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Venimos del mono… pero no del chimpancé

Por Antonio Rosas (CSIC)*Antonio Rosas

‘Venimos del mono’. Este enunciado, que sintetiza la noción popular de que el ser humano desciende evolutivamente de antepasados primates, suele emplearse en contraposición a la doctrina creacionista, según la cual los seres vivos no son fruto de la evolución, sino de un acto creador. Sin embargo, la idea de que venimos del mono está, por lo general, mal entendida. Por supuesto que descendemos de antepasados primates. Pero no ‘venimos’ de ninguna especie de mono actualmente viva. Una anécdota personal puede ilustrar lo que pretendo decir. Hace ya bastantes años me preguntaba mi abuelo, incómodo e incrédulo ante su dificultad de entender la lógica del proceso evolutivo humano: “Si la evolución es cierta, ¿por qué no siguen saliendo humanos de los monos?” (queriendo decir de los chimpancés; en el imaginario popular, el mono del que venimos se encarna en estos animales). “¿Por qué no siguen evolucionando los monos en hombres?” Una pregunta, por cierto, a la que se enfrentan con frecuencia los profesores de instituto ante sus alumnos. Mi respuesta ese día no fue del todo aclaratoria, y ya lo siento. Creo que hoy respondo mejor diciendo: sencillamente, nunca ‘salieron’ humanos de los monos (los chimpancés). Los chimpancés nunca fueron nuestros antepasados. Son, en un sentido amplio, nuestros hermanos evolutivos. Ambas especies descendemos de un antepasado común que vivió en las selvas africanas del Mioceno. El género Pan (chimpancés) y el género Homo (humanos) compartimos un antepasado común a partir del cual cada linaje siguió su propio rumbo. Los chimpancés son especies vivas que tienen su propia historia evolutiva. Nosotros hemos seguido la nuestra.

 

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Los planteamientos de Antonio Rosas se alejan de una concepción lineal de la evolución humana, y se alinean con una visión centrada en la diversificación de especies. (Imagen de portada del libro ‘Los primeros homininos. Paleontología humana‘)

La idea de asociar a los chimpancés actuales con la expresión ‘venimos del mono’ arraiga en una idea antigua, equivocada, pero extraordinariamente anclada en nuestro pensamiento. Se trata de una noción preevolucionista que se fundamenta en Aristóteles y fue formulada en la Edad Media. Me refiero a la noción de la gran cadena de los seres o Scala Naturae, que ordena a los seres vivos en una secuencia lineal y ascendente, en la que se incrusta la noción de complejidad creciente y progreso. Es en esta noción donde se instala el concepto equívoco de eslabón perdido, con el que se expresa el vínculo intermedio de la cadena de la vida entre los monos y nosotros. La gran cadena de los seres, muy arraigada en el pensamiento occidental, se expresa de forma paradigmática en todos esos esquemas lineales de la evolución humana perpetuados hasta la saciedad, incluso en logos de diseño de instituciones académicas de reciente creación. Del mono peludo que anda a cuatro patas al humano actual, erguido y lampiño, por lo general varón y blanco. Como alternativa, mi posición está más acorde con los modelos centrados en la diversificación de las especies y por eso la imagen que acompaña a este artículo descarta la representación lineal de la evolución humana.

La evolución de los homínidos la entendemos hoy como un proceso de bifurcaciones sucesivas que podemos visualizar como las ramas de un árbol. Cada bifurcación origina dos linajes evolutivos en cuya base se localiza un hipotético antepasado común de esos dos linajes. Si nos concentramos en nuestra relación con los simios africanos visualizamos el proceso evolutivo como la bifurcación de las poblaciones de un hipotético antepasado común que dio origen, por un lado, al linaje de los gorilas y, por otro, al linaje de unos simios que, en su posterior evolución, darán lugar al ancestro común exclusivo de chimpancés y humanos. Desde este último antepasado común de chimpancés y humanos (UAC Homo-Pan) tendrá lugar una nueva bifurcación (división de poblaciones) que dará origen de nuevo a dos ramas. Por un lado, al linaje de los chimpancés y, por el otro, al linaje de los homininos, del que eventualmente surgirá la especie humana. Así, entendemos la evolución como una sucesión jerarquizada de antepasados comunes de los que fueron divergiendo linajes, algunos con representantes vivos, muchos otros extintos antes del presente.

 

* Antonio Rosas es paleoantropólogo en el MNCN (CSIC). Este texto está extraído de su libro Los primeros homininos. Paleontología humana, editado por el CSIC y Los Libros de la Catarata.

