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Hablando se entiende la gente: ¿deliberamos?

Por Ernesto Ganuza (CSIC)*

La deliberación es un tema ampliamente trabajado por la sociología política. Su punto de partida bien podría tomarse del refranero: “hablando se entiende la gente”. Es cierto que suena un poco extraño hoy día, cuando la polarización se come todos los debates imaginables, pero hay mucho trabajo científico que demuestra el poder de las palabras. Para la sociología política, la deliberación es un mecanismo mediante el cual la gente toma mejores decisiones.

Ilustración de un grupo de personas deliberando. Iuliia Sutiagina / Vecteezy

Iuliia Sutiagina (Vecteezy)

Sin embargo, la deliberación resulta extraña a mucha gente porque solemos imaginarnos con preferencias e intereses sólidos, difíciles de cambiar. En teoría, sabemos lo que pasa a nuestro alrededor y lo que vemos, y parece que sabemos exactamente lo que queremos. Deducimos entonces que no necesitamos a nadie para pensar, y mucho menos vamos a cambiar de opinión por lo que otras personas digan.

El que ha pasado por ser el gran defensor de la democracia, Rousseau, incluso defendía una votación popular en silencio, cada cual con sus pensamientos. Tenemos una idea de la mente como si fuera un asunto meramente privado o cuya autenticidad dependiera solo de los procesos internos. Desde ahí, nos imaginamos como ‘pensadores solitarios’ capaces de descifrar monumentales enigmas o de descubrir soluciones insospechadas.

Pero el problema es que también se nos vienen a la cabeza muchas personas que no son capaces de pensar ‘adecuadamente’ y esto nos empuja a marginar la participación de la gente en política. No hay nada que produzca más desazón que decirle a alguien hoy que cualquiera podría decidir sobre los asuntos públicos. ¿Cómo vamos a pensar un problema entre muchas personas con capacidades tan distintas? “No todo el mundo está preparado”, nos dicen una y otra vez.

Si fuésemos ‘pensadores solitarios’, la deliberación ciertamente no tendría ningún sentido, entre otras cosas porque la deliberación plantea un proceso en el que se persigue compartir ideas, donde todas las voces son valoradas y cada una contribuye a resolver un problema. Desde el punto de vista de la deliberación existen soluciones diversas y todas las personas tienen partes de las mejores soluciones. En definitiva, mediante la deliberación se escucha a todo el mundo para entender y construir conocimiento para tomar decisiones. Hay mucha evidencia científica que apoya tanto la idoneidad de la deliberación para procesar información, como las consecuencias que tiene el uso de la deliberación para nuestras mentes.

Psicología social, neurociencia y deliberación

La psicología social, por ejemplo, hace mucho tiempo que mostró mediante experimentos que las personas desconocen los procesos mentales internos y, por tanto, actúan con un conocimiento más bien vago de lo que ha pasado por su cabeza. Esa falta de conocimiento hace que en sus justificaciones utilicen teorías causales que proceden de reglas culturales y no de deducciones lógicas internas. Esas reglas no son abstractas, sino que suelen ser las que emplea la red social en la que suelen estar inmersas. La conclusión de la psicología social es que la mente nos sumerge siempre en justificaciones que nos conectan a una red social con la que nos identificamos. Estar en contra o a favor a menudo tiene que ver más con las personas que conoces que con la precisión calculadora de la mente. Por eso cuando rechazamos algo o confirmamos un hecho estamos posicionándonos con los juicios de aquellas personas que para nosotros son una referencia.

Por otro lado, la neurociencia lleva años cuestionando esa idea de ‘pensadores solitarios’. Hugo Mercier o Michael Gazzaniga creen, por ejemplo, que el lenguaje y el habla surgen para coordinar las acciones entre individuos. En The Enigma of Reason Mercier y Sperber cuentan lo que ocurre en experimentos en los que se tienen que resolver jeroglíficos. Cuando la tarea se hace en solitario, cerca de un 80% de quienes participan no son capaces de resolverlos bien. En cambio, cuando la tarea se hace en grupo, solo un 20% de participantes no la resuelven adecuadamente.

