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Si pudieses cuidar una roca… ¿cuál sería?

Por Mar Gulis (CSIC)

El Parque Nacional de los Picos de Europa, el Parque Nacional de Sierra Nevada, las Hoces del Duratón en Segovia o La Pedriza en Madrid son mucho más que paisajes asombrosos: albergan Lugares de Interés Geológico que la ciencia reconoce como testigos vivos de la historia de nuestro planeta.

El Instituto Geológico y Minero de España (IGME-CSIC) consciente de esta invaluable riqueza geológica que atesoramos, lanzó en diciembre de 2017 un programa de ciencia ciudadana con el objetivo de conservar, proteger y llevar a cabo un seguimiento del estado de conservación de todos estos enclaves. La colaboración activa y la sinergia entre el público general y la comunidad científica son pilares fundamentales de esta iniciativa, que busca salvaguardar nuestro patrimonio para las generaciones futuras.

Badlands de las Bardenas Reales (Navarra), un laboratorio natural donde observar como determinados procesos geológicos externos están modelando su relieve. Autora: Ana Cabrera Ferrero (IGME-CSIC)

Badlands de las Bardenas Reales (Navarra), un laboratorio natural donde observar como determinados procesos geológicos externos están modelando su relieve. / Ana Cabrera Ferrero (IGME-CSIC)

‘Apadrina una Roca’, que lleva funcionando a nivel nacional desde el año 2017, busca involucrar a las personas que residen cerca de alguno de los más de 4.000 Lugares de Interés Geológico que existen en España. Una de ellas podrías ser tú si te comprometes a visitar ese lugar al menos una vez al año. De esta forma, no solo contribuirás a su conservación y al avance científico; también tendrás la oportunidad de aprender sobre el territorio que te rodea.

Enclaves con valor científico, educativo y turístico

Pero, ¿qué hace que un Lugar sea de Interés Geológico (LIG)? Los espacios que reciben este nombre han sido identificados por la comunidad científica como fundamentales para interpretar el pasado de la Tierra y su evolución. Estos enclaves facilitan el entendimiento de los procesos geológicos actuales y ofrecen una gran oportunidad para mejorar el desarrollo socioeconómico de las zonas rurales.

La denominación reconoce el valor científico, educativo, cultural y/o turístico de un lugar, pero no es una figura de protección. Por eso resulta conveniente llevar a cabo programas como ‘Apadrina una roca’, que sirvan para intensificar y mejorar su conservación, conocimiento y vigilancia.

Si te animas, tendrás la oportunidad de ser padrino o madrina de las rocas en uno o varios de estos enclaves. Puedes elegir entre una enorme variedad de espacios. Entre la diversidad de lugares, encontrarás afloramientos geológicos que albergan rocas, minerales, fósiles y suelos de interés, pero también formas del terreno, estructuras tectónicas e incluso meteoritos de gran importancia científica. Todos estos espacios pueden verse afectados por la acción humana.

Conocer el origen de estos enclaves, los agentes que han intervenido en su formación o el tiempo que ha sido necesario para formarlos, así como las amenazas y los impactos que pueden sufrir, nos dará las herramientas necesarias para entender cómo proteger y cuidar este patrimonio geológico.

¿Dónde están estos espacios? España cuenta con un inventario oficial que localiza, identifica y valora los lugares geológicamente más relevantes del territorio. Lo elabora y mantiene el IGME-CSIC en colaboración con las comunidades autónomas y las universidades. A su vez, la información que proporcionan las personas que participan en la iniciativa alimenta su base de datos y permite actualizar el conocimiento sobre estos espacios recordándonos la importancia de mejorar y proteger el patrimonio geológico de España.

Señalética turística en las Bardenas Reales de Navarra. Informa sobre la regulación normativa en el Lugar de Interés Geológico (LIG). Autora: Ana Cabrera Ferrero (IGME-CSIC)

Señalética turística en las Bardenas Reales de Navarra. Informa sobre la regulación normativa en el Lugar de Interés Geológico (LIG). / Ana Cabrera Ferrero (IGME-CSIC)

¿Cómo participar?

