Archivo de marzo, 2020

Si todo vuelve a ser igual después del coronavirus, esto volverá a suceder

Ayer y anteayer explicábamos aquí las principales razones por las que el mundo está sucumbiendo ante el coronavirus. Por un lado, y a pesar de las continuas e innumerables advertencias de expertos y organismos sobre la inminencia de una pandemia que mataría a millones de personas —el SARS-CoV-2 aún no llega a esos niveles de letalidad, pero puede llegar, según los modelos—, ni siquiera los gobiernos de los países más poderosos y con más recursos se lo tomaron lo suficientemente en serio como para desplegar planes sólidos de preparación, exceptuando a Corea del Sur, que en 2015 le vio las orejas al lobo con el peligroso brote del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), mucho más letal que la COVID-19.

Por otro lado, y como también conté aquí, el SARS-CoV-2 se ha revelado como el equivalente biológico de un grupo terrorista encubierto, lo que ha cogido desprevenidos a los propios científicos y expertos: pasa desapercibido y viaja oculto, pero cuando actúa, puede ser extremadamente letal para sus objetivos. La preparación era mayor para un virus como el ébola, menos contagioso, que no se esconde y es por ello más fácil de contener: solo lo transmiten las personas enfermas, que padecen una fiebre hemorrágica muy incapacitante. Por el contrario, el virus de la COVID-19 es de fácil transmisión, asintomático en un enorme número de casos, y tanto estos como los preclínicos –antes de mostrar síntomas– son también potenciales focos de contagio; pero cuando alcanza a los grupos más vulnerables puede ser devastador, como estamos viendo en los brotes surgidos en residencias de ancianos.

Imagino que a estas alturas casi todos conocemos ya casos de contagio, en propia carne o en nuestro entorno cercano, entre nuestros familiares, amigos y conocidos. Y casos de muertes. Hay quienes ya han perdido de un plumazo a su padre y a su madre, o a sus abuelos. Y aunque los fallecimientos entre las personas más jóvenes son raros, también ocurren.

Pero por encima de esta tragedia colectiva, no debemos perder de vista que podía haber sido mucho peor. El coronavirus MERS tiene una letalidad reportada del 35% (Case Fatality Ratio, que como ya expliqué es el porcentaje de personas enfermas que mueren, no el de contagiadas o Infection Fatality Ratio). La gripe aviar H5N1 se lleva por delante al 60% de las personas enfermas; es más probable morir que vivir. Es más: tanto esta gripe como la pandémica de 1918 mataron con preferencia a niños y adultos jóvenes y sanos. Imaginemos por un momento cómo sería la actual pandemia de la COVID-19 si en lugar de perder a nuestros ancianos estuviéramos perdiendo a nuestros hijos. Si los telediarios se llenaran día a día con cifras de NIÑOS muertos. Sí, podría haber sido muchísimo peor. Y puede serlo en el futuro.

Imagen de Studio Incendo / Wikipedia.

Imagen de Studio Incendo / Wikipedia.

Ya es hora de que, de una vez por todas, el mundo desarrollado comience a tomarse en serio la preparación contra futuras epidemias. Hay quienes han denominado a la COVID-19 «la pandemia del siglo». Pero queda mucho siglo por delante, y los expertos advierten de que llegarán otras y podrían ser infinitamente más graves. Además de que muchos parecen ignorar que la pandemia de gripe A de 2009 causó unas 280.000 muertes, una consulta muy recomendable para tomar perspectiva es la página de alertas de brotes infecciosos en la web de la Organización Mundial de la Salud (OMS): en lo que llevamos de año y además del infame SARS-CoV-2, hemos tenido ya brotes de ébola (por suerte, en este caso para anunciar su inminente fin), MERS, sarampión, dengue, fiebre de Lassa y fiebre amarilla.

Así pues, para que todo vuelva a ser como antes, como reza uno de los lemas que se repiten estos días, no todo puede volver a ser como antes. Algunas cosas tienen que cambiar para que otras no cambien. No se trata de que convirtamos el distanciamiento social en una costumbre; sino al contrario, para que el distanciamiento social no tenga que convertirse en una costumbre, deberán tomarse otras medidas. Será tarea de los expertos en salud pública decidir qué cosas y cómo, diseñar protocolos, destinar recursos… Pero algunas medidas muy concretas son evidentes y/o han sido repetidas (y desoídas) también innumerables veces por los expertos, cosas que han sido hasta ahora y que no pueden ser. Por ejemplo:

No puede ser que los productos antibacterianos se despachen como si fueran caramelos

El peligro no está solo en los virus. Uno de los mayores riesgos infecciosos para el panorama de la salud pública global son las bacterias resistentes, que según la OMS causan 700.000 muertes al año y podrían llegar a los 10 millones en 2050. Esta inmensa amenaza es desconocida para el público en general, pero los expertos llevan también años advirtiendo de que nos estamos quedando sin antibióticos, ya que el abuso de estos medicamentos durante décadas ha seleccionado y propiciado la proliferación de las cepas más resistentes.

Hoy el uso de los antibióticos está más controlado en los países desarrollados. Pero en cambio, se ha extendido la estúpida moda de los productos con compuestos antibacterianos (no confundir con los desinfectantes como la lejía): jabones, geles, champús, limpiadores, toallitas, e incluso tablas de cocina, esponjas… Y también estos compuestos, como el triclosán o el triclocarbán, conducen a su propia inutilidad, favoreciendo el crecimiento de las cepas resistentes. Algunas personas desarrollan una histeria germófoba que no se corresponde en absoluto con la realidad del riesgo habitual. La venta de los productos con compuestos antibacterianos debería restringirse a los usos para los que realmente son necesarios, como en los entornos hospitalarios. Y eso, si es que realmente son eficaces, lo cual ni siquiera parece claro.

No puede ser que la higiene pública sea solo una prioridad relativa

Podríamos pensar que vivimos en una sociedad bastante higiénica. Pero ¿es así? Hoy quien encienda un cigarrillo en un bar o un restaurante puede recibir una multa de cientos o miles de euros, a pesar de que esta sola acción esporádica no va a causar ningún daño a nadie; el tabaco mata, pero lo hace por exposición repetida. Sin embargo, en estos días están muriendo personas por contagios que pueden haberse producido con un simple contacto esporádico de la mano con una superficie contaminada.

¿Podemos llamar a la policía para que se clausure un bar o un restaurante por riesgo a la salud pública cuando encontramos los baños sucios, o cuando no hay jabón o ni siquiera agua para lavarnos las manos (o no hay agua caliente, la recomendada para un correcto lavado)? Nos resultaría inaceptable que pidiéramos un tenedor en un restaurante y nos dijeran que no tienen más. El local en cuestión pasaría de inmediato al fondo del pozo de TripAdvisor. Y sin embargo, hemos aceptado la ausencia de papel higiénico en los baños como algo normal, hasta el punto de que llevamos toallitas o pañuelos de papel para usarlos en tales casos.

Por supuesto que existen normativas sanitarias e inspecciones periódicas. Pero ¿cómo se compadece esta presunta vigilancia con lo que todos podemos ver fácilmente a diario en innumerables baños públicos? Y no se trata solo de lo que descubrimos a simple vista: ¿existe una vigilancia microbiológica constante y rigurosa de estos locales? Cuando se hace un verdadero estudio de este tipo, tomando muestras para la comprobación genética (por PCR) de la contaminación microbiológica, surgen los horrores: en 2014, un estudio en EEUU encontró casi 78.000 tipos de bacterias en los baños de una universidad, casi la mitad de origen fecal, e incluyendo bacterias multirresistentes a antibióticos y virus de papiloma y herpes. Y eso que aquellos baños se desinfectaron antes del experimento y parecían limpios a simple vista. Imaginemos los otros.

Imagen de pexels.com.

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No puede ser que nos expongamos a un riesgo de contagio por sacar dinero de un cajero o comprar un billete de metro

Pero cuidado: el riesgo no está solo en los baños públicos, ni mucho menos. Cajeros automáticos, terminales de pago, pantallas táctiles de uso público, pistolas de gasolineras, pomos de puertas… Todo aquello que muchos tocamos a diario y que también tocan muchas otras personas son focos de infecciones, e incluso más que un inodoro público, ya que, como ha quedado bien claro en los mensajes transmitidos durante la actual pandemia, las manos son la principal vía de contagio. Como conté aquí recientemente, un estudio en el aeropuerto de Helsinki (Finlandia) descubrió que una de cada dos bandejas de plástico de las que se usan para pasar por los escáneres de rayos contenía virus patógenos.

No es descartable que muchas personas contagiadas por el virus de la COVID-19 lo hayan contraído por el simple contacto con una de estas superficies de uso tan común. Y parece evidente que los responsables de la salud pública deberían buscar las maneras de evitarlo. El cómo, ellos sabrán: guantes (como los de las gasolineras, que muchas veces se acaban y no se reponen), sistemas sin contacto como el pago por móvil o las tarjetas de pago contactless (¡pero buscando un sistema que evite marcar el PIN con los dedos!), más puertas automáticas, más grifos y dispensadores de jabón automáticos…

Pero sobre todo, es necesario que se nos facilite el lavado de manos frecuente y en cualquier lugar. Que en todos los lugares de gran tráfico, como aeropuertos, estaciones de autobús, tren o metro, intercambiadores de transportes, centros comerciales, estadios, etcétera, haya puntos de lavado de manos obligatorios por ley. Que los baños públicos de todos los locales, bares y restaurantes, bien surtidos de agua caliente, jabón y dispensadores y grifos sin contacto físico, estén disponibles por ley a cualquier viandante, consuma o no consuma. Y que nosotros, todos, convirtamos la correcta higiene de manos en un precepto básico del orden social.

No puede ser, por el Dios cristiano, el musulmán, los siete dioses antiguos y los nuevos, el señor de luz, y todos los dioses de Asgard y Vanaheim, que las vacunaciones sigan siendo voluntarias

Para conducir una moto es obligatorio llevar casco, a pesar de que no hacerlo únicamente perjudica al propio motorista. Sin embargo, una persona que no se vacuna es un gravísimo e inaceptable riesgo para la comunidad, ya que rompe la inmunidad grupal y pone en riesgo a aquellos vacunados que no han desarrollado inmunidad, y a quienes no pueden vacunarse por motivos médicos. La vacunación no puede ser una decisión personal, porque sus efectos no lo son: TODA persona no vacunada es un posible foco de contagio. No puede permitirse jamás que un niño no vacunado entre en un aula.

