Archivo de octubre, 2021

La NASA define una escala para confirmar la existencia de vida alienígena

En la ciencia ficción casi siempre ocurre que vienen aquí para aniquilarnos, lo que no deja la menor duda sobre su existencia. Seth Shostak, director del Instituto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) solía decir que los nativos americanos no discutían entre ellos si los conquistadores europeos realmente existían. Pero si llega a encontrarse vida alienígena, es muy probable que no sea tan sencillo saber si de verdad la hemos encontrado.

Para empezar, la posibilidad de que nuestro primer encuentro con seres de otro mundo sea con alguien que nos diga «llévame ante tu líder» es inifinitamente remota; más bien será con algo cuya manifestación más sofisticada será, por ejemplo, producir metano, o comérselo. Vida simple que no será capaz de reconocernos a nosotros. Pero ¿seremos capaces nosotros de reconocerlos a ellos?

En el pasado se han propuesto muchas hipótesis y ficciones sobre vida exótica, muy diferente a la que conocemos. Como he contado aquí anteriormente, a menudo ocurre que no son biológicamente coherentes, o directamente son imposibles. Apostar si la vida que pudiéramos encontrar fuera de la Tierra sería parecida a la tenemos aquí no deja de ser una especulación. Pero la bioquímica es una derivada de la física y la química, y por lo tanto también existen reglas, límites inquebrantables más allá de los cuales las moléculas no funcionan. No todo vale. Y la inmensa mayoría de los alienígenas del cine no podrían existir en la realidad.

Otra cuestión diferente es que pudiera encontrarse vida no muy distinta de la que conocemos, pero sin la posibilidad de constatar su existencia de forma tan simple como podemos hacer aquí en la Tierra. Dada la imposibilidad práctica de viajar a otros mundos fuera del Sistema Solar, e incluso la dificultad para hacerlo dentro del Sistema Solar, los científicos tratan de detectar esos signos de vida a distancia mediante lo que se conoce como biofirmas; algún tipo de indicio que pueda registrarse con nuestros instrumentos actuales, en la Tierra o fuera de ella, y que sugiera la posible existencia de vida en algún lugar. Por ejemplo, señales de radio, señales ópticas o algún compuesto químico normalmente asociado a un origen biológico.

Algunas de estas potenciales biofirmas se han encontrado en varias ocasiones. Pero la imposibilidad de confirmar si son lo que parecen ser siempre nos ha dejado con la duda: los experimentos de las Viking, el rastro de metano en Marte, indicios en Venus y en otros mundos del Sistema Solar… El descubrimiento de algo que parecían microfósiles bacterianos en el meteorito marciano Alan Hills 84001 llevó al entonces presidente de EEUU Bill Clinton a dar una conferencia de prensa casi anunciando el primer rastro de vida extraterrestre. Luego el presunto hallazgo se pinchó, si bien todavía hay científicos que lo defienden. Y por cierto, al menos aquel anuncio de Clinton sirvió para reciclarlo en la película de 1997 Contact, aunque, al parecer, sin el conocimiento ni el permiso de Clinton, lo que motivó una protesta.

Así pues, a medida que los posibles indicios vayan llegando, ¿cómo podremos estar seguros de que estamos ante the real thing? ¿Cómo lograr un consenso entre los científicos para certificar que sí, se ha hallado vida alienígena?

No existe ningún protocolo estandarizado y consensuado para esto. Y por ello, la NASA ha decidido que ya es hora de tener uno. Esta semana la revista Nature publica un artículo firmado por varios científicos de la agencia estadounidense, incluyendo a su jefe de ciencia, James Green, y que los investigadores esperan sirva como punto de partida para una discusión que lleve a un método aceptado por todos.

No se trata de introducir ninguna técnica nueva, sino de establecer una escala, a la que han denominado CoLD, Confidence of Life Detection, o confianza en la detección de vida. Es sobre todo un protocolo que define el ascenso por una serie de niveles hacia la confirmación de la vida alienígena, de modo parecido al proceso por el cual la propia agencia valida una tecnología para su uso en misiones espaciales.

