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La ‘huella olfativa’: ¿es posible identificar a una persona por su olor?

Por Laura López Mascaraque (CSIC) *

Hace cien años, Alexander Graham Bell (1847-1922) planteaba lo siguiente: “Es obvio que existen muchos tipos diferentes de olores (…), pero hasta que no puedas medir sus semejanzas y diferencias, no existirá la ciencia del olor. Si eres ambicioso para encontrar un tipo de ciencia, mide el olor”. También decía el científico británico: “Los olores cada vez van siendo más importantes en el mundo de la experimentación científica y en la medicina, y, tan cierto como que el Sol nos alumbra, es que la necesidad de un mayor conocimiento de los olores alumbrará nuevos descubrimientos”.

A día de hoy la ciencia continúa investigando el olfato y sus posibles aplicaciones. De momento sabemos, al menos, que detectar y clasificar los distintos tipos de olores puede ser extremadamente útil. El olfato artificial, también llamado nariz electrónica, es un dispositivo que pretende emular al sistema olfativo humano a fin de identificar, comparar y cuantificar olores.

Los primeros prototipos se diseñaron en los años sesenta, aunque el concepto de nariz electrónica surge en la década de los ochenta, definido como un conjunto de sensores capaces de generar señales en respuesta a compuestos volátiles y dar, a través de una adecuada técnica de múltiples análisis de componentes, la posibilidad de discriminación, el reconocimiento y la clasificación de los olores. El objetivo de la nariz artificial es poder medir de forma objetiva (cuantitativa) el olor. Se asemeja a la nariz humana en todas y cada una de sus partes y está formada por un conjunto de sensores que registran determinadas señales como resultados numéricos, y que un software específico interpreta como olores a través de algoritmos.

Los sensores de olores –equivalentes a los receptores olfativos situados en los cilios de las neuronas sensoriales olfativas del epitelio olfativo– están compuestos por materiales inorgánicos (óxido de metal), materiales orgánicos (polímeros conductores) o materiales biológicos (proteínas/enzimas). El uso simultáneo de estos sensores dentro de una nariz electrónica favorece la respuesta a distintas condiciones.

Comentábamos en otro texto en este mismo blog cómo se puede utilizar el olfato, y en particular el artificial, en el área de la medicina (mediante el análisis de aliento, sudor u orina), para el diagnóstico de enfermedades, sobre todo infecciones del tracto respiratorio. De hecho, en la actualidad se está estudiando la posibilidad de desarrollar y aplicar narices electrónicas para detectar la presencia o no del SARS-CoV-2 en el aliento de una persona, y ayudar así en el diagnóstico de la Covid-19. Pero lo cierto es que su desarrollo podrá tener otras muchas aplicaciones: seguridad (detección de explosivos y drogas, clasificación de humos, descubrimiento de agentes biológicos y químicos), medioambiente (medición de contaminantes en agua, localización de dióxido de carbono y otros contaminantes urbanos o de hongos en bibliotecas), industria farmacéutica (mal olor de medicamentos, control en áreas de almacenamiento) y agroalimentación (detección de adulteración de aceites, maduración de frutas, curación de embutidos y quesos).

De la ‘huella olorosa’ a la odorología criminalística

Las nuevas generaciones de sensores también pueden servir para detectar ese olor corporal personal conocido como huella aromática u olfativa. Esta podría llegar a identificar a una persona como ocurre con la huella digital. Helen Keller (1880-1968) esbozó la idea de que cada persona emite un olor personal, como una huella olfativa única e individual. Para ella, que se quedó sordociega a los 19 meses de edad a causa de una enfermedad, esta huella tenía un valor incalculable y le aportaba datos como el oficio de cada una de las personas con las que tenía relación. Y no se trata del perfume, sino que cada uno de nosotros tenemos un olor particular, un patrón aromático, compuesto por secreciones de la piel, flora bacteriana y olores procedentes de medicamentos, alimentos, cosméticos o perfumes. Este patrón podría emplearse, en el futuro, para la identificación personal e incluso en investigación criminalística para la localización de delincuentes.

