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¿Un universo rebosante de vida? ¿O la Tierra sí es un lugar especial?

La vida es un fenómeno bastante improbable. Sí, ya sé, ya sé. Se preguntarán de dónde sale esta afirmación. Realmente no es tal, sino solo una hipótesis. Pero una que hasta ahora tiene más apoyos a favor que la contraria.

Es lógico que la visión humana al respecto esté normalmente sesgada hacia el lado contrario, dado que nosotros estamos aquí y apenas conocemos otro lugar. Ningún ser humano ha pisado jamás otro planeta, y solo 12 han caminado sobre otro cuerpo celeste. Así que nos guiamos intuitivamente por lo único que conocemos: un planeta rebosante de vida.

Pensemos en alguien que ha vivido su existencia alejado de la civilización, que un día viaja a la ciudad, compra un billete de lotería y le toca el gran premio. Sin duda pensaría que es enormemente fácil, dado que desconoce las reglas del sorteo y las posibilidades de ganar. En términos de la lotería galáctica de la vida, nosotros, los agraciados, solemos pensar que los planetas habitados deben de ser inmensamente comunes en el universo, aunque en realidad no tengamos la menor idea de cuáles son las reglas concretas de la aparición de la vida ni la probabilidad real de que ocurra.

A esta idea común de que la vida debe de ser tan omnipresente en el cosmos como lo es en nuestro planeta –donde se encuentra incluso en los entornos más hostiles, desde los polos a los desiertos, pasando por los volcanes y las fosas oceánicas– han contribuido los astrofísicos, quienes durante décadas nos han hecho calar la idea de que la Tierra no es un lugar especial.

De hecho, esta visión empezó a incubarse cuando Copérnico se cargó el geocentrismo, y ha venido expandiéndose con las evidencias de que ni nuestro planeta, ni nuestro sistema solar, ni nuestra galaxia tienen esencialmente nada especial que los distinga de otros muchos millones, desde el punto de vista puramente astrofísico. A menudo se dice que la Tierra es solo un suburbio más de un sistema solar suburbial más en una galaxia suburbial más. Todo lo cual ha llevado a muchos físicos a encogerse de hombros: si en la Tierra hay vida, ¿por qué no en cualquier otro lugar?

Imagen de la Tierra desde el espacio tomada por la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

Imagen de la Tierra desde el espacio tomada por la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

Solo que esta visión es simplista. Y espero que se me entienda, no es un «simplista» con ánimo peyorativo. Es que la física es simplista por obligación. Había un viejo chiste sobre dos caballos de carreras, y un físico al que se le preguntaba cuál de los dos tenía más posibilidades de llegar primero a la meta. El físico decía: supongamos dos caballos totalmente esféricos y sin rozamiento…

Solo cuando los físicos comienzan a hundir los pies en el sucio cenagal de la química y la biología es cuando son realmente conscientes de que los caballos no son esféricos y sin rozamiento. O, como decía Carl Sagan, que «la biología es más parecida a la historia que a la física» porque «no hay predicciones en la biología, igual que no hay predicciones en la historia». Y de que tal vez la Tierra después de todo sí sea un lugar más especial de lo que predice la astrofísica.

Sagan era astrofísico, pero hundió los pies. Otro ejemplo es el australiano Charley Lineweaver, astrofísico reconvertido en astro-bio-geólogo. En realidad, no crean que los astrobiólogos tienen más respuestas. Los astrobiólogos son un poco como un equipo de bomberos forestales en el desierto, siempre esperando a poder entrar en acción. A la espera de ese momento, exploran las posibilidades teóricas analizando las condiciones más raras y extremas en las que puede llegar a surgir un incendio.

Pero cuando un físico como Lineweaver comienza a añadir capas de complejidad a esa noción simplista que aplica a la Tierra el principio de mediocridad, descubre que quizá nuestro planeta no sea realmente un suburbio tan mediocre. Lineweaver suele ilustrar sus planteamientos con lo que llama la falacia del planeta de los simios, en alusión a la idea de que el universo debe de estar lleno de especies inteligentes porque la evolución conduce a eso; en la saga clásica, el declive de los humanos dejaba el hueco para que los simios dieran ese salto evolutivo.

Pero para Lineweaver, existe un experimento natural que prueba cómo la evolución no conduce necesariamente a la aparición de una especie tecnológica inteligente. Es su propio país, Australia; un continente separado del resto durante 100 millones de años y en el que todo lo que logró la evolución, según sus propias palabras, fueron los canguros.

Lineweaver propone que existe un «cuello de botella gaiano» (según la idea de Gaia, la Tierra como un sistema vivo autorregulado), un momento de crisis en el que todo planeta con vida naciente deriva hacia la catástrofe climática cuando la propia biología no consigue modificar el ciclo de carbonatos-silicatos para imponer unas condiciones de habitabilidad estables. Es posible que esto sucediera en Venus y Marte, y según Lineweaver la Tierra podría ser un caso insólito que consiguió superar ese cuello de botella. Con lo cual este planeta no sería un ejemplo mediocre de lo que es la norma en el universo, sino una excepción, una anomalía, un raro caso de éxito donde todos los demás fallan.

Por supuesto, la idea de Lineweaver no deja de ser otra hipótesis sin demostración. Pero quien defienda esa visión del universo rebosante de vida debe enfrentarse a la incómoda realidad de que los datos disponibles apoyan más bien lo contrario: aquí no ha venido nadie más, y en los miles de mundos ya confirmados aún no hay nada que invite fuertemente a sospechar la existencia de vida.

Cierto es que tampoco hay nada que lo excluya. Pero aunque el descubrimiento de nuevos exoplanetas ha estado afectado por un sesgo impuesto por los propios métodos de observación –por ejemplo, es más fácil descubrir planetas supergigantes gaseosos, poco aptos para la vida–, la realidad es que una vez más la Tierra sí parece ser un lugar algo especial; entre miles de mundos ya descubiertos, no parece haber tantos similares al nuestro como en un principio podría pensarse.

Lineweaver ha aportado ahora un nuevo dato más en contra de esa percepción de la Tierra como un planeta mediocre, y por tanto en contra de la idea del universo rebosante de vida. El científico australiano y sus colaboradores, los astrofísicos Sarah McIntyre y Michael Ireland, han analizado la posibilidad de que los exoplanetas rocosos conocidos hasta ahora posean un campo magnético similar al de la Tierra. El motivo, escriben los investigadores en su estudio, es que «las evidencias del Sistema Solar sugieren que, a diferencia de Venus y Marte, la presencia de un potente dipolo magnético en la Tierra ha ayudado a mantener agua líquida en su superficie», y por tanto la vida.

Los investigadores no sostienen que la existencia de un campo magnético sea un requisito mínimo obligatorio para la vida, pero sí que aumenta sus posibilidades, al proteger el agua y la atmósfera del viento y la radiación estelar.

