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¿Qué tienen que ver Papá Noel, la seta matamoscas y el pis de reno?

Por José Antonio López Sáez (CSIC)*

En algunas zonas de Laponia y Siberia, los chamanes tienen por costumbre beberse la orina de los renos; no porque sean psicotrópicos, sino porque estos grandes cérvidos de la tundra y la taiga gustan de alimentarse de la seta matamoscas (Amanita muscaria), rica en alucinógenos. Esto ha llevado a algunos autores a relacionar estos hechos con toda la simbología de Santa Claus, que vive en el Polo Norte como los renos (lugar donde se sitúa el eje del mundo o axis mundi de la cosmovisión chamánica), viste de rojo y blanco (colores de la matamoscas), y es capaz de volar en su trineo tirado por renos alucinados.

Un reno olisquea el suelo en busca de comida en Inarijärvi (Finlandia). / Via Manfred Werner

El género Amanita, de los basidiomicetes, cuenta con unas 600 especies de hongos. Algunos son reputadísimos comestibles, como la amanita de los césares (Amanita caesarea). Otros son irremediablemente mortales y se cuentan entre los tóxicos más potentes, como la oronja verde (Amanita phalloides), que contiene amatoxinas y la letal amanitina. Otros pocos son alucinógenos y, aunque no son tóxicos para el hígado, su consumo puede provocar reacciones diferentes dependiendo de cada individuo y de la dosis. Algunas sobredosis de amanitas alucinógenas pueden ser mortales.

Se han identificado sustancias psicoactivas en doce especies del género Amanita. De todas ellas, sin lugar a dudas, la más famosa es la matamoscas, también conocida como falsa oronja, agárico pintado u oronja pintada (Amanita muscaria). Se trata de un hongo muy popular no sólo por su potencial enteógeno, es decir, con capacidad de provocar estados de inspiración profética o poética, sino también por haber formado parte del mundo mágico de los gnomos y otros seres encantados, así como del chamanismo siberiano antes mencionado.

Los constituyentes psicoactivos claves de estos hongos son tres alucinógenos isoxazolínicos: ácido iboténico, muscimol y muscazona. El consumo de amanitas alucinógenas produce efectos semejantes a una intoxicación etílica, aunque estos hongos son capaces también de inducir fuertes alucinaciones e ilusiones, habla incoherente arrastrando las palabras, convulsiones, náuseas y vómitos severos, sueño profundo o coma, así como un dolor de cabeza que puede persistir durante semanas. El gran problema radica en que las especies de Amanita son difíciles de diferenciar unas de otras, por lo que no son pocos los casos de intoxicación mortal.

Ejemplar de Amanita muscaria en suelo boscoso. / Via Flemming Christiansen

La dosis hace el veneno

De los alucinógenos presentes en la seta matamoscas, el muscimol, muy abundante debajo de su piel, es el compuesto realmente enteogénico. Las reacciones al muscimol comienzan a partir de los 6mg, mientras que para el ácido iboténico son necesarios al menos 30-60mg. Unos 100g de matamoscas deshidratados contienen hasta 180mg de ambos alucinógenos, de los cuales sólo 25 mg son de iboténico. Es decir, comiendo poca cantidad de este hongo se pueden conseguir efectos psicoactivos relativamente potentes. Dichos efectos comienzan treinta minutos después de la ingestión, con picos de máxima actividad a las dos o tres horas.

Al secarse, el ácido iboténico se transforma en muscimol, el cual, a pesar de su gran potencia alucinógena, no es metabolizado sino que directamente se elimina con la orina. Esto explica por qué entre los chamanes siberianos existe la costumbre de beber la orina de animales que consumieron matamoscas.

Las prácticas chamánicas en torno a este hongo se extienden por todo el Círculo Ártico e incluso entre algunas tribus nativas norteamericanas. Jugó un papel etnomicológico fundamental como droga alucinógena entre las etnias siberianas, las cuales posteriormente lo llevaron a través del Estrecho de Bering a Canadá, y desde aquí se difundió por toda América. Hoy se sabe también que Amanita muscaria fue con toda probabilidad el ingrediente principal de una bebida enteogénica utilizada en las ceremonias religiosas de los arios en la India, el Soma, hace más de tres milenios.

 

José Antonio López Sáez es investigador del Instituto de Historia del CSIC en Madrid y autor del libro Los alucinógenos, disponibles en la Editorial CSIC Los Libros de la Catarata.

