El contacto sano con los microbios puede favorecer la respuesta contra la COVID-19

El ABC de la inmunología, del que casi todo el mundo tiene una vaga idea, dice que una infección o vacunación nos arma contra un futuro contacto con el mismo patógeno. En junio un estudio en The Lancet Infectious Diseases, que modelizaba matemáticamente la pandemia de COVID-19 simulando un mundo con y sin vacunas, estimaba que estas han salvado casi 20 millones de vidas.

Esto se logra gracias a una de las dos grandes fuerzas del sistema inmune, el llamado adquirido o adaptativo (el otro es el innato). Este a su vez tiene dos divisiones celulares, los linfocitos B y T. Los primeros se arman en su cubierta celular con los anticuerpos, moléculas en forma de Y cuyos dos rabitos superiores están recortados a la medida de los antígenos del patógeno en cuestión para que encajen con ellos como una llave en una cerradura. Un antígeno es, en general, cualquier molécula capaz de estimular esta respuesta. Y un patógeno, como un virus, suele tener varios antígenos diferentes; por ejemplo, la proteína Spike o S del coronavirus SARS-CoV-2 contra la cual nos hemos vacunado es uno de sus antígenos, pero tiene otros.

Además, las células B pueden soltar esos anticuerpos a la sangre y por los tejidos para que actúen como vigilantes; si alguno de ellos encuentra el antígeno y se une a él, otras células inmunitarias lo detectan y se activan. Por su parte, las células T se recubren de otro tipo de moléculas —llamadas receptores de células T, o TCR— que también reconocen los antígenos, aunque mediante otro mecanismo algo más complicado. Cuando las células T reconocen los antígenos contra los cuales están programados, hacen varias cosas diversas que pueden resumirse en un mismo objetivo: guerra al invasor.

También el ABC de la inmunología dice que tanto los anticuerpos como los TCR reconocen específicamente un, y solo un, antígeno. O más concretamente, solo una parte de él llamada epítopo; un antígeno puede tener varios epítopos, como distintas caras que pueden ser reconocidas por anticuerpos o TCR diferentes.

Niños jugando en un parque de agua. Imagen de needpix.com.

Pero cuando pasamos del ABC a una explicación algo más detallada y realista, ocurre que esto último no es exactamente así: resulta que los anticuerpos y los TCR pueden reconocer también, por error, otros antígenos diferentes a aquel contra el cual fueron programados. Sería como colocar una pieza de un puzle en otro puzle distinto al que esa pieza no pertenece, pero donde por casualidad encaja. Esto se llama reactividad cruzada.

Hemos dicho que esto se produce por error, pero lo he puesto en cursiva por una razón: lo consideramos un error del sistema, pero no sabemos hasta qué punto puede ser un inconveniente o una ventaja. De hecho, puede ser una cosa u otra, según el caso: la reactividad cruzada puede ser el origen de algunas alergias; por ejemplo, se ha descrito que este es el caso de algunas personas que son alérgicas al mismo tiempo al látex y al plátano. En ocasiones este fenómeno puede reducir o perjudicar la respuesta contra un antígeno. Pero en otras ocurre lo contrario: la reactividad cruzada posibilita que el organismo inmunizado contra una cepa de gripe responda contra otra cepa distinta.

Podría pensarse que esta reactividad cruzada sucede solo entre, por ejemplo, dos virus muy parecidos, como dos cepas de gripe. Pero este tampoco es siempre el caso: ocurre, por ejemplo, entre el virus de la gripe y el de la hepatitis C, muy distintos entre sí.

Hecha esta introducción, pasemos a lo que vengo a contar. Un equipo de investigadores de la Universidad de Pensilvania ha analizado muestras de sangre de 12 personas sanas recogidas antes de 2020, para asegurarse de que los donantes no hubieran estado expuestos al coronavirus SARS-CoV-2. En estas muestras han encontrado un total de 117 poblaciones de células T que reconocen el virus, en personas que no habían tenido contacto con él. Y pese a ello, estas poblaciones incluyen células T de memoria; es decir, células resultantes de un encuentro previo con el antígeno, a pesar de que es imposible que estas personas se hubiesen infectado con el coronavirus.