El resultado del estudio es que solo uno de los exoplanetas analizados, Kepler-186f, tiene un campo magnético mayor que el terrestre, «mientras que aproximadamente la mitad de los exoplanetas rocosos detectados en la región habitable de sus estrellas tienen un dipolo magnético insignificante», escriben los investigadores.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Lineweaver y sus colaboradores se abstienen de concluir que sus datos descarten la posibilidad de vida en esos planetas, pero sí sugieren que la mayoría de los que se han descubierto en otros sistemas solares son probablemente menos hospitalarios para la vida que la Tierra. Y quien crea que hablar solo de vida basada en el agua y el carbono es reduccionista debería saber que, en realidad, es igualmente reduccionista proponer otras bioquímicas alternativas sin considerar sus numerosos e inmensos obstáculos, conocidos o no. En un futuro tal vez no lejano, es posible que los sistemas de Inteligencia Artificial puedan modelizar estas bioquímicas alternativas para tratar de obtener un veredicto sobre su plausibilidad real. Hasta entonces, son solo fantasías.

Pero en fin, al menos hay una buena noticia: Kepler-186f. Solo que, hasta ahora, ni siquiera los responsables del Instituto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) albergan demasiadas esperanzas de que allí exista vida inteligente…

El objeto interestelar ‘Oumuamua no parece ser una nave alienígena

Si algún día un destructor imperial decidiera dejarse caer por nuestro Sistema Solar, ¿cómo lo reconoceríamos?

En primer lugar, los telescopios descubrirían un objeto inédito en la pantalla del firmamento. Las observaciones permitirían estimar su tamaño, pero sin la suficiente resolución como para poder determinar su aspecto detallado. Después, los cálculos mostrarían que su trayectoria y velocidad no se corresponden con las de un objeto en órbita alrededor del Sol o de otro cuerpo del sistema, lo que sugeriría que no se trata de un asteroide al uso. Tampoco se detectaría la coma típica de los cometas, e incluso tal vez los datos indicarían que su forma no es la habitual más o menos redondeada de un asteroide, sino una más extraña; por ejemplo, fina y alargada.

Así es precisamente la historia que arrancó el 19 de octubre de 2017, cuando el telescopio Pan-STARRS 1 de Hawái descubrió un objeto que pronto se reveló como algo fuera de lo común. Reuniendo las observaciones de otros telescopios, los astrónomos concluyeron que estaban ante el primer objeto interestelar jamás confirmado, un viajero procedente de fuera del Sistema Solar que casualmente atraviesa nuestro vecindario cósmico.

Para su nominación formal se inauguró una nueva categoría de objetos designados con la letra I, de «interestelar»: 1I/2017 U1. Para su nombre común se recurrió a la lengua hawaiana: ‘Oumuamua viene a significar algo así como «el primer mensajero de la lejanía». Los detalles se publicaron en la revista Nature en diciembre de 2017. Respecto a su extraña forma alargada, los investigadores escribían: «Ningún objeto conocido en el Sistema Solar tiene dimensiones tan extremas».

A la izquierda, ilustración de 'Oumuamua (ESO/M. Kornmesser). A la derecha, destructor imperial de Star Wars (20th Century Fox).

A la izquierda, ilustración de ‘Oumuamua (ESO/M. Kornmesser). A la derecha, destructor imperial de Star Wars (20th Century Fox).

La historia tiene un ilustre precedente en la ficción. Más o menos de este mismo modo comenzaba Cita con Rama, publicada por Arthur C. Clarke en 1973. En la novela, lo que inicialmente se detectaba como un asteroide resultaba ser una nave alienígena de forma cilíndrica. Con estos antecedentes, ¿cómo no pensar en la posibilidad de que ‘Oumuamua pudiera ser en realidad un objeto de fabricación artificial?

Esta posibilidad movilizó a los investigadores que trabajan en proyectos SETI, siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre. En diciembre de 2017 el proyecto Breakthrough Listen, liderado por el magnate ruso Yuri Milner, anunció que se disponía a utilizar el observatorio de Green Bank, el lugar donde comenzó la exploración SETI en 1960, para tratar de captar alguna señal de radio procedente de ‘Oumuamua. Así lo anunciaban:

Los investigadores que trabajan en el transporte espacial a larga distancia han sugerido previamente que una forma de aguja o de cigarro es la arquitectura más probable para una nave interestelar, ya que minimizaría la fricción y el daño debido al gas y el polvo interestelar. Aunque un origen natural es lo más probable, actualmente no hay consenso sobre cuál puede ser ese origen, y Breakthrough Listen está bien posicionado para explorar la posibilidad de que ‘Oumuamua pudiera ser un artefacto.

Pero como era de temer, el rastreo terminó con las manos vacías. En enero los investigadores de Breakthrough Listen comunicaron sus conclusiones: si ‘Oumuamua emitía alguna señal de radio, debía ser con una potencia inferior a 0,08 vatios, lo cual sería 3.000 veces más débil que la emisión de la sonda de la NASA Dawn, como ejemplo elegido.

Pese a los resultados negativos del Breakthrough Listen, el Instituto SETI, en California, emprendió su propia búsqueda utilizando su instalación dedicada, la matriz de telescopios Allen. Los investigadores del SETI se apoyaban además en un intrigante estudio publicado el mes pasado por dos astrofísicos de Harvard, según el cual ‘Oumamua podía ser un objeto artificial. De acuerdo con los autores, la ligera aceleración inesperada del presunto asteroide sugería que podía tratarse de una nave impulsada por una vela solar. Los científicos aventuraban también que la trayectoria de ‘Oumuamua es demasiado rara para ser un objeto errante, y que en cambio se explicaría más fácilmente si alguien lo hubiera enviado intencionadamente a nuestro Sistema Solar.

Pero una vez más, la realidad ha pinchado el globo: esta semana el Instituto SETI ha informado del fracaso en la búsqueda de señales de radio. Según ha declarado Gerry Harp, el director del estudio: «No hemos encontrado tales emisiones, a pesar de una búsqueda muy sensible. Aunque nuestras observaciones no descartan de forma concluyente un origen no natural para ‘Oumuamua, son datos importantes de cara a evaluar su posible composición». El estudio completo se publicará el próximo febrero.

Por el momento, la cita con Rama deberá seguir esperando.

Descubierto el planeta de Spock, y podría haber vida

Tal vez un signo de que no soy lo suficientemente friki es que nunca he sido un ardiente fan de Star Trek. ¿Será porque la serie original me quedó atrás y la nueva llegó cuando ya estaba yo a otras cosas? ¿Será porque, en cambio, me acertó de pleno en el estómago el estreno de la primera trilogía de Star Wars y aquello ya no tenía vuelta atrás? ¿Será porque en mi época la Televisión Única nos enchufaba unas entonces-magníficas-hoy-supongo-que-lamentables series de ciencia ficción que la gente más joven suele desconocer por completo (e incluso muchos de mi generación), como Espacio 1999, La fuga de Logan o Los siete de Blake (esta última es para subir nota, ya que no la recuerdan ni mis propios hermanos)?

Pero en fin, hoy vengo a traerles una novedad que caerá como el maná divino a la legión de trekkers o trekkies, que no estoy seguro de cuál es la forma correcta; precisamente la advertencia anterior viene como descargo de que en realidad desconozco este extremo y otros muchos relacionados con las andanzas del capitán Kirk, su Enterprise, sus tripulaciones y sus tribulaciones. La noticia es que un equipo de investigadores de varias universidades de EEUU, con la participación del Instituto de Astrofísica de Canarias y la Universidad de La Laguna de Tenerife, dice haber encontrado el planeta natal de Spock, Vulcano.

