Archivo de noviembre, 2021

Pasen y vean el circo Ómicron

—Y tú, ¿qué crees que es mejor contra la variante Ómicron?

—Dejar de ver las noticias.

Es un chiste o no lo es. Que cada cual se lo tome como quiera. Pero lo cierto es que nadie que en estos días apague la radio y la televisión y deje de leer los periódicos (de las redes ya ni hablemos) va a perderse ningún dato real relevante sobre la nueva variante Ómicron del SARS-CoV-2. Porque los datos reales relevantes que están publicándose ahora no son sobre la Ómicron, sino sobre Alfa y Delta, las anteriores.

Por ejemplo. En cuanto a la Alfa, en la Universidad de Texas un equipo dirigido por Pei-Yong Shi y Scott Weaver ha descubierto que la mutación N501Y en la proteína Spike del virus (significa que en la posición 501 de la proteína el aminoácido asparragina se sustituye por una tirosina; la proteína Spike es la principal que el virus emplea para infectar) es la que permite a la variante Alfa aumentar su infectividad en hámsters y en células del epitelio respiratorio humano, a través de una mayor afinidad por su receptor celular.

En lo que se refiere a la Delta, investigadores del Instituto de Virología Gladstone de San Francisco y de la Universidad de Berkeley, dirigidos por Jennifer Doudna –codescubridora del sistema de edición genética CRISPR–, han creado un sistema de partículas cuasivirales similares al SARS-CoV-2 (iguales al virus pero sin su genoma) que permiten simular la infección en cultivos celulares y en laboratorios de baja seguridad biológica, ya que no son virus reales. Gracias a este sistema han observado que la variante Delta produce 50 veces más virus que el linaje original. Es decir, que se reproduce más. Lo mejor del sistema creado por Doudna y sus colaboradores es que ofrece una plataforma en la que podrá testarse de forma relativamente rápida el comportamiento de nuevas variantes. Relativamente rápida quiere decir que no será necesario crear el sistema de nuevo.

Por otra parte, investigadores de varias instituciones japonesas han mostrado que la mutación P681R de la Spike en la variante Delta (mismo que lo anterior; P es prolina, R es arginina) aumenta la capacidad fusogénica del virus in vitro, es decir, su habilidad para infectar, y también su patogenicidad, es decir, su poder de enfermedad.

¿Algo de esto se ha contado ahora en los medios?

Tomando en conjunto los dos últimos estudios, ahora sabemos que la variante Delta infecta mejor, se reproduce mejor y provoca una enfermedad peor que el linaje original. Y sí, respecto a esto último, todos recordamos que en su momento se dijo en todas partes que no, que no provocaba peores síntomas. Se dijo cuando en realidad aún no se sabía nada. Y del mismo modo, lo que ahora se sabe sobre la transmisibilidad, la reproductividad y la patogenicidad de la Ómicron es esto:

  • (nada)

Por desgracia, así es la ciencia. Va lenta, se equivoca y rectifica. Pero da respuestas, aunque las da cuando puede darlas. Como dice en Science el director del Wellcome Trust, Jeremy Farrar, «la paciencia es crucial».

Imagen de Chinmayamahapatra / Wikipedia.

Imagen de Chinmayamahapatra / Wikipedia.

Pero la paciencia, que lleva la ciencia dentro de sí, no es la especialidad de los medios. Se ha dicho que la Ómicron es más contagiosa, que no se sabe. La variante se ha descubierto solo por casualidad, por análisis rutinarios de genomas en Sudáfrica. Esto no quiere decir que no sea más contagiosa, pero tampoco que lo sea. Simplemente, todavía no se sabe; no siempre una variante que de repente crece lo es, como demuestra la expansión de un linaje particular del que aparecieron miles de casos en San Diego, California, y que se debió a varios eventos de supercontagios en una universidad, no a que este linaje fuese más infeccioso.

También se ha dicho que la Ómicron provoca síntomas leves, que no se sabe. Se ha dicho que escapa a los anticuerpos neutralizantes, que no se sabe. Se ha dicho que puede eludir la protección vacunal, que no se sabe. Por decirse, juro que en la radio he oído a una corresponsal hablar de la variante «Ócrimon». Solo un lapsus, claro, y más comprensible aún si la corresponsal en cuestión tiene hijos en edad de jugar a Pokémon, que de esto doy fe.

Y mientras, cada uno a lo suyo; países cerrando fronteras y suspendiendo vuelos, y políticos aprovechando para hacer caldo con los huesos. Así que, en lo que se refiere a esta variante y sus circunstancias, la única lectura que ahora puedo recomendar es un artículo publicado en The Conversation por el vacunólogo Shabir Madhi, de la Universidad de Witwatersrand de Sudáfrica, y que aporta una lección de sensatez al circo de tres pistas Ómicron en forma de recomendaciones. Lo más importante de lo cual transcribo literalmente (los comentarios son míos):

  • «Primero, que no se impongan más restricciones indiscriminadamente, excepto en reuniones en interiores«.

Será cosa mía y observación anecdótica, pero en un escenario cualquiera elegido al azar donde hasta anteayer el uso de la mascarilla se había relajado enormemente (recogida de niños en colegio en la calle, al aire libre), ayer las mascarillas volvían a ser la norma.

  • «Segundo, que no se dicten restricciones de viajes nacionales o internacionales. El virus va a diseminarse en cualquier caso, como ha sido el caso en el pasado. Es ingenuo creer que las restricciones de viajes en un puñado de países detendrán la importación de una variante. Este virus se dispersará por todo el globo a menos que seas una nación isleña que se cierre al resto del mundo«.

Gran verdad, grandemente ignorada por medios, políticos y el público en general. Sobradamente corroborada por numerosos estudios a lo largo de la pandemia, como he ido contando en este blog. Las restricciones de viajes solo «retrasan lo inevitable«, escribe Madhi. En Science, Farrar decía que para lo único que si acaso pueden servir estas restricciones temporales es para comprar algo de tiempo, pero añadía: «La cuestión es qué se hace entonces con ese tiempo«. ¿Qué se está haciendo entonces con ese tiempo? Añade Madhi: «Para cuando se imponen las restricciones, probablemente la variante ya se habrá extendido«. En varios países europeos hay casos de Ómicron detectados sin ninguna relación con Sudáfrica. Y probablemente aquí también, no detectados.