La escala CoLD consta de siete niveles: en el primero se sitúa la detección de una posible biofirma. El nivel 2 consiste en descartar otras posibles causas, como una contaminación en el experimento. Si los indicios superan este nivel, el siguiente trata de estudiar cómo ha podido producirse esa biofirma y si podría deberse a causas no biológicas. Si no se encuentran, en el nivel 4 se intenta buscar otras maneras de verificar la señal, lo que se hace en el nivel 5. Si se obtiene esa confirmación, se asciende al nivel 6, que supondría la confirmación de la vida alienígena. Por último, el nivel 7 comprendería los estudios de seguimiento de esa forma de vida.

Ilustración de la escala CoLD de detección de vida alienígena. Imagen de NASA / Aaron Gronstal.

Ilustración de la escala CoLD de detección de vida alienígena. Imagen de NASA / Aaron Gronstal.

En esta escala ya hemos llegado en varias ocasiones al nivel 1. Los indicios antes citados en Marte y otros mundos del Sistema Solar cumplen el criterio de esas posibles biofirmas. Y aunque se han emprendido otras proyectos dirigidos a indagar más hondo en ello, como el envío de sondas para confirmar las mediciones de los telescopios terrestres, hasta ahora no existía un verdadero esquema sistematizado que permita evaluar cómo se está progresando en esa línea.

Quizá haya a quienes esto pueda parecerles de interés relativamente escaso, ya que por el momento no nos acerca más al hallazgo de vida alienígena. Pero la NASA subraya que esta escala no solamente será útil para los científicos, sino también para los medios. ¿Cuántas veces hemos leído titulares según los cuales ya se habría encontrado vida fuera de la Tierra? Gracias a esta escala, u otra similar si se modifica con la participación de otros expertos, los científicos podrán hacer entender más fácilmente el alcance de sus hallazgos a los medios de manera que quede claro en qué nivel estamos en una escala de 7, y de modo que no se infle el significado de los descubrimientos en los titulares.

Esto es lo que realmente dice la ciencia sobre el sexo, el género y las personas trans

A lo largo de la historia, a menudo se ha manipulado la ciencia o se ha inventado una falsa ciencia (a.k.a. pseudociencia) para defender una ideología. Los llamados darwinistas sociales tergiversaron el principio de la selección natural de la evolución biológica para justificar el capitalismo a ultranza, la eugenesia, el racismo, el imperialismo o el fascismo, todo ello bajo el tramposo lema –no darwiniano– de la «supervivencia del más fuerte». El nazismo inventó sus propias pseudociencias, no solo la racial, sino también la basada en el ocultismo y en ideas que hoy conocemos como New Age. El comunismo estalinista soviético promovió el lysenkoísmo. E incluso el franquismo tuvo su propia pseudociencia eugenésica liderada por los psiquiatras Antonio Vallejo-Nájera y Juan José López Ibor.

Por qué las ideologías autoritarias recurren a este intento de ampararse en algo que realmente desprecian, como es la ciencia, es algo que corresponde explicar a historiadores y sociólogos. Pero en la vida cotidiana tenemos un paralelismo también muy frecuente, cuando alguien alega que aquello que defiende se basa en algo que está «científicamente demostrado». Es solo un modo de tratar de zanjar una discusión sin más argumentos, pero utilizando erróneamente un argumento de autoridad que no es tal. Porque como he explicado aquí tantas veces, 1) la inmensa mayoría de las veces que se dice que algo está científicamente demostrado no es así, 2) la persona que lo dice no sabe lo que significa que algo esté científicamente demostrado, y 3) en general la ciencia no sirve para demostrar.

Siempre que ocurre esto, que se intenta defender una ideología con tergiversaciones de la ciencia o pseudociencias, es necesario salir al paso para denunciar la trampa y evitar así la confusión de quienes puedan resultar confundidos o convencidos con este falso argumento. Y ahora es necesario para denunciar la trampa de quienes dicen esgrimir la ciencia en contra de lo que ellos mismos llaman «ideología de género», lo que afecta a cuestiones de enorme relevancia en la vida de muchas personas, como el reconocimiento de las personas transexuales.

Curiosamente, esta corriente que últimamente parece crecer en visibilidad ha aunado en un frente común a sectores ultraconservadores y a cierta parte del progresismo feminista. Quienes están en dicho frente dicen ampararse en la ciencia para defender que solo hay dos tipos de seres humanos según su sexo, masculinos (XY) y femeninos (XX). Niegan la autoafirmación de las personas trans porque, dicen, la idea del género es solo un invento sin realidad biológica (spoiler: en realidad son ellos quienes defienden una ideología contra el «género», un término obviamente inventado pero que designa una realidad, igual que «plastilina» o «cerveza»).

