamente mientras lo hace. De hecho, la mayoría de los doctores son incapaces de evaluar críticamente un artículo. Nunca se les ha formado para hacer esto. En su lugar, deben aceptar el juicio del equipo editorial y de los revisores por pares, hasta que uno de esos raros escribe y apunta que un artículo es científicamente ridículo.

El artículo de Smith recibió respuestas, unas a favor de su visión, otras en contra. El alergólogo David Freed escribía: «Hay que tener agallas para que un editor médico desengañe a sus lectores de su más preciada suposición de que los doctores son científicos, pero es cierto que no lo son». Freed explicaba que los médicos tienen que ser convincentes en su apariencia de que siempre lo saben todo: «Resulta tan fácil para nosotros los doctores comenzar a creer que lo sabemos todo, y eso nos hace irracionalmente hostiles a nuevas ideas». En cambio, el científico vive en la incertidumbre. ¿A cuántos médicos oímos decir «no sé»? Sin embargo, esta es, o debería ser, la expresión de cabecera de todo científico.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Probablemente a muchos les sorprenderá todo esto, y habrá quienes no estén de acuerdo. En cambio para otros será algo ya sabido, especialmente en los laboratorios. Durante mi etapa de investigación predoctoral estuve un tiempo trabajando en la sección de Inmunología del Hospital de la Princesa, en Madrid. Incluso en un departamento de investigación de un hospital, los médicos eran minoría; la mayoría éramos biólogos, incluyendo al jefe de la sección, Paco Sánchez-Madrid, que luego fue miembro de mi tribunal de tesis. Al menos por entonces, en la carrera de medicina no se enseñaba ciencia, método científico, enfoque científico. No se enseñaba a investigar, ni se orientaba la carrera hacia esta posibilidad. Ojalá ahora sí, no lo sé. Lo cierto es que, incluso si más médicos quisieran dedicarse a hacer ciencia, tampoco las obligaciones de su trabajo lo facilitan, y ese es un potencial que todos estamos perdiendo. Porque, como escribían en 2019 en el New York Times tres médicos de la Fundación de Apoyo a los Médicos-Científicos de EEUU, «necesitamos más médicos que sean científicos».

Un amigo farmacéutico decía que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los abogados aprenden una tríada delito-ley-pena, los médicos aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento (este es el enfoque de exámenes como los de residencia). El autor de un estudio sobre la anti-ciencia que comenté aquí hace unos años explicaba que estas corrientes se basan precisamente en «pensar como abogados»: elegir solo aquellos argumentos seleccionados que apoyan su postura, como los estudios de casos frente a la más amplia evidencia de los ensayos clínicos aleatorizados.  Por ello y según Freed, «las disputas médicas se vuelven enconadas porque siempre en el fondo está el pensamiento de que el otro tipo está dañando a los pacientes». En cambio, un científico debe reunir toda la información relevante y sopesarla para llegar a una conclusión. Debe desafiar su propia creencia y aceptar lo que digan los datos, ya sea que avalen lo que él pensaba o lo contrario.

Si los médicos deberían o no ser científicos, es otro debate en el que cabría argumentar. Muchos profesionales dedican su trabajo a manejar desarrollos de la ciencia que no tienen por qué conocer en más detalle del que exige su tarea. Un excelente piloto de aviación no tiene por qué ser físico atmosférico ni ingeniero aeronáutico. Pero a ninguno se le ocurriría actuar en contra de las reglas que han establecido quienes sí son físicos atmosféricos o ingenieros aeronáuticos, y sí conocen profundamente toda la ciencia por la que se guían las reglas para elevar un avión y mantenerlo en el aire.

Del mismo modo, no existe ningún científico, médico o no, relevante en el campo, reputado y con credibilidad, que sostenga posturas negacionistas de las vacunas de COVID-19, porque los científicos han podido entender y analizar los datos de cientos de estudios publicados para llegar por sí mismos a la conclusión de que las vacunas son seguras y eficaces. Pero sí hay médicos antivacunas, como los hay que avalan pseudoterapias.

Los médicos antivacunas, siendo minoría, son una cuantiosa minoría: según un estudio en EEUU publicado ahora, dirigido por la Universidad de Texas A&M, un 10% de los médicos de atención primaria encuestados en aquel país no cree que las vacunas sean seguras, casi el mismo porcentaje no cree que sean efectivas, y algo más de un 8% no cree que sean importantes.

Además de revelar la extensión de esta corriente anticientífica, el estudio ha indagado en la tipología del perfil de estos médicos antivacunas, y ha encontrado que «algunos de los factores que influyen en la confianza en las vacunas en el público en general afectan de manera similar a la confianza en las vacunas entre los médicos», escriben los autores. Uno de estos factores principales, señalan, es la ideología política conservadora. Es bien sabido que en EEUU el movimiento antivacunas está alineado con la sintonía política del expresidente Donald Trump.

En aquel país ciertos médicos conocidos por sus apariciones en los medios han extendido desinformación y bulos sobre las vacunas. Algunas de las posturas antivacunas más beligerantes proceden incluso de organizaciones médicas, como la American Association of Physicians and Surgeons (AAPS), una asociación de ideología conservadora —del tipo de entidades gremiales y políticas que, también aquí, a menudo los medios no especializados etiquetan erróneamente como «sociedades científicas»— conocida por su desinformación médica, como el negacionismo del VIH-sida o la difusión de bulos como la relación entre el aborto y el cáncer de mama o entre el autismo y las vacunas. En cuanto a España, también aquí los datos indican que entre las corrientes antivacunas predominan las ideologías de derechas.

«Una proporción preocupante de médicos de atención primaria carece de altos niveles de confianza en las vacunas», concluye el estudio. Los autores comentan que tanto los medios de comunicación como los políticos están confiando en los médicos como la fuente primordial para impulsar la vacunación; y que, sin embargo, «estas observaciones sugieren que no siempre será posible confiar en los médicos para alentar a la vacunación de COVID-19, mucho menos para otras enfermedades evitables mediante vacunas», añadiendo que esto es especialmente acusado en las zonas rurales de lo que llamamos la América profunda, donde más coinciden la renuencia a las vacunas y la ideología conservadora.

En resumen, el estudio constata que la postura de los médicos antivacunas (al menos en EEUU) no nace de criterios científicos, sino ideológicos, y que se defiende no solo a pesar, sino en contra de la ciencia. Si ya se sabía que este es el retrato de los movimientos antivacunas en general, es mucho más grave en el caso de los médicos, ya que se les toma erróneamente como referentes de la ciencia por el mero hecho de ser médicos.

¿Cuántos médicos antivacunas existen en España? Que yo sepa, no tenemos datos. Pero sabemos que existen, los hemos oído. Incluso los hemos visto repartiendo panfletos a la entrada de los colegios, instando a los padres a no vacunar a sus hijos. Su voz es poderosa, porque no importa que sea minoritaria; la presunción de que todo médico es un científico, junto con esa falsa seguridad que transmiten, tienen una inmensa influencia sobre los pacientes. No sabemos cuánta enfermedad y muerte podrían haberse evitado si los pilotos de la salud se hubieran limitado a seguir lo que dice la ciencia que aplican. Porque, a diferencia de los aviones, en este caso es mucho más difícil evaluar las consecuencias trágicas de una decisión errónea; con la COVID-19, acaba muriendo gente que ni siquiera iba en ese avión.

La ciencia actual es sostenible y social, y así debería enseñarse en los colegios

Se ha convertido en un meme que ciertos grupos ideológicos ya no solo rechacen, sino que incluso se burlen de todo discurso o iniciativa en torno a la sostenibilidad ecológica y social. Utilizo aquí «meme» en su sentido original, pre-internet; antes de ser una imagen con un texto pretendidamente gracioso, un meme —acuñado en analogía con «gene» por el biólogo Richard Dawkins en 1976— era un comportamiento adoptado por imitación entre personas que comparten una misma cultura.

En este caso, la cultura es una ideología reaccionaria y conservadora que niega y desconoce el impacto de la actividad humana sobre el clima terrestre y el medio ambiente en general. No lo sé, pero quizá el choteo sea algún tipo de mecanismo de defensa para compensar la inferioridad que supone no saber con la sensación de superioridad que proporciona burlarse de ello. Se diría que ocurre algo similar con los antivacunas cuando se mofan de las personas vacunadas que, como ellos, ignoran la ciencia de las vacunas pero la reconocen y la acatan; los antivacunas, que se niegan a acatarla, tratan de ocultar su ignorancia empleando ese recurso al escarnio y el sarcasmo para sentir que pertenecen a un nivel superior.

Sucede que estas posturas son negacionistas de la ciencia, y por lo tanto destructivas del conocimiento y del beneficio que este brinda a la sociedad. Y como no puede ser de otra manera, la ciencia responde contra ellas, lo que implica un posicionamiento político. Lo cual a su vez retroalimenta la actitud anticientífica de esos sectores opuestos, y así la bola de nieve va creciendo.

Un laboratorio escolar en México. Imagen de Presidencia de la República Mexicana / Wikipedia.

La relación entre ciencia y política siempre ha sido complicada y opinable. Históricamente, algunos científicos prominentes han expresado y practicado una filiación política. Otros, probablemente muchos más, se han mantenido al margen. Curiosamente, algunas de las instituciones y publicaciones científicas más antiguas y prestigiosas tuvieron originalmente una orientación más bien conservadora, en tiempos en que la ciencia era una ocupación más propia de las clases acomodadas. Dentro de la comunidad científica hay quienes siempre han defendido la necesidad de una implicación política, y quienes han sostenido lo contrario. Pero en tiempos recientes y debido a varios factores que han intensificado la interdependencia entre los estudios científicos y la práctica política, cada vez es más difícil —y también más objetable— que la ciencia se mantenga al margen de la política.

Un claro detonante de esta inflexión fue el ascenso de Donald Trump al poder. La amenaza de que tomara el mando de la primera potencia científica mundial una persona claramente hostil y contraria a la ciencia provocó un posicionamiento explícito entre investigadores, instituciones y revistas científicas que nunca antes se habían manifestado de forma tan expresa. El posicionamiento no era a favor de un candidato concreto, sino en contra de un candidato concreto. Esta línea continuó después cuando, como estaba previsto, el ya presidente Trump emprendió el desmantelamiento de la ciencia del clima en los organismos federales, además de debilitar de forma general la voz de la ciencia en el panorama político.

El posicionamiento de la ciencia se ha intensificado con acontecimientos recientes, como el Brexit o la pandemia, cuando el mismo Trump, el brasileño Jair Bolsonaro y otros líderes políticos promovieron desinformaciones contrarias a la ciencia y enormemente perjudiciales en la lucha contra la crisis sanitaria global. La revista Nature nunca se ha mantenido ajena a la política, pero en octubre de 2020 publicaba un editorial titulado «Por qué Nature debe cubrir la política ahora más que nunca», en el que, después de explicar la larga y profunda simbiosis entre política y ciencia, decía: «La pandemia del coronavirus, que se ha llevado hasta ahora un millón de vidas [dato de entonces], ha impulsado la relación entre ciencia y política a la arena pública como nunca antes».