Ilustración del planeta HD 26965b. Imagen de Universidad de Florida.

Ilustración del planeta HD 26965b. Imagen de Universidad de Florida.

Imaginarán que la presentación de la noticia tiene algo de gancho publicitario; que obviamente logra su objetivo, o tal vez yo tampoco vendría hoy a contarles esto. Mientras que los primeros exoplanetas descubiertos, allá por el año de 1992, fueron carne de titulares en todo el mundo, hoy caen a docenas, incluso a cientos, y es casi imposible estar al día. A fecha de hoy, la Enciclopedia de Planetas Extrasolares recoge 3.845 planetas en 2.866 sistemas, 636 de ellos con más de un planeta; pero este número seguirá aumentando, tal vez mañana mismo.

Por ello, si los descubridores de un exoplaneta encuentran una percha para vender su descubrimiento colgándole algún adorno que tenga tirón popular, mejor que mejor. Anteriormente nos han llegado ya varios Tatooine, planetas que orbitan en torno a dos soles como el mundo de Luke Skywalker en Star Wars. También conocimos Mimas, una luna de Saturno que tiene un divertido parecido con la Estrella de la Muerte, y otros planetas de la saga como el helado Hoth también tienen su reflejo real en el catálogo de los exoplanetas descubiertos. Ahora le ha tocado el turno a Vulcano.

La luna de Saturno Mimas y la Estrella de la Muerte. Imagen de NASA / Lucasfilm.

La luna de Saturno Mimas y la Estrella de la Muerte. Imagen de NASA / Lucasfilm.

Es más, y como curiosidad, interesa aclarar que en realidad el estudio describiendo este nuevo planeta se publicó en julio en la web de la revista Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, sin que entonces prácticamente ningún medio se interesara por ello. Dos meses después, la Universidad de Florida publica una nota de prensa añadiendo el gancho de Spock y Vulcano, y aquí estamos contándolo.

Pero algo hay que reconocer, y es que tampoco se trata de un recurso publicitario forzado. Porque, de hecho, HD 26965b es realmente el planeta de Spock. Según explica el coautor del estudio Gregory Henry, de la Universidad Estatal de Tennessee, en julio de 1991 el creador de Star Trek, Gene Roddenberry, publicó una carta en la revista Sky and Telescope en la que confirmaba que su ficticio Vulcano orbitaba en torno a 40 Eridani A, la estrella principal del sistema triple 40 Eridani. Y resulta que 40 Eridani A es precisamente el otro nombre de HD 26965, la estrella en la que se ha encontrado el nuevo planeta. Al parecer, la conexión entre Vulcano y 40 Eridani A se remonta a dos libros sobre la serie publicados en décadas anteriores, Star Trek 2 de James Blish (1968) y Star Trek Maps de Jeff Maynard (1980).

Spock en Star Trek. Imagen de Paramount / CBS.

Spock en Star Trek. Imagen de Paramount / CBS.

Además, se da la circunstancia de que HD 26965b, más conocido ya para la eternidad como Vulcano, es un planeta aparentemente apto para la vida. Su estrella es parecida a nuestro Sol, solo ligeramente más pequeña y fría; y algo que habitualmente solo los biólogos solemos tener en cuenta, tiene prácticamente la misma edad que el Sol, lo que ha dejado tiempo suficiente para que sus planetas puedan haber desarrollado vida compleja. En cuanto al planeta, no es el típico gigante infernal que suele ser frecuente en los descubrimientos de exoplanetas, sino algo posiblemente parecido a nuestro hogar: justo en el interior de la zona habitable de su estrella y con un tamaño aproximado del doble que la Tierra, lo que se conoce como una supertierra.

Todo ello ha llevado a uno de los autores del estudio, Matthew Muterspaugh, a decir que «HD 26965 puede ser una estrella ideal para albergar una civilización avanzada». Y todo ello a solo 16 años luz de nosotros; de hecho, la estrella es visible a simple vista en el cielo, y es la segunda más brillante con una posible supertierra y la más cercana similar al Sol con un planeta de este tipo.

En resumen, para los interesados en estas cosas, un punto más al que mirar en el cielo rascándonos la cabeza. Y para los responsables de los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), imagino que una nueva coordenada a la que apuntar sus antenas para tratar de captar alguna emisión de Radio Vulcano.

Tres millones de dólares para Jocelyn Bell, la astrofísica ignorada por el Nobel

Hace un par de años y medio conté aquí la curiosa historia del descubrimiento del primer púlsar (estrella de neutrones giratoria) y de cómo aquel hallazgo, publicado en 1968, llegó a ilustrar la icónica portada de uno de los discos más míticos de la historia musical reciente, Unknown Pleasures de Joy Division (1979).

Jocelyn Bell en 1967. Imagen de Roger W Haworth / Wikipedia.

Jocelyn Bell en 1967. Imagen de Roger W Haworth / Wikipedia.

En el devenir de aquel episodio científico, que abrió una nueva era para la astronomía, hubo una clara figura perdedora: la norirlandesa Jocelyn Bell (después Bell Burnell por matrimonio), la autora material del hallazgo. Bell recibió en su día una gran atención por parte de los medios británicos… consistente en preguntarle si tenía muchos novios o si era más alta que la princesa Margarita.

Unos años después, en 1974, el descubrimiento fue distinguido con el Premio Nobel de Física… para el supervisor de Bell, Antony Hewish. No solo se trata de que Hewish no había sido el artífice directo del descubrimiento; es que incluso el hallazgo fue posible gracias a que Bell y otros cuatro colaboradores habían pasado dos años construyendo el artefacto necesario para ello. Y no piensen en alta tecnología: allí cada becario recibía un kit de herramientas para clavar palos en una parcela de 18.000 metros cuadrados y tender 190 kilómetros de cable entre ellos. Así eran aquellos primitivos radiotelescopios.

En su día y desde entonces, la omisión de Bell en la concesión de aquel premio ha perdurado popularmente como un caso flagrante de machismo en el mundo de la ciencia. Pero ya aclaré que en realidad se trata de algo más complejo: Bell era la becaria, y con independencia de que fuera hombre o mujer, los comités de los Nobel casi nunca premian a los becarios por considerarlos meramente las manos del cerebro de su amo.

Lo cual, evidentemente, casi nunca es cierto. Pero el Premio Nobel es una institución privada y por lo tanto tiene todo el derecho a regirse por las normas que le parezca, por equivocadas que sean (ya he comentado aquí mil veces que hoy en día premiar a una sola persona por un hallazgo es un descomunal anacronismo) Y aunque las quejas por este criterio sean frecuentes, a muchos de quienes protestan por ello, en concreto a los becarios, habría que plantearles esta pregunta: ¿cuántos estarían dispuestos a que en el futuro sean sus becarios quienes se lleven el mérito? Todos los sistemas jerárquicos se perpetúan porque los de abajo acaban llegando arriba.