Vivimos engañados por el concepto de las «vacunas obligatorias», ya que en realidad no lo son. Es un eufemismo que distingue a las cubiertas por la sanidad pública de las que no lo están. La sanidad pública debe ampliar su cobertura de vacunas, y las obligatorias deben serlo de verdad. En varios países se están adoptando diferentes medidas para que así sea, desde negar las coberturas públicas a quienes rehúsan las vacunas, hasta multas e incluso penas de prisión.

El sarampión, una enfermedad contra la que existe una vacuna totalmente segura y eficaz, mató en 2018 a 140.000 niños en todo el mundo. Repetimos con letras: ciento cuarenta mil niños muertos. La inmensa mayoría de ellos no tuvieron acceso a una vacuna por haber tenido la mala fortuna de nacer en países pobres. Pero en los países ricos, el cáncer social de los movimientos antivacunas ha hecho repuntar enfermedades que estaban controladas. En abril de 2019 la ciudad de Nueva York, afectada por un peligroso brote de sarampión en Brooklyn, ordenó la vacunación obligatoria en 48 horas, bajo penas de multa o prisión. En Europa, nuestro Centro para el Control de Enfermedades ha alertado de que los casos de sarampión se han multiplicado en los últimos años; en 2017 se cuadruplicaron respecto al año anterior.

Recientemente dos expertos en salud pública de la Universidad de Arizona, Christopher Robertson y Keith Joiner, especializados en el estudio de cómo el transporte aéreo facilita la expansión de brotes epidémicos, recomendaban en un artículo en The Conversation que se dispongan medidas legales para denegar el embarque en los aviones a las personas que no cumplan con las vacunaciones obligatorias, y que se construyan bases de datos para que las autoridades y las aerolíneas puedan comprobar el estado de vacunación de los posibles pasajeros. Según estos dos expertos, al menos en EEUU estas medidas no entrarían en conflicto con los derechos constitucionales. En los aviones compartimos durante horas el aire, los baños y las superficies con otras muchas personas, y todos nos dispersamos una vez que hemos llegado al destino; son perfectos incubadores de epidemias.

No puede ser que la protección de datos prevalezca sobre la protección de vidas

Al hilo de lo anterior, y si a alguien le parece que poner nuestros datos de vacunación a disposición de autoridades o incluso de compañías privadas es un atentado contra nuestra privacidad, hay una decisión que deberíamos tomar, y es si preferimos la protección de datos o la protección de vidas. Aquí comenté ayer el caso de Corea del Sur, que al menos hasta ahora ha contenido la epidemia de SARS-CoV-2 no solo con los test masivos, sino también con una flagrante invasión de la privacidad: por medios tecnológicos se han rastreado los movimientos de las personas contagiadas a través de cámaras de televisión, teléfonos móviles y tarjetas de crédito, y estos datos se han publicado, sin información identificativa, para que cualquier persona pudiera comprobar si había podido tener contacto con algún contagiado.

Por muy escrupulosos que seamos hoy con nuestra privacidad de datos, que en circunstancias normales está bien que así sea, en circunstancias excepcionales como las actuales la protección de vidas debe prevalecer. En los medios occidentales se ha criticado la invasión de la privacidad en Corea y se ha dicho que esto sería inaceptable para nuestra mentalidad. Pues deberá dejar de serlo: debería ser una obligación de ciudadanos solidarios y responsables poner nuestros datos a disposición de las autoridades si con ello pueden rastrearse los posibles contagios. Y quien tenga algo que ocultar en los datos de su teléfono móvil o de su tarjeta de crédito, será su problema personal con aquellos a quienes está ocultando dichos datos.

No puede ser que las personas con enfermedades transmisibles vayan alegremente por la calle dispersando su infección

En estos días se repiten los grandes elogios hacia la solidaridad y la responsabilidad de la población española, y todo el que elogia recibe a su vez el afectuoso aplauso social. Pero en fin, alguien tendrá que hacer el papel antipático; no se trata de entrar en valoraciones, sino solo de constatar los hechos: ¿quién en este país se ha puesto alguna vez una mascarilla para no contagiar a otros su gripe?

Y sin embargo, ahora la visita al súper nos descubre una clara mayoría de personas con mascarillas para no contagiarse ellas mismas, desoyendo la recomendación de las autoridades, privando de estos recursos a quienes realmente los necesitan —personal sanitario y de emergencias— y, además, utilizándolos mal: mascarillas por debajo de la nariz, manos tocando la cara para recolocarlas, mascarillas que se bajan y se arrugan bajo el labio inferior para hablar por el móvil y luego vuelven a subirse (todo ello visto personalmente)… Los defensores de la mascarilla se basan en que ayuda a no tocarse la cara; bien, ¿y los datos?

¿Quién se ha quedado alguna vez en casa con gripe para no contagiar a otras personas, y no por el propio malestar? Pongámoslo aún más difícil y excluyamos las bajas laborales, que a eso es fácil apuntarse: ¿quién alguna vez ha rechazado una quedada, unas cañas, un cine, una cena, para no esparcir su gripe a los cuatro vientos?

La gripe mata. Mucho. Concretamente, las gripes estacionales causan cada año hasta 650.000 muertes por enfermedad respiratoria, según la OMS, y en España la temporada de gripe 2018-2019 dejó 6.300 muertes, según el Informe de Vigilancia de la Gripe en España del Instituto de Salud Carlos III; fue un balance mejor que la temporada anterior. Y en las cadenas de transmisión que conducen a esas muertes podemos haber participado cada uno de nosotros, transmitiendo la gripe a otros por haber salido de casa cuando sabíamos que estábamos enfermos.

No puede ser que esto no importe a nadie simplemente porque las decenas de miles de hospitalizaciones por gripe (35.000 la pasada temporada, 50.000 la anterior) no saturan los sistemas de salud, que generalmente ya están dimensionados para acoger esos picos invernales (ver figura). Entre el pánico y los confinamientos de la COVID-19, y el encogimiento general de hombros ante la mortalidad de la gripe, hay un término medio que sería deseable mantener siempre: aplicarnos el #QuédateEnCasa para no contagiar a otros siempre que nos encontremos enfermos; ponernos una mascarilla si no nos queda más remedio que salir estando enfermos; y el lavado de manos, etcétera, etcétera.

Los picos invernales de la mortalidad de la gripe en España. Imagen del ISCIII.

Los picos invernales de la mortalidad de la gripe en España. Imagen del ISCIII.

Conclusión:

Quizá algo de lo anterior, o incluso todo, pueda a muchos parecerles exagerado, propio de germófobos obsesivos como aquel Howard Hughes que retrataba Leonardo DiCaprio en la película El aviador. Pero quienes ya tenemos edad recordamos la época en que se fumaba incluso en los aviones. Hubo un cambio drástico de mentalidad respecto al tabaco. Urge un cambio de mentalidad aún más radical frente a las enfermedades infecciosas; estamos hablando de algo que, esperemos que sea solo por unos meses, ha sido capaz de cambiar la vida del planeta tal como la conocíamos. Y que volverá a suceder, incluso en una versión mucho más aterradora, si después del coronavirus todo vuelve a ser como antes; si, como decía un reciente artículo editorial en The Lancet, no conseguimos romper el «ciclo de pánico y después olvido» al que estamos acostumbrados.

España creía estar preparada al 100% para contener una epidemia: por qué el mundo sucumbe al coronavirus

Hace tiempo, mucho antes de que todo esto comenzara, recuerdo que una newsletter de un medio científico llevaba un artículo titulado «La gran pandemia de nuestro tiempo», o algo parecido. Uno, que fue investigador en inmunología, trata de mantenerse al día sobre todo lo nuevo relativo a enfermedades infecciosas. Así que pinché en el titular. Resultó que el artículo hablaba de la obesidad.

No se trata de desdeñar el papel de la obesidad como factor de riesgo de enfermedades, que lo es. Pero hablar de la obesidad como pandemia no solo es técnicamente incorrecto, algo impropio de un medio científico, sino que ahora, frente a lo que estamos padeciendo, casi parecería un mal chiste, si no fuera porque no estamos para chistes.

(Nota aclaratoria: «pandemia» es un término reservado para las enfermedades infecciosas. Nada impide utilizarlo en sentido metafórico, como cuando se dice que «fulano ha provocado un terremoto con sus declaraciones». Pero llamar pandemia a cualquier cosa que nos apetezca confunde y no ayuda. Y por otra parte, la obesidad es un factor de riesgo, no una causa de muerte, excepto quizá para casos como el de la mujer obesa de Pensilvania que mató a su novio sentándose sobre él. Por más veces que se repita hasta el hartazgo «la obesidad mata a X millones de personas«, no, la obesidad no mata. Facilita que otras cosas maten).

La anécdota ilustra una realidad alarmante. El mundo (rico) suele estar hoy inmensamente preocupado por la obesidad, el cáncer, las enfermedades cardiovasculares, el alzhéimer… Pero ha olvidado las enfermedades infecciosas. Suele citarse el ejemplo de William Stewart, que fue cirujano general de EEUU y que en 1967 dijo: «Es hora de cerrar el libro de las enfermedades infecciosas, y de declarar ganada la guerra contra las pestes».

El problema es que, en realidad, Stewart jamás dijo tal cosa, como demostró un estudio en 2013, por lo que al pobre doctor se le ha colgado un injusto sambenito por algo que nunca dijo. Pero sí es cierto que, como reconocían los propios autores de aquel estudio absolutorio, la frase falsamente atribuida a Stewart refleja una forma de pensar y una tendencia entre muchos de sus contemporáneos, y desde entonces largamente instalada en nuestra sociedad.

Y eso es lo que nos ha llevado a este desastre.

Por mucho que pueda criticarse la actuación frente al coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 por parte de tal o cual gobierno, nacional o autonómico, propio o extranjero, las críticas a un bando de la trinchera y al otro que tanto están proliferando en estos días simplemente nacen de un interés político partidista-guerrillero. No aportan absolutamente nada útil. Porque lo único cierto es que, en realidad, nadie ha sabido qué hacer ante esta crisis. Y si nadie ha sabido qué hacer ante esta crisis es porque nadie tenía buenos planes sobre qué hacer ante esta crisis. Y si nadie tenía buenos planes sobre qué hacer ante esta crisis es porque nadie esperaba esta crisis. Y si nadie esperaba esta crisis es porque nadie creyó a quienes llevan años avisando de esta crisis.

Desinfección en Bilbao por el coronavirus de COVID-19. Imagen de Eusko Jaurlaritza / Wikipedia.

Desinfección en Bilbao por el coronavirus de COVID-19. Imagen de Eusko Jaurlaritza / Wikipedia.

Esta semana, el magnate de la prensa Juan Luis Cebrián escribía en su periódico El País un artículo titulado “Un cataclismo previsto”, con este subtítulo: “Las principales instituciones mundiales denunciaron hace meses que un brote de enfermedad a gran escala era una perspectiva tan alarmante como realista y alertaron de que ningún Gobierno estaba preparado”.