Pues bien, lo cierto es que la ciencia dice justamente todo lo contrario de lo que ellos afirman. Y no es que el aclararlo probablemente vaya a servir para que estas personas cambien su discurso. Pero al menos debería servir para algo: si todas las ideologías son aceptables o no, es algo que no corresponde discutir en este blog, y mi opinión al respecto tampoco importa aquí; pero que no se defiendan estas ideas en nombre de la ciencia. Porque la ciencia no dice lo que ellos dicen que dice.

Imagen de Marco Verch / Flickr / CC.

Imagen de Marco Verch / Flickr / CC.

Empecemos por el primer concepto: sexo. El sexo es la cuestión anatómica, los caracteres sexuales primarios, los genitales. Este es el criterio que se utiliza para asignar legalmente a una persona al sexo masculino o femenino después del nacimiento. La determinación del sexo en los animales puede venir dirigida por diferentes sistemas en especies distintas. En los humanos, está principalmente marcada por la dotación de los cromosomas sexuales, XY en los machos, XX en las hembras (Nota: las palabras «macho» y «hembra» repugnan a muchos, pero lo cierto es que deberíamos utilizarlas más como se hace en inglés, ya que lo único que se puede inferir a partir de los genitales es si una persona es anatómicamente un macho o una hembra. No si es hombre o mujer).

Principalmente, pero no exclusivamente. Además de los cromosomas sexuales, hay numerosos genes en los cromosomas autosómicos –no sexuales– y vías hormonales que a lo largo del desarrollo determinan la aparición de los caracteres sexuales primarios y secundarios (siendo estos últimos rasgos como los pechos o el vello corporal). Las variaciones en todo este conjunto de mecanismos, desde una dotación cromosómica sexual anómala hasta las mutaciones en infinidad de genes –por ejemplo, la 5-alfa reductasa 2– crean todo un espectro de situaciones entre los casos nítidos del humano anatómicamente masculino y el humano anatómicamente femenino.

Para apreciar a simple vista el complejo panorama real de la determinación del sexo en humanos, recomiendo este estupendo gráfico publicado por Amanda Montañez en 2017 en la revista Scientific American, que por cuestiones de copyright no puedo reproducir aquí.

Frente a esto, hay quienes suelen replicar que la norma, y por tanto lo normal, es macho cariotípico XY y hembra cariotípica XX, y que el resto son anomalías, errores. Y es cierto, las alteraciones cromosómicas pueden considerarse como tales. Pero, en primer lugar, son anomalías o errores muy frecuentes: el 1% de la población, según estimaciones, lo que suma unos 80 millones de personas en todo el mundo. En segundo lugar, el hecho de que sean anomalías no significa que sean enfermedades. Estas personas no están enfermas. Y en cuanto a su salud mental, el consenso científico actual refleja la postura de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de obras de referencia como el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) al restringir la categoría de trastornos mentales a aquellas condiciones que causan sufrimiento o incomodidad al propio afectado o a otros.

Y no ocurre en estos casos, o al menos no ocurriría de no ser porque muchas personas en estas situaciones sufren incomprensión, rechazo o estigmatización social, quizá por parte de quienes los consideran anormales o incluso niegan su existencia. Y si se trata de anomalías biológicas, precisamente estas personas deberían tener una especial acogida, comprensión y protección, en lugar de lo contrario.

Segundo concepto: sexualidad. Se refiere a la atracción sexual que sentimos por un tipo u otro de personas; heterosexualidad, homosexualidad o bisexualidad. Y por último, tercer concepto: género. Se refiere a cómo nos percibimos mentalmente como hombre, mujer o situaciones diferentes o intermedias.

Es esencial considerar juntos estos dos conceptos, porque son concomitantes. Ambos residen en el cerebro y son aún infinitamente más complejos que el sexo. La ciencia ha encontrado correlaciones con factores genéticos y vías hormonales, pero aún no se conocen los mecanismos precisos que determinan la sexualidad ni la identidad de género, y por lo tanto no existe un correlato claro objetivable, del mismo modo que la neurociencia actual está abandonando el concepto del cerebro masculino y el cerebro femenino. Como todo lo que ocupa nuestra mente, es bioquímica. Son procesos que vienen originados por los genes, mediados por las proteínas que producen y regulados por infinidad de factores moleculares para obtener un resultado final sujeto a un amplio rango de variabilidad.