Por su parte, Bell atajaba las críticas hacia el fallo del premio con una humildad y una elegancia dignas de aplauso:

Es el supervisor quien tiene la responsabilidad final del éxito o el fracaso del proyecto. Oímos de casos en los que un supervisor culpa a su estudiante de un fracaso, pero sabemos que la culpa es sobre todo del supervisor. Me parece simplemente justo que él deba también beneficiarse de los éxitos. Pienso que los premios Nobel quedarían degradados si se concedieran a estudiantes de investigación, excepto en casos muy excepcionales, y no creo que este sea uno de ellos.

Existen estos casos excepcionales que mencionaba Bell. Uno reciente que me viene ahora a la memoria es el del Nobel de Medicina de 2009, que premió a Elizabeth Blackburn y a su becaria Carol Greider por el descubrimiento de la telomerasa, la enzima clave del envejecimiento celular. Blackburn relacionó el acortamiento de los telómeros (los extremos de los cromosomas) con la edad de la célula, pero la identificación de la telomerasa fue obra exclusiva de Greider, algo que el comité Nobel no pudo ignorar.

Pero en realidad, el papel de Greider en este hallazgo fue muy similar al de Bell en el suyo. Algo que nunca sabremos es si Bell habría recibido el premio junto a Hewish si su nombre de Jocelyn hubiera designado a un chico (curiosamente, este nombre en Francia es masculino, algo similar a la diferencia de uso de Andrea, que es femenino aquí y masculino en Italia).

Jocelyn Bell Burnell en 2015. Imagen de Silicon Republic / Wikipedia.

Jocelyn Bell Burnell en 2015. Imagen de Silicon Republic / Wikipedia.

En definitiva, y ya se debiera la omisión a su condición de mujer o de becaria, o a ambas, lo cierto es que el agravio del Nobel aún pedía una reparación, a pesar de que desde entonces Bell ha sido distinguida con altos honores y nombramientos, incluyendo la Orden del –ya inexistente– Imperio Británico.

La merecida reparación le ha llegado ahora a Bell en una forma de menor prestigio científico que el Nobel, pero que muchos de los nobeles cambiarían con gusto: los tres millones de dólares que otorga el Premio Especial Breakthrough en Física Fundamental. En comparación, la dotación del Nobel en cada categoría es de algo menos de un millón a repartir entre los premiados, que en ciencia suelen ser tres.

Los Premios Breakthrough fueron creados en 2012 por un grupo de magnates que incluye al físico y tecnólogo ruso-israelí Yuri Milner, al cofundador de Facebook Mark Zuckerberg y su mujer, Priscilla Chan, al cofundador de Google Sergey Brin, a la cofundadora de la empresa genómica 23andMe y exmujer de Brin, Anne Wojcicki, y al chino Jack Ma, cofundador del gigante de internet Alibaba. Es decir, un ramillete de empresarios con bolsillos sin fondo que decidieron dedicar parte de su fortuna a la promoción de la ciencia y la investigación tecnológica.

Los premios tienen su edición regular anual, a la que se añade la concesión esporádica de galardones especiales a figuras de excepcional relevancia, como es el caso de Bell. El premio recibido ahora por la astrónoma se ha concedido anteriormente a Stephen Hawking y a los principales responsables del descubrimiento del bosón de Higgs o de las ondas gravitacionales.

Así pues, enhorabuena a la premiada, que lo tenía bien merecido. Que lo disfrute con salud. Y ya que hemos mencionado el Unknown Pleasures, me sirve como excusa para dejarles con esta rara y antigua joya.

¿Existen los «pilares de la creación» en la nebulosa del Águila?

Lo que ven en esta foto podría no existir:

Los pilares de la creación, imagen tomada por el telescopio espacial Hubble en 2014. Imagen de NASA, ESA y Hubble Heritage Team (STScI/AURA).

Los pilares de la creación, imagen tomada por el telescopio espacial Hubble en 2014. Imagen de NASA, ESA y Hubble Heritage Team (STScI/AURA).

Pero no, no se trata de una manipulación digital como la falsa imagen de las puertas del Cielo que les traje aquí ayer.

En este caso se trata de una fotografía real llamada «los pilares de la creación», una de las más famosas tomadas por el telescopio espacial Hubble. Se obtuvo en 1995 y muestra las nubes de polvo y gas en la nebulosa del Águila, a 7.000 años luz de nosotros, talladas por la luz de las nuevas estrellas hasta formar esos rascacielos cósmicos de 4 años luz. En realidad la que pueden ver arriba es una nueva versión, obtenida por el Hubble en 2014 en homenaje a la imagen original, esta que sigue, y que acompaño con un panorama más amplio de la nebulosa mostrando la ubicación de esta estructura.

Los pilares de la creación, imagen tomada por el telescopio espacial Hubble en 1995. Imagen de NASA, Jeff Hester y Paul Scowen (Arizona State University).

Los pilares de la creación, imagen tomada por el telescopio espacial Hubble en 1995. Imagen de NASA, Jeff Hester y Paul Scowen (Arizona State University).

Imagen del telescopio espacial Spitzer de la nebulosa del Águila, con la ubicación y el detalle de los "pilares de la creación". Imagen de NASA/JPL-Caltech/N. Flagey/MIPSGAL Science Team.

Imagen del telescopio espacial Spitzer de la nebulosa del Águila, con la ubicación y el detalle de los «pilares de la creación». Imagen de NASA/JPL-Caltech/N. Flagey/MIPSGAL Science Team.

Pero lo que ven en estas fotos podría no existir porque quizá fue destruido hace unos 6.000 años. Lo que están viendo es el pasado, una estructura cósmica tal como era hace 7.000 años, el tiempo que ha tardado en llegarnos la luz de la nebulosa a través del universo. En 2007 un equipo de científicos dirigido por el francés Nicolas Flagey analizó las imágenes del Águila tomadas por el telescopio espacial Spitzer, capaz de ver la luz infrarroja que entonces era invisible para el Hubble. Flagey y sus colaboradores observaron lo que parecía una inmensa burbuja de gas y polvo calientes causada por la explosión de una supernova, acercándose a toda velocidad hacia los pilares. Esta burbuja es la masa roja que se observa en la imagen anterior de infrarrojos.

Dado que aquella región es una de las incubadoras de estrellas más activas y mejor estudiadas, los astrónomos consideran que varias de las estrellas masivas formadas cumplen las condiciones para estallar como supernovas, por lo que una hecatombe estelar allí es casi un desastre anunciado.

Según calculaban los investigadores en su estudio, publicado en 2009, las imágenes del Spitzer sugerían que, en aquella foto fija del Águila, a la onda expansiva de la supernova le faltaban unos 1.000 años para arrasar los pilares, por lo que la humanidad tendría que esperar unos 1.000 años para ver cómo aquellas torres quedaban deshilachadas como quien sopla un pompón de diente de león. Pero dado que nuestro retraso en recibir noticias de la nebulosa del Águila es de 7.000 años, esto implicaría que los pilares habrían dejado de existir cuando los humanos aún íbamos por el Neolítico.

Flagey calculaba que la explosión de la supernova se produjo hace entre 8.000 y 9.000 años, lo que significa que el fogonazo de este cataclismo debería haber llegado a la Tierra hace 1.000 o 2.000 años. El astrofísico, por entonces estudiante de doctorado, dijo que había identificado algunos posibles eventos candidatos en las crónicas históricas de la antigua China.