En abril de 2021 la misma revista publicaba otro editorial urgiendo a los científicos a implicarse en política en pro de la salud y el bienestar de la población: «[Los científicos] deben usar esa posición para abogar por políticas que mejoren los determinantes sociales de la salud, como los salarios, la protección del empleo y las oportunidades de educación de alta calidad. De este modo, los científicos deben meterse en política. Eso requerirá, entre otras cosas, que los científicos consideren cómo pueden alcanzar mejor un impacto político y una involucración en las políticas».

En EEUU, Science ha seguido un camino similar. Durante la pandemia han abundado los reportajes y los editoriales firmados por su director, H. Holden Thorp, en contra de las políticas de Trump y de su candidatura a la reelección. Incluso revistas médicas que en sus orígenes nacieron con un espíritu más bien conservador y marcadamente de clase —El British Medical Journal, hoy BMJ, detallaba entre sus misiones mantener «a los facultativos como una clase en ese escalafón de la sociedad al que, por sus consecuciones intelectuales, su carácter moral general y la importancia de los deberes asignados a ellos, tienen el justo derecho a pertenecer»— hoy se pronuncian políticamente sin ambages: «Donald Trump fue un determinante político de la salud que dañó las instituciones científicas», escribía en febrero de 2021 Kamran Abbasi, director del BMJ. The Lancet y su director, Richard Horton, se han manifestado repetidamente en la misma línea.

El último caso ha sido la elección a la presidencia en Francia. «La victoria de Le Pen en las elecciones sería desastrosa para la investigación, para Francia y para Europa», publicaba Nature antes de los comicios. «Marine Le Pen es un ‘peligro terrible’, dicen líderes de la investigación francesa — La comunidad científica llama a los votantes a no apoyar a la candidata del Frente Nacional», contaba Science. Una vez más, los posicionamientos no eran a favor de Macron, sino en contra de Le Pen.

Debe quedar claro que la ciencia no es una patronal ni un sindicato. Por supuesto que la comunidad investigadora defiende sus propios derechos y condiciones, como cualquier otro colectivo. Pero en estos posicionamientos políticos hay mucho más que eso, una toma de conciencia sobre el compromiso de que la investigación científica debe servir a la mejora de la sociedad. Y si en los colegios debe enseñarse la ciencia como es hoy, es necesario actualizar los currículos educativos con perspectivas ecosostenibles, sociales e igualitarias. La ciencia actual no son solo datos, conocimientos y fórmulas. Ya no. No en este mundo.

En un ejemplo muy oportuno, aunque casual y sin ninguna conexión con la actual reforma educativa en España, Nature publica esta semana un editorial titulado «La enseñanza de la química debe cambiar para ayudar al planeta: así es como debe hacerlo — La materia tiene una historia en la industria pesada y los combustibles fósiles, pero los profesores deberían enfocarla hacia la sostenibilidad y la ciencia del clima».

El artículo expone cómo la química ha ayudado al progreso de la sociedad por infinidad de vías, pero al mismo tiempo también ha propulsado la crisis medioambiental en la que estamos inmersos. «Y eso significa que los químicos deben reformar sus métodos de trabajo como una parte de los esfuerzos para solventarla, incluyendo un replanteamiento de cómo se educa a las actuales y futuras generaciones de químicos».

Nature apunta que esta transformación está teniendo lugar en la química profesional: de ser antiguamente una carrera muy orientada hacia los procesos industriales, los plásticos y los combustibles fósiles, hoy está en pleno auge la corriente de la «química verde», nacida en los años 90 y que aprovecha los recursos metodológicos e intelectuales —incluyendo los sistemas de Inteligencia Artificial— para desarrollar compuestos beneficiosos mitigando los efectos nocivos para el medio ambiente y la sociedad a lo largo de todo su ciclo de vida, desde la fabricación a la eliminación.

«Pero para que la investigación progrese más deprisa, se necesita también un reseteado en las aulas, desde la escuela a la universidad», dice el editorial. Muchos cursos universitarios, añade, ya incorporan «la química del cambio climático y los impactos en la salud, el medio ambiente y la sociedad». Pero, prosigue, «en muchos países la sostenibilidad no se trata todavía como un concepto clave o subyacente en los cursos de graduación y de enseñanza secundaria. Es preocupante que en muchas naciones los currículos de química en los colegios sigan siendo similares a los que se enseñaban hace varias décadas».

Nature comenta cómo algunos de esos cambios ya están teniendo lugar. El Imperial College London ha suspendido dos másteres en ingeniería y geociencias del petróleo que llevaban mucho tiempo impartiéndose allí. En EEUU, la American Chemical Society ha activado un programa sobre enseñanza de química sostenible, y en Reino Unido la Royal Society of Chemistry ha recomendado cambios en los currículos escolares para adaptarlos a la educación de una próxima generación de químicos «para un mundo dominado por el cambio climático y la sostenibilidad».

Esto es lo que hay. Así es la ciencia hoy. Para no dispersarnos, no entramos en la perspectiva igualitaria de género y LGBT, que también está muy presente en la ciencia de ahora. Pero cuando esos grupos ideológicos de los que hablábamos al comienzo se mofan de todo ello, tratando de despojar a la enseñanza de la ciencia de los compromisos que la propia ciencia ha decidido adquirir, lo único que demuestran es su completa y brutal ignorancia sobre el pulso, el sentido y el significado de la ciencia actual. Y quien no conoce la ciencia actual no debería de ningún modo tener el menor poder de decisión sobre cómo debe enseñarse actualmente la ciencia.

Otro legado de la pandemia: el mayor estudio de campo de la historia sobre la desinformación científica

Como nostálgico musical (y como alguien que no suele pasar un día de su vida sin escuchar música), suelo hacer excavaciones arqueológicas en mi propia casa para rescatar y cargar en una vieja minicadena las cassettes que grababa allá por los 80, directamente de la radio o de discos prestados por los amigos; en fin, las playlists de entonces, cuando lo más parecido a un móvil era un walkman. De repente se ha abierto paso hasta mis oídos el Don’t Believe What you Read (1978) de los Boomtown Rats. Hace 44 años Bob Geldof cantaba cómo se levantaba por la mañana y leía los periódicos sabiendo, decía, que la mayoría de lo que publicaban era un montón de mentiras, y cómo tenía que aprender a leer entre líneas.

Aunque creamos que las fake news y las teorías conspiranoicas son un problema reciente y solo actual, recuerdo que hace unos años el sociólogo de la Universidad Rutgers Ted Goertzel me contaba cómo en tiempos de la Revolución Americana cuajó la idea de que los británicos querían esclavizar a los americanos y suprimir los cultos protestantes que habían llegado a América con los emigrantes no ingleses. Y que esta creencia extendida, viralizada diríamos hoy, fue un factor influyente en el levantamiento de la población de las colonias para reivindicar su independencia.

Tampoco suele haber nada radicalmente nuevo en el contenido de los bulos que se propagan; la historiadora de la ciencia Paula Larsson contaba que ya hace 135 años los antivacunas contra la viruela utilizaban los mismos argumentos falsos que los actuales contra la COVID-19: que la epidemia no existía, que las autoridades y el estamento médico sembraban el miedo para enriquecerse, que las vacunas eran más peligrosas que la propia enfermedad y que eran un método de control de la población. Nada nuevo bajo el sol.

Pintada negacionista en Miranda de Ebro. Imagen de Zarateman / Wikipedia.

Sí, es cierto que los medios de comunicación publican noticias falsas; unos pocos, con regularidad y sin el menor pudor. A veces, por arriesgar el rigor a cambio de un sensacionalismo rentable. Muchos, por desconocimiento o falta de criterio y de especialización, como ha ocurrido a menudo durante la pandemia en medios que se declararían contrarios a las fake news, pero que rebotan «noticias» que no saben valorar, y dan voz y difusión a autoproclamados expertos que no lo son y que no están promoviendo la ciencia, sino solo a sí mismos (creo que no hace falta nombrar a algún famoso todólogo que está en la mente de todos).

Recuerdo que allá por el 2006 llegué al periodismo de ciencia desde la ciencia, conociendo bien el mundo de la ciencia pero casi nada el del periodismo (salvo por una experiencia previa con el de viajes), y una de las primeras cosas que no entendí fue por qué los redactores de ciencia no solían entrevistar directamente a las fuentes originales, sino al presidente, vocal o tesorero de la Sociedad Española de nosecuántos. Esta extraña costumbre que solo parece afectar a las noticias de ciencia en los medios no especializados —para valorar las noticias sobre la guerra de Ucrania se pregunta a expertos avalados por su trabajo y sus publicaciones, no al vicepresidente de nosequé organización gremial— se ha exacerbado durante la pandemia, y ha contribuido muchas veces a la confusión.

Las noticias falsas y la desinformación esparcen sobre los medios una mancha general que es difícil de limpiar. Hacen caer en la trampa de la generalización, que lleva a despreciar medios que son referentes informativos de la prensa en español en todo el mundo. Conozco a personas jóvenes, de la generación millennial, que dicen no leer jamás lo que llaman medios tradicionales o mainstream por creer que siempre mienten.

El problema es que si, como cantaban los Boomtown Rats y piensan algunos o muchos millennials, los medios que ellos llaman tradicionales no son fuentes fiables, ¿cuál es la alternativa?

Tomemos como ejemplo especialmente inexplicable el de la publicidad: no suele cuestionarse de forma muy llamativa en el debate público, cuando es, por definición, interesada. El caso típico es el de una conocida marca de yogures líquidos que lleva décadas promocionándose bajo el supuesto argumento de que refuerza las defensas. En algún país ha llegado a prohibirse esta publicidad, ante los estudios científicos que la han desmontado. Pero el mensaje sigue dándose por válido hasta tal punto que incluso en los colegios, donde se supone que debería haber algún o alguna nutricionista con conocimiento científico al mando, se recomiendan estos alimentos para los niños frente a los yogures normales. Que la publicidad pagada llegue a considerarse una fuente más fiable que la ciencia reafirma la idea de algunos expertos de que la desinformación científica ha alcanzado proporciones de crisis.