Selección sexual: las pájaras los prefieren bellos

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Por Santiago Merino (CSIC-MNCN)*

Para los amantes de las aves, pasear por el Jardín botánico de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, es una experiencia inolvidable. Entre el despliegue floral no es difícil ver algunos ejemplares espectaculares.

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Ejemplar de monarca colilargo africano / Wikipedia

Esto me ocurrió la última vez que visité este paraje. Tras un rato detrás del follaje, algo bastante voluminoso se movió ante mis ojos. Coloqué los prismáticos en posición y me encontré con un gran monarca colilargo africano (Terpsiphone viridis). Esta ave de tamaño medio es llamativa por su cabeza oscura, en la que resalta un anillo ocular de color azul chillón a juego con el pico y que contrasta con el marrón-rojizo del cuerpo, y también por las larguísimas plumas de la cola.

Este tipo de ornamentos, muy comunes entre las aves, supusieron un quebradero de cabeza para uno de los padres de la teoría de la evolución, Charles Darwin, que veía en ellos una dificultad para el funcionamiento de su teoría por selección natural. Si los seres vivos son seleccionados en función de su capacidad de sobrevivir hasta reproducirse y transmitir así su información genética, ¿por qué se habrían seleccionado estos plumajes y coloridos tan llamativos? Al fin y al cabo solo podían atraer a más depredadores y hacer la huida más dificultosa.

Darwin solucionó el problema en su famoso libro El origen del hombre y la selección con relación al sexo. El científico concluyó que aunque estos ornamentos debían ser un problema para la supervivencia, a cambio ofrecían una enorme ventaja a la hora de encontrar pareja y aparearse, ya que atraían a más individuos del sexo contrario para la reproducción. Es decir, si bien su supervivencia era menor, ésta se compensaba con el hecho de que se reproducían con mucho más éxito que los menos ornamentados.

En realidad estábamos ante una clase especial de selección natural que Darwin llamó selección sexual. Aquellos individuos que dejen más descendencia en las siguientes generaciones extenderán sus genes en las poblaciones aun si sobreviven menos que otros que se reproducen a una tasa menor. El límite para el desarrollo del ornamento lo pone la misma selección natural. Los individuos con adornos demasiado exagerados serán depredados antes de reproducirse con lo cual el ornamento solo alcanzará un cierto nivel de desarrollo.

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Charles Darwin, padre de la teoría de la evolución por selección natural / Wikipedia

Desde que Darwin propusiera esta solución mucho se ha escrito sobre cuáles son las ventajas adaptativas que podría tener una hembra de cualquier especie al reproducirse con un macho vistoso, como el monarca colilargo africano. En la mayoría de las aves son los machos los que desarrollan este tipo de ornamentos, lo que les permite hacerse notar para ser elegidos por las hembras. Pero para que el mecanismo descrito funcione, las hembras también deben obtener alguna ventaja. De lo contrario podrían aparearse con individuos menos ornamentados que además sobrevivirían más tiempo.

Varias son las explicaciones que se han dado para esta atracción por los individuos vistosos. Una de ellas es que las hembras tendrían la ventaja de producir descendientes atractivos que a su vez dejarían más descendientes. Otra consiste en la llamada señalización honesta, según la cual el ornamento es un indicador fiable de la calidad del individuo (solo los de buena calidad pueden desarrollar esos adornos correctamente). Así, el individuo podrá sobrevivir pese a lo llamativo de su aspecto, y reproducirse con él significará adquirir esos buenos genes y transmitirlos a los descendientes.

La hipótesis formulada por W. Hamilton y M. Zuk en 1982 va en la misma línea: solo los individuos en buen estado de salud serían capaces de desarrollar estos ornamentos de manera correcta. Con ellos estarían señalizando a sus potenciales parejas que son individuos sanos o portadores de genes de resistencia a las enfermedades.

Pero las explicaciones no acaban aquí. Otras ventajas adaptativas que supondría la selección de parejas tan vistosas sería que, al estar sanas, no van a transmitir enfermedades durante la cópula. O que al gozar de buena salud podrán dedicar más energía a criar a sus descendientes en aquellas especies donde existen cuidados parentales de la prole. Sea cual sea la explicación –no son excluyentes–, estas ventajas serían evolutivamente muy importantes y habrían desencadenado la evolución de todo tipo de ornamentos sexuales.

 

*Santiago Merino es director del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC). Este post ha sido extraído de su libro Diseñados por la enfermedad. El papel del parasitismo en la evolución de los seres vivos (Editorial Síntesis, 2013).