Claro que he comenzado diciendo que los pilares podrían no existir, y no que no existen. Porque no todos los expertos están de acuerdo con Flagey. En el momento de la publicación de su estudio ya hubo alguna opinión que cuestionaba la interpretación de la supernova, alegando que lo observado en las imágenes de infrarrojos podría deberse al calentamiento de la nube por estrellas masivas de la propia estructura, y no a un fenómeno que debería producir una huella de radiación mucho mayor.

Hace unos meses, el astrofísico y divulgador Ethan Siegel publicaba en su blog Starts With a Bang un artículo en el que rebatía la hipótesis de Flagey. Siegel ha analizado las nuevas imágenes tomadas por el Hubble en 2014, las ha comparado con las de 1995 y ha añadido las tomas en infrarrojo aportadas por una nueva cámara de este telescopio, concluyendo que no hay rastro de supernova y que la dinámica de las estructuras de la región se debe exclusivamente a las estrellas presentes.

Así, Siegel considera refutada la teoría de la destrucción de los pilares, que seguirán existiendo durante eras cósmicas hasta que el material de incubación de las estrellas acabe evaporado por la luz de las que ya se han formado. Pero en otro estudio publicado en 2011, Flagey admitía que la hipótesis de la supernova era algo especulativa.

Lo cual simplemente debería advertirnos contra los titulares periodísticos del estilo “los pilares de la creación ya no existen”, tanto como contra los del estilo “los pilares de la creación continúan existiendo”. El periodismo clásico odia los titulares interrogativos tanto como los condicionales. Pero la ciencia siempre está en construcción, y a veces todo lo que tiene son preguntas y condicionales. ¿Existen los pilares de la creación? Podría ser. Y podría ser que no.

Stephen Hawking no molaba nada (y ese es el problema)

La semana que termina nos ha dejado la muerte de Stephen Hawking, el científico más popular de las últimas generaciones. Los medios de todo el mundo han cubierto la noticia con amplios despliegues y con múltiples enfoques, desde lo puramente científico hasta la música que le gustaba o el maltrato que sufrió por parte de su segunda esposa. Yo mismo aporté mi granito con un pequeño obituario, pero quiero dejar un segundo granito aquí para intentar que un aspecto fundamental no se pase por alto en el que será sin duda el hito científico más negro de este 2018.

Stephen Hawking en la Universidad de Cambridge. Imagen de Lwp Kommunikáció / Flickr / CC.

Stephen Hawking en la Universidad de Cambridge. Imagen de Lwp Kommunikáció / Flickr / CC.

Tal vez Hawking no era después de todo tan popular como algunos pensábamos, como han revelado también varios medios al dejar en evidencia la confusión de muchos usuarios de Google sobre quién era el personaje fallecido. Pero sin duda podría decirse, como también han hecho constar muchas de las piezas publicadas sobre él, que era un icono de la cultura. Pero no de la Cultura, sino de la «cultura pop«, han precisado muchos medios.

Pero ¿qué es la cultura pop? Voy a la Wikipedia, y me dice que «la cultura popular [pop] se contempla a veces como trivial y embrutecida para encontrar una aceptación consensuada mayoritaria». A continuación, añade que las principales categorías de la cultura pop son el entretenimiento, los deportes, las noticias, la política, la moda, la tecnología y la jerga.

No, la ciencia no aparece. Pero si resulta que en realidad la ciencia sí es Cultura, ¿por qué se habla de Hawking como cultura pop? ¿Porque salió en Los Simpson? ¿Porque era famoso? No parece que cuadre mucho con alguien que no solo ha sido uno de los científicos más importantes del siglo XX, sino también uno de los principales intelectuales de nuestro tiempo, en el verdadero sentido de la palabra «intelectual».

Cuando en 1919 las fotografías de un eclipse solar confirmaron una de las predicciones de la relatividad general de Einstein (la curvatura de la luz de las estrellas por la masa del Sol), varios periódicos publicaron la noticia advirtiendo a sus lectores de que no trataran de entender la teoría del físico, ya que según él mismo había asegurado, no más de 12 personas en todo el mundo podrían entenderla. Al parecer, cuando le preguntaron a Einstein por esto se lo tomó como una broma, pero al comprobar que la historia de las 12 personas realmente se había divulgado en la prensa, aclaró que él jamás había dicho tal cosa.

No sería justo negar que la relación del público con la ciencia ha cambiado mucho desde los tiempos de Einstein, pero parece que un siglo después aún no se ha derribado la barrera. A pesar de que uno de los mayores empeños del propio Hawking durante toda su vida fue dar a entender que él era una persona normal y que la ciencia era una cosa normal, se le ha admirado mucho, pero de lejos. Imposible entenderle, inútil molestarse, no lo intenten; mejor dediquen el tiempo libre a hacer deporte.

En lugar de tratar de comprender la ciencia de Hawking, fíjense en su espíritu de superación, haber hecho todo aquello, fuera lo que fuese aquello, a pesar de su enfermedad… Ya se lo ha dejado claro en Twitter una famosa actriz: ahora es libre de sus limitaciones físicas. (¿Morir te libera de algo, aparte de la vida?)

En el fondo, probablemente Stephen Hawking no habría sido tan pop-ular si no hubiera sido diferente, batallando contra la muerte y postrado en una silla durante la mayor parte de su existencia. Esa serie, The Big Bang Theory, ya deja claro que para ser un científico hay que ser distinto; hay que ser un friqui.

Llega un momento en la vida de todo niño en que debe elegir: o ser un científico, o ser normal. Claro que es más fácil ser normal, porque un colegio puede no tener microscopios, pero que nunca falten los balones. ¿Hay algún niño que quiera ser como Stephen Hawking? No era guapo, ni futbolista, ni cantaba bien. No molaba. Muy admirado, eso sí, como icono de la cultura pop. Pero un icono no es un modelo; la gente quiere ser como los modelos, mientras que los iconos se guardan en una vitrina. Y se les limpia el polvo de vez en cuando.

Lo que me gustaría dejar como último tributo a Stephen Hawking lo cuenta mucho mejor Tuomas Holopainen, compositor y líder de Nightwish, en este tema dedicado a otro monstruo del pensamiento, Carl Sagan:

Make me wonder
Make me understand
Spark the light of doubt and a newborn mind
Bring the vast unthinkable down to Earth

Una máquina descubre el octavo planeta en un sistema extrasolar

Investigadores de la Universidad de Texas en Austin y de la compañía Google han revelado esta tarde, en una rueda de prensa celebrada por la NASA, el primer hallazgo de dos exoplanetas no realizado por un ser humano, sino por un sistema de Inteligencia Artificial. Uno de los nuevos planetas, llamado Kepler-90i, hace el número ocho de los que orbitan en torno a la estrella Kepler-90, lo que convierte a este sistema en el primero conocido con el mismo número de planetas que el nuestro.

Ilustración del sistema Kepler-90. Imagen de NASA/Wendy Stenzel.

Ilustración del sistema Kepler-90. Imagen de NASA/Wendy Stenzel.