Naturalmente, sabemos que son las redes sociales las que suplen esa función informativa para muchas personas, sobre todo jóvenes. No puede negarse que las redes sociales han tenido su lado luminoso durante la pandemia. Muchos investigadores expertos de prestigio han aprovechado la vía de Twitter para comunicar al gran público con enorme eficacia, a través de hilos que han explicado a millones de personas la ciencia más actual y relevante sobre la COVID-19. Como contaba Science hace unos días, algunos de estos investigadores apenas tenían un par de miles de seguidores antes de la pandemia, que se han convertido en cientos de miles gracias a su magnífica labor como fuentes de información relevante y veraz. Por desgracia, también esto ha convertido a muchos de ellos en víctimas de campañas de odio y ataques por parte de los negacionistas.

Dentro de la propia ciencia, Twitter también ha sido una herramienta enormemente valiosa durante la pandemia. Ha facilitado el intercambio de datos e información en la comunidad científica con una extensión e inmediatez inalcanzables por medios más habituales como los foros especializados, o no digamos los congresos. Ha conseguido que se retracten estudios falsos o defectuosos con una rapidez nunca antes lograda por los canales convencionales.

Pero en el reverso está el lado oscuro. Quizá uno de los ejemplos más extremos de la voracidad de Twitter por la desinformación y las fake news haya surgido a raíz del lamentable comportamiento de Will Smith en la ceremonia de los Óscar. Después de su agresión al pretendidamente gracioso presentador Chris Rock, en Twitter circuló un mosaico de rostros con, supuestamente, las reacciones de muchos de los presentes, y esta composición se ha hecho viral debido a los comentarios de los tuiteros. Pero ha resultado que al menos algunas de las fotos son falsas, ya que corresponden a galas de años anteriores. Más allá de la motivación que haya tenido la persona que ha creado ese falso montaje, que a saber, el ejemplo es extremo porque en este caso ni siquiera hay un interés ideológico o político en el fake. Sirve como experimento para mostrar lo fácil que es engañar en las redes sociales: se da por hecho que los medios mienten, pero cualquier cosa que circula en Twitter se toma automáticamente como cierta.

El daño que han hecho las redes sociales al conocimiento veraz sobre la pandemia ha sido inmenso. Si Goertzel señalaba que las conspiranoias y los bulos no son un fenómeno nuevo, también admitía que los medios actuales tienen una capacidad de amplificación nunca vista antes en la historia. Como contaba a Science el psicólogo de la Universidad de Bristol Stephan Lewandowsky, en el mundo físico es casi imposible que una persona que piensa que la Tierra es plana se encuentre casualmente con otra que cree lo mismo. Pero online, esa persona puede conectar con «el otro 0,000001% de gente que sostiene esa creencia, y puede llevarse la (falsa) impresión de que está muy extendida».

En el mismo reportaje de Science el biólogo evolutivo de la Universidad de Washington Carl Bergstrom, que se ha especializado en el ecosistema de la desinformación, cuenta cómo a comienzos de este siglo trabajaba en planes de preparación de EEUU contra una posible pandemia, y que por entonces él y sus colaboradores pensaban que, cuando las vacunas estuvieran por fin disponibles, sería necesario proteger los camiones que las transportaran para evitar que la gente los asaltara para llevárselas. La película Contagio de Steven Soderbergh, la que más se ha acercado a la realidad de una pandemia, mostraba algo parecido cuando una epidemióloga de la Organización Mundial de la Salud era secuestrada como rehén para que las vacunas llegaran a una aldea. A favor de Soderbergh hay que decir que también retrató el problema de la desinformación a través del personaje magníficamente interpretado por Jude Law, el bloguero conspiranoico reclutado por la industria homeopática para promocionar su falso remedio.

A lo largo de la pandemia han sido innumerables los estudios y artículos de expertos, en revistas científicas o medios explicativos independientes como The Conversation, que han tratado el problema de la desinformación. Y el tono general es que nadie encuentra paliativos al enorme daño que ha causado. Un estudio experimental en Reino Unido y EEUU encontró que la simple exposición a algún bulo sobre las vacunas publicado en Twitter reducía en un 6% la proporción de personas dispuestas a vacunarse. Escalado a una población como la española, esto supondría que casi tres millones de personas rechazarían la vacuna solo porque han leído un tuit.

Algunas plataformas, como Twitter, Facebook, Instagram o YouTube, han implantado supuestas políticas destinadas a eliminar la desinformación y los bulos sobre la COVID-19 y las vacunas en general. Pero como escribían hace unos días en Nature Medicine tres investigadores de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, la plaga es casi incontrolable; en julio de 2020 había en las redes sociales en inglés un volumen de cuentas antivacunas que acumulaban 58 millones de seguidores, con un valor publicitario conjunto de 1.000 millones de dólares al año. La desinformación también es un gran negocio para las plataformas, como demuestra la reciente resistencia de Spotify a retirar un popular podcast antivacunas ante la denuncia de Neil Young.

Sin embargo, si en algo coinciden generalmente los expertos es en que el problema es mucho más complejo que simplemente información versus desinformación. «Aumentar el suministro de información precisa no curará por sí solo este problema si no se abordan las motivaciones subyacentes de la renuencia [a las vacunas]», escriben los autores de este último artículo. Hay otros muchos factores implicados, como también hay toda una taxonomía de la renuencia a las vacunas, desde los que solo dudan hasta los activistas antivacunas ideológicos. Los primeros pueden ser muy sensibles a cualquier bulo que puedan encontrar accidentalmente, y por lo tanto en ellos puede ser mayor el beneficio de la información veraz; mientras que, en el caso de los segundos, son ellos quienes buscan conectarse entre sí y compartir esas desinformaciones que refuerzan sus convicciones.

Esos muchos factores incluyen los emocionales y los racionales, los miedos y ansiedades profundas en tiempos de incertidumbre, la desconfianza en la clase política, en las élites de poder y en los estamentos de los expertos, todo ello avivado por populismos políticos extremistas, armados con discursos simples dirigidos a las tripas más que a la razón. La desinformación es un síntoma, pero la verdadera enfermedad es un sistema político y un clima social que la recompensan, dice el experto en comunicación de la ciencia Dietram Scheufele, de la Universidad de Wisconsin. En The Conversation, las historiadoras de la ciencia y la salud Caitjan Gainty y Agnes Arnold-Forster recuerdan que originalmente los movimientos antivacunas se situaban en la izquierda política y que solo recientemente se han desplazado a la extrema derecha, pero que siempre se han envuelto en la bandera retórica de la «libertad» para embellecer una gran variedad de motivaciones.

En resumen, los expertos básicamente coinciden en los análisis y los diagnósticos, y en los mensajes de que se debe construir confianza a través de mensajes positivos respaldados por figuras respetadas por la comunidad, de que debe fomentarse el pensamiento crítico y razonado, educar en el reconocimiento y el rechazo de la desinformación…

Pero, en el fondo, no puede evitarse la sensación de que realmente nadie sabe cuál es la cura. En un preprint reciente, investigadores noruegos han revisado los mejores de entre los estudios previos sobre la desinformación relativa a las vacunas en las redes sociales, y su principal conclusión es que… hacen falta más y mejores estudios. La pandemia de COVID-19, cuyo alcance ninguna predicción científica acertó a prever en los primeros momentos, ha desatado una pandemia paralela de anticiencia cuya magnitud también ha sorprendido incluso a quienes ya estudiaban este fenómeno antes. Si acaso, los científicos sociales y los estudiosos académicos de la comunicación se han encontrado de repente y sin esperarlo con el mayor estudio de campo de la historia, que ha generado suficientes datos como para darles trabajo durante muchos años.

En cuanto a los demás, y mientras esperamos sus conclusiones, al menos podríamos entender que el Don’t Believe What You Read de los Boomtown Rats hoy debería sustituir los periódicos por Twitter. Y quizá hasta el propio Bob Geldof estaría de acuerdo, ya que es un firme partidario de la vacunación.

Los científicos también son creíbles cuando dicen sandeces (y a veces las dicen)

La pandemia de COVID-19 no solo ha dado toneladas de trabajo y de datos a virólogos, epidemiólogos e inmunólogos, sino también a los científicos sociales, que han seguido muy de cerca la batalla librada en los medios y en las redes entre la información y la desinformación, entre verdades y bulos. Y algunos de quienes no somos científicos sociales hemos seguido sus estudios con mucho interés, ya que nos han ayudado a aprender mucho sobre el mundo del negacionismo y la conspiranoia, sobre los mecanismos psicológicos y sociológicos de quienes creen antes la verdad revelada que la empírica, como en aquella cita atribuida a Groucho Marx (pero que en realidad decía su hermano Chico disfrazado de Groucho): «¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?«

Ambos campos están muy bien diferenciados en los extremos; por ejemplo, el negacionismo de la existencia del virus o de la efectividad de las vacunas. Pero la frontera está más borrosa en otros casos, lo que ha llevado a muchos medios supuestamente serios a caer en la trampa de la desinformación, y ha propiciado que algunos políticos se aprovechen de ella. Creyendo, o al menos intentando hacer creer a otros, que estaban transmitiendo lo que dice la ciencia.

"El troll de la pseudociencia". Imagen de Durova / Wikipedia.

«El troll de la pseudociencia». Imagen de Durova / Wikipedia.

Un equipo internacional de investigadores, dirigido por la psicóloga de la Universidad de Ámsterdam Suzanne Hoogeveen, ha analizado cuál es la credibilidad de las, ejem, gilipolleces, cuando las dice un científico, en comparación con la situación en que quien las dice es un gurú espiritual. Las gilipolleces en cuestión (para los lectores del otro lado del charco, quizá podrían ser huevadas, huevonadas, pendejadas o boludeces, discúlpenme si no doy con el término correcto) han sido obtenidas de una web de la que ya he hablado aquí un par de veces, el New Age Bullshit Generator (generador de gilipolleces New Age), una web que genera automáticamente frases al estilo de las pregonadas por el famoso gurú Deepak Chopra y otros, y que en la literatura científica últimamente han dado en llamarse pseudo-profound bullshit, o gilipolleces pseudoprofundas.

Por ejemplo, en una visita a dicha web ahora mismo me ha salido esto: «La consciencia consiste en partículas subatómicas de energía cuántica. El cuanto significa un despertar del infinito. Crecemos, crecemos, renacemos. La belleza es el motor de la gratitud«. Y así.

Los investigadores han reunido a un extenso grupo de más de 10.000 participantes de 24 países, y les han presentado gilipolleces de este tipo acompañadas por el presunto autor de la cita, que en unos casos era un científico ficticio y en otros un gurú espiritual también inventado. Por ejemplo, esta es una de las tarjetas presentadas a los participantes (la foto es una imagen real del físico Enrico Fermi):

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Los resultados del estudio, publicado en Nature Human Behaviour, indican que los sujetos otorgan mayor credibilidad a la chorrada en cuestión cuando quien la dice es un científico; es lo que los autores denominan el «efecto Einstein». Curiosamente, este resultado es consistente en todos los países, occidentales y orientales, del norte y del sur, y tanto en personas religiosas como ateas. Aunque hay diferencias entre países, en casi todos los casos la credibilidad de los científicos supera a la de los gurús, y solo en algunos países las personas más religiosas conceden ligeramente más credibilidad a los gurús; no en España (aunque, todo hay que decirlo y los propios autores lo reconocen, las gilipolleces en cuestión entroncan con el discurso de ciertos gurús orientales, pero no tanto con el de los líderes religiosos occidentales). «Estos resultados sugieren que, con independencia de la visión religiosa, a través de las culturas la ciencia es un heurístico poderoso y universal que marca la fiabilidad de la información«, escriben los autores.