Solo habría una pequeña alegación a las palabras de Madhi: ni siquiera ser un país isleño cerrado al resto del mundo garantiza nada. Esto es lo que ha hecho Nueva Zelanda, cerrada a cal y canto desde el principio de la pandemia bajo la estrategia de eliminación del virus. Recientemente y ante el aumento de contagios, su primera ministra Jacinda Ardern ha admitido un replanteamiento de la estrategia de eliminación. Lo cual no hace sino hablar en su favor; Nueva Zelanda es uno de los pocos países, si es que hay otro, que ha tratado de guiarse por la ciencia. La ciencia se equivoca y rectifica; Nueva Zelanda también.

Es más, a la inutilidad de las suspensiones de vuelos y los cierres de fronteras se suma el enorme perjuicio económico y social que provocan. En Science, la viróloga de la Universidad de Berna (Suiza) Emma Hodcroft cuenta que le consta que ciertos países han mirado para otro lado durante un rato al descubrir nuevas variantes por temor a que los demás les impusieran restricciones de viajes.

Por cierto, ¿alguien se acuerda de dónde surgió la primera variante preocupante del virus respecto al linaje original de Wuhan, la mutación D614G, que se extendió por toda Europa en el verano de 2020 antes de que las nuevas variantes comenzaran a recibir nombres de letras griegas? Una pista: es un país del sur de Europa que hace frontera con Portugal, Francia y Andorra. Y miren qué curioso, resulta que el estudio en Nature que describe aquella variante y su expansión está codirigido por… Emma Hodcroft, viróloga de la Universidad de Berna.

En el artículo de Science se reconoce la valentía de los investigadores sudafricanos al haber informado prontamente de la detección de esta variante, dado que no puede esperarse lo mismo de todos los países siempre. Aún más, y como dice Madhi, «la ausencia de informes de variantes de países que tienen una capacidad limitada de secuenciación no implica la ausencia de otras variantes«. En el mundo circulan miles de variantes del virus. Quizá millones. No cuatro o cinco. Miles o millones. Y probablemente la mayoría de ellas nunca salgan a la luz porque los países no las secuencian, bien porque no pueden, o bien porque no quieren.

Sigo con Madhi. Me salto las partes aburridas:

  • «Quinto, dejen de vender el concepto de inmunidad de grupo. No va a materializarse y paradójicamente socava la confianza en las vacunas […] La vacunación todavía reduce la transmisión modestamente, lo que es de gran valor, pero no es probable que lleve a la inmunidad de grupo mientras vivamos. En lugar de eso, deberíamos hablar sobre cómo adaptarnos y aprender a convivir con el virus«.

Sobre esto ya he hablado aquí largamente. La inmunidad de grupo existe, pero no es lo que se cree y se está vendiendo. Es un concepto científico académico, tan útil para el público como la idea del solsticio. Es decir, el solsticio de verano existe. Pero nadie sabría que existe ni qué es si no se dijera; y quien crea que el solsticio de verano es cuando los días comienzan a alargarse, el sol comienza a calentar más y hay que empezar a ponerse protección solar porque es cuando empieza a subir la radiación UV, está creyendo justo todo lo contrario de lo que realmente es.

Por último, termino con algo que Madhi menciona solo de pasada, porque esto hoy en día casi no puede decirse de frente y a las claras, salvo que a uno no le importe que le comparen con Hitler:

  • «Obligar a la vacunación«.

Pero no. Las autoridades no obligan a nadie a vacunarse. En su lugar, piden a los jueces que les permitan obligar a los camareros a que exijan a sus clientes un certificado sanitario.

La vacunación de los niños no es un sacrificio por la comunidad, sino un beneficio también para ellos

Entre las cosas más chocantes que se han publicado en los últimos días, llaman poderosamente la atención las declaraciones de un miembro del comité encargado de diseñar la estrategia de vacunación contra la COVID-19 y presidente del Comité de Bioética de España, según el cual «no se puede vacunar a los niños en beneficio de la colectividad«. Añadía que la enfermedad no supone riesgo alguno para los niños, y que en cambio los beneficios de la vacuna para ellos «no están claros«.

Por situar las cosas en su contexto, cabe decir que el personaje aludido es un prestigioso jurista con una reputada trayectoria en el ámbito sanitario. Pero no tiene formación científica. Y por desgracia, con tales declaraciones no solo demuestra una falta de alineamiento con el consenso científico actual, sino que también roza la reticencia a las vacunas, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera una de las 10 mayores amenazas actuales a la salud global.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Con respecto a lo primero, en los últimos meses la vacunación de los niños menores de 12 años se ha discutido en las páginas de las revistas científicas, tanto desde el punto de vista puramente técnico como desde la perspectiva bioética. En julio, un editorial en The Lancet Infectious Diseases se preguntaba si deberíamos vacunar a los niños, y argumentaba que «podría defenderse la vacunación de los niños en un futuro no lejano«, poniendo como posible obstáculo a ello el hecho de que las vacunas aún apenas han llegado a los adultos vulnerables en muchos países en desarrollo. Es decir, no cuestionaba el balance beneficio/riesgo de la vacunación para los niños, sino el balance entre el beneficio para los países desarrollados y el de los países en desarrollo.

El editorial fue contestado por un grupo de investigadores que acusaban a la revista de postergar a un segundo plano el bien de los menores en favor de los adultos.«Parece desconcertante que consideremos la protección ofrecida por una vacuna superior a la de la infección natural en adultos mientras hablamos de la superioridad de la inmunidad natural generada por la infección en niños«, escribían los autores, subrayando que «los niños dependen de otros para ejercer sus derechos«, y que a veces no solo los adultos, sino incluso las propias instituciones «niegan a los niños el acceso justo a las vacunas por razones espurias, revelando un prejuicio contra los niños«.