Hoy el descubrimiento de un nuevo planeta extrasolar ya no suele ser carne de titulares como lo era hace un cuarto de siglo, cuando se descubrieron los primeros. Se han confirmado ya más de 3.700 planetas fuera de nuestro Sistema Solar, por lo que la idea de que toda estrella podría tener al menos un planeta, como piensan algunos expertos, ya no sorprende. Solo los planetas más parecidos al nuestro, potencialmente aptos para la vida, suelen abrirse paso hasta las páginas y las webs de los medios generales, sobre todo si no están demasiado lejos de nosotros.

No es el caso de Kepler-90i; este planeta rocoso, un 30% más grande que la Tierra, orbita una estrella similar al Sol a 2.545 años luz, y no es precisamente acogedor: los científicos estiman que su temperatura ronda los 427 grados centígrados, similar a la de Mercurio y suficiente para fundir el plomo.

Sin embargo, Kepler-90i tiene dos argumentos para marcar un hito en la astronomía. El primero de ellos es que se trata del segundo «octavo planeta» jamás conocido por el ser humano. Desde que Plutón fue expulsado del club planetario, nuestro sistema se quedó con ocho, siendo Neptuno el octavo. Hasta ahora se había encontrado un puñado de estrellas con siete planetas a su alrededor; una de ellas, TRAPPIST-1, fue noticia el pasado febrero por albergar varios planetas en su zona habitable.

Kepler-90 también era hasta ahora un sistema de siete planetas, descubiertos gracias a los datos de la sonda Kepler de la NASA. Este telescopio espacial es un sofisticado cazador de planetas: rastrea unas 150.000 estrellas en una porción de la Vía Láctea y las vigila en busca de una pequeña atenuación que revele el tránsito de un planeta delante de ellas, como si tapamos parte del foco de una linterna con un dedo. Solo que las atenuaciones debidas al tránsito de planetas son ínfimas; las herramientas informáticas pueden identificarlas, pero es tan ingente la cantidad de datos recogidos por Kepler que los astrónomos y sus ordenadores tienen que centrarse en las señales más evidentes. Y esto implica que tal vez estén pasando por alto algún que otro planeta.

Aquí es donde entra el segundo gran argumento de Kepler-90i: es el primer planeta descubierto por una red neuronal de Inteligencia Artificial (IA). La historia comienza cuando Christopher Shallue, investigador en IA de Google, se entera de que los científicos dedicados a la búsqueda de exoplanetas hoy tienen tantos datos a su disposición que están desbordados; incluso con el uso de potentes ordenadores y con la colaboración de voluntarios a través de internet, el volumen de información es casi inmanejable.

Así, Shallue vio una oportunidad perfecta para dar de comer a sus redes neuronales, sistemas basados en algoritmos que tratan de imitar la forma de aprendizaje del cerebro humano. Los expertos en IA suelen decir que, por inmensas y complejas que sean las operaciones que un ordenador puede realizar en una fracción de segundo, hay algo en lo que la máquina más sofisticada del mundo es más torpe que el más torpe de los humanos: reconocer patrones. Algo tan elemental para nosotros como distinguir un perro de un gato es una tarea colosal para una máquina. Las redes neuronales capaces de aprender están progresando en esta habilidad que los humanos manejamos con soltura.

Shallue se puso en contacto con Andrew Vanderburg, astrónomo de la Universidad de Texas, y entre ambos entrenaron al sistema de Google para aprender a reconocer patrones de indicios de exoplanetas en los datos de atenuación de luz de estrellas recogidos por Kepler. Y allí donde los científicos habían encontrado siete planetas, en la estrella Kepler-90, la máquina encontró uno más, el octavo, con una señal tan débil que había escapado a los astrónomos. Lo mismo ocurrió con otra estrella, Kepler-80, donde el sistema de Google descubrió un sexto planeta, Kepler-80g. El estudio de los dos investigadores se publicará próximamente en la revista The Astronomical Journal.

Y esto es solo el principio. En la rueda de prensa, Vanderburg y Shallue apuntaron que por el momento solo han aplicado la red neuronal a 670 estrellas, pero que su intención es pasar los datos de las 150.000 observadas por Kepler. El sistema Kepler-90 es parecido al nuestro en el número de planetas y en su distribución, con los pequeños más cercanos a la estrella, pero es como una versión comprimida, ya que todos ellos están muy próximos a su sol; de ahí las altas temperaturas. Pero hoy los científicos ya sospechan que los sistemas multiplanetarios, incluso con muchos más planetas que el nuestro, probablemente sean algo muy corriente en nuestra galaxia. Y con la avalancha de datos de Kepler y la pericia de la máquina de Shallue, todo indica que pronto sabremos de algún sistema tan parecido al nuestro, con un planeta tan parecido al nuestro, que la presencia de vida allí parezca algo casi inevitable.

Las ondas gravitacionales, un nuevo color en la paleta de los astrónomos

Las ondas gravitacionales se han convertido en el Titanic de la ciencia. No por el naufragio, sino por la película: en 1997 era casi inútil que ninguna otra producción aspirara a llevarse un premio de cualquier categoría en la que tuviera que competir contra la cinta de James Cameron. Como conté ayer, los descubridores (o más bien confirmadores) de las ondas gravitacionales se han llevado este mes el Nobel y el Princesa de Asturias, pero anteriormente ya habían caído en sus redes otros premios de primera fila como el Kavli de Astrofísica y el Breakthrough Prize, ambos económicamente muy jugosos.

Pero el Princesa, entregado este viernes a tres máximos responsables del hallazgo y simbólicamente a más de mil investigadores de la colaboración LIGO, ha caído por suerte en la misma semana en que la detección de las ondas gravitacionales ha comenzado a hacer realidad la promesa de convertirse en un nuevo color de la paleta astronómica.

El pasado lunes se anunciaba la quinta detección de este tipo de arrugas en la alfombra del espacio-tiempo que sostiene el universo, pero con una novedad que comienza a explicar por qué este método de observación abre una nueva era para la astronomía.

Mientras que los cuatro eventos anteriores se produjeron por la fusión de pares de agujeros negros, en este último caso, ocurrido el pasado 17 de agosto, ha sido la colisión de dos estrellas de neutrones, que se cuentan entre los objetos más densos del cosmos. Las estrellas de neutrones se forman cuando una estrella supermasiva explota en una supernova y sufre un colapso gravitatorio que comprime el material estelar hasta reducir su tamaño a unos pocos kilómetros, a pesar de que su masa excede en varias veces la del Sol.

Ilustración de la colisión entre dos estrellas de neutrones. Imagen de NSF/LIGO/Sonoma State University/A. Simonnet.

Ilustración de la colisión entre dos estrellas de neutrones. Imagen de NSF/LIGO/Sonoma State University/A. Simonnet.

El resultado es un objeto extremadamente denso, una especie de pelota de núcleos atómicos comprimidos con electrones fluyendo entre los huecos. Suele decirse que, si pudiéramos acercarnos a una estrella de neutrones y recoger una cucharadita de su superficie (por supuesto, algo imposible en la práctica), esa cantidad de material pesaría mil millones de toneladas.