Ilustración de la portada de 'The Enigma Of Reason'

Ilustración de la portada de ‘The Enigma Of Reason’

Como mostraba la psicología social desde otro ángulo, la mente ve el resultado de un proceso al que no tiene acceso. Esto condiciona mucho la argumentación, pues siempre tiene lugar a posteriori. Eso no quiere decir que la argumentación sea inútil, sino que como dice el psicólogo Haidt en The Righteous Mind: “la mente es un procesador de narraciones, antes que un procesador lógico”. Desde este punto de vista, la argumentación facilita la coordinación entre personas diversas. Si alguien no ha visto el vídeo de El pase invisible, le invito a hacerlo y a comprobar cómo en este experimento se muestra bien que la realidad que vemos depende mucho de nuestra atención, y cada cual se fija en cosas distintas. Por eso, desde la neurociencia, se insiste en desmontar ese mito del individuo capaz de verlo todo solo a partir de sus procesos mentales internos.

Si, como nos dicen la psicología social y la neurociencia, cada persona habla desde una perspectiva distinta de lo que le ha pasado y lo justifica desde códigos y relaciones causales que le son culturalmente afines, la deliberación tiene todo el sentido. En lugar de pensar que todo lo puede resolver una sola persona por sus altas capacidades, la ciencia social ha mostrado que la participación de personas diferentes en la resolución de problemas facilita llegar a una solución más ajustada a la diversidad de realidades que tenemos.

La deliberación es posible y tiene sentido

Mediante la deliberación las personas pueden contrastar sus narrativas, que implican teorías causales explicitas y realidades sociales diferentes, e indagar soluciones que consideren el conjunto de las visiones expuestas, además de los grupos y experiencias presentes. Esto no quiere decir que sea fácil deliberar, ni que carezca de sentido el razonamiento solitario, sino que la deliberación es posible y tiene sentido.

Hay que considerar que de lo que habla la deliberación no es de una persona razonando aisladamente sobre, por ejemplo, el cambio climático, sino de un grupo de personas deliberando juntas sobre un fenómeno que afecta a todas. Bajo esas condiciones los resultados son muy diferentes. Frente a los prejuicios y sesgos cognitivos que tenemos, que forman nuestras referencias y reglas cotidianas para entender lo que pasa, nos encontraremos con otras personas con otros sesgos y prejuicios. Si hay un espacio que favorezca la deliberación, eso ayudará a las personas a reflexionar sobre sus juicios y poco a poco se moverán hacia un espacio en el que sus posturas puedan convivir.

Gente reunida en una gram sabha en el distrito de Jhabua de Madhya Pradesh, India. Las Gram sabhas son asambleas de aldea en la India que se encuentran colectivamente entre las instituciones deliberativas más grandes del mundo. UN Women India / Gaganjit Singh

Gente reunida en una gram sabha en el distrito de Jhabua de Madhya Pradesh, India. Las Gram sabhas son asambleas de aldea en la India que se encuentran entre las instituciones deliberativas más grandes del mundo. / UN Women India (Gaganjit Singh)

Durante los últimos lustros, han sido muchos los experimentos que la ciencia social ha hecho relacionados con la deliberación, como podemos leer en el artículo escrito por diversos investigadores sociales en la revista Science acerca de las evidencias científicas existentes a favor de la deliberación. En los espacios deliberativos se ha mostrado que cualquier persona es capaz de incorporarse y participar plenamente de los razonamientos del grupo con independencia de su formación.

Si entendemos el razonamiento como un proceso de dar razones y escuchar respetuosamente, en la deliberación eso queda reforzado. A lo largo de la deliberación se ha constatado la capacidad de la gente para modificar su opinión, un cambio que se basa en argumentos y no en dinámicas de manipulación grupales. La deliberación puede evitar incluso la polarización, pues los elementos que la caracterizan no operan bajo un contexto deliberativo, porque los grupos se hacen menos extremos. En definitiva, la deliberación puede ayudarnos a pensar los problemas con una perspectiva renovada.

 

* Ernesto Ganuza es sociólogo e investigador en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos (IPP) del CSIC. Autor, junto con Arantxa Mendiharat, de La Democracia es posible.

 

Astrocitos: estrellas que hablan en nuestro cerebro

Por Irene Serra Hueto (CSIC)*

Seguro que has oído alguna vez que nuestro cerebro es el ordenador más potente del mundo. Ahora bien, ¿en qué piensas cuando te preguntan de qué está formado? Lo más probable es que lo primero que te venga a la cabeza sean las neuronas. No está mal, pero para que esta máquina tan singular funcione con todo su potencial necesita del trabajo de otras células igual de importantes. Entre ellas se encuentran los astrocitos, que reciben su nombre de las estrellas.