El pasado 27 de octubre, Nature consultaba a varios expertos a propósito de la aprobación de la vacuna de Pfizer en EEUU para los menores de 12. «Va a salvar vidas en ese grupo de edad«, decía la epidemióloga australiana Emma McBryde, añadiendo: «Por cada vida de un niño que salves, salvarás muchas más de adultos«. Para el especialista en infecciones pediátricas Andrew Pavia, los riesgos justifican sobradamente la vacunación. También en Nature, el pediatra de enfermedades infecciosas Adam Ratner aclaraba que durante la pandemia ha atendido a «muchos niños bastante enfermos«.

El 18 de noviembre, Science publicaba un editorial firmemente favorable a la vacunación de los niños: «No se equivoquen; la COVID-19 es una enfermedad de los niños«. Los responsables de la revista repasaban las cifras: «En EEUU, casi 700 niños han muerto de COVID-19, situando la infección por el SARS-CoV-2 entre las 10 mayores causas de muerte infantil. Ningún niño ha muerto por la vacunación«. Y concluía:

Aunque es cierto que la mayoría de los niños experimentarán una enfermedad leve o asintomática, algunos enfermarán bastante, y un pequeño número morirán. Este es el motivo por el que a los niños se les vacuna contra la gripe, la meningitis, la varicela y la hepatitis, ninguna de las cuales, ni siquiera antes de que hubiese vacunas, ha matado a tantos como el SARS-CoV-2 al año.

Algunos padres son comprensiblemente reticentes a vacunar a sus hijos pequeños. Sin embargo, la elección de no vacunarse no está libre de riesgos; en su lugar, es una decisión de asumir un riesgo diferente y más grave. La comunidad biomédica debe esforzarse por dejar esto claro al público. Podría ser una de las decisiones de salud más importantes que unos padres puedan tomar.

La vacuna de Pfizer proporciona un 90% de protección a los niños de 5 a 11 años. La Agencia Europea del Medicamento ha recomendado su administración, algo que ya se está haciendo en EEUU desde el pasado 29 de octubre. La comunidad científica se inclina claramente por la necesidad de vacunar a los niños, no solamente por el bien de la comunidad, sino también por el suyo propio.

Cuando hablamos de la resistencia a las vacunas, normalmente pensamos en el movimiento antivacunación; personas que se manifiestan radicalmente y de forma activa en contra de todas las vacunas e incluso de la ciencia biomédica en general, que mueven sus proclamas a través de determinados círculos, sobre todo en las redes sociales, en las que encuentran posturas similares que amplifican sus creencias a través de desinformaciones y bulos que aceptan sin contrastación por simple coincidencia con sus prejuicios.

A pesar de que ningún país está libre de esta corriente, en España es residual con respecto a otras naciones desarrolladas o de nuestro entorno. Pero incluso en los países donde está más arraigado, este sector tiene más presencia por su visibilidad pública que por su representatividad real. Por ello y aunque a menudo se ponga el énfasis en esta comunidad, no olvidemos que la OMS no incluye entre sus 10 mayores amenazas a la salud pública los movimientos antivacunas, sino la reticencia a las vacunas. La cual define como un «retraso en la aceptación o rechazo de las vacunas a pesar de la disponibilidad de los servicios de vacunación«. Insistamos: retraso en la aceptación. En este perfil se incluye un sector de población mucho más amplio que el de los movimientos antivacunas.

La vacunación no es un sacrificio, sino un beneficio, tanto para el propio individuo como para la comunidad. Las vacunaciones son posiblemente lo más parecido a un superpoder que podemos encontrar en el mundo real. Nos permiten protegernos y defendernos contra enemigos que de otro modo podrían hacernos enfermar gravemente o incluso matarnos. Este beneficio es un derecho que los adultos nos hemos concedido a nosotros mismos. Privar de este derecho a los niños es atentar contra sus intereses. Dudar de que conceder este derecho a los niños suponga un beneficio para ellos es, claramente, una reticencia a la vacunación.

España es uno de los países más vacunados contra la COVID-19, pero hay una cruz de la moneda

Mientras en varios países europeos los contagios de COVID-19 están creciendo en las últimas semanas a niveles que hasta ahora no se habían conocido en dichos territorios, en España nos mantenemos en cifras de incidencia hasta diez veces menores, en algunos casos. Esta situación está dando a muchos la ocasión de sacar pecho: no paramos de oír en los medios cómo numerosos comentaristas atribuyen este presunto éxito a nuestras altas tasas de vacunación.

Pero cuidado con los triunfalismos y con aquello que decía el señor Lobo. Porque hay una cruz de la moneda.

Primero, la cara. Es cierto que nuestras tasas de vacunación son de las más altas del mundo. Según Our World in Data, somos el noveno país del mundo en porcentaje de población vacunada (datos del 23 de noviembre). Además, contamos con una ventaja adicional: algunos de los países que nos superan en tasa de vacunación han distribuido sobre todo vacunas de virus inactivado que se están revelando menos efectivas, mientras que aquí se han administrado mayoritariamente las de ARN (Pfizer y Moderna), las grandes triunfadoras de la pandemia. Así que probablemente la protección real de la población sea aquí incluso mejor que en algunos de los países con más personas vacunadas que el nuestro.

También es cierto que España está entre los países con mayor confianza en las vacunas de COVID-19, según ha revelado algún estudio. Ya antes de la pandemia, los movimientos antivacunas han tenido tradicionalmente una menor implantación aquí que en otros países desarrollados.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Lo cual, por cierto, es de por sí algo que merece la pena estudiar y que es de esperar que los científicos sociales aprovechen para indagar, dado que no parece aportarse ninguna explicación justificada más allá de las especulaciones. En la reciente entrega de la primera edición de los premios y ayudas CSIC-BBVA de Comunicación Científica, de la que hablé aquí, el director de la Fundación BBVA, Rafael Pardo, resaltaba una diferencia paradójica entre EEUU y España: allí la población tiene un mayor nivel de cultura científica, pero menor confianza en los científicos, mientras que aquí ocurre lo contrario.

