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Los duelistas matemáticos: la pelea que resolvió las ecuaciones de tercer grado

agatamanuelPor Manuel de León y Ágata Timón (Instituto de Ciencias Matemáticas, CSIC)*

Traiciones, engaños, muertes y duelos intelectuales… La resolución de las ecuaciones de tercer grado –las que incluyen al menos una incógnita elevada al cubo, x3– enfrentó a algunos de los más célebres matemáticos italianos del Renacimiento.

Como ya hemos contado, en 1535 Niccolò Tartaglia parecía ser el mayor experto mundial en la materia. Su fama comenzó a propagarse tras demostrar, en un enfrentamiento público con Antonio Maria Fiore, que conocía el método para resolver varios tipos de ecuaciones de tercer grado. Sin embargo, todavía no se había encontrado una solución para la fórmula general: ax3 + bx2 + cx + d = 0.

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Niccolò Tartaglia.

Pobre, autodidacta y tartamudo, Tartaglia decidió guardar sus resultados como un tesoro y no hacerlos públicos… hasta que en su camino se cruzó el médico, matemático y filósofo Gerolamo Cardano.

Para situar al personaje, hay que decir que, antes de todas esas cosas, Cardano era jugador; durante los años de estudiante, el juego era su principal sustento. Usaba sus conocimientos de probabilidad y combinatoria para ganar a los dados, al ajedrez, a las cartas, etc. Tanto es así, que su libro El libro de los juegos del azar se considera la primera obra escrita de cálculo de probabilidades.

Cuando estaba finalizando su segundo libro, La práctica de la aritmética y la medición simple, se le antojó que un gran final para la obra sería incluir la fórmula de resolución de la ecuación de tercer grado. Intentó convencer a Tartaglia de que le revelase sus resultados mediante intermediarios, pero sin éxito. Cardano no claudicó e invitó a Tartaglia  a Milán para poder halagarle y, al parecer, prometerle que no revelaría su secreto a nadie.

Tartaglia, agasajado por la riqueza y el poder de Cardano, de los que él nunca dispuso, accedió, confiando en la promesa del médico y matemático. Sin embargo, Cardano tardó poco en difundir su resultado: lo publicó en su libro El gran arte o las reglas del álgebra (Ars Magna), considerado el texto precursor del álgebra moderna. Aunque en el libro Cardano reconocía la autoría de las ideas de Tartaglia, eso no aplacó la ira del matemático de Brescia. Le había robado sus ideas y su reconocimiento público y le había engañado.

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Gerolamo Cardano.

¿Realmente fue eso lo que sucedió? Según puede leerse en el escrito de Cardano, partiendo de las técnicas de Tartaglia, había encontrado una fórmula general de la ecuación de tercer grado. Simultáneamente, su estudiante, Ludovico Ferrari, había conseguido resolver uno de los tipos de la ecuación de cuarto grado. Además, Cardano demostraba por primera vez que las soluciones de la ecuación pueden ser negativas, irracionales e incluso pueden implicar raíces cuadradas de números negativos. El trabajo de Cardano tenía, por tanto, numerosas ideas originales.

La obra contó con un gran reconocimiento que no hizo más que amargar aún más a Tartaglia. El matemático emprendió una violenta campaña contra Cardano, a través de cartellos (cartas de desafío), que desencadenó una larga pelea pública. Sin embargo, no fue Cardano el que respondió a las ofensas, pese a los muchos intentos de Tartaglia de retarle públicamente, sino Ferrari. Pese a que Tartaglia no quería pelear públicamente con el estudiante, al final lo acabó haciendo, posiblemente por la presión de una posible plaza de profesor de geometría en su ciudad natal, Brescia.

El enfrentamiento tuvo lugar el 10 de agosto de 1548 y, pese a que no hay documentación clara de lo que aconteció, no hay duda de que el vencedor fue Ferrari: negaron el sueldo  a Tartaglia en Brescia, después de trabajar un año como profesor, mientras que la carrera de Ferrari se catapultó. La gloria en la resolución de la ecuación de tercer y cuarto grado fue para Cardano y su estudiante.