La investigación no se ha aplicado en concreto a la pandemia de COVID-19, pero los autores incluyen una referencia al respecto. En el estudio, dicen que durante esta epidemia global «todos los ojos se han vuelto hacia los expertos científicos en busca de consejo, directrices y remedios; desde los alarmistas de la COVID-19 a los escépticos, la apelación a la autoridad científica ha sido una estrategia prevalente en ambos lados del espectro político«.

En la información suplementaria al estudio, añaden referencias a otras investigaciones previas según las cuales la confianza en la ciencia y en los científicos se ha mantenido o incluso ha aumentado durante la pandemia. En concreto en Países Bajos, dicen, los datos indican que el público sigue depositando una mayor confianza en las autoridades sanitarias y en los científicos que en los medios, las redes sociales o algunos autoproclamados expertos sobrevenidos (en la mente de todos surgirán nombres de ciertos caballeros equivalentes aquí). Y, añado yo, esto a pesar de cómo las imágenes en los medios se han encargado de mostrarnos protestas negacionistas en Países Bajos y otros lugares como si fueran un clamor mayoritario; pero ya sabemos que solo los mil que salen a la calle aparecen en las noticias, y no el millón que se queda en casa.

Pero, claro, cabe preguntarse: ¿cómo pueden los autores estirar la cuerda a la credibilidad de los científicos en la pandemia de COVID-19, si precisamente su estudio no mide la confianza en la información veraz, sino en gilipolleces pseudoprofundas? Es más, y mientras que un pilar de la comunicación científica —perfectamente ejemplificado en los auténticos expertos que sí han sido referencias esenciales en la pandemia— es la claridad de comprensión para que el público profano en la materia no tenga que creer, sino solo entender y ver, en cambio el estudio se basa en todo lo contrario, presentar frases deliberadamente oscuras y retorcidas que parecen decir algo, pero que nadie entiende y que en el fondo no significan absolutamente nada.

Sin embargo, esto es de por sí interesante, porque nos lleva a una interpretación que no es otra sino exactamente la contemplada en el estudio: cuando los científicos dicen gilipolleces, también se les cree. Y sí, los científicos también dicen gilipolleces.

Hay algo sobre lo que he elaborado repetidamente en este blog: cuidado con caer en la trampa de creer que lo que dice un científico siempre es palabra de Ciencia. Si le preguntamos la hora a un científico, y a no ser que conozcamos a esa persona en particular, no deberíamos caer en el error de pensar que su respuesta va a ser necesariamente más veraz que si le preguntamos a un cerrajero o a un lampista. Por supuesto que la opinión de un científico experto sobre su área de experiencia merece más consideración que la de quien no lo es. Pero la opinión no es ciencia. Y por lo tanto, la voz del experto solo tiene valor realmente científico si transmite lo que dice la ciencia, no sus opiniones o intuiciones. La ciencia no son personas. Con acceso a una verdad revelada. La ciencia es un método. Que sirve para conocer la realidad.

Es más: tantas gilipolleces han dicho científicos incluso de primerísima fila que hace ya años se acuñó algo llamado la enfermedad del Nobel. En este caso se trata de científicos que en su día ganaron un Nobel por un gran descubrimiento, y que posteriormente han abrazado y defendido proclamas pseudocientíficas, generalmente en campos distintos al suyo. Hace tiempo escribí un articulillo sobre algunos casos destacados, no necesariamente premios Nobel: Newton y la alquimia —la alquimia en tiempos de Newton ya era un poco como los libros de caballerías en El Quijote—, Schrödinger y el misticismo cuántico, Pauling y la medicina ortomolecular y la vitamina C milagrosa, Crick y la panspermia dirigida, Watson y el racismo pseudocientífico, Vogel y la energía mental de los cristales, Montagnier y la homeopatía y los bulos vacunales, Mullis y… casi toda la pseudociencia en general.

De hecho, los casos son casi incontables, con Nobel o sin Nobel, pero en científicos inmensamente célebres. El misticismo cuántico ha sido abrazado por Schrödinger, Yukawa, Wigner, Josephson o Eccles, todos ellos premios Nobel. Los fantasmas, lo paranormal y esotérico, por tantos que cuesta contarlos, desde los Curie (sobre todo Pierre; al parecer Marie lo aguantaba más bien por su marido) a Edison, Pauli, Wallace —coautor de la teoría de la evolución—, Thomson —descubridor del electrón—, Rayleigh —argón, dinámica de fluidos—, Richet —pionero de la inmunología, pero inventor del término «ectoplasma»—, pasando por un flirteo del mismísimo Einstein. Ernst Boris Chain, uno de los descubridores de la penicilina (no, no lo hizo Fleming él solito), negaba la evolución biológica, lo mismo que el Nobel de Química Richard Smalley o el astrónomo Fred Hoyle. También el cambio climático ha sido negado por ganadores del Nobel como Ivar Giaever o Kary Mullis, el inventor de la PCR.

Mullis merece un aparte, porque su lista es casi infinita: astrología, espíritus, abducciones alienígenas, antiguos astronautas, negacionismo del sida, teorías conspiranoicas, negacionismo del cambio climático, del agujero de ozono… En su autobiografía describió su encuentro con un mapache alienígena fluorescente. Aseguraba que aquel día no iba puesto de LSD, una droga que se administraba generosamente. Todo esto, en un científico cuyo descubrimiento ha tenido una repercusión en la ciencia como pocos; el público conoce la PCR como un test de diagnóstico de COVID-19, pero en realidad esto representa solo un uso concreto y extremadamente infinitesimal de la inmensa potencia que ha tenido la PCR en investigación, biotecnología y biomedicina desde que Mullis la inventara en los años 80.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Pero debe entenderse que todo esto aparece cuando los científicos se meten en charcos que no son los suyos, cuando creen que un Nobel u otro reconocimiento importante les da patente de corso para tener autoridad sobre cualquier otra cosa. Es decir, ninguno suele ser negacionista de su propia área de especialización. Y cuando esto ocurre, como en el caso del bioquímico antivacunas Robert Malone, suele ser porque hay una larga historia detrás.

Y aquí llegamos a la aplicación más directa a la COVID-19 del estudio mencionado arriba. El negacionismo ha ensalzado a figuras como Malone o como el recientemente fallecido Luc Montagnier, codescubridor del VIH, como gurús científicos de autoridad creíble aunque dijeran sandeces. Pero hacía años que Montagnier había perdido toda su reputación entre la comunidad científica, desde que a comienzos de este siglo se convirtiera en un paladín de la homeopatía y la memoria del agua, con teorías como que los remedios homeopáticos podían enviarse por correo electrónico; no las recetas (si existieran), sino los propios remedios, como adjuntar un paracetamol a un email. Montagnier fue un gran científico en su día; por desgracia, quiso dejar de serlo, quién sabe por qué. No pudo probar ninguna de sus disparatadas teorías, y ha fallecido tristemente en un total descrédito profesional, sin siquiera un obituario en las principales revistas de ciencia.

En el caso de Malone, el bioquímico antivacunas que en los círculos negacionistas se ha convertido en figura de culto porque, según él mismo, inventó las vacunas de ARN, basta decir que es un caso de despecho (y de arrogancia, dicen) cuando fue excluido de la que él creía su invención —en realidad no inventó las vacunas de ARN, aunque sí sentó bases importantes para ello—, y desde entonces se ha dedicado a vilipendiarla; ha encontrado en el negacionismo el crédito que nunca logró obtener en la propia ciencia (para quien esté interesado en una historia detallada, aquí o aquí).

Para terminar, si todo lo anterior tiene una moraleja, es esta: no hagan caso a los científicos. No, en serio: hagan caso a la ciencia, no necesariamente a los científicos. Cuando un científico diga cualquier cosa, pregúntenle cuáles son las fuentes, los datos, los estudios. Pregúntense si opina o informa; si habla en nombre del conocimiento científico o solo en su propio nombre. Si habla como científico experto o como gurú, coach o analisto todólogo. Cuestionar a los científicos es sano escepticismo; negar la ciencia es negacionismo (es decir, no hagan como eso tan oído del «yo no soy antivacunas, sino que cuestiono», en boca de quien carece del menor conocimiento, formación, información ni cualificación para cuestionar).

Y esto se refiere a los auténticos científicos expertos que hablan de lo suyo. En cuanto a los que ni siquiera lo son, cuando salgan en la tele, mejor pónganse una de Netflix.

Don’t Look Up (No mires arriba): la distopía negacionista que no gusta porque vivimos en ella

Dado que este no es un blog de cine, sino de ciencia, y que yo no soy un crítico cinematográfico cualificado, sería ridículo por mi parte tratar de pontificar aquí sobre las virtudes o los defectos que hacen o dejan de hacer a Don’t Look Up (No mires arriba) una candidata adecuada a ganar el Óscar a la mejor película, al que ha sido nominada (junto con otras tres categorías, creo). Supongo que es poco probable que llegue a alzarse con el premio, dado que parece haber otras claras favoritas, según quienes entienden de esto.

Pero no creo que nadie discuta el hecho de que en muchas ocasiones una película es mucho más que una película; El retorno del rey no necesitó nada más que lo que era para convertirse en la mejor película de su año —aunque para mi humilde gusto no fuese la mejor de la trilogía—, pero si Green Book fuese una historia sobre un músico rechazado por llevar deportivas y calcetines blancos, o Platoon narrara la guerra entre los fraxmis y los bloxnos del planeta Auris, pues quizá ninguna de las dos habría llegado a donde llegó. Y si la nominación de Don’t Look Up, película que no ha gustado a todo el mundo, es un guiño a la ciencia en un momento en que es necesario, pues bienvenido sea, aunque los puristas del cine se indignen. Y sobre todo, si quienes se indignan no son los puristas del cine, sino quienes rechazan la película precisamente por su contenido.

Don't Look Up. Imagen de Netflix.

Don’t Look Up. Imagen de Netflix.

