Archivo de mayo, 2020

Ozono, desinfección de calles, cámaras térmicas… Ha nacido una nueva pseudociencia: la seguridad anti-covid

Tres de la tarde, telediario de cadena pública nacional. El responsable de un centro comercial de una ciudad española invita a todos sus clientes a regresar a su establecimiento con total seguridad, ya que se ha implantado un sistema de desinfección por luz ultravioleta que «impide que el virus se adhiera a las superficies».

Diario digital de uno de los mayores conglomerados privados de medios del país. Se cuenta cómo un restaurante de otra ciudad española ha dispuesto a su entrada un «túnel» que somete a toda persona que entra a «una desinfección a base de agua con ozono y luz ultravioleta para matar bacterias y virus». El mismísimo titular de la noticia lo describe como «el restaurante más seguro contra el covid-19″. Así, por sus santos –páralo ahí.

Otro reportaje en un telediario. Los clientes de un supermercado pasan a la entrada frente a un empleado que les mide la temperatura mediante un termómetro sin contacto. En otro han instalado cámaras térmicas que «detectan el coronavirus a distancia». En otro se nos muestra cómo se están desinfectando las superficies exteriores cercanas a grandes museos para garantizar la seguridad de los visitantes. Sí, se está desinfectando la calle (en realidad y como veremos, haciendo creer que se desinfecta). De hecho, es algo que hemos visto en distintos lugares desde el comienzo de la pandemia.

Y todo esto aparece en los principales medios del país sin abrir la menor opción a un comentario crítico por parte de una fuente científica acreditada. En los informativos, hasta para decidir si realmente fue penalty o no se presenta un contraste de pareceres. Y en cambio, en algo tan crucial como la salud pública de cara a la contención del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, y donde existe ciencia sobrada al respecto, se está dando una acogida totalmente acrítica, desorientada y desorientadora, a proclamas de lo más variopinto que están inaugurando una nueva pseudociencia, la de la seguridad anti-covid.

Desinfección de calles en Rumanía. Imagen de Eugen Simion 14 / Wikipedia.

Desinfección de calles en Rumanía. Imagen de Eugen Simion 14 / Wikipedia.

Hemos pasado más de dos meses de confinamiento que han provocado un serio quebranto económico a infinidad de empresas y a sus trabajadores. Es comprensible que ahora exista, más que un interés, una ansiedad por parte de los responsables de estas empresas de convencer a sus clientes de que pueden regresar con total tranquilidad y sin miedo al contagio.

Pero esto no puede hacerse a costa de engañar al público. Como tampoco ciertas empresas de limpieza, desinfección y seguridad pueden ahora pretender hacer su agosto engañando a los responsables de los comercios para que estos a su vez engañen al público, quizá sin que los propios responsables lo sepan, pues siempre hay propaganda disfrazada de ciencia, que no lo es pero se presenta como tal, para avalar cualquier proclama (esta es precisamente la definición de pseudociencia).

En respuesta a la noticia del túnel de ozono, una amiga me llama la atención sobre un tuit del ministro de Consumo del gobierno de España, Alberto Garzón, quien tuiteaba pidiendo «por favor, más responsabilidad». El gobierno pide «por favor» más responsabilidad. Por favor, gobierno, más regulación, porque esa es vuestra responsabilidad. Regulación basada en lo único que puede certificar cuáles son los métodos eficaces contra el virus e inocuos para la gente: la ciencia. Repasemos una a una estas nuevas panaceas contra el virus.

Luz ultravioleta germicida

La luz ultravioleta (UV) de onda corta, la más penetrante y energética, llamada UVC, se ha utilizado como luz germicida desde hace más de un siglo. Es un método clásico y suficientemente probado para eliminar microorganismos, que se emplea de forma habitual en laboratorios y hospitales. Por ejemplo, en muchos laboratorios de investigación existen estas lámparas de luz germicida que se encienden por la noche durante horas para desinfectar ciertas instalaciones cuando todo el personal se ha marchado.

Luz germicida UVC en un laboratorio. Imagen de Karlmumm / Wikipedia.

Luz germicida UVC en un laboratorio. Imagen de Karlmumm / Wikipedia.

Pero la luz germicida solo hace lo que puede hacer. Únicamente desinfecta allí donde llega, debe aplicarse durante cierto tiempo para ejercer su efecto, y la luz es solo luz; no confiere ninguna propiedad mágica duradera a las superficies sobre las que se ha aplicado. La idea de que las superficies previamente iluminadas quedan de algún modo «tratadas» para que los virus ya no puedan adherirse es sencillamente una pamplina. Hacer pasar a los clientes de un local por un túnel de luz germicida es otra pamplina, dado que la exposición dura un mero instante. Es más: si no fuera una pamplina sería aún peor, porque entonces sería un serio riesgo para la salud.

Incluso las famosas cabinas de bronceado que emplean luz UVA, de onda más larga, menos penetrante y menos energética, figuran en el Grupo 1 de los agentes más cancerígenos de la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer de la Organización Mundial de la Salud (OMS), al mismo nivel que el tabaco o la radiactividad. La típica luz negra de las discotecas también emplea luz UVA. La UVC de la luz germicida es más potente: provoca más quemaduras, es más dañina y potencialmente más cancerígena. Las personas que manejan este tipo de luz, por ejemplo en los laboratorios para revelar colorantes fluorescentes, llevan protecciones adecuadas contra su exposición. Naturalmente, el riesgo de la luz UVC desaparece cuando se apaga, lo mismo que su efecto germicida.

En resumen, la luz germicida no puede emplearse de ningún modo en lugares con público. Nada impide utilizarlas cuando un local está vacío, pero siempre teniendo en cuenta que la desinfección solo llega a donde llega la luz, y que desaparece de inmediato cuando la luz se apaga.

El ozono

Sería curioso saber de dónde ha surgido de repente en la lucha contra la covid el ozono, del cual solo puede decirse aquello de Miguelito, el personaje del gran Quino: «nunca falta quien sobra». El ozono sobra, no es necesario, no hace falta, nadie lo esperaba ni lo pedía, por lo que solo cabe suponer que es uno de los negocios que tratan de explotar el filón del miedo al virus.

Solo que esta explotación también es a costa de la salud del público: el ozono es un contaminante ambiental, uno de los que se miden en las estaciones de vigilancia de la calidad del aire. Es potencialmente dañino para la salud respiratoria, cardiovascular y neuronal (aclaración: el ozono es bueno solo en las capas altas de la atmósfera, lejos de nosotros y donde nos protege de la radiación solar nociva).

Y respecto a la fabulosa idea de rociar con ozono a la gente que entra a un local, esto es lo que dice la OMS en su guía que comenté ayer sobre «Limpieza y desinfección de superficies ambientales en el contexto de la COVID-19«: «Rociar a personas con desinfectantes (como en un túnel, cabina o cámara) no se recomienda bajo ninguna circunstancia [en negrita en el original, la única en todo el documento]. Esto podría ser física y psicológicamente dañino y no reduciría la posibilidad de que una persona propague el virus a través de gotitas o contacto».

Termómetros sin contacto y cámaras térmicas

Aquí podemos tirar directamente de la página de la OMS contra los bulos del coronavirus: «Los termómetros sin contacto NO detectan la COVID-19 [en mayúsculas en el original]. Los termómetros sin contacto resultan eficaces para detectar a personas con fiebre (es decir, con una temperatura corporal superior a la normal). Sin embargo, no permiten detectar a personas infectadas por el virus de la COVID-19. La fiebre puede tener múltiples causas».

Sobre si el propietario de un establecimiento tiene derecho legal o no a obligar a sus clientes a pasar un control de temperatura para el acceso, no tengo la menor idea; me limito a no acudir a los establecimientos que imponen un control de temperatura para el acceso. Pero conviene divulgar lo que dice la ciencia sobre el uso de termómetros sin contacto y cámaras térmicas como métodos de control de la propagación de infecciones: no sirven.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Y esto no es nuevo, sino que ya se sabía de anteriores epidemias de gripe o brotes del ébola o del coronavirus del SARS. Un estudio científico: «Confiar en la fiebre solo como medida de entrada es probablemente ineficaz». Otro: «El valor predictivo positivo del escaneo [de temperatura] es esencialmente cero». Otro: «El escaneo [de temperatura] en los aeropuertos fue ineficaz».

Una revisión de 114 estudios previos: «Las medidas de escaneo [de temperatura] de salida en los tres países más afectados por el ébola no identificaron ningún caso y mostraron cero sensibilidad y muy baja especificidad. Los porcentajes de casos confirmados identificados del total de pasajeros que pasaron a través de medidas de escaneo a la entrada en varios países durante el ébola y la pandemia de gripe H1N1 fueron cero o extremadamente bajos. Las medidas de escaneo de entrada para el Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) no detectaron ningún caso confirmado en Australia, Canadá y Singapur».

Ya en tiempos de la covid, un estudio de modelización calcula que, de 100 pasajeros infectados por el coronavirus que tomaran un vuelo, 44 serían detectados en un control de salida, 9 en el control de entrada, y 46 pasarían sin ser detectados por ninguno de los controles. Según los autores, los controles de temperatura solo son eficaces «si la tasa de infecciones asintomáticas es inexistente, la sensibilidad del escaneo es casi perfecta y el periodo de incubación es corto». La revista Science citaba un caso extremo durante la actual pandemia de covid. Ocho ciudadanos chinos que trabajaban en un restaurante en Italia regresaron a su país. Los ocho pasaron sin problemas los controles de cámaras térmicas. Los ocho estaban infectados con el coronavirus.

Según la Unión Europea, los termómetros sin contacto producen entre un 1 y 20-25% de falsos positivos y falsos negativos; personas enfermas que pasarán el control sin problemas (para bajar la fiebre basta con tomar una pastilla, sin contar con que una gran parte de los infectados por el virus de la covid y que pueden contagiar a otros no tienen fiebre) o personas sanas a las que se les negará el acceso a un local o incluso a un avión. En cuanto a las cámaras térmicas, son un desecho, perdón, un dechado de virtudes: resumiendo la lista de sus 11 desventajas según la UE, miden solo la temperatura de la piel y no la interna del cuerpo, las condiciones ambientales afectan a su rendimiento, son imprecisas y tienen baja especificidad, y en realidad ninguna de ellas está aprobada para tal fin ni su uso ha sido evaluado a fondo para el propósito que se pretende.

