Archivo de septiembre, 2018

Esto es lo que les pasará a los insectos con el cambio climático

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No, no le ocurre nada a su ordenador o móvil (¿recuerdan aquella tentadora intro de Más allá del límite?). Tampoco es un error de edición. Si al entrar en esta página se han encontrado con un gran espacio en blanco sobre estas líneas y bajo el título, es porque la respuesta más honesta a la pregunta planteada es precisamente esa: en realidad, nadie sabe con certeza qué les sucederá a los insectos con el cambio climático, una incógnita que mantiene a los entomólogos rascándose la cabeza en busca de los escenarios más plausibles.

Como decíamos ayer, los insectos se esfuman con el frío y conquistan el planeta con el calor, así que la pregunta parecería de examen de primaria: si el cambio climático trae más calor, los bichos heredarán la Tierra. Fin de la historia. ¿No?

Insectos en un girasol. Imagen de pxhere.

Insectos en un girasol. Imagen de pxhere.

Pero evidentemente, no es tan sencillo. Basta pensar en lo que conté ayer: dado que el frío del invierno aumenta la tolerancia de los insectos tanto a temperaturas altas como bajas, sin este choque glacial sus cuerpos estarán menos preparados para soportar el calor. Precisamente es en primavera y en otoño cuando su capacidad de aguantar temperaturas extremas es menor, y por tanto una primavera cálida después de un invierno templado podría matarlos.

Pero mejor lo cuentan cuatro entomólogos especializados en biología térmica de los insectos, a los que he formulado esta pregunta. Henry Vu, coautor del estudio que conté ayer sobre cómo el frío prepara a los insectos para tolerar el calor, lo detalla así:

Con el cambio climático, es probable que observemos más ciclos de congelación y descongelación, primaveras más tempranas y cálidas, y tiempo más extremo. De mis observaciones, yo esperaría que los insectos se vean más afectados por el cambio climático en primavera, ya que entonces se encuentran a unos 5 o 6 °C de su límite superior de temperatura de supervivencia. La primavera es cuando más cerca se encuentran de su límite de temperaturas letales, porque es cuando pierden su tolerancia al calor y encuentran temperaturas más altas al no contar con la protección de la cobertura de hojas. Debido al cambio climático, las primaveras más cálidas podrían acercarlos aún más a ese límite letal de temperaturas altas.

La misma idea la resume Simon Leather, de la Universidad Harper Adams (Reino Unido):

Algunos insectos, como ocurre con la llamada vernalización en las plantas, requieren un periodo frío para resetear sus relojes. Si no reciben suficiente frío, algunos insectos no emergerán en primavera.

Efímera al atardecer. Imagen de Bob Fox / Flickr / CC.

Efímera al atardecer. Imagen de Bob Fox / Flickr / CC.

Por su parte, David Denlinger, de quien también hablé ayer y que descubrió varias proteínas de choque térmico en los insectos, destaca otro aspecto, y es que si los insectos no sufren el golpe de frío que les ordena entrar en diapausa (su versión de la hibernación) para pasar el invierno en reposo, se verán obligados a consumir sus reservas de energía en una época del año en que no hay recursos suficientes para reponerlas:

Esto puede sonar contrario a la intuición, pero los inviernos más cálidos no necesariamente son buenos para los insectos. Como ectotermos [lo que tradicionalmente se ha llamado de sangre fría], su tasa metabólica depende de la temperatura, y una de las ventajas del invierno para los insectos es que las bajas temperaturas les ayudan a conservar sus reservas de energía. Cuando las temperaturas son demasiado altas, pueden quemar sus reservas demasiado rápido y quizá no aguanten hasta que regresen las condiciones favorables.

Por último, Brent Sinclair, experto en criobiología de los insectos de la Universidad Western de Ontario (Canadá), resume: «¡Ja! ¡El invierno es complicado!».

Los inviernos cambiantes dependerán de una combinación de temperatura media, variabilidad y precipitación. Por ejemplo, si la temperatura media es más alta, puede haber menos cobertura de nieve, lo que significa que los insectos del suelo experimentarán temperaturas más frías [paradójicamente, la nieve actúa como aislante térmico]. De modo similar, si la temperatura es más variable, la nieve podría fundirse, y entonces las temperaturas bajas más extremas serían más bajas. Por otra parte, si hay más precipitación en forma de nieve, puede tardar más en derretirse en primavera, haciendo los inviernos más largos para los insectos que se ocultan debajo.

En resumen, y si parece haber algo claro, es que el cambio climático desbarata el actual equilibrio ecológico del que dependen no solo los insectos, sino todas las criaturas vivas, y de un modo demasiado rápido. A estas alturas ya debería saberse que, exceptuando las repercusiones más directas como la crecida del nivel del mar en islas y costas, las principales consecuencias del cambio climático son biológicas, incluyendo las de impacto económico como el efecto sobre las cosechas. La naturaleza es una mesa de mezclas llena de palancas que no pueden tocarse sin ton ni son, porque el sonido resultante ya no será el mismo.

Por qué los insectos resisten mejor el calor en invierno (sí, el calor)

Nos han acompañado durante todo el verano, para bien y para mal. Para bien, porque cumplen funciones esenciales en la naturaleza. Para mal, porque a veces pueden llegar a ser tremendamente irritantes, ya sea el trompeteo del mosquito en el oído cuando estás a punto de abrazar el sueño, la mosca cosquilleando la pierna en idéntica situación pero en la siesta, las hormigas en procesión a la alacena, o las avispas que por estas fechas del año se convierten en escuadrillas de flying dead (ya expliqué por qué).

Pero dentro de poco, se irán. Uno de los grandes misterios del universo es la desaparición de los insectos cuando empieza el frío. ¿A dónde se marchan? ¿De dónde vuelven? No, en la mayoría de los casos no mueren de frío, como sería fácil pensar. Es un misterio resuelto solo a medias, porque si bien los científicos saben exactamente qué hace cada tipo de bicho para salvar el invierno, los mecanismos biológicos que utilizan para ello aún son fuente de secretos y sorpresas.

Una mariquita en la nieve. Imagen de pxhere.

Una mariquita en la nieve. Imagen de pxhere.

Hace unos días he publicado un reportaje en el que explicaba las distintas estrategias que emplean diferentes tipos de insectos para sobrevivir al invierno. A los más curiosos les recomiendo su lectura si desean sorprenderse ante las maravillas que la evolución biológica puede operar incluso en criaturas (solo aparentemente) tan simples. A los más perezosos, les resumo que básicamente existen dos opciones, evitar el frío o soportar la congelación. Los primeros emigran o, más frecuentemente, se ocultan en lugares templados y cómodos a la espera de que vuelva el buen tiempo. En cuanto a los segundos, sus cuerpos experimentan transformaciones químicas que les permiten tolerar la congelación sin morir.

Esta transformación química es todavía uno de esos secretos parcialmente guardados en el cofre del tesoro de la naturaleza. Todos los insectos que se quedan a aguantar el tirón invernal producen algún tipo de compuesto que los protege del frío, también aquellos que lo evitan; pero los científicos aún están descubriendo cuáles son esos mecanismos y cómo funcionan.

Una muestra de que aún falta mucho por conocer sobre los insectos y el invierno es una curiosidad que me saltó a la atención: el año pasado, los investigadores Henry Vu y John Duman, de la Universidad de Notre Dame (EEUU), descubrieron que al menos tres especies de insectos, los escarabajos Dendroides canadensis y Cucujus clavipes, y la típula Tipula trivittata (esos bichos que muchos suelen aplastar por confundirlos con inmensos mosquitos, pero que son del todo inofensivos), toleran mejor el calor durante el invierno que en verano.

Un escarabajo Dendroides canadensis. Imagen de Robert Webster / xpda.com / Wikipedia.