Cebrián se refería sin duda, aunque no lo detallaba, a un informe titulado “A World at Risk” (Un mundo en riesgo), publicado en septiembre de 2019 por el Global Preparedness Monitoring Board (GPMB) –un organismo de la Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial– y que advertía de la amenaza de una pandemia por un posible nuevo patógeno respiratorio altamente contagioso que podría matar a millones de personas, y de que los gobiernos del mundo no estaban preparados para ello.

Ahora bien, ¿escribió algo Cebrián sobre dicho informe cuando este se publicó, en septiembre, en aquellos tiempos en que la vida era normal? Cebrián tiene una silla en Davos, el lugar donde se cocinan las decisiones del planeta, además de ser una de las personas más influyentes en nuestro país. ¿No podía haber llevado aquel informe a la atención de los líderes mundiales antes, cuando habría servido de algo? Porque ser profeta del pasado es muy fácil. De hecho, es una ocupación tan desvalorizada que ahora los tenemos a millones en Twitter.

Pero el informe citado por Cebrián es solo uno más de una larga cadena de voces de expertos y de organismos científicos y sanitarios que durante años han advertido del riesgo de una gran pandemia que pondría el mundo patas arriba. Escojo solo tres ejemplos de mi propio archivo de tiempos ya relativamente lejanos, pre-COVID-19:

En 2007, hace 13 años, cuando el peligro era la muy letal gripe aviar H5N1, escribí esto:

A tenor de la expansión de este virus y a juicio de la Organización Mundial de la Salud, “el mundo está más cerca que nunca de otra pandemia desde 1968”, año en que acaeció la última del siglo XX. Los autores del presente estudio confían en que los nuevos datos contribuyan a la lucha contra “la inevitable pandemia que puede matar a decenas de millones”.

En 2015, hace cinco años, con ocasión del brote del coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) en Corea del Sur, escribí esto:

Ya son muchos los expertos que advierten de que, en materia de nuevas enfermedades infecciosas, es prioritario que los esfuerzos, la financiación y los protocolos clínicos se adecúen en tiempo y forma a lo que aún no ha llegado, pero sin duda llegará.

La última de las voces advirtiendo sobre el hielo delgado que pisamos ha sido la de Bill Gates. En la cuarta cumbre anual sobre filantropía celebrada este mes por la revista Forbes, el cofundador de Microsoft participó en un coloquio sobre las lecciones aprendidas de la crisis del ébola. En opinión de Gates, la próxima epidemia de este virus no nos sorprenderá sin preparación, pero no podemos decir lo mismo de futuras pandemias causadas por otros patógenos de más fácil contagio. Y advertía: “Lo que con más probabilidad puede matar a diez millones de personas en los próximos 30 años es una epidemia”. “La filantropía no es lo suficientemente grande para ocuparse de todo el problema. El gobierno debe asumir el papel dominante”, demandaba Gates. Y lo cierto es que ya son demasiados avisos como para seguir ignorándolos.

Y en 2016 hablé de otro de esos estudios que nos habían advertido:

La fundación sueca Global Challenges Foundation y el Global Priorities Project de la Universidad de Oxford acaban de publicar su informe anual Riesgos Catastróficos Globales 2016, que analiza las amenazas debidas a «eventos o procesos que podrían llevar a la muerte de aproximadamente una décima parte de la población mundial, o que tengan un impacto comparable». Al frente de estos riesgos se encuentran los únicos que históricamente han alcanzado este nivel de letalidad: las pandemias.

Son solo tres ejemplos de cómo a innumerables expertos se les ha secado la boca durante años alertando de que esto iba a llegar, y de que no estábamos preparados. También durante años, todos los que nos dedicamos a comunicar la ciencia hemos hecho de altavoz de esas demandas, pero por desgracia sin los miles de vatios de sonido de un Cebrián. Bien, aquello sobre lo que se lleva años advirtiendo por fin ha llegado. ¿Y quién estaba preparado?

Corea del Sur.

Durante estos días se ha hablado mucho de cómo este país asiático ha conseguido, al menos por el momento, contener la epidemia de COVID-19 sin recurrir a medidas drásticas de confinamiento de la población. Pero no se ha contado la historia completa, ya que la realización de test masivos a la población y otras medidas más controvertidas, como el rastreo y la vigilancia de movimientos de las personas contagiadas y sus contactos, no son fruto de la improvisación, de una ocurrencia repentina. A diferencia de otros, Corea ya estaba preparada.

En 2015, cuando surgió el brote de MERS mencionado más arriba, el gobierno coreano se tomó muy en serio la preparación del país contra futuras epidemias. El Centro para el Control de Enfermedades de aquel país hizo un reanálisis completo y concienzudo de sus estrategias, y elaboró un plan detallado y exhaustivo contra futuras amenazas. Aquella preparación de ayer es el éxito de hoy.

Sin embargo, exceptuando Corea, el resto de los países han ignorado sistemáticamente las advertencias de los expertos sobre terribles pandemias inminentes. En EEUU, por ejemplo, el diario The New York Times ha revelado en estos días que en 2019 se llevó a cabo un gran proyecto gubernamental de simulación de una pandemia, llamado Crimson Contagion, y no era el primer proyecto de este tipo. Pero la preparación real de aquel país para la COVID-19 queda patente en la situación actual. Concluye el NYT: “El conocimiento y el sentido de urgencia sobre el peligro parece no haber llegado nunca a recibir la suficiente atención al más alto nivel del ejecutivo o del Congreso, dejando a la nación con fondos insuficientes, carencia de equipos y desorganización dentro y entre diversas ramas y niveles del gobierno”.

Y ¿qué hay de nuestro país? Las cifras actuales también hablan por sí solas. Pero la situación actual, se engañe quien se engañe dando vueltas en su rueda política de hámster, no se debe a lo hecho o no hecho ahora, sino a lo no hecho durante años, con gobiernos del PP y del PSOE, y autonómicos de otros colores diversos.

Y esto es lo más irónico: existe un sistema de autoevaluación de los países para la OMS sobre las capacidades del sistema nacional de salud en materia, entre otras, de vigilancia, enfermedades zoonóticas, respuesta, coordinación, laboratorios, políticas reguladoras y comunicación de riesgos. El informe de España de 2018 que, repito, es una autoevaluación del propio país, se ponía una nota de entre 80 y 100% en todo, excepto en comunicación de riesgos, con una nota del 60%.

Por ejemplo, en “mecanismos de financiación y fondos para la respuesta a tiempo a emergencias de salud pública”, España se ponía a sí misma un 80%; un 8, notable. En “función de alerta temprana: vigilancia basada en indicadores y datos”, otro 8, lo mismo que en recursos humanos. Pero en “planificación de preparación para emergencias y mecanismos de respuesta”, nos dábamos a nosotros mismos un 10. Y en “capacidad de prevención y control de infecciones”, pues otro 10, para qué menos.

En resumen: hemos vivido engañados. Y ahora nos gusta seguir engañándonos a nosotros mismos fingiendo que la situación actual es culpa del gobierno central, si somos de derechas, o del autonómico de Madrid, si somos de izquierdas.

Y ¿qué nos enseña todo esto? Nos enseña que esto no puede volver a ocurrir. Que ya es hora de que, de una vez por todas, todos los gobiernos de todos los países, en la medida de su nivel de desarrollo, comiencen a tomarse realmente en serio la preparación contra enfermedades infecciosas epidémicas. En estos días se transmite la idea de que algún día todo volverá a ser igual que antes, y se entiende que mensajes como este son necesarios ahora para reforzar la moral durante el confinamiento. Pero no puede ser así: para que algunas cosas no cambien, otras deberán cambiar para siempre, o pronto nos encontraremos con la próxima pandemia, de un virus quizá mucho más letal que el SARS-CoV-2. Mañana seguimos.

¿Se subestimó la amenaza del coronavirus de la COVID-19?

Parece que han pasado meses. Y, de hecho, han pasado; en concreto, ya casi dos. Fue el 24 de enero, al día siguiente de que en China se decretaran los cierres, las cuarentenas y las restricciones de viaje en Wuhan y otras ciudades de Hubei, cuando aquí escribí esto:

Pero a segunda vista, lo cierto es que hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general. En primer lugar, y mientras que la posibilidad de transmisión del temible virus africano por el aire (aerosoles) aún es controvertida, en el caso del nuevo coronavirus chino parece confirmada, lo que apunta a un contagio fácil como el de una gripe. Y este es precisamente uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia.

Por otra parte, también suele señalarse que el ébola mata demasiado y demasiado deprisa, por lo que resulta más asequible localizarlo y contenerlo. El causante ideal de una futura pandemia global sería, dicen los expertos, un virus con síntomas más leves e inespecíficos, lo que dificultaría su reconocimiento, y con una mortalidad baja, lo que le daría ocasión de expandirse. Pero incluso con una letalidad de solo un 2%, su impacto podría ser devastador; pensemos que la gripe de 1918 infectó a la tercera parte de la población mundial. Si algo semejante llegara a ocurrir hoy, imaginemos lo que supondrían más de 300.000 víctimas mortales en una población como la española.

En resumen, el coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico. Y aunque en estos días a todos aquellos que tenemos una cierta relación con estos asuntos suelen preguntarnos si hay motivos para la preocupación, en realidad no se trata tanto de temer la posibilidad de que un virus como este pueda llevarnos al otro barrio a cada uno de nosotros en particular, sino de la perspectiva, que nadie puede descartar, de un azote global que deje una herida profunda en nuestro mundo, como lo hizo la gripe de 1918.

Por entonces, al virus se le conocía simplemente como el nuevo coronavirus chino, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) le había asignado el nombre provisional de 2019-nCoV. Aún había causado solo 26 muertes entre un millar de afectados en China, y muchos lo veían como un problema ajeno, algo que nunca llegaría aquí.

Poco después, todo comenzó a desbordarse. Los casos empezaron a detectarse fuera de China y comenzaron a crecer. Del relativo desinterés anterior se pasó en solo unos días al pánico y la histeria colectiva. El foco del interés público se desplaza y se concentra fácilmente por la acción de los medios y por la amplificación de las redes sociales. Se malentendieron algunas cosas. Entonces, y por tratar de contribuir a mantener las cosas en su contexto, a no perder la perspectiva general y evitar el inmenso sesgo cognitivo que se estaba generando con respecto al nuevo virus, escribí esto:

Y, mientras, aquí estamos, inmersos en una epidemia de pánico e histeria por un virus que hasta ahora ha matado a 425 personas en todo el mundo (dato de hoy), y cuya letalidad, en el peor de los casos, será solo un poco más elevada que la de cualquier gripe; en el mejor, podría ser incluso menor, una vez que se tengan mejores estimaciones de los casos asintomáticos.