Participar en ‘Apadrina una Roca’ es muy sencillo. Accede a la página web del Inventario Español de Lugares de Interés Geológico (IELIG), busca en el mapa, identifica un espacio y registrarte. No importa el motivo que te mueva a apadrinarlo: que esté cerca de tu pueblo, que lo hayas estudiado o que simplemente te guste.

Si aceptas ser padrino o madrina de una roca, adquirirás un compromiso mínimo que ayudará a su conservación. Por ejemplo, deberás informar de cualquier incidencia que descubras y suponga una amenaza para este espacio, que tendrás que visitar al menos una vez al año.

Además, podrás compartir tus dudas e intercambiar experiencias con el resto de participantes del proyecto. El apadrinamiento es un acto voluntario y gratuito. Solo es necesario que cuides y vigiles tu LIG.

¡Anímate a apadrinar una roca!

¿Es posible la recuperación del Mar Menor?

Por Juan Manuel Ruiz Fernández* y Mar Gulis (CSIC)

El ecosistema lagunar del Mar Menor experimentó hace seis años un repentino colapso que supuso el final de una larga etapa (más de cinco décadas) de presiones antropogénicas continuas y crecientes.

Uno de los primeros retos de la ciencia para recuperar el Mar Menor es identificar y cuantificar las causas del actual deterioro, lo que requiere necesariamente un adecuado conocimiento científico del Mar Menor y su funcionamiento. El Mar Menor es objeto de estudios científicos desde la primera mitad del siglo XX, como los realizados para valorar sus recursos pesqueros (Navarro, 1927), sus depósitos minerales y su posible interés para la industria minera (Simmoneau, 1973) o la dinámica del intercambio de agua con el Mediterráneo (Arabio Torre y Arévalo, 1971). Desde entonces, instituciones públicas como el Instituto Español de Oceanografía (IEO-CSIC), la Universidad de Murcia o el Instituto Geológico y Minero de España (IGME-CSIC) han desarrollado su actividad investigadora tanto en la albufera como en su cuenca vertiente, dando lugar a una creciente producción científica.

Las praderas de la angiosperma marina Cymodocea nodosa son un componente clave para el funcionamiento del ecosistema lagunar, aunque su pérdida en una amplia superficie del fondo es por ahora irreversible. / Javier Murcia Requena

Las praderas de la angiosperma marina Cymodocea nodosa son un componente clave para el funcionamiento del ecosistema lagunar, aunque su pérdida en una amplia superficie del fondo es por ahora irreversible./ Javier Murcia Requena

Sin embargo, si superponemos los resultados de todos estos estudios en un mapa del complejo entramado de compartimentos e interacciones que conforman el ecosistema lagunar (y los ecosistemas vecinos con los que se encuentra conectado: la cuenca vertiente y el Mediterráneo adyacente), comprobaremos que apenas hemos conseguido rasgar las capas más superficiales del conocimiento. Todavía tenemos importantes carencias en nuestro conocimiento más básico sobre cuestiones que son clave para comprender el estado actual del Mar Menor y sus causas.

Un claro ejemplo de eutrofización

El colapso experimentado por el Mar Menor se ajusta a un caso icónico (“de libro”) de proceso de eutrofización, y se une a una larga lista de casos similares documentados en otras zonas costeras, como Cheesapeak bay (USA) o las lagunas de Venecia (Italia). No obstante, entre otros muchos aspectos, existe un importante vacío de conocimiento sobre los ciclos biogeoquímicos en general, y del nitrógeno y del fósforo en particular, el principal desencadenante del proceso de eutrofización. Por tanto, la recuperación del Mar Menor debe pasar necesariamente por un programa serio y ambicioso de mejora del conocimiento científico, conectado e integrado a sistemas de análisis y predicción que apoyen la toma de decisiones.