Empecemos por el principio. El cerebro funciona gracias a que las neuronas transmiten información a través de corrientes eléctricas. Los puntos de conexión entre una neurona y otra se conocen como sinapsis. En ellas se liberan sustancias llamadas neurotransmisores que permiten que el impulso eléctrico continúe de una neurona a otra. En este punto de conexión, en este diálogo entre las neuronas, el astrocito juega un papel fundamental, modulando y regulando la comunicación entre ellas.

Nuestro cerebro habla bajo sus propias reglas. Esquema de una sinapsis cerebral donde se intercambia la información entre las células, como en una conversación de WhatsApp. / Irene Serra. Células creadas con Biorender.com.

¿Qué ventajas puede tener una conversación a tres? Este sistema, más complejo que una conversación a dos, permite más variedad de mensajes y añade un elemento mediador que asegura que la información se transmite correctamente, el astrocito. La cuestión es que no tenemos un solo astrocito por cada sinapsis. En ratones, una sola de estas células es capaz de modular, mediar y participar en más de 100.000 sinapsis simultáneamente. Es como si un único astrocito estuviese presente y hablando en 100.000 grupos de WhatsApp al mismo tiempo. En humanos, un solo astrocito interviene en 2 millones de sinapsis. Es decir, que nuestros astrocitos tienen 20 veces más capacidad de procesar información… Y, además, tenemos millones de ellos. ¿Y si la explicación (o, al menos, parte de ella) a nuestra inteligencia residiera en el gran refinamiento que los astrocitos aportan a nuestro cerebro?

Para poder contestar esta pregunta necesitamos saber más. Precisamente, mi investigación en el Instituto Cajal (IC) del CSIC se centra en estudiar los circuitos astrocito-neurona; en concreto, los que se establecen en el núcleo Accumbens, la zona del cerebro que se activa cuando algo nos gusta. Esta zona recibe información de otras regiones del cerebro relacionadas con la memoria (hipocampo), las emociones (amígdala) y la toma de decisiones (corteza prefrontal), y es muy importante porque se ve afectada, entre otros casos, en trastornos de adicción.

Ejemplo de cómo es la información que pasa por el núcleo Accumbens vista desde una conversación de WhatsApp./ Irene Serra

Sabemos que los astrocitos son parte fundamental de la regulación de este núcleo y, desde hace poco, también que el cerebro tiene distintos tipos de astrocitos, del mismo modo que tiene distintos tipos de neuronas. Sin embargo, todavía no hemos comprendido en profundidad para qué son los astrocitos diferentes entre ellos ni cómo son de diferentes. En el núcleo Accumbens, ¿tenemos astrocitos especializados regulando la información de recuerdos de aquello que nos gusta? ¿Hay otros asociados a las emociones? ¿Intervienen en los circuitos de toma de decisión?

Un sensor de calcio para superar las limitaciones de los microscopios

En el último trabajo publicado por el Laboratorio de Plasticidad Sináptica e Interacciones astrocito-neurona del IC-CSIC, dirigido por Marta Navarrete, profundizamos en estas preguntas y presentamos una nueva herramienta que nos ha permitido estudiar, por primera vez, la actividad de los astrocitos a gran escala y con precisión temporal. Se trata de CaMPARIGFAP, un sensor de calcio con el que hemos podido observar el núcleo Accumbens al completo y detectar qué astrocitos responden a un estímulo concreto.

El tamaño de las lentes de los microscopios es limitado y hace que no sea posible observar al mismo tiempo todos los astrocitos de una región cerebral. La particularidad de CaMPARIGFAP es que detecta, mediante la fluorescencia, el calcio que emiten los astrocitos cuando se activan. Es como hacer una foto: al enviar un ‘flash’ de luz violeta, los astrocitos inactivos se muestran en verde y los activos en rojo. De este modo, podemos analizar cómo responden regiones amplias del cerebro a un estímulo determinado.