[…]

Hoy la gripe continúa siendo el problema epidemiológico infeccioso presente y futuro que más preocupa a los expertos y a las autoridades.

[…]

Pero arriesgando un poco, me atrevería a proponer uno de los posibles factores que quizá hayan contribuido a inflar ese globo: el nombre. La gripe ya es algo cotidiano y conocido.

Durante aquellos días, hubo medios que empezaron a difundir la idea errónea de que la nueva enfermedad era «como una gripe», confundiendo el mensaje que en aquel momento entidades como la OMS y otras autoridades trataban de transmitir: no se trataba de que la hoy llamada COVID-19 fuera una gripe, sino que la gripe era, y hoy todavía es, la mayor lacra infecciosa permanente con efectos mucho más graves para la salud pública en los países desarrollados (el resto tienen otros problemas probablemente más acuciantes) que cualquier otro tipo de patógeno epidémico surgido hasta ahora, incluido el coronavirus SARS-CoV-2. Mientras el mundo está sumido en la locura del coronavirus, en esta temporada la gripe ha infectado ya solo en EEUU a 36 millones de personas, provocando 370.000 hospitalizaciones y 22.000 muertes, según datos del Centro de Control de Enfermedades de aquel país.

¿Por qué estas miles de muertes no parecen importar a nadie? ¿Por qué no provocan cada invierno el pánico, los cierres, las cuarentenas? Quizá por el mismo motivo por el que esto tampoco satura los sistemas sanitarios: simplemente, ya lo tenemos asumido y absorbido en el sistema y en nuestras mentes, porque es el pan nuestro de cada invierno. Quisiera ofrecer aquí datos de España o de Europa, pero estos no se facilitan con tanta actualización, o al menos yo no los he encontrado. Pero es tan interesante como aterrador contemplar este gráfico de EuroMoMo, la entidad que vigila el exceso de mortalidad y sus causas en Europa. Aquí vemos cómo se dispara la mortalidad cada invierno, sobre todo en las personas de mayor edad. Este es el trágico balance de la gripe y de las otras 67 enfermedades estacionales que padecemos.

Número de muertes en Europa por semanas y años en cuatro grupos de edad. Fuente: EuroMoMo.

Número de muertes en Europa por semanas y años en cuatro grupos de edad. Fuente: EuroMoMo.

La interpretación errónea de las referencias a la gripe se sumó a los argumentos, por parte de medios no especializados y de un sector del público, según los cuales la epidemia del SARS-CoV-2 se ha gestionado mal, o se ha reaccionado tarde. Se han ensalzado las desafortunadas palabras del cirujano Pedro Cavadas cuando dijo que el gobierno chino estaba maquillando las cifras para ocultar un número de enfermos y de muertos diez o cien veces mayor, algo que entonces era una mera especulación sin el menor fundamento y que hoy es simplemente falso a todas luces. En el colmo del disparate, incluso ha llegado a decirse que acertaron más en la previsión sobre esta pandemia ciertos personajes que viven de alarmar al público hasta por una sombra en la foto de un cementerio o por un ruido de fondo en una grabación en un pueblo en ruinas.

Pero que haya ocurrido todo lo anterior es natural, o al menos esperable. Como también lo es que incluso la reacción a una pandemia se haya politizado, hasta el punto de que apoyar la acción de las autoridades de este país o denostarla parece depender del color político que tiña el cerebro de cada cual.

Y sin embargo, lo único que en el fondo impera es esto: las autoridades de este país, con Fernando Simón a la cabeza en los aspectos científicos de la epidemia, se han ceñido en todo momento a la ciencia vigente y han actuado de acuerdo al conocimiento científico disponible. Digan lo que digan Twitter o los tertulianos de turno. Ni siquiera, pongamos por ejemplo, un doctorado en inmunología, como el mío, faculta para cuestionar las decisiones de los expertos en epidemiología cuando dichas decisiones se ciñen a la ciencia vigente. Pero sí para apreciar que la inmensa mayoría de las opiniones que se vierten por ahí libremente criticando esas decisiones tienen el mismo valor que las que yo podría aportar sobre las decisiones económicas del gobierno; o sea, ninguno.

El problema obvio es que el conocimiento científico de hoy no es el mismo que el de hace semanas. Y las decisiones de hace semanas se tomaron con el conocimiento correcto, pero incompleto, de hace semanas. Cuando ahora en los medios aparecen personajes como el médico Oriol Mitjà exigiendo la dimisión de los responsables de la epidemia en España por lo que según él son graves errores cometidos en la gestión de esta crisis, es tentador empuñar los tridentes y prender las antorchas. Pero probablemente muchos de quienes ahora le jalean ignoran que este es el mismo Mitjà que el 11 de febrero calificaba al coronavirus como «infección leve» a la cual atribuía una letalidad baja, del 0,2%, «muy similar a la de la gripe epidémica que padecemos todos los inviernos».

(Lo más curioso de todo es que, en el fondo, Mitjà tenía razón entonces en sus datos, por lo que habría hecho mejor en ceñirse a sus anteriores declaraciones. Pero no adelantemos).

Cuando en España no se tomaron esas decisiones drásticas que posteriormente se han tomado, era porque se desconocían datos esenciales sobre la epidemia que hoy se conocen. Y entre todos ellos, fundamentalmente este: según dos estudios recientes, la inmensa mayoría de los infectados por el SARS-CoV-2 no se conocen ni se contabilizan, por no presentar síntomas o solo muy leves, pero son focos potenciales de transmisión.

Uno de los estudios, publicado en Science, estima que el 86% de los contagiados no aparecen en los datos, y que estos son responsables del 79% de las infecciones que sí aparecen finalmente como casos documentados. El otro, aún sin publicar (hasta donde sé), calcula que en total el virus ha infectado al 19,1% de la población de la ciudad de Wuhan, lo que asciende a 1.905.526 personas. Casi dos millones, frente a los algo más de 50.000 que sí presentaron síntomas y necesitaron atención hospitalaria.

Estos datos explican que el virus escapara tan fácilmente de Wuhan, retrasando la propagación de la epidemia a otros lugares pero sin lograr reducirla, en contra de lo que las drásticas medidas adoptadas allí invitaban a suponer. Se ha dicho que hasta cinco millones de habitantes abandonaron aquella región antes de los cierres. Muchas de estas personas estaban ya contagiadas sin saberlo. Y sin que los científicos lo supieran. Para las autoridades de otros países, era imposible adoptar medidas basadas en una avalancha de personas contagiadas que entonces aún no se conocía. Y para quienes ahora quieren destacar como los salvadores de la humanidad, es muy fácil hacerse los listos a toro pasado, como decía alguien en Twitter.

Pero los datos de estos estudios son también una buena noticia. Porque si los contagiados asintomáticos o levemente sintomáticos son la inmensa mayoría, esto implica que la peligrosidad del virus es, en efecto, mucho menor de lo que se ha manejado en un principio, dando la razón a la anterior encarnación de Mitjà. Conviene aclarar que los epidemiólogos manejan dos conceptos muy diferentes que en los medios y entre el público suelen confundirse. Uno es el Case Fatality Ratio (CFR), o mortalidad entre las personas que están enfermas y que por tanto en su mayoría requieren atención hospitalaria. Y otro diferente es el Infection Fatality Ratio (IFR), o mortalidad entre todas las personas que están contagiadas, estén enfermas o no.

Una parte del pánico viene provocada por el cálculo de la OMS de que el virus tiene una mortalidad del 3,4%. El mensaje que cala entre el público es este: entre 3 y 4 personas de todas las que contraen el virus mueren. Pero ya expliqué aquí que esto no es cierto: en el infortunado experimento natural del barco Diamond Princess, más de la mitad de los pacientes eran asintomáticos, y el IFR fue del 0,85%. Pero los nuevos estudios arrojan datos aún más esperanzadores. Según los datos de Wuhan, el IFR es de 0,04%; mueren 4 de cada 10.000 personas que contraen el virus. Incluso sumando el efecto retraso (que ya expliqué aquí), la cifra sube solo al 0,12%. Una letalidad incluso menor que la aventurada por Mitjà cuando era de la opinión de que la del coronavirus es una infección leve.

A estas alturas, ya no pueden ignorarse los datos de que la gran mayoría de las infecciones son asintomáticas y de que, entre las sintomáticas, la gran mayoría son leves. Por supuesto que esto no disminuirá la tragedia de los casos que sí son graves o letales, ni la desolación de quienes están perdiendo a los suyos en esta batalla.

Pero de cara a cómo se están presentando los datos al público, y del efecto que esta presentación de datos ejerce sobre el público, surge una pregunta: cuando se informa diariamente del número de infectados y del número de muertes, y para evitar que cualquier tuitero haga una regla de tres que lleva a una conclusión errónea, ¿no sería conveniente aclarar que la cifra de contagiados corresponde solo a los casos registrados, la mayoría sintomáticos y/o hospitalizados, y que en realidad el número total de personas con el virus es probablemente hasta 40 veces mayor? ¿Y que por lo tanto la mortalidad es entre uno y dos órdenes de magnitud más baja de lo que se entiende?

Es decir: cuando hoy se cuenta que en España hay cerca de 14.000 contagiados, los estudios de los expertos dicen que sencillamente eso no puede ser cierto. Debería decirse que hay cerca de 14.000 personas en atención sanitaria o testados positivos con o sin síntomas, pero se supone que estos últimos son una pequeñísima minoría, por lo que, si los datos de los dos estudios anteriores son aplicables, el número total de contagiados en España podría andar hoy en torno al medio millón.

Y del mismo modo, las decisiones de hoy no pueden tomarse con los datos que aún no se conocen y que, esperemos, se acabarán conociendo algún día. Por ejemplo, son pocas las personas jóvenes y sanas que mueren por este virus, pero las hay. ¿Por qué? Hoy no se sabe. Quizá estas personas tengan propensión a reacciones hiperinmunes en las que es el propio sistema inmunitario el que provoca la catástrofe del organismo. O tal vez algún día se conozca algún factor de riesgo adicional, hoy inimaginable, que de haberse conocido hoy habría permitido proteger a estas personas. Pero por desgracia, una bola de cristal es solo una esfera de vidrio.

Claro que este altísimo porcentaje de casos no detectados ni registrados implica también una mala noticia. Mañana seguimos.