Un escarabajo Dendroides canadensis. Imagen de Robert Webster / xpda.com / Wikipedia.

Como escriben los investigadores en su estudio, publicado en la revista Journal of Experimental Biology, es lógico pensar que los insectos aguantarán temperaturas más bajas durante el invierno, debido a que su cuerpo se defiende produciendo esas sustancias. De hecho, en la estación fría pueden sobrevivir incluso a temperaturas de entre 20 y 30 °C más bajas que en verano. Pero cuando Vu y Duman sospechaban que su tolerancia al calor sería menor en invierno, lo que descubrieron fue lo contrario: el Dendroides canadensis soporta en verano un máximo de 36 °C, pero en invierno puede aguantar hasta los 38 o 40 °C. El resultado es que en verano este escarabajo puede vivir en un rango de temperaturas que abarca 41 °C, mientras que en invierno esta franja se expande hasta los 64 °C.

¿Por qué los insectos resisten mejor el calor precisamente en la estación más fría del año? Los autores del estudio escriben que se trata de un «fenómeno inesperado» que «no ha sido previamente documentado»; según me cuenta Vu, «¡la gente no suele pensar en analizar qué pasa a altas temperaturas en invierno!». Pero aunque aún no se sabe si es algo generalizado entre los insectos, el entomólogo apunta que el hecho de que las especies examinadas comprendan tanto los que evitan el frío como los que se congelan sugiere que podría ser un fenómeno común.

Aunque no era el objetivo del estudio, es inevitable preguntarse qué sentido o razón biológica tiene esta rareza, y cuál puede ser el mecanismo responsable. Vu me cuenta que aún no puede arriesgar una explicación, pero que «es posible que sea solo un efecto secundario de la adaptación a la tolerancia al frío». Es decir, dado que esta adaptación al frío promueve la estabilidad de las membranas y las proteínas celulares, el resultado es que estos componentes están también mejor preparados entonces para aguantar el calor. «Estas adaptaciones al frío ayudan a temperaturas bajas, pero también pueden ayudar a estabilizar las proteínas y las membranas a temperaturas altas», señala Vu.

Un escarabajo en invierno. Imagen de pixabay.

Un escarabajo en invierno. Imagen de pixabay.

Con respecto al mecanismo biológico concreto, la respuesta podría estar en un campo que ha investigado extensamente el entomólogo David Denlinger, de la Universidad Estatal de Ohio (EEUU). Hasta hace unos años se sabía que, entre los compuestos que protegen a los insectos del frío, se encontraban un par de proteínas de choque térmico (heat shock proteins o HSP), una clase de moléculas descritas en muchos otros organismos y que acuden al socorro de las células cuando las condiciones ambientales son amenazantes; no solo calor extremo, sino también frío glacial, radiación ultravioleta o heridas en los tejidos.

En 2007, Denlinger y sus colaboradores descubrieron que el arsenal de HSP de los insectos es mucho mayor de lo que se creía. Los investigadores descubrieron casi una docena de HSP adicionales que se activan cuando los insectos entran en diapausa, su versión de la hibernación que los deja en estado de reposo durante el invierno.

Dado que las HSP se activan en respuesta a condiciones de estrés ambiental y preparan el organismo para resistir agresiones externas, ¿podrían ser las responsables de que el invierno induzca en los insectos una mayor tolerancia tanto al frío como al calor? «Sí, creo que las HSP pueden estar implicadas tanto en la tolerancia a temperaturas más altas como más bajas», me cuenta Denlinger.

«Su papel a altas temperaturas es bien conocido, pero el hecho de que estas mismas HSP las utilicen los insectos en invierno sugiere puntos en común». El entomólogo añade que otros compuestos producidos por los insectos en invierno, como el aminoácido prolina o el anticongelante glicerol, también pueden aparecer tanto a temperaturas demasiado altas como demasiado bajas, y que sus experimentos también han mostrado cómo un choque de calor puede proteger a los insectos contra el frío.

En resumen, y aunque suene a tópico, se trata de uno más de esos casi infinitos mecanismos de relojería biológica refinados a lo largo de millones de años de evolución, y que está perfectamente sincronizado con los ciclos naturales. Lo cual nos lleva a una pregunta. Por supuesto que las condiciones ambientales en este planeta no han sido siempre las actuales, sino que han variado salvajemente a lo largo de su historia, también desde que existen los insectos. Pero normalmente estas variaciones se producen a lo largo de las eras geológicas, dando tiempo suficiente a la vida para abrirse camino a través de un mundo cambiante. Ahora la situación es otra; y si las condiciones climáticas cambian bruscamente a lo largo de apenas un siglo, ¿qué les ocurrirá a los insectos? Mañana lo contaremos.

Contra las pseudociencias hay que explicar cómo se hace la ciencia, no solo sus resultados

Este verano comenté aquí aquel folclórico episodio en el que el futbolista Iker Casillas negaba la llegada del ser humano a la Luna, y dejé pendiente una explicación de por qué es un caso muy oportuno para ilustrar una tesis que no estoy solo en sostener, pero que tampoco acaba de calar lo suficiente: la información científica no basta para combatir las pseudociencias, si no se acompaña con la explicación de cómo se hace la ciencia. Es decir, es la comprensión de cómo funciona la ciencia, y no simplemente el conocimiento de sus resultados, lo que tiene el poder de expulsar el fantasma de la ignorancia.

Lo que Casillas sabe, y dice no creer, es que el 20 de julio de 1969 una misión tripulada estadounidense se posó en la Luna. Lo que probablemente desconoce es todo lo que llevó hasta aquel día y lo que ocurrió a partir de él. Desde 1958, el programa Mercury, con 26 lanzamientos, seis de ellos tripulados. En 1961, el programa Géminis, con 12 misiones completadas con éxito, y el Apolo, con cinco misiones no tripuladas y otras cuatro tripuladas anteriores al Apolo 11 y que fueron acercándose paso a paso al que debía ser el objetivo final, pisar la Luna. Con errores de diseño y accidentes que costaron la vida a varias personas, sobre todo a los tres tripulantes del Apolo 1 en 1967. Y después de que aquel incomparable esfuerzo económico y humano coronara su cumbre en 1969, con otras cinco misiones más que también alcanzaron su meta lunar y una que se malogró, el Apolo 13 del famosísimo «Houston, tenemos un problema».

Simplemente con que Casillas dedicase un rato a ver algún documental que repase y explique todo este proceso de la carrera espacial (que hay muchos y buenos), probablemente dejaría de pensar como piensa. Porque si uno tiene la idea de que, de repente y out of the blue, los americanos llegaron un día a la Luna para jamás volver allí, es perfectamente comprensible (e incluso aconsejable, como voy a explicar) que uno zanje su súbita reacción de «WTF?» con algo que no es escepticismo, sino una más rudimentaria negación. Por el contrario, cuando se conocen el proceso y el contexto, se comprende todo.

Buzz Aldrin en la Luna el 20 de julio de 1969. Imagen de NASA.

Buzz Aldrin en la Luna el 20 de julio de 1969. Imagen de NASA.

Pero esta explicación del proceso y el contexto suele brillar por su ausencia en las informaciones sobre ciencia que se publican en los medios populares generalistas, algo que no ocurre en las noticias sobre política, deportes o economía. Imaginemos, por ejemplo, que hoy se da a conocer el dato mensual de la tasa de paro. Los medios siempre presentan esta información contando cuál es la comparación con las cifras de los meses anteriores, con la de hace un año, cuál es la tendencia general, qué factores influyen en ella, cómo suele comportarse este dato en la estación actual… Todo ello destinado a que el consumidor de la información comprenda qué está pasando y cómo está pasando, cómo hemos llegado hasta aquí y qué podemos esperar en el futuro.