Pero si no se sabe muy bien qué es lo que tenemos para que el antivacunismo sea residual en España, sí puede decirse algo que no tenemos. Ayer 20 Minutos y otros medios comentaban el barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a propósito del perfil de quienes rechazan la vacuna en España: sobre todo hombres, de 25 a 44 años, de ideología de derechas, principalmente votantes de Vox. Esta línea ideológica concuerda con lo observado en otros países; por ejemplo, en EEUU es bien conocido que el rechazo a las vacunas tiene su frente más fuerte en el sector político de Donald Trump. Pero también aquí hay una diferencia entre España y EEUU: catolicismo mayoritario frente a diversos cultos protestantes.

Este dato ha pasado inadvertido en relación con la encuesta del CIS, y en cierto modo es lógico que sea así, dado su carácter extremadamente minoritario: en España solo hay un 2,2% de personas creyentes de otras religiones distintas de la católica, también según datos del CIS. Pero en esa letra pequeña de la sociedad española se encierra una población antivacunas que, si no es grande en su tamaño absoluto, sí lo es en el relativo: entre los creyentes de otras religiones hay casi un 21% de no vacunados, frente a un 3-5% entre los católicos, practicantes o no, y los agnósticos o ateos.

Según un estudio reciente publicado en PNAS, «un factor de predicción significativo de las actitudes hacia las vacunas en EEUU es la religiosidad, siendo los individuos más religiosos los que expresan mayor desconfianza en la ciencia y menor tendencia a vacunarse«. En EEUU el protestantismo es claramente mayoritario, dividido en distintas confesiones como baptistas, presbiterianos, metodistas, episcopalianos y otros. En el seno de algunas de estas confesiones existe un arraigado rechazo y suspicacia hacia la ciencia.

Este mismo estudio, de las universidades de Columbia y Stanford, muestra un experimento según el cual el respaldo a las vacunas por parte de científicos con perfil religioso puede influir en un cambio de opinión entre las personas que profesan esas mismas creencias. En el estudio han utilizado como ejemplo al genetista Francis Collins, director de la mayor institución científica del mundo, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) (próximamente exdirector). Collins es un cristiano protestante que suele hablar abiertamente de su religiosidad y que ha pasado por distintas confesiones, por lo que su voz tiene poder sobre un amplio espectro de la población de EEUU.

Resultados como el de este estudio no deberían ignorarse en países como el nuestro, dada la llamativa extensión del pensamiento antivacunas entre los creyentes de otras religiones. Aunque se trate de un sector de población muy minoritario en España, incluso ganar unas decenas de miles de vacunados más sería una contribución valiosa de cara a la salud pública.

Pero vamos por fin a la cruz de la moneda. Y es que las personas que se han recuperado de la COVID-19 y han desarrollado algún grado de protección también contribuyen a construir la inmunidad de grupo (aunque esta no sea como a menudo se presenta). Probablemente no sea casualidad que nuestras tasas actuales de contagios en esta sexta ola nuestra sean, al menos por ahora, mucho menores que las de otros países donde la ola actual es la cuarta, y que en oleadas anteriores han tenido incidencias mucho menores.

En números absolutos, España es el quinto país de Europa con más casos acumulados totales, después de Reino Unido, Rusia, Turquía y Francia, y el undécimo del mundo. En términos relativos poblacionales bajamos unas veinte posiciones, pero seguimos por delante de la mayoría de los países europeos y de en torno a 180 países y territorios del mundo.

En resumen, sí, es cierto que la inmunidad grupal se está construyendo sobre todo gracias a las vacunaciones, que implican a sectores mucho mayores de población que las infecciones y ofrecen una protección más consistente. Pero antes de sacar pecho, no olvidemos que si somos uno de los países más vacunados, también somos uno de los más infectados, y es probable que esto también esté aportando un granito de arena a nuestra situación actual relativamente benigna. A un precio que ya todos conocemos. Como se ha repetido en este blog, con una catástrofe que todos queremos olvidar corremos el peligro de que olvidemos más de lo que debemos.

El efecto nocebo: las molestias tras la vacunación son más probables en quien las espera

Algo sorprendente de algún personaje popular que se ha destapado como antivacunas durante la pandemia es cómo alguien puede estar durante años metiéndose en el cuerpo, incluso directamente en vena, sustancias clandestinas sin control sanitario ni de ninguna otra clase –y que quizá incluso hayan viajado en los orificios corporales de otro–, y en cambio rechace una vacuna porque, dice, es experimental, no está testada, blablablá. ¿Hay algún ejemplo más brutal de disonancia cognitiva?

Es curioso que las vacunas siempre hayan provocado este tipo de reacciones instintivas en contra, ya desde tiempos de Jenner. En los tiempos en que aquel inglés puso las primeras vacunas con soporte científico —las primeras sin más las puso antes que él el granjero Benjamin Jesty–, se publicaron caricaturas que mostraban personas vacunadas a las que les crecían partes del cuerpo de vaca. El movimiento antivacunas es tan viejo como las vacunas.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Históricamente, los procedimientos médicos nuevos han encontrado resistencia, incluso por parte de los propios médicos; hasta la anestesia fue vilipendiada en un principio. Pero mientras que este rechazo suele desaparecer con el tiempo, y no consta que hoy siga habiendo negacionistas de la anestesia, en cambio el movimiento antivacunas sigue vivo y coleando. Por algún motivo, que como inmunólogo se me escapa –y tampoco he encontrado a nadie que lo explique satisfactoriamente–, las vacunas suscitan mayor desconfianza que cualquier otro tipo de fármaco.

Sí, es cierto que, por desgracia, la desinformación ha cundido. Hasta tal punto que, incluso entre personas que sí han accedido a vacunarse, y a pesar de haberse vacunado, se oye eso de que las vacunas son experimentales, que no están suficientemente testadas y que se han aprobado a la carrera porque no quedaba otro remedio (nota aclaratoria: las autorizaciones de emergencia son un procedimiento perfectamente establecido y no se saltan ninguno de los pasos clínicos de una aprobación normal; simplemente, van por el carril Bus-VAO). Y por ello, muchos tienden a atribuir a la vacuna cualquier cosa que sientan durante los días posteriores a la vacunación (algunos en los meses posteriores, quizá años).