Tartaglia moriría en 1557, en Venecia, sumido en la misma pobreza que le acompañó durante toda su vida. Pero también a Ferrari le esperaba un desenlace trágico: pocos años después del duelo murió, al parecer envenenado por su hermana.

Por suerte, Ferrari no había guardado, como muchos de sus predecesores, ningún resultado oculto. De esta trágica manera quedaron resueltas las ecuaciones de tercer y cuarto grado.

 

* Manuel de León es investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias Matemáticas (ICMAT) y autor, junto con Ágata Timón, coordinadora de comunicación y divulgación del ICMAT, del libro Las matemáticas de los cristales (CSIC-Catarata).

Los duelistas matemáticos: el enfrentamiento entre Fiore y Tartaglia

agatamanuelPor Manuel de León y Ágata Timón (Instituto de Ciencias Matemáticas, CSIC)*

La resolución  de las ecuaciones de tercer grado a principios del siglo XVI es digna de novela: traiciones, engaños, muertes y duelos intelectuales. Sus protagonistas –algunos de los grandes matemáticos italianos del Renacimiento– llevaron a cabo de esta manera una de las grandes hazañas matemáticas de la historia.

Las ecuaciones de tercer grado –las que incluyen al menos una incógnita elevada al cubo– aparecen con el cálculo de volúmenes sólidos; con preguntas del tipo: dado un cubo cuyo volumen es de 8 cm3, ¿cuánto mide su arista? Esto se traduce con la ecuación cúbica x3 = 8, cuya solución es fácil de calcular, x=2. Pero ese es el caso más sencillo; la forma general de la ecuación de tercer grado es ax3 + bx2 + cx + d = 0.

Los matemáticos que trabajaron en la resolución de la ecuación, y que finalmente lo consiguieron, no planteaban problemas ni respuestas generales. Su objetivo era encontrar una fórmula, similar a la que aprendemos en el colegio para resolver ecuaciones de segundo grado, que se aplicara como una receta. Pero no era tan fácil.

Hubo muchos que lo intentaron y arrojaron la toalla. Otros, sin embargo, perseveraron. Sciopine dal Ferro obtuvo los primeros resultados alrededor de 1515: resolvió la ecuación ax3 + bx + c = 0.  Todavía no era la forma general, pero se acercaba bastante.

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Tartaglia (‘tartamudo’ en italiano) era en realidad el apodo del matemático de Brescia. Su verdadero apellido era Fontana.

Dal Ferro quiso conservar su hallazgo como un tesoro y decidió no divulgarlo. Compartió su resultado con su yerno, Annibale della Navia, y al menos con otro estudiante, Antonio Maria Fiore. Fiore fue un matemático mediocre que, a falta de méritos propios, intentó usar a su favor el secreto de su maestro. Una vez muerto Dal Ferro, en 1525, no publicó el resultado, sino que guardó el ‘arma’ para usarla en el momento conveniente. Y esa oportunidad no tardó en llegar. En 1535 Fiore escuchó que otro matemático, Niccolò Tartaglia, estaba trabajando con cierto éxito en la resolución de la ecuación de tercer grado. Por fin podría demostrar su superioridad en ese campo, así que le desafío a una competición pública para resolver problemas.

En la Bolognia del siglo XVI eran habituales los debates públicos  entre matemáticos, unas disputas que atraían a grandes multitudes. Estas peleas callejeras tenían un profundo impacto en la sociedad científica: los ganadores eran mejor considerados para plazas universitarias y los perdedores podían perder su puesto o los favores de la nobleza. Más allá de esto, los ciudadanos mostraban un gran interés por esos acontecimientos, en torno a los cuales se organizaban apuestas, por lo que pueden ser considerados como eventos de divulgación científica de lo más exitosos.