¿Podrá contenerse el coronavirus? Esto ya ha ocurrido antes

Con las medidas que pretenden contener la propagación del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, como el cierre de colegios y otros centros y la cancelación de espectáculos y reuniones, se dice en estos días que estamos viviendo una situación sin precedentes, y esto es cierto si centramos el foco en nuestras pequeñas comunidades. Pero si lo ampliamos al mundo más grande, he aquí lo que encontramos.

Hace once años surgía en México una nueva cepa de gripe A H1N1 epidémica (no endémica, como las estacionales) que guardaba similitud con el virus que provocó la catástrofe de la gripe de 1918 (la que en todo el mundo continúa llamándose gripe española, a pesar de que se sabe que no nació aquí y que la Organización Mundial de la Salud, OMS, ahora recomienda no vincular patógenos a lugares geográficos).

Parece que hoy ya pocos recuerdan aquello, pero en su día, y durante meses, se vivió en gran parte del mundo una situación similar a la actual. Aquí nos llegó la práctica monopolización de los telediarios, las imágenes de gente con mascarillas y poco más. Pero se cerraron escuelas al menos en EEUU (donde llegaron a cerrarse 700 colegios), Reino Unido, Tailandia, Sudáfrica, Serbia, Nueva Zelanda, Italia, Japón, Hong Kong, China, Bulgaria y Francia. Se recomendó no viajar, se establecieron controles de temperatura corporal en los aeropuertos y se impuso cuarentena a las personas que habían viajado a zonas afectadas por la epidemia, aconsejándose vivamente el aislamiento voluntario a las personas que notaran síntomas. Hubo cuarentenas en hoteles enteros y en barcos de cruceros. Se recomendó el teletrabajo. Cundió también la locura de las mascarillas.

Una imagen de México D.F. en la pandemia de gripe A de 2009. Imagen de Eneas de Troya / Flickr / CC.

Una imagen de México D.F. en la pandemia de gripe A de 2009. Imagen de Eneas de Troya / Flickr / CC.

¿Cuál fue el resultado de todo aquello? El brote se detectó en abril. Ese mismo mes y debido a la rápida expansión de la epidemia, la OMS declaraba la emergencia de salud internacional. Dos meses después, en junio, se declaraba la pandemia y dejaban de contarse los casos; a partir de entonces se hablaba de porcentajes de población infectada.

Afortunadamente, la gripe A pandémica de 2009 (mal llamada gripe porcina) resultó ser mucho menos letal de lo que parecía en un principio. Lo cual instigó acusaciones contra la OMS de haber sobreactuado. La revista BMJ publicó una investigación que demostraba intereses económicos en compañías farmacéuticas por parte de algunos asesores de la OMS durante la crisis de la gripe. Esto suponía un conflicto de intereses inaceptable; sobre todo teniendo en cuenta que todas las voces que a diario y a través de múltiples cauces están guiando las prescripciones sobre, por ejemplo, vida sana y saludable, carecen por completo de intereses económicos en la industria de la vida sana y saludable, como es bien sabido.

La OMS, por su parte, reconoció ciertos errores técnicos en su gestión de la pandemia, pero defendió los criterios epidemiológicos y virológicos que habían guiado sus decisiones. Y a pesar de ello, si algo de aquello queda hoy en la memoria de algunos, es que la OMS se vendió a las farmacéuticas y que la gripe de 2009 fue un montaje.

Solo que ese supuesto montaje causó, en un año, unas 280.000 muertes (entre 151.700 y 575.400).

Digámoslo también con letras: más de un cuarto de millón de personas murieron en todo el mundo a causa de la pandemia de gripe A de 2009. La enfermedad resultó ser mucho menos letal de lo que se sospechó inicialmente, pero la contrajo entre el 11 y el 21% de la población mundial. A pesar de todas las medidas de contención.

Así que, no, en realidad nada de lo que estamos viviendo ahora es tan nuevo como para que nuestra flaca memoria no pueda recordar situaciones anteriores similares. A esto hay que añadir que había un factor extra de pánico en la pandemia de gripe de 2009, y es que, como ocurrió antes con la de 1918, la enfermedad afectaba sobre todo a niños y adultos jóvenes y sanos.

Volvamos al presente, al coronavirus nuestro de cada día. Todas las medidas de contención, incluso si causan perjuicios, son bienvenidas si se trata de conseguir un bien mayor. Pero ¿se está teniendo en cuenta si esas medidas procuran ese bien mayor, de acuerdo a los estudios científicos de los expertos y las experiencias previas? ¿Se tiene la seguridad de que los beneficios esperables superan a los perjuicios? ¿O incluso si esos beneficios son realmente esperables? ¿Esas decisiones se basan en ciencia, o corren los gobiernos como pollos sin cabeza, legislando para el miedo y arrojando a la gente a vaciar supermercados?

Un ejemplo: como conté aquí hace unos días, se dio por hecho que cerrar Wuhan y otros lugares de China ayudaría a que el virus no escapara de allí, o que al menos la epidemia fuese menos grave en el resto del mundo. Pero cuando un estudio científico ha evaluado esta proclama con modelos matemáticos de simulación, ha descubierto que en realidad aquellas medidas no lograron en absoluto cambiar el curso de la epidemia, sino solo retrasar su expansión de tres a cinco días al resto de China, y de dos a tres semanas al resto del mundo.

Otro ejemplo: en nuestro país (aún) no se han implantado los controles de temperatura corporal en los aeropuertos. Pero solo hay que darse una vuelta por el Twitter, nuestro equivalente actual de los Dos Minutos de Odio orwellianos, para encontrar innumerables voces exigiendo tal medida. Y sin embargo, ninguna de esas voces parece preguntarse: ¿sirven para algo esos controles?

Un estudio de 2011 en Japón: «Confiar solo en la fiebre es una medida probablemente ineficaz como comprobación de entrada».

Otro estudio de 2005 en Canadá a propósito del coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS): «El valor predictivo positivo del escaneo es esencialmente cero».

Otro estudio de 2014 en Australia: «Los escaneos en los aeropuertos fueron ineficaces para detectar los casos de gripe A pandémica H1N1 de 2009 en Nueva Gales del Sur».

Y hay varios más, pero dejémoslo ya con esta revisión de varios estudios de 2019: «El porcentaje de casos confirmados identificados de entre el total de viajeros que pasaron a través de los escaneos de entrada en varios países de todo el mundo para la pandemia de gripe (H1N1) y el ébola en África occidental fue cero, o extremadamente bajo. Las medidas de escaneo de entrada para el Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) no detectaron ningún caso confirmado de SARS en Australia, Canadá y Singapur».

En la presente epidemia de COVID-19 ya se han documentado también varios casos de viajeros que han dado positivo en los test del virus y que pasaron sin problemas los escaneos de temperatura corporal de los aeropuertos.

En el fondo, la diferencia entre la moderación y el alarmismo apocalíptico es que quienes defienden esta segunda postura parecen creer que esto es cosa solo de unos meses, que si resistimos lo suficiente, podremos apechugar con ello y el virus se esfumará por sí solo. Un artículo publicado ayer en la revista The Atlantic bajo el título de «Cancel Everything» («Cancelarlo todo»), y cuya autoexplicativa tesis es que hay que cancelarlo absolutamente todo, dice sin embargo: «¿Estás organizando un congreso? Retrásalo al otoño».

¿Al otoño? Es decir, que el autor (como dato adicional, experto en política, no en epidemias), quien defiende cancelarlo todo –«la gente se pondrá furiosa contigo. Serás ridiculizado como un extremista o un alarmista. Pero aun así, es lo correcto»–, parece dar por naturalmente supuesto que en otoño esto habrá terminado. Que en solo unos meses nos sacudiremos las manos, el coronavirus se habrá desvanecido por arte de magia, y podremos retomar nuestras vidas coronavirus-free.

Solo que no es esto lo que dicen ni la experiencia ni los epidemiólogos. En cuanto a lo primero, ¿qué fue del virus de la gripe pandémica de 2009? Pues ahora es una de las gripes que regresan todos los inviernos. No desapareció, sino que ya está con nosotros para siempre. Y la gripe causa cada año hasta 650.000 muertes.

Y respecto a lo segundo, ¿qué es lo que están diciendo los epidemiólogos respecto a la futura evolución de la COVID-19?

Maciej Boni, epidemiólogo de la Universidad de Pensilvania: «Con seguridad, hay cientos de miles de casos, quizá un millón de casos que simplemente no se han registrado». «Como balance, es razonable asumir que la COVID-19 infectará a tantos estadounidenses durante el próximo año como la gripe en un invierno normal: entre 25 millones y 115 millones».

Stephen Morse, de la Universidad de Columbia: «Puedo imaginar un escenario donde este se convierte en el quinto coronavirus endémico en los humanos». «Dependiendo de lo que haga el virus, posiblemente podría consolidarse como una enfermedad respiratoria que volvería estacionalmente».

Amesh Adalja, de la Universidad Johns Hopkins: «Creo que es muy posible que el brote actual termine con este virus convirtiéndose en endémico».

Michael Osterholm, de la Universidad de Minnesota: «Muy bien podría convertirse en otro patógeno estacional que causa neumonía».

Marc Lipsitch, de la Universidad de Harvard: «Pienso que el resultado probable es que al final no podrá contenerse». En el año próximo, calcula Lipsitch, entre el 40 y el 70% de la población mundial habrá contraído el virus de la COVID-19.

Allison McGeer, del Hospital Mount Sinai: «Cuanto más sabemos de este virus, mayor es la posibilidad de que su transmisión no podrá controlarse con medidas de salud pública». «Estamos viviendo con un nuevo virus humano, y sabremos si se extenderá por todo el globo».

Robert Redfield, director del CDC de EEUU: «Pienso que este virus estará probablemente con nosotros más allá de esta estación, más allá de este año, y que finalmente se instalará».

Nathan Grubaugh, de la Universidad de Yale: «Sin una vacuna eficaz, no veo que esto acabe sin millones de infecciones».

También en este caso podríamos continuar, pero parece claro que el consenso emergente entre los epidemiólogos no sugiere precisamente que el coronavirus vaya a desaparecer, sino que ha venido para quedarse. ¿Podrían todos los epidemiólogos estar equivocados? No puede descartarse, dado que nadie tiene una bola de cristal. Pero ahora mismo no parece probable. Y dado que sus predicciones parecen los argumentos más fiables a los que ahora podemos agarrarnos, estos deberían ser los que guiaran la toma de decisiones.

En contra de lo que parece entenderse, la postura de la moderación, frente al alarmismo apocalíptico, no se basa en la idea de que esta epidemia sea poco relevante o de que vaya a desaparecer pronto, sino justamente en todo lo contrario: que no va a desaparecer, y que más tarde o más temprano es probable que la mayoría de nosotros vayamos a contraer el virus, a no ser que una vacuna llegue sorprendentemente antes de lo esperado. ¿Durante cuánto tiempo estamos dispuestos a vivir con colegios y centros de trabajo cerrados, sin espectáculos ni reuniones públicas, sin viajar, sin salir de casa? ¿Quince días? ¿Un mes? ¿Un año? ¿Siempre?