Desinfectar la calle

También aquí nos lo pone fácil la OMS en su guía para la limpieza y la desinfección de espacios contra la covid: «Rociar o fumigar espacios al aire libre, como calles o mercados, no está recomendado para matar el virus de la COVID-19 o cualquier otro patógeno porque el desinfectante se inactiva por el polvo y los residuos y no es posible limpiar y eliminar la materia orgánica manualmente de tales lugares. Aún más, rociar superficies porosas, como aceras o caminos, sería aún menos eficaz. Incluso en ausencia de materia orgánica, es improbable que el rociado químico cubra todas las superficies durante el tiempo necesario para inactivar los patógenos. Aún más, las calles y las aceras no se consideran reservorios de la infección de la COVID-19. Adicionalmente, rociar desinfectantes, incluso en el exterior, puede ser dañino para la salud humana». Fin de la cita.

O dicho de forma más corta, noticia fresca: la calle es indesinfectable. Y además, es malo para la salud y para el medio ambiente.

Conclusión

Frente a todo lo anterior, más de un lector puede sentirse confuso y desorientado. Si la luz germicida es poco útil para estos casos, el ozono es dañino, los controles de temperatura son inútiles, y la desinfección de las calles es como intentar vaciar el mar con un cubo de playa, ¿por qué estamos viendo todas estas medidas en numerosos lugares y en distintos países?

En un artículo en The Conversation, los expertos en salud ambiental de la Universidad CQ de Australia Lisa Bricknell y Dale Trott se hacen esta misma pregunta, y aportan dos posibles respuestas: «Una es que las autoridades quieren crear un ambiente libre de [el virus de la] COVID-19, pero no están siguiendo la ciencia. Una razón más probable es que ayuda a la gente a sentirse segura porque ven a las autoridades haciendo algo». Y añaden: «Sospechamos que estas actividades se hacen más para que se vea que las autoridades hacen algo que por su capacidad de parar realmente la propagación de la COVID-19». Por cierto, Bricknell y Trott citan como ejemplo más extremo el rociado con lejía en una playa española, lo que al parecer se ha hecho en Zahara de los Atunes (Cádiz).

Como resumen de todo lo anterior, la seguridad la proporcionan la limpieza y desinfección en los lugares donde puede hacerse, en los espacios cerrados y con los productos y métodos avalados por la ciencia, que son los recomendados por la OMS en su guía. Y ¿cuáles son estos métodos y productos revolucionarios prescritos por la OMS? Atentos a las grandes novedades:

Para limpiar: agua y jabón.

Para desinfectar: lejía, alcohol o agua oxigenada.

Por increíble que parezca, esto es lo que funciona. Sin pamplinas. Como también funciona sobre todo esta recomendación de Bricknell y Trott: «Un régimen mucho más efectivo es recomendar una estricta higiene personal. Esto incluye el lavado de manos frecuente con agua y jabón y el uso de geles hidroalcohólicos cuando el lavado de manos no es posible».

No, la OMS no ha dicho que el coronavirus de la COVID-19 no se transmite por el contacto con superficies

Nada tiene de raro que durante esta pandemia del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, estén proliferando infinidad de bulos; o sea, lo que el diccionario define como «noticia falsa propalada con algún fin». Si hay o no un fin en todas las desinformaciones o noticias falsas difundidas sobre el virus y sus circunstancias, es imposible saberlo con certeza. Pero en algunos casos hay claros intereses económicos involucrados, y no nos fijemos solo en quienes tratan de vender curas milagrosas, algo que probablemente no engañe a la mayoría; publicar libros o vídeos en YouTube difundiendo teorías conspiranoides sobre, por ejemplo, el origen del virus, también es un negocio.

Pero dejando de lado estos bulos más evidentes (para los interesados, algunos de ellos se refutan en esta página de la Organización Mundial de la Salud), hay una tendencia creciente que ha venido en estas últimas semanas para hacer saltar la alarma antibulos. Y es que la pandemia también puede ser un jugoso nicho comercial: bienvenidos al nuevo negocio de la desinfección y la seguridad contra el coronavirus, en el que ya comienzan a florecer las proclamas contrarias a la evidencia científica; algunas de ellas, incluso peligrosas.

Pero antes de entrar en esta cuestión, que dejaremos para mañana, hay otra previa que conviene aclarar hoy. Dado que la desinfección busca eliminar el coronavirus de las superficies, antes debemos preguntarnos: ¿puede el coronavirus transmitirse por el contacto con superficies?

Desinfección del metro de Teherán contra el coronavirus. Imagen de Zoheir Seidanloo / Wikipedia.

Desinfección del metro de Teherán contra el coronavirus. Imagen de Zoheir Seidanloo / Wikipedia.

Y la respuesta es sí. Era sí desde el principio, y continúa siendo sí. Nada ha cambiado. Y no, como voy a explicar, la Organización Mundial de la Salud (OMS), ni ha publicado ningún estudio al respecto, ni mucho menos las conclusiones de tal inexistente estudio contradicen ninguno anterior, afirmando que el coronavirus no pueda contraerse por el contacto con superficies.

Esta es la historia: me llega por amigos la noticia de que, según la OMS, el virus no se contagia por las superficies. Y al parecer, lo están publicando grandes medios de toda solvencia.

De entrada, la noticia no es que sea sorprendente, sino más bien increíble. Con estudio científico o sin él, en ciencia a menudo ocurre –y este es un caso claro– que es imposible demostrar un negativo. Jamás ningún científico, ni tampoco un organismo como la OMS, afirmaría categóricamente que este virus no puede de ningún modo transmitirse por el contacto con superficies.

Al ir a las noticias publicadas, aparece un titular casi idéntico en varios medios: «La OMS no encuentra pruebas del contagio del coronavirus por el contacto con objetos». También el texto se repite de forma muy similar en todos los casos, ya que es un teletipo enviado por una de las principales agencias de noticias del país.

A primera vista, podría parecer un simple caso de interpretación confusa por parte de algunos lectores. En ciencia es muy diferente decir “NO hay pruebas de que” que decir “hay pruebas de que NO”; el viejo lema de que la ausencia de prueba no es prueba de ausencia. Pero incluso si se tratara simplemente de que algunos lectores han ido más allá de lo que realmente dice el titular, sería relevante que la OMS hubiera emprendido un estudio científico destinado a comprobar la transmisión del virus por superficies y objetos, y que dicha investigación hubiera encontrado solo resultados negativos; no probaría la no transmisión, pero sería un fuerte indicio. “Este estudio contradice algunos anteriores sobre la permanencia del virus en superficies”, dice un vídeo publicado en un diario.

Pero es que nada de lo anterior es cierto. Ni existe ningún estudio que por tanto no contradice nada, ni la OMS ha dicho tal cosa. La OMS no encuentra pruebas de que el coronavirus se transmita a través de objetos o superficies, sencillamente porque no puede encontrarlas si no las ha buscado, pero la OMS no ha pretendido en ningún momento decir que lo ha hecho y no las ha encontrado.

La fuente a la que se refiere la noticia en cuestión no es un estudio científico ni un informe, sino un documento de directrices publicado el 15 de mayo por la OMS y titulado “Limpieza y desinfección de superficies ambientales en el contexto de la COVID-19”. Su propósito es, según aclara la propia OMS, servir de guía sobre los procedimientos a adoptar para limpiar y desinfectar superficies de cara al control de la propagación del virus.

En este documento, la OMS no describe ningún dato nuevo, sino que se limita a recordar lo ya publicado en los estudios anteriores: “El virus de la COVID-19 se transmite sobre todo a través del contacto físico estrecho y las gotitas respiratorias, mientras que la transmisión por el aire es posible durante los procedimientos médicos que generan aerosoles. En el momento de esta publicación, la transmisión del virus de la COVID-19 no se ha vinculado de forma concluyente a superficies ambientales contaminadas en los estudios disponibles”, resume la OMS.

Sin embargo, el documento pasa entonces a dedicar casi cinco páginas a describir los procedimientos recomendados de limpieza y desinfección de superficies, dado que sí existen tanto “pruebas de superficies contaminadas en entornos de cuidado sanitario” como “experiencias pasadas de contaminación de superficies que se vincularon a transmisión de la infección con otros coronavirus”, lo que sugiere que la transmisión por superficies contaminadas es perfectamente posible, aunque aún no se haya demostrado. Por ello, la recomendación de la OMS es que las superficies, “sobre todo donde se atiende a los pacientes de COVID-19, deben ser correctamente limpiadas y desinfectadas para prevenir nuevas transmisiones”.

Por último, hay otro error de bulto en la noticia publicada que también puede confundir a los lectores. La OMS menciona dos estudios anteriores, muy difundidos en su día, según los cuales el virus puede permanecer activo durante 4 horas en cobre, 1 día en telas, madera y cartón, 2 días en vidrio, 4 días en acero inoxidable y plástico, y 7 días en el exterior de una mascarilla. Pero según el mismo vídeo publicado en uno de los medios, “la OMS advierte que esos estudios hacían pruebas en laboratorios y no en la vida real, por lo que no eran concluyentes”.

No es cierto. La OMS no dice tal cosa ni jamás lo diría, ya que los experimentos citados son perfectamente válidos y concluyentes de cara a la información que aportan, y es la permanencia del virus viable en distintos tipos de superficies en condiciones controladas de laboratorio, que es como se hacen estos experimentos. De ninguna manera el mensaje de la OMS es que “ahora” haya señalado esos estudios “como no concluyentes por estar realizados en un laboratorio”, como dice la noticia; simplemente se trata de advertir de que, como precisa el documento de la OMS, los experimentos “deben interpretarse con precaución en un ambiente real”, donde muchos otros factores pueden afectar a la viabilidad del virus.

Conclusión: todo lo anterior es un perfecto ejemplo de esas viejas historias del teléfono roto, donde el contenido inicial se deforma hasta convertirse en algo que no tiene nada que ver con lo dicho ni lo pretendido. Claro que hay una razón para que esto haya ocurrido; en su documento, la OMS aclara a quién iba dirigido: “profesionales sanitarios, profesionales de la salud pública y autoridades sanitarias que estén desarrollando e implantando políticas y procedimientos operativos sobre la limpieza y desinfección de superficies ambientales en el contexto de la COVID-19”. No era una nota de prensa ni ninguna clase de nueva información de interés público destinada a los medios. Y se entiende qué ocurre cuando alguien a quien no va dirigido lo interpreta a su manera y lo convierte en un titular tan bonito como falso.