 

Ilustración de Lluis Fortes

Ilustración de Lluis Fortes

La odorología criminalística es una técnica forense que utiliza determinados medios y procedimientos para comparar el olor de un sospechoso con las muestras de olor recogidas en el lugar del crimen. De hecho, en algunos países se permite usar como prueba válida la huella del olor. Así mismo, científicos israelíes están desarrollando una nariz electrónica que pueda detectar la huella aromática de seres humanos a nivel individual como si se tratase de una huella digital. Este olor particular está determinado genéticamente y permanece estable a pesar de las variaciones en el ambiente y la dieta. Por tanto, el olor proporciona un rastro reconocible de cada individuo que puede detectarse por la nariz, por un animal entrenado o utilizando instrumentos químicos más sofisticados.

Las narices electrónicas están todavía lejos de imitar el funcionamiento del olfato humano, pero para algunas aplicaciones este último tiene algunos inconvenientes, como la subjetividad en la percepción olfativa, la exposición a gases dañinos para el organismo o la fatiga y el deterioro que implica la exposición constante a estas pruebas. Por tanto, las narices electrónicas resultan un mecanismo rápido y confiable para monitorizar de forma continua y en tiempo real olores específicos.

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso, de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC -Catarata).

 

 

¿Es posible “oler” una enfermedad?

Por Laura López Mascaraque (CSIC)*

Aunque el olfato es el más desconocido de los sentidos, es bien sabido que los olores pueden provocar reacciones emocionales, físicas y mentales. Así, algunos olores desagradables y penetrantes, denominados hedores, se han asociado históricamente tanto a la muerte como a la transmisión de enfermedades.

Antes de que se comenzaran a perfeccionar los medios de investigación médica a partir del siglo XVIII, el análisis del olor y color de la orina era el recurso más empleado en el diagnóstico. Desde la Edad Media existían ruedas de orina, divididas en 20 colores posibles, con categorías olfativas que marcaban analogías entre estos caracteres y la dolencia. Los pacientes llevaban la orina en frascos de cristal transparente y los médicos, además de observarla, basaban su diagnóstico también en su sabor. En 1764, el inglés Thomas Willis describió como muy dulce, similar a la miel, la orina de una persona diabética, por lo que a esta enfermedad se la denominó Diabetes mellitus, e incluso durante un tiempo se la llamó enfermedad de Willis.

Rueda de orina medieval que se utilizaba para la realización de uroscopias

Rueda de orina medieval que se utilizaba para la realización de uroscopias.

Hay otras anécdotas curiosas, como la “enfermedad del jarabe del arce”, una patología rara de origen metabólico así llamada por el olor dulzón de la orina de los pacientes, similar al de este alimento. En otros casos, la orina puede oler a pescado si se padece trimetilaminuria (o síndrome de olor a pescado), mientras que el olor a levadura o el olor a amoniaco se debe a la presencia de determinadas bacterias.

El cirujano francés Landré-Beauvais (1772-1840) recomendaba a los médicos memorizar los diferentes olores que exhalaban los cuerpos, tanto sanos como enfermos, a fin de crear una tabla olfativa de las enfermedades para elaborar un primer diagnóstico. En concreto, él y sus seguidores entendían que la halitosis es uno de los signos del empacho e intentaban descubrir determinadas enfermedades por las alteraciones del aliento. Pensaban que algunas patologías tenían un determinado olor, es decir, hacían emanar del cuerpo del paciente compuestos orgánicos volátiles específicos. No les faltaba razón, y aunque hoy día el uso del olfato en la práctica médica ha desaparecido, sabemos que el patrón aromático que desprende una persona enferma es distinto al de una sana:

  • Un aliento con olor afrutado se manifiesta a medida que el organismo elimina el exceso de acetona a través de la respiración, lo que puede ocurrir en caso de diabetes.
  • Un aliento que huele a pescado crudo se produce por un trastorno del hígado (insuficiencia hepática).
  • Un aliento con olor a vinagre es desprendido por algunos pacientes con esquizofrenia.
  • El olor similar al amoniaco (parecido a la orina) suele ser signo de insuficiencia renal o infección en la vejiga.