Todo sea dicho, las medidas de contención sí consiguen un objetivo esencial: comprar tiempo para retrasar el avance de una epidemia. Como ya están explicando las autoridades sanitarias, reduciendo la interacción social se logra que la curva de contagios se aplane, repartiéndose más a lo largo del tiempo; el número final de infectados será el mismo en cualquier caso, pero un largo goteo en lugar de un chorro instantáneo tiene la ventaja de no saturar los sistemas de salud, y de que estos tengan en todo momento la capacidad de atender en óptimas condiciones a los enfermos para reducir al mínimo el número de muertes. Eso sí, el autor de The Atlantic lo ha entendido justamente al revés: cancelarlo todo ahora no conseguirá que en otoño haya terminado, sino lo contrario, que dure más.

Así que, de acuerdo, compremos ese tiempo. Pero cuanto antes asumamos que todo esto es como tratar de detener el mar con una raqueta de tenis, y cuanto antes avancemos hacia la mitigación, antes nos libraremos del pánico, la histeria constante del recuento de infectados, los telediarios monotemáticos, los tertulianos desinformados, los supermercados vacíos y la locura de las mascarillas. Sí, quizá haya algunas cosas que cambien para siempre. Pero tarde o temprano tendremos que continuar con nuestras vidas. Incluso si es el coronavirus el que les pone fin.

Por qué el coronavirus debería preocupar mucho menos de lo que preocupa

En la actual epidemia del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, a la inmensa mayoría del público le interesan, por encima de todo, dos datos: el número de muertes y el porcentaje que esto representa entre quienes se contagian. Son estas dos cifras las que marcan la diferencia entre un asunto de cuarta fila y otro que es tendencia día tras día en las redes, apertura día tras día en telediarios y periódicos, tema dominante de conversación en cualquier reunión y motivo de la histeria colectiva que estamos viviendo.

En el momento de escribir estas líneas, así son los datos: 3.825 fallecidos entre 110.041 contagiados. Si hacemos una sencilla cuenta, obtenemos un 3,4%. Clavado a la mortalidad actualizada hace unos días por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Tema cerrado. Punto.

Pero ¿realmente es tan simple?

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

No, no lo es. Hay un primer factor que puede falsear los datos, y que ya hay quienes se han encargado de subrayar. Y es el lag effect, o «efecto retraso». Pensemos, por ejemplo, en el VIH/sida. Imaginemos que nos fijamos en los primeros tiempos del contagio, o en una población en la que el virus acaba de introducirse. Si en un momento determinado se compara la cifra de contagiados con la de fallecidos, el resultado será que la mortalidad del virus es nula, ya que el VIH tarda mucho tiempo en matar (o mejor dicho, tarda mucho tiempo en dejar el organismo mortalmente expuesto a las infecciones oportunistas y tumores). Y sin embargo, sabemos que no es así: la mortalidad del VIH sin tratar excede el 90%.

Es decir, no pueden compararse los enfermos de hoy con los fallecidos de hoy, sino que deben compararse los enfermos de hoy con los fallecidos dentro del tiempo que una enfermedad tarda en matar, una vez que este parámetro sea lo suficientemente conocido. Aunque el aumento del tiempo transcurrido desde el comienzo de un brote va refinando la apreciación de esta medida, solo los resultados globales tras el final de un brote podrán dar datos definitivos.

Si nos atenemos a esto, podríamos tener aún más motivos para alarmarnos, dado que la cifra acumulada de muertes dentro de, digamos, un mes, será aún más abultada que la actual con respecto al número de personas contagiadas en este momento. Pero no nos precipitemos. Existe otro factor que es necesario considerar y cuyo efecto debería ser justamente el opuesto, disipar los temores y reducir el pánico. Y es lo que se conoce como exceso de mortalidad.

Cada día mueren en el mundo unas 150.000 personas, 100.000 de ellas por causas relacionadas con la edad. Muchas de estas personas tenían ya graves problemas de salud y finalmente acaban cayendo víctimas de los efectos, directos o indirectos (como un fallo cardíaco), de alguna infección desafortunada, ya sea la gripe, una neumonía bacteriana o… el coronavirus. Estas personas han tenido la desgracia de contraer una infección circulante cuando su cuerpo estaba indefenso o menos preparado para combatirla. Y esta infección puede ser la gripe, una neumonía bacteriana o… el coronavirus.

Por lo tanto, el dato más importante de cara al interés del público en general, o al menos el de quienes siguen las cifras de muertes con angustia, no es cuántas personas fallecen con coronavirus, sino cuántas de estas personas habrían continuado viviendo si el coronavirus no se hubiera cruzado en sus vidas. Esto es el exceso de mortalidad: cuánto aumenta el coronavirus la mortalidad en la población respecto a la mortalidad básica habitual. Y esto no lo da la cifra neta de fallecidos ni el porcentaje respecto a los contagiados.

Naturalmente, este es un dato que aún no puede conocerse con precisión y que va construyéndose poco a poco a base de registros y estudios. Pero quizá no estaría de más que organizaciones y autoridades como la OMS explicaran un poco este tipo de cosas cuando se presentan ante las cámaras arrojando a los medios hambrientos la carnaza del 3,4% de mortalidad.

Traigo aquí una referencia de las pocas aún disponibles, y por supuesto no en un medio generalista, que se han preocupado de indagar en esto. Es un artículo en la revista Slate escrito por Jeremy Samuel Faust, médico de emergencias en el Brigham and Women’s Hospital de Boston y profesor de salud pública y políticas de salud en la Facultad de Medicina de Harvard.

«Probablemente estos números aterradores no se sostengan», escribe Faust, en referencia a las cifras oficiales de mortalidad que se están difundiendo. «La verdadera tasa de letalidad de este virus es probablemente mucho menor de lo que sugieren los actuales informes. Incluso algunas estimaciones bajas, como el 1% mencionado por los directores de los Institutos Nacionales de la Salud [de EEUU] y el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, probablemente sobreestiman el caso sustancialmente». «Lo que necesitamos saber es cuántas muertes en exceso causa este virus», resume el experto (cursivas suyas).

Faust utiliza un ejemplo enormemente ilustrativo: el barco Diamond Princess, que estuvo sometido a cuarentena en la costa de Japón después de que se detectara la irrupción del coronavirus. «Un barco en cuarentena es el laboratorio natural ideal –si bien infortunado– para estudiar un virus», escribe el experto. En un caso como este, prosigue, es posible controlar muchas variables que están fuera de control en la expansión de un brote entre la población general. En este último caso, «¿cuántas personas ya estaban hospitalizadas por otra enfermedad amenazante y después contrayeron el virus? ¿Cuántas estaban completamente sanas, contrayeron el virus, y desarrollaron una enfermedad crítica? En el mundo real, no lo sabemos».

Faust apunta, por ejemplo, que la provincia china de Hubei tiene tasas de enfermedades respiratorias superiores a la media nacional en China, «un país donde la mitad de los hombres fuman. ¿Cómo se supone que los médicos podrían determinar cuáles de esas 25 muertes diarias de entre 25.000 se debieron solamente al coronavirus, y cuáles eran más complicadas?».

Faust pone en claro las cifras del Diamond Princess: de las 3.711 personas a bordo, al menos 705 han testado positivas para el virus, «lo cual, considerando el confinamiento, las condiciones y lo contagioso que este virus parece, es sorprendentemente bajo», dice. De ellos, más de la mitad son asintomáticos. «Solo esto sugiere que la verdadera tasa de letalidad del virus es la mitad» de lo que se dice. Hubo seis muertes (hoy ya siete). De lo cual se obtiene una tasa de letalidad del 0,85%. «Podemos asumir que esto es un exceso de mortalidad; no habría ocurrido sin el SARS-CoV-2».

El barco Diamond Princess en 2008. Imagen de Bernard Spragg NZ / Flickr / Dominio público.

El barco Diamond Princess en 2008. Imagen de Bernard Spragg NZ / Flickr / Dominio público.

Pero Faust añade: todas estas muertes ocurrieron en pacientes mayores de 70 años. «Si los números reportados en China se sostuvieran, deberíamos haber esperado [en el barco] unas cuatro muertes de personas menores de 70 años». Es más, el número de fallecidos por encima de 70 años reduce en ocho veces las cifras de mortalidad que se han manejado en China.

Y hay más motivos para continuar disipando pánicos y temores: «Los pacientes [del barco] probablemente estuvieron expuestos repetidamente a cargas virales concentradas». «Algunos tratamientos se retrasaron». Y no hay por qué asumir que todos los pasajeros del barco viajaban libres de enfermedades crónicas. Faust no menciona, pero también es información relevante, que los cruceros son focos habituales de contagios: cada año hay al menos una decena de brotes víricos en cruceros, sobre todo norovirus, que justamente se conoce como el «virus de los cruceros».

Así, concluye Faust, «todo esto sugiere que la COVID-19 es una enfermedad relativamente benigna para la mayoría de la gente joven, y potencialmente devastadora para los ancianos y los enfermos crónicos, aunque ni de lejos tan peligrosa como se ha dicho». Ni Faust ni nadie trata de desdeñar lo que indudablemente es una nueva amenaza para la salud que antes no existía. Pero sí insiste en que las personas sanas que están acumulando mascarillas, alimentos y geles desinfectantes simplemente padecen una «ansiedad mal dirigida», y que estos esfuerzos deben concentrarse en proteger a los ancianos y enfermos, para quienes se deben reservar estos «recursos preciosos y limitados».

En resumen, solo las personas pertenecientes a los grupos más vulnerables deberían preocuparse por este nuevo coronavirus, pero tampoco de cero a cien, sino simplemente como una dosis extra de preocupación añadida a la que ya tienen, o deberían tener, por otras infecciones amenazantes endémicas que circulan habitualmente y contra las que deberían protegerse; por ejemplo, vacunándose contra la gripe. Y por supuesto, lavándose las manos con frecuencia.

De lo contrario, ¿qué ocurrirá cuando nos llegue la próxima epidemia realmente preocupante, como una gripe aviar H5N1, con un 60% de víctimas mortales, o una gripe pandémica como las de 1918 y 2009, mucho menos letales pero que afectaron sobre todo a niños y adultos jóvenes y sanos? ¿Se habrán agotado ya para entonces los cartuchos del apocalipsis?