Una vez aclarado esto, podemos pasar a la siguiente pregunta: ¿qué hay de las desinfecciones y medidas de seguridad que estamos viendo estos días en los medios? ¿Qué hay de esos reportajes que están apareciendo en los telediarios, sin el menor contraste crítico con una fuente científica acreditada, sobre restaurantes con túnel de desinfección a la entrada, centros comerciales donde la luz ultravioleta impide que el virus se adhiera, ozono a gogó, detección de coronavirus por cámaras térmicas o termómetros sin contacto, desinfección de calles… Ha nacido la nueva pseudociencia del siglo XXI, la de la seguridad anti-covid. Mañana seguimos.

La mascarilla es más un condón que un EPI: protege sobre todo a otras personas, más que a quien la lleva

No se me ocurre una manera más clara y sencilla de explicar algo que aparentemente no acaba de entenderse bien sobre la función de las mascarillas en la población general, y sobre las razones que han llevado a cambiar las recomendaciones que circularon en los primeros tiempos de la pandemia del SARS-CoV-2, causante de la COVID-19. Las ideas básicas se resumen en tres (a las que se añaden una cuarta y una quinta que llegarán más abajo):

1) La mascarilla protege solo ligeramente a quien la lleva. Su misión principal es retener las gotitas que expulsamos al hablar, estornudar o toser. Por lo tanto, la que llevamos protege sobre todo a los demás. A cambio, las que llevan otros son las que nos protegen a nosotros.

2) En febrero aún se creía que solo los enfermos tenían el virus y eran capaces de transmitirlo. Por lo tanto y según lo anterior, no tenía sentido recomendar las mascarillas a la población general sana. Esta era por entonces la directriz de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Las autoridades nacionales de países como EEUU, Reino Unido, Alemania, Singapur o Japón recomendaban las mascarillas solo para las personas enfermas o las que estaban en contacto con enfermos.

3) Posteriormente se ha descubierto que existe un gran número de personas infectadas sanas, presintomáticas o asintomáticas, capaces de transmitir el virus. El hecho de que cualquier persona sana pueda ser, sin saberlo, una fuente de contagio, ha llevado a que se extienda por el mundo la recomendación o la obligatoriedad de usar mascarillas para la población general en espacios cerrados.

Una mascarilla del tipo recomendado en España. Imagen de jardin en Pixabay.

Una mascarilla del tipo recomendado en España. Imagen de jardin en Pixabay.

La comparación entre la mascarilla y el condón es solo parcialmente correcta. Creo que el ejemplo interesa sobre todo por el hecho de que el preservativo es originalmente un anticonceptivo que el hombre utiliza no en propio beneficio, sino por responsabilidad hacia otra persona, y lo mismo se aplica a las mascarillas. Pero sobre todo a partir del VIH y el sida, el condón se convirtió también en un elemento de autoprotección, ya que el contagio funciona en ambos sentidos. Pero hay una diferencia esencial: mientras que el preservativo, si se usa correctamente, también protege eficazmente de contraer el VIH a quien lo lleva, en cambio la mascarilla no es una protección eficaz para el usuario.

Sobre la escasa eficacia de las mascarillas como protección para quien las usa, ya he contado anteriormente las conclusiones de los últimos estudios. Dado que esta cuestión, antes poco investigada, se ha convertido hoy en central, en los últimos meses han proliferado los trabajos científicos y, lo que es más importante, las revisiones y metaestudios, estudios que reúnen otros previos para valorar sus conclusiones en conjunto y que son, por lo tanto, más fiables.

La idea general puede resumirse en palabras de una revisión de la Universidad de East Anglia (Reino Unido) del pasado abril, aún no publicada formalmente: «Llevar mascarilla puede proteger de forma muy ligera contra la infección primaria por un contacto comunitario casual, y puede proteger modestamente contra la infección en el hogar cuando tanto los infectados como los no infectados llevan mascarilla”.

Los autores extraían datos concretos de los estudios previos que analizaban: en los ensayos clínicos la protección resultó ser de un 6%, mientras que en los observacionales era del 19%. La conclusión era que la eficacia práctica real de las mascarillas en situaciones cotidianas sería algo intermedio entre el 6 y el 19%. Dicho de otro modo, suponiendo una situación en la que el riesgo de contagiarnos fuera del 100%, poniéndonos una mascarilla lo reduciríamos a algo entre el 81 y el 94%.

Conviene tener presentes estos datos de la evidencia empírica, porque en estos días, con la obligatoriedad impuesta en España, escucharemos y leeremos proclamas de todo tipo por parte de los fabricantes y vendedores de mascarillas. La pandemia de covid se ha convertido también en un lucrativo nicho de negocio, y probablemente sería difícil utilizar como argumento de venta la protección que las mascarillas ofrecen a los demás y no a quien las compra. Pero hay que diferenciar entre la propaganda y los datos de los estudios científicos.

Por ejemplo y como conté aquí, una compañía aseguraba que sus mascarillas N95 (el equivalente a FFP2) reducían en un factor de 10 la exposición al virus de la gripe. Pero un amplio metaestudio reciente no ha encontrado diferencias entre la protección que ofrecen las mascarillas quirúrgicas y las de tipo FFP2. Datos como estos, los más sólidos que podemos encontrar en los estudios científicos sobre esta cuestión, justifican que se desaconseje el uso generalizado para la población de las mascarillas FFP2, más caras y que no aportan ninguna protección extra.

Merece la pena añadir aquí otra nueva y amplia revisión elaborada por varias universidades de EEUU y China. Su primer autor, el científico de datos Jeremy Howard, lleva meses alertando de la necesidad de generalizar el uso de mascarillas a toda la población, dado que su estudio de los datos al respecto revelaba que esta podía ser una medida clave para la contención de la pandemia.

Pero una vez más, Howard aclara el argumento esencial: la eficacia de la mascarilla consiste en evitar que quien la lleva contagie a otros, y no en llevarla para evitar el contagio. Según escribe el autor en un artículo en The Conversation, «si solo las personas con síntomas infectaran a otras, solo las personas con síntomas deberían llevar mascarillas. Pero los expertos han mostrado que las personas sin síntomas son un riesgo de infección para otras. De hecho, cuatro estudios recientes muestran que casi la mitad de los pacientes se infectan por personas que no tienen síntomas».

Para Howard, el error de no recomendar antes las mascarillas –aunque el autor parece olvidar que la transmisión asintomática no se conocía en febrero, se discutió en marzo, se corroboró en abril, y hoy todavía hay algún experto que no parece convencido– se ha debido a que «los investigadores estaban tratando de responder a la pregunta equivocada: cuánto protege la mascarilla a quien la lleva, y no cuánto impide que una persona infectada propague el virus. Las mascarillas funcionan de modo muy diferente como equipos de protección individual (EPI) que como control de la fuente de infección». «Por desgracia, casi toda la investigación disponible al comienzo de esta pandemia se centraba en la eficacia de las mascarillas como EPI». «Esto ignoró el punto clave: son extremadamente eficaces para prevenir la expansión [del virus], como muestra nuestra revisión».

Como resumen de todo lo anterior, «todos deberíamos llevar mascarilla», concluye Howard. Pero ¿de qué tipo? En su revisión, Howard y sus 18 coautores, de instituciones como el Instituto Tecnológico de Massachusetts, la Universidad de Stanford, la de Oxford o la de California en Los Ángeles, aconsejan las más sencillas, las de tela de uso no médico, que en los estudios han mostrado la misma eficacia para retener las gotitas exhaladas que las quirúrgicas. Esta es la recomendación de Howard y otros 100 expertos, firmantes de una carta a los gobernadores de todos los estados de EEUU: imponer la obligatoriedad de las mascarillas de tela, incluso hechas en casa. Para este fin, las higiénicas o quirúrgicas son igualmente adecuadas, mientras que las FFP2 no aportan nada para la población general.

Mascarilla casera de tela, perfectamente válida para la contención de la epidemia. Imagen de Doc James / Wikipedia.

Mascarilla casera de tela, perfectamente válida para la contención de la epidemia. Imagen de Doc James / Wikipedia.

Por último, arriba prometí dos ideas finales. La primera: todo lo anterior se refiere a los espacios cerrados o aquellos en los que exista un estrecho contacto prolongado. Hasta ahora no existe un solo caso confirmado de un contagio producido por cruzarse en la calle con otra persona. Un estudio en China ha analizado 7.324 casos de contagio en los que se ha podido rastrear la infección, y de ellos solo uno se produjo en el exterior, pero no por un contacto casual, sino por una conversación en la calle entre dos hombres. Otro estudio de 110 casos en Japón concluye que contagiarse en un espacio cerrado es casi 20 veces más probable que al aire libre.

La última idea: ¿qué hay de las mascarillas con válvula? Las válvulas que llevan algunas mascarillas filtran el aire de entrada, pero no el de salida. Están concebidas para, por ejemplo, trabajar en ambientes con partículas en suspensión, una situación en la que no es necesario filtrar el aire que la persona expulsa: operarios de talleres, bomberos en un incendio forestal, etcétera.

Mascarillas FFP2 con válvula, inadecuadas para la contención de la epidemia y un peligro potencial para otras personas. Imagen de Зеледеев / Wikipedia.

Mascarillas FFP2 con válvula, inadecuadas para la contención de la epidemia y un peligro potencial para otras personas. Imagen de Зеледеев / Wikipedia.

Este no es el caso de una epidemia vírica. Una persona que lleva una mascarilla con válvula está expulsando directamente su respiración sin filtrar. Estas mascarillas NO protegen a los demás. Hallarse frente a una persona que lleva este tipo de mascarilla supone estar respirando su aire.

En varios condados de California donde se ha impuesto la obligatoriedad de las mascarillas se han prohibido las de válvula porque no sirven para contener la propagación del virus. Sería deseable que, según las normativas vayan progresando a lo largo de esta pandemia, que se augura larga, las autoridades restrinjan el uso de mascarillas con válvula. Pero hasta entonces, conviene recordar esto: si nos detenemos a hablar con una persona que lleva este tipo de mascarilla, en lo que a nuestra seguridad se refiere, esa persona no lleva mascarilla; nos está respirando en la cara.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí: tras dos meses confinados, estamos como hace dos meses

Como persona con un doctorado en eso de la inmunología, suelen preguntarme: ¿cuándo se irá el covid?

(Nota for the record: si no recuerdo mal, oficialmente mi título de la UAM, expedido bajo mis propios apellidos y no el de mi abuela con el que siempre firmo mis escritos, dice que soy Doctor en Ciencias, especialidad de Bioquímica y Biología Molecular; hice mi tesis sobre la interleuquina-2 en un laboratorio de inmunología).