Por lo tanto, y dado que tampoco ninguna de estas condiciones representa un trastorno mental –según lo dicho, la OMS cambió hace unos años su criterio de «trastorno de identidad de género» por «incongruencia de género»– si no son otros quienes lo juzgan como tal, la única actitud posible de una sociedad humanista, racional y con criterio científico es reconocer que son estas personas quienes realmente saben qué son (homosexuales, bisexuales, transgénero, no binarias) y aceptarlas con su diversidad. Porque en este caso ni siquiera puede hablarse de anomalías o errores, no solo porque son extremadamente comunes –uno de cada diez es la cifra que suele manejarse–, sino además porque el consenso científico actual los considera variaciones biológicas naturales dentro de un amplio espectro continuo. Y sobre si el lenguaje debe o no adaptarse a esta realidad, podría discutirse, pero esto ya escapa a la ciencia.

Así, no se puede negar las variaciones en la identidad de género sin negar también las variaciones en la sexualidad, porque hoy la ciencia las considera fenómenos paralelos, con raíces biológicas comunes. Quien niegue unas sin negar las otras no se atiene a la ciencia, sino que está fabricando su propia pseudociencia.

En 2018 la revista británica Nature reaccionaba a un documento filtrado al diario The New York Times respecto a una propuesta de la administración Trump de definir el género de una persona exclusiva e inmutablemente en función de su sexo (los genitales), recurriendo al testado genético en los casos de anomalías en el desarrollo de los caracteres sexuales. El documento decía tener una «base biológica clara basada en la ciencia«. Y algunas voces no precisamente alineadas con el sector político de Trump, pero sí con el movimiento que he citado más arriba, lo aplaudieron.

En un artículo editorial (la postura de la revista), Nature decía:

La propuesta es una idea terrible que debería erradicarse. No tiene ningún fundamento científico y desharía décadas de progreso en la comprensión del sexo –una clasificación basada en características corporales internas y externas– y el género, una construcción social relacionada con las diferencias biológicas pero también arraigada en la cultura, las normas sociales y la conducta individual. Aún peor, minaría los esfuerzos de reducir la discriminación contra las personas transgénero y aquellas que no caen en las categorías binarias de macho o hembra.

«La biología no es tan sencilla como la propuesta sugiere«, añadía Nature. «La comunidad médica e investigadora ahora ve el sexo como algo más complejo que macho y hembra, y el género como un espectro que incluye a las personas transgénero y a aquellas que no se identifican como macho o hembra. La propuesta de la administración de EEUU ignoraría este consenso de los expertos«.

(Insisto, «macho» y «hembra» son traducciones del inglés «male» y «female»; en castellano han quedado desterradas del lenguaje común en lo referente a los humanos por alguna causa que desconozco, pero rehabilitarlas ayudaría a saber si estamos hablando de sexo o de género).

Y concluía el editorial de Nature: «La idea de que la ciencia puede sacar conclusiones definitivas sobre el sexo o el género de una persona es fundamentalmente fallida«. «Los intentos políticos de encasillar a las personas no tienen nada que ver con la ciencia y todo que ver con privar de derechos y reconocimiento a las personas cuya identidad no se corresponde con ideas anticuadas sobre el sexo y el género«.

Con respecto a este mismo documento de la administración Trump, la revista estadounidense Science publicaba en 2018 que más de 1.600 científicos (cifra de aquel momento, que luego ascendió a 2.617 científicos firmantes) habían «criticado el grave daño» que el plan causaría. Los promotores de esta protesta acusaban a la propuesta del gobierno de ser «fundamentalmente inconsistente» con el conocimiento científico.

Este es el consenso científico. Esto es lo que dice la ciencia. Esto es lo que dice la biología. Quienes defiendan algo diferente o contrario, que sigan haciéndolo si quieren. Pero que lo hagan en nombre de su ideología, no en el de la ciencia. No en el de algo que en realidad están despreciando por la vía de la ignorancia o de la tergiversación.