Es más, incluso están esperando que ocurra. Esto es lo que desvela un interesante estudio publicado en la revista Psychotherapy and Psychosomatics por investigadores de universidades de EEUU, Australia, Reino Unido y Dinamarca. Dicho estudio revela una correlación entre los temores que las personas sienten a posibles efectos adversos de las vacunas de COVID-19 y los efectos que dicen sentir después.

En palabras del primer autor, el psicólogo de la Universidad de Toledo (el Toledo de Ohio, no el de Castilla-La Mancha) Andrew Geers: «Nuestra investigación muestra claramente que las personas que esperan síntomas como dolor de cabeza, cansancio o dolor por la inyección tienen mucha más probabilidad de experimentar esos efectos secundarios que quienes no los esperaban«. Es decir, un efecto nocebo, lo opuesto al placebo, algo ya muy conocido en la literatura científica.

Geers y sus colaboradores encuestaron a más de 500 personas antes de vacunarse sobre sus expectativas previas respecto a siete síntomas comunes: fiebre, temblores, dolor en el brazo, cabeza o articulaciones, náuseas y fatiga. También recogieron información sociodemográfica y sus actitudes respecto a la pandemia. Posteriormente los entrevistaron de nuevo después de la vacunación para saber cuáles de estos síntomas habían experimentado. «Encontramos un vínculo claro entre lo que esperaban y lo que experimentaron«, dice la coautora Kelly Clemens. Esa correlación superaba a otros posibles factores, como la marca de la vacuna que recibían, la edad de los sujetos o el hecho de haber padecido ya la enfermedad.

Lo cual no pretende afirmar que la gente mienta, que se imagine cosas que no existen o que todo esté en su cabeza. Los ensayos clínicos han mostrado que las vacunas de la cóvid pueden tener algunos efectos secundarios menores y poco importantes. Pero como mencionan los autores en el estudio, hasta un 34% de los participantes en el ensayo clínico de la vacuna de Pfizer que habían recibido un placebo en lugar de la inmunización reportaron dolor de cabeza, que obviamente no tenía ninguna relación con la vacuna que no recibieron, ni tampoco con el placebo que sí recibieron. Las vacunas, prosiguen los autores, pueden causar fatiga, «pero este síntoma puede amplificarse por las expectativas de los individuos y su atención selectiva hacia este posible efecto secundario«, escriben. «Esto realmente muestra el poder de las expectativas y las creencias«, concluye Geers.

Frente a los bulos y la desinformación, lo cierto es que las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) se han alzado como las grandes triunfadoras de la pandemia. Esta tecnología ya tiene más de dos décadas de existencia, y en animales había demostrado su gran potencia e inocuidad, pero en humanos, en este caso sí, solo se había aplicado de forma experimental. Y aunque aún no se sabe cuánto durará la inmunidad que confieren, dado que no hay otro modo de saberlo sino dejar que pase el tiempo, estas vacunas han conseguido convencer incluso a los científicos que inicialmente tendían a confiar más en las tecnologías tradicionales, como las vacunas de virus inactivado. Las chinas de Sinopharm y CoronaVac, que utilizan este enfoque clásico, con el tiempo han empezado a perder capacidad de generar anticuerpos neutralizantes, lo cual es preocupante teniendo en cuenta que se han distribuido más de 3.000 millones de dosis en todo el mundo.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Otro estudio reciente publicado en JAMA (la revista de la asociación médica de EEUU) ha confirmado lo que ya habían concluido los ensayos clínicos de las vacunas de ARN y que lleva repitiéndose desde que comenzaron las inmunizaciones, contra el gran poder de la desinformación y el miedo: los efectos secundarios de estas fórmulas, si existen, son menores y poco importantes. Los autores han recopilado los datos de 6,2 millones de personas que recibieron un total de 11,8 millones de dosis y que han quedado registrados en el sistema de vigilancia en EEUU.

Los investigadores analizaron 23 posibles efectos graves que se han notificado durante las campañas de vacunación, incluyendo trombos y problemas cardiovasculares, infartos y embolias, anafilaxis, encefalitis, síndrome de Guillain-Barré, trastornos neurológicos y otros. Los resultados muestran que no existe ninguna correlación estadística entre estos casos y las vacunas. Es decir, hay personas que sufren estos trastornos. Algunas de estas personas están vacunadas. Pero no existe mayor incidencia en las personas vacunadas, ni ninguna evidencia estadística que correlacione los trastornos con las vacunas.

Una preocupación surgida en los últimos meses ha sido la miocarditis en personas jóvenes. Tampoco se ha encontrado en este caso ninguna correlación estadística. Los autores calculan que por cada millón de dosis, habrá 6,3 casos de miocarditis, una cifra que entra dentro de los márgenes normales. En todos los casos detectados los síntomas fueron leves y remitieron al poco tiempo. También recientemente, una prepublicación (estudio aún sin revisar ni publicar pero disponible en internet) que mostraba una tasa de miocarditis de 1 por cada 1.000 vacunados, o el 0,1%, ha sido retirada cuando los autores han reconocido un error en sus cálculos: habían estimado la tasa sobre 32.000 vacunaciones, cuando el número real era de 800.000, por lo que la incidencia es 25 veces menor. Otra prepublicación ha estimado que el riesgo de miocarditis en menores de 20 años es seis veces mayor por el propio virus de la cóvid que por la vacuna.

Por supuesto, todo este trabajo no ha terminado, y tanto los sistemas de vigilancia como infinidad de investigadores permanecen atentos al seguimiento de las vacunas, tanto de la duración de la protección –lo que ha llevado a las recomendaciones sobre una tercera dosis– como de posibles efectos a largo plazo. Pero a fecha de hoy no hay ningún argumento basado en datos ni en ciencia para defender otra conclusión sino que las vacunas funcionan y son seguras. Sobre las proclamas de los de la disonancia cognitiva pueden hacerse chistes, pero la verdad es que no tiene ninguna gracia.

Comunicar la ciencia también importa sin pandemias ni volcanes

Ayer en Madrid, en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), se celebró la ceremonia de entrega de la primera edición de los premios y ayudas CSIC-BBVA de Comunicación Científica. Las distinciones fueron para Materia, la sección de ciencia del diario El País, en la categoría de periodismo, y en la de investigadores divulgadores para Alfredo Corell, José Antonio López, Ignacio López-Goñi, Antoni Trilla y Margarita del Val. En cuanto a las ayudas para jóvenes periodistas, las galardonadas fueron Lucía Casas, Leyre Flamarique y Ana Iglesias.