Primero y sin ánimo de ser jodión, como dicen por allá, sino por un puro ejercicio didáctico, suelo aclarar que LA covid ni viene ni va a ninguna parte porque no es un virus, sino una enfermedad: COVID-19, COronaVIrus Disease surgida en 2019. La «D» no es de «diciembre», como creía la persona al frente de uno de los mayores gobiernos de España. Es de «Disease«, «enfermedad», y por eso es femenino. Es cierto que Fundéu tolera el masculino y la RAE hasta lo prefiere, amparándose en razones que se resumen en el desconocimiento de la población. Pero es curioso que en los 80 todo el mundo entendiera a la primera la diferencia entre el virus, VIH, y su enfermedad, sida (en este caso un síndrome, masculino), y en cambio ahora no. Pero también es cierto que el de la denominación del nuevo coronavirus y su enfermedad ha sido un ejemplo histórico de descoordinación y torpeza que ha favorecido esta confusión (como conté aquí en febrero).

Pero ¿cómo? ¿Descoordinación y torpeza? ¿No es esto una opinión y, por tanto, opinable? En efecto, lo es. Hoy toca. A menudo me escriben lectores de este blog refiriéndose a mis «opiniones», y siempre aclaro que mis opiniones personales solo las conocen mis amigos. Por lo general y casi siempre, aquí cuento solo ciencia: los datos y el análisis, que es la interpretación de los datos para explicarlos al público. Decía un famoso asesor de presidentes de EEUU que cada uno tiene derecho a sus propias opiniones, pero no a sus propios datos. Hay personas que tienden a calificar como opiniones los datos que no les gustan, pero no lo son. Puede que no nos guste la gravitación porque sería más divertido flotar, pero no es opinable.

Y sin embargo, hoy toca opinar. Que, como decía el asesor, todos tenemos derecho. Vuelvo a la pregunta del primer párrafo, aunque corregida: ¿cuándo se irá el virus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19 o covid?

Mi respuesta: nunca. Probablemente, añado a veces.

Confinamiento. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Confinamiento. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Igual que no es concebible un mundo sin sarampión, gripe o paperas, hoy ya no es concebible un mundo sin covid. Que yo sepa, no existe constancia confirmada de ningún caso en el que un virus haya desaparecido de la naturaleza por arte de magia. El virus del SARS de 2002 (Síndrome Respiratorio Agudo Grave, del que ha tomado su nombre también el nuevo coronavirus, muy parecido a aquel) no ha resurgido desde entonces, pero los expertos piensan que sigue agazapado en sus reservorios animales. Las nuevas gripes más peligrosas, como la H5N1, reaparecen esporádicamente, lo mismo que el MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio) o el ébola. Solo dos virus, el de la viruela y el de la peste bovina, han sido erradicados, pero ha sido gracias a enormes esfuerzos internacionales. Un virus no se va por sí solo mientras siga encontrando huéspedes susceptibles.

Y de esto de los huéspedes susceptibles se trata hoy. Mi respuesta a la pregunta, que obviamente nunca gusta a quien la escucha, no es la opinión a la que me refiero. Más bien es una previsión fundada en la ciencia; falible, pero alineada con lo dicho por los expertos: ayer, por fin, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha dicho clarito y con todas sus letras algo que los científicos llevan meses repitiendo: que el nuevo coronavirus «podría no irse nunca».

Las voces de esos expertos han sido mucho más claras en este aspecto desde hace meses, como conté aquí el 11 de marzo. Aquel día se cerraron los colegios en la Comunidad de Madrid, pero aún no se había decretado el estado de alarma y por tanto todavía no estábamos confinados. Y, sin embargo, la petición popular de confinamiento era un clamor en Twitter. Que después se concedió. Entonces escribí aquí (pido disculpas por la larguísima autocita, pero importa para continuar el hilo):

Todas las medidas de contención, incluso si causan perjuicios, son bienvenidas si se trata de conseguir un bien mayor. Pero ¿se está teniendo en cuenta si esas medidas procuran ese bien mayor, de acuerdo a los estudios científicos de los expertos y las experiencias previas? ¿Se tiene la seguridad de que los beneficios esperables superan a los perjuicios? ¿O incluso si esos beneficios son realmente esperables? ¿Esas decisiones se basan en ciencia, o corren los gobiernos como pollos sin cabeza, legislando para el miedo y arrojando a la gente a vaciar supermercados?

[…]

En el fondo, la diferencia entre la moderación y el alarmismo apocalíptico es que quienes defienden esta segunda postura parecen creer que esto es cosa solo de unos meses, que si resistimos lo suficiente, podremos apechugar con ello y el virus se esfumará por sí solo. Un artículo publicado ayer en la revista The Atlantic bajo el título de “Cancel Everything” (“Cancelarlo todo”), y cuya autoexplicativa tesis es que hay que cancelarlo absolutamente todo, dice sin embargo: “¿Estás organizando un congreso? Retrásalo al otoño”.

¿Al otoño? Es decir, que el autor (como dato adicional, experto en política, no en epidemias), quien defiende cancelarlo todo –“la gente se pondrá furiosa contigo. Serás ridiculizado como un extremista o un alarmista. Pero aun así, es lo correcto”–, parece dar por naturalmente supuesto que en otoño esto habrá terminado. Que en solo unos meses nos sacudiremos las manos, el coronavirus se habrá desvanecido por arte de magia, y podremos retomar nuestras vidas coronavirus-free.

Solo que no es esto lo que dicen ni la experiencia ni los epidemiólogos. En cuanto a lo primero, ¿qué fue del virus de la gripe pandémica de 2009? Pues ahora es una de las gripes que regresan todos los inviernos. No desapareció, sino que ya está con nosotros para siempre. Y la gripe causa cada año hasta 650.000 muertes.

Y respecto a lo segundo, ¿qué es lo que están diciendo los epidemiólogos respecto a la futura evolución de la COVID-19?

Maciej Boni, epidemiólogo de la Universidad de Pensilvania: “Con seguridad, hay cientos de miles de casos, quizá un millón de casos que simplemente no se han registrado”. “Como balance, es razonable asumir que la COVID-19 infectará a tantos estadounidenses durante el próximo año como la gripe en un invierno normal: entre 25 millones y 115 millones”.

Stephen Morse, de la Universidad de Columbia: “Puedo imaginar un escenario donde este se convierte en el quinto coronavirus endémico en los humanos”. “Dependiendo de lo que haga el virus, posiblemente podría consolidarse como una enfermedad respiratoria que volvería estacionalmente”.

Amesh Adalja, de la Universidad Johns Hopkins: “Creo que es muy posible que el brote actual termine con este virus convirtiéndose en endémico”.

Michael Osterholm, de la Universidad de Minnesota: “Muy bien podría convertirse en otro patógeno estacional que causa neumonía”.

Marc Lipsitch, de la Universidad de Harvard: “Pienso que el resultado probable es que al final no podrá contenerse”. En el año próximo, calcula Lipsitch, entre el 40 y el 70% de la población mundial habrá contraído el virus de la COVID-19.

Allison McGeer, del Hospital Mount Sinai: “Cuanto más sabemos de este virus, mayor es la posibilidad de que su transmisión no podrá controlarse con medidas de salud pública”. “Estamos viviendo con un nuevo virus humano, y sabremos si se extenderá por todo el globo”.

Robert Redfield, director del CDC de EEUU: “Pienso que este virus estará probablemente con nosotros más allá de esta estación, más allá de este año, y que finalmente se instalará”.

Nathan Grubaugh, de la Universidad de Yale: “Sin una vacuna eficaz, no veo que esto acabe sin millones de infecciones”.

También en este caso podríamos continuar, pero parece claro que el consenso emergente entre los epidemiólogos no sugiere precisamente que el coronavirus vaya a desaparecer, sino que ha venido para quedarse. ¿Podrían todos los epidemiólogos estar equivocados? No puede descartarse, dado que nadie tiene una bola de cristal. Pero ahora mismo no parece probable. Y dado que sus predicciones parecen los argumentos más fiables a los que ahora podemos agarrarnos, estos deberían ser los que guiaran la toma de decisiones.

Hoy, más de dos meses después, muchos se muestran sorprendidos y desalentados por los resultados del gran estudio del Instituto de Salud Carlos III (ISCIII) de la seroprevalencia en España: solo hay un 5% de población seroconvertida, que ha desarrollado anticuerpos contra el SARS-CoV-2. En un informe del 30 de marzo que conté aquí, los epidemiólogos del Imperial College London (ICL) calculaban un 15% para España.

Es cierto que la cifra real del 5% puede parecer muy alejada del 15% estimado por el ICL. Pero no olvidemos esto: la estimación del ICL para un intervalo de credibilidad del 95% era de entre el 3,7% y el 41% de seroprevalencia. Así que puede decirse que no andaban tan desencaminados. Y menos aún lo estaban en que la seroprevalencia era mayor en España que en otros países europeos, como están revelando los datos.

Pero si la conclusión del estudio es desalentadora (el porcentaje del 60% necesario para la inmunidad grupal que hoy se está difundiendo en los medios está desactualizado; con una R0 que ahora se estima probablemente más cercana al 6 que al 2, los expertos están calculando ahora más de un 80%), en cambio no debería ser sorprendente: después de dos meses confinados en casa, ¿qué esperábamos?

Desde el comienzo de esta crisis han existido dos posturas, la moderada y la apocalíptica. La apocalíptica defendía un cierre total de la sociedad confiando en que un par de mesecitos en casa bastarían para exorcizar el maldito virus. Por nuestra parte, los moderados decíamos esto que escribí aquel mismo 11 de marzo:

En contra de lo que parece entenderse, la postura de la moderación, frente al alarmismo apocalíptico, no se basa en la idea de que esta epidemia sea poco relevante o de que vaya a desaparecer pronto, sino justamente en todo lo contrario: que no va a desaparecer, y que más tarde o más temprano es probable que la mayoría de nosotros vayamos a contraer el virus, a no ser que una vacuna llegue sorprendentemente antes de lo esperado. ¿Durante cuánto tiempo estamos dispuestos a vivir con colegios y centros de trabajo cerrados, sin espectáculos ni reuniones públicas, sin viajar, sin salir de casa? ¿Quince días? ¿Un mes? ¿Un año? ¿Siempre?