 

Humanos y setas: una relación de amor-odio

Por Mar Gulis

 Ejemplares de Amanita muscaria / Flickr

Ejemplares de Amanita muscaria / eLKayPics

En la actualidad está muy extendida la consideración de los hongos como un manjar. Cuanto menos, los espacios naturales donde suelen crecer ‘tiemblan’ en esta época de lluvias otoñales, en la que personas expertas o aficionadas con más o menos conocimientos se echan al monte para ‘coger setas’. No es extraño que cada vez haya más recomendaciones (en libros, guías, webs, blogs, aplicaciones, etc.) sobre cómo distinguir los tipos comestibles de los venenosos, así como sobre los modos de recogida menos perjudiciales para la biodiversidad y más indicados para asegurar la regeneración de dichos organismos. Es decir, para que ‘coger’ no implique ‘arrasar’.

Pero esta querencia humana por los hongos no siempre fue así. Nicandro de Colofón, en el siglo II a.C, los suponía “nacidos cerca del antro de la víbora y rozados por el aliento nocivo de su boca”. Otros los relacionaban directamente con el demonio, como el botánico francés S. Veillard, quien a finales del siglo XVIII los definía como una “invención del diablo, ideada por él para perturbar el resto de la naturaleza creada por Dios”. Y es que la toxicidad de algunos hongos ha provocado un halo de misterio sobre el conjunto de estos organismos. Carolus Clusius fue el primero, en 1601, en dividirlos en comestibles y venenosos. Intoxicaciones, muertes y envenenamientos han contribuido para que sea precisamente este último grupo, el de los tóxicos, el que haya recibido una mayor atención a lo largo de la historia.

Ha sido tan fuerte este amor-odio del ser humano con los hongos, que una posible clasificación de los pueblos sería en función de su relación con ellos. Así lo establecieron Valentina P. Wasson y R. Gordon, etnomicólogos que en los años 50 del pasado siglo dividían a las poblaciones en micófilas o micófobas, según su relación con estos organismos fúngicos. Es curioso cómo, al aplicar esta clasificación en España, la micofilia quedaba restringida a vascos, catalanes y mallorquines, mientras que el resto de habitantes de nuestro país formaban parte del nutrido grupo de micófobos, es decir, el de quienes sienten aversión por los hongos.

Frente a las creencias negativas, Lynn Margulis y Dorion Sagan, ya a finales del siglo XX, sostenían que “la vida se renueva y los hongos, en su calidad de recicladores, contribuyen a mantener rebosante de vida la superficie entera del planeta”.

Setas silvestres / Flickr

Setas silvestres / Aureusbay

Pero, sin duda, ha sido la gastronomía la que ha popularizado la afición por los hongos, o mejor dicho, por algunos de ellos (de todo el reino Fungi que se conoce, las setas representan en torno al 10%), jugando un papel esencial en el claro aumento de la micofilia en nuestras sociedades. Como expone la investigadora del CSIC Teresa Tellería en su libro Los hongos (CSIC-Catarata) de la colección ¿Qué sabemos de?, la micofilia es una clara consecuencia de la micofagia (acto de comer setas). Así, hoy día es muy común que los aficionados se acerquen a la micología a través de agrupaciones culturales, grupos de excursionistas, gastronómicos, etc., y que los más entusiastas acaben interesándose por su conocimiento y estudio más exhaustivo.

Y tú, ¿te consideras una persona micófoba o micófila? Si formas parte del último grupo y te vas a aventurar en la recogida de setas este otoño, es menester estar bien informado. Como decíamos, existen multitud de guías que se pueden consultar. Una de ellas es FungiNote, una aplicación móvil desarrollada por el Real Jardín Botánico de Madrid (CSIC), disponible para Iphone.

Entre las recomendaciones más comunes a la hora de coger setas se encuentran el respeto a la naturaleza (tanto a la flora como a la fauna); no dañar el micelio (la parte de la seta que está bajo tierra); usar un cesto de mimbre para recogerlas en lugar de una bolsa de plástico, para que sus esporas puedan esparcirse por otros lugares del bosque y seguir reproduciéndose… Y por supuesto, por nuestra seguridad, no se deben comer las especies que no se conocen o de las que tengamos dudas. Son las menos, pero las setas venenosas existen. Y como afirma el dicho, ‘todas las setas se pueden comer, pero algunas una sola vez’.