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Ultraprocesados en la salud y la enfermedad

Por Javier Sánchez Perona* y Mar Gulis (CSIC)

Todos los días de nuestra vida. Están en medios de comunicación, en las redes sociales y, por supuesto, en las estanterías de los supermercados. A veces, incluso en detrimento de la fruta o las verduras y otros alimentos frescos. Parece que los alimentos ultraprocesados han llegado para quedarse.

Se conservan durante largos periodos de tiempo y no precisan de habilidades culinarias. / Pexels

En una época en la que parece no haber tiempo para nada, este tipo de productos nos ofrecen una alternativa sencilla y económica para llenar nuestro estómago que no requiere previsión. Además, los ultraprocesados se conservan durante largos periodos de tiempo y no precisan de habilidades culinarias. Sin embargo, pese a sus aparentes ventajas, no podemos olvidar que incluirlos en nuestra dieta de forma habitual puede pasarnos factura y provocar efectos perjudiciales en nuestra salud.

Pero, ¿qué es exactamente un alimento ultraprocesado? Si comparamos un alimento fresco, como carne, pescado o verdura, con un producto listo para consumir, como bollería o una pizza, tendríamos pocas dudas, pero no siempre resulta tan obvio distinguir los productos que pertenecen a esta categoría de los que no. El investigador brasileño Carlos Augusto Monteiro, el primero en introducir el término ‘ultraprocesado’, establece el sistema NOVA, una clasificación de alimentos según su grado de procesamiento:

  • Grupo 1: alimentos sin procesar o mínimamente procesados para su conservación, con el fin de hacerlos más seguros y aptos para su almacenamiento.
  • Grupo 2: ingredientes culinarios elaborados, como los aceites, la mantequilla, el azúcar o la sal.
  • Grupo 3: alimentos procesados, como pescado en conserva o frutas en almíbar, la versión modificada de los alimentos del grupo 1.
  • Grupo 4: alimentos ultraprocesados, entre los que incluye aceites hidrogenados, proteínas hidrolizadas o jarabe de maíz con alto contenido de fructosa, entre muchos otros. Los alimentos de este grupo se caracterizan por tener un elevado contenido en azúcares, grasas saturadas o sal, así como aditivos que pretenden imitar o mejorar las cualidades sensoriales de los alimentos o disfrazar aspectos desagradables.

Para identificar un producto como ultrapocesado tendríamos que verificar si la lista de ingredientes de la etiqueta contiene alguno de los alimentos mencionados en este último bloque. Sin embargo, es complicado asumir que todos los alimentos del grupo 4 son igualmente perjudiciales para la salud. Es un grupo muy heterogéneo en el que caben tanto galletas de chocolate como un producto lácteo con base de soja.

Los ultraprocesados son formulaciones elaboradas a partir de sustancias derivadas de alimentos y aditivos. / Pexels

En realidad, esta clasificación sirve más a la comunidad científica que a las personas no expertas. Para esta amplia mayoría, quizá pueda servir como guía saber que los alimentos ultraprocesados son formulaciones elaboradas a partir de sustancias derivadas de alimentos y aditivos, en los que no se pueden identificar otros alimentos en su forma original y que son ricos en grasas, sal o azúcar, además de tener poca fibra dietética, proteínas, vitaminas y minerales. La presencia en los ingredientes de aditivos como glutamato u otros compuestos como espesantes, aglutinantes, aromas o colorantes, que no suelen estar en las cocinas de nuestras casas, es otro indicativo de que estamos ante un alimento ultraprocesado.

Obesidad, diabetes o enfermedades cardiovasculares

Más allá de las etiquetas, lo importante es saber cómo los ultraprocesados afectan a nuestra salud. Aquí tienes algunas claves.

Obesidad. Según la Organización Mundial de la Salud, la obesidad se produce por una acumulación anormal o excesiva de grasa en el cuerpo. Diferentes estudios han demostrado que el consumo de dulces, carnes procesadas, patatas fritas y bebidas azucaradas está estrechamente relacionado con el aumento de peso en adultos estadounidenses. Sin embargo, hasta muy recientemente no se había evaluado la relación entre el grado de procesamiento de los alimentos y el sobrepeso. Los resultados de las investigaciones apuntan a que las probabilidades de sufrir sobrepeso aumentan en torno a un 37-39% entre las personas que los consumen.