Esto no pretende ser una crónica del acto; quien esté interesado en ello podrá encontrarla en la web del CSIC. Pero a raíz de lo dicho y escuchado ayer, merece la pena destacar alguna cosa y hacer una pequeña reflexión.

Los galardonados en la I Edición de los premios y ayudas a la comunicación científica del CSIC y la Fundación BBVA. Imagen de FBBVA.

Los galardonados en la I Edición de los premios y ayudas a la comunicación científica del CSIC y la Fundación BBVA. Imagen de FBBVA.

Los premios y ayudas se otorgan por primera vez este año dentro del Programa de Impulso a la Comunicación Científica creado por el CSIC y la Fundación BBVA, y que ha nacido a raíz de la pandemia de COVID-19. Según comentó en su discurso el director de la fundación, Rafael Pardo, habitualmente solo de un 8 a un 10% del público sigue las noticias de ciencia. Esto explotó durante la pandemia, cuando la gente buscaba masivamente los avances científicos en la lucha contra el coronavirus. Los medios intensificaron sus espacios dedicados a este campo urgente de la ciencia, pero también proliferaron los bulos y las desinformaciones, por lo que el periodismo riguroso y la participación de los verdaderos expertos se hicieron más necesarios que nunca.

En la información de los medios sobre los aspectos científicos de la pandemia, ha destacado la labor de Materia, el grupo de periodistas de ciencia liderado por Patricia Fernández de Lis e integrado además por Manuel Ansede, Miguel Criado, Francisco Doménech, Nuño Domínguez, Daniel Mediavilla y Javier Salas; todos ellos antiguos compañeros en la finada sección de ciencias del diario Público, que fue disuelta cuando el periódico desapareció en su versión papel y se convirtió en otra cosa.

Me consta que los comienzos de Materia hace casi un decenio fueron muy difíciles, en un local prestado de la Comisión de Ayuda al Refugiado en el centro de Madrid, lo cual es poéticamente simbólico. Pero el duro trabajo y la valía de todos los miembros del grupo consiguió abrir un hueco a algo tan improbable como una agencia startup independiente de noticias de ciencia, que finalmente se incorporó al diario El País como su sección de ciencia.

En estos ya casi dos años de pandemia, Materia ha informado exhaustivamente y con rigor sobre los progresos de la ciencia contra esta crisis global. Algunas de sus historias han sido referencia mundial, como el reportaje infográfico sobre la transmisión del coronavirus por aerosoles en interiores, que se ha traducido a varios idiomas, siendo la pieza más leída de toda la historia del diario y acumulando varios premios; el último, esta semana, el Kavli de periodismo de ciencia de la American Association for the Advancement of Science, un equivalente al Pulitzer de la especialidad.

Durante la pandemia ha sido constante también la divulgación de los investigadores a través de los medios. De entre los científicos en activo que se han ocupado de acercar la ciencia del coronavirus al público, el jurado de los premios ha distinguido la labor de los cinco mencionados, que se han prodigado en sus apariciones y han llegado a convertirse en los expertos de cabecera para un gran número de medios. Por supuesto, no han sido los únicos, y algunas otras voces valiosas también habrían merecido este reconocimiento. Lo cual es inevitable en todo premio, pero que además en este caso lamentablemente no permite distinguir entre los verdaderos candidatos que se han quedado fuera –los que ya eran expertos antes de la pandemia– y otros.

Lo anterior es el reconocimiento al trabajo ya hecho, que siempre es debido cuando es merecido. Pero sin duda el aspecto más valioso de este nuevo programa es la concesión de ayudas a jóvenes periodistas que quieren especializarse en información científica, y que facilita que las tres galardonadas se integren (se empotren, en lenguaje de periodismo de guerra) sucesivamente en tres centros del CSIC para aprender cómo es el día a día en un laboratorio y cómo se lleva a cabo el trabajo científico.

Esta iniciativa rellena un hueco que es imprescindible rellenar por múltiples vías, porque este es el futuro. Los periodistas no suelen tener formación en ciencia, y menos aún experiencia directa. Cuando surge una pandemia y a la mayoría de la gente le interesa la información científica, una redacción de ciencia sólida y con criterio es algo que no se puede improvisar. O se tenía antes, o no se tiene. Y esto ha marcado una clara diferencia entre Materia/El País y otros medios que no cuentan con una sección de ciencia formada por verdaderos especialistas.

Por supuesto que un o una profesional del periodismo sin formación científica directa, pero con la suficiente valía y años de trabajo, puede convertirse en un excelente periodista de ciencia. Hay ejemplos brillantes de ello. Y por supuesto que existe una oferta de formación que sirve de puente entre ciencias y letras a través de ese abismo tradicional que ha sido una lacra en el sistema universitario de España. Pero para comprender de verdad qué es la ciencia, para qué sirve y para qué no, cómo funciona, cuáles son sus fortalezas y limitaciones, la posibilidad de que jóvenes periodistas trabajen codo con codo con los científicos durante un año es infinitamente mejor que cien clases magistrales. Sin duda las agraciadas con estas ayudas terminarán este periodo formativo con un nivel de preparación equivalente al de cualquier periodista especializado en países donde esta formación mixta o puente es fruto de un bagaje científico histórico mucho más potente que el nuestro.

Ahora bien, existe el evidente riesgo de que su camino profesional termine siendo el de la comunicación corporativa o institucional, y no el del periodismo. Entiéndase, riesgo para el periodismo, no para ellas. La comunicación científica existe, está mejor retribuida y es profesionalmente más estable que el periodismo de ciencia. Muchos buenos periodistas de ciencia acaban derivando hacia la comunicación, cansados de comprobar cómo los medios abren la puerta a periodistas expertos en política, economía o deportes, pagando lo que valen, y cómo la cierran a los especialistas en ciencia para cubrir ese hueco con jóvenes sin la suficiente experiencia ni comprensión de la ciencia. Esto marca la diferencia, por ejemplo, entre Materia y otros.