Las restricciones de viaje en China solo retrasaron la expansión del coronavirus, no la redujeron

A finales de febrero, una misión de la Organización Mundial de la Salud (OMS) a China para estudiar la situación respecto al nuevo coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, publicó sus conclusiones en un informe. «La atrevida estrategia de China para contener la rápida expansión de este nuevo patógeno respiratorio ha cambiado el curso de una epidemia mortal de rápida escalada», concluía el informe de la OMS.

La conclusión de la OMS se basaba en lo observado in situ: mientras que pocas semanas antes los hospitales y el personal sanitario en varias ciudades chinas no daban abasto, en cambio la delegación de la OMS encontró entonces camas vacías, un crecimiento cada vez menor del número de casos, e incluso las autoridades encontraban problemas para reclutar grupos suficientes de pacientes válidos para los numerosos ensayos clínicos de tratamientos experimentales.

Con estas conclusiones, la OMS validaba lo que el mundo entero antes había aplaudido: el cierre a cal y canto de la ciudad de Wuhan y otros enclaves afectados, que restringía drásticamente la libertad de desplazamiento de las personas. Al observarse una clara correlación entre la adopción de estas medidas y la desaceleración de la epidemia, el organismo validaba la eficacia del abordaje del problema por parte de las autoridades chinas. El mundo entero se reafirmaba en su aplauso, y comenzaba a valorarse en otros países hasta qué punto era posible, dado que sí era deseable, aplicar medidas similares extremas para contener la epidemia.

Policías patrullando el aeropuerto de Wuhan en enero de 2020. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Policías patrullando el aeropuerto de Wuhan en enero de 2020. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Pero correlación no significa causalidad. Como este blog y otros muchos medios de contenidos científicos no nos cansamos de repetir, el hecho de observar una coincidencia entre la evolución de dos parámetros no implica necesariamente que exista una relación de causa y efecto entre ambos. Para que esta asociación deje de ser simplemente una curiosa coincidencia, es preciso demostrar que existe esa relación causal. Lo cual no siempre es posible o fácil. Pero cuando no puede confirmarse este vínculo, lo observado debe quedar solo como una sospecha sugerente, sin dar por hecho que dicha relación está demostrada.

Por supuesto, en el caso de las medidas de las autoridades chinas es imposible saber qué hubiese ocurrido sin la imposición de tan drásticas medidas, ya que no podemos rebobinar el tiempo y volver a correr el experimento cambiando las condiciones. Pero gracias a la ciencia y la tecnología, al menos podemos recurrir a una herramienta de cierta fiabilidad: la simulación.

La simulación es un modelo matemático que se alimenta con todas las variables de las que es posible disponer. Una vez construido el modelo, se introducen en él las condiciones que uno quiere evaluar; en un caso como el que nos ocupa, las condiciones iniciales extraídas del mundo real. A continuación los investigadores pueden ir tocando palancas (en sentido figurado) para cambiar distintas variables, y el modelo se encarga de contarnos qué puede ocurrir en el futuro, o qué habría ocurrido si…

En un estudio publicado esta semana en la revista Science, investigadores de Italia, EEUU y China han publicado los resultados de un modelo matemático de simulación destinado a evaluar cuál ha sido el efecto real –todo lo real que una simulación puede aportar– de las restricciones de movimiento aplicadas en China durante la primera fase explosiva de la epidemia del coronavirus. Y qué habría pasado si dichas medidas no se hubieran aplicado.

Y, oh, sorpresa.

Según escriben los autores, «la cuarentena de viajes en torno a Wuhan solo ha retrasado modestamente la expansión de la epidemia a otras áreas de China». Según el modelo utilizado por los científicos, lo único que logró el cierre de la ciudad de Wuhan decretado el 23 de enero fue retrasar entre tres y cinco días la expansión de la epidemia en China. Cuando a comienzos de febrero las aerolíneas comenzaron a suspender los vuelos a y desde China, inicialmente se frenó la expansión del virus al resto del mundo. Pero incluso con una reducción de los viajes del 90%, lo único que se consigue es un retraso de dos a tres semanas en el crecimiento de la epidemia en otros países.

Así pues, las conclusiones del estudio no avalan la tesis de la OMS de que la estrategia aplicada en China «ha cambiado el curso» de la epidemia, sino que simplemente la ha retrasado.

Por supuesto que las predicciones de un modelo matemático, cuando se trata de una materia de tanta complejidad como la epidemiología, no deben tomarse como verdades grabadas en piedra; no tenemos más que ver las enormes variaciones entre los resultados de distintas investigacones con respecto a las predicciones de la evolución de la epidemia de aquí unos meses. Pero, al menos, en las intensas reuniones que las autoridades sanitarias de decenas de países mantienen, debatiendo las medidas a aplicar, encima de todas esas mesas no debería faltar este número de la revista Science para imponer un poco de cordura entre el caos.

La anterior no es la única conclusión del estudio. Además de decirnos qué es lo que en el fondo no sirve, que desde luego está muy bien saberlo, por fortuna los investigadores nos cuentan también qué es lo que sí sirve: la detección temprana, el aislamiento de las personas infectadas, la cuarentena voluntaria de quienes sospechan que podrían estar enfermos y, una vez más, el lavado de manos, son las medidas que tienen un mayor impacto en la contención de la epidemia. «Mirando hacia delante, las restricciones de viaje en las áreas afectadas por la COVID-19 tendrán efectos modestos, y el mayor beneficio para mitigar la epidemia vendrá de las intervenciones en la reducción de la transmisión», escriben los investigadores.

Por último, también ayer Science publicaba un artículo –no un estudio–, escrito por el corresponsal de la revista en Shanghái, Dennis Normile, que explica por qué el control de temperatura de los viajeros en los aeropuertos no sirve para reducir la expansión de la epidemia. En este blog ya se ha aplaudido la decisión de nuestras autoridades sanitarias de no imponer una medida que, dijeron nuestros responsables, solo sirve para crear una falsa sensación de seguridad.

«La experiencia con otras enfermedades muestra que es excepcionalmente raro que estos controles detecten a los pasajeros infectados», escribe Normile. «Por ejemplo, la semana pasada, ocho pasajeros que posteriormente resultaron positivos en el test de COVID-19 llegaron a Shanghái desde Italia y pasaron los controles de los aeropuertos sin ser detectados. Incluso si los controles encuentran algún caso ocasional, no tiene prácticamente ningún impacto en el curso de la epidemia». Según señala en el artículo el epidemiólogo de la Universidad de Hong Kong Ben Cowling, «a largo plazo, las medidas destinadas a detectar infecciones en los viajeros solo retrasarán epidemias locales, pero no las evitarán».

En 2017 hubo un brote de coronavirus en un centro de ancianos de Estados Unidos: esto fue lo que pasó

El 15 de noviembre de 2017 el Departamento de Salud del estado de Luisiana (EEUU) recibió la notificación de un brote de enfermedad respiratoria grave en una residencia de ancianos. Durante ese mes, de entre los 130 residentes se identificaron en total 20 casos, con una media de edad de 82 años. Catorce de los pacientes desarrollaron neumonía. Tres de ellos murieron.

Una vez realizados los análisis de diagnóstico molecular, se identificó al responsable del brote: el coronavirus NL63, descubierto en 2004 en Holanda. Tras aplicarse medidas de contención en el centro, a partir del 18 de noviembre ya no se detectó ningún nuevo caso, y el brote se dio por concluido.

El NL63 fue el cuarto coronavirus humano descubierto; antes de él ya se conocían el 229E, el OC43 y el coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS). Después de él se han descubierto el HKU1, el coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) y el coronavirus de la COVID-19 o SARS-CoV-2, que ha elevado a siete el total de coronavirus humanos conocidos hasta ahora.

La pregunta es: ¿por qué para saber de aquel brote hay que bucear en el número de octubre de 2018 de Emerging Infectious Diseases, la revista del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC)? ¿Por qué aquel brote no ocupó portadas de periódicos y horas de programación en los informativos? ¿Por qué no desató el pánico, la histeria colectiva y los robos de mascarillas?

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

La pregunta parece de lo más idiota, porque la respuesta parece de lo más evidente: aquel brote afectó a 20 personas en un rincón de Luisiana, mientras que el actual del SARS-CoV-2 ha afectado ya a cerca de 100.000 personas en casi 90 países, y es posible que estas cifras se queden anticuadas en un par de días, o mañana mismo.

Solo que lo primero, lo de 20 personas en un rincón de Luisiana, no es en absoluto así. Después de la descripción inicial del NL63 en un bebé en Holanda, los estudios en otros países mostraron que este coronavirus estaba extendido por todo el mundo en pacientes con enfermedades respiratorias. En Hong Kong se encontró en el 2,6% de los niños hospitalizados con enfermedad respiratoria aguda a lo largo de un año. En Francia se encontró en el 9,3% de los casos examinados; en Alemania en el 5,2%, en EEUU en el 8,8%, en Taiwán en el 8,4%… Etcétera.

En resumen, y según los expertos, el coronavirus NL63 circula por todo el mundo, y afecta en algún momento a una parte considerable de la población mundial. Pero es que tampoco es el único: lo mismo ocurre con el 229E, el HKU1 y el OC43; este último parece ser el más extendido, según diversos estudios. Los cuatro son virus endémicos en los humanos. Es decir, que están siempre rebotando entre nosotros, probablemente con picos estacionales, infectándonos sin que lo sepamos cuando tenemos un resfriado o creemos tener la gripe.

Así que, incluso aunque el virus de la COVID-19 fuera más contagioso que los endémicos –quizá lo sea, pero en realidad no se sabe, dado que no hay datos suficientes sobre los endémicos–, no es cierto que este nuevo virus esté más expandido o esté expandiéndose más que los demás coronavirus ya conocidos. De hecho, los datos que manejan los expertos estiman que los cuatro coronavirus endémicos causan entre el 15 y el 30% de todas las infecciones respiratorias en el mundo cada año.

Segundo intento de respuesta: bien, NL63, 229E, HKU1 y OC43 están (aún) mucho más extendidos que el nuevo coronavirus de la COVID-19. Pero son infinitamente más inofensivos, así que no son motivo de preocupación.

Pero ¿realmente es así? Los cuatro coronavirus endémicos se han asociado tradicionalmente con el resfriado común. No se han considerado agentes importantes de riesgo de mortalidad, o ni siquiera generalmente asociados a enfermedad grave. De hecho, no es difícil encontrar estudios epidemiológicos de estos cuatro coronavirus en los que ni siquiera se incluyen seguimientos rigurosos de la evolución de los pacientes, como si no se hubiera considerado la posibilidad de que alguno pudiese morir debido al virus, siempre que no se detecte formalmente un brote localizado.