Las proliferaciones masivas de macroalgas bentónicas como Caulerpa prolifera y Chaetomorpha linum son síntoma evidente del proceso de eutrofización y de los severos desequilibrios que experimenta el ecosistema lagunar. / Juan M. Ruiz

Las proliferaciones masivas de macroalgas bentónicas como Caulerpa prolifera y Chaetomorpha linum son síntoma evidente del proceso de eutrofización y de los severos desequilibrios que experimenta el ecosistema lagunar./ Juan M. Ruiz

Necesitamos un sistema de monitorización

Otro pilar importante de este plan de recuperación es disponer de un sistema de monitorización científica robusto y permanente, que permita obtener datos en continuo y de la forma más inmediata posible. La ausencia de un sistema de estas características ha dado lugar a todo tipo de especulaciones que no han hecho más que alimentar la demagogia política y, por tanto, confundir a la sociedad y a la opinión pública. Por ejemplo, se ha atribuido el deterioro del Mar Menor a eventos climáticos extremos como riadas (DANAs), olas de calor o episodios de calimas (polvo sahariano), lo que ha desviado la atención respecto al auténtico origen del problema: el exceso de nutrientes antropogénicos.

Este sistema de monitorización debe contemplar no solo la parte hidrográfica y oceanográfica, sino también los componentes biológicos del ecosistema, los procesos ecológicos implicados en su dinámica y el conjunto de su biodiversidad, que al fin y al cabo son los auténticos indicadores del estado del ecosistema y de su posible recuperación.

Biodiversidad en peligro

Muy a menudo se transmite la idea de recuperación a medida que el agua gana en transparencia, lo que no tiene base científica alguna. No se puede hablar de recuperación si el ecosistema lagunar ha perdido el 85% de sus praderas marinas, que a fecha de hoy no han mostrado síntomas de recuperación; o si la Nacra (Pinna nobilis), especie prácticamente extinta en el Mediterráneo español, ha pasado de tener una población del orden de 1,4 millones de individuos a unos pocos cientos. Ambos elementos, Nacra y praderas marinas, ejercieron probablemente un papel clave en el control de los nutrientes de la laguna, pero estos mecanismos de resiliencia hoy día han quedado notablemente debilitados. Especies tan singulares y vulnerables, estrechamente ligadas a las praderas marinas, como el caballito de mar y las agujas (varias especies de Sygnátidos) han experimentado un declive tras el colapso ecosistémico de la albufera.

Especies de peces tan características y singulares como los de la familia de los Sygnátidos (en la imagen) y los caballitos de mar han visto mermadas sus poblaciones en los fondos del Mar Menor hasta mínimos históricos./ Javier Murcia Requena

Especies de peces tan características y singulares como los de la familia de los Sygnátidos (en la imagen) y los caballitos de mar han visto mermadas sus poblaciones en los fondos del Mar Menor hasta mínimos históricos./ Javier Murcia Requena

Éstos son solo unos pocos ejemplos de las especies más emblemáticas, pero ¿qué ha pasado con el resto de la biodiversidad? ¿cómo han afectado estos cambios al funcionamiento del ecosistema? Como se conoce en ecología marina, los cambios observados en unos niveles del ecosistema pueden ser transmitidos al resto de niveles en lo que se conoce como “efecto cascada”, tanto desde los niveles basales (bottom-up) como desde los apicales (top-down). El resultado final es un nuevo estado del ecosistema que tiene consecuencias incluso a nivel socioeconómico, tal y como se empieza a sentir en sectores como la pesca y el turismo. Sin embargo, ni los estudios disponibles ni los datos de los programas de monitorización existentes nos permiten evaluar dichas consecuencias y su evolución.

A tiempo de actuar

Estamos a tiempo de recuperar el Mar Menor y su entorno, y todas las iniciativas orientadas a subsanar las deficiencias mencionadas en los puntos anteriores contribuirán a tal fin. Hasta la fecha, la apuesta más clara y contundente ha venido por parte del gobierno de España, a través del Ministerio para la Transición Ecológica, que ha invertido 485 millones de euros en un amplio programa de actuaciones con diferentes objetivos entre los que se encuentra el de reforzar el conocimiento científico y establecer un sistema de monitorización.