A pesar de lo contundente que puede parecer esta cifra, no hay suficiente evidencia científica para establecer relaciones de causalidad, ya que existe un número importante de estudios observacionales pero muy pocos ensayos clínicos. Estos últimos son mucho más complejos de realizar y diseñar con alimentos que con fármacos. Es relativamente fácil comparar un medicamento con un placebo porque para quien lo consume resulta imposible distinguir uno de otro, pero eso no ocurre con los alimentos. Por ejemplo, en un estudio en el que quisiéramos comparar el efecto en la salud del aceite de oliva virgen extra y el aceite de pescado, el olor descubriría cuál de ellos está recibiendo cada grupo experimental. Siempre se pueden emplear cápsulas para enmascarar las características sensoriales de los alimentos empleados, pero eso tiene poco que ver con la alimentación. Además, tampoco podemos olvidar los condicionantes éticos. Si la hipótesis del estudio considera que un alimento o dieta puede perjudicar a uno de los grupos del ensayo, probablemente el comité de ética no aprobará la investigación.

Más allá de las etiquetas, lo importante es saber cómo los ultraprocesados afectan a nuestra salud. / Pixabay

Síndrome metabólico. Este trastorno del metabolismo no se manifiesta en síntomas aparentes, pero puede aparecer en un chequeo habitual. En España, casi una tercera parte de la población lo tiene, y conlleva el doble de riesgo de sufrir una enfermedad cardiovascular. Según un estudio observación realizado en Estados Unidos, las personas que consumen ultraprocesados tienen una tasa de síndrome metabólico un 28% mayor que quienes lo hacen en menor medida.

Diabetes tipo 2. Un estudio realizado por el propio Monteiro concluyó que las personas con mayor consumo de ultraprocesados tenían un 44% más de riesgo de padecer esta enfermedad asociada a desequilibrios nutricionales.

Enfermedades cardiovasculares. La mortalidad causada por estas patologías –las que más fallecimientos provocan en el mundo– está asociada tanto a un alto consumo de grasas saturadas y azúcar en la dieta como a una baja ingesta de cereales integrales y fruta . De hecho, se registran más muertes debido a una alimentación deficiente que al tabaco. Según un estudio estadounidense realizado en 2019, por cada aumento del 5% en las calorías procedentes de alimentos ultraprocesados que consumía una persona, había una disminución equivalente en la salud cardiovascular. Las personas que obtenían el 70% de las calorías consumidas de alimentos ultraprocesados tenían la mitad de probabilidades de tener buena salud que las personas que obtenían el 40% o menos.

Enfermedades neurodegenerativas. Una alimentación deficiente también aumenta el riesgo de desarrollar una demencia. Las grasas saturadas o el azúcar se han asociado con la probabilidad de padecer Alzhéimer, aunque no se haya estudiado la relación directa. Sin embargo, sí se ha evaluado la relación indirecta a través de la microbiota intestinal: los desequilibrios en la producción de ácidos grasos de cadena corta en la microbiota intestinal son posibles factores de riesgo en el desarrollo de estas enfermedades; y el consumo de alimentos ricos en azucares y grasas saturadas afecta a la composición de la microbiota.

Todavía es mucho lo que tenemos que investigar y clarificar acerca de la relación de los ultraprocesados con la salud. En cualquier caso, como decíamos al comienzo, no parece descabellado recomendar un consumo moderado de este tipo de alimentos y, aún más importante, no dejar de incluir en nuestra dieta frutas, verduras y otros productos frescos.

 

* Javier Sánchez Perona es investigador del CSIC en el Instituto de la Grasa y autor de libro Los alimentos ultraprocesados (CSIC-Catarata). Su blog es www.malnutridos.com y se le puede encontrar en redes sociales como @malnutridos.