Pero imaginemos, por el contrario, que se presenta la cifra de paro, se explica qué es una cifra, qué es el paro, quién la ha publicado, y se remata la información afirmando que el dato es milagroso. Puede parecer una caricatura, pero algo parecido está ocurriendo a diario con las informaciones de ciencia en medios de primerísima fila donde no se cuenta con especialistas capaces de aportar las explicaciones sobre el proceso y el contexto que no aparecen en la nota de prensa o el teletipo.

He añadido lo del milagro porque es una tóxica muletilla frecuentemente leída y escuchada en las noticias de ciencia, sobre todo en el campo de la biomedicina (y que probablemente a muchos se nos ha escapado alguna vez). Y si Alexander Fleming se levantó una buena mañana y descubrió milagrosamente la penicilina, ¿por qué no va a ser que Samuel Hahnemann se levantó una buena mañana y descubrió milagrosamente la homeopatía?

Solo que, en el caso de Fleming, no fue así como sucedió. En ciencia no existen los milagros, sino un progreso constante a base de método científico y de ensayo y error que se construye sobre el conocimiento ya existente, lo que a menudo se resume en la alegoría de avanzar a hombros de gigantes. Y el hallazgo de Fleming no fue una excepción, como resumí este verano en un reportaje dedicado precisamente a desmontar esa leyenda popular sobre el descubrimiento de la penicilina que tiene poco que ver con la realidad.

Antes de Fleming, otros muchos científicos ya habían observado las propiedades antimicrobianas de ciertos hongos, y algunos lo habían mencionado en sus estudios, aunque por entonces no existían los medios necesarios para identificar y aislar los compuestos responsables. De hecho, incluso existen referencias desde la antigüedad del uso de moho para curar heridas. Fleming llevaba décadas buscando metódicamente compuestos antibacterianos que funcionaran mejor que los empleados en su época. Y aunque nunca sabremos cómo hace 90 años, en septiembre de 1928, aquel hongo llegó a aquella placa de cultivo, lo suyo no puede asimilarse a un golpe de suerte, sino más bien al éxito del sheriff Brody cuando finalmente su tenacidad consigue hacer volar al tiburón por los aires.

Es más, durante una década nadie supo del trabajo de Fleming, y el propio científico había perdido el interés por su falta de progresos, hasta que a comienzos de los años 40 fue otro amplio y potente grupo de investigación de Oxford el que por fin logró descubrir la penicilina, es decir, convertirla en un compuesto real identificable y manejable. En décadas posteriores, otros muchos investigadores continuaron trabajando en la misma línea para perfeccionar los antibióticos sobre los pilares ya asentados por generaciones anteriores de científicos.

Esta mención a lo que sucedió después es también especialmente relevante, porque si hablamos del proceso y el contexto, no se trata solo de explicar lo ocurrido hasta el momento de un descubrimiento, sino también el desarrollo posterior de su historia. Esta es otra diferencia esencial entre la ciencia y la pseudociencia. Hahnemann sí se levantó una buena mañana y descubrió milagrosamente la homeopatía, sin gigantes ni hombros ni nada que se le parezca; porque en realidad no descubrió nada, sino que se lo inventó. Y tampoco hay historia posterior: hoy se continúa aplicando su mismo método, incluso con sus rituales mágicos de agitación de los productos, porque en la pseudociencia no hay progreso ni perfeccionamiento ni ensayo y error, ya que no hay errores; funciona maravillosamente desde el principio, siempre que te atengas a la doctrina original del gurú, que a diferencia de ti estaba iluminado por la Verdad.

He hablado de las informaciones en los medios de comunicación porque este es a menudo el único contacto con la ciencia de una gran parte de la población adulta. Pero por supuesto, donde idealmente debe arrancar todo este proceso de explicación de la ciencia es en la escuela. Mi hijo mayor estudia Física y Química por primera vez este año, y ha sido una grata sorpresa que la primera tarea del curso haya consistido en hacer un trabajo exponiendo un problema histórico de ciencia y cómo logró resolverse aplicando el método científico, antes incluso de comenzar a hablar de física o de química.

Como ya he expuesto aquí anteriormente, luchar contra el monstruo de muchas cabezas de las pseudociencias nos enfrenta a otros numerosos escollos complicados de superar. Pero si existe algún camino para mantener la esperanza de criar nuevas generaciones que no se dejen embaucar por charlatanes, curanderos y comerciantes de milagros, es este. Lo cual tampoco es descubrir nada nuevo, porque siempre hay hombros de gigantes en los que apoyarse. Y esto, de mil maneras distintas, ya lo dijo Carl Sagan.

¿Microbios peligrosos en el espacio? Sí, pero los enviamos nosotros

Quien haya leído el libro de Michael Crichton La amenaza de Andrómeda (1969), o haya visto la película de Robert Wise (1971) o la más reciente miniserie coproducida por Tony y Ridley Scott (2008), recordará que se trataba de la lucha de un equipo de científicos contra un peligroso microorganismo alienígena que lograba abrirse paso hasta la Tierra a bordo de un satélite.

Un fotograma de 'La amenaza de Andrómeda' (1971). Imagen de Universal Pictures.

Un fotograma de ‘La amenaza de Andrómeda’ (1971). Imagen de Universal Pictures.

Otras muchas obras de ciencia ficción han explotado la misma premisa, sobre todo después del libro de Crichton; pero como obviamente a los productores de cine les aprovecha infinitamente más el aplauso del público que el de los biólogos, muchas de estas películas se llevan un suspenso morrocotudo en verosimilitud científica, e incluso en originalidad (los argumentos suelen ser cansinamente repetitivos).

No es el caso de la novela de Crichton, que se atrevió con el arriesgado planteamiento de basar su suspense en la sorpresa científica, y no en el susto fácil. Debido a ello la película de Wise no tiene precisamente el tipo de ritmo trepidante al gusto de hoy. La miniserie de 2008 trata de repartir algo más de acción, pero quien quiera seguir el hilo científico de la trama deberá añadir un pequeño esfuerzo de atención.

En un momento de la historia (¡atención, spoiler!), el gobierno de EEUU decide arrojar una bomba nuclear sobre el pueblo de Arizona donde comenzó la infección, con el propósito de erradicarla. Mientras el avión se dispone a disparar su carga, los científicos descubren de repente que las muestras de Andrómeda irradiadas en el laboratorio han proliferado en lugar de morir. El microbio es capaz de crecer transformando la energía en materia, y por tanto una explosión atómica no haría sino hacerle más fuerte: le serviría una descomunal dosis de alimento que lo llevaría a multiplicarse sin control. En el último segundo, la alerta de los científicos consigue que la bomba no se lance y logra evitar así un desastre irreversible.

Un fotograma de la miniserie 'La amenaza de Andrómeda' (2008). Imagen de A.S. Films / Scott Free Productions / Traveler's Rest Films.

Un fotograma de la miniserie ‘La amenaza de Andrómeda’ (2008). Imagen de A.S. Films / Scott Free Productions / Traveler’s Rest Films.

¿Simple ficción? Recientemente hemos conocido un caso que guarda un intrigante paralelismo con lo imaginado por Crichton: un microbio que se alimenta de aquello que debería matarlo. Pero lógicamente, no es una forma de vida extraterrestre, sino muy nuestra, tanto que está enormemente extendida por el suelo y el agua de la Tierra. Y es probable que también la hayamos enviado al espacio, y a los planetas y lunas donde nuestras sondas han aterrizado.