Este resultado no es sorprendente; se trata de reactividad cruzada. De hecho, varios estudios anteriores ya habían encontrado estas células T contra el virus en personas no expuestas a él. Pero ¿cuál es la reactividad original de estas células T? ¿Contra qué antígenos estaban programadas, y cuáles han sido los que las han activado previamente? Hasta ahora se ha asumido que estas células eran reactivas contra los coronavirus del resfriado, cuatro virus de la misma familia que el SARS-CoV-2, más o menos parecidos a este, que llevan mucho tiempo circulando entre nosotros y que nos provocan catarros, sobre todo en invierno.

Según lo dicho arriba sobre los efectos variables de la reactividad cruzada, los estudios no son unánimes respecto a si una inmunidad previa contra los coronavirus del resfriado ayuda al organismo a luchar contra la cóvid. Algunos estudios han encontrado que ayuda, otros que perjudica, y otros que ni una cosa ni la otra.

En su estudio, publicado en Science Immunology, los investigadores de Pensilvania han comprobado que sí, existe una cierta reactividad cruzada de estas células T anti-SARS-CoV-2 con los coronavirus del resfriado. Pero lo novedoso es que esta fuente de reactividad cruzada no parece ser la única, ni siquiera la más potente. En su lugar, los científicos han descubierto que estas células T responden contra ciertas bacterias que forman parte de la microbiota natural de nuestra piel, como Staphylococcus epidermidis, o del intestino, como Prevotella copri y Bacteroides ovatus.

Es decir, que en nuestro organismo existen células T programadas y activadas por las bacterias que forman parte de nuestra flora normal, pero casualmente esas células T tienen reactividad cruzada contra el coronavirus SARS-CoV-2, y por lo tanto nos ayudan a luchar contra esta infección incluso si nunca antes la hemos padecido. O dicho de otro modo, algo de lo que ya hay evidencias previas sobradas, que una flora bacteriana sana mantiene al sistema inmune preparado para responder mejor contra las amenazas peligrosas.

Cabe decir que, en realidad, los experimentos del estudio no pueden determinar cómo esta reactividad cruzada concreta afecta a la respuesta contra la cóvid. Pero los autores apuntan que, según estudios anteriores, «la frecuencia de células T preexistentes específicas contra el SARS-CoV-2 se asocia con efectos beneficiosos, como una enfermedad más suave y una infección fallida».

En resumen, los datos sugieren que un sistema inmune más entrenado y en funcionamiento normal puede ayudarnos también a luchar contra la cóvid. De forma más general, esto es precisamente lo que propone la mal llamada hipótesis de la higiene, más correctamente hipótesis de la microbiota: el sistema inmune necesita un contacto sano con los antígenos normales del entorno para funcionar de forma óptima. Intentar evitar este contacto, por ejemplo con desinfecciones innecesarias u otras medidas, puede perjudicarnos.

Se ha barajado la posibilidad de que los casos de hepatitis aguda grave en niños que se han detectado meses atrás estén relacionados con un entrenamiento deficiente del sistema inmune por un exceso de aislamiento. Ahora dos estudios en Reino Unido, aún sin publicar, han detectado en casi todos los niños afectados unos niveles anormalmente altos de Virus Adenoasociado 2 (AAV2), un pequeño parvovirus peculiar que no puede replicarse por sí mismo; necesita la coinfección con otro virus, que puede ser un adenovirus o un herpesvirus. El AAV2 es muy común y suele contraerse durante la infancia. Hasta ahora no se había asociado a ninguna enfermedad. Y si en efecto este virus es el responsable de los casos de hepatitis, en combinación con un adenovirus o quizá con el herpesvirus HHV6, aún no se sabe cuál puede ser el mecanismo implicado. Pero ambos grupos de investigadores han mencionado la posibilidad de que el descenso en la inmunidad de los niños por el aislamiento durante la pandemia haya provocado un posterior pico de infecciones por adenovirus que podrían estar relacionadas con las hepatitis.

En resumen, no solo el SARS-CoV-2 tiene un impacto sobre nuestra salud, sino también las medidas que tomamos contra él y que rompen la convivencia normal del sistema inmune con el mundo de antígenos que nos rodea. Salvando las precauciones debidas en las situaciones en las que exista un riesgo real de contagio, el sistema inmune también necesita volver a la normalidad para seguir protegiéndonos.

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