El IEO-CSIC es el responsable de gestionar e implementar este punto en el ámbito de la laguna (los responsables en el ámbito de la cuenca son la Dirección General de Agua y la Confederación Hidrográfica del Segura). Para ello hemos desarrollado un programa específico dotado de unos 5 millones de euros denominado BELICH, que es como los romanos se referían al Mar Menor.

El programa implica la puesta en marcha de un sistema avanzado de monitorización compuesto por diferentes tipos de plataformas completamente sensorizadas (boyas oceanográficas, plataformas sumergidas, mareógrafos, etc.), un servicio de monitorización remota a partir de datos satelitales (mapas de clorofila y otras variables ópticas de interés) y un programa de monitorización in situ, es decir, a partir de mediciones realizadas en muestras de agua. Estas mediciones permitirán calibrar los datos obtenidos de los diferentes sensores y obtener información de otras variables; en particular, aquellas relacionadas con la composición y abundancia de comunidades bacterianas, fitoplancton y zooplancton.

Más investigación básica

Lo anterior representa la parte más básica del sistema, pero necesita ser complementado para poder comprender e interpretar la información obtenida en un contexto adecuado. Para ello se ha propuesto un grupo de trabajo dedicado exclusivamente a obtener conocimiento científico de aspectos clave del funcionamiento del ecosistema, como el origen y las rutas de los nutrientes que alcanzan la laguna o los procesos de asimilación, transformación, almacenamiento y escape del nitrógeno y del fósforo, precursores del proceso de eutrofización.

El cangrejo Carcinus aestuarii era muy abundante en el Mar Menor. Su declive puede estar relacionado con la transformación del ecosistema, pero también por la llegada de un cangrejo invasor, Callinectes sapidus o cangrejo azul./ Juan M. Ruiz

El cangrejo Carcinus aestuarii era muy abundante en el Mar Menor. Su declive puede estar relacionado con la transformación del ecosistema, pero también por la llegada de un cangrejo invasor, Callinectes sapidus o cangrejo azul./ Juan M. Ruiz

Los resultados de estos trabajos de investigación servirán además para alimentar y calibrar modelos numéricos capaces de simular los procesos hidrodinámicos y biogeoquímicos que rigen la dinámica actual del ecosistema lagunar, incluidos los episodios de desarrollo explosivo del fitoplancton, los eventos de anoxia o la mortalidad masiva de organismos marinos. Estos modelos, una vez ajustados a la variabilidad espacial y temporal propia del Mar Menor, podrán servir para predecir los efectos de nuevos eventos climáticos (riadas) y del calentamiento global o la respuesta del ecosistema a acciones específicas de gestión (por ejemplo, la reducción de entradas de nutrientes y de sedimentos terrígenos o la alteración de los flujos de agua entre la laguna, su cuenca y el Mediterráneo).

En esta misma línea se realizarán evaluaciones experimentales sobre la viabilidad y eficacia de métodos y propuestas de restauración de las funciones y servicios ecosistémicos. Todos los datos y el conocimiento generados, así como los modelos obtenidos, deberán confluir en una plataforma digital capaz de integrar y procesar toda esta información que sirva de herramienta de gestión y apoyo a la toma de decisiones.

El desarrollo de este sistema es un gran reto científico. Sin embargo, nada de este esfuerzo tendrá sentido si no existen mecanismos de coordinación e integración dentro y entre los diferentes programas y equipos, y será un fracaso total si, una vez conseguido, no somos capaces de derivar todo lo invertido en infraestructuras permanentes que garanticen series temporales de datos en continuo y a largo plazo, que es lo que en realidad provee al personal científico y de gestión de las herramientas adecuadas para responder a las demandas de la sociedad y asistir a la recuperación del Mar Menor.

 

*Juan Manuel Ruiz Fernández es investigador del CSIC en el Instituto Español de Oceanografía

La expansión del océano: un descubrimiento de la Guerra Fría

Por Luis Carcavilla Urquí (IGME-CSIC)*

A mediados de los años 50 del pasado siglo, las dos superpotencias del momento mantenían un tenso equilibrio político y militar. La URSS y Estados Unidos se enfrentaban en un conflicto no bélico, la Guerra Fría, por demostrar su supremacía mundial. Con el fin de rebajar la tensión y frenar la imparable carrera armamentística nuclear, rusos y estadounidenses acordaron una suspensión parcial de las pruebas nucleares a principios de los años 60.