Es bien sabido que Don’t Look Up es una sátira sobre la indiferencia del mundo hacia el cambio climático; esto no es una libre interpretación, dado que la película fue concebida precisamente bajo esa premisa. Para quien aún no la haya visto y si queda alguien que no sepa de qué trata, contaré brevemente, sin spoilers, que dos astrónomos (Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence) descubren que un cometa de tamaño similar al que provocó la extinción de los dinosaurios va a colisionar con la Tierra; en seis meses se acabará el mundo. Pero en lugar de desatarse el terror y el caos, como es lo típico en otras versiones de esta misma trama, lo que ocurre es que nadie cree a los científicos, incluyendo al gobierno de EEUU y a los medios, mientras el público los ridiculiza y los convierte en objeto de memes.

Al parecer la idea nació de una conversación entre el director y guionista, Adam McKay, y el periodista y escritor David Sirota, en la que ambos se lamentaban de la poca repercusión de las advertencias de los científicos sobre el cambio climático en los medios y entre el público. Sirota lo comparó a un cometa acercándose a la Tierra que todo el mundo ignora, y McKay decidió que aquello era exactamente lo que quería contar.

Pero no hace falta un salto muy grande para extender el mensaje de Don’t Look Up al negacionismo de la ciencia en general; el cual, como ya conté aquí, ha tenido su propio recorrido histórico independiente (no posterior) del negacionismo histórico del Holocausto y otros. La película se ha rodado en plena pandemia, por lo que ha sido una triste y trágica casualidad que la realidad de estos dos últimos años se haya convertido en otro reflejo de la parodia retratada por McKay.

La película ha gustado a los científicos, y es lógico. Lo más evidente es que algunos, sobre todo los climáticos, se han sentido reivindicados. Pero hay otros motivos no tan obvios. A pesar del tono paródico, los científicos de la película son personas normales, no caricaturas; ni malvados villanos dispuestos a destruir el mundo, ni almas puras y benditas, ni ridículos nerds sin habilidades sociales y que no han echado un polvo en su vida. Y aunque retratar a los científicos normales como personas normales debería ser lo esperable y habitual, el cine tiene tradición de encontrar más fácil lo contrario; de hecho, algunas de las películas sobre ciencia que han llegado a los Óscar se basaban precisamente en científicos caracterizados por lo contrario, como Una mente maravillosa o La teoría del todo.

Pero además, los científicos normales de la película se ven en situaciones normales de los científicos que el público en general no advertirá, pero que los científicos reales verán como guiños: la publicación con revisión por pares (mal traducido en la versión española como revisión paritaria, un término que nadie utiliza), el conflicto de atribución del trabajo entre la estudiante predoctoral y su jefe, o la eterna lacra de que la ciencia se perciba como creíble solo si, y toda la que, proviene de una fuente prestigiosa (una pista: cuando un científico lee «la prestigiosa revista Nature» o «la prestigiosa Universidad de Harvard», piensa lo mismo que cualquier otra persona si leyera «el prestigioso club Real Madrid» o «la prestigiosa cantante Miley Cyrus»).

Pero como decía, la película no ha gustado a todos. Y por supuesto, habrá quienes simplemente la hayan encontrado aburrida, deshilachada, demasiado histriónica o lo que a cada uno le parezca. Que lo del bronteroc me parezca a mí una de las ocurrencias surrealistas más geniales que he visto en pantalla desde los tiempos de los Monty Python es algo que nadie más tiene por qué compartir.

Pero hay colectivos concretos a quienes la película podría no gustarles por razones específicas. Podría no gustar a los negacionistas del cambio climático o de la ciencia en general, dado que la película presenta una realidad nunca suficientemente bien comprendida, y es que las únicas conspiraciones son las de los propios negacionistas (algo que hasta ahora solo había visto retratado en otra película, Contagio de Steven Soderbergh).

Podría no gustar a los políticos. La inspiración de Donald Trump en la presidenta interpretada por Meryl Streep es algo que ya ha sido muy comentado, pero hay mucha más carne que sacar de este hueso. Sin entrar en otras facetas que escapan al prisma científico, el negacionismo no es únicamente el que dice «esto no está pasando»; en el personaje de la presidenta hay después una transición hacia otra forma de negacionismo, el de «esto sí está pasando, pero la economía». Y de esto hemos tenido por aquí algún que otro caso.

Podría no gustar a los periodistas, dado que el retrato de los medios es brutal: el desprecio por la información veraz, la ambición desmedida por las audiencias y los clics a costa de lo que sea necesario. Aquí es donde quizá pueda verse un inesperado parangón con lo que ha sucedido durante esta pandemia. Una cadena de TV nacional le da un programa sobre COVID-19 en prime time a un experto en… fenómenos paranormales. Su principal competidora tiene, en el mismo horario, a un presentador muy divertido lanzando a diario opiniones de barra de bar sobre epidemiología, gestión de pandemias y lo que haga falta. En los medios en general se rebotan a botepronto informaciones de cualquier procedencia sin la menor contrastación, contexto ni conocimiento de fondo, siempre que sean sensacionales. Columnistas y opinadores de primera fila difunden bulos y desinformaciones. Ciertos personajes del ámbito sanitario se convierten en referencias mediáticas sin ser epidemiólogos, inmunólogos ni virólogos.

Y en fin, podría no gustar al público en general, porque el público tampoco sale bien parado en esta sátira: frente al recurso habitual, seguramente más rentable en taquilla, de defender que la gente es maravillosa, pero que está mal gobernada y secuestrada por unos medios manipulados y manipuladores, la película presenta un dibujo mucho más nihilista; la idiocracia de los likes, los followers y los memes, donde entretenerse es informarse y reírse es pensar. The Daily Rip es un programa que se hace a diario también en las cadenas de TV de nuestro país a distintos horarios y bajo diversos nombres, y que todos los días marca tendencias en Twitter. Lo que viene a decir Don’t Look Up es que la sociedad tiene lo que pide, y obtiene lo que se merece.

Por todo ello, Don’t Look Up es una distopía. Pero con un twist. No es que las distopías clásicas como 1984, Un mundo feliz, Nosotros, Fahrenheit 451, La naranja mecánica, Blade Runner, THX1138, Gattaca, Soylent Green, etcétera, etcétera, ya no tengan cabida hoy. La tienen y mucha, pero precisamente porque las vemos como distopías, demasiado lejanas e imaginarias; son exageraciones extremas, tan excesivamente metafóricas que incluso cada cual puede escoger lo que le apetezca de ellas para defender tanto una postura política como la contraria. En cambio, Don’t Look Up no inventa una distopía lejana e imaginaria; lo que hace es retratar el mundo real de hoy mismo para a continuación decirnos: esto, damas y caballeros, es una distopía. Y eso, claro, es normal que no guste a casi nadie.

Por qué es importante llamar al negacionismo por su nombre

Hace unos días un famoso periodista de radio, conductor de uno de los programas de mayor audiencia de la mañana, criticaba con sarcasmo el término del uso «negacionismo» aplicado a quienes no creen en la existencia del virus de la cóvid o en la eficacia de las vacunas. El periodista en cuestión no pertenece a estos grupos, pero venía a decir que el único «negacionismo» admisible es el original del término, relativo al Holocausto, y ridiculizaba el uso de la palabra que según él se ha puesto de moda ahora en referencia a la pandemia y, por extensión, a casi cualquier otra cosa. Para el periodista, esto venía a ser una frivolización del término que daña el que él creía el único uso válido.

El nombre del periodista es lo de menos, ya que no se trata aquí de rebatir una opinión personal; cada uno es muy libre de decidir qué usos del término «negacionismo» le gustan y cuáles no, tanto como cada cual tiene perfecto derecho a odiar que se llame sujetador al sostén o sostén al sujetador. Pero sí se trata aquí de desmentir una idea equivocada, y es que ese término ha saltado desde el Holocausto a la cóvid por alguna especie de capricho, moda o jerga política.

El negacionismo, la idea, tiene una larguísima historia detrás en el campo de la ciencia. El negacionismo, el término, tiene una historia detrás en el campo de la ciencia, no tan larga, pero sí muy analizada, discutida y publicada. Aplicarlo a la cóvid es solo una extensión natural de su aplicación histórica a otros casos de negacionismo de la ciencia.

Pintada negacionista de la COVID-19. Imagen de Urci dream / Wikipedia.

Pintada negacionista de la COVID-19. Imagen de Urci dream / Wikipedia.

Es cierto que algunas fuentes citan el primer uso de la palabra «negacionismo» como referido al Holocausto en el libro de 1987 El síndrome de Vichy, del historiador francés Henry Rousso, quien definía el négationnisme como una negación del Holocausto políticamente motivada, a diferencia del revisionismo histórico legítimo basado en el estudio de los hechos. Este tipo de negacionismo histórico se ha aplicado a otros muchos casos, y suele citarse el libro de 2001 del sociólogo Stanley Cohen States of Denial como la fuente académica de referencia en la psicología de la negación referida al sufrimiento humano, la opresión y la injusticia (aunque Cohen empleaba el término «negación», no «negacionismo»).

Pero, en la ciencia empírica, el negacionismo ha seguido su propio camino. Es difícil saber cuándo se utilizó por primera vez y quién lo hizo; ni siquiera expertos como el sociólogo Keith Kahn-Harris han sido capaces de clavar una chincheta en su origen concreto. La versión inglesa del término, denialism, se imprimió por primera vez en el diccionario Merriam-Webster en 1874, casi 70 años antes del genocidio nazi, con la siguiente definición: «La práctica de negar la existencia, verdad o validez de algo a pesar de las pruebas o fuertes evidencias de que es real, verdadero o válido«. Los ejemplos que recoge este diccionario sobre el uso de la palabra son todos relativos al negacionismo de la ciencia.

La negación de la ciencia es casi tan antigua como la propia ciencia. El caso de Galileo es un ejemplo temprano y paradigmático, como repasaba el astrofísico Mario Livio en su libro Galileo: And the Science Deniers. Después se han sucedido infinidad de casos: la sepsis, la teoría microbiana de la enfermedad, la evolución biológica, los efectos del DDT, del plomo en la gasolina o del tabaco, las vacunas en general, el VIH/sida, el cambio climático o, el último, la COVID-19.

Todos estos casos se han analizado y estudiado en el mundo de la ciencia durante décadas, aunque el desarrollo del concepto de negacionismo de la ciencia comenzó sobre todo con los trabajos de Mark y Chris Hoofnagle y con el libro de 2009 de Michael Specter Denialism: How Irrational Thinking Hinders Scientific Progress, Harms the Planet, and Threatens Our Lives (Negacionismo: Cómo el pensamiento irracional obstaculiza el progreso científico, daña el planeta y amenaza nuestras vidas).