La hipótesis de la higiene o por qué la excesiva limpieza perjudica la salud

Por Mar Gulis (CSIC)

Portada del libro La microbiota intestinal (CSIC-Catarata)

Alrededor de un 10-20% de la población infantil mundial sufre dermatitis atópica, un trastorno crónico que suele manifestarse con piel seca, descamada  e irritable y que evoluciona a modo de brotes en los que los síntomas se intensifican. Esta enfermedad también afecta a otros grupos de edad, pero lo llamativo es su aumento en los últimos años y que la mayoría de los afectados se concentra en países industrializados. ¿Qué explica esta mayor prevalencia? Una de las explicaciones se basa en la hipótesis de la higiene, formulada por David Strachan ya en 1989. Este epidemiólogo sugirió que la creciente incidencia de enfermedades autoinmunes, como la dermatitis atópica y algunas alergias, se relacionaba con una exposición cada vez menor a los gérmenes.

En su libro La microbiota intestinal, las investigadoras del CSIC Carmen Peláez y Teresa Requena recogen esta teoría. La premisa es la siguiente: los millones de microorganismos -sobre todo bacterias- que habitan nuestro intestino, la microbiota, son esenciales para mantenernos saludables, pues refuerzan los mecanismos de defensa ante determinadas enfermedades, nos ayudan a digerir alimentos e incluso facilitan el desarrollo neurológico. Pero ¿qué sucede si no adquirimos correctamente esa microbiota o si ésta no es lo suficientemente diversa? Que podemos padecer más fácilmente “enfermedades como la obe­sidad, la inflamación intestinal y los trastornos neurológicos”, explican las investigadoras.

La siguiente pregunta es: ¿Por qué puede darse esa falta de microbiota? Aunque las causas varían en cada individuo, y obviamente la herencia genética es determinante, la hipótesis de la higiene puede ser un factor a considerar. “Los avances sanitarios y las medidas higiénicas de potabilización del agua y procesado alimentario” han reducido la exposición de niñas y niños a los agentes externos e infecciosos. Como consecuencia no se produce “una correcta colonización inicial del intestino por microbiota, que es la encargada de ‘educar’ al sistema inmune para evitar después una hiperreactividad frente a estos agentes externos”, afirman en el libro. Efectivamente, en los países más industrializados “la prevalencia de la dermatitis atópica en niños, al igual que otras enfermedades autoinmunes como la enfermedad inflamatoria intestinal, diabetes tipo 1 o la esclerosis múltiple, ha aumentado muy rápidamente en comparación con sociedades menos desarrolladas, donde la higienización y los sistemas sanitarios son aún muy escasos o inexistentes”, apuntan. Esto consolidaría la hipótesis de la higiene. Nuestro sistema inmune se forma a través de “un proceso de aprendizaje por prueba y error mediante señales que recibe del entorno”. Si una persona crece y se desarrolla en un ambiente excesivamente limpio y aséptico, su sistema inmune no recibe suficientes señales microbianas.

Los avances sanitarios y las medidas higiénicas han reducido nuestra exposición a agentes microbianos / Wikipedia

En su obra, las investigadoras mencionan a Graham Rook, de la Universidad College de Londres, que propone la siguiente metáfora: cuando nacemos, nuestro sistema inmune es “como un ordenador que no contiene prácticamente datos, con unas estructuras anatómicas a modo de hardware y unos genes evolutivos que actúan como software. El sistema necesita de la exposición microbiana para acumular archivos de memoria que le permitan reconocer y tolerar alérgenos inofensivos, microbiota comensal o sus propias células, y evitar así errores que lleven a ataques inmunes inapropiados”. Por el contrario, “si las señales de ‘amigos tradicionales’ que recibe a través de alimentos, agua o animales domésticos son insuficientes, tendrá más posibilidades de cometer errores” y, por tanto, de que aparezcan enfermedades autoinmunes.  Desde esta perspectiva, los avances sanitarios y tecnológicos que tanto progreso han generado, reflejan también, según Peláez y Requena, “otra contradicción más de nuestra sociedad desarrollada, que provoca cambios muy rápidos que nuestro organismo no ha tenido tiempo de asimilar”.