Todo sea dicho, las medidas de contención sí consiguen un objetivo esencial: comprar tiempo para retrasar el avance de una epidemia. Como ya están explicando las autoridades sanitarias, reduciendo la interacción social se logra que la curva de contagios se aplane, repartiéndose más a lo largo del tiempo; el número final de infectados será el mismo en cualquier caso, pero un largo goteo en lugar de un chorro instantáneo tiene la ventaja de no saturar los sistemas de salud, y de que estos tengan en todo momento la capacidad de atender en óptimas condiciones a los enfermos para reducir al mínimo el número de muertes. Eso sí, el autor de The Atlantic lo ha entendido justamente al revés: cancelarlo todo ahora no conseguirá que en otoño haya terminado, sino lo contrario, que dure más.

Así que, de acuerdo, compremos ese tiempo. Pero cuanto antes asumamos que todo esto es como tratar de detener el mar con una raqueta de tenis, y cuanto antes avancemos hacia la mitigación, antes nos libraremos del pánico, la histeria constante del recuento de infectados, los telediarios monotemáticos, los tertulianos desinformados, los supermercados vacíos y la locura de las mascarillas. Sí, quizá haya algunas cosas que cambien para siempre. Pero tarde o temprano tendremos que continuar con nuestras vidas. Incluso si es el coronavirus el que les pone fin.

Si después de dos meses encerrados en nuestras casas se hubiera descubierto de repente que la mayoría de la población ya ha pasado la infección, esto obligaría a buscar una explicación no científica, sino mágica. Pero la magia no existe. Y el resultado de dos meses de confinamiento es el que no debería sorprender a nadie: solo una pequeña parte de la población está inmunizada, de un modo que, además, si se cumplen las previsiones de los científicos, será solo temporal, de uno o dos años. Y dentro de uno o dos años el virus seguirá aquí. Así que hoy es el día adecuado para rescatar el mil veces citado microrrelato de Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».

Una vez más: el confinamiento no estaba destinado a, porque no podía lograr que, el virus desapareciera. Su objetivo era aplanar la curva, y en cierta medida probablemente lo ha conseguido. Pero el virus no va a marcharse. Continuará propagándose hasta que alcance su máximo natural de infecciones, que será muy elevado, dada su alta capacidad de transmisión. La mayoría nos contagiaremos tarde o temprano. Los expertos del ICL recomendaban repartir los contagios de forma equitativa entre los distintos picos como mejor estrategia para reducir la mortalidad.

Un confinamiento tan estricto como el impuesto en España solo retrasa lo inevitable. Medidas menos drásticas y más llevables a muy largo plazo, sobre todo el distanciamiento social y el lavado de manos (no tanto las mascarillas, cuya protección es mínima), junto con el famoso «test-trace-isolate» que han puesto en práctica diversos países con más éxito que el nuestro, son el camino a seguir.

Podemos seguir confinados durante un mes. Dos. Un año. Un lustro. Cerremos el mundo el tiempo que se quiera. Por mi parte, he respetado estrictamente el confinamiento porque lo marca la ley. Pero no importa cuánto dure, algún día acabaremos saliendo. Y el virus no tiene ninguna prisa, porque seguirá aquí. Frente a la opción de que sea la aclamación popular (léase Twitter) la que continúe marcando las líneas de actuación de los distintos gobiernos, he aquí una sugerencia alternativa: escuchar a la ciencia. Y sí, es solo una opinión.

¿Cuántas cepas del coronavirus hay? ¿2, 3, 7, 8, 14, 30, 40, 49, 10.000…? Solo una, dicen los expertos

Quien estos días esté tratando de seguir las noticias científicas sobre el nuevo coronavirus denominado SARS-CoV-2, causante de la enfermedad llamada COVID-19, habrá escuchado o leído algo similar a esto: existen dos cepas del virus. La que estamos sufriendo en Europa, EEUU y otros lugares, es más contagiosa y más letal que la original surgida en Wuhan. Por lo que no solo el riesgo al que nos enfrentamos es mayor que el que tuvieron que encarar en China, sino que incluso las vacunas y los tratamientos en desarrollo podrían ir a la papelera, ya que sirven para la cepa original del virus, no para la europea.

Bien, todo esto no es cierto. Aunque tampoco puede decirse que sea completamente falso. Puede decirse que es una suma de confusión terminológica y afirmaciones que no han sido demostradas o no se corresponden con el consenso científico actual.

A continuación voy a tratar de explicarlo. Pero por hacer un spoiler útil, el resumen de todo lo que sigue es lo publicado en su blog por Vincent Racaniello, una fuente de referencia: Racaniello es un reputadísimo virólogo de la Universidad de Columbia, autor del libro de texto de virología más utilizado en el mundo, y cuyo blog es también una de las fuentes de divulgación fundamentales en el campo de los virus. Y lo que dice Racaniello es esto, literalmente:

«Hay una, y solo una, cepa de SARS-CoV-2».

Pero vayamos primero al origen de todo esto. Quienes hayan seguido las noticias científicas sobre el virus más allá de los titulares de los grandes medios, y se hayan preocupado de buscar fuentes diversas, a estas alturas tendrán una sopa de números en la cabeza (voy a detallar algunos ejemplos de lo publicado solo en medios extranjeros, porque aquí se trata de informar, no de afearle su trabajo a nadie):

The Olive Press, 4 de marzo:

«COVID-19 está mutando y ahora hay al menos dos cepas del virus, dicen los científicos».

(Por cierto, COVID-19 es el nombre de una enfermedad, no de un virus; las enfermedades no mutan).

Hindustan Times, 6 de marzo:

«Las siete cepas del coronavirus».

Thailand Medical News, 16 de marzo:

«En este nuevo estudio se identificaron 49 nuevas cepas«.

Al Arabiya, 27 de marzo:

«El coronavirus muta en 40 cepas«.

USA Today, 31 de marzo:

«Ocho cepas del coronavirus están circulando por el planeta».

The Sun, 10 de abril:

«El coronavirus ha mutado en tres cepas distintas».

South China Morning Post, 20 de abril:

«A fecha de este lunes, los científicos en todo el mundo habían secuenciado ya más de 10.000 cepas, que contienen más de 4.300 mutaciones».

News Medical Life Sciences, 22 de abril:

«El coronavirus ha mutado en al menos 30 cepas«.

WebMD, 5 de mayo:

«La segunda cepa del coronavirus».

Healthline, 5 de mayo:

«En total, los investigadores han identificado 14 cepas de COVID-19″.

US News, 6 de mayo:

«Una nueva cepa mutada del coronavirus causante de la COVID-19 se ha convertido en dominante y parece ser más contagiosa que la cepa que se extendió durante las fases tempranas de la pandemia, dicen los científicos».

Así pues, reunamos todos estos datos y pintemos en un gráfico cómo ha ido evolucionando el número de cepas del coronavirus a lo largo del tiempo (tengo que ponerlo en escala logarítmica, ya que de lo contrario el valor de 10.000 se me va de escala):

Evolución del número de cepas del coronavirus SARS-CoV-2 a lo largo del tiempo, si nos atenemos a lo publicado en distintos medios. Gráfico de elaboración propia.

Evolución del número de cepas del coronavirus SARS-CoV-2 a lo largo del tiempo, si nos atenemos a lo publicado en distintos medios. Gráfico de elaboración propia.

Extraño, ¿no? Más que eso. Esto no tiene ningún sentido.

Vayamos, en cambio, a una fuente realmente fiable: Ed Yong, uno de los periodistas de ciencia más reputados del mundo. En The Atlantic, Yong escribía este 6 de mayo: «No hay pruebas claras de que el virus de la pandemia haya evolucionado en formas significativamente diferentes, y probablemente no las habrá durante meses».

Y en su artículo, Yong pregunta a varios expertos:

«Tenemos pruebas de una cepa«, dice Brian Wasik, de la Universidad de Cornell.

«Yo diría que solo hay una«, dice Nathan Grubaugh, de la Facultad de Medicina de Yale.

«Creo que la mayoría de la gente que estudia la genética de los coronavirus no reconocería más que una cepa ahora», dice Charlotte Houldcroft, de la Universidad de Cambridge.

Entonces, ¿cuál es el problema? El problema, aclara Racaniello en su blog, es el uso de la palabra «cepa». «En ciencia, el uso de las palabras importa. Y tristemente, incluso los virólogos a menudo no usan los términos correctamente». Recordemos, Racaniello es el autor de EL libro de texto de virología por excelencia.

Racaniello explica la diferencia entre un aislado y una cepa. Un aislado es eso, un virus aislado de un paciente. «Todos estos aislados son la misma cepa de SARS-CoV-2», prosigue. «No son cepas diferentes, incluso si tienen cambios en sus secuencias genómicas. Una cepa es un aislado con una propiedad biológica diferente, como unirse a un receptor distinto, o tener una estabilidad muy diferente a altas temperaturas, por poner solo dos de muchos ejemplos posibles».

«Solo hay una cepa de SARS-CoV-2», añade Racaniello. «El primer aislado del virus, tomado de un paciente de Wuhan en diciembre de 2019, es la misma cepa que el aislado más reciente tomado en cualquier otro lugar en mayo de 2020. Hasta ahora nadie ha mostrado que ninguno de estos aislados del virus difiera en ninguna propiedad fundamental». «A ninguno se le ha demostrado una propiedad biológica diferente, y no importa lo que proclamen los preprints [estudios aún sin publicar, en los que se basan las afirmaciones sobre distintas cepas]», añade el experto.

Entonces, ¿qué hay de esa famosa historia de la cepa europea, presuntamente más contagiosa y agresiva? Se basa en un preprint (repetimos, estudio aún sin revisar ni publicar) difundido en internet la semana pasada; estudio que Racaniello califica como «el infractor más reciente». El trabajo en cuestión muestra que una mutación puntual (cambio de un aminoácido por otro) en la proteína Spike del virus (D614G; significa que en la posición 614 un aspartato ha cambiado por una glicina) aparece con mayor frecuencia ahora que al comienzo de la pandemia en los aislados de Europa, EEUU y otros lugares. Hasta ahi, lo que el estudio demuestra.

A continuación, los autores especulan: esta mutación podría aumentar la transmisibilidad del virus, hacerlo más contagioso. Pero no demuestran de ninguna manera un efecto funcional de esta mutación; no demuestran que lo haga más contagioso. Se limitan a correlacionar la mutación con la expansión de esta forma del virus. Pero correlación no implica causalidad. Y cuando además analizan si hay una simple correlación con síntomas más graves de la enfermedad, descubren que no existe: «D614G no predice la hospitalización», escriben. O sea, que no hay ninguna correlación entre esta mutación y la gravedad de la covid.