El análisis moderno del aliento empezó en la década de 1970, cuando el doble premio Nobel de Química (1954) y de la Paz (1962) Linus Pauling detectó por cromatografía de gases más de doscientos compuestos orgánicos volátiles, aunque en la actualidad sabemos que por nuestra boca podemos exhalar más de tres mil compuestos. Entre las pruebas de aliento más conocidas actualmente destacan la que se realiza para detectar la presencia de la bacteria Helicobacter pylori, responsable de úlceras e inflamación del estómago y de la gastritis; las pruebas de alcoholemia que identifican la presencia de etanol y acetaldehído; y las que detectan óxido nítrico como predictivo del asma infantil.

Del olfato canino a las narices electrónicas

Existen indicios de que perros bien entrenados pueden detectar tumores cancerígenos a partir del aliento y las heces. Distintos laboratorios intentan descubrir algún elemento común de los diferentes tumores y, dado que estos animales poseen una enorme capacidad de discriminación odorífera, incluso con olores extremadamente parecidos en su composición química, están siendo entrenados para que, oliendo la orina de los pacientes, puedan indicar o predecir la existencia de cáncer de próstata, pulmón y piel. Una vez se conozcan los tipos de compuestos segregados por las células tumorales que identifican los perros, se podrán desarrollar narices electrónicas para complementar la práctica clínica.

Las narices electrónicas utilizan sensores químicos de vapores (gases) para analizar algunos compuestos orgánicos volátiles que se exhalan en el aliento. Esperamos que, en un futuro próximo, esta identificación electrónica de los olores permita establecer biomarcadores que contribuyan al diagnóstico precoz de diferentes tipos de asma, diabetes, cáncer o enfermedades tropicales como hidatidosis, leishmaniasis y dengue.

De hecho, en la actualidad, se está estudiando la posibilidad de desarrollar narices electrónicas para ayudar en el diagnóstico de la enfermedad Covid-19 a través del aliento de una persona, a fin de detectar la presencia o no del SARS-CoV-2. El paso previo imprescindible será identificar los compuestos orgánicos volátiles propios de esta enfermedad. También, varios estudios a nivel internacional han reportado una asociación directa de la pérdida abrupta del olfato y/o gusto (anosmia/ageusia) como un síntoma temprano común de esta enfermedad. Por ello, varias asociaciones médicas, y en distintos países, han apuntado que la anosmia podría ser un buen marcador de presencia en casos asintomáticos. Además, parece que este síntoma también podría indicar que la infección por SARS-CoV-2 no será tan severa.

 

Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso, de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC-Catarata).

¿Se pueden clasificar los olores?

Por Laura López Mascaraque (CSIC)* y Mar Gulis (CSIC)

En los últimos años nos han llegado noticias de la posible existencia de nuevos sabores. A los que ya nos son conocidos (dulce, salado, amargo, ácido y umami), se van sumando otros como el ‘oleogustus’ o sabor a grasa o el ‘sabor a almidón’ de los alimentos ricos en carbohidratos o azúcares complejos. No obstante, ninguno de estos sabores está confirmado, dado que todavía no se han descubierto receptores específicos en la lengua que los identifiquen. Pero, ¿qué pasa con los olores? Ambos sentidos, el gusto y el olfato han estado siempre muy ligados. Somos capaces de detectar infinidad de olores, eso es cierto, pero, ¿somos capaces de definirlos? ¿Percibimos todos los humanos los mismos olores y nos provocan a todos la misma sensación?

De los cinco sentidos, el olfato es el más desconocido, pero también el más primitivo, el más directo, el que más recuerdos evoca y el que perdura más en nuestra memoria. Nos da información de nuestro mundo exterior; aunque con frecuencia esto sucede de forma inconsciente. Cuando olemos, las moléculas emitidas por una determinada sustancia viajan por el aire y llegan a las neuronas sensoriales olfativas, situadas en la parte superior de la nariz, que son las responsables de reconocer el olor y hacer una conexión directa entre el mundo exterior y el cerebro.

El olfato es el sentido más primario. / Christoph Schültz.