La historia comienza con la idea de Rakesh Mogul, profesor de bioquímica de la Universidad Politécnica Estatal de California, de lanzar un proyecto de investigación para que sus estudiantes pudieran curtirse en el trabajo científico y elaborar sus trabajos de graduación con algo que fuera ciencia real. Para ello, Mogul consiguió diversas cepas de la bacteria Acinetobacter que habían sido aisladas no en lugares cualesquiera, sino en algunos de los reductos más estériles de la Tierra: las salas blancas de la NASA donde se habían montado sondas marcianas como Mars Odyssey y Phoenix.

Estas salas funcionan bajo estrictos criterios de limpieza y esterilización. Cualquiera que entre a trabajar en ellas debe pasar por varias esclusas de descontaminación y vestir trajes estériles. Pero a pesar de los exigentes protocolos, un objetivo de cero microbios es imposible, y ciertas bacterias consiguen quedarse a vivir. Una de ellas es Acinetobacter, una bacteria común del medio ambiente y bastante dura que resiste la acción de varios desinfectantes y antibióticos, por lo que es una causa frecuente de infecciones hospitalarias.

Bacterias Acinetobacter al microscopio electrónico. Imagen de CDC / Matthew J. Arduino / Public Health Image Library.

Bacterias Acinetobacter al microscopio electrónico. Imagen de CDC / Matthew J. Arduino / Public Health Image Library.

Mogul y sus estudiantes cultivaron las cepas de Acinetobacter de las salas blancas en medios muy pobres en nutrientes, y observaron algo escalofriante: cuando este bicho no tiene qué comer y se le riega con etanol para matarlo (el alcohol normal de farmacia), ¿adivinan qué hace? Se lo come; lo degrada y lo utiliza como fuente de carbono y energía para seguir creciendo. Los resultados indican que la bacteria también crece en presencia de otro alcohol esterilizante, el isopropanol, y de Kleenol 30, un potente detergente empleado para la limpieza de las salas. Por último, tampoco se inmuta ante el agua oxigenada.

Pero dejando de lado las terribles implicaciones de estos resultados de cara al peligro de nuestras superbacterias aquí en la Tierra (esto ya lo he comentado recientemente aquí y aquí), el hecho de que estos microbios se aislaran en las salas de ensamblaje de sondas espaciales implica que estamos enviando microbios al espacio de forma no intencionada.

De hecho, esto es algo que los científicos conocen muy bien: como he contado aquí, regularmente se vigila el nivel de contaminación microbiológica de las sondas, y en casos como los rovers marcianos Curiosity, Opportunity y Spirit se han detectado más de 300 especies de bacterias; algunas, como las del género Bacillus, capaces de formar esporas resistentes que brotan cuando encuentran condiciones adecuadas.

La NASA trabaja con un límite de 300.000 esporas bacterianas en cualquier sonda dirigida a un lugar sensible como Marte, donde estas esporas podrían brotar, originar poblaciones viables y quizá sobrecrecer a cualquier posible especie microbiana nativa, si es que la hay. Esta cifra podría parecer abultada, pero en realidad refleja el mayor nivel de esterilidad que puede alcanzarse; suele hablarse de que cada centímetro cuadrado de nuestra piel contiene un millón de bacterias.

El rover marciano Curiosity en la sala blanca. Imagen de NASA / JPL-Caltech.

El rover marciano Curiosity en la sala blanca. Imagen de NASA / JPL-Caltech.

La protección planetaria, o cómo evitar la contaminación y destrucción de posibles ecosistemas extraterrestres con nuestros propios microbios, forma parte habitual del diseño de las misiones espaciales, pero preocupa cada vez más cuando se está hablando de futuras misiones tripuladas a Marte o de enviar sondas a lugares como Europa, la luna de Júpiter que alberga un gran océano bajo su costra de hielo. En julio, un informe de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de EEUU instaba a la NASA a revisar y actualizar sus políticas de protección planetaria.

Sin embargo, la entrada de nuevos operadores privados complica aún más el panorama. Cuando en febrero Elon Musk lanzó al espacio su deportivo Tesla, algunos científicos ya advirtieron de que una posible colisión del coche con Marte podría contaminar el ambiente marciano; es evidente que el deportivo de Musk no se ensambló en una sala blanca. Pero incluso la contaminación microbiana de un coche es una broma comparada con la nuestra propia. Los humanos somos sacos andantes de bacterias, y cualquier misión tripulada significará la liberación inevitable de infinidad de microbios al medio.

Ante todo esto, ¿qué hacer? Los más estrictos abogan por políticas hiperproteccionistas, y la propia NASA insinúa que el diseño de sus misiones marcianas trata de evitar enclaves con mayor probabilidad de vida. Pero la incongruencia salta a la vista: si evitamos los lugares con mayor probabilidad de vida, ¿cómo vamos a averiguar si hay vida?

Por ello, otros expertos rechazan estas posturas extremas que bloquearían la investigación de posibles formas de vida alienígena. El genetista de Harvard Gary Ruvkun, miembro del comité autor del informe, decía al diario The Washington Post que la idea de que un microbio polizón en una sonda espacial pudiera invadir otro planeta es «como de risa», «como una ideología de los años 50». Lo mismo opina Ruvkun de la posibilidad contraria, un microbio marciano que pudiera llegar a la Tierra en una misión de ida y vuelta y colonizar nuestro planeta.

Sin embargo, y citando a un famoso humorista, ¿y si sí?

Ruvkun basa su argumento en descartar por completo la posibilidad, pero esta es una pequeña trampa; las futuras políticas de protección planetaria no pueden simplemente hacer desaparecer la bolita como los trileros. En algún momento deberá llegarse a un acuerdo que incluya el reconocimiento expreso de los riesgos como un precio que tal vez haya que pagar si queremos seguir explorando el cosmos. Y deberá decidirse si se paga o no. Y si se acepta, quizá haya que desechar la corrección política que hoy tiñe el lenguaje sobre protección planetaria –curiosamente, en esto hay coincidencias en la ciencia y en la anticiencia– para ceñirse a un objetivo más realista y asumible de minimizar la interferencia pero no de eliminarla, si esto supondría renunciar a explicar el origen y el misterio de la vida.

En un lugar de la Mancha hay microbios casi marcianos

La astrobiología es una curiosa ciencia, tanto que algunos incluso llegan a calificarla de pseudociencia. Tiene como objetivo de su estudio algo cuya existencia aún no consta, la vida alienígena. Pero más que esto, se trata de que es imposible demostrar que NO existe vida extraterrestre. Los puristas más tiquismiquis alegan que no cumple el criterio de falsación enunciado por Popper en su definición del método científico, y que por tanto no puede considerarse una ciencia.

Pero es evidente que, mientras no se demuestre lo contrario, en ningún caso la astrobiología podría considerarse una pseudociencia al mismo nivel que la parapsicología o la astrología. Tal vez en todos los casos podamos decir que se trata de disciplinas que están casi en el puesto de aduanas de la ciencia, mirando hacia esa frontera. Pero obviamente, la astrobiología está dentro, mientras que las otras están fuera, y esto marca una diferencia como estar a un lado o al otro de la frontera entre, digamos, Yemen y Omán, o sea, entre un país arrasado por la guerra y otro donde se vive con tranquilidad.

Tal vez esa condición fronteriza es la que tiene un especial atractivo para los que tenemos una mente científico-fantasiosa, o científica mixta, o lo que sea. Pero tampoco hay que dejarse llevar demasiado por las figuraciones: en realidad la astrobiología tampoco está compuesta por un montón de tipos y tipas sentadas con los brazos cruzados y tirando avioncitos de papel a la espera de que alguien descubra algo que les dé tarea.