El reto entre Fiore y Tartaglia se concretó de la siguiente manera: cada uno de ellos escribiría una lista de 30 problemas que tendría que resolver su oponente, y la lista quedaría sellada y depositada ante notario. Después de esto, cada uno dispondría de 50 días para buscar la solución.

Todos los problemas planteados por Fiore eran de la misma forma ax3 + bx + c = 0, es decir, los que él sabía resolver con la fórmula secreta de Dal Ferro. Sin embargo, Tartaglia propuso cuestiones de diferente tipo. El 12 de febrero de 1535 fue la fecha escogida para entregar los ejercicios frente a un nutrido público formado por universitarios y miembros de la alta sociedad intelectual veneciana. Tartaglia logró resolver todos los problemas; Fiore no pudo dar respuesta a ninguno.

Tartaglia solo tuvo que aplicar reiteradamente el método para resolver las ecuaciones del tipo ax3 + bx = c que, según cuenta en su biografía, había descubierto tan solo ocho días antes del reto. Pocos días después encontró la solución de ax + b = x3. Y, como ya conocía la de x3 + ax2 = b, de la noche a la mañana se convirtió en el experto mundial de la resolución de ecuaciones de tercer grado.

Sin embargo, el éxito no le duró mucho. Tras embarcarse en una larga polémica sobre la autoría y el alcance de sus ideas con Gerolamo Cardano, en 1548 se vio abocado a batirse en un nuevo duelo matemático con uno de los discípulos de este, Ludovico Ferrari. Tartaglia salió derrotado de la pelea y ello tuvo dramáticas consecuencias para su carrera… Pero esta es una historia de la que hablaremos en nuestro próximo post.

 

* Manuel de León es investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias Matemáticas (ICMAT) y autor, junto con Ágata Timón, coordinadora de comunicación y divulgación del ICMAT, del libro Las matemáticas de los cristales (CSIC-Catarata).

La mutación de la Luna

FJ BallesterosM. VillarPor Montserrat Villar (CSIC) y Fernando J. Ballesteros (UV)*

Ya no me atrevo a macular su pura
aparición con una imagen vana,
la veo indescifrable y cotidiana
y más allá de mi literatura.

(Fragmento del poema “La Luna” de Jorge Luis Borges, 1899-1986)

Luna pura y sin mácula, Luna de plata o cristal: estas ideas, que encontramos en infinidad de poemas y obras pictóricas, se remontan a hace más de 2.300 años, época en la que Aristóteles planteaba su visión del cosmos. Según el gran filósofo griego, el universo se divide en dos mundos: el sublunar, la Tierra, donde todo es corrupto y mutable, y el supralunar, el de lo inmutable, armónico y equilibrado. La Luna para Aristóteles, como antesala de ese mundo supralunar, es un astro puro y perfecto.

La cosmología de Aristóteles prevaleció en Europa hasta el Renacimiento, pues era considerada por la Iglesia acorde con las Sagradas Escrituras, al mantener a la Tierra y al ser humano en el centro del universo y de la creación. Sobrevivió asimismo su concepción de la Luna y esto queda patente en numerosas obras de arte. Aún en la época barroca perviven estas ideas, como puede apreciarse en muchas representaciones de la Inmaculada, que muestran a la Virgen María tal y como es descrita en el Apocalipsis (12,1): «Apareció en el cielo una señal grande, una mujer envuelta en el sol, con la Luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas». En estas obras en general aparece la Luna como una superficie cristalina y sin defectos. Esta imagen de la Luna pura aparecía vinculada a la de la virgen inmaculada como consecuencia del sincretismo paleocristiano, que había asociado la virgen María a la popular diosa cazadora Diana, virgen también y diosa de la Luna. Así, la perfección lunar era una alegoría perfecta de la Inmaculada Concepción.