Es cierto que no a todo el mundo tiene por qué gustarle el uso del negacionismo aplicado a la ciencia, pero a menudo se cometen errores cuando se juzga el negacionismo de la ciencia desde fuera de la ciencia. Por ejemplo, a Cohen no le gustaba; como refería el criminólogo Willem de Haan en el libro Denialism and Human Rights, para Cohen no era lo mismo una realidad histórica como el Holocausto que el cambio climático, «una predicción científica de lo que probablemente ocurrirá en el futuro«, escribía De Haan, añadiendo que «en el caso del cambio climático, hay y debería haber espacio para un respetable escepticismo científico«.

Doble error: por un lado, aplicar a la predicción científica el concepto popular de la predicción. En la calle, una predicción es algo que uno cree que va a ocurrir o puede ocurrir en el futuro, basándose en lo que a cada uno le apetezca basarse. En ciencia, una predicción es algo muy diferente: es el resultado de uno o varios modelos matemáticos bajo unas determinadas condiciones, de modo que el resultado no tiene por qué estar restringido a un marco temporal concreto, ni mucho menos futuro; por ejemplo, un modelo científico predice cómo los cuerpos caen siempre; otro modelo científico predice el nivel de oxígeno en la atmósfera hace 200 millones de años. En el caso del cambio climático, los modelos predicen cómo ha evolucionado el clima desde la Revolución Industrial, en el pasado, en el presente y en el futuro. No es lo que dice De Haan.

El segundo error, muy común, es confundir escepticismo con negacionismo. Como contaba en 2011 en el Bulletin of the Atomic Scientists (los del reloj del apocalipsis) el historiador de la física Spencer Weart, cuando en 1896 (sí, en el siglo XIX) se advirtió por primera vez sobre el cambio climático, durante décadas hubo muchos científicos expertos en el clima que se mostraron escépticos; querían más pruebas para creer que aquello era real.

El escepticismo es una cualidad esencial en cualquier científico. Un científico debe mostrarse escéptico incluso ante sus propias hipótesis y sus propios resultados. Solo cuando el volumen de pruebas es abrumador es cuando se llega a un consenso. Pero como con la predicción, tampoco el consenso en ciencia significa lo mismo que en la calle: como escribía en la revista digital de la Universidad de Auckland The Big Q la psicóloga Fiona Crichton, experta en negacionismo de la ciencia, «es desafortunado que en el lenguaje común el consenso se use también para referirse a un acuerdo político, un compromiso o una llamada a la opinión popular, lo que puede llevar a confusión sobre el rigor que subyace a un consenso científico. Los científicos no están negociando una postura o alcanzando un compromiso para llegar a un acuerdo«. «Es importante que, cuando pensamos en el consenso, consideramos la posición de los expertos relevantes, no lo que el público en general piensa o ni siquiera lo que cada científico cree; se refiere a las conclusiones a las que han llegado los científicos en el campo relevante«. En el caso del clima, este consenso científico se alcanzó en 1989, según Weart.

Así, desde el momento en que existe un consenso científico, se acaba el recorrido del escepticismo y empieza el del negacionismo. «En un momento ya no hay escépticos, quienes tratan de ver todos los ángulos del caso, sino negadores, cuyo único interés es sembrar la duda sobre lo que otros científicos han acordado que es cierto«, escribía Weart. Los negacionistas a menudo se llaman a sí mismos escépticos, pero están jugando con cartas trucadas; no hay espacio para el escepticismo cuando existe un consenso científico. El negacionismo se define precisamente por su diferencia con el escepticismo. Como escribía Specter en el libro citado arriba, «los negacionistas reemplazan el riguroso escepticismo de la ciencia, de mantener la mente abierta, con la inflexible certeza de un compromiso ideológico«. Según Kahn-Harris, «donde la negación es el rechazo a mirar a la verdad a la cara, el negacionismo es una estrategia sistemática de desinformación. El ‘ismo’ indica el intento consciente de engañar al público para que crea que hay un debate científico, cuando no existe«.

A menudo ocurre que a quienes no les gusta el término «negacionismo» es a los propios negacionistas. Ocurre lo mismo con la pseudociencia. Como escribía el historiador de la ciencia Michael Gordin en su libro de 2012 The Pseudoscience Wars, «nadie en toda la historia del mundo se ha identificado jamás a sí mismo como un pseudocientífico. No existe una persona que se levante por la mañana y piense, voy a mi pseudolaboratorio a hacer algunos pseudoexperimentos para tratar de confirmar mis pseudoteorías con pseudodatos«.

Del mismo modo, la periodista Celia Farber no se autoidentificaba como negacionista a pesar de que en 2006 escribía un artículo en la revista Harper’s Magazine en el que daba pábulo a las teorías negacionistas del VIH/sida del biólogo molecular Peter Duesberg, del expresidente de Sudáfrica Thabo Mbeki y otros. Farber criticaba el uso del término «negacionismo», alegando que equivalía a comparar moralmente el escepticismo sobre el VIH/sida con la negación de la masacre de seis millones de judíos por los nazis.

El artículo fue respondido por otro firmado por un grupo de científicos liderado por el codescubridor del VIH Robert Gallo, que desgranaba todos los errores del texto de Farber. Y escribían Gallo y sus colaboradores: «De forma análoga al negacionismo del Holocausto, el negacionismo del sida es un insulto a la memoria de aquellos que han muerto de sida, así como a la dignidad de sus familias, amigos y supervivientes. Como con el negacionismo del Holocausto, el negacionismo del sida es pseudocientífico y contradice un inmenso cuerpo de investigación«. En su libro, Specter escribía: «Los que niegan el Holocausto y los negacionistas del sida son intensamente destructivos, incluso homicidas«; en 2008 algunos estudios estimaron que la política negacionista del sida de Mbeki en Sudáfrica, que prohibió el uso de antirretrovirales en los hospitales públicos, causó la muerte prematura de más de 330.000 enfermos.

Por todo lo dicho, es importante continuar llamando negacionismo al negacionismo, incluso si, como escribía en The Scientist la investigadora de la Academia de Ciencias de Nueva York Kari Fischer después de la celebración de un congreso sobre negacionismo de la ciencia —sí, incluso hay congresos sobre esto—, etiquetar a alguien como negacionista solo consigue que se atrinchere aún más. Porque dejar de llamar negacionistas a los negacionistas es caer en la trampa que ellos pretenden tender. «Negacionista» no es un insulto, no es una difamación; es simplemente una descripción, de acuerdo a una definición aplicada en el campo de la ciencia. Y no querer llamar a las cosas por su nombre es también, en cierto modo, una forma de negacionismo.

La última aventura de Richard Leakey

Hasta hace no mucho se manejaba la cifra de unos 100.000 años como la edad de nuestra especie, y este dato continúa apareciendo en muchas fuentes, incluyendo los libros de texto (algunos no nos quejamos de los abultados precios de los libros de texto si esto se justifica por el coste de actualizarlos; pero si es así, que por favor realmente los actualicen, que algunos se han quedado anclados en la ciencia de mediados del siglo pasado). Esta frontera temporal se rompió hace tiempo, empujando el origen de la humanidad hasta los 200.000 años en África oriental, aunque en Marruecos se han hallado restos de Homo sapiens de rasgos arcaicos de hace 300.000 años. Pero esta semana la revista Nature le ha dado un nuevo empujón a la prehistoria de nuestra especie en el este de África, con una datación que otorga una edad de 230.000 años a unos restos encontrados hace décadas en Omo, Etiopía.

Lo cual me da ocasión para hablar de quien dirigió aquellas excavaciones en Omo en los años 60 y 70, ya que se trata de todo un personaje que falleció el pasado 2 de enero, y a quien hace unos días prometí dedicarle unos párrafos. Porque, si quienes somos africanistas apasionados y además nos dedicamos a contar la ciencia no le dedicamos un obituario a Richard Leakey, ¿quién va a hacerlo?

Richard Leakey. Dibujo de Patrick L. Gallegos. Imagen de ELApro / Wikipedia.

Richard Leakey. Dibujo de Patrick L. Gallegos. Imagen de ELApro / Wikipedia.

A quien tenga algún interés por la paleoantropología, o por la historia de la conservación natural, o simplemente por África en general, no le resultarán extraños los nombres de Louis y Mary Leakey. Esta pareja de paleoantropólogos anglo-kenianos —Louis era hijo de misioneros anglicanos, de los que pueden casarse, en el entonces protectorado británico de África Oriental— estableció el origen de la humanidad en el este de África, sobre todo a través de sus descubrimientos en Olduvai. Louis Leakey fue también quien creó el grupo de las Trimates (juego de palabras entre trío y primates) o los Ángeles de Leakey, las tres mujeres que dedicaron su vida a la investigación y la protección de los grandes simios: Jane Goodall con los chimpancés en Tanzania, Dian Fossey con los gorilas de montaña en Ruanda, y Biruté Galdikas con los orangutanes en Borneo.

Louis y Mary tuvieron tres hijos: Jonathan, Richard y Philip. Los niños Leakey tuvieron una infancia libre y salvaje en África, viviendo en tiendas en la sabana y excavando con sus padres. Más allá del romanticismo que evoca la idea de aquel tiempo y lugar, fue también una época muy convulsa y sangrienta. En los años 50 el viejo poder colonial británico se desmoronaba. Quienes aún querían hacer de Kenya «el país del hombre blanco» respondieron con enorme brutalidad a la igualmente enorme brutalidad de la rebelión nativa del Mau Mau. Louis, como miembro de una saga familiar que ya entonces era muy prominente allí, tuvo un papel contradictorio: por un lado defendía los derechos de los nativos kikuyu y abogaba por un gobierno multirracial, pero al mismo tiempo fue reclutado para la defensa de los colonos blancos, hablando y actuando en su nombre.

Mientras, los niños Leakey vivían el final de una época y el comienzo de otra, un cambio tan turbulento como lo eran sus propias vidas. De los tres hijos de los Leakey, Richard comenzó a ganarse el perfil de personaje novelesco desde bien pequeño. La primera vez que estuvo a punto de morir fue a los 11 años, cuando se cayó de su caballo y se fracturó el cráneo. No solo sobrevivió, sino que además la reunión de la familia en torno al pequeño en peligro de muerte consiguió que Louis no abandonara a Mary por su secretaria.

Ya de adolescente, Richard se alió con su amigo Kamoya Kimeu, desde entonces su mano derecha y después ilustre paleoantropólogo keniano, para montar en la sabana un negocio de búsqueda y venta de huesos y esqueletos de animales, que después derivó hacia los safaris. Por entonces obtuvo su licencia de piloto y fue desde el aire como observó el potencial del lago Natron (entre Kenya y Tanzania) para la búsqueda de fósiles. La actitud de Richard hacia la profesión de sus padres era ambivalente: por un lado, fue el único de los tres hermanos que eligió seguir la vocación científica de sus padres, a pesar de que no se llevaba demasiado bien con la idea de seguir los caminos marcados. Pero al mismo tiempo le molestaba que no le tomaran suficientemente en serio, para lo cual había una razón: nunca fue capaz de completar estudios.