No, la Tierra no va a volcar sobre su eje

Ateniéndonos a lo publicado en varios medios hace unos días, cualquiera podría creer que, si pensábamos que con el relativo respiro que nos está dando la pandemia habíamos pasado lo peor que podíamos esperar, ahora estaríamos amenazados por la posibilidad de que de repente la Tierra se dé la vuelta como el Poseidón aquel de la película, lo que sin duda nos llevaría al apocalipsis final del que tantos tuiteros llevan tiempo advirtiéndonos.

El origen de la historia es un estudio publicado en Nature Communications que aporta pruebas a favor de un desplazamiento de los polos geográficos de la Tierra hace 84 millones de años, durante el Cretácico, antes de la extinción de los dinosaurios.

Primero, conviene aclarar de qué estamos hablando, y para ello nada mejor que aclarar de qué no estamos hablando. Quienes tengan por costumbre seguir la actualidad científica probablemente habrán oído hablar de la inversión de los polos magnéticos terrestres, cuando el campo magnético se da la vuelta y el norte magnético pasa a ser el sur y viceversa. Esto ha ocurrido en la historia de la Tierra, y sucede en el Sol cada 11 años, en el máximo del ciclo solar. Pues bien, esto no es de lo que se trata.

Quienes tengan interés general por las cosas de los planetas y sus circunstancias quizá también hayan oído hablar del movimiento de precesión terrestre. En el colegio estudiábamos la rotación y la traslación. La precesión ya es para nota: consiste en el movimiento circular que describe el eje de rotación de la Tierra. O más exactamente, el movimiento circular lo describe uno cualquiera de los puntos del eje de rotación, de modo que lo que describe el eje es un cono (mejor dicho, dos conos unidos). Este movimiento completa una vuelta cada 25.776 años. La mejor manera de entenderlo es observar el giro de una peonza, que aparte de rotar suele bambolearse de manera que su eje también gira. Pues bien, tampoco aquí estamos hablando de la precesión.

El desplazamiento polar, o True Polar Wander (TPW), es cuando el eje de rotación se mueve con respecto a la superficie terrestre, de manera que los polos geográficos –los dos lugares donde el eje de rotación y la superficie se intersecan– cambian de lugar. Pero en este caso, una imagen vale más que mil palabras, aunque sea tan fea como esta:

Desplazamiento polar. Imagen de Victor C. Tsai / Wikipedia.

Desplazamiento polar. Imagen de Victor C. Tsai / Wikipedia.

¿Y por qué iba a ocurrir esto? Los objetos astronómicos grandes como la Tierra tienden a adoptar una forma esférica, y la rotación se produce por el eje en el que toda esa masa encuentra una mayor simetría, con las estructuras más densas en torno al Ecuador. Pero esta simetría nunca es perfecta, y la Tierra tampoco es una masa estática. Así, con el tiempo puede ocurrir que llegue un momento en que se produzca una corrección de la posición del eje de rotación para equilibrar mejor la masa del planeta. Esto ocurre mediante un desplazamiento de toda la masa sólida exterior del planeta, la corteza y el manto, sobre el núcleo.

Los desplazamientos polares se producen habitualmente a pequeña escala, lo que hoy puede detectarse en las mediciones por satélite. Pero en el pasado de la Tierra han ocurrido TPW de mayor magnitud. Debe entenderse que este no es un fenómeno discutido; ocurre en otros planetas, y se ha documentado en escalas de cientos de millones de años en la historia terrestre. Así que no se trata del descubrimiento de un fenómeno raro y único, sino de una aparente solución a una larga discusión entre los geofísicos sobre si ocurrió un TPW hace 84 millones de años.

El nuevo estudio, dirigido por el geofísico Joseph Kirschvink, de Caltech y el Earth-Life Science Institute del Instituto de Tecnología de Tokio, aporta pruebas a favor de la existencia de ese TPW, refutando la idea previa de que el eje terrestre ha permanecido prácticamente estable en los últimos 100 millones de años. Las partículas magnéticas atrapadas en las rocas antiguas sirven para estudiar cómo los polos geográficos se han movido, ya que la dirección del campo magnético depende de las corrientes de metal en el núcleo terrestre, las cuales a su vez se mueven alrededor del eje de rotación. Los investigadores han descubierto que el desplazamiento neto del eje hace 84 millones de años fue de 12 grados, como resultado final de un viaje de ida y vuelta durante cinco millones de años en el cual el eje recorrió un total de 25 grados.