(Por cierto, los autores cuentan también que la mutación D614G va siempre acompañada por otra en la ARN polimerasa del virus, la enzima que copia su material genético. Pero en cambio, no proponen que esta tenga ningún efecto en los procesos del virus).

«La proclama de que este cambio en un aminoácido aumenta la transmisión del virus no está demostrada y es probablemente incorrecta», dice Racaniello. El virólogo atribuye la mayor presencia de esta mutación a un fenómeno clásico y sobradamente conocido en biología evolutiva: el efecto fundador. Esto ha ocurrido en numerosas comunidades humanas de distintos lugares del mundo: cuando un pequeño grupo de personas, por ejemplo de una misma familia, funda una nueva comunidad, ciertas variantes genéticas de esos fundadores predominarán a largo plazo en esa población, sin que esas variantes tengan nada que ver con el hecho de que proporcionen una ventaja a sus poseedores. En el caso del coronavirus, «si los virus con ese cambio infectan a la siguiente persona, y a la siguiente, y así, entonces el cambio D614G será predominante», concluye Racaniello.

Por supuesto, Racaniello admite que el efecto fundador es también solo una hipótesis aún no demostrada. Pero expone un argumento convincente: para que una forma mutante concreta del virus se extienda entre la población debido a una selección positiva, es decir, que gracias a ella el virus obtenga una ventaja en su transmisibilidad, tendría que ocurrir que con ella superara una dificultad en su transmisibilidad. Dificultad que obviamente no existe, dado que desde el principio el coronavirus ha demostrado que se las arregla muy bien para propagarse entre los humanos.

Sobre mascarillas: por qué antes no, ahora sí, para qué sirven y en qué medida

Es natural que buena parte del público se sienta confuso ante las recomendaciones de las autoridades sobre el uso de mascarillas, que han dado un giro desde el inicio del brote del SARS-CoV-2 causante de la COVID-19: antes se aconsejaba a la población general no utilizarlas, ahora se recomienda usarlas en espacios cerrados, y en Madrid son obligatorias en el transporte público. A los bien intencionados les parecerá que esto es un sindiós, y tienen motivos para ello. Pero en realidad se entiende fácilmente, y espero con estos párrafos solventar sus dudas.

Primero, unas breves preguntas y respuestas:

¿Por qué antes no y ahora sí? ¿Es que se han equivocado?

Sí, se han equivocado.

¿Quién se ha equivocado?

Los científicos se han equivocado.

¿Se ha equivocado el gobierno?

Obviamente, sí, se ha equivocado el gobierno; se han equivocado todos los gobiernos que han seguido las recomendaciones científicas, dado que las recomendaciones científicas estaban equivocadas. Y todos los que hemos seguido dichas recomendaciones también nos hemos equivocado.

Pero ¿cómo, la ciencia no es infalible? ¿No lo sabe todo? ¿No nos están diciendo que confiemos en los científicos porque ellos tienen la sabiduría omnisciente, el conocimiento absoluto e inmanente de la única verdad?

No, no y no. Y mil veces no. La ciencia se equivoca. Continuamente. Y rectifica. Las que ni se equivocan ni rectifican son la política y la religión. Los videntes también aciertan siempre, o eso dicen después.

Y ¿en qué se han equivocado los científicos?

Esto nos lleva a la explicación larga. Pero se resume en dos palabras: transmisión asintomática.

Como ya conté aquí al comienzo de esta crisis, es necesario recalcar esto: las mascarillas que más protegen son las que llevan quienes ya están infectados. Protegen del contagio al resto de la población, ya que reducen la liberación al exterior de las gotitas expulsadas con la tos o el estornudo, así como la propagación del virus a través de las manos; estas son las principales vías de contagio. Pero ni siquiera en estos casos la protección es total (demos por supuesto la posible transmisión por los aerosoles de la respiración, aunque sigue siendo controvertida y probablemente muy minoritaria).

Esto ya se sabía antes de la presente pandemia. Como explicaré más abajo con estudios que ya he contado aquí antes y otros nuevos que han surgido a raíz de la covid, la protección que ofrecen las mascarillas contra el contagio a las personas no infectadas es solo parcial, relativa o escasa. Se sabía antes, y en esto nada ha cambiado. Es decir, las mascarillas no son una garantía contra el contagio, al menos mientras no vayan acompañadas por otras medidas como el distanciamiento social. Véase el siguiente ejemplo de lo contrario:

Imagen del acto de cierre del hospital de IFEMA el pasado 1 de mayo. Imagen de Naranjo / Efe / 20Minutos.es.

Imagen del acto de cierre del hospital de IFEMA el pasado 1 de mayo. Imagen de Naranjo / Efe / 20Minutos.es.

Y ahora, he aquí lo nuevo, la clave que ha cambiado las recomendaciones de los organismos sanitarios y de las autoridades que las siguen. Generalmente, en las infecciones víricas suele existir un grupo de contagiados asintomáticos, personas que contraen el virus pero no padecen la enfermedad. Ocurre incluso con la gripe. Pero suele tratarse de algo anecdótico. En las anteriores epidemias de otros virus este nunca ha sido un factor relevante, ya que, de existir este perfil, era extremadamente minoritario, y estas personas no solían transmitir la enfermedad a otras.

Por entonces, las autoridades que seguían las recomendaciones de los organismos sanitarios y de la comunidad científica canalizaban a sus ciudadanos el mensaje acorde a la ciencia del momento: el uso de mascarillas no era aconsejable para la población general, dado que los potenciales transmisores estarían bajo control, y de todos modos la mascarilla no es una protección eficaz para los no contagiados. Pero ya muchas personas las utilizaban por miedo, incluso cuando los expertos advertían de que su utilidad era escasa. Quienes hicieron acopio de ellas en aquel momento estaban privando de estos elementos a los más expuestos, el personal sanitario, para quien toda precaución es poca; sobre todo cuando trabajan cara a cara con pacientes que en muchas situaciones no llevan mascarilla.

Esto ha cambiado radicalmente con los nuevos descubrimientos sobre el virus de la covid. El 31 de enero se publicó en los medios el caso de una mujer china que al parecer había transmitido el virus a otros colegas de trabajo en Alemania sin padecer síntomas. La noticia encendió las alarmas en la comunidad científica, pero unos días después se pinchaba el globo: los autores del estudio no habían hablado personalmente con la mujer. Y resultó que esta sí padecía síntomas por entonces, pero no lo había contado a nadie.

La posible transmisión asintomática del virus quedó en suspenso, hasta que volvió a saltar con un nuevo estudio procedente de China publicado varias semanas después, el 21 de febrero. En este caso no parecía haber dudas, pero los autores se mostraban prudentes: «El mecanismo por el cual los portadores asintomáticos podrían adquirir y transmitir el coronavirus que causa la COVID-19 necesita más investigaciones». Pero advertían: «Si los hallazgos descritos en este estudio de presunta transmisión por un portador asintomático se repiten en otros estudios, la prevención de la infección de COVID-19 puede resultar difícil».

Las palabras de los investigadores chinos resultaron proféticas, porque, en efecto, los resultados se repitieron después en otros estudios. Pero como todo en la ciencia, ha sido un proceso lento y laborioso llegar a la firme conclusión de que no solo los portadores asintomáticos estaban transmitiendo el virus, sino que además representaban un enorme porcentaje de los contagiados, incluso una gran mayoría. La transmisión asintomática fue confirmándose a lo largo del mes de marzo. El análisis de los datos del crucero Diamond Princess fue un factor esencial para confirmar la existencia de una gran proporción de contagiados sanos, pero otra cuestión era establecer si podían transmitir el virus; incluso a comienzos de abril todavía se discutía hasta qué punto este podía ser un factor importante en la propagación de la epidemia.

Hoy ya nadie lo duda: de forma inesperada, al contrario de lo que ocurre con las gripes, estacionales y endémicas, con el ébola y con anteriores coronavirus como los del SARS y el MERS, la transmisión asintomática no solo existe en el virus de la covid, sino que ha sido la principal responsable de que la epidemia se convirtiera en pandemia. Como advirtieron los investigadores chinos, esto hizo que el virus circulara por el mundo de forma incontrolable, mientras las empresas de venta de escáneres de temperatura a distancia hacían su agosto explotando el miedo del público y el deseo de ver que se tomaban medidas como esa, que se ha revelado totalmente ineficaz (hay una avalancha de pruebas científicas sobre la inutilidad de los controles de temperatura: aquí, aquí, aquí, aquí, aquí… Hay quienes han llegado a llamarlo «política placebo»).

Dado que las investigaciones han descubierto que los contagiados sanos suponen una fracción importante del total, e incluso probablemente el grueso de quienes están propagando la infección, ahora se entiende quién debe llevar mascarilla: todo el mundo. Porque todos somos posibles focos de contagio y la mascarilla protege a los demás de nosotros, más que a nosotros de los demás.

En definitiva, cuando ahora las autoridades están diciéndole a usted que utilice una mascarilla, e incluso obligándole a ello, no es por su propia seguridad. El objetivo principal no es evitar que usted se contagie, sino evitar que usted, sin saber que lleva el virus, pueda contagiar a otras personas. Es una medida de salud pública, no de protección personal.

Así, las tornas han cambiado por completo: antes la responsabilidad social pedía prescindir de las mascarillas porque no eran una garantía de evitar el contagio y privábamos de ellas a quienes más las necesitaban; hoy la responsabilidad social pide llevar mascarilla para que no contagiemos a otros. Quienes ahora no utilizan mascarilla en lugares cerrados porque piensan que no tienen riesgo de enfermar gravemente, o quienes llevan mascarillas con válvula, que están diseñadas para filtrar el aire que tomamos pero NO el que exhalamos, deben saber que son un peligro de contagio para los demás, y que pueden ser la causa de la muerte de otras personas.

Lo anterior resume el mensaje esencial. A continuación, y ya para los más interesados en los entresijos de la cuestión, cuento lo que dicen los estudios respecto a la protección que ofrecen las mascarillas. En primer lugar, rescato lo que escribí aquí el 31 de enero, en tiempos en que aún no se conocía la transmisión asintomática del coronavirus, pero aquellos estudios siguen siendo válidos:

Por su parte, algunos ensayos clínicos en situaciones reales sugieren que en ciertos casos concretos el uso de las mascarillas puede ser ventajoso. En 2008, un estudio clínico dirigido por la experta en bioseguridad de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) Raina MacIntyre descubrió una mayor protección frente al contagio de gripe dentro de una misma familia entre quienes utilizaban mascarillas que en el caso contrario, curiosamente sin encontrar diferencias significativas entre las quirúrgicas y las N95.