Lo intentó en Inglaterra con su primera esposa, Margaret, pero solo tuvo paciencia para obtener su graduación de bachillerato. Cuando ya había superado los exámenes para entrar en la universidad, en lugar de eso regresó a Kenya. Allí comenzó a montar lo que después serían los Museos Nacionales de Kenya, al tiempo que, con el apoyo de su padre, emprendía excavaciones en Etiopía —donde estuvo nuevamente a punto de morir cuando los cocodrilos se comieron su bote— y en el lago Rodolfo, hoy Turkana, en el norte de Kenya. Kimeu y otros colaboradores comenzaban a destellar con grandes hallazgos de restos de varias especies humanas, como Homo habilis y Homo erectus.

Una gran parte de lo que hoy sabemos de la evolución humana en el este de África se debe a las excavaciones dirigidas por Leakey. Pero en realidad muchos de aquellos hallazgos y su estudio científico fueron obra de sus colaboradores formados en la universidad, de quienes Leakey sentía celos por su propia falta de formación. Y al mismo tiempo, otros le envidiaban; de Donald Johanson, el descubridor de la famosa australopiteca Lucy, en un tiempo colaborador de Leakey y después rival, se ha dicho que él realmente quería ser Richard Leakey.

En 1969 se le diagnosticó una enfermedad renal terminal. Los médicos le dieron diez años de vida. Cuando comenzó a empeorar, recibió un trasplante de su hermano Philip, pero lo rechazó. Una vez más estuvo al borde de la muerte. De nuevo sobrevivió y salió adelante. Divorciado de su primera esposa, en 1970 se casó con la también paleoantropóloga Meave Epps, quien tomaría —junto con su hija Louise— el principal relevo de la tradición científica familiar con descubrimientos de gran alcance como el del Kenyanthropus platyops, una rama temprana del linaje humano. En 2009 tuve la ocasión de entrevistar en Madrid a Meave Leakey, una gran dama, cercana y cordial. Le pregunté cuándo tendríamos por fin una idea clara sobre la historia de la evolución humana. Me respondió que dentro de unos cien años, y a fecha de hoy aún no sé si se estaba quedando conmigo. Es lo que tiene la sutileza del humor británico.

Meave Leakey en 2014. Imagen de Pierre-Selim / Wikipedia.

Meave Leakey en 2014. Imagen de Pierre-Selim / Wikipedia.

En 1989 Richard se apartó definitivamente de la paleoantropología cuando el presidente keniano, Daniel arap Moi, le ofreció dirigir el departamento de conservación de fauna, poco después renombrado como Kenya Wildlife Service (KWS). El nombramiento fue recibido con sorpresa, ya que Leakey y Moi no eran precisamente amigos. El que fue el segundo presidente de Kenya después del héroe de la independencia, Jomo Kenyatta, gobernó el país como una dictadura fáctica, cruel y corrupta. Aquello le llevó a perder la confianza de los donantes internacionales, quienes además protestaban por la sangría de elefantes que se estaba cobrando la caza furtiva en Kenya (la caza es ilegal en todo el país desde 1977). Muchos vieron en la designación de Leakey un intento de agradar a la comunidad internacional.

Pero también es cierto que, si alguien podía actuar de forma contundente contra el furtivismo, nadie mejor que Leakey. Nótese que no estamos hablando de lugareños que cazan para su propio consumo; el perfil del furtivo en África no es, pongamos, el del extremeño. En África los furtivos son mercenarios, grupos fuertemente armados que aprovechan cualquier oportunidad para asaltar y a menudo matar a quienes tienen la desgracia de cruzarse en su camino.

Leakey emprendió una cruzada contra los furtivos, dotando patrullas armadas hasta los dientes con la orden de disparar antes de preguntar. Al estilo Leakey, organizó en el Parque Nacional de Nairobi un acto público de incineración de 12 toneladas de marfil incautado a los furtivos, que fue noticia en todo el mundo. Los restos carbonizados de aquellos colmillos hoy todavía pueden verse en el emplazamiento de la pira en el parque.

Pero si Moi esperaba con aquello corromper a Leakey y atraerlo a su bando, no lo consiguió. Leakey podía ser muchas cosas; hay quienes lo han calificado como ególatra, arrogante o engreído. Pero nunca se puso en duda su honradez. Las chispas saltaron entre él y el presidente. En 1993 Leakey pilotaba su avioneta cuando el motor falló y el aparato cayó al suelo. Una vez más sobrevivió milagrosamente, pero perdió las dos piernas por debajo de la rodilla. Él siempre mantuvo que la avioneta había sido saboteada, aunque nunca hubo pruebas. Poco después Moi acusó a Leakey de corrupción, y en 1994 este dimitió del KWS para crear su propio partido político, Safina, El Arca. El gobierno hizo todo lo que pudo por bloquear su reconocimiento legal, y lo consiguió durante años.

Pero todo aquello no era contemplado con buenos ojos por los donantes internacionales, que bloquearon las ayudas a Kenya debido a la corrupción galopante en el país. Como respuesta, Moi nombró a Leakey director de los servicios públicos, una especie de ministro de administraciones públicas. Leakey emprendió una lucha contra la corrupción que incluyó el despido de 25.000 funcionarios. Resultado: dos años después él mismo fue despedido.

Richard Leakey en 2010. Imagen de Ed Schipul / WIkipedia.

Richard Leakey en 2010. Imagen de Ed Schipul / WIkipedia.

Expulsado de la política keniana, emigró a EEUU, donde se dedicó a la conservación de la naturaleza africana. La Universidad Stony Brook de Nueva York le fichó como profesor de antropología, convalidando su falta de estudios con una vida dedicada a la investigación. Regresó a Kenya en 2015 cuando el entonces y actual presidente, Uhuru Kenyatta (hijo de Jomo), le ofreció la presidencia del KWS. Desde entonces y hasta su muerte el pasado 2 de enero de 2022 se ha dedicado a las políticas de conservación. Ya durante este siglo sobrevivió a un nuevo trasplante de riñón, a otro de hígado y a un cáncer de piel. Parecía inmortal. Pero finalmente nadie lo es.

Y si todo lo anterior les ha parecido una vida de película, frente a la cual incluso la de un Hemingway parecería aburrida, no son los únicos: hace unos años se anunció que Angelina Jolie iba a dirigir un biopic sobre Leakey con su entonces marido Brad Pitt en el papel de Richard. El proyecto tenía incluso un título, África (no muy original que digamos, es cierto), y un guion que el propio Leakey leyó y sobre el que protestó porque, según se dijo, el excesivo contenido de violencia y sexo iba a impedirle verla con sus nietos.

Pero a los problemas de presupuesto —es muy caro filmar en Kenya, aunque todo ese dinero nunca se nota en mejoras para la población local— se sumó la separación de la pareja estelar. Angelina ya no quería trabajar con su ex. Se dijo entonces que el proyecto continuaba sin ella, pero eso fue todo. Por mi parte, ignoro si sigue vivo o si se abandonó definitivamente. Ojalá algún día pudiéramos ver terminada esta película; aunque, por desgracia, el propio Leakey ya no podrá verla con sus nietos.

Leakey, Wilson, Lovejoy: la biología pierde tres nombres brillantes

Tal vez hayan aparecido solo como notas breves en las páginas menos leídas de los diarios, o ni eso. Pero durante estas fiestas navideñas de 2021, con pocos días de diferencia, el mundo de la ciencia –sobre todo la biología y aledaños– ha perdido a tres figuras irrepetibles: E. O. Wilson, Thomas Lovejoy y Richard Leakey. Con variadas trayectorias, perfiles y ocupaciones, los tres tenían algo en común: dieron lo mejor de sí mismos vistiendo camisa caqui y calzando botas de campo, como grandes campeones de la conservación de la naturaleza en tiempos en que esta misión es cada vez más urgente y necesaria.

De izquierda a derecha, Thomas Lovejoy (1941-2021) en 1974, E. O. Wilson (1929-2021) en 2003, y Richard Leakey (1944-2022) en 1986. Imágenes de JerryFreilich, Jim Harrison y Rob Bogaerts / Anefo vía Wikipedia.

De izquierda a derecha, Thomas Lovejoy (1941-2021) en 1974, E. O. Wilson (1929-2021) en 2003, y Richard Leakey (1944-2022) en 1986. Imágenes de JerryFreilich, Jim Harrison y Rob Bogaerts / Anefo vía Wikipedia.

El mismo día de Navidad fallecía a los 80 años de un cáncer pancreático el estadounidense Thomas Lovejoy. Su nombre no resultará muy familiar para la mayoría, pero sí la expresión que en 1980 popularizó entre la comunidad científica: diversidad biológica, después acortada a biodiversidad.

Lovejoy fue un biólogo conservacionista que combinó la ciencia con la política en busca de nuevas fórmulas y propuestas que contribuyeran a la protección de la naturaleza, sobre todo en los países con menos recursos para ello, que suelen coincidir también con los de mayor biodiversidad. De joven dedicó su trabajo a las aves de la Amazonia brasileña, lo que le reveló cómo la deforestación estaba provocando una sangría de especies. Esto le llevó a organizar en 1978 en California la primera conferencia internacional sobre biología de la conservación, que sirvió para dar un encaje académico formal a la investigación en esta área de la ciencia.

Pero si Lovejoy sabía moverse en la selva real, fue en la jungla de los despachos donde hizo sus mayores aportaciones, como gran influencer de la conciencia medioambiental. Bajo su liderazgo en EEUU, una pequeña organización llamada WWF se convirtió en el gigante que es hoy. Trabajó con instituciones como National Geographic, Naciones Unidas, Smithsonian o el Banco Mundial, entre otras, perteneció a diversas sociedades científicas y colaboró con varios presidentes de EEUU. Sus estimaciones de 1980 abrieron los ojos al mundo sobre el deterioro de la biodiversidad y la pérdida de especies. Entre los muchos premios que recibió, en 2008 obtuvo el de Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA.

Con Lovejoy estuvo relacionado el también estadounidense Edward Osborne Wilson, más popular que su colega, conocido como E. O. o por sus sobrenombres, como Ant Man o el Señor de las Hormigas. Fue el mayor especialista mundial en mirmecología, el estudio de este enorme grupo de insectos. El interés por las hormigas le sobrevino a raíz de un accidente infantil de pesca: al tirar demasiado del pez que había mordido su anzuelo, la presa salió disparada del agua y se estrelló contra su cara. Era una clase de perca con duras espinas en la aleta dorsal, una de las cuales le perforó la pupila derecha, lo que unido a un tratamiento médico tardío y defectuoso le arrebató la visión de ese ojo. Más tarde, en la adolescencia le sobrevino una sordera que le incapacitaba para guiarse por el canto de los pájaros o las ranas. Pero su visión del ojo izquierdo era tan fina que comenzó a fijarse en los pequeños seres que no cantan ni croan.