Durante años los científicos han teorizado que la fusión de dos estrellas de neutrones es uno de los procesos responsables de los llamados Brotes de Rayos Gamma (BRG), lo cual equivale a decir que son las explosiones más potentes del universo. Un BRG puede liberar en unos segundos más energía que nuestro Sol a lo largo de toda su existencia. Son fenómenos raros, y por suerte se han detectado en otras galaxias, a miles de millones de años luz de nosotros. Pero en realidad, el hecho de que no nos haya caído ninguno en las cercanías no es casualidad, sino causalidad: muchos científicos piensan que si hubiera ocurrido, sencillamente no estaríamos aquí.

Imagen de la galaxia NGC 4993 tomada desde el observatorio de La Silla, en Chile. Imagen de ESO/S. Smartt & T.-W. Chen.

Imagen de la galaxia NGC 4993 tomada desde el observatorio de La Silla, en Chile. Imagen de ESO/S. Smartt & T.-W. Chen.

Pues bien, lo que tiene de única la nueva onda gravitacional detectada no es solo el fenómeno que la ha originado, sino que además también ha podido recogerse el BRG producido por la fusión de las dos estrellas, así como el rastro de luz de todo ello, lo que ha sido descrito por los astrofísicos como el principio de la era de la astronomía multimensajero.

Imaginemos una tormenta de las normales en la Tierra. Cuando cae un rayo, lo detectamos de dos maneras distintas, por la luz (el relámpago) y el sonido (el trueno). Los astrofísicos hacen algo parecido con los fenómenos astronómicos, registrándolos a través de sus diferentes emisiones.

Ahora la detección de ondas gravitacionales se ha unido a ese repertorio de ojos y oídos del que disponen los científicos. La colisión de las dos estrellas de neutrones en la galaxia NGC 4993, a 130 millones de años luz, fue registrada por los tres detectores de ondas gravitacionales (dos de LIGO y el de Virgo), por los telescopios espaciales de rayos gamma Fermi e INTEGRAL, y por una multitud de telescopios terrestres en la banda óptica, en la de rayos X y en la de ondas de radio. Todo esto convierte la GW170817 (GW de Gravitational Wave) en el primer fenómeno astronómico observado de tantas maneras distintas.

Los puntos marcan todos los observatorios en la Tierra y en el espacio que registraron la fusión entre dos estrellas de neutrones. Imagen de Abbott et al. 2017.

Los puntos marcan todos los observatorios en la Tierra y en el espacio que registraron la fusión entre dos estrellas de neutrones. Imagen de Abbott et al. 2017.

Pero si les parece que la colisión de dos estrellas a más de 1.200 trillones de kilómetros es algo muy ajeno a ustedes, sepan que tal vez lleven el producto de un fenómeno como este en el dedo, alrededor del cuello o en los lóbulos de las orejas: los astrofísicos pensaban que explosiones tan energéticas como esta son la fragua donde se crean los elementos más pesados del universo, por ejemplo el oro, la plata, el platino o el uranio. En el GW170817, la lectura de las emisiones permitió confirmar que la colisión de las dos estrellas creó una masa de oro similar a la de la Tierra. Una buena pepita; eso sí, habría que juntarla átomo a átomo.

El Princesa de Asturias de ciencia acierta este año, pero tiene una deuda pendiente

Ayer las gaitas sonaron en Oviedo un año más para acoger la entrega anual de los premios Princesa de Asturias. Los que hemos crecido con media pata en el Principado envidiamos profundamente a los galardonados, no por el premio, sino porque a diferencia de nosotros anoche cenaron allí, y a gastos pagados. Pero en fin; en el culín de sidra meramente simbólico que le toca beberse a este blog figuran tres nombres propios y un inmenso colectivo de cerebros: los físicos Rainer Weiss, Kip Thorne y Barry Barish, junto con los más de mil integrantes de la Colaboración Científica LIGO, han recibido el premio de Investigación Científica y Técnica 2017.

El físico Rainer Weiss recibe el premio Princesa de Asturias 2017 de Investigación Científica y Técnica de manos del rey Felipe. Imagen de EFE/Chema Moya.

El físico Rainer Weiss recibe el premio Princesa de Asturias 2017 de Investigación Científica y Técnica de manos del rey Felipe. Imagen de EFE/Chema Moya.

Cada año se establece una comparación interesante entre los Nobel y nuestra propia versión, que obviamente no alcanza la misma repercusión internacional que los premios suecos, al menos en ciencia. El paralelismo es relativo, porque los Nobel distinguen tres categorías científicas, mientras que en los nuestros todo entra en un mismo saco.

A pesar de esto, los Princesa de Asturias no tienen una capacidad más limitada para premiar a los científicos, sino todo lo contrario: hay muchas disciplinas científicas que no tienen cabida en los Nobel, mientras que la categoría más amplia de los Princesa permite incluir a los paleoantropólogos, biólogos evolutivos, matemáticos, ingenieros de computación, ecólogos, científicos planetarios o climatólogos, por citar solo algunos ejemplos.

En este blog ya respondí a la clásica pregunta de por qué no hay un Nobel de matemáticas, pero aclarando que la respuesta más bien explica por qué estos premios solo contemplan un espectro muy estrecho de ciencias, dejando fuera a todas las demás. Algunas de las que he mencionado aún no existían en tiempos de Alfred Nobel, pero sí otras. Y la verdadera pregunta debería ser por qué no hay Nobel de invención o tecnología, el campo al que el inventor de la dinamita dedicó toda su vida.

Pero salvando las diferencias entre ambos premios, es interesante comparar dónde ponen el foco cada año dos jurados formados por un puñado de reconocidas personalidades de la ciencia y adláteres. Y dado que los Princesa se anuncian en junio y los Nobel en septiembre, los premios españoles sirven como antesala, recurriendo al tópico y sin que suponga ningún demérito abrir el camino hacia la máxima distinción científica del único planeta habitado conocido (por nosotros, claro).

Lo cierto es que este año los jurados lo tenían fácil. Tanto el Princesa como el Nobel de Física han reconocido lo que muchos han llamado el hallazgo del siglo, la confirmación de las ondas gravitacionales que Einstein predijo hace cien años y que se anunció por primera vez en febrero de 2016.

A diferencia de los Nobel, los Princesa no limitan la concesión a un máximo de tres nombres. El jurado de los premios españoles escogió a los mismos tres responsables de la detección de ondas gravitacionales que aún viven (uno de ellos murió este mismo año) y que este mes han sido agraciados también con el Nobel: el impulsor de todo ello, Rainer Weiss; el teórico, Kip Thorne; y el que lo hizo realidad, Barry Barish.

Pero además, el Princesa ha incluido también de forma más simbólica a todo el equipo que participa en el experimento LIGO, la máquina que permitió llevar a cabo el hallazgo. Como ya conté aquí, más de mil investigadores firmaron el estudio que describió la primera detección de ondas gravitacionales.

Como en el caso de los Nobel, se echa de menos un reconocimiento para los responsables y los integrantes del experimento Virgo, el homólogo europeo del estadounidense LIGO. Virgo no es una sucursal, sino que ambos comenzaron su andadura de forma independiente, para luego entablar una colaboración que ya estaba consolidada antes de que LIGO consiguiera cazar por primera vez las arrugas espaciotemporales. Aquella primera detección no cayó en las redes de Virgo, pero no por ello su contribución a este titánico esfuerzo colectivo e internacional debería quedar sin premio.