Rocas del Cretácico en los Apeninos italianos donde los investigadores han recogido muestras para estudiar el desplazamiento polar. Imagen de Ross Mitchell.

Rocas del Cretácico en los Apeninos italianos donde los investigadores han recogido muestras para estudiar el desplazamiento polar. Imagen de Ross Mitchell.

Cabe decir que Kirschvink es un científico tan destacado como a veces polémico. Suya es la expresión Snowball Earth («Tierra bola de nieve») que describe una supuesta congelación global del planeta hace unos 700 millones de años, antes de la gran explosión cámbrica de la vida en la Tierra. La hipótesis de la Snowball Earth también ha provocado grandes discusiones entre los científicos. Kirschvink fue el descubridor de los primeros magnetofósiles, partículas magnéticas presentes en las bacterias, y defendió que el meteorito marciano Alan Hills 84001 contenía restos de vida (fue aquel meteorito el que llevó al famoso discurso de Bill Clinton sobre el descubrimiento de vida marciana).

En sus investigaciones sobre el biomagnetismo, desde hace años Kirschvink mantiene una línea de investigación destinada a probar la existencia de un sentido magnético en los humanos, algo sobre lo que merecería la pena hablar con más detalle otro día. Recientemente el científico se ha visto envuelto en otra nueva polémica cuando se le ocurrió que era una buena idea perforar sin permiso junto a unos petroglifos sagrados para los nativos americanos de California.

Pero por hoy, no, la Tierra no va a volcar sobre su eje. Y dicho sea de paso, presentar un estudio sobre algo ocurrido hace 84 millones de años como si fuera algo que puede ocurrir mañana mismo es como presentar un estudio sobre el asteroide que extinguió a los dinosaurios no aviares (las aves también son dinosaurios) alertando de que, como ocurrió aquello, el mundo está en peligro de irse al carajo mañana mismo. Bastante tenemos ya como para bromitas.

Niños y adolescentes, las víctimas invisibles de la pandemia de COVID-19

No he llegado a tiempo para contar el número de veces que en un reportaje del telediario sobre el puente del Pilar se ha repetido la palabra «normalidad». Todos los espectáculos abiertos, incluso con aforos normales. Ocupación hotelera máxima, lo normal en un puente. Barras y discotecas abiertas, pistas de baile para bailar normalmente. Ya se puede visitar a los pacientes en los hospitales como solía ser normal. Sí, es cierto, aún quedan las mascarillas como único residuo de esa época ya casi pasada. Pero, al fin y al cabo, en muchos espacios al aire libre ya podemos prescindir de ellas. En los locales de ocio generalmente no se usan, porque se consume. Y en los centros de trabajo, consta que… según. En resumen, normalidad. O casi.

Excepto para los niños y adolescentes.

Repasemos. Durante el confinamiento estricto de marzo y abril de 2020, los adultos podían salir de casa para tareas esenciales. Y cualquiera podía buscarse fácilmente una tarea esencial como excusa para salir de casa. Hasta los perros podían salir a sus paseos. Pero no los niños. Durante seis semanas estuvieron encerrados en casa las 24 horas, porque se les prohibió por completo pisar la calle.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Sin que apenas se haya hablado de esto en los medios, esta reclusión total de los menores ya se cobró un precio en su bienestar psicológico. El año pasado, un estudio de la Universidad Miguel Hernández de Alicante y de la Universidad de Estudios de Perugia (Italia) reveló que más del 85% de los niños habían sufrido cambios emocionales y de conducta a causa del confinamiento, incluyendo nerviosismo, soledad, irritabilidad y dificultades de concentración. En cambio en Italia, donde los niños sí podían salir a la calle, el impacto fue menor. En junio, otro estudio de la Universidad de Burgos publicado en Scientific Reports encontró también que durante el confinamiento «los niños y adolescentes sufrieron alteraciones emocionales y de conducta«.

Diversos expertos ya han alertado de que el mayor impacto de la pandemia en la salud mental lo están sufriendo los menores. Un estudio en Canadá sobre una población de 50.000 personas encontró que la población con mayores síntomas de ansiedad fue la más joven, a partir de 15 años; este estudio no incluyó menores de esta edad. Según las autoras, las psicólogas clínicas de la Universidad de Manitoba Renée El-Gabalawy y Jordana Sommer, la pandemia de COVID-19 «probablemente afectará de forma desproporcionada a las generaciones más jóvenes en sus efectos mentales sostenidos«.