O incluso aunque se detecte formalmente un brote localizado. Este es un ejemplo chocante: en 2005 se describieron tres brotes de enfermedad respiratoria en otras tantas residencias de mayores en Melbourne (Australia), que afectaron en total a 92 personas, incluyendo residentes y personal. Inicialmente se pensó que se trataba de gripe, pero los test resultaron negativos. Se tomaron solo 27 muestras de los enfermos. El coronavirus OC43 apareció en 16 de las muestras, un 59%.

Durante aquellos tres brotes murieron ocho personas de las 92 afectadas, tres de ellas con claros síntomas respiratorios. Pero pasmosamente, y según contaron los autores del estudio, no tomaron muestras de estos pacientes concretos, por lo que no pudieron concluir si el coronavirus estuvo o no relacionado con las muertes. Repetimos: murieron ocho personas, pero no se consideró importante determinar si habían muerto a causa del coronavirus.

Frente a casos como este, al menos existen algunos estudios que sí han registrado estos datos. Un ejemplo es el del brote de Luisiana, en el que murió el 15% de los pacientes, con una media de edad de 82 años (curiosamente, el mayor estudio epidemiológico hasta ahora del nuevo virus de la COVID-19 cifra la mortalidad en el grupo de mayor edad en torno al 15%). En otro estudio con 10 pacientes de HKU1, dos de ellos murieron; el 20%. Otro estudio más analizó 29 pacientes infectados con coronavirus humanos; murieron tres de ellos, el 10%. Uno estaba infectado con el 229E, y los otros dos con el OC43. Y etcétera.

Entonces, ¿cuál es la mortalidad de los cuatro coronavirus endémicos? La respuesta es que, en realidad, no se sabe. Pero el mensaje esencial se resume citando un estudio de 2010: «Mientras que antes se reconocían como virus del resfriado común, los coronavirus humanos se están reconociendo cada vez más como patógenos respiratorios asociados con una gama cada vez más amplia de resultados clínicos […] LOS INFORMES DE CASOS HAN ASOCIADO A TODOS LOS CORONAVIRUS CON RESULTADOS DE ALTA MORBILIDAD Y/O MORTALIDAD» (mayúsculas mías). Y esto, insisto, se escribió hace 10 años.

Así que, no, la idea de que los coronavirus endémicos son «un resfriadillo», como se está escuchando por ahí en estos días, no parece muy sólida.

Fuera de todo lo anterior, sí es cierto que hay una diferencia entre los coronavirus endémicos y el nuevo de la COVID-19, y es precisamente esa, que este es nuevo. Acaba de saltar de los animales a los humanos, y por lo tanto aún no tenemos inmunidad contra él, mientras que los endémicos llevan mucho tiempo con nosotros y por ello están también quizá más domesticados. Pero (más sobre esto mañana) es importante entender que esto no hace al nuevo virus especial, diferente ni peculiar en ningún sentido; todos los virus son nuevos en algún momento.

Y en conclusión, respecto a si este solo hecho, frente a todo lo anterior, justifica en algún grado el disparatado alarmismo que estamos viviendo, que cada cual saque sus propias conclusiones. Ya hay demasiados sacando demasiadas conclusiones por otros.

Este es un lugar donde es más fácil el contagio, y esta simple medida lo reduciría (y no, no es la mascarilla)

Visto en un telediario: un joven emerge de la sala de llegadas de un aeropuerto, con una mascarilla sobre su nariz y boca. Su novia o esposa corre a su encuentro. El tipo alza su mano, se baja la mascarilla justo por debajo del labio inferior, y se funde en un intercambio de fluidos con la mujer.

Está claro que de poco ha servido que las autoridades sanitarias se desgañiten a gritar que las mascarillas NO GARANTIZAN LA PROTECCIÓN DEL CONTAGIO A QUIEN LAS LLEVA Y QUE SOLO DEBEN LLEVARLAS QUIENES YA ESTÉN CONTAGIADOS PARA PROTEGER A LOS DEMÁS, y que algunos nos hayamos preocupado de explicarlo largo y tendido, con datos y estudios, sin la restricción de los 30 segundos de un informativo de televisión o radio.

Pero quizá, con el tiempo, esta novedad que vivimos ahora termine consolidándose en un nuevo código de etiqueta social, por el cual consideremos ciudadanos informados, responsables y solidarios a aquellos que sufren una enfermedad transmisible por el aire, sea el nuevo coronavirus, la gripe u otra, y llevan una mascarilla para no contagiar a otros, y en cambio consideremos lo contrario a aquellos que no están contagiados pero que llevan una mascarilla que no les garantiza seguridad y que además posiblemente esté privando de esa exigua protección a aquellos para quienes toda precaución es poca, como personas con problemas de salud y personal sanitario.

Que cada uno se retrate: los del «sálvese quien pueda» son siempre los malos de la película. Va por los que han robado cientos o miles de mascarillas en los hospitales: que piensen un momento en los niños de la planta de oncología. Y si les afecta lo más mínimo eso de ser los malos, que las devuelvan.

En el caso del tipo del telediario, si realmente la mascarilla que llevaba hubiera demostrado la razón de su uso, es decir, si el sujeto en cuestión hubiera estado expuesto a un entorno de dispersión del virus y su mascarilla estuviera contaminada en su parte exterior, pensar que puede hacer cruz y raya con el virus para darle un beso en la boca a su mujer con la mascarilla arrugada por debajo de los labios de ambos… en fin, dejémoslo ahí.

Esta es sin duda una de las lecciones que dejará la actual epidemia del coronavirus SARS-CoV2, causante de la enfermedad COVID-19: cuáles son los mitos, qué medidas son ineficaces. Mientras las alcachofas de los informativos sacaban a relucir la indignación de algunos viajeros porque no les han tomado la temperatura al llegar a un aeropuerto español, la decisión de nuestras autoridades de no aplicar esta medida cosmética, alarmista y de más que dudosa utilidad es digna de aplauso: tenemos la suerte de contar al frente de esta crisis con el epidemiólogo Fernando Simón, un experto de gran talla profesional que se guía por criterios científicos, y no por el cine de catástrofes.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

Pero también debería servirnos para aprender qué medidas sí son eficaces. Y del mismo modo que sucesos como el 11-S o el atentado del vuelo 9525 de Germanwings sirvieron para introducir nuevos requisitos de seguridad destinados a evitar casos similares, sería de agradecer que esta epidemia también se tradujera en nuevas medidas largamente necesitadas.

Una de las principales, que no es ninguna novedad, es esta: higiene en aeropuertos y aviones. Estos son algunos de los lugares donde generalmente estamos más expuestos a contraer un contagio.

Antes de la actual crisis, en agosto de 2018, un estudio publicado en la revista BMC Infectious Diseases analizó y encontró la presencia de virus patógenos respiratorios en varias superficies de los aeropuertos: un perro de juguete en un parque de niños, los botones de la terminal de pago de la farmacia, los pasamanos de las escaleras, el cristal del control de pasaportes y las bandejas de los escáneres de rayos en las que ponemos las cosas que llevamos en los bolsillos.

Este fue el resultado: una de cada diez de esas superficies contenía algún virus patógeno, ya fuera gripe A, adenovirus, rinovirus o uno de los cuatro coronavirus humanos ya conocidos entonces, 229E, HKU1, NL63 y OC43. En concreto, la mayor contaminación se encontró en las bandejas de las máquinas de rayos: una de cada dos llevaba algún virus patógeno.

Una bandeja de plástico en el escáner de un aeropuerto. Imagen de Mattes / Wikipedia.

Una bandeja de plástico en el escáner de un aeropuerto. Imagen de Mattes / Wikipedia.

Hay que decir que el estudio analizó una muestra pequeña en un solo aeropuerto, el de Helsinki en Finlandia. Pero no hay motivos para pensar que una muestra mayor y en otras localizaciones, sobre todo aeropuertos con mucho más tráfico, fuera a presentar contaminaciones menores. Tampoco se trata de recomendar que paseemos por los aeropuertos con guantes de látex. Más bien se trataría de que los protocolos de limpieza de los aeropuertos –ojalá me equivoque, pero apostaría a que las bandejas de los rayos no se limpian jamás– trataran todas las superficies de uso de los pasajeros como potenciales fuentes de contaminación vírica y bacteriana y como potenciales propagadores de contagios.

Pero sí hay algo que podemos hacer cada uno de nosotros. Y es algo en lo que también las autoridades sanitarias están insistiendo hasta desgañitarse: EL LAVADO DE MANOS ES LA PRINCIPAL MEDIDA PARA EVITAR EL CONTAGIO.

Para ilustrar hasta qué punto el lavado de manos en los aeropuertos podría contener la expansión de brotes epidémicos, en lugar de tanta parafernalia de mascarillas, cámaras térmicas y termómetros sin contacto, un equipo de investigadores de cuatro países, con participación de la Universidad Politécnica de Madrid, ha creado un modelo matemático de simulación que analiza cómo una adecuada higiene de manos de los usuarios de los aeropuertos contribuiría a contener la expansión de epidemias.

Los resultados, publicados en la revista Risk Analysis, son demoledores: solo con que pudiera aumentarse el nivel de limpieza de las manos de los viajeros del 20% al 30%, los contagios se reducirían en un 24%. Y si este grado de limpieza creciera hasta el 60%, la reducción de los contagios sería del 69%. Incluso si la higiene de manos mejorara solo en los 10 principales aeropuertos del mundo, podría reducirse la expansión de un brote en un 37%.

Claramente, aquí hay un enorme potencial de mejora. Por nuestra parte, la de todos los usuarios, ser más limpios: los autores estiman, basándose en datos previos, que en cualquier momento solo el 20% de las personas presentes en un aeropuerto llevan las manos correctamente lavadas para prevenir contagios. Pero si se trata de exigir algo a nuestras autoridades, no estaría mal que se facilitara el lavado y la desinfección de manos en los aeropuertos colocando más instalaciones destinadas a ello sin necesidad de entrar en los servicios, junto con carteles y otros materiales informativos destacando la importancia de la higiene de manos como medida de salud pública.

Claro que se podría ir aún más allá: en un reciente artículo en The Conversation, dos expertos en salud pública proponen que quizá sería el momento de empezar a pensar en negar el embarque en los aviones a las personas que no estén vacunadas contra ciertas enfermedades transmisibles de posible contagio dentro de un cilindro de metal donde decenas o cientos de personas comparten el mismo aire y los mismos servicios durante horas. Los autores aseguran que, al menos en EEUU, este tipo de regulación no entraría en conflicto con los derechos constitucionales. Lo que parece claro es que tarde o temprano, y ojalá fuera temprano, llegará el momento de empezar a poner en práctica las lecciones aprendidas del coronavirus.