Se prohibieron las pruebas en la atmósfera y bajo el agua, pero quedaron permitidas las realizadas bajo el subsuelo, que son como terremotos artificiales: en vez de producirse la vibración por la rotura de las rocas, se produce por una explosión nuclear.  Sin embargo, el grado de desconfianza era tal entre ambas partes que el ejército norteamericano decidió vigilar el cumplimiento del acuerdo por parte de los soviéticos y, de paso, saber la frecuencia de sus ensayos nucleares subterráneos. Para ello, instalaron una red global de sismógrafos, el aparato utilizado habitualmente para detectar vibraciones de la tierra y, por tanto, terremotos.

Mapa del fondo oceánico elaborado en 1974 por la American Geographical Society con apoyo de la Armada norteamericana.

Al margen de su aplicación militar, este sistema de seguimiento permitió obtener por primera vez una visión completa de la distribución de los terremotos en todo el planeta. Esta información llevó a un descubrimiento sorprendente: los terremotos se alineaban perfectamente dibujando estrechas franjas que parecían partir la superficie terrestre en varios bloques o placas. En realidad, desde mediados del siglo XIX esto ya se sabía, pero solo para los continentes, porque no se tenían datos de lo que ocurría en los lechos oceánicos. Ahora, con la información marina, se tenía una primera perspectiva global.

Un geólogo contra los submarinos nazis

No era la primera vez que el uso de las técnicas geofísicas con fines militares arrojaba interesantes descubrimientos científicos. Durante la Segunda Guerra Mundial, el geólogo norteamericano Harry H. Hess utilizó geófonos –instrumentos que convierten el movimiento del suelo en señales eléctricas– para detectar las posiciones de los submarinos alemanes en el Atlántico norte. El sistema no pudo ser más eficaz: en tan solo dos años, la amenaza por este tipo de ataque fue neutralizada. Así que enviaron a Hess donde se desarrollaba entonces la gran batalla submarina: el Pacífico. Allí participó en cuatro grandes batallas marinas, incluida la de Iwo Jima.

Su misión incluía cartografiar el fondo marino para diseñar la estrategia militar, así que tras la guerra Hess dispuso de información topográfica detallada de amplias regiones oceánicas. Resultó que el fondo marino no era plano ni homogéneo, sino que tenía largas cordilleras submarinas llamadas dorsales y profundas fosas de más de diez kilómetros de profundidad.

Localización de epicentros de terremotos registrados entre 1963 y 1998. / NASA

La exploración marina continuó y, en 1956, se descubrió que la dorsal medioatlántica era, en realidad, una cordillera sin fin, pues enlazaba con otras y continuaba a lo largo de 75.000 kilómetros. Pero lo más importante fue descubrir que en el eje de la dorsal se situaba un interminable valle estrecho en el que se concentraban los terremotos y que mostraba una intensa actividad térmica. En palabras del propio Hess, ese descubrimiento “sacudía los cimientos de la geología”, pues era la pieza que faltaba para dar sentido a los datos del fondo oceánico que había recopilado durante décadas.

De los terremotos submarinos al crecimiento oceánico

Entre otras cosas, Hess se había percatado de que el escaso espesor de los sedimentos que cubren el fondo oceánico demostraba que este es mucho más reciente que los continentes, donde se llegan a acumular miles de metros de materiales sedimentarios. Además, el espesor de esos sedimentos se incrementaba cuanto más lejos estuvieran de la dorsal oceánica. Eso significaba que las dorsales eran más modernas que el resto del fondo oceánico, pero también, y eso era aún más difícil de explicar, que en las dorsales se estaba creando nuevo fondo oceánico que hacía cada vez más ancho el océano. Pero, ¿cómo? Las alineaciones de focos de terremotos parecían indicar que el fondo oceánico se ‘partía’ a través de estas líneas, y el descubrimiento del valle en el eje de la dorsal en el que se detectaba calor fue la clave para confirmarlo.