Otro estudio en 2009 encontró un contagio reducido cuando al uso de mascarillas se unía un frecuente lavado de manos, aunque los autores reconocían que el cumplimiento de las medidas por parte de los pacientes no fue estricto. Los resultados de otra investigación clínica dirigida también por MacIntyre concluyeron que las mascarillas podrían reducir el contagio dentro de una misma familia en los casos graves de pandemias, pero no pudo descartar que esta reducción se debiera no a la mascarilla en sí, sino al menor contacto de las manos con la cara.

Pero incluso teniendo en cuenta estos resultados positivos, la propia MacIntyre ha advertido de que también en ciertos casos el uso de mascarillas puede ser más perjudicial que no llevarlas. En 2019, un estudio dirigido por esta experta descubrió que “los patógenos respiratorios en la superficie exterior de las mascarillas médicas usadas pueden resultar en una autocontaminación”, en la línea de lo dicho antes sobre tocar el exterior de la mascarilla.

Ahora y a raíz de la pandemia del coronavirus, han surgido nuevos estudios y metaestudios (estudios que reúnen otros previos) sobre la eficacia de las mascarillas como elemento de protección frente al contagio. Obviamente, aún no pueden existir metaestudios específicos sobre el nuevo coronavirus, pero generalmente los estudios previos se refieren al virus de la gripe, de un tamaño similar.

El 3 de abril un estudio en Nature Medicine decía: «Nuestros resultados indican que las mascarillas quirúrgicas pueden reducir eficazmente la emisión de partículas del virus de la gripe al entorno en gotitas respiratorias, pero no en aerosoles». Sí se observó reducción de coronavirus de resfriados en los aerosoles. En todos los casos se encontró que la expulsión de virus es baja tanto en gotitas como en aerosoles, y que el contagio suele requerir un contacto prolongado. Pero la mascarilla puede ayudar a que las personas infectadas no contagien su enfermedad a otras, como ya hemos dicho.

Un metaestudio internacional del 7 de abril dice: «Comparado con no usar mascarilla, no hubo ninguna reducción de casos de gripe con mascarillas en la población general ni en personal sanitario. No hubo diferencia entre mascarillas quirúrgicas y N95 [equivalente a FFP2]». Los autores concluyen: «Hay pruebas insuficientes para ofrecer una recomendación sobre el uso de barreras faciales sin otras medidas. Encontramos pruebas insuficientes de diferencias entre mascarillas quirúrgicas y N95″. Lo cual, además de corroborar la poca eficacia de las mascarillas para la protección personal, se une a otro estudio citado más arriba para cuestionar seriamente la necesidad de comprar esas mascarillas más caras que nuestro cuñado dice que son mejores.

Por último, una revisión de estudios del 6 de abril, elaborada por científicos de la Universidad de East Anglia (Reino Unido), llega a las siguientes conclusiones: según los resultados de tres ensayos clínicos, «llevar mascarilla puede reducir muy ligeramente la posibilidad de desarrollar enfermedad respiratoria, en torno a un 6%». En estudios observacionales en los que en un mismo hogar todas las personas que conviven llevan mascarilla, la posibilidad de contagio se reduce solo en un 19%. Los autores concluyen que probablemente el porcentaje real de protección que ofrecen las mascarillas en situaciones prácticas sea un valor intermedio entre el 6 y el 19%. O sea, en cualquier caso, no mucho.

Los mismos autores concluyen: «Llevar mascarilla puede proteger de forma muy ligera contra la infección primaria por un contacto comunitario casual, y puede proteger modestamente contra la infección en el hogar cuando tanto los infectados como los no infectados llevan mascarilla». «Las pruebas no son suficientes para apoyar el uso extendido de las mascarillas como una medida de protección contra la COVID-19».

En un artículo publicado en The Conversation, los autores de este estudio reconocen que todos estos datos pueden crear confusión entre el público, que ya no sabe si llevar mascarilla o no, de qué tipo ni cuándo o en qué lugares sí y en cuáles no. Y como resumen de todo ello, a la pregunta «¿qué debo hacer?», responden: «El distanciamiento social y el frecuente lavado de manos continúan siendo la mejor manera de prevenir la propagación de virus entre las personas».

España, hoy: innumerables máquinas de PCR criando polvo que no se usan para test de covid, científicos parados

Hoy una máquina de PCR es a un laboratorio de biología molecular como una cama a una vivienda. Se utilizan para tantos fines distintos que se han convertido en una herramienta esencial. Las hay de muchos formatos, tamaños y precios. No todas sirven para hacer test de diagnóstico genético del virus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Pero muchas de ellas sí. En algunos países, las autoridades han recolectado las máquinas de PCR válidas para llevarlas a grandes centros de diagnóstico, o incluso han implementado los medios necesarios para que laboratorios académicos de investigación puedan realizar test y ayudar al esfuerzo colectivo.

Pero no en todas partes. Por ejemplo, en EEUU, esto ha ocurrido en algunos casos. En solo unos días, la plataforma genómica del Instituto Broad de Harvard se transformó en un centro de diagnóstico de covid con capacidad de realizar 2.000 test al día, con la ayuda de una gran parte del personal del centro que se ofreció voluntariamente. En otros lugares no ha sido así. Un reportaje en Nature citaba que en California «los médicos están rechazando ofertas de test por parte de laboratorios académicos certificados porque no utilizan un software compatible con sus registros clínicos, o porque no tienen contratos con el hospital».

Un kit de diagnóstico de covid del CDC en EEUU. Imagen de CDC.

Un kit de diagnóstico de covid del CDC en EEUU. Imagen de CDC.

En España también la situación es desigual. Por ejemplo, el gobierno catalán ha puesto a trabajar en diagnósticos de covid al Centro de Regulación Genómica de Barcelona y otras instituciones de investigación. Pero en otros casos no es así.

«La indignación es máxima en nuestro colectivo», me dice un investigador de un laboratorio de uno de los mayores centros de España, situado en Madrid, y que me ha pedido anonimato. El motivo de esa indignación no es otro que este: innumerables máquinas de PCR potencialmente válidas para diagnóstico están apagadas y criando polvo en los laboratorios cerrados por el confinamiento.

Los investigadores y técnicos han ofrecido sus recursos y su tiempo para encargarse ellos mismos de correr los test, pero las autoridades han rechazado su oferta, al parecer aconsejadas por otras partes que tampoco voy a detallar. Partes que, me cuenta la fuente, parecen más motivadas por intereses propios que por la salud de los ciudadanos. «Imagina lo que hubiéramos podido hacer», me dice mi comunicante, refiriéndose a cómo habría progresado el esfuerzo de testado de la población si todos estos recursos se hubieran aprovechado.

Frente a lo anterior, quizá habrán escuchado cómo ciertas voces alegan que poner cualquier máquina de PCR al cargo de cualquier persona en cualquier laboratorio a correr test de diagnóstico de covid sería una barbaridad: falta de homologación, calidad y seguridad, riesgo para los trabajadores… En concreto, suelen alegar motivos que paso a desgranar.

Se necesita personal entrenado

Esto es cierto, evidentemente. Pero en otros lugares del mundo se han puesto en marcha programas para solucionar este requisito. Multitud de investigadores académicos y técnicos de laboratorio se han ofrecido para contribuir al esfuerzo y han sido entrenados in situ por personal especializado para poder ejercer esta labor. Para un investigador o un técnico con experiencia en biología celular o molecular, aprender un nuevo protocolo es algo que se hace a diario y que no tiene la menor dificultad.

Por cierto, hay una muestra ejemplar de la disposición de los investigadores de todas las disciplinas a contribuir a la lucha contra la covid, y que apenas se ha comentado por aquí. Los españoles Alfonso Pérez-Escudero y Sara Arganda estudian el comportamiento animal, en gusanos e insectos respetivamente, él en Toulouse (Francia), ella en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Cuando sus laboratorios se cerraron por el confinamiento, decidieron crear Crowdfight COVID-19, una plataforma donde ya más de 45.000 voluntarios de todo el mundo, la mayoría científicos, la mitad de ellos del campo de biología y biomedicina, han ofrecido su tiempo y su experiencia para ayudar en lo que sea a la investigación contra el virus, ya sea analizar datos, buscar estudios relevantes y otra infinidad de tareas. Pérez-Escudero y Arganda merecen ese aplauso que los científicos no están recibiendo, un colectivo que está trabajando sin descanso; no lo olvidemos, son ellos quienes nos sacarán de esto.

Se necesitan laboratorios con la más alta seguridad biológica

Este es el mantra que hemos oído repetido una y otra vez para justificar el desaprovechamiento de esos recursos: para hacer diagnósticos de covid hacen falta laboratorios de nivel de bioseguridad 3 (BSL-3 o P3), y estos escasean en España.

Solo que lo primero no es cierto. Según las directrices actuales de entidades como el Centro de Control de Enfermedades de EEUU (CDC), en línea con la última actualización de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), para aislar y caracterizar el virus, es decir, para investigar sobre él, lo que implica el manejo de muestras de alta infectividad, se requieren laboratorios BSL-3. Pero para la manipulación de muestras de pacientes y diagnóstico es suficiente con un BSL-2 o P2, un nivel de seguridad inferior. Y de estos sí hay infinidad en España; yo mismo hice mi tesis doctoral en uno de ellos en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB).

«El testado viral de rutina de muestras de pacientes […] puede manejarse en un laboratorio BSL-2 utilizando precauciones estándar», dice el CDC. Es más, este organismo también contempla la realización de test directamente en los puntos de atención al paciente, sin siquiera un BSL-2, tomando las debidas precauciones. Por su parte, la OMS dice: «El trabajo diagnóstico de laboratorio no propagativo (por ejemplo, la secuenciación y el test de amplificación de ácidos nucleicos [esto es la PCR]) debe llevarse a cabo en una instalación utilizando procedimientos equivalentes a un Nivel de Bioseguridad 2 (BSL-2)».

Se requieren kits de reactivos precisos que son escasos

Uno de los grandes obstáculos a la hora de poner a trabajar las máquinas de PCR para el diagnóstico de covid es la necesidad de ciertos reactivos que las compañías especializadas venden en kits, y que la actual crisis ha convertido en artículos tan preciados y escasos como la levadura fresca en los supermercados. Pero esta barrera ya se está rompiendo. La semana pasada, un grupo de investigadores de la Universidad de Washington ha publicado un protocolo que sortea este gran obstáculo, prescindiendo de esos kits cautivos por las compañías que los comercializan.