Más allá de las fronteras de su especialidad, el trabajo de Wilson trascendió a la comunidad biológica en general a través de sus estudios sobre sociobiología, la ciencia que busca las raíces biológicas en la evolución del comportamiento y la organización de las sociedades de los vertebrados, incluidos los humanos, basándose en sus teorías sobre los insectos. Su visión de la biología evolutiva fue pionera y original; controvertida, pero inspiradora de grandes debates científicos.

Si Lovejoy era el conseguidor, Wilson era el académico y naturalista, un Darwin de nuestros tiempos. Su trabajo de divulgación y popularización, que llevó a dos de sus libros a ganar sendos premios Pulitzer, le convirtió en una figura mundial de la conservación de la naturaleza, un campo por el que comenzó a interesarse ya en su madurez. Junto a Lovejoy y otros como Paul Ehrlich formaron la primera generación que desde la ciencia hizo saltar la alarma sobre el enorme peligro de la pérdida de biodiversidad para la salud de la biosfera terrestre.

Wilson falleció el 26 de diciembre, un día después que Lovejoy, a los 92 años. Según Science, su muerte se debió a complicaciones después de una punción pulmonar.

El que completa la terna de las figuras de la biología fallecidas estos días es un favorito personal: Richard Leakey nunca fue formalmente un científico, ya que no llegó a estudiar una carrera; su vida no le dejó tiempo para eso. Pero a pesar de ello se le nombra como uno de los paleoantropólogos más reconocibles del siglo XX, y uno de los mayores impulsores de la investigación sobre los orígenes de la humanidad en su cuna africana. El último científico victoriano, se ha dicho de él.

Leakey fue un personaje de novela: un niño de la sabana, un joven aventurero y explorador, guía de safaris, trampero, aviador y buscador de fósiles, un keniano blanco que se metió en política, comprometido con la conservación de la naturaleza y con la lucha contra el totalitarismo y la corrupción política. Y un tipo carismático, inquieto, incómodo y hasta quizá tan difícil de trato que se creó muchos y poderosos enemigos, y su propia mala suerte. Murió este 2 de enero a los 77 años en su casa de Nairobi, sin que se hayan detallado las causas. Pero su vida merece un capítulo aparte. Mañana hablaremos de él.

Comunicar la ciencia también importa sin pandemias ni volcanes

Ayer en Madrid, en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), se celebró la ceremonia de entrega de la primera edición de los premios y ayudas CSIC-BBVA de Comunicación Científica. Las distinciones fueron para Materia, la sección de ciencia del diario El País, en la categoría de periodismo, y en la de investigadores divulgadores para Alfredo Corell, José Antonio López, Ignacio López-Goñi, Antoni Trilla y Margarita del Val. En cuanto a las ayudas para jóvenes periodistas, las galardonadas fueron Lucía Casas, Leyre Flamarique y Ana Iglesias.

Esto no pretende ser una crónica del acto; quien esté interesado en ello podrá encontrarla en la web del CSIC. Pero a raíz de lo dicho y escuchado ayer, merece la pena destacar alguna cosa y hacer una pequeña reflexión.

Los galardonados en la I Edición de los premios y ayudas a la comunicación científica del CSIC y la Fundación BBVA. Imagen de FBBVA.

Los galardonados en la I Edición de los premios y ayudas a la comunicación científica del CSIC y la Fundación BBVA. Imagen de FBBVA.

Los premios y ayudas se otorgan por primera vez este año dentro del Programa de Impulso a la Comunicación Científica creado por el CSIC y la Fundación BBVA, y que ha nacido a raíz de la pandemia de COVID-19. Según comentó en su discurso el director de la fundación, Rafael Pardo, habitualmente solo de un 8 a un 10% del público sigue las noticias de ciencia. Esto explotó durante la pandemia, cuando la gente buscaba masivamente los avances científicos en la lucha contra el coronavirus. Los medios intensificaron sus espacios dedicados a este campo urgente de la ciencia, pero también proliferaron los bulos y las desinformaciones, por lo que el periodismo riguroso y la participación de los verdaderos expertos se hicieron más necesarios que nunca.

En la información de los medios sobre los aspectos científicos de la pandemia, ha destacado la labor de Materia, el grupo de periodistas de ciencia liderado por Patricia Fernández de Lis e integrado además por Manuel Ansede, Miguel Criado, Francisco Doménech, Nuño Domínguez, Daniel Mediavilla y Javier Salas; todos ellos antiguos compañeros en la finada sección de ciencias del diario Público, que fue disuelta cuando el periódico desapareció en su versión papel y se convirtió en otra cosa.

Me consta que los comienzos de Materia hace casi un decenio fueron muy difíciles, en un local prestado de la Comisión de Ayuda al Refugiado en el centro de Madrid, lo cual es poéticamente simbólico. Pero el duro trabajo y la valía de todos los miembros del grupo consiguió abrir un hueco a algo tan improbable como una agencia startup independiente de noticias de ciencia, que finalmente se incorporó al diario El País como su sección de ciencia.

En estos ya casi dos años de pandemia, Materia ha informado exhaustivamente y con rigor sobre los progresos de la ciencia contra esta crisis global. Algunas de sus historias han sido referencia mundial, como el reportaje infográfico sobre la transmisión del coronavirus por aerosoles en interiores, que se ha traducido a varios idiomas, siendo la pieza más leída de toda la historia del diario y acumulando varios premios; el último, esta semana, el Kavli de periodismo de ciencia de la American Association for the Advancement of Science, un equivalente al Pulitzer de la especialidad.

Durante la pandemia ha sido constante también la divulgación de los investigadores a través de los medios. De entre los científicos en activo que se han ocupado de acercar la ciencia del coronavirus al público, el jurado de los premios ha distinguido la labor de los cinco mencionados, que se han prodigado en sus apariciones y han llegado a convertirse en los expertos de cabecera para un gran número de medios. Por supuesto, no han sido los únicos, y algunas otras voces valiosas también habrían merecido este reconocimiento. Lo cual es inevitable en todo premio, pero que además en este caso lamentablemente no permite distinguir entre los verdaderos candidatos que se han quedado fuera –los que ya eran expertos antes de la pandemia– y otros.

Lo anterior es el reconocimiento al trabajo ya hecho, que siempre es debido cuando es merecido. Pero sin duda el aspecto más valioso de este nuevo programa es la concesión de ayudas a jóvenes periodistas que quieren especializarse en información científica, y que facilita que las tres galardonadas se integren (se empotren, en lenguaje de periodismo de guerra) sucesivamente en tres centros del CSIC para aprender cómo es el día a día en un laboratorio y cómo se lleva a cabo el trabajo científico.

Esta iniciativa rellena un hueco que es imprescindible rellenar por múltiples vías, porque este es el futuro. Los periodistas no suelen tener formación en ciencia, y menos aún experiencia directa. Cuando surge una pandemia y a la mayoría de la gente le interesa la información científica, una redacción de ciencia sólida y con criterio es algo que no se puede improvisar. O se tenía antes, o no se tiene. Y esto ha marcado una clara diferencia entre Materia/El País y otros medios que no cuentan con una sección de ciencia formada por verdaderos especialistas.

Por supuesto que un o una profesional del periodismo sin formación científica directa, pero con la suficiente valía y años de trabajo, puede convertirse en un excelente periodista de ciencia. Hay ejemplos brillantes de ello. Y por supuesto que existe una oferta de formación que sirve de puente entre ciencias y letras a través de ese abismo tradicional que ha sido una lacra en el sistema universitario de España. Pero para comprender de verdad qué es la ciencia, para qué sirve y para qué no, cómo funciona, cuáles son sus fortalezas y limitaciones, la posibilidad de que jóvenes periodistas trabajen codo con codo con los científicos durante un año es infinitamente mejor que cien clases magistrales. Sin duda las agraciadas con estas ayudas terminarán este periodo formativo con un nivel de preparación equivalente al de cualquier periodista especializado en países donde esta formación mixta o puente es fruto de un bagaje científico histórico mucho más potente que el nuestro.

Ahora bien, existe el evidente riesgo de que su camino profesional termine siendo el de la comunicación corporativa o institucional, y no el del periodismo. Entiéndase, riesgo para el periodismo, no para ellas. La comunicación científica existe, está mejor retribuida y es profesionalmente más estable que el periodismo de ciencia. Muchos buenos periodistas de ciencia acaban derivando hacia la comunicación, cansados de comprobar cómo los medios abren la puerta a periodistas expertos en política, economía o deportes, pagando lo que valen, y cómo la cierran a los especialistas en ciencia para cubrir ese hueco con jóvenes sin la suficiente experiencia ni comprensión de la ciencia. Esto marca la diferencia, por ejemplo, entre Materia y otros.

Pero es una diferencia que, se supone, el público no sabe apreciar. Salvo, claro, cuando el público hace de una pieza de ciencia en un medio la más leída en la historia de ese medio. Lo que no ocurre con otras piezas en otros medios.

Mi sensación personal durante la larguísima ceremonia de entrega de los premios y ayudas –cuando alguno de los propios agraciados que recibían un premio económico muy sustancioso la define como un tostón, quizá un replanteamiento sería oportuno– fue la de esas arengas de los entrenadores a sus jugadores en el vestuario antes del partido, o de los comandantes a sus soldados antes de la batalla. Todos los allí presentes ya llegábamos previamente convencidos de la importancia del periodismo de ciencia. Quienes no están convencidos de ello no estaban allí. ¿Ha trascendido algo de lo que allí se dijo? ¿Ha aparecido en los noticiarios de las radios y las televisiones?

Durante la gala se comentó también que, después del explosivo interés por las noticias científicas durante lo más crudo de la pandemia y con la salvedad aún del volcán de La Palma y de la conferencia COP26 del cambio climático, a medida que las aguas vuelven a su cauce la ciencia regresa a su lugar anterior, a las catacumbas de las páginas y las webs de los medios. Claro está, con las honrosas excepciones de aquellos que han mantenido sus apuestas antes y durante la pandemia, y seguirán manteniéndolas después de la pandemia.

Para otros medios, las noticias de ciencia volverán a ser aquello que conté en el primer post de este blog en febrero de 2014 y que decía un director de periódico de la vieja escuela, el tipo de perfil que no estaba presente en la gala ni se le esperaba: «la sonrisa, el invento y la curiosidad». Algo con lo que distraerse un poco entre las noticias realmente importantes, aquellas que cuentan lo que los políticos han dicho hoy. ¿Solo cuando hay una tragedia puede apreciarse la importancia en la sociedad de la información y la divulgación científica?