El mecanismo es el siguiente: en nuestra nariz se encuentra el epitelio olfativo donde hay millones de células denominadas neuronas sensoriales olfativas.  En los cilios que tienen estas neuronas (receptores olfativos) es donde ocurre la interacción entre el compuesto volátil y el sistema nervioso. Las moléculas de olor encajan en los receptores olfativos como una llave en una cerradura. Cuando esto ocurre, se libera una proteína y tras una serie de acontecimientos se crea una señal que finalmente es procesada por el encéfalo. Parece un mecanismo relativamente sencillo, pero si tenemos en cuenta que nuestra nariz conserva aproximadamente 400 tipos de receptores olfativos o que las neuronas olfativas se renuevan constantemente a lo largo de nuestra vida, la única población neuronal donde esto sucede, la cosa se complica.

En nuestra cultura el valor que se le atribuye al sentido del olfato es muy bajo. Es casi imposible explicar cómo huele algo o describir cómo es un olor a alguien que carece de olfato, que es anósmico. Ya que no existe un nombre para un olor determinado, es generalmente el objeto lo que da nombre a ese olor: a limón, a jazmín…pero, ¿existe alguna clasificación? A lo largo de la historia los olores se han tratado de clasificar de diferentes maneras. Platón ya distinguía entre olores agradables y desagradables y, más adelante, el naturalista Linneo distinguía hasta siete tipologías de olores basándose en que los olores de ciertas plantas nos evocan olores corporales o recuerdos. Así, teníamos olorosas o perfumadas, aromáticas, fuertes o con olor a ajo, pestilentes o con olor a cabra o sudor, entre otras. En 1895, Zwaardemaker agregó a la lista de Linneo dos olores (etéreo y quemado) y en 1916, Hans Henning presentó un diagrama en forma de prisma donde colocaba seis olores básicos en la base y olores intermedios en las aristas y caras. John Amoore, ya en el siglo XX, clasificaba siete olores primarios en la naturaleza basándose en el tamaño y forma de sus moléculas: alcanfor, almizcle, menta, flores, éter, picante y podrido.

Ninguna de estas clasificaciones ha llegado a aceptarse universalmente. Una de las más recientes utiliza métodos matemáticos y, tras el estudio de 144 olores, los clasifica en diez categorías: fragante/floral, leñoso/resinosa, frutal no cítrico, químico, mentolado/refrescante, dulce, quemado/ahumado, cítrico, podrido y acre/rancio. Sin embargo, probablemente ninguna de estas clasificaciones representa las sensaciones primarias verdaderas del olfato. Los aromas son mezcla de olores primarios formados por diferentes compuestos químicos y cada estructura molecular confina un olor propio. Hasta la orientación de las moléculas afecta a su olor, ya que cuando una molécula es quiral o espejo (sin eje de simetría), en una forma huele a una cosa y en su forma especular, a algo distinto. Este es el caso de la carvona, que puede oler a comino o a menta según su orientación, o del limonelo, que asociamos a la naranja o al limón.

Esquema funcional de olor. / Lluis Fortes.

A estas alturas ya habrá quedado claro que es muy complejo llegar a una clasificación concreta y a gusto de todos. Además hay que tener muy en cuenta la importancia de la componente social, cultural y personal de los olores. Al percibir determinados olores, estos evocan imágenes, sensaciones o recuerdos. Esto se debe a que el olfato forma parte del llamado sistema límbico, el centro de emociones del cerebro, formado por varias estructuras que gestionan las respuestas fisiológicas ante estímulos emocionales.

La información olfativa se procesa en la corteza olfatoria primaria, que tiene una conexión directa con la amígdala y el hipocampo. Dado que la amígdala está relacionada con la memoria emocional y el hipocampo con la memoria y el aprendizaje, ambos tienen un potencial enorme para evocar recuerdos. Los recuerdos asociados a olores no son tanto hechos o acontecimientos, como las emociones que estos olores pudieron haber provocado en nosotros en un momento determinado de nuestras vidas.

En definitiva, el olfato tiene unas implicaciones sociales y emocionales muy importantes: determinados olores pueden cambiar nuestro humor, despertar emociones o evocar recuerdos ¿Podremos llegar en un futuro a poder guardar olores en alguna ‘caja de recuerdos’? Esto nos permitiría destaparlos y desencadenar un torrente de emociones en todos los sentidos.

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal  del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y Los Libros de la Catarata.