Tejido del núcleo Accumbens en el que cambia el color de CaMPARIGFAP según la actividad de los astrocitos. / Irene Serra

Utilizando esta herramienta hemos descubierto que los astrocitos del núcleo Accumbens forman redes funcionales que responden de diferente forma según la procedencia de los estímulos -memoria, emociones o decisiones­-. Los resultados indican que los astrocitos son capaces de distinguir de dónde viene la información y, también, que integran las diferentes señales en un procesamiento paralelo al de las neuronas. Todo apunta a que los astrocitos están mucho más especializados en los circuitos cerebrales de lo que pensábamos.

Comprender en detalle cómo interaccionan con las neuronas y cómo regulan la información que llega de las diferentes zonas del cerebro nos acercaría mucho a encontrar soluciones eficaces para tratar la adicción. Y eso solo en el núcleo de Accumbens: llegar a entender cómo interaccionan los astrocitos en otras regiones cerebrales nos permitiría comprender mucho mejor el potencial de nuestro cerebro, que a día de hoy esconde tantos misterios como el universo.

*Irene Serra Hueto es investigadora predoctoral en el Laboratorio de plasticidad sináptica e interacciones astrocito-neurona del Instituto Cajal del CSIC, dirigido por Marta Navarrete.

La ‘huella olfativa’: ¿es posible identificar a una persona por su olor?

Por Laura López Mascaraque (CSIC) *

Hace cien años, Alexander Graham Bell (1847-1922) planteaba lo siguiente: “Es obvio que existen muchos tipos diferentes de olores (…), pero hasta que no puedas medir sus semejanzas y diferencias, no existirá la ciencia del olor. Si eres ambicioso para encontrar un tipo de ciencia, mide el olor”. También decía el científico británico: “Los olores cada vez van siendo más importantes en el mundo de la experimentación científica y en la medicina, y, tan cierto como que el Sol nos alumbra, es que la necesidad de un mayor conocimiento de los olores alumbrará nuevos descubrimientos”.

A día de hoy la ciencia continúa investigando el olfato y sus posibles aplicaciones. De momento sabemos, al menos, que detectar y clasificar los distintos tipos de olores puede ser extremadamente útil. El olfato artificial, también llamado nariz electrónica, es un dispositivo que pretende emular al sistema olfativo humano a fin de identificar, comparar y cuantificar olores.

Los primeros prototipos se diseñaron en los años sesenta, aunque el concepto de nariz electrónica surge en la década de los ochenta, definido como un conjunto de sensores capaces de generar señales en respuesta a compuestos volátiles y dar, a través de una adecuada técnica de múltiples análisis de componentes, la posibilidad de discriminación, el reconocimiento y la clasificación de los olores. El objetivo de la nariz artificial es poder medir de forma objetiva (cuantitativa) el olor. Se asemeja a la nariz humana en todas y cada una de sus partes y está formada por un conjunto de sensores que registran determinadas señales como resultados numéricos, y que un software específico interpreta como olores a través de algoritmos.

Los sensores de olores –equivalentes a los receptores olfativos situados en los cilios de las neuronas sensoriales olfativas del epitelio olfativo– están compuestos por materiales inorgánicos (óxido de metal), materiales orgánicos (polímeros conductores) o materiales biológicos (proteínas/enzimas). El uso simultáneo de estos sensores dentro de una nariz electrónica favorece la respuesta a distintas condiciones.

Comentábamos en otro texto en este mismo blog cómo se puede utilizar el olfato, y en particular el artificial, en el área de la medicina (mediante el análisis de aliento, sudor u orina), para el diagnóstico de enfermedades, sobre todo infecciones del tracto respiratorio. De hecho, en la actualidad se está estudiando la posibilidad de desarrollar y aplicar narices electrónicas para detectar la presencia o no del SARS-CoV-2 en el aliento de una persona, y ayudar así en el diagnóstico de la Covid-19. Pero lo cierto es que su desarrollo podrá tener otras muchas aplicaciones: seguridad (detección de explosivos y drogas, clasificación de humos, descubrimiento de agentes biológicos y químicos), medioambiente (medición de contaminantes en agua, localización de dióxido de carbono y otros contaminantes urbanos o de hongos en bibliotecas), industria farmacéutica (mal olor de medicamentos, control en áreas de almacenamiento) y agroalimentación (detección de adulteración de aceites, maduración de frutas, curación de embutidos y quesos).