Sin embargo, con una mirada a nuestro satélite nos damos cuenta de que su superficie no es perfecta, sino que presenta contrastes entre zonas claras y oscuras; son las popularmente llamadas ‘manchas’ de la Luna. Hoy sabemos que se deben a variaciones de las propiedades geológicas y de composición de unas regiones a otras. Son apreciables a simple vista y en siglos pasados trataron de explicarse de diferentes maneras.

La idea de una superficie lunar irregular e imperfecta, con valles y montañas como la Tierra, había sido ya planteada en la era precristiana. Sin ir más lejos, de Plutarco proviene la idea de que las manchas oscuras visibles sobre la Luna debían ser mares, cuando al compararla con la Tierra escribió: “De igual forma que en la Tierra hay grandes y profundos mares, […] también los hay en la Luna”. Sin embargo, hacia la Edad Media y siglos posteriores aún había intentos de reconciliar esas ‘manchas’ con la filosofía aristotélica. Para ello, unos pensaron que nuestro satélite había sido parcialmente contaminado por la corrupción de la Tierra en el mundo sublunar. Otros, siguiendo a Clearco, discípulo de Aristóteles, defendían que la Luna era un espejo perfecto que reflejaba los continentes de la Tierra. Rodolfo II de Bohemia, patrón de Kepler, incluso aseguraba identificar la península italiana en las manchas lunares.

Con todo, la idea de una Luna lisa e inmaculada era la norma en las representaciones artísticas. Sin embargo, algunos artistas se alejaron de la norma y representaron nuestro satélite en su obra de manera bastante realista. El ejemplo más antiguo conocido corresponde al pintor flamenco Jan van Eyck (h. 1390-1441), que ejecutó un díptico de la Crucifixión y el Juicio Final hacia 1435-1440 (actualmente en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York). En la escena del Calvario la imagen de la Luna es diminuta, de no más de unos pocos centímetros de diámetro, pero de tamaño suficiente para ilustrar una serie de claroscuros, algunos de los cuales han sido identificados con rasgos lunares reales. Se considera la primera imagen realista de nuestro satélite, anterior incluso a los dibujos realizados por Leonardo da Vinci unos setenta años más tarde, hacia 1510.

Díptico de La Crucifixión y el Jucio Final

Díptico de La Crucifixión y el Jucio Final (Jan van Eyck, h. 1435-1440).

En 1609 Galileo utilizó por primera vez un telescopio para estudiar el Cosmos. Sus dibujos representando las fases lunares y el relieve de nuestro satélite son, además de un valioso documento científico, una obra de extraordinaria belleza. Curiosamente no consta que realizara ninguna observación telescópica de eclipses lunares, como el que tendremos oportunidad de ver en la madrugada del 27 al 28 de septiembre, aunque sin duda debió observarlos. Lo que sí mostró su estudio de la Luna es que lejos de ser perfecta, es rugosa; está llena de cráteres y montañas. Era la prueba definitiva de su imperfección. El cambio de visión hacia esta nueva Luna quedaría plasmado en el arte por primera vez por el pintor florentino Ludovico Cigoli (1559-1613), amigo y admirador de Galileo. En su última obra (1612), la Inmaculada de los frescos de Santa Maria Maggiore en Roma, la Virgen aparece sobre una Luna plagada de cráteres, muy parecida a la que dibujara Galileo a partir de sus observaciones y en cuyos dibujos se inspiró el artista. De esta manera Cigoli incorporaba en su trabajo artístico y difundía los resultados de los estudios de Galileo. Dejaba además constancia de una convicción profunda: la religión debe dar cabida a los avances científicos. O, dicho de otra manera, la fe debe adaptarse al progreso del conocimiento.

Dibujos de la Luna de Galileo y Virgen de Cigoli

Dibujos de la Luna realizados por Galileo (izqda.) y Virgen Inmaculada de Cigoli (derecha).

* Montserrat Villar es investigadora en el Centro de Astrobiología (INTA/CSIC) en el grupo de Astrofísica extragaláctica. Fernando J. Ballesteros es jefe de instrumentación en el Observatorio Astronómico de la Universidad de Valencia.