Mientras llega ese momento, una de las ocupaciones fundamentales de los astrobiólogos (pero ni mucho menos la única) es investigar los límites de la vida terrestre, con la idea de que los seres más inadaptados a lo que entendemos como el hábitat terrícola medio vivirían muy a gusto en otros lugares más raritos del cosmos, y por tanto pueden ser parecidos a los que podrían encontrarse en planetas como Marte. Y por el camino, el estudio de estos bichos llamados extremófilos –o amantes de las condiciones extremas– puede revelar nuevos hallazgos básicos de cómo funciona la biología, o puede también abrir una vía hacia nuevas aplicaciones industriales.

En esta línea es donde encaja un estudio presentado esta semana en el Congreso Europeo de Ciencia Planetaria, que se clausuró ayer en Berlín. En este trabajo, los investigadores indios Rebecca Thombre, Priyanka Kulkarni y Bhalamurugan Sivaraman, junto con el español Felipe Gómez del Centro de Astrobiología (CAB) de Madrid, han descrito ciertos microbios presentes en dos lagunas manchegas que tal vez podrían sobrevivir en ciertos lugares de Marte o en el océano subglacial de Europa, la luna de Júpiter que hoy triunfa en las apuestas sobre la posible existencia de vida en nuestro vecindario solar.

La laguna de Peña Hueca, en Villacañas (Toledo). Imagen de Europlanet / F Gómez / R Thombre.

La laguna de Peña Hueca, en Villacañas (Toledo). Imagen de Europlanet / F Gómez / R Thombre.

Las lagunas de Peña Hueca y Tirez forman parte de los humedales de Villacañas, en la provincia de Toledo, una formación natural junto a una zona industrial que durante años estuvo castigada por la contaminación y abandonada a su suerte, y que en los últimos años se ha rehabilitado para convertirse en un enclave ecológico privilegiado. En aquel paraje sobrevive el grillo cascabel de plata (Gryllodinus kerkennensis), un animalito cuyo sonido dicen que se asemeja al tintineo de una campanilla, y que se creía extinguido en este continente desde 1936. En 2008, investigadores españoles lo descubrieron agazapado en los humedales de Villacañas, que se han convertido en su último bastión europeo conocido.

Pero una faceta de la vida en aquel lugar de la Mancha que está interesando especialmente es la de sus habitantes más pequeños, aquellos que no pueden verse a simple vista, pero cuyos efectos son visibles incluso a gran altura desde el aire, ya que en las estaciones húmedas dan a la laguna de Peña Hueca un color rosa característico. Se trata de una variedad específica del alga unicelular Dunaliella salina que los autores del nuevo estudio han denominado EP-1. Este microorganismo, cuyas células rojas tiñen el agua de un color rojizo, es un extremófilo halófilo, un microbio capaz de crecer a gusto en altísimas concentraciones de sal que serían letales para otros seres vivos. Además, los investigadores han encontrado también en la laguna una bacteria llamada Halomonas gomseomensis PLR-1, igualmente adaptada a aguas extremadamente salinas.

La laguna de Peña Hueca, en Villacañas (Toledo). Imagen de Europlanet / F Gómez / R Thombre.

La laguna de Peña Hueca, en Villacañas (Toledo). Imagen de Europlanet / F Gómez / R Thombre.

El secreto de estos microorganismos para soportar una vida en salazón es producir un compuesto que engaña a las leyes de la física. Otro organismo cualquiera se deshidrata en presencia de dosis de sal tan altas, porque la presión osmótica tiene a hacer fluir el agua de su interior hacia el exterior en un intento (inútil) de equilibrar la concentración de sal a ambos lados de la célula. Para evitar esta pérdida, Dunaliella produce grandes cantidades de compuestos como el glicerol, que imita la concentración externa de sal y así logra que la célula no pierda agua.

Por otra parte, el color rojo del alga se debe a su gran producción de β-caroteno, el mismo compuesto que pinta las zanahorias de naranja, y que permite a Dunaliella protegerse de la nociva luz ultravioleta del sol. Debido a que el β-caroteno es un antioxidante y un precursor de la vitamina A, en todo el mundo se utiliza esta alga como diminuta factoría química para producir carotenoides destinados a la industria cosmética y a la alimentación.

Pero más allá de su importancia en la Tierra, los microbios presentes en Peña Hueca y Tirez pueden revelar pistas sobre cómo podría ser la vida en Marte. Los astrobiólogos estudian múltiples lugares terrestres que se conocen como análogos marcianos, enclaves que por sus condiciones geológicas y químicas son similares a distintas ubicaciones del planeta vecino y cuyos habitantes podrían tal vez sobrevivir allí; y por tanto, si existe vida en Marte, tal vez pueda ser similar a estos microbios extremófilos terrestres.

Muestras rojas del alga Dunaliella salina EP-1 en un cristal de sal. Imagen de Europlanet / F Gómez / R Thombre.

Muestras rojas del alga Dunaliella salina EP-1 en un cristal de sal. Imagen de Europlanet / F Gómez / R Thombre.

Según los autores del nuevo estudio, Peña Hueca es un buen análogo de los depósitos de cloruro en los altiplanos meridionales de Marte, el área más abrupta que ocupa dos terceras partes de la superficie marciana. Pero la laguna manchega también podría reflejar condiciones parecidas a las del gran océano que se extiende bajo el hielo en Europa, una de las muchas lunas de Júpiter.

Según Gómez, el astrobiólogo del CAB, especies como estas algas podrían utilizarse incluso para terraformar Marte, es decir, sembrar aquel planeta con microbios que a lo largo de miles de años vayan convirtiendo lo que hoy es un desierto inhóspito en un lugar apto para una amplia variedad de formas de vida, incluida la nuestra. Así pues, entre los molinos y los talleres artesanos de queso se abre ahora también en la Mancha un lugar de peregrinación para unos nuevos caballeros andantes de la ciencia, los astrobiólogos. A saber cómo habría reaccionado Don Quijote a esto.

Descubierto el planeta de Spock, y podría haber vida

Tal vez un signo de que no soy lo suficientemente friki es que nunca he sido un ardiente fan de Star Trek. ¿Será porque la serie original me quedó atrás y la nueva llegó cuando ya estaba yo a otras cosas? ¿Será porque, en cambio, me acertó de pleno en el estómago el estreno de la primera trilogía de Star Wars y aquello ya no tenía vuelta atrás? ¿Será porque en mi época la Televisión Única nos enchufaba unas entonces-magníficas-hoy-supongo-que-lamentables series de ciencia ficción que la gente más joven suele desconocer por completo (e incluso muchos de mi generación), como Espacio 1999, La fuga de Logan o Los siete de Blake (esta última es para subir nota, ya que no la recuerdan ni mis propios hermanos)?

Pero en fin, hoy vengo a traerles una novedad que caerá como el maná divino a la legión de trekkers o trekkies, que no estoy seguro de cuál es la forma correcta; precisamente la advertencia anterior viene como descargo de que en realidad desconozco este extremo y otros muchos relacionados con las andanzas del capitán Kirk, su Enterprise, sus tripulaciones y sus tribulaciones. La noticia es que un equipo de investigadores de varias universidades de EEUU, con la participación del Instituto de Astrofísica de Canarias y la Universidad de La Laguna de Tenerife, dice haber encontrado el planeta natal de Spock, Vulcano.

Ilustración del planeta HD 26965b. Imagen de Universidad de Florida.

Ilustración del planeta HD 26965b. Imagen de Universidad de Florida.

Imaginarán que la presentación de la noticia tiene algo de gancho publicitario; que obviamente logra su objetivo, o tal vez yo tampoco vendría hoy a contarles esto. Mientras que los primeros exoplanetas descubiertos, allá por el año de 1992, fueron carne de titulares en todo el mundo, hoy caen a docenas, incluso a cientos, y es casi imposible estar al día. A fecha de hoy, la Enciclopedia de Planetas Extrasolares recoge 3.845 planetas en 2.866 sistemas, 636 de ellos con más de un planeta; pero este número seguirá aumentando, tal vez mañana mismo.