De la ‘huella olorosa’ a la odorología criminalística

Las nuevas generaciones de sensores también pueden servir para detectar ese olor corporal personal conocido como huella aromática u olfativa. Esta podría llegar a identificar a una persona como ocurre con la huella digital. Helen Keller (1880-1968) esbozó la idea de que cada persona emite un olor personal, como una huella olfativa única e individual. Para ella, que se quedó sordociega a los 19 meses de edad a causa de una enfermedad, esta huella tenía un valor incalculable y le aportaba datos como el oficio de cada una de las personas con las que tenía relación. Y no se trata del perfume, sino que cada uno de nosotros tenemos un olor particular, un patrón aromático, compuesto por secreciones de la piel, flora bacteriana y olores procedentes de medicamentos, alimentos, cosméticos o perfumes. Este patrón podría emplearse, en el futuro, para la identificación personal e incluso en investigación criminalística para la localización de delincuentes.

 

Ilustración de Lluis Fortes

Ilustración de Lluis Fortes

La odorología criminalística es una técnica forense que utiliza determinados medios y procedimientos para comparar el olor de un sospechoso con las muestras de olor recogidas en el lugar del crimen. De hecho, en algunos países se permite usar como prueba válida la huella del olor. Así mismo, científicos israelíes están desarrollando una nariz electrónica que pueda detectar la huella aromática de seres humanos a nivel individual como si se tratase de una huella digital. Este olor particular está determinado genéticamente y permanece estable a pesar de las variaciones en el ambiente y la dieta. Por tanto, el olor proporciona un rastro reconocible de cada individuo que puede detectarse por la nariz, por un animal entrenado o utilizando instrumentos químicos más sofisticados.

Las narices electrónicas están todavía lejos de imitar el funcionamiento del olfato humano, pero para algunas aplicaciones este último tiene algunos inconvenientes, como la subjetividad en la percepción olfativa, la exposición a gases dañinos para el organismo o la fatiga y el deterioro que implica la exposición constante a estas pruebas. Por tanto, las narices electrónicas resultan un mecanismo rápido y confiable para monitorizar de forma continua y en tiempo real olores específicos.

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso, de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC -Catarata).

 

 

Cerebros de plastilina: ¿es posible conseguir una “supermemoria”?

Por Sandra Jurado Sánchez (CSIC)*

Ilustración de Silvia Jurado Sánchez

       Ilustración de Silvia Jurado Sánchez

En estas fechas de junio ya casi se pueden tocar las tan ansiadas vacaciones… Durante este mes, miles de estudiantes se han tenido que enfrentar a los exámenes de fin de curso, a la temida EBAU (antes Selectividad o PAU) o incluso a los exámenes de recuperación. En estas semanas el alumnado pone a prueba su templanza, pero sobre todo su memoria y conocimiento. Algunos demuestran una excelente capacidad de retención de manera innata (o, más probablemente, producto del trabajo continuado durante el curso), mientras que otros creen “conveniente” mejorar sus posibilidades con la ayuda de suplementos alimenticios. También hay quienes, dudando de su propia capacidad, se dedican al diseño de complejas formas de outsourcing intelectual o “chuletas” de última generación.

En estos momentos de incertidumbre, qué no daríamos por conocer los secretos de la memoria: ¿cómo aprendemos?, ¿cómo se forman nuestras memorias y recuerdos? Y sobre todo, ¿cómo podemos potenciar estas capacidades y generar una “supermemoria”? El cerebro guarda la clave de estos misterios, y la neurociencia, la ciencia encargada de estudiar el funcionamiento cerebral, trabaja sin descanso para entenderlos.

El desarrollo temprano durante la infancia es un momento crítico para el aprendizaje, pero las personas adultas seguimos aprendiendo y formando recuerdos sin que se produzcan cambios significativos en nuestro volumen cerebral. Una posible estrategia del cerebro adulto para codificar nueva información implicaría remodelar las conexiones neuronales ya existentes en función de su frecuencia de uso. Por ejemplo, consideremos el aprendizaje de un instrumento musical principalmente adquirido a través de constante repetición. Aquellos contactos neuronales o sinapsis que comienzan a emplearse con mayor frecuencia podrían verse potenciados, mientras que si abandonamos el entrenamiento, estos contactos o conexiones podrían comenzar a debilitarse, llegando incluso a desaparecer. Los puntos de contacto entre neuronas, o sinapsis, son regiones extremadamente flexibles que tienen la capacidad de responder a distintas necesidades según los estímulos que reciben, potenciándose o debilitándose en función de la frecuencia de uso durante un proceso conocido  como plasticidad sináptica.