Pero es una diferencia que, se supone, el público no sabe apreciar. Salvo, claro, cuando el público hace de una pieza de ciencia en un medio la más leída en la historia de ese medio. Lo que no ocurre con otras piezas en otros medios.

Mi sensación personal durante la larguísima ceremonia de entrega de los premios y ayudas –cuando alguno de los propios agraciados que recibían un premio económico muy sustancioso la define como un tostón, quizá un replanteamiento sería oportuno– fue la de esas arengas de los entrenadores a sus jugadores en el vestuario antes del partido, o de los comandantes a sus soldados antes de la batalla. Todos los allí presentes ya llegábamos previamente convencidos de la importancia del periodismo de ciencia. Quienes no están convencidos de ello no estaban allí. ¿Ha trascendido algo de lo que allí se dijo? ¿Ha aparecido en los noticiarios de las radios y las televisiones?

Durante la gala se comentó también que, después del explosivo interés por las noticias científicas durante lo más crudo de la pandemia y con la salvedad aún del volcán de La Palma y de la conferencia COP26 del cambio climático, a medida que las aguas vuelven a su cauce la ciencia regresa a su lugar anterior, a las catacumbas de las páginas y las webs de los medios. Claro está, con las honrosas excepciones de aquellos que han mantenido sus apuestas antes y durante la pandemia, y seguirán manteniéndolas después de la pandemia.

Para otros medios, las noticias de ciencia volverán a ser aquello que conté en el primer post de este blog en febrero de 2014 y que decía un director de periódico de la vieja escuela, el tipo de perfil que no estaba presente en la gala ni se le esperaba: «la sonrisa, el invento y la curiosidad». Algo con lo que distraerse un poco entre las noticias realmente importantes, aquellas que cuentan lo que los políticos han dicho hoy. ¿Solo cuando hay una tragedia puede apreciarse la importancia en la sociedad de la información y la divulgación científica?

Investigadores y divulgadores han sufrido acoso durante la pandemia

No es ningún secreto para todo el que durante estos 22 meses haya intentado acercar al público lo que la ciencia ha ido avanzando en el conocimiento del coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad que causa. Pero también hay que contarlo.

El mes pasado, Nature publicaba un reportaje detallando hasta qué punto los científicos y divulgadores que han intervenido en los medios para informar sobre la COVID-19 han tenido que sufrir el acoso de los haters y negacionistas. El artículo se basa en una encuesta de la propia revista a 321 científicos que han concedido declaraciones sobre COVID-19 y han informado en las redes sociales. No es un estudio aleatorio; una parte de los científicos contactados prefirieron no responder a la encuesta para evitar más acoso.

Casi el 60% ha sufrido ataques a su credibilidad o insultos. Más del 20% ha recibido amenazas de agresiones físicas o sexuales. La tercera parte de los que han difundido informaciones en Twitter ha recibido ataques «siempre» o «habitualmente». El 15% ha llegado a soportar amenazas de muerte. A veces incluso por teléfono, como relata la especialista en enfermedades infecciosas Krutika Kuppalli, quien llevaba meses sufriendo ataques online. Seis han padecido agresiones físicas.

El virólogo Christian Drosten, la figura más destacada en Alemania con relación a la pandemia, recibió un paquete en su casa con un vial de líquido con la etiqueta «positivo» y una nota instándole a beberlo. En Bélgica, un francotirador amenazó con disparar a los virólogos. En EEUU, un investigador recibió sobres de polvo blanco. «Cómete un murciélago y muere, puta», «tú y tus hijos arderéis en el infierno», «si te veo te pego un tiro» o «espero que mueras» son algunas de las amenazas detalladas por los científicos, junto con imágenes de ataúdes o de cadáveres ahorcados.

A dos terceras partes de los que han sufrido algún tipo de amenaza o agresión, la experiencia les ha hecho cuestionarse sus apariciones en los medios, y muchos de ellos han decidido inhibirse de hacer declaraciones. Algunos han cerrado su cuenta de Twitter.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Según cuenta en Nature Fiona Fox, directora del UK Science Media Centre –una oficina de prensa independiente que ofrece testimonios de científicos y expertos–, de más de 20 científicos consultados para hacer una rueda de expertos sobre el origen del coronavirus, ninguno quiso participar. Esta cuestión en particular, junto con las vacunas, la ivermectina y la hidroxicloroquina –dos tratamientos ensayados que resultaron inútiles– han sido los temas recurrentes que han provocado las reacciones de los haters.

El estudio de Nature no encontró diferencias en el nivel de acoso a hombres y mujeres, pero sí que estas recibían frecuentemente burlas o amenazas de carácter sexual, del mismo modo que los investigadores de minorías étnicas han recibido insultos racistas.

La encuesta y el reportaje de Nature no son los primeros en sacar a la luz las amenazas e insultos que están recibiendo los científicos. Aquí ya he mencionado algún caso que ha ido publicándose sobre todo a raíz de las investigaciones sobre el origen del coronavirus. La iniciativa de Nature ha venido motivada por una encuesta previa en Australia que ya alertó del problema, y está en marcha un amplio estudio de la Universidad Johns Hopkins que ofrecerá un panorama más detallado.

Estos estudios se han centrado sobre todo en los países anglosajones, pero cualquiera que haya seguido los comentarios en los medios y en las redes sociales en nuestro país habrá podido observar que aquí ha ocurrido exactamente lo mismo. Esta semana, la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) publicaba un artículo comentando el reportaje de Nature y añadiendo experiencias personales de algunos investigadores de la UOC que se han visto en la misma situación. El biólogo molecular y divulgador Salvador Macip i Maresma denuncia haber sido víctima de una campaña organizada de odio basada en amenazas e insultos en las redes sociales; acusaciones falsas, ataques al honor, insultos, amenazas de muerte o de tortura. Algo similar relata Alexandre López Borrull, experto en fake news.