Así, en 1962 Hess propuso que rocas fundidas procedentes del interior terrestre ascendían a través de las dorsales y salían a la superficie en el valle del eje de la dorsal, y este material solidificado creaba nuevos fondos oceánicos. A este proceso de crecimiento del océano desde la dorsal lo llamaron “expansión oceánica”.

Harry Hess en 1968 mientras explica el ciclo de la corteza oceánica.

Este descubrimiento tuvo aún más repercusiones: Hess se dio cuenta de que el fondo oceánico que se creaba en unas regiones debía destruirse en otras o, si no, la Tierra estaría creciendo. Propuso que las profundas fosas oceánicas eran los lugares donde el fondo marino se hundía en el interior terrestre. Los epicentros de los terremotos confirmaban esta teoría: los profundos se situaban en zonas coincidentes con fosas marinas –lo que evidenciaba que se introducían en profundidad– y los superficiales se ubicaban a lo largo de las dorsales –lo que reflejaba que la actividad volcánica creaba nueva corteza–.

Hacia la tectónica de placas

El hallazgo de Hess se vio confirmado solo un año después por Frederick John y Drummond Hoyle Matthews, que observaron el comportamiento magnético del lecho marino. Así descubrieron que la polaridad de las rocas variaba de una forma muy particular: existían extensas franjas perpendiculares a la dorsal con una polaridad normal y otras con una polaridad invertida, que se alternaban como en la piel de las cebras. Lo más llamativo era que el dibujo que describían esas franjas era simétrico a uno y otro lado de la dorsal.

Eso solo podía tener una explicación. Las rocas generadas en el fondo marino se magnetizan según la orientación del campo magnético terrestre, que cambia cada cierto tiempo. Por tanto, las rocas que emergían en el centro de la dorsal debían tener siempre la misma polaridad, aunque se situaran del lado europeo o americano. Las rocas situadas en los distintos lados de la dorsal se irían distanciando a medida que se fuera formando nuevo lecho oceánico y, en el momento en que cambiase el campo magnético terrestre, aparecería entre ellas una franja de rocas con distinta polaridad.

Registro de los cambios de polaridad magnética en las rocas del fondo oceánico en expansión. / Dr. T (CC3.0-By-SA)

Las piezas encajaban y la expansión oceánica era un hecho. Gracias a esta evidencia, pronto Tuzo Wilson acabaría por armar el puzle de la tectónica de placas y demostrar, tras décadas de encendidas polémicas, la existencia de la deriva continental, pero esa es otra historia.

 

* Luis Carcavilla Urquí es investigador del Instituto Geológico y Minero de España, adscrito al CSIC, y autor del libro de divulgación Montañas (IGME-Catarata), del que ha sido extractado este texto.

El gran ‘fake’ científico del siglo XX: el hombre de Piltdown

Por Ana Rodrigo Sanz (IGME-CSIC) y Mar Gulis*

Casi con toda seguridad, el engaño más famoso, espectacular y controvertido de la ciencia de la segunda mitad del pasado siglo es el fraude del ‘hombre’ de Piltdown. Durante cerca de 40 años, la mayoría de la comunidad científica dio por válida la existencia de este supuesto eslabón perdido de la evolución, con cerebro humano y cuerpo de simio, que habría vivido en las islas británicas hace dos millones de años. La mentira puso en evidencia las malas artes de quienes la urdieron, pero también que los prejuicios culturales y el nacionalismo pueden dar alas a los peores bulos científicos.

Reconstrucción de ‘Eoanthropus dawsoni’ de 1913.

Vayamos al comienzo de la historia. En 1908, unos trabajadores de una cantera de grava situada en Piltdown, un pueblo de Sussex (Inglaterra), informaron a Charles Dawson (1864-1916), abogado y arqueólogo aficionado, de que habían encontrado un cráneo aplastado. Dawson se desplazó a la zona y continuó excavando, según dijo, hasta encontrar algunas piezas más del cráneo y fragmentos de otros mamíferos fósiles. En 1912, llevó sus hallazgos a Arthur Smith Woodward (1864-1944), conservador de paleontología del Museo de Historia Natural de Londres, quien los presentó ante la Sociedad Geológica de Londres.