En resumen, aunque en este caso los Princesa han acertado al marcar la senda que luego han seguido los Nobel, y además reparten la distinción de una manera más ajustada al formato cooperativo de la investigación científica actual, siempre se olvida a alguien.

En el caso de los Princesa, sin duda el error más imperdonable en la historia de estos galardones se cometió en 2015, cuando se premió a las investigadoras Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna por el desarrollo de la herramienta de edición genómica CRISPR, dejando fuera al descubridor del sistema; que para más escarnio es español, el alicantino Francis Mojica. Una deuda aún pendiente, y una mancha que debe borrarse cuanto antes: ¿hará falta que Mojica reciba el Nobel para que el jurado del Princesa deje de mirar para otro lado?

Los Nobel, uno fresco, otro rancio, y siempre dejan a alguien fuera

Como cada año por estas fechas, no puede faltar en este blog un comentario sobre lo que nos ha traído la edición de turno de los premios Nobel. Y aunque cumplo con esta autoimpuesta obligación, debo confesarles que lo hago con la boca un poco pastosa. No por desmerecer a los ganadores, siempre científicos de altísimos logros, sino por otros motivos que año tras año suelo traer aquí y que conciernen a los propios premios.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

En primer lugar, están los merecimientos no premiados de los que siempre se quedan por debajo de la línea de corte. Ya lo he dicho aquí, y no descubro nada nuevo: ya no hay Ramones y Cajales encerrados a solas en su laboratorio. Vivimos en la época de la ciencia colaborativa y a veces incluso multitudinaria, donde algunos estudios vienen firmados por miles de autores. No exagero: hace un par de años, un estudio de estimación de la masa del bosón de Higgs batió todos los récords conocidos al venir firmado por una lista de 5.154 autores. Nueve páginas de estudio, 24 páginas de nombres.

En el caso que nos ocupa, el Nobel de Física 2017 anunciado esta semana ha premiado la detección de ondas gravitacionales, un hito histórico que se anunció y publicó por primera vez en febrero de 2016, que confirmó la predicción planteada por Einstein hace un siglo y que según los físicos abre una nueva era de la astronomía, ya que enciende una nueva luz, que en este caso no es luz, para observar el universo.

Pero aunque sin duda el hallazgo merece los máximos honores que puedan concederse en el mundo de la ciencia, el problema es que los Nobel fueron instituidos por un tipo que murió hace 121 años, cuando la ciencia era cosa de matrimonios Curies investigando en un cobertizo. Y las normas de los Nobel dicen que como máximo se puede premiar a tres científicos para cada categoría.

Los agraciados en este caso han sido Rainer Weiss, Barry Barish y Kip Thorne, los tres estadounidenses, el primero nacido en Alemania. Weiss se queda con la mitad del premio, mientras que Barish y Thorne se reparten el otro 50%.

No cabe duda de que los tres lo merecen. Weiss fue quien inventó el detector que ha servido para pescar por primera vez las arrugas en el tejido del espacio-tiempo, producidas por un evento cataclísmico como la fusión de dos agujeros negros. Thorne ha sido la cabeza más visible en el desarrollo de la teoría de las ondas gravitacionales, además de ser un divulgador mediático y popular: creó el modelo de agujero negro que aparecía en la película Interstellar. Por su parte, Barish ha sido el principal artífice de LIGO, el detector que primero observó las ondas gravitacionales y que se construyó según el modelo de Weiss apoyado en la teoría de Thorne.

Pero más de mil científicos firmaron el estudio que describió la primicia de las ondas gravitacionales. Sus diversos grados de contribución no quedan reflejados en la lista de autores, ya que en casos así no se sigue la convención clásica de situar al principal autor directo del trabajo en primer lugar y al investigador senior en el último; aquí la lista es alfabética, sin un responsable identificado. El primero de la lista era un tal Abbott, cuyo único mérito para que aquel estudio histórico ahora se cite como «Abbott et al.» fue su ventaja alfabética. De hecho, había tres Abbotts en la lista de autores.

¿Se hace justicia premiando solo a tres? Tengo para mí que los físicos especializados en la materia, sobre todo quienes hayan participado de forma más directa o indirecta en este campo de estudio, tal vez tengan la sensación de que queda alguna cuenta no saldada.

Como mínimo, habrá quienes achaquen al jurado que haya olvidado la importantísima contribución de Virgo, el socio europeo del experimento LIGO. Ambos nacieron de forma independiente en los años 80, LIGO en EEUU y Virgo en Italia como producto de una iniciativa italo-francesa. Con el paso de los años, LIGO y Virgo comenzaron a trabajar en una colaboración que estaba ya muy bien trabada antes de que el detector estadounidense lograra la primera detección de las ondas gravitacionales. La cuarta detección de ondas de este tipo, anunciada hace solo unos días, se ha producido en paralelo en LIGO y en Virgo. ¿Es justo dejar a los artífices del proyecto europeo sin el reconocimiento del Nobel?

Por supuesto, son las normas de los premios. Pero miren esto: el testamento de Nobel no mencionaba en absoluto a tres premiados por cada categoría, sino que se refería simplemente a «la persona que…». Por lo tanto, si se trata de ceñirse estrictamente a la última voluntad del fundador de los premios, estos no deberían repartirse.

Pero la limitada representatividad de la lista de premiados no es el único defecto de los Nobel. Otro que también he comentado aquí en años anteriores es la tendencia a premiar trabajos tan antiguos que ni sus autores ya se lo esperaban, si es que siguen vivos. Y en esto tampoco se respetan las instrucciones de Alfred Nobel, ya que él especificó que los premios deberían concederse a quien «durante el año precedente haya conferido el mayor beneficio a la humanidad».

Si al menos este año en Física se ha premiado ciencia fresca y puntera, no ocurre lo mismo con la categoría de Fisiología o Medicina. Los tres galardonados, Jeffrey Hall, Michael Rosbash y Michael Young, todos estadounidenses, lograron sus avances fundamentales sobre los mecanismos moleculares del reloj biológico (los ritmos circadianos) allá por los años 80.

De hecho, hay un dato muy ilustrativo. A diferencia del caso de las ondas gravitacionales, en el campo de los ritmos circadianos sí hay dos nombres que muy claramente deberían encabezar una lista de candidatos a recibir los honores: Seymour Benzer y su estudiante Ron Konopka, los genetistas estadounidenses que primero descubrieron las mutaciones en los genes circadianos con las cuales pudo escribirse la ciencia moderna de la cronobiología. Pero Benzer falleció en 2007, y Konopka en 2015. Y no hay Nobel póstumo. El premio en este caso se ha concedido a una segunda generación de investigadores porque se ha concedido tan a destiempo que los de la primera murieron sin el debido reconocimiento.

En este caso, los Nobel pecan una vez más de conservadurismo, de no apostar por avances más recientes cuyo impacto está hoy de plena actualidad en las páginas de las revistas científicas. Por ejemplo, CRISPR, el sistema de corrección de genes que abre la medicina del futuro y en el que nuestro país tiene un firme candidato al premio, el alicantino Francisco Martínez Mojica. Pero dado que este avance también puede optar al Nobel de Química, que se anuncia hoy miércoles dentro de un rato, de momento sigamos conteniendo la respiración.