Por ello, si los descubridores de un exoplaneta encuentran una percha para vender su descubrimiento colgándole algún adorno que tenga tirón popular, mejor que mejor. Anteriormente nos han llegado ya varios Tatooine, planetas que orbitan en torno a dos soles como el mundo de Luke Skywalker en Star Wars. También conocimos Mimas, una luna de Saturno que tiene un divertido parecido con la Estrella de la Muerte, y otros planetas de la saga como el helado Hoth también tienen su reflejo real en el catálogo de los exoplanetas descubiertos. Ahora le ha tocado el turno a Vulcano.

La luna de Saturno Mimas y la Estrella de la Muerte. Imagen de NASA / Lucasfilm.

La luna de Saturno Mimas y la Estrella de la Muerte. Imagen de NASA / Lucasfilm.

Es más, y como curiosidad, interesa aclarar que en realidad el estudio describiendo este nuevo planeta se publicó en julio en la web de la revista Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, sin que entonces prácticamente ningún medio se interesara por ello. Dos meses después, la Universidad de Florida publica una nota de prensa añadiendo el gancho de Spock y Vulcano, y aquí estamos contándolo.

Pero algo hay que reconocer, y es que tampoco se trata de un recurso publicitario forzado. Porque, de hecho, HD 26965b es realmente el planeta de Spock. Según explica el coautor del estudio Gregory Henry, de la Universidad Estatal de Tennessee, en julio de 1991 el creador de Star Trek, Gene Roddenberry, publicó una carta en la revista Sky and Telescope en la que confirmaba que su ficticio Vulcano orbitaba en torno a 40 Eridani A, la estrella principal del sistema triple 40 Eridani. Y resulta que 40 Eridani A es precisamente el otro nombre de HD 26965, la estrella en la que se ha encontrado el nuevo planeta. Al parecer, la conexión entre Vulcano y 40 Eridani A se remonta a dos libros sobre la serie publicados en décadas anteriores, Star Trek 2 de James Blish (1968) y Star Trek Maps de Jeff Maynard (1980).

Spock en Star Trek. Imagen de Paramount / CBS.

Spock en Star Trek. Imagen de Paramount / CBS.

Además, se da la circunstancia de que HD 26965b, más conocido ya para la eternidad como Vulcano, es un planeta aparentemente apto para la vida. Su estrella es parecida a nuestro Sol, solo ligeramente más pequeña y fría; y algo que habitualmente solo los biólogos solemos tener en cuenta, tiene prácticamente la misma edad que el Sol, lo que ha dejado tiempo suficiente para que sus planetas puedan haber desarrollado vida compleja. En cuanto al planeta, no es el típico gigante infernal que suele ser frecuente en los descubrimientos de exoplanetas, sino algo posiblemente parecido a nuestro hogar: justo en el interior de la zona habitable de su estrella y con un tamaño aproximado del doble que la Tierra, lo que se conoce como una supertierra.

Todo ello ha llevado a uno de los autores del estudio, Matthew Muterspaugh, a decir que «HD 26965 puede ser una estrella ideal para albergar una civilización avanzada». Y todo ello a solo 16 años luz de nosotros; de hecho, la estrella es visible a simple vista en el cielo, y es la segunda más brillante con una posible supertierra y la más cercana similar al Sol con un planeta de este tipo.

En resumen, para los interesados en estas cosas, un punto más al que mirar en el cielo rascándonos la cabeza. Y para los responsables de los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), imagino que una nueva coordenada a la que apuntar sus antenas para tratar de captar alguna emisión de Radio Vulcano.

Tres millones de dólares para Jocelyn Bell, la astrofísica ignorada por el Nobel

Hace un par de años y medio conté aquí la curiosa historia del descubrimiento del primer púlsar (estrella de neutrones giratoria) y de cómo aquel hallazgo, publicado en 1968, llegó a ilustrar la icónica portada de uno de los discos más míticos de la historia musical reciente, Unknown Pleasures de Joy Division (1979).

Jocelyn Bell en 1967. Imagen de Roger W Haworth / Wikipedia.

Jocelyn Bell en 1967. Imagen de Roger W Haworth / Wikipedia.

En el devenir de aquel episodio científico, que abrió una nueva era para la astronomía, hubo una clara figura perdedora: la norirlandesa Jocelyn Bell (después Bell Burnell por matrimonio), la autora material del hallazgo. Bell recibió en su día una gran atención por parte de los medios británicos… consistente en preguntarle si tenía muchos novios o si era más alta que la princesa Margarita.

Unos años después, en 1974, el descubrimiento fue distinguido con el Premio Nobel de Física… para el supervisor de Bell, Antony Hewish. No solo se trata de que Hewish no había sido el artífice directo del descubrimiento; es que incluso el hallazgo fue posible gracias a que Bell y otros cuatro colaboradores habían pasado dos años construyendo el artefacto necesario para ello. Y no piensen en alta tecnología: allí cada becario recibía un kit de herramientas para clavar palos en una parcela de 18.000 metros cuadrados y tender 190 kilómetros de cable entre ellos. Así eran aquellos primitivos radiotelescopios.

En su día y desde entonces, la omisión de Bell en la concesión de aquel premio ha perdurado popularmente como un caso flagrante de machismo en el mundo de la ciencia. Pero ya aclaré que en realidad se trata de algo más complejo: Bell era la becaria, y con independencia de que fuera hombre o mujer, los comités de los Nobel casi nunca premian a los becarios por considerarlos meramente las manos del cerebro de su amo.

Lo cual, evidentemente, casi nunca es cierto. Pero el Premio Nobel es una institución privada y por lo tanto tiene todo el derecho a regirse por las normas que le parezca, por equivocadas que sean (ya he comentado aquí mil veces que hoy en día premiar a una sola persona por un hallazgo es un descomunal anacronismo) Y aunque las quejas por este criterio sean frecuentes, a muchos de quienes protestan por ello, en concreto a los becarios, habría que plantearles esta pregunta: ¿cuántos estarían dispuestos a que en el futuro sean sus becarios quienes se lleven el mérito? Todos los sistemas jerárquicos se perpetúan porque los de abajo acaban llegando arriba.

Por su parte, Bell atajaba las críticas hacia el fallo del premio con una humildad y una elegancia dignas de aplauso:

Es el supervisor quien tiene la responsabilidad final del éxito o el fracaso del proyecto. Oímos de casos en los que un supervisor culpa a su estudiante de un fracaso, pero sabemos que la culpa es sobre todo del supervisor. Me parece simplemente justo que él deba también beneficiarse de los éxitos. Pienso que los premios Nobel quedarían degradados si se concedieran a estudiantes de investigación, excepto en casos muy excepcionales, y no creo que este sea uno de ellos.

Existen estos casos excepcionales que mencionaba Bell. Uno reciente que me viene ahora a la memoria es el del Nobel de Medicina de 2009, que premió a Elizabeth Blackburn y a su becaria Carol Greider por el descubrimiento de la telomerasa, la enzima clave del envejecimiento celular. Blackburn relacionó el acortamiento de los telómeros (los extremos de los cromosomas) con la edad de la célula, pero la identificación de la telomerasa fue obra exclusiva de Greider, algo que el comité Nobel no pudo ignorar.

Pero en realidad, el papel de Greider en este hallazgo fue muy similar al de Bell en el suyo. Algo que nunca sabremos es si Bell habría recibido el premio junto a Hewish si su nombre de Jocelyn hubiera designado a un chico (curiosamente, este nombre en Francia es masculino, algo similar a la diferencia de uso de Andrea, que es femenino aquí y masculino en Italia).

Jocelyn Bell Burnell en 2015. Imagen de Silicon Republic / Wikipedia.