El aspecto del cráneo recordaba al de un humano actual mientras que las características de la mandíbula eran notablemente simiescas. Eso sí, los dos molares que conservaba estaban desgastados de forma similar a la observada en los seres humanos. Asociados a estos restos aparecieron también dientes de hipopótamo y de elefante, así como utensilios de piedra primitivos. Estas herramientas parecían una evidencia palpable de que el individuo de Piltdown habría tenido una inteligencia muy superior a la de los monos.

El eslabón perdido de Darwin

El descubrimiento encajaba perfectamente en el esquema de la evolución humana propuesto por Darwin en El origen de las especies, muy extendido entre quienes se dedicaban a la paleoantropología a comienzos del siglo pasado. Según esta hipótesis, en el transcurso de la evolución humana un cerebro de gran tamaño debía de haber precedido al desarrollo de otros caracteres considerados como humanos. Por eso, se esperaba encontrar fósiles con cráneos que delataran un gran volumen cerebral articulados con esqueletos de aspecto simiesco.

Cuando Woodward presentó los fósiles, la comunidad científica manifestó sus dudas arguyendo que quizás mandíbula y cráneo no correspondían al mismo individuo. Sin embargo, varias autoridades en anatomía, como Grafton Elliot Smith o Arthur Keith, defendieron la autenticidad del descubrimiento.

Retrato de 1915 del examen del cráneo de Piltdown. Desde la izquierda, arriba: F. O. Barlow, G. Elliot Smith, Charles Dawson, Arthur Smith Woodward. Abajo: A. S. Underwood, Arthur Keith, W. P. Pycraft y Ray Lankester. / John Cooke

El hallazgo de un diente aislado puso fin a la polémica: en 1913, el padre Teilhard de Chardin (1881-1955), jesuita, filósofo y paleontólogo francés, encontró un canino inferior que podía ser asimilado a un mono, pero que presentaba marcas de desgaste parecidas a las humanas. La cuadratura del círculo se completó cuando dos años después el propio Dawson encontró en un segundo yacimiento próximo al original otros dos fragmentos craneales típicamente humanos y otra pieza dental más bien simiesca pero desgastada que, en su opinión, debían de pertenecer a un segundo individuo. Muchos de los detractores iniciales de Piltdown, como el gran paleontólogo francés Marcellin Boule (1861-1942), se retiraron del debate asumiendo su equivocación y reconociendo que estaban ante el tan esperado eslabón perdido.

Un hallazgo a la altura de Gran Bretaña

Fue entonces cuando se asignó una edad de unos dos millones de años a los restos y el nuevo fósil recibió el nombre de Eoanthropus (“el hombre del alba”) dawsoni en honor a su descubridor. Inglaterra, que hasta entonces no había contado con ningún hallazgo fósil de relevancia a pesar de ser la cuna de la teoría de la evolución, se cubrió de gloria científica. El hombre de Piltdown era mucho más antiguo que los neandertales, cuyos restos se habían encontrado en otros lugares de Europa y Asia, pero de los que solo había registro desde hace 230.000 años. Por tanto, los neandertales ‘franceses’ y ‘prusianos’ quedaban relegados a una segunda posición como rama colateral en la evolución humana.

Todo ello llevó a que Woodward y Keith fueran nombrados barones y a que a Dawson, fallecido en 1916, se lo recordara con una placa honorífica en Piltdown. Por si esto fuera poco, el lugar de los afortunados hallazgos fue declarado monumento nacional en 1950.