Los demonios del queso: la sal y la grasa. ¿Seguro?

Tomás GarcíaPor Tomás García Cayuela (CSIC)*

El queso ha sido y es una parte muy importante de nuestra alimentación. Si bien no es imprescindible, es un alimento muy completo, rico en proteínas, lípidos, minerales como el calcio, y vitaminas. Sin embargo, dos de sus componentes, la sal y la grasa, han estado siempre en el punto de mira por su relación con la hipertensión y la obesidad, respectivamente. ¿Qué hay de cierto en todo esto? ¿Es tan mala la grasa del queso? ¿Habría que elegir quesos bajos en sal? Vayamos por partes.

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Un consumo de 60 gramos diarios de queso Camembert no tendría efecto en los lípidos sanguíneos ni en la presión arterial. / Myrabella.

Efectivamente, el consumo de elevadas cantidades de sal puede ser muy peligroso para nuestra salud. Puesto que muchos quesos presentan altos niveles, la tendencia actual en la industria quesera es la de reducir este componente. Sin embargo, según la mayoría de estudios observacionales y clínicos realizados hasta el momento, no existe relación directa entre el consumo moderado de queso y el riesgo de incidencia de hipertensión. Por tanto, la única precaución que se debe seguir es controlar las raciones que se toman, sobre todo con determinados tipos, como los curados, que pueden llegar a aportar casi 1 gramo de sal por cada porción de 80 gramos. En cambio, sí sería imprescindible reducir al máximo el consumo de alimentos precocinados, ya que muchos de los aditivos que contienen están formados por sales de sodio (la denominada ‘sal invisible’).

Veamos qué sucede con el segundo ‘demonio’ del queso. Durante los últimos 30 años, la grasa del queso y demás productos lácteos enteros ha sido considerada como la mala de la película, por aportar muchas calorías y ser una fuente de grasa saturada innecesaria en nuestra dieta. Además, se asumía que esa grasa estaba relacionada con la obesidad y que aumentaba el riesgo de enfermedad cardiovascular. En este sentido, en las guías alimentarias lo que se aconsejaba –y se sigue aconsejando, de hecho– era tomar productos bajos en grasa o desnatados, en lugar de los productos enteros. Con los nuevos estudios científicos, estas creencias han sido cuestionadas de la siguiente manera:

  • La grasa láctea no es una fuente innecesaria de grasa saturada. Hay que tener en cuenta que esta grasa puede llegar a tener más de 400 tipos de ácidos grasos. Además, es muy compleja y contiene ácidos grasos que presentan actividades biológicas muy importantes: el ácido mirístico interviene en la síntesis de proteínas; los ácidos grasos de cadena media y corta previenen la oxidación de otros ácidos grasos de cadena más larga, y favorecen su bioconversión a ácidos grasos esenciales para el desarrollo del cerebro y el sistema nervioso; asimismo, los ácidos grasos de cadena ramificada ayudan a mantener la estabilidad de las membranas celulares.
  • El queso y los productos lácteos en sí mismos no provocan un aumento del colesterol malo (LDL) ni incrementan el riesgo de enfermedad cardiovascular. En muchos de los estudios en los que se ha sustituido la grasa insaturada por saturada en una dieta, no se observan cambios significativos en los niveles de colesterol de los individuos.
  • El consumo de lácteos enteros no contribuye a la obesidad y a la aparición de enfermedades metabólicas. La grasa láctea no solo es saciante, lo que ayuda a comer menos, sino que también tiene un papel regulador en el metabolismo de la glucosa y la aparición de diabetes tipo 2.
 La grasa de los lácteos en general es saciante y tiene un papel regulador en el metabolismo de la glucosa / Dorina Andress

La grasa de los lácteos en general es saciante y tiene un papel regulador en el metabolismo de la glucosa. / Dorina Andress.