Incluso se da el caso, aunque esto no se ha publicado, de algún comunicador científico que durante la pandemia ha preferido abstenerse por completo de tratar la COVID-19, supuestamente por centrarse en el resto de la esfera científica que ha quedado muy olvidada durante estos casi dos años; en realidad, porque pasaba de meterse en este marrón. Y quién se lo puede reprochar.

Solo se detectó uno de cada cien casos en la primera ola de COVID-19

El 31 de enero de 2020 los medios informaban del primer y entonces único caso en España de infección con el coronavirus después llamado SARS-CoV-2, causante de la después llamada COVID-19; se trataba de un paciente alemán ingresado en el hospital de La Gomera. El 9 de febrero se difundía el segundo caso, un ciudadano británico en Palma de Mallorca. Dos semanas después, el 24, se anunciaba que el virus había llegado a la península.

Este es el relato que se divulgó en los primeros meses de la pandemia, y que por tanto quedará para siempre conservado en el formol de la hemeroteca de internet. Pero es muy importante que se comprenda que todo lo anterior es pura ficción. Ni aquel ciudadano alemán fue el primer contagiado en España, ni el británico el segundo, ni el 31 de enero había solo un infectado y dos el 9 de febrero, ni el virus saltó a la península el 24 de febrero. El 2 de febrero, cuando se decía que había un único infectado, ya había transmisión comunitaria; el virus galopaba libremente.

Esto no es algo novedoso; a lo largo de estos meses los estudios de modelización del comienzo de la pandemia han ido revelando que los contagios ya corrían a mansalva por Europa y EEUU cuando las autoridades sanitarias y los medios de estos países estaban difundiendo los primeros casos detectados. En primer lugar, una mayoría de las infecciones son asintomáticas, posiblemente hasta cinco veces más que las sintomáticas. De esto podría pensarse que por cada caso conocido había otros cinco que no se detectaban. Pero en segundo lugar, teniendo en cuenta además que la concidencia con la estación de la gripe enmascaraba muchos otros casos, y que en aquellos momentos no había capacidad de testado masivo, lo cierto es que el número de casos reales era aún mucho mayor. Pero ¿cuánto mayor?

Hospital de La Gomera. Imagen de 20Minutos.es.

Hospital de La Gomera. Imagen de 20Minutos.es.

Un nuevo estudio dirigido por investigadores de la Northeastern University de Boston y publicado en Nature ha reconstruido el comienzo de la pandemia en Europa y EEUU. Los autores han empleado un modelo epidemiológico computacional llamado GLEAM (Global Epidemic and Mobility), que simula la expansión del virus a escala global incorporando la movilidad debida al transporte y que incluye numerosos factores relativos a la dinámica de la epidemia, la demografía, la transmisión viral y las medidas de contención adoptadas.

Los resultados muestran que los contagios eran abundantes a finales de enero en varios países de Europa, incluyendo España. «Encontramos que la transmisión comunitaria era probable en varias zonas de Europa y EEUU en enero de 2020, y estimamos que a principios de marzo los sistemas de vigilancia solo detectaron de 1 a 3 infecciones de cada 100«, escriben los autores.

El modelo calcula también cuándo se alcanzaron por primera vez los 10 contagios al día en EEUU y en distintos países de Europa, lo que se toma como un indicador de la transmisión comunitaria. Según los resultados, en España esto ocurrió el 2 de febrero, y por entonces ya los contagios se multiplicaban exponencialmente. España fue el quinto país de Europa donde se alcanzó esa tasa de contagio, después de Italia, Reino Unido, Alemania y Francia.

Otro dato que aporta el estudio es la vía principal de entrada del virus en cada país o territorio. Con la información disponible sigue prevaleciendo la hipótesis de que el virus se exportó desde China al resto del mundo. Pero una vez que algunas personas contagiadas llevaron el virus fuera de China, no fue necesario un flujo enorme ni continuo de viajeros desde allí hacia cada país receptor para que se desencadenara el desastre, sino que las redes de transporte se encargaron del resto.

Por ejemplo, en España el 84% de las introducciones del virus desde el exterior provinieron de Europa, un 10% de Asia exceptuando China, un 4% de EEUU, un 2% del resto del mundo, y menos del 1% de las personas que trajeron el virus a España procedían de China. Lo cual debería ser un dato para informar a quienes deciden las políticas de aperturas o cierres de fronteras desde la barra de un bar. También cuando ese bar es el de un organismo gubernamental.

Por último, el estudio calcula también la tasa de ataque del virus (básicamente, el porcentaje de población infectada) a fecha 4 de julio de 2020 para cada país; en aquel momento España ya era el segundo país de Europa con mayor proporción de población contagiada, un 7,3%, solo por debajo de Bélgica. Sin embargo, España tenía una tasa de letalidad (medida como IFR, Infection Fatality Ratio, o mortalidad entre todas las personas contagiadas, incluyendo asintomáticas y no diagnosticadas) bastante superior a la de Bélgica, 1,09% frente a 0,71%, aunque inferior a la de Italia (1,37%), Croacia (1,33%) y Suecia (1,11%).

Según lo dicho, todo lo anterior es importante para que no perdure un relato ficticio sobre el comienzo de la pandemia, para distinguir entre lo que entonces creíamos que estaba ocurriendo y lo que realmente estaba ocurriendo sin que lo supiéramos. En un comentario al estudio publicado también en Nature, dos investigadores del Instituto Pasteur constatan que todos los modelos epidemiológicos tienen sus limitaciones, pero que el utilizado en este estudio es especialmente robusto, fruto del progreso en la modelización obligado por la urgencia de la pandemia.

Sobre todo, los autores de ambos artículos confían en que estos estudios y modelos sirvan para protegernos mejor en el futuro de nuevas epidemias como la que estamos sufriendo, o peores. Entre sus resultados, los autores del estudio incluyen un supuesto en el que los sistemas de vigilancia de los países hubieran sido capaces de detectar el 50% de los contagios en los primeros momentos de la pandemia. En esta situación, y tomando las medidas oportunas cuando se habrían tomado de haberse conocido lo que ya estaba ocurriendo, la transmisión comunitaria se habría evitado al menos hasta finales de marzo. Todo habría sido muy diferente y se habrían salvado muchas vidas. Esperemos que sea una lección aprendida.