Sin embargo, en ese periodo las dudas sobre la autenticidad de los fósiles no se disiparon del todo y los nuevos descubrimientos en yacimientos de África y Asia comenzaron a contradecir el paradigma evolutivo que sugería el individuo de Piltdown. Es el caso, por ejemplo, del niño Taung, descubierto por el antropólogo australiano Taymond Dart (1893-1988) en Sudáfrica en 1924. El cráneo presentaba un excelente estado de conservación y su morfología recordaba a la de un simio: era muy pequeño, pero sus piezas dentales eran más semejantes a las humanas que a las de gorilas y chimpancés. Y aún había más: Dart afirmaba que el niño había caminado erguido, lo que le hacía aún más próximo a la especie humana. En 1925, se publicaron los resultados de su investigación en la revista Nature: el niño Taung recibió el nombre de Australopithecus africanus y su antigüedad fue datada en dos millones y medio de años. Pero la ciencia oficial no hizo mucho caso: el hombre de Piltdown era un peso pesado.

Reconstrucción de ‘Australopithecus africanus’ en el Museo de la Evolución Humana

El fin de la mascarada

Hubo que esperar a 1953 para que se descubriera la gran mentira. El geólogo del Museo de Historia Natural de Londres Keneth P. Oakley (1911-1981) dudaba de que los restos de Piltdown tuvieran la misma edad que los restos del estrato que supuestamente los contenía. Decidido a demostrar su corazonada, puso a punto un método de datación para calcular la edad relativa de los huesos fósiles a partir de su contenido en flúor. El fundamento del método es sencillo: la composición química del hueso puede verse alterada por la presencia de determinados elementos en las aguas filtradas a través de los sedimentos, como el flúor. De este modo, el incremento paulatino en flúor puede ayudar a distinguir huesos de edades diferentes aparentemente asociados en el mismo nivel estratigráfico.

El museo permitió a Oakley acceder a las piezas y, en 1950, descubrió que los restos de uno de los animales de Piltdown contenían un 2% de flúor, mientras que los fragmentos humanos tenían entre 0,1 y 0,4%. ¿Qué significaba esto? Que el hombre de Piltdown no superaba los 50.000 años. Pero había más dudas: ¿cómo era posible que Eoanthropus dawsoni tuviese mandíbulas similares a las de los monos cuando las de otros ancestros más antiguos eran iguales a las nuestras?

Izquierda: El cráneo del hombre de Piltdown, en una reconstrucción realizada por el Museo de Historia Natural de Londres. Derecha: cráneo de ‘Australopithecus africanus’ en el Augsburg Naturmuseum.

Oakley volvió a analizar las muestras utilizando nuevos métodos químicos, esta vez en colaboración con el paleoantropólogo británico W. E. le Gros Clark (1895-1971). Sus resultados demostraron que los restos fósiles de Piltdown habían sido teñidos con dicromático potásico para aparentar antigüedad y los dientes limados cuidadosamente para semejar un desgaste similar al de las piezas humanas. Los huesos del cráneo correspondían a los de un humano moderno mientras que la mandíbula y la pieza dental aislada a un orangután. En cuanto a los restos fósiles de mamíferos supuestamente presentes en la cantera de grava, se determinó que procedían de Malta o Túnez. Dataciones posteriores realizadas con radiocarbono fecharon la antigüedad del cráneo humano en unos 620 años.

En 1953, el periódico Times publicó que el supuesto ‘hombre’ de Piltdown era, en realidad, un fraude. El sentimiento de vergüenza nacional y la indignación fueron tales que la Cámara de los Comunes se planteó reducir los fondos del Museo de Historia Natural como castigo a la institución por no haber descubierto antes el engaño. Afortunadamente la flema británica se impuso y el museo quedó exonerado de culpabilidad.

Quienes no llegaron a sufrir las consecuencias de sus actos fueron los que la investigación histórica ha señalado como los artífices del engaño: Dawson, que murió en 1916, y su amigo desde 1909 Teilhard de Chardin, que falleció dos años después de que la mentira se desvelara, todavía como miembro de la Academia de las Ciencias de Francia. El papel controvertido de Woodward y Keith tampoco pudo esclarecerse con ellos en vida: el primero falleció en 1944 y los estudios que implican al segundo en el fraude no se difundieron hasta después de su muerte en 1955.

 

* Ana Rodrigo Sanz es directora del Museo Geominero del Instituto Geológico y Minero de España, recientemente adscrito al CSIC. Es también autora del libro de divulgación La edad de la Tierra (IGME-Catarata), del que ha sido adaptado este texto.