El procedimiento normal para un test de PCR comienza recogiendo una muestra nasofaríngea de la garganta del paciente con un bastoncillo de algodón y conservándola en un líquido llamado Universal Transport Medium (UTM), que la mantiene durante la manipulación y el transporte. Después, esa muestra debe procesarse en el laboratorio para extraer el ARN del virus mediante un reactivo especial. Tanto el UTM como la solución de extracción de ARN son hoy más preciados que el oro.

Los autores del nuevo estudio se preguntaron: ¿y si prescindimos de todo esto? Para ello, eligieron un grupo de pacientes con diagnóstico positivo previo de covid, les tomaron las muestras por el procedimiento habitual, y las guardaron en seco, eliminando el UTM. A continuación, ya en el laboratorio, introdujeron estos algodones secos en una solución simple llamada buffer Tris-EDTA (TE), que es a los laboratorios como la cerveza a los bares. Sin extracción de ARN. Y por último, testaron el eluido de las muestras en TE con una máquina de PCR estándar. Y funciona.

«Nuestros resultados sugieren que las muestras secas eluidas directamente en una simple solución tamponada (TE) pueden sostener la detección molecular del SARS-CoV-2 a través de RT-qPCR sin comprometer sustancialmente la sensibilidad», escriben. Pero la prudencia habitual del lenguaje de los estudios científicos no acaba de dar idea del gran hallazgo que esto supone: los investigadores procesaron muestras de 11 pacientes que anteriormente habían sido diagnosticados positivos. Usando el método convencional, 8 de ellos dieron positivo. Utilizando el nuevo método, fueron 9.

Por supuesto, advierten que se trata de resultados preliminares, y que «se necesita más investigación con un tamaño mayor de muestra y con la variación de otros parámetros». Pero con esto se abre la vía para eliminar otro de los grandes obstáculos para poner a trabajar recursos preciosos que tenemos, tanto técnicos como humanos, y que se están desperdiciando.

«Publicar esto te puede traer problemas», me dijo por último mi fuente. «Si lo haces, eres un valiente». Probablemente no lo soy, porque he preferido no detallar cuáles son esas partes que han influido sobre las autoridades para el desaprovechamiento de estos recursos. Simplemente, no creo que convenga a nadie meter ese ruido ahora, de cara al esfuerzo contra esta crisis. Mejor dejemos que, si quieren, se delaten ellos mismos.

Por qué el coronavirus es un producto de la naturaleza, y por qué es difícil explicar por qué

Hay un famoso vídeo en el que el gran físico Richard Feynman respondía a una pregunta aparentemente sencilla de su entrevistador: ¿cómo funcionan los imanes? Feynman dedicaba siete minutos a responder a la pregunta. Pero no explicaba cómo funcionan los imanes; dedicaba siete minutos a explicar por qué no podía explicar cómo funcionan los imanes.

Así, Feynman decía: la tía Minnie ha resbalado en el hielo, se ha roto la cadera y ha tenido que ir al hospital. Esto es fácilmente comprensible para cualquiera. Pero si viniera aquí un ser de otro planeta, habría que comenzar explicándole qué es la tía Minnie, qué es el hielo, qué es la cadera, qué es un hospital, por qué el hielo resbala, qué significa que la cadera se rompa… Y sería imposible llegar finalmente a una explicación que el alienígena pudiera comprender.

El físico Richard Feynman, no explicando cómo funcionan los imanes. Imagen de YouTube.

El físico Richard Feynman, no explicando cómo funcionan los imanes. Imagen de YouTube.

¿Por qué Feynman dedicaba siete minutos a explicar todo esto? No lo sé, no tengo la menor idea. Feynman sabría. Pero como resumen, le decía a su entrevistador: no puedo explicarle cómo funcionan los imanes comparándolo con algo que le resulte familiar a usted, porque yo no lo entiendo como algo que pueda compararse con nada que le resulte familiar a usted. Y si tratara de hacerlo, le estaría engañando.

En otras palabras, Feynman estaba respondiendo con la mayor elegancia y con el máximo cuidado de no ofender a su entrevistador, para transmitirle la idea de que para comprender cómo funcionan los imanes hay que haber dedicado toda una vida a estudiar física, como era su caso, y no el del entrevistador.

Un físico lo comprende, y en su cabeza resulta evidente cómo funciona el magnetismo y cómo está encuadrado en un esquema más general de la naturaleza. Pero una persona no versada en física no puede llegar de repente y comprender cómo funcionan los imanes. Por eso, quienes no somos físicos debemos simplemente fiarnos de que los físicos sí comprenden realmente cómo funcionan los imanes.

El ejemplo del vídeo de Feynman viene muy a cuento de un asunto que corre estos meses por las redes sociales: que el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 se creó en un laboratorio como arma biológica. Ante este absurdo y descacharrante bulo, a quienes nos dedicamos a estas cosas suelen preguntarnos por qué estamos tan seguros de que no es así. Uno se ha visto tratando de explicar qué son las técnicas de biología molecular, los plásmidos, las nucleasas, la CRISPR, la mutagénesis dirigida, los virus quiméricos… Pero es evidente que, en muchos casos, estas explicaciones no han cuajado. Porque no se entienden.

Así que he decidido apuntarme a la sabia respuesta de Feynman. Se comprende perfectamente que el coronavirus es cien por cien natural por el mismo motivo por el que se comprende perfectamente que la tía Minnie resbaló en el hielo, se rompió la cadera y tuvo que ir al hospital. Sencillamente, hasta un niño podría entenderlo, siempre, claro, que sea un niño con varios años de experiencia en el conocimiento de la biología molecular. El estudio genético del coronavirus no encontró absolutamente el menor indicio de otra cosa que un virus surgido en la naturaleza. Para las personas con el conocimiento necesario para entenderlo, es un caso cerrado, sellado y archivado que ya está criando polvo.

Los conspiranoicos y conspiranoides alegan que esto no ha ocurrido nunca. Falso: ocurre constantemente, ha ocurrido en incontables ocasiones y seguirá ocurriendo. De hecho, incluso a algunos expertos en zoonosis y concretamente en virus de murciélagos les sorprende que no ocurra más. Aquí he hablado repetidamente del virus de lloviu, un pariente muy cercano del ébola y potencialmente infectivo para los humanos que se identificó en murciélagos de Asturias.

Alegan que es un virus «raro». Falso: es un virus perfectamente normal, solo que nuevo para la ciencia –y casi para el mundo, ya que se le ha calculado en torno a medio siglo de existencia– y aún muy desconocido. Alegan que es escandalosamente sospechoso que en ¡cuatro meses ya! no se haya clarificado el origen del virus. Falso: costó años de investigaciones clarificar los orígenes del SARS, el VIH, el ébola… De la mayoría de los virus no puede detallarse su origen concreto, ni se detallará jamás.

Alegan también, aunque sin prueba alguna, que China está ocultando que el virus escapó de un laboratorio. Pero un momento, pulsemos el botón de pausa: el virus es natural. Hasta ahí, lo sabemos. Si una persona se infectó con él en el bosque, o se infectó con él en un laboratorio en el que el virus estaba almacenado, es algo que no hay manera científica de comprobar. Para ilustrarlo, pongo como ejemplo el siguiente gráfico que tomo prestado del blog de mi compañera Madre Reciente:

Imagen del blog Madre Reciente.

Imagen del blog Madre Reciente.

La niña que respondió a esa pregunta, Marina, de siete años, mostraba una capacidad analítica fuera de lo común para su edad. Ahora cambien los perros por coronavirus, la caja por un laboratorio, e imaginen un bosque alrededor de la caja. Como diría Marina, no puede saberse si los coronavirus han salido del laboratorio o del bosque. Eso es cierto. Pero si pensamos que es mucho perro para tan poca caja, también los virus de murciélagos y otros animales son inmensamente más abundantes en la naturaleza que en los laboratorios, por lo que cualquier mente racional como la de Marina pensará que, mientras no se demuestre lo contrario, el virus salió del bosque.

En el caso de que el virus hubiera escapado de un laboratorio, estaríamos ante un accidente producto de una grave negligencia que merecería un castigo. Casos como este sí han ocurrido en el pasado. Y parece concebible que, por mucho que China lo niegue, difícilmente lo reconocería si hubiese sido el caso.

Sin embargo, es dudoso que alguien pueda vender muchos libros, o tener millones de visitantes en YouTube, simplemente conjeturando que a un técnico de laboratorio o a un científico se le cayeron en la mano sin querer unas gotas del cultivo que manejaba. Para vender muchos libros o tener millones de visitantes en YouTube hay que convencer a quienes no saben de biología molecular de que los malvados científicos militares chinos (o americanos, que esto ya va en fanatismos políticos) utilizaron alguna tecnología solo existente en el mundo de Marvel para crear el arma biológica definitiva.

A todo lo anterior hay una salvedad: del mismo modo que es indemostrable la no-fuga del coronavirus natural de un laboratorio, también es indemostrable el no-cultivo de un virus natural de murciélagos con células humanas una y otra vez hasta que la propia selección natural del virus encontrara una variación que pudiera infectar dichas células humanas. Esto sería un experimento de simulación de la naturaleza, forzando el ritmo de los mecanismos naturales. Esta es una posibilidad teórica real, tan indemostrable como irrefutable. Pero aunque así fuera, y estuviéramos no ya ante un error o una negligencia, sino ante un proyecto irresponsable, probablemente esto tampoco vendería muchos libros ni atraería a millones de visitantes en YouTube.

En resumen: créanlo o no lo crean, como prefieran. Ustedes verán. Si les apetece, piensen que los biólogos moleculares que aseguran que el virus es un simple producto de la naturaleza no pretenden venderles libros ni hacer cash con sus visitas en YouTube. Yo no les voy a convencer, no porque deje de importarme; los psicólogos expertos en pensamiento conspiranoico vienen advirtiéndonos de lo peligrosos que son ahora estos bulos, ya que las personas que creen en ellos tienden a desoír las recomendaciones de las autoridades sanitarias y científicas que tratan de protegernos a todos.

Pero yo no voy a convencerles, porque no puedo hacer más; aquí acaba todo lo que puedo contarles. Desgraciadamente, no todos podemos ser Feynman. Aunque, oiga, pensándolo bien, él tenía la suerte de contar con una ventaja que no tenemos en este caso. Porque cualquiera puede comprobar por sí mismo que, al menos, los imanes funcionan.