El concepto del cerebro como una estructura plástica se introduce por primera vez en el siglo XIX por el psicólogo estadounidense William James, y posteriormente es asimilado por los padres de la neurociencia moderna, con su máximo exponente en la figura de Santiago Ramón y Cajal. Meticulosas observaciones de las redes neuronales en cerebros embrionarios convencieron a Cajal de que el tejido neuronal era lo suficientemente flexible como para permitir la formación y desaparición de conexiones dependiendo del momento del desarrollo, y que posiblemente esta flexibilidad se encontrara en la base de la formación de memorias y recuerdos en el cerebro adulto.

Dibujo de corteza cerebelosa realizado por Santiago Ramón y Cajal en 1904. / Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades

Dibujo de corteza cerebelosa realizado por Santiago Ramón y Cajal en 1904. / Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades

Aunque plausible e interesante, la plasticidad cerebral acabó siendo un concepto puramente teórico. Habría que esperar hasta principios de los años setenta para que los investigadores Timothy Bliss y Terje Lømo, de la Universidad de Oslo, detectaran por primera vez un fenómeno de plasticidad sináptica. Así, lograron demostrar que en respuesta a un aumento de la frecuencia de estimulación, la fuerza de las sinapsis en el hipocampo, una región cerebral importante para la memoria y afectada severamente en la enfermedad de Alzheimer, aumentaba muy rápidamente: ¡en cuestión de segundos podía aumentar hasta un 200%! Lo más importante era que estas conexiones permanecían potenciadas durante horas. Este aumento en la frecuencia de estimulación en el laboratorio mediante técnicas de electrofisiología in vivo pretendía mimetizar el aumento de la actividad de determinadas conexiones durante el proceso de aprendizaje. El resultado fue que estas conexiones eran capaces de adaptarse muy rápidamente y facilitarse tal y como se venía especulando desde el siglo XIX.

Este hallazgo revolucionó la neurociencia, ya que proporcionaba evidencias experimentales para el concepto de plasticidad cerebral, que hasta entonces era una mera hipótesis. En los años sucesivos, numerosos laboratorios profundizaron en el estudio de la plasticidad sináptica y, gracias al avance de las técnicas de biología molecular, electrofisiología y microscopía, se pudieron identificar diferentes moléculas claves para este fenómeno neuronal.

La identificación de estas moléculas abre la puerta al diseño de nuevas estrategias y fármacos destinados a potenciar los procesos cognitivos, principalmente en individuos afectados por patologías que afectan a la memoria, como las enfermedades neurodegenerativas. Aunque la tan ansiada “píldora de la memoria” aún está fuera de nuestro alcance, es intrigante pensar qué efectos podrían provocar estos fármacos en individuos sanos. Intuitivamente podríamos imaginar la aparición de una “supermemoria”. Sin embargo, es probable que llegar a obtenerla no sea tan sencillo. Consideremos que el efecto de estos fármacos, aún en vías de desarrollo, podría ser diferente en un cerebro sano y en un cerebro afectado por neurodegeneración, en donde el entorno neuronal se ve profundamente alterado con la aparición de agregados moleculares inexistentes en situaciones normales. En este escenario, es esperable que el uso de fármacos que modulan moléculas cuyo efecto es predominante en el cerebro enfermo no tendría por qué afectar positivamente a las capacidades de memoria de un cerebro saludable que carece de estas dianas.

Todas estas cuestiones han de ser analizadas meticulosamente, incluyendo la reflexión acerca de si es necesario desarrollar una “píldora para la memoria” en un mundo en donde gran parte de nuestros recuerdos se almacenan de manera digital. Tal vez mucha memoria no suponga ya una ventaja pues, como dijo Nietzsche, “la buena memoria es a veces un obstáculo al buen pensamiento”.

* Sandra Jurado Sánchez es investigadora en el Instituto de Neurociencias de Alicante, del CSIC y la Universidad Miguel Hernández. Más sobre su trabajo en: https://www.juradolab.com/