Además de no tener un impacto negativo en la salud, el consumo de queso (también de yogur natural o leche entera) puede tener un efecto protector sobre nuestro metabolismo. Así lo confirmó un estudio de la Universidad de Dinamarca en el que los participantes consumían 80 gramos de queso Gouda (27% de grasa) al día y algunos que tenían síndrome metabólico redujeron sus niveles de colesterol. En otra investigación, publicada en el International Journal of Food Sciences and Nutrition, se comprobó que el consumo diario de 60 gramos de queso Camembert no tenía efecto en los lípidos sanguíneos ni en la presión arterial.

¿Este efecto protector se debe solo a la grasa? En un estudio de la misma publicación, se comparó el consumo de queso con el de mantequilla (a igualdad de contenido en grasa) y los resultados obtenidos fueron muy distintos, pues solo con el queso se observó una disminución del colesterol sanguíneo LDL. Por tanto, una hipótesis es que, además de la grasa, otros factores de la matriz del queso están actuando en el organismo, como el calcio, las caseínas o las propias bacterias fermentadoras.

En definitiva, los últimos metanálisis indican que el queso, consumido como parte de una dieta equilibrada, no está relacionado con el riesgo de obesidad, síndrome metabólico, diabetes tipo 2 o enfermedad cardiovascular. Tampoco influye en los niveles de lípidos sanguíneos o de presión arterial, como siempre se había dicho, por su contenido en grasa o sal. Pensemos mejor en el queso como un alimento completo donde todos sus componentes están relacionados entre sí y no como un conjunto de nutrientes aislados.

 

*Tomás García Cayuela es investigador en el Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL), centro mixto del CSIC  y la Universidad Autónoma de Madrid, y en el Tecnológico de Monterrey (México). Además, es creador del blog de divulgación sobre gastronomía y ciencia El Saber Culinario.

¿Sabías que dormir poco está relacionado con la obesidad?

El gordo y el flaco

Por Mar Gulis

En ciencia es bien conocido que la leptina y la grelina son dos de las hormonas implicadas en la regulación del apetito. De cara a la obsesión generalizada por no engordar, la primera sería la hormona ‘aliada’, dado que causa la sensación de saciedad y ayuda a quemar grasas, mientras que la segunda sería la ‘enemiga’: es responsable de la sensación de hambre y promueve la ingesta de comida.

Cuando duermes poco se producen diversos desequilibrios hormonales y uno tiene que ver con esta pareja y sus contrapesos. Después de una mala noche disminuye la leptina (producida por el tejido adiposo o graso) y aumenta la concentración de grelina (sintetizada sobre todo por las células estomacales) en el organismo, por lo que puedes tener más hambre que después de una noche en la que hayas dormido a pierna suelta. De hecho, un estudio publicado en la revista Nature Communications señala que privar a la gente de sueño por una noche aumenta los antojos de comida ‘basura’.

Así, en contra de la presuposición de que las personas insomnes se quedan cada vez más flacas, la falta de sueño puede conducir a un aumento de peso a largo plazo. Tanto es así que se ha relacionado la disminución de las horas que dedicamos a dormir con la obesidad.

Comida basura

Privar a la gente de sueño por una noche aumenta los antojos de comida ‘basura’ / Los viajes del cangrejo

Como explica el catedrático de Fisiología Humana Francisco Javier Cudeiro Mazaira en su libro Paladear con el cerebro, durante las últimas décadas la duración del sueño nocturno se ha reducido en paralelo al aumento de la obesidad. En 2008, la encuesta realizada por la National Sleep Foundation reveló que los adultos estadounidenses duermen un promedio de 6 horas y 40 minutos entre semana y 7 horas 25 minutos los fines de semana. En contraste, el promedio en 1960 era de 8,5 horas. Así, en menos de 50 años ha habido una reducción de la duración del sueño de 1’5-2 horas.

A las alteraciones metabólicas y endocrinológicas que produce la privación o falta de sueño, hay que sumar que si no duermes, sentirás somnolencia durante el día, y en ese estado tendrás muchas menos ganas de realizar actividades físicas. Este mayor sedentarismo también multiplica las posibilidades de ser obeso. ¿Alguien conoce algún estudio que señale beneficios de dormir poco? Por consolar a lectores y lectoras insomnes…