También desde Canadá, de la Universidad de Calgary, llegó el pasado agosto un metaanálisis global sobre la prevalencia de síntomas de depresión y ansiedad durante la pandemia. Reuniendo 29 estudios previos con una población total de casi 81.000 menores, las autoras llegan a la conclusión de que el 20% ha sufrido síntomas clínicos de ansiedad y el 25% de depresión, cifras que duplican las anteriores a la pandemia. El metaanálisis descubre también que los más afectados han sido los adolescentes de mayor edad y sobre todo las chicas. Según escriben tres de las autoras del estudio, los niños y adolescentes «han emergido como las víctimas invisibles de esta crisis global«.

Podríamos continuar mencionando otra revisión según la cual «en comparación con los adultos, esta pandemia puede aumentar las consecuencias adversas en la salud mental de niños y adolescentes», u otra que alerta de la alta vulnerabilidad de los menores a los efectos mentales de la pandemia, o bien otra más, u otra, o esta colección de estudios, o este nuevo informe de Unicef según el cual «los niños y jóvenes podrían padecer el impacto de la COVID-19 en su salud mental y bienestar durante años«. Pero creo que la idea ya está suficientemente clara, y está lo suficientemente respaldada por los estudios.

Y con las reservas hoteleras a tope, las discotecas y las pistas de baile abiertas, y los carajillos en barra, ¿se les ha concedido también a los niños el derecho a disfrutar de esa normalidad certificada por los telediarios? ¿Tienen en cuenta las autoridades que son los menores quienes más necesitan desesperadamente esa vuelta a la normalidad?

Con la proximidad del comienzo del nuevo curso, se estuvo hablando en los medios de una inminente retirada de las mascarillas en los patios, recreos y otros espacios y actividades al aire libre en los colegios. A pesar de que los menores de 12 años aún no están vacunados, y frente a todos los temores y precauciones sobre el desastre epidémico que podía suponer la vuelta a las aulas (de lo que también se alertó en este blog), lo cierto es que no ha sido así. Los brotes de contagios originados en los colegios han sido casi anecdóticos. Y en más de un año y medio de pandemia no se han encontrado pruebas de que el contacto físico casual, sobre todo al aire libre como ocurre en los recreos de los colegios, sea una vía predominante de contagios.

En la Comunidad de Madrid ya ha salido la nueva orden que modifica el uso de las mascarillas en los colegios. El resultado: se retiran las mascarillas solo en la práctica de deportes al aire libre. Se mantienen las mascarillas en los recreos; según la Comunidad de Madrid, «en cualquier espacio al aire libre del centro educativo en el que se dé agrupación de personas o posibilidades de aglomeración (recreos, eventos, etc.)«.

Y en cambio, añade la orden, «no será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Dado que tuve que leerlo dos veces para creerme lo que estaba leyendo, voy a escribirlo también dos veces por si no soy el único al que le cuesta creerlo:

«No será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Es decir, y salvo que lo esté entendiendo rematadamente mal, los profesores y demás personal de los colegios, al contrario que el resto de los ciudadanos, pueden quitarse la mascarilla en recintos interiores de su centro de trabajo.

Porque, como todo el mundo sabe, todas las salas de profesores y oficinas de administración de los colegios cuentan con sistemas de presión negativa para que el aire solo entre, y no salga. Porque, como todo el mundo sabe, los aerosoles que se expulsan en la sala de profesores se quedan en la sala de profesores. Y porque, como todo el mundo sabe, no existe absolutamente ningún docente ni otro personal de colegios que haya rechazado la vacuna.

En resumen, normalidad, excepto para los más olvidados y perjudicados, los niños y adolescentes. Por mi parte, puedo decir que algunos de los niños que esperaban con ilusión poder prescindir de la mascarilla en el recreo y recuperar ese espacio de relación en condiciones de normalidad, como se les está permitiendo a los adultos en casi todos los ámbitos de su vida, han recibido esta noticia como un nuevo mazazo. Por si no tuviesen suficiente con el mazo de la pandemia, sufren además el de las autoridades que, al parecer, deben de seguir otra ciencia diferente a la que se publica en las revistas científicas.