Jocelyn Bell Burnell en 2015. Imagen de Silicon Republic / Wikipedia.

En definitiva, y ya se debiera la omisión a su condición de mujer o de becaria, o a ambas, lo cierto es que el agravio del Nobel aún pedía una reparación, a pesar de que desde entonces Bell ha sido distinguida con altos honores y nombramientos, incluyendo la Orden del –ya inexistente– Imperio Británico.

La merecida reparación le ha llegado ahora a Bell en una forma de menor prestigio científico que el Nobel, pero que muchos de los nobeles cambiarían con gusto: los tres millones de dólares que otorga el Premio Especial Breakthrough en Física Fundamental. En comparación, la dotación del Nobel en cada categoría es de algo menos de un millón a repartir entre los premiados, que en ciencia suelen ser tres.

Los Premios Breakthrough fueron creados en 2012 por un grupo de magnates que incluye al físico y tecnólogo ruso-israelí Yuri Milner, al cofundador de Facebook Mark Zuckerberg y su mujer, Priscilla Chan, al cofundador de Google Sergey Brin, a la cofundadora de la empresa genómica 23andMe y exmujer de Brin, Anne Wojcicki, y al chino Jack Ma, cofundador del gigante de internet Alibaba. Es decir, un ramillete de empresarios con bolsillos sin fondo que decidieron dedicar parte de su fortuna a la promoción de la ciencia y la investigación tecnológica.

Los premios tienen su edición regular anual, a la que se añade la concesión esporádica de galardones especiales a figuras de excepcional relevancia, como es el caso de Bell. El premio recibido ahora por la astrónoma se ha concedido anteriormente a Stephen Hawking y a los principales responsables del descubrimiento del bosón de Higgs o de las ondas gravitacionales.

Así pues, enhorabuena a la premiada, que lo tenía bien merecido. Que lo disfrute con salud. Y ya que hemos mencionado el Unknown Pleasures, me sirve como excusa para dejarles con esta rara y antigua joya.

Seis diferencias entre una tesis doctoral y otras cosas que no lo son

Antes me haría un nudo en los intestinos que arrojarme al debate que parece dominar la actualidad estos días. No tengo el menor interés en saltar a ninguna de las dos trincheras desde las que unos a otros se están arrojando volúmenes encuadernados en piel o títulos enmarcados en madera de roble. Además, ni conozco la tesis doctoral del personaje en cuestión, ni pienso conocerla, ni tengo ningún interés en defender a su autor, ni en machacarlo. Pero consumidos por la irracionalidad de su tuerta visión del mundo, escucho que ciertos tertulianos y periodistas están lanzando afirmaciones confusas e inexactas, no sobre una tesis concreta que ignoro, sino en general sobre el proceloso mundo de las tesis doctorales y sus circunstancias. Así que allá voy.

Imagen de Pexels.

Imagen de Pexels.

Diferencia entre tesis doctoral y novela: se puede plagiar sin copiar

En estos días se está hablando muy generosamente de plagio, pero ¿qué es plagio? ¿Quién y cómo decide qué lo es y qué no, de modo que las reglas no vengan determinadas por la inclinación política de cada cual? En una novela, bastaría una frase copiada literalmente de otra para que casi cualquiera lo considerase plagio. Y sin embargo, nadie acusaría de ello a los cientos de novelas y películas con argumentos básicamente similares. Por el contrario, el mundo académico es más complicado, ya que de hecho puede existir el plagio de ideas o hipótesis ajenas sin copiar una sola palabra, y esta es una falta más grave que la transcripción literal de un texto.

Diferencia entre tesis doctoral y reportaje periodístico: se puede no plagiar citando literalmente y sin comillas

En el caso de la copia literal de frases, continúa siendo igualmente complicado, asegure lo que asegure quien pueda aparecer en los telediarios citando porcentajes como si fueran los ingredientes de un yogur. En los trabajos académicos, una gran parte de lo escrito se dedica a explicar el trabajo de otros. Una norma universal que nunca debe quebrantarse es que cualquier copia literal de las palabras de otra persona debe ir atribuida a sus autores. Y aunque en un trabajo periodístico estas citas exactas deben entrecomillarse, en los trabajos académicos es más habitual el estilo indirecto, a no ser que interese enfatizar la literalidad. Por lo tanto, lo más apropiado sería refrasear una cita atribuida que no va entrecomillada. Lo contrario puede ser signo de un trabajo perezoso o descuidado, pero no necesariamente es un plagio. Siempre, claro, que uno no se atribuya lo que no le pertenece.

Diferencia entre tesis doctoral y máster: toda

Lo anterior se explica por el hecho de que en una tesis doctoral realmente importa más el contenido que el continente. Con todo mi respeto a los alumnos y titulados de másteres (yo mismo he hecho dos y mi periodismo es de máster, no de carrera), esa idea que parece circular de que un máster de postgrado es algo inmediatamente inferior a un doctorado no se corresponde en absoluto con la realidad. Una tesis doctoral es un largo trabajo de investigación original emprendido durante años, y con dedicación exclusiva en el caso de las ciencias experimentales, mientras que un trabajo de fin de máster es algo más parecido a un trabajo escolar, sin tratar de ofender a nadie. En mi máster en Ciencia, tecnología y sociedad, mi trabajo final comparaba la prospectiva tecnológica en dos escenarios literarios distópicos, los de Un mundo feliz de Huxley y 1984 de Orwell. Disfruté escribiendo aquel trabajo al que dediqué largos ratos durante algunos meses, pero de ningún modo es algo comparable a una tesis doctoral.

Diferencia entre tesis doctoral y oposición: no es un examen y uno elige a su tribunal

En contra de lo que se está difundiendo, la lectura de una tesis doctoral no es un examen, como pueda serlo una oposición. En primer lugar, el tribunal de tesis lo elige el propio doctorando. Obviamente, lo habitual es seleccionar a expertos en el área de competencia del trabajo de tesis a los que uno previamente conoce, y con los que muy posiblemente uno haya colaborado anteriormente. No son amiguetes, sino personas que dominan el área y están familiarizadas con la investigación llevada a cabo por el doctorando. Por supuesto, nada impide que alguien seleccione para su tribunal a completos desconocidos. Pero dado que estos deben analizar la tesis por anticipado antes de la lectura, es probable que se nieguen, dado que meterse de repente entre pecho y espalda (o mejor dicho, entre frente y nuca) cientos de páginas de un trabajo que hasta entonces ignoraba por completo, realizado por un becario del que jamás ha oído hablar, no suele ser el ideal con el que un investigador se levanta por las mañanas.

Diferencia entre tesis doctoral y examen de conducir: sobresaliente cum laude es la nota estándar

Dado que la lectura de tesis no es un examen, el objetivo de estas sesiones no es aprobar o suspender al doctorando. Nunca he conocido un caso en el que la calificación de una tesis doctoral haya sido otra que sobresaliente cum laude, y existe una buena razón para ello. A diferencia de un examen de conducir, los calificadores no llegan de repente a ver cómo pasa las rotondas el calificado. Como he dicho, los miembros de un tribunal de tesis reciben el trabajo (incluso en borrador) con la suficiente antelación y se supone que deben analizarlo por anticipado. Si alguno de ellos tiene alguna objeción o piensa que la tesis no reúne el suficiente nivel de calidad para llegar a la máxima calificación, lo esperable sería que se pusiera en contacto con el doctorando para que este amplíe o corrija aquello que sea necesario. Por supuesto que tras la lectura de la tesis los miembros del tribunal interpelan al doctorando, y las discusiones pueden ser tan agrias como pueda imaginarse. Pero si alguien llegara un día para sentarse en un tribunal de tesis habiéndose callado objeciones graves al trabajo del doctorando con el fin deliberado de privarle del cum laude, sería de inmediato calificado por toda la comunidad como un maldito hijo de puta.

Diferencia entre tesis doctoral y blog: se escribe en papel, ese material tan antiguo, y existe aunque no esté en internet

Hay quien dice que aquello que no puede leerse en internet simplemente no existe. Quienes así piensan probablemente ignoran que con ello están negando la existencia de buena parte de la ciencia. Las tesis doctorales se han escrito y siguen presentándose en papel, y de muchas de ellas no existen copias digitales. Por ejemplo, la de un servidor. Es cierto que en aquel 1997 la sociedad no estaba ni mucho menos tan digitalizada como ahora. Pero sí, teníamos internet, utilizábamos el correo electrónico y escribí mi tesis en Word, no con pluma de ganso. Y sin embargo, ni se entregaba ni se depositaba ningún archivo digital, que yo tampoco conservo. Pero incluso en lo que se refiere a las copias en papel, que yo recuerde jamás se me preguntó si quería que mi tesis estuviera accesible públicamente. Y de hecho, parece que no lo está: en la base de datos TESEO aparece solo la referencia, y en el repositorio de la Universidad Autónoma de Madrid figura como de «acceso restringido». Aunque es inimaginable que alguien llegara a proponerme para un cargo de ministro, y más aún que yo lo aceptara, en un universo paralelo donde algo así fuera concebible es de suponer que cualquiera podría acusarme de querer ocultar mi tesis con algún propósito oscuro.

Para terminar y ya que hemos hablado de másteres, les dejo con el más recomendable que me viene a la mente.

Por qué las avispas son tan insidiosas al final del verano

Muchos urbanitas tal vez no se hayan percatado, pero quienes hacemos vida de exterior estamos acostumbrados al fenómeno anual de zombificación de las avispas al final del verano: los que durante el resto de la estación habían sido simples transeúntes de nuestro espacio aéreo, pacíficos insectos que iban a lo suyo y que solo picaban si nosotros agredíamos primero (intencionadamente o no), se transforman de repente en una legión de hambrientos seres que ansían nuestra comida y convierten cualquier almuerzo al aire libre en una nube zumbante de amarillo y negro. No es una impresión subjetiva ni una rareza casual; realmente ocurre que las avispas son infinitamente más insidiosas al término del verano que con los primeros calores.

Pero ¿por qué? ¿Hay más avispas según va terminando la estación calurosa? Desde luego, las hay, ya que el número de insectos va aumentando a medida que la colonia crece durante la primavera y el verano. Pero esta no es la causa de que por estas fechas se lancen en blitzkrieg a invadir nuestros platos de comida. El motivo es mucho más interesante y tiene su origen en el complejo ciclo de vida de las colonias. Resumiendo, podemos decir que las avispas que infestan nuestras barbacoas están desesperadas por conseguir alimento, y que incluso si logran remontar el vuelo con el botín de un pedazo de carne, la mayoría de ellas no vivirá mucho tiempo más.

Una avispa reina construyendo su nido. Imagen de Alvesgaspar / Wikipedia.

Una avispa reina construyendo su nido. Imagen de Alvesgaspar / Wikipedia.

Pero comencemos por el principio, la primavera, el momento en que los insectos comienzan a regresar a la vida. Las maneras que los bichos han encontrado para sobreponerse a los meses oscuros y fríos son tan diversas que no hay un solo patrón común. En el caso de las avispas, la mayoría de los miembros de una colonia han muerto durante el invierno; no de frío, sino de hambre. En general, solo las reinas sobreviven hibernando en algún hueco templado. Con la subida de las temperaturas, despiertan de su hibernación y se lanzan a buscar un enclave adecuado para su nuevo nido.

Una vez que la reina ha elegido su hogar para la nueva temporada, comienza a masticar madera para construir las primeras celdas en las que depositar sus huevos. Aquí entra en juego un sorprendente logro de la naturaleza: la fundadora no se ha apareado desde el otoño anterior. Desde entonces ha conservado el esperma dentro de su cuerpo para dosificarlo y fertilizar sus primeros huevos que darán lugar a hembras, avispas obreras.

Durante este periodo la reina se alimenta de néctar de flores. Pero cuando los huevos eclosionan, las larvas empiezan a reclamar comida, lo que obliga a la fundadora a cazar insectos y buscar carroña para nutrir a sus pequeñas. Lo que ocurre entonces es otro maravilloso artefacto de la evolución: cuando las larvas comen insectos, degradan la quitina de su exoesqueleto en azúcares simples, produciendo un líquido dulce que sustituye al néctar para la alimentación de la reina. Así, cuando esta se centra en el cuidado de las crías, no tiene que preocuparse de buscar su propia comida, ya que las larvas se encargan de alimentarla.

Unas tres semanas después de la puesta de los huevos, las larvas ya se han convertido en obreras adultas, que reemplazan a la reina en la construcción del avispero y el cuidado de las nuevas larvas. Estas avispas son las que normalmente vemos durante el verano; las que pican. Pero no suelen invadir nuestro territorio, porque se alimentan del jugo azucarado que producen las larvas.

La colonia llega entonces a su máximo esplendor. A la reina se le han acabado las reservas de esperma de la cosecha anterior, y necesita aparearse. Para evitar la consanguinidad, lo hará con machos de otros nidos. A su vez, pone sus propios huevos de avispas zánganos que se emparejarán con reinas de otras colonias. Para los huevos de los machos no se necesita esperma, ya que proceden directamente de óvulos sin fertilizar. Los machos apenas vivirán lo necesario para buscar pareja, lo que dará a las reinas una ración fresca de esperma para fecundar los huevos destinados a producir nuevas hembras, algunas de las cuales serán elegidas para perpetuar la dinastía. Mediante este sistema las avispas conseguirán salvar el parón invernal y mantener su diversidad genética.

Una colonia en construcción con avispas obreras y huevos. Imagen de Bob Peterson / Flickr / CC.

Una colonia en construcción con avispas obreras y huevos. Imagen de Bob Peterson / Flickr / CC.

Es entonces, ahora, entre finales del verano y principios del otoño. cuando comienza el declive de la colonia. Cuando las últimas larvas de la temporada ya han crecido, se acabó la barra libre de refresco azucarado. Ya quedan pocas flores de las que chupar néctar, así que la multitud de obreras hambrientas debe buscar otras fuentes de alimento, en la basura o en nuestras apetitosas mesas repletas de manjares.

Pero aunque por el momento logren llevarse algún bocado, ni siquiera estos recursos serán suficientes para mantener a un ejército de avispas famélicas. Dentro de un par de meses, la mayoría habrán muerto, a excepción de las reinas, que con su nueva provisión de esperma a buen recaudo buscarán un refugio para capear los rigores del invierno. Y vuelta a empezar.

Conocer mejor el ciclo de vida de estas criaturas puede ayudar a temerlas un poco menos y apreciarlas un poco más, sobre todo para respetar sus ritmos naturales y no cometer exterminios innecesarios, como eliminar avisperos al comienzo del verano simplemente porque caen dentro de nuestros dominios. A menos que su emplazamiento realmente interfiera con nuestra vida diaria, durante la mayor parte de la existencia de la colonia las avispas no van a molestarnos. Y a diferencia de las colmenas de abejas, los avisperos son de un solo uso, por lo que no hay riesgo de que vayan a seguir creciendo al año siguiente. Quien prefiera guiarse por criterios ecológicamente responsables solo debería destruir los avisperos bien entrado el otoño, cuando las reinas ya han emigrado y de todos modos la colonia está próxima a extinguirse.

Y para terminar hablando de avispas, qué mejor que hacerlo con sus homónimos. Y con una lenta, que la morriña del cercano otoño lo pide. Con